el talento no sea en el fondo otra cosa que un furor felizmente sublimado, la capacidad de concen- trar en una
paciente
contemplacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
l, que como ningu?
n otro burgue?
s adivino?
la falsedad del libera- lismo, no llego?
sin embargo a adivinar del todo el poder que hay tras e?
l, la tendencia social que tuvo realmente en Hitler su prego- nero.
Su conciencia estaba reducida a la situacio?
n del competidor derrotado y miope, y ella fue el punto de partida para recrgani-
zarJa mediante un procedimiento sumario. Necesariamente hubo de sonar para los alemanes la hora de esa estupidez. Pues so? lo aque- llos que en economi? a mundial y conocimiento del mundo eran en igual medida limitados pudieron atraerles a la guerra y encaminar su testarudez bada una empresa no moderada por ninguna refle- xio? n. La estupidez de Hitler fue una astucia de la razo? n.
70
Opinio? n de diletante. -El Tercer Reich no logro? producir nin-
guna obra de arte, ninguna creacio? n del pensamiento que hubiera 105
? ? ? satisfecho siquiera la misera exigencia liberal del <<nivel>>. La des- integracio? n de la humanidad y la conservacio? n de los bienes del espi? ritu eran tan poco compatibles como el refugio antiae? reo y el nido de la cigu? en? a, y la cultura beltcosameme renovada teni? a ya desde el primer di? a el aspecto de las ciudades en sus u? ltimos di? as: un monto? n de escombros. La poblacio? n opuso al menos una resistencia pasiva. Pero las energi? as culturales supuestamente libe- radas en modo alguno fueron absorbidas por el a? mbito te? cnico, poli? tico y militar. La barbarie es realmente la totalidad y llega a triunfar sobre su propio espi? ritu. Esto se puede percibir en la estrategia. La era fascista no la llevo? a su florecimiento, sino que acabo? con ella. Las grandes concepciones militares eran insepara- bles de la astucia, de la fantasi? a, casi de la sagacidad y la inicia- tiva privadas. Perteneci? an a una disciplina relativamente inde- pendiente del proceso de la produccio? n. La norma era que el re- sultado final fuera siempre fruto de innovaciones especializadas, como la disposicio? n diagonal de las tropas en la batalla o el per- feccionamiento de la artilleri? a. En lodo ello habi? a algo de las cualidades del empresario burgue? s auto? nomo. Ani? bal proveni? a de mercaderes, no de he? roes, y Napoleo? n de la revolucio? n democra? tica. El momento de competencia burguesa en la conduccio? n de la guerra se hundio? con el fascismo. Este elevo? a lo absoluto la idea ba? sica de la estrategia: el aprovechamiento de la desproporcio? n temporal entre un frente organizado para matar constituido en una nacio? n y el potencial total de las dema? s. Mas al inventar los fas- cistas, como consecuencia de esta idea, la guerra total y suprimir la diferencia entre el eje? rcito y la industria, ellos mismos han liquidado la estrategia. Esta se ha quedado anticuada como los
sones de las bandas militares y las ima? genes de las fragatas. Pero los medios de que se sirvio? para ello eran ya aesrrare? gicos: la acu- mulacio? n del material ma? s potente en puntos concretos, el burdo avance frontal y el confinamiento meca? nico de los adversarios re- ducidos tras las li? neas de avance. Este principio, puramente cuan- titativo y carente de sorpresa, y a consecuencia de ello dondequiera <<pu? blico>> y fusionado con la propaganda, no resulto? suficiente. Los aliados, infinitamente ma? s ricos en recursos econo? micos, so? lo necesitaron sobrepujar la ta? ctica alemana para aplastar a Hitler. La inercia y el desa? nimo de la guerra, el derrotismo generalizado, que contribuyeron a la perduracio? n del infortunio, estaban moti- vados por la decadencia de la estrategia. Cuando todas las accio- nes son matema? ticamente calculadas adquieren un cara? cter estu? - pido. Con escarnio de la idea de que cualquiera podri? a gobernar
el estado, la guerra es conducida con la ayuda del radar y las pln- taformas artificiales de la manera como se la representa un escolar clavando banderitas. Spengler esperaba de la decadencia de Occi- dente la edad de oro de los ingenieros. Pero la perspectiva que se le ofrece a e? sta es la de la decadencia de la te? cnica misma.
71
Pseudo? menos. - E1 poder magne? tico que sobre los hombres ejercen las ideologi? as, aun conociendo ya sus entresijos, se explica, ma? s alla? de toda psicologi? a, por el derrumbe objetivamente dcrer- minado de la evidencia lo? gica como tal. Se ha llegado al punto en que la mentira suena como verdad, y la verdad como mentira. Cada pronunciamiento, cada noticia, cada pensamiento esta? n pre- formados por los centros de la industria cultural. Lo que no lleva el sello familiar de tal preformacio? n carece de antemano de todo cre? dito, y ma? s todavi? a desde que las instituciones de la opinio? n pu? blica acompan? an a cuanto sale de ellas de mil comprobantes fa? cticos y de todas las pruebas que la manipulacio? n total puede recabar. La verdad que inten ta oponerse no t iene simplemente cara? cter de inverosi? mil, sino que es incluso demasiado pobre como para entrar en competencia con el altamente concentrado aparato de la difusio? n. El extremo alema? n es ilustrativo de todo este me- canismo. Cuando los naci? onalsodali? stas empezaron a torturar, no so? lo aterrorizaron a la poblacio? n interior y exterior, sino que a la vez se senti? an tanto ma? s seguros frente a todo desvelamiento cuan- to ma? s creci? an en salvajismo las atrocidades. Su poco cre? dito hizo fa? cil no creer lo que por mor de la deseada paz no se queri? a creer, con lo que a la vez se capitulaba ante aquellos hechos. Los atemorizados tienden a asegurar que hay mucha exageracio? n: hasta en plena guerra eran mal recibidos por la prensa inglesa los deta- lles sobre los campos de concentracio? n. En el mundo ilustrado toda atrocidad necesariamente se convierte en una invencio? n. Pues el falseamiento de la verdad tiene un nu? cleo al que el inconsciente reacciona con ansiedad. Este no anhela simplemente el horror. El fascismo es de hecho tanto menos <<ldeole? gico>> cuanto ma? s direc- tamente proclama el principio del dominio, que en otros lugares se mantiene oculto. Lo que las democracias le han contrapuesto siempre como humano puede fa? cilmente recusarlo observando que no es de toda humanidad, sino de su imagen ilusoria de lo que
106
107
? ? ? ? decididamente se deshizo. Pero los hombres han llegado a tal desesperacio? n de la cultura que, en cuanto se lo piden , desechen lo ocasionalmente mejor cuando el mundo decide complacer a su maldad reconociendo cua? n malo es. Las fuerzas poli? ticas oposito- ras esta? n, sin embargo, obligadas a servirse una y otra vez de la mentira si no quieren verse completamente anuladas por destruc- tivas. Cuanto ma? s profunda es su diferencia con lo establecido, que sin embargo les procura refugio frente al desapacible futuro, tanto ma? s fa? cil les resulta a los fascistas cargarles la falsedad. So? lo la mentira absoluta tiene au? n libertad para decir de cualquier modo la verdad. En la confusio? n de la verdad con la mentira, que casi excluye la conservacio? n de la diferencia y hace de la fijacio? n del ma? s simple conocimiento un trabajo de Si? sifo, se anuncia la vic- toria, en la organizacio? n lo? gica, del principio militarmente derri- bado. Las mentiras tienen las piernas largas: se adelantan al tiem- po. La transposicio? n de todas las cuestiones acerca de la verdad a cuestiones del poder, al que la propia verdad no puede sustraerse si no quiere ser aniquilada por el poder, no ya reprime, como en los antiguos despotismos, sino que se apodera sin resto de la disyuncio? n entre lo verdadero y lo falso, a cuya eliminacio? n coope- ran activamente los mercenarios de la lo? gica. Hitler, del que nadie puede decir si murio? o escapo? , esta? au? n vivo.
72
Segunda cosecha. -Quiza?
el talento no sea en el fondo otra cosa que un furor felizmente sublimado, la capacidad de concen- trar en una paciente contemplacio? n aquellas energi? as que en otro tiempo creci? an hasta la desmesura, llevando a la destruccio? n de los objetos que se les resisrfan, y de renunciar al misterio de los ob- jetos en la misma escasa medida en que antes se estaba satisfecho hasta que no se le arrancaba al maltratado juguete la voz lastimera. ? Quie? n no ha observado en la cara del que se halla sumido en sus pensamientos, del apartado de los objetos pra? cticos, rasgos de la misma agresividad que preferentemente se manifiesta en la pra? ctica? ? No se siente el productor a si? mismo en medio de su exaltacio? n como un ser embrutecido, como un <<furioso trabaja- dor>>? ? No necesita precisamente de ese furor para liberarse de la perplejidad y del furor por la perplejidad? ? No se arranca 10 con- ciliador primariamente a lo destructor?
Actualmente la mayori? a da coces con el aguijo? n.
Co? mo en algunas cosas hay registrados gestos y, por tanto, modos de comportamiento: las pantuflas -<<Schlapp~n>>, slip- pers- esta? n disen? adas para meter los pies sin ayuda de la mano. Son sfmbolos del odio a inclinarse.
Que en la sociedad represiva la libertad y la desfachatez con- ducen a lo mismo, lo atestiguan los gestos despreocupados de los mozalbetes que preguntan <<cua? nto cuesta la vida>> cuando todavfa no venden su trabajo. Como signo de que no esta? n sujetos a na- die y, por tanto, a nadie deben respeto, se meten las manos en los bolsiUos. Pero los codos que les quedan fuera los tienen pre- parados para empujar a cualquiera que se interponga en su ca- mino.
Un alema? n es un hombre que no puede decir ninguna mentira sin cree? rsela e? l mismo.
La frase <<eso no viene al caso. . , que hubiera hecho fortuna en el Berli? n de los an? os veinte, es potencialmente una toma del poder. Pues pretende que la voluntad privada, fundada a veces en derechos reales de disposicio? n, pero la rnayorfa de ellas en la mera desfachatez, represente directamente la necesidad objetiva, que no admite ninguna objecio? n. En el fondo es como la negacio? n del hombre de negocios en bancarrota a pagarle a su asociado un solo penique en la orgullosa conciencia de que a e? l ya nada se le puede sacar. El artificio del abogado trapacero se presenta jactan- ciosamente como heroica entereza: forma verbal de la usurpacio? n. Tal desplante define por igual el auge y la cai? da del nacionalso-
cialismo.
Que a la vista de la existencia de grandes fa? bricas de pan la su? plica del pan nuestro de cada dta se haya convertido en una sim- ple meta? fora a la vez que en expresio? n de viva desesperacio? n, dice ma? s contra la posibilidad del cristianismo que toda critica ilus- trada de la vida de Jesu? s.
El antisemitismo es el rumor sobre los judi? os. Los extranjerismos son los judi? os de la lengua.
108
109
? ? ? Una tarde de abrumadora tristeza me sorprendi? a mi? mismo en el uso de un subjuntivo ri? di? culamenre incorrecto de un verbo, ya desusado en alema? n, procedente del dialecto de mi ciudad natal. Desde los primeros an? os escolares no habi? a vuelto a escuchar aquel familiar barbarismo, y menos au? n a emplearlo. La melancoli? a que incontenible descendi? a a los abismos de la infanda desperto? alla? en el fondo la vieja voz que sordamente me requeri? a. El lenguaje me devolvio? como un eco la humillacio? n que la desventura mc causaba olvida? ndose de lo que yo era.
La segunda parte del Fausto, reputada de oscura y alege? rica, esta? tan llena de expresiones corrientes como puede estarlo Gui- llermo Tell. La transparencia, la sencillez de un texto no se halla en proporcio? n directa con el hecho de que llegue a formar parte de la tradicio? n. Lo esote? rico, lo que siempre reclama una nueva interpretacio? n, puede crear esa autoridad que, ora en una frase, ora en una obra, se atribuye al que alcanza la posteridad.
Toda obra de arte es un delito a bajo precio.
Las tragedias que, por medio del <<estilo>>, ma? s rigurosamente mantienen la distancia de lo que meramente existe son tambie? n aquellas que, con procesiones, ma? scaras y vi? ctimas, ma? s fielmente conservan la memoria de la demonologi? a de los primitivos.
La pobreza del amanecer en la Sinfoni? a de los Alpes de Richard Strauss no es el mero efecto de secuencias banales, sino de la bri- llantez misma. Pues ningu? n amanecer, incluso en las altas monta- n? as, es pomposo, triunfal, majestuoso, sino que apunta de? bil y ti? mido, como con la esperanza de que lo que vaya a suceder sea bueno, y es precisamente en esa sencillez de la potente luz donde radica su emocionante grandiosidad.
Por la voz de una mujer al tele? fono puede saberse si la que habla es bonita. El timbre devuelve como seguridad, naturalidad y cuidado de la voz rodas las miradas de admiracio? n y deseo de que alguna vez haya sido objeto. Expresa el doble sentido de la palabra latina gratia: gracia y gratuidad. El oi? do percibe lo que es propio del ojo porque ambos viven la experiencia de una misma belleza. A e? sta la reconoce desde el primer momento: certeza i? nti- ma de lo nunca visto.
110
Cuando uno s. e despierta en mitad de un suen? o, aun del ma? s desagradable, se siente frustrado y con la impresio? n de haber sido engan? ado para bien suyo. Suen? os felices realizados los hay en ver- dad t~n poco como, en expresio? n de Schubert, mu? sica feliz. Aun los mas hermosos llevan aparejada COmo una ma? cula su diferencia con la realidad, la consciencia del cara? cter ilusorio de lo que pro- ducen. De ahi q~e I~s suen? os ma? s bellos parezcan como estropea- dos. Esta ~x~etlencta se encuentra insuperablemente plasmada
en la descripci o? n del teatro al aire libre de Oklahoma que hace Kafka en Ame? rica.
. Con. la felicidad acontece igual que con la verdad: no se la tiene, sino que se esta? en ella. Si? , la felicidad no es ma? s que un estar . en~uelto, trasunto de la seguridad del seno materno. Por eso rungun ser feliz puede saber que lo es. Para ver la felicidad tendrr~ que salir de ella: seri? a entonces como un recie? n nacido. El q~e dice que es. f? iz miente en la medida en que lo jura, pecando ~Sl. contra ~ felicidad. So? lo le es fiel el que dice: yo fui feliz. La umca ~e1ac:on de . Ia conciencia con la felicidad es el agradecimien-
to: ah1 radica su incomparable dignidad.
Al nin? ~que regresa de las vacaciones, la casa le resulta nueva, fresca, festiva. Pero nada ha cambiado en ella desde que la aban- dono? . El solo hecho de olvidar las obligaciones que le recuerdan cad~ mueble, cada vent ana, cada la? mpar a, devuelve a e? stos su paz sabat1~a, y por unos minutos se halla tan en concordia con las estancias,. habitaci. ones y pasillos de la casa como a lo largo de toda la vida le afirmani? la mentira. Acaso no de otro modo apa- rezca e! ~undo --casi sin cambio alguno-,,. , a la perpetua luz de
su festividad, ruando ya no este? bajo la ley del trabajo y al que regresa a cas~ le resuhen las obligaciones tan fa? ciles como el juego
en las vacaciones.
Desde que ya no se pueden arrancar flores para adorno de la amada c? mo ofrenda u? nica, compensada al cargar voluntariamente el entusiasmo por una con la injusticia hacia el resto, reunir flores ha l! egado a ~ultar algo funesto. S610 sirve para eternizar lo pasajero apresa? ndolo. Pero nada ma? s nocivo: el ramo sin perfume el r~Cllerdo celebrado, matan lo permanente al querer conservarlo: El instante fugaz puede revivir en el murmullo del olvido sin ma? s5ue recibir el rayo de luz que lohaga destellar; querer poseer
ese Instante es 'ya perderlo. El ramo opulento que por orden de 111
? ? ? la madre acarrea el nin? o a casa puede reducirse a una visio? n coti- diana, como el ramo artificial desde hace sesenta an? os, y a la pos- tre sucede como en las fotografi? as a? vidamente tomadas durante el viaje, en las que aparecen dispersos por el paisaje como trozos suyos los que nada vieron de e? l, arranca? ndole como recuerdos las vistas cai? das en la nada del olvido. Peto el que, cautivado, envi? a flores, instintivamente ira? a por aquellas de aspecto perecedero.
Tenemos que agradecer nuestra vida a la diferencia entre la trama econo? mica, el industrialismo tardi? o y la fachada poli? tica.
zarJa mediante un procedimiento sumario. Necesariamente hubo de sonar para los alemanes la hora de esa estupidez. Pues so? lo aque- llos que en economi? a mundial y conocimiento del mundo eran en igual medida limitados pudieron atraerles a la guerra y encaminar su testarudez bada una empresa no moderada por ninguna refle- xio? n. La estupidez de Hitler fue una astucia de la razo? n.
70
Opinio? n de diletante. -El Tercer Reich no logro? producir nin-
guna obra de arte, ninguna creacio? n del pensamiento que hubiera 105
? ? ? satisfecho siquiera la misera exigencia liberal del <<nivel>>. La des- integracio? n de la humanidad y la conservacio? n de los bienes del espi? ritu eran tan poco compatibles como el refugio antiae? reo y el nido de la cigu? en? a, y la cultura beltcosameme renovada teni? a ya desde el primer di? a el aspecto de las ciudades en sus u? ltimos di? as: un monto? n de escombros. La poblacio? n opuso al menos una resistencia pasiva. Pero las energi? as culturales supuestamente libe- radas en modo alguno fueron absorbidas por el a? mbito te? cnico, poli? tico y militar. La barbarie es realmente la totalidad y llega a triunfar sobre su propio espi? ritu. Esto se puede percibir en la estrategia. La era fascista no la llevo? a su florecimiento, sino que acabo? con ella. Las grandes concepciones militares eran insepara- bles de la astucia, de la fantasi? a, casi de la sagacidad y la inicia- tiva privadas. Perteneci? an a una disciplina relativamente inde- pendiente del proceso de la produccio? n. La norma era que el re- sultado final fuera siempre fruto de innovaciones especializadas, como la disposicio? n diagonal de las tropas en la batalla o el per- feccionamiento de la artilleri? a. En lodo ello habi? a algo de las cualidades del empresario burgue? s auto? nomo. Ani? bal proveni? a de mercaderes, no de he? roes, y Napoleo? n de la revolucio? n democra? tica. El momento de competencia burguesa en la conduccio? n de la guerra se hundio? con el fascismo. Este elevo? a lo absoluto la idea ba? sica de la estrategia: el aprovechamiento de la desproporcio? n temporal entre un frente organizado para matar constituido en una nacio? n y el potencial total de las dema? s. Mas al inventar los fas- cistas, como consecuencia de esta idea, la guerra total y suprimir la diferencia entre el eje? rcito y la industria, ellos mismos han liquidado la estrategia. Esta se ha quedado anticuada como los
sones de las bandas militares y las ima? genes de las fragatas. Pero los medios de que se sirvio? para ello eran ya aesrrare? gicos: la acu- mulacio? n del material ma? s potente en puntos concretos, el burdo avance frontal y el confinamiento meca? nico de los adversarios re- ducidos tras las li? neas de avance. Este principio, puramente cuan- titativo y carente de sorpresa, y a consecuencia de ello dondequiera <<pu? blico>> y fusionado con la propaganda, no resulto? suficiente. Los aliados, infinitamente ma? s ricos en recursos econo? micos, so? lo necesitaron sobrepujar la ta? ctica alemana para aplastar a Hitler. La inercia y el desa? nimo de la guerra, el derrotismo generalizado, que contribuyeron a la perduracio? n del infortunio, estaban moti- vados por la decadencia de la estrategia. Cuando todas las accio- nes son matema? ticamente calculadas adquieren un cara? cter estu? - pido. Con escarnio de la idea de que cualquiera podri? a gobernar
el estado, la guerra es conducida con la ayuda del radar y las pln- taformas artificiales de la manera como se la representa un escolar clavando banderitas. Spengler esperaba de la decadencia de Occi- dente la edad de oro de los ingenieros. Pero la perspectiva que se le ofrece a e? sta es la de la decadencia de la te? cnica misma.
71
Pseudo? menos. - E1 poder magne? tico que sobre los hombres ejercen las ideologi? as, aun conociendo ya sus entresijos, se explica, ma? s alla? de toda psicologi? a, por el derrumbe objetivamente dcrer- minado de la evidencia lo? gica como tal. Se ha llegado al punto en que la mentira suena como verdad, y la verdad como mentira. Cada pronunciamiento, cada noticia, cada pensamiento esta? n pre- formados por los centros de la industria cultural. Lo que no lleva el sello familiar de tal preformacio? n carece de antemano de todo cre? dito, y ma? s todavi? a desde que las instituciones de la opinio? n pu? blica acompan? an a cuanto sale de ellas de mil comprobantes fa? cticos y de todas las pruebas que la manipulacio? n total puede recabar. La verdad que inten ta oponerse no t iene simplemente cara? cter de inverosi? mil, sino que es incluso demasiado pobre como para entrar en competencia con el altamente concentrado aparato de la difusio? n. El extremo alema? n es ilustrativo de todo este me- canismo. Cuando los naci? onalsodali? stas empezaron a torturar, no so? lo aterrorizaron a la poblacio? n interior y exterior, sino que a la vez se senti? an tanto ma? s seguros frente a todo desvelamiento cuan- to ma? s creci? an en salvajismo las atrocidades. Su poco cre? dito hizo fa? cil no creer lo que por mor de la deseada paz no se queri? a creer, con lo que a la vez se capitulaba ante aquellos hechos. Los atemorizados tienden a asegurar que hay mucha exageracio? n: hasta en plena guerra eran mal recibidos por la prensa inglesa los deta- lles sobre los campos de concentracio? n. En el mundo ilustrado toda atrocidad necesariamente se convierte en una invencio? n. Pues el falseamiento de la verdad tiene un nu? cleo al que el inconsciente reacciona con ansiedad. Este no anhela simplemente el horror. El fascismo es de hecho tanto menos <<ldeole? gico>> cuanto ma? s direc- tamente proclama el principio del dominio, que en otros lugares se mantiene oculto. Lo que las democracias le han contrapuesto siempre como humano puede fa? cilmente recusarlo observando que no es de toda humanidad, sino de su imagen ilusoria de lo que
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? ? ? ? decididamente se deshizo. Pero los hombres han llegado a tal desesperacio? n de la cultura que, en cuanto se lo piden , desechen lo ocasionalmente mejor cuando el mundo decide complacer a su maldad reconociendo cua? n malo es. Las fuerzas poli? ticas oposito- ras esta? n, sin embargo, obligadas a servirse una y otra vez de la mentira si no quieren verse completamente anuladas por destruc- tivas. Cuanto ma? s profunda es su diferencia con lo establecido, que sin embargo les procura refugio frente al desapacible futuro, tanto ma? s fa? cil les resulta a los fascistas cargarles la falsedad. So? lo la mentira absoluta tiene au? n libertad para decir de cualquier modo la verdad. En la confusio? n de la verdad con la mentira, que casi excluye la conservacio? n de la diferencia y hace de la fijacio? n del ma? s simple conocimiento un trabajo de Si? sifo, se anuncia la vic- toria, en la organizacio? n lo? gica, del principio militarmente derri- bado. Las mentiras tienen las piernas largas: se adelantan al tiem- po. La transposicio? n de todas las cuestiones acerca de la verdad a cuestiones del poder, al que la propia verdad no puede sustraerse si no quiere ser aniquilada por el poder, no ya reprime, como en los antiguos despotismos, sino que se apodera sin resto de la disyuncio? n entre lo verdadero y lo falso, a cuya eliminacio? n coope- ran activamente los mercenarios de la lo? gica. Hitler, del que nadie puede decir si murio? o escapo? , esta? au? n vivo.
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Segunda cosecha. -Quiza?
el talento no sea en el fondo otra cosa que un furor felizmente sublimado, la capacidad de concen- trar en una paciente contemplacio? n aquellas energi? as que en otro tiempo creci? an hasta la desmesura, llevando a la destruccio? n de los objetos que se les resisrfan, y de renunciar al misterio de los ob- jetos en la misma escasa medida en que antes se estaba satisfecho hasta que no se le arrancaba al maltratado juguete la voz lastimera. ? Quie? n no ha observado en la cara del que se halla sumido en sus pensamientos, del apartado de los objetos pra? cticos, rasgos de la misma agresividad que preferentemente se manifiesta en la pra? ctica? ? No se siente el productor a si? mismo en medio de su exaltacio? n como un ser embrutecido, como un <<furioso trabaja- dor>>? ? No necesita precisamente de ese furor para liberarse de la perplejidad y del furor por la perplejidad? ? No se arranca 10 con- ciliador primariamente a lo destructor?
Actualmente la mayori? a da coces con el aguijo? n.
Co? mo en algunas cosas hay registrados gestos y, por tanto, modos de comportamiento: las pantuflas -<<Schlapp~n>>, slip- pers- esta? n disen? adas para meter los pies sin ayuda de la mano. Son sfmbolos del odio a inclinarse.
Que en la sociedad represiva la libertad y la desfachatez con- ducen a lo mismo, lo atestiguan los gestos despreocupados de los mozalbetes que preguntan <<cua? nto cuesta la vida>> cuando todavfa no venden su trabajo. Como signo de que no esta? n sujetos a na- die y, por tanto, a nadie deben respeto, se meten las manos en los bolsiUos. Pero los codos que les quedan fuera los tienen pre- parados para empujar a cualquiera que se interponga en su ca- mino.
Un alema? n es un hombre que no puede decir ninguna mentira sin cree? rsela e? l mismo.
La frase <<eso no viene al caso. . , que hubiera hecho fortuna en el Berli? n de los an? os veinte, es potencialmente una toma del poder. Pues pretende que la voluntad privada, fundada a veces en derechos reales de disposicio? n, pero la rnayorfa de ellas en la mera desfachatez, represente directamente la necesidad objetiva, que no admite ninguna objecio? n. En el fondo es como la negacio? n del hombre de negocios en bancarrota a pagarle a su asociado un solo penique en la orgullosa conciencia de que a e? l ya nada se le puede sacar. El artificio del abogado trapacero se presenta jactan- ciosamente como heroica entereza: forma verbal de la usurpacio? n. Tal desplante define por igual el auge y la cai? da del nacionalso-
cialismo.
Que a la vista de la existencia de grandes fa? bricas de pan la su? plica del pan nuestro de cada dta se haya convertido en una sim- ple meta? fora a la vez que en expresio? n de viva desesperacio? n, dice ma? s contra la posibilidad del cristianismo que toda critica ilus- trada de la vida de Jesu? s.
El antisemitismo es el rumor sobre los judi? os. Los extranjerismos son los judi? os de la lengua.
108
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? ? ? Una tarde de abrumadora tristeza me sorprendi? a mi? mismo en el uso de un subjuntivo ri? di? culamenre incorrecto de un verbo, ya desusado en alema? n, procedente del dialecto de mi ciudad natal. Desde los primeros an? os escolares no habi? a vuelto a escuchar aquel familiar barbarismo, y menos au? n a emplearlo. La melancoli? a que incontenible descendi? a a los abismos de la infanda desperto? alla? en el fondo la vieja voz que sordamente me requeri? a. El lenguaje me devolvio? como un eco la humillacio? n que la desventura mc causaba olvida? ndose de lo que yo era.
La segunda parte del Fausto, reputada de oscura y alege? rica, esta? tan llena de expresiones corrientes como puede estarlo Gui- llermo Tell. La transparencia, la sencillez de un texto no se halla en proporcio? n directa con el hecho de que llegue a formar parte de la tradicio? n. Lo esote? rico, lo que siempre reclama una nueva interpretacio? n, puede crear esa autoridad que, ora en una frase, ora en una obra, se atribuye al que alcanza la posteridad.
Toda obra de arte es un delito a bajo precio.
Las tragedias que, por medio del <<estilo>>, ma? s rigurosamente mantienen la distancia de lo que meramente existe son tambie? n aquellas que, con procesiones, ma? scaras y vi? ctimas, ma? s fielmente conservan la memoria de la demonologi? a de los primitivos.
La pobreza del amanecer en la Sinfoni? a de los Alpes de Richard Strauss no es el mero efecto de secuencias banales, sino de la bri- llantez misma. Pues ningu? n amanecer, incluso en las altas monta- n? as, es pomposo, triunfal, majestuoso, sino que apunta de? bil y ti? mido, como con la esperanza de que lo que vaya a suceder sea bueno, y es precisamente en esa sencillez de la potente luz donde radica su emocionante grandiosidad.
Por la voz de una mujer al tele? fono puede saberse si la que habla es bonita. El timbre devuelve como seguridad, naturalidad y cuidado de la voz rodas las miradas de admiracio? n y deseo de que alguna vez haya sido objeto. Expresa el doble sentido de la palabra latina gratia: gracia y gratuidad. El oi? do percibe lo que es propio del ojo porque ambos viven la experiencia de una misma belleza. A e? sta la reconoce desde el primer momento: certeza i? nti- ma de lo nunca visto.
110
Cuando uno s. e despierta en mitad de un suen? o, aun del ma? s desagradable, se siente frustrado y con la impresio? n de haber sido engan? ado para bien suyo. Suen? os felices realizados los hay en ver- dad t~n poco como, en expresio? n de Schubert, mu? sica feliz. Aun los mas hermosos llevan aparejada COmo una ma? cula su diferencia con la realidad, la consciencia del cara? cter ilusorio de lo que pro- ducen. De ahi q~e I~s suen? os ma? s bellos parezcan como estropea- dos. Esta ~x~etlencta se encuentra insuperablemente plasmada
en la descripci o? n del teatro al aire libre de Oklahoma que hace Kafka en Ame? rica.
. Con. la felicidad acontece igual que con la verdad: no se la tiene, sino que se esta? en ella. Si? , la felicidad no es ma? s que un estar . en~uelto, trasunto de la seguridad del seno materno. Por eso rungun ser feliz puede saber que lo es. Para ver la felicidad tendrr~ que salir de ella: seri? a entonces como un recie? n nacido. El q~e dice que es. f? iz miente en la medida en que lo jura, pecando ~Sl. contra ~ felicidad. So? lo le es fiel el que dice: yo fui feliz. La umca ~e1ac:on de . Ia conciencia con la felicidad es el agradecimien-
to: ah1 radica su incomparable dignidad.
Al nin? ~que regresa de las vacaciones, la casa le resulta nueva, fresca, festiva. Pero nada ha cambiado en ella desde que la aban- dono? . El solo hecho de olvidar las obligaciones que le recuerdan cad~ mueble, cada vent ana, cada la? mpar a, devuelve a e? stos su paz sabat1~a, y por unos minutos se halla tan en concordia con las estancias,. habitaci. ones y pasillos de la casa como a lo largo de toda la vida le afirmani? la mentira. Acaso no de otro modo apa- rezca e! ~undo --casi sin cambio alguno-,,. , a la perpetua luz de
su festividad, ruando ya no este? bajo la ley del trabajo y al que regresa a cas~ le resuhen las obligaciones tan fa? ciles como el juego
en las vacaciones.
Desde que ya no se pueden arrancar flores para adorno de la amada c? mo ofrenda u? nica, compensada al cargar voluntariamente el entusiasmo por una con la injusticia hacia el resto, reunir flores ha l! egado a ~ultar algo funesto. S610 sirve para eternizar lo pasajero apresa? ndolo. Pero nada ma? s nocivo: el ramo sin perfume el r~Cllerdo celebrado, matan lo permanente al querer conservarlo: El instante fugaz puede revivir en el murmullo del olvido sin ma? s5ue recibir el rayo de luz que lohaga destellar; querer poseer
ese Instante es 'ya perderlo. El ramo opulento que por orden de 111
? ? ? la madre acarrea el nin? o a casa puede reducirse a una visio? n coti- diana, como el ramo artificial desde hace sesenta an? os, y a la pos- tre sucede como en las fotografi? as a? vidamente tomadas durante el viaje, en las que aparecen dispersos por el paisaje como trozos suyos los que nada vieron de e? l, arranca? ndole como recuerdos las vistas cai? das en la nada del olvido. Peto el que, cautivado, envi? a flores, instintivamente ira? a por aquellas de aspecto perecedero.
Tenemos que agradecer nuestra vida a la diferencia entre la trama econo? mica, el industrialismo tardi? o y la fachada poli? tica.
