Tal griterío, no diferenciado todavía por ningu na instalación moderna de sintonía, hace que resulte
superflua
la retórica de oradores concretos.
Sloterdijk - Esferas - v3
) Algo análogo sucede con elección del vestido, que en globa muchos microuniversos de matices y gestos; aquí la combinación se convierte en tarea de diseño, la elección en autoproyecto.
Efectivamente, en la sociedad de vivencias desarrollada el individuo se cualifica como crea dor que reclama los derechos de autor por su propia imagen.
El individuo comprueba en los éxitos directos e indirectos de su apariencia las ganancias psicosociales que provienen de su estrategia indumentaria.
Con el desayuno -o como quiera llamarse el primer gesto nutritivo (con pretensión: la inauguración del ciclo alimenticio diario)- la actividad
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Edward Hopper, Room in Neto York, 1932.
de autocuidado aborda las necesidades metabólicas, lo que, por regla ge neral, no sucede sin maniobras en el ámbito del fogón y la cocina. La co cina del apartamento es la miniatura de un quirotopo, en el que, gracias a la presencia del utillaje correspondiente, se ejecutan rutinariamente las protoprácticas de encender el fuego, cortar, trocear, transvasar, poner en la mesa, etc. En los gestos del prepararse-algo resulta especialmente evi dente la calidad de autoemparejamiento de la vida a solas: quien se abas tece de la propia cocina desempeña eo ipso el doble papel de anfitrión e in vitado, o bien, de cocinero y comedor, y manifiesta de ese modo que en ciertos actos del souci de soi va incluido también un don de soi, un don del yo al yo, en el que se revelan las intenciones del donante con el receptor. Gracias a la explicación progresiva del metabolismo dada por la biología moderna, se pone en manos del autosustentador la posibilidad de desa rrollar el cuidado de sí mismo en perspectiva crítico-alimentaria. Aquí, junto con la calidad gastronómica se tiene en cuenta cada vez más la dieté tica; a los medios alimentarios se añaden los medios de complemento ali menticio, la suave droga Jitness gana su puesto en el hogar de autocuida-
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do; los medios de vida [alimentos] se convierten en medios de acrecenta miento de la vida; la autoalimentación se aproxima a la automedicación. Con el obligado equipamiento de fogón, fregadero y nevera, los soportes técnicos de la función autónoma de la cocina, incluso el mínimo aparta mento representa hoy una unidad termosférica eficiente. Junto con los estándares sanitarios, son esas magnitudes gastrosféricas elementales las que definen el concepto de confort en una moderna unidad de vivienda.
En muchos casos, con los primeros gestos alimentarios inicia el indivi duo de apartamento la entrada en el fonotopo, el universo de ruidos del colectivo. El ayuno de ruidos se rompe con un desayuno acústico, sea con una música temprana autoelegida o con un programa de radio o de tele visión. Este anti-silencio muestra cómo quien vive solo toma él mismo en sus manos su mundanización y resocialización diaria, codecidiendo, por la elección de medios, sobre contenidos y dosificación de la entrada de rea lidad. Algo semejante tenía ante los ojos el Hegel deJena cuando constató que la lectura del periódico por la mañana temprano era «una especie de bendición matutina realista»51; con el matiz, en este caso, de que la reco nexión al ruido grupal del sujeto privado, desocializado por la noche, se lleva a cabo aún mediante la técnica cultural de la lectura, es decir, de ad misión de voces exteriores en el monólogo y polílogo interior. Gracias a los medios-audio, la célula del que vive solo puede convertirse en algo que desde el punto de vista histórico parecía imposible, que constituía una contradicción en sí mismo incluso: en un fonotopo individual. Esta carac terística consiste en que queda deshecha la captura del individuo por el so nido del grupo y se sustituye por la discreta admisión de determinados rui dos, sonidos y textos hablados. Desde la completa sintonización originaria del grupo por el grupo se alzan ahora innumerables burbujas de sonido individualizadas: microsferas auditivas, en las que se ha hecho realidad una relativa libertad de escucha512. (Esta tendencia se agudiza por la unión de reproductores de CD o casetes portátiles con auriculares: una técnica de aislamiento que equivale a la introducción del microapartamento acús tico en el espacio público; se podría hablar también de una escafandra acústica. ) La sociedad moderna vibra en espumas sonoras en millones de células; en lo que se refiere al innumerable colectivo de audición, que ri valiza entre sí, se ha hablado con razón de una guerre des ambiancesk,s. Y la coexistencia, devenida normal, de medio centenar de programas de TV apenas puede disimular el hecho de que, según su modo fonotópico de ac-
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Kurt Weinhold, Hombre con radio, 1929.
ción, la televisión no es otra cosa que una radio visualmente ampliada; con la diferencia de que en ella la libertad de elección de programa está téc nicamente mejor apoyada que en los sistemas de búsqueda de la radio.
Se afirma con buen motivo que la posmodernidad es un subproducto del mando a distancia. El telemando representa la técnica clave de control de admisión de sonido e imagen, y eo ipso de admisión de realidad, en la
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egosfera. Si se considera que un ser del tipo homo sapiens deviene lo que oye, el tránsito a la autosintonización opcional de los individuos significa una cesura antropológica: tanto la presión auditiva exterior como la inte riorizada, de la que el psicoanálisis había ofrecido una perífrasis parcial con el concepto de superyó (concerniente al aspecto moral de la super-sin- tonización del individuo por su colectivo), se disuelve en la tendencia a la propia elección del entorno auditivo. Es verdad que siempre habrá tam bién en el individuo constituido individual-fonotópicamente niveles de au dición interior y exterior, en los que lo escuchado involuntariamente se adelanta a la escucha elegida.
La ampliación del apartamento como fonotopo individual representa, junto con los enlaces telecomunicativos, la contribución más importante a la compleción mediadora de la unidad de vivienda. Asegura que la célula,
aunque cumpla satisfactoriamente sus funciones defensivas como aislante, como sistema inmunitario, como dispensador de confort y distanciados si gue siendo un espacio de mundo. Abierta al mundo, aunque lejos de él, la egosfera auditiva permite la entrada a partículas de realidad, ruidos, sen saciones, compras, hallazgos e invitados escogidos. Su implantación prác tica viene garantizada por la radio y la televisión, frente a las cuales los me dios de presión han pasado a segunda fila.
Para la modelación informática y atmosférica de la egosfera, a los me- dios-audio sólo los iguala en importancia el teléfono, que, a causa de su ca lidad como medio de dos direcciones, representa uno de los instrumentos más eficientes para la ligazón al mundo desde la reserva. Frente a los me dios más utilizados de una sola dirección (radio, televisión, periódico, li bro), el teléfono posee un doble privilegio ontológico: no sólo transmite
(la mayoría de las veces) llamadas provenientes de lo real, sino que coloca también al que es llamado, si coge el aparato él mismo, en una simulta neidad (experimentada como real) con el que llama: le coloca a la misma altura-de-ser con el actor de la llamada desde la lejanía. A causa de este efecto de inmediatez fue legítimo describir el teléfono como biófono514: no puede llamar nadie menos que una vida. Alguien al aparato: eso es siem pre una vida lejana que se hace presente, una voz con un mensaje, quizá incluso con una invitación. Puesto que puede ser accesible por llamadas, al apartamento se le priva de la «unidad del lugar» y, a la inversa, se le en laza a una red de vecindades virtuales. Por eso, la vecindad efectiva no es la espacial, sino la telefónica. Bajo el punto de vista inmunológico, el telé
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fono representa una nueva adquisición ambivalente, porque introduce en la célula-vivienda un canal para infecciones peligrosas provenientes del ex terior, pero amplía explosivamente, a la inversa, el radio del habitante en el sentido de oportunidades de acción y alianzas acrecentadas. (En este contexto no tiene por qué hablarse de internet, puesto que, en principio, sólo supone la continuación del teléfono con medios visuales. ) Después de que la escritura ha deshecho la simultaneidad de emisión y recepción de la comunicación, el teléfono permite superar la coincidencia de lugar.
Las llamadas a distancia se infiltran en el principio llamada local (más exactamente: en el efecto, generador de mundo, del acoplamiento-boca- oído); con la consecuencia de que, por fin, el secreto de la resonancia esfé rica, preformulada en algunos discursos religiosos515, consigue una articu lación técnica. Retrospectivamente podemos explicar hasta qué punto toda formación de esferas implica desde el principio el «factor surreal»: que los comunicantes en un lugar humano siempre superan ya lo mera mente espacial. Por utilizar unjuego de lenguaje filosófico de 1900: la téc nica telecomunicativa acelera la pérdida de espíritu en la vida. Estimula la inflación de los efectos telepáticos, si entendemos por ellos los efectos psí quicos colaterales de la accesibilidad desde la lejanía. Los procedimientos de autoemparejamiento de los individuos en el individualismo tienen pre cisamente como presupuesto que en el decurso de sus vidas los mecanis mos telecomunicativos se convierten en rutinas sólidas: sólo entonces el aislamiento no se experimenta como soledad; posibilita el enlace del alma individual con otros relevantes ausentes y sus señales de vida lejana, más o menos atractivas.
La premodemidad estuvo dominada por la evidencia de que los men sajes más interesantes provenían de un gran ausente llamado Dios; sus por tadores eran los santos, sacerdotes y profetas. La Modernidad apuesta por remitentes lejanos, como el genio y el reportero de bolsa. Quizá fue esto lo que constituía la gran característica de la existencia en las civilizaciones metafísicamente ambiciosas: la inteligencia se desliga del primado de las comunicaciones locales y participa en el traslado del flujo semántico de la vida próxima a la vida lejana. Por eso ser-ahí significa ahora nadar-en-sig- nos que vienen de lejos: signos que son respaldados por grandes remiten tes. Bajo este efecto, las grandes culturas clásicas pudieron florecer como culturas de escritura: las voces de los clásicos se imponen sobre soportes escritos a las generaciones siguientes de alfabetizados. La metafísica co-
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Eric Fischl, Still IAfe (Bananas with Knife), 1981, cortesía de Mary Boone Gallery, Nueva York.
mienza como telesimbiosis; en ella, gracias a lecturas disciplinadas, la in teligencia tardía puede acoplarse cointeligentemente con la temprana. Soy ac<i sible por vida lejana remitente; vida alejada y pasada sigue siendo legible por nosotros.
El moderno estilo de vida de apartamento, apoyado por el teléfono, in troduce la fase de trivialización de esos logros. Si la cosecha de la vida ac cesible desde la lejanía fue recolectada durante mucho tiempo todavía ba
jo la supremacía total del individualismo extramundano, cuando se cultivaba el emparejamiento de las almas individuales con Dios o con el ab soluto, el actual individualismo secular se propone, como se ha dicho, el empan ¡amiento del individuo consigo mismo; con lo que al individuo, co mo el otro-de-sí-mismo que siempre permanece desconocido, le compete el papel de un absoluto residual. (Obviamente, esta posición puede ads cribirse también al otro real516. ) Todo yo que se vuelve hacia dentro podría encontrarse suficientemente transcendente a sí mismo. Le basta pensarse como c imposición de individualidad manifiesta y latente para saber que la investigación de la latencia propia constituye un contenido de vida pro vechoso Mientras siga interesándose por sí mismo, el individuo descu bierto sigue- la pista del individuum absconditum. (Observemos hasta qué
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punto la cultura de masas se basa en la premisa de que la mayoría de los individuos no tienen motivo alguno para interesarse por ellos mismos, por lo que resulta un buen consejo que se atengan a la vida de las estrellas. De finiciones de una estrella: a) interesante amplificación de la falta de in terés de los demás; b) agente del desvío de la atención del admirador de sí mismo. )
En ninguna dimensión de la vida aparece esto con mayor claridad que en la sexualidad, que en el régimen individualista se organiza a menudo como sexualidad-vivencia basada en el apartamento, es decir, como inves tigación en el espacio de posibilidad interior erótico. Está claro que el tránsito a la así llamada sexualidad libre en la segunda mitad del siglo XX va unido indisolublemente a la ganancia en discreción de la cultura de apartamento o, al menos, a las seguridades que depara la habitación pro pia. El fenómeno super-discutido de los anticonceptivos químicos, que desde los años sesenta del siglo XX están a disposición de las mujeres, tam bién de las solteras, apoya sólo la tendencia, manifiesta desde los años vein te, hacia una erótica afirmativa de quienes viven solos. El apartamento constituye un erototopo en miniatura, en el que los individuos pueden se guir los impulsos de su deseo, en el sentido de querer-experimentar-tam- bién-lo-que-otros-ya-han-experimentado. Representa un escenario ejem plar del existir, porque en él puede ensayarse la relación de consumidor con el potencial sexual propio. Pero si el amante (erástes) y el amado (eró- menos) coinciden en una y la misma persona, tampoco a ese centauro se le ahorra la experiencia elemental de los amantes, que el objeto de amor só lo en pocas ocasiones responde en la misma onda.
En el autoerotismo, como en el bipersonal, se manifiesta la ley de que en el trance de la elección de compañero la mayoría están condenados a equivocarse: dado que por regla general no se consigue lo que se quiere, se coge a cualquiera en su lugar, y, llegado el caso, a sí mismo. Por este mo tivo el apartamento es también un estudio para la reelaboración de frus traciones; más exactamente, una celda de ensayo en la que el deseo de un enfrente real o imaginario se transforma en deseo de sí mismo, como re presentante más plausible del otro ambicionado. En este círculo paradóji co surge una autosatisfacción con tendencias ofensivas. El onanismo de apartamento, quizá prefigurado ya en las celdas monacales, pone en esce na la relación triple completa entre el sujeto, el genital y el fantasma; de donde resulta, por lo demás, que la sexualidad masturbatoria logra, efec-
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Charles Ray, Oh Charley, Charley, Charley, documenta X, 1997.
tivamente, un acortamiento pragmático del procedimiento, pero no una simplificación estructural de la operación bigenital interpersonal. En con secuencia, las características erototópicas del apartamento como mejor pueden explicarse es por analogía con el burdel: así como los pretendien tes dan vueltas por él buscando un compañero sexual disponible para, tras lograr un acuerdo, retirarse con el objeto de su pre-amor a una celda es condida, el habitante del apartamento se elige a sí mismo como el otro cercan» >y utiliza la soledad de su unidad habitacional para hacerlo consi go mismo. El autoemparejamiento se consuma aquí con el matiz de que el individuo, como autopretendiente, se aborda a sí mismo sin ceremonias. Como muestra un ejemplo conocido, esto puede llegar hasta la promo ción de favores propios. La feminista estadounidense, activista de la mas turbación, Betty Dodson, pensaba, en su best sellerde comienzos de los años setenta. Sexo para uno, que podía reclamar honores académicos por su fir me compromiso con la causa del onanismo, declarando, tras convencerse de la irrealizabilidad de su deseo: «[. . . ] después de catorce años de estu dios únicos en su género en este campo me he concedido a mí misma el doctorado en masturbación»517.
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I
Así como en toda relación que se ha hecho demasiado fácil hay que contar con una tendencia a la depauperación por la rudna, el autocom- pañerismo masturbatorio aprende a conocer el tedio de la monotonía. No siempre pueden congratularse los individuos por sus excitaciones auto- provocadas. La forma de vida autocomplaciente encuentra su límite en el tedio onanísmico. La bibliografía reciente sobre existencias-síngfe deja cla ro que la sexualidad de quienes viven solos está marcada por la necesidad de eludir la automonogamia. Incluso Betty Dodson, que se preciaba de sus sesiones de horas con el vibrador, declaró que de vez en cuando se busca ba penes. Pero las encuestas entre singles no dejan duda alguna de que mu chos no están dispuestos, sólo por ese apuro, a soportar la perturbación de la paz de su celda por un compañero permanente.
Junto con sus caracterísdcas quiro, termo y erotópicas, la moderna cé lula-hábitat adopta también los rasgos de un ergotopo, en cuanto que su habitante la convierte en escenario de su autocuidado deportivo. Esa transformación de los apartamentos en gimnasios privados viene fomen tada por la tendencia de la sociedad moderna a estilos de vida orientados al Jitness, que reclaman de sus partidarios la preocupación constante por su forma. Desde este punto de vista, la estructura del autoemparejamien- to se modifica de tal modo que el individuo que hace ejercicio se disocia en entrenador y entrenado, para reunir a ambos en un decurso de acción coordinado. En esto, los aparatos de entrenamiento (fijos o desmontables) pueden adoptar el papel del tercero manifiesto en la organización objeti va de la autorrelación; en otros casos se trata de ejercicios sin aparatos, so bre el suelo, con los que los que se ejercitan entablan su monólogo gim nástico. El existencialismo se ha explicado somáticamente: de la fórmula filosófica, que ser-ahí es la relación que se relaciona consigo misma, ha lle gado al mercado una versión, comprensible para todos, según la cual ser- ahí significa mantenerse-en-forma.
Finalmente, hay que describir los apartamentos como emplazamientos exteriores del alethotopo: en toda vida individual, por muy apartada que es té de lo general, hay un interés residual por la verdad, aunque sólo sea por la demanda de vocablos que ayudan a los individuos a estar conectados con los signos del tiempo. Quien exhibe un consumo moderado de medios al canza, por regla general, el mínimo existencial cognitivo, habitual en nues tra forma de mundo, que implica la licencia para elegir y para participar en el debate público. Quien pretende más se esfuerza por conseguir un saber
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orientativo, que valga para navegaciones más amplias en circunstancias de poca claridad. En la autorrelación alethotópica los individuos actúan infor malmente como autoenseñantes, a quienes lo que importa es mantener un cierto acompasamiento a la situación cognitiva y cientificista de la «socie dad»; como autodidactas mínimos se procuran una participación idio sincrásica en los recursos públicamente accesibles del souci de soi cognitivo. Puede que sea verdad que bajo las condiciones teórico-cognitivas actuales el aprender sólo puede interpretarse ya como un management ilustrado de la ignorancia, pero en la llamada sociedad del saber los contemporáneos más o menos exigentes tienen que ocuparse de la actualización constante de sus déficit. Desde entonces, las informaciones positivas tienen, sobre to do, el sentido de calibrar más realistamente las proporciones de lo no-sabi- do y no-claro. De paso, la información adquiere progresivamente una fun ción que se corresponde con la de las marcas y artículos de moda: se llevan partículas aisladas de saber, como se llevan gafas de sol, relojes caros y go rras de béisbol. En la culturajaponesa de lajuventud ha surgido desde los años ochenta una amplia escena, que rinde culto a un saber especializado sin sentido518. Esosjóvenes han comprendido que el saber no prepara para la vida, pero sí para concursos radiofónicos o televisivos.
A los que viven solos les sirven como fuentes, normalmente, las revistas del mundo de la escena o de la moda, también los libros de consulta que de cuando en cuando se incorporan a la colección doméstica. Para mu chos sigue siendo todavía un acontecimiento la incorporación de un nue vo libro a la comunidad de objetos que pueblan la vivienda. Al encanto de la vida de apartamento pertenece la circunstancia de que en él uno se pue de dedicar sin testigos a la contabilidad no falseada de las ignorancias in confundiblemente propias.
C. Foam City
Macrointeriores y edificios urbanos de congresos
explicitan las situaciones simbióticas de la multitud
Si la proposición «Cada uno es una isla» casi se ha hecho verdadera en las metrópolis modernas para la mayoría de la población, ¿cómo es posi ble, entonces, seguir pensando en la «sociedad»? Mientras que las agencias del análisis de lo real trabajan en una mera exposición de los individuos
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en sus propios domicilios, las agencias de la síntesis social se dedican a la tarea de articular las formas generales bajo las que los insulados son auna- bles en unidades interactivas. Por eso la expresión «comunicación» posee un tono evangélico en todos los discursos contemporáneos: es la palabra redentora de quienes buscan la salvación en la vinculación, más exacta mente: en el intercambio simbólico y en compromisos transaccionales, mientras que en otro tiempo, durante el largo siglo marxiano, se la espe raba del «trabajo», de su distribución y su recombinación.
Cada uno es una isla: esto les parece una mala noticia a los conserva dores, a quienes todavía sigue dando alas la idea de superar a los indivi duos en colectivos precedentes o constituidos intencionadamente; una buena noticia, por el contrario, a aquellos que pretenden ver en ella la ga rantía de que no pueda llegarse otra vez al arrebato compartido en entu siasmos malignos por el llamado todo: porque, por regla general, los is leños son menos utilizables por la totalidad. Sin embargo, sea cual sea en cada caso el género de insularidad de los individuos instalados consigo mis mos, se trata siempre de islas co-aisladas y conectadas a redes, que han de estar unidas a islas contiguas, momentánea o crónicamente, en estructuras medianas o más grandes: en una convención nacional, una loveparade,un club, una logia masónica, un colectivo de empresa, una reunión de accio nistas, un público de una sala de conciertos, un vecindario suburbano, una clase escolar, una comunidad religiosa, una multitud de automovilistas en caravana, una asamblea deliberante de contribuyentes. Si, tanto en sus concentraciones episódicas como en sus simbiosis duraderas, describimos esos conjuntos como espumas, es para formular un enunciado sobre la re lativa compacidad de conglomerados de vida co-aislados o alianzas: una compacidad que siempre será mayor que la de los archipiélagos (que, por lo demás, ofrecen una metáfora concluyente de multiplicidades insula- das), pero menor que la de las masas (en las que entran enjuego las aso ciaciones engañosas de agrupaciones de unidades que se rozan físicamen te, com o pasta, arena y sacos de patatas).
Que imágenes falsas puedan hacer historia lo muestra el moderno con cepto político de masa, cuyo origen metafórico, la idea de «masa» confor- mable y efervescente, en latín: massa, pasta, montón, materia informe, ha posibilitado durante dos siglos las sugerencias más perniciosas. Al hacer la revisión del vocabulario del siglo XXno sólo habrá que retirar de la circu lación la expresión revolución, sino también el concepto de masa519.
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Jean-Luc Parant, Les Angles, Villencuve-les-Avignon, 1985.
Las espumas co-aisladas de la sociedad individualistamente condicio nada no son meras aglomeraciones de cuerpos vecinos (que comparten se- p. u ;u i<>i<s), pesados y macizos, sino multiplicidades de células mundano vitales que se rozan unas a otras sin apreturas, a cada una de las cuales, por
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su propia amplitud, corresponde la dignidad de un universo. Precavida mente, la metáfora de la espuma hace observar que no hay propiedad pri vada total de los medios de aislamiento: al menos una pared de separación es posesión común con una célula-mundo colindante. La pared común, vista siempre por el lado propio, constituye el mínimum inter-autista. Todo lo que va más allá de esto, puede valer ya como fenómeno simbiótico.
1 Asamblea nacional
Cuando uno se ha convencido de que el modus vivendi, es decir, el rit mo de desarrollo, de la «sociedad» moderna se basa en un acto doble -la descomposición de los conglomerados sociales en unidades complejas in dividuadas y su recombinación en conjuntos cooperativos-, salta a los ojos hasta qué punto en la fórmula «entrada de las masas en la historia» se ar ticula también una problemática arquitectónica. En correspondencia con el estado de agregado, sin apreturas, de sus simbiontes, los colectivos mo dernos han de plantearse la tarea de producir las condiciones espaciales que apoyen el aislamiento de los individuos, aquí, y su reunión en con
juntos de cooperación y contemplación multicéfalos, allí. Esto exige nue vos planteamientos en arquitectura.
Ya durante la Revolución Francesa se había puesto de manifiesto que los activistas de la revuelta sólo podían recurrir para sus reuniones a edificios del Anden régime o al espacio público de las ciudades, especialmente a las plazas situadas ante grandes inmuebles. Lo que un día habría de ilustrarse con el equívoco término de «arquitectura de la revolución»520ya había sido proyectado antes de 1789 en sus partes más sugestivas: piénsese en la con trovertida Casa de los guardas agrícolas (Maison des gardes agrícoles) de Claude Nicolás Ledoux, fechada entre 1768 y 1773, en el Cenotafio de Newton de Etienne-Louis Boullée, del año 1784, o en la Casa de un cosmopolita de Vau- doyer, de 1785. Que esos proyectos, sin excepción, quedaran en el papel no fue achacable tanto a circunstancias adversas como a su propia lógica es peculativa: todavía no estaban maduros los tiempos para la emancipación de la concepción escultural del espacio y los formalismos geométricos521.
Los procesos revolucionarios de los Grandes Días se desarrollaron, pues, en edificios y plazas públicas que no tenían relación alguna con los acontecimientos que albergaban. El ejemplo más conocido: las asambleas
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de los Estamentos Generales, convocados por Luis XVI en Versalles, don de a comienzos de mayo de 1789 se redispusieron en las alas del palacio al gunas salas para las sesiones -en principio por separado- de los Estamen tos reunidos enjunta. Cuando el 20dejunio los casi seiscientos diputados del Tercer Estamento, que, mientras tanto, se habían asignado el título, claramente insurgente, de «Asamblea Nacional» (reclamando para ella la prerrogativa de la votación de los impuestos), encontraron cerrada (pre sumiblemente a causa de los preparativos para la gran sesión conjunta de los Estamentos bajo la presidencia del rey, prevista para el 23 de ese mes) la Salle Menus-Plaisirs, asignada a ellos, trasladaron sin más sus deliberacio nes, siguiendo una indicación del diputado Guillotin, al cercano Jeu de Paume, un edificio que, como su predecesor, había estado dedicado ple namente hasta entonces a su destino dentro del ámbito de los plaisirs re gios. Allí hicieron el famosojuramento de no dispersarse antes de que la constitución del reino no estuviera elaborada y descansara sobre funda mentos firmes. Resulta notable en esa promesa solemne, el primer acto de habla de la toma de poder burguesa, que tuviera como objeto el juramen to de los reunidos sobre la asamblea misma como tal; no podía dejar nin guna duda respecto a la supremacía del contenido político (cuyo concep to estaba formándose precisamente entonces) sobre la forma local y arquitectónica (que quedaba por determinar o construir, caso por caso): «La Asamblea Nacional. . . decide no dispersarse nunca y reunirse en cual quier parte donde lo permitan las circunstancias. . . »52. A la soberanía de la primera Assemblée, que continuó su trabajo hasta el 30 de septiembre de 1791 (para ser suplida por la Asamblea Legislativa, que, por su parte, el 20 de septiembre de 1792 habría de ceder ante la Convención Nacional), per tenece desde el principio la libertad de la determinación ad-hoc del local de reunión: un proceder que en la terminología de los subversivos del si glo XX se llamará cambio de función o finalidad. Del que ya hubo de ha cerse uso pocos días después, cuando el Tiers Etat improvisó un encuentro en la iglesia de San Luis en Versalles: se trata de la sesión histórica en la que una gran parte del clero se unió al Tercer Estamento; después, en el otoño de 1789, de nuevo, con el traslado de la Asamblea Nacional a la Sa lle du Manegeáe París, la escuela de equitación de las Tullerías, que se arre gló precipitadamente para satisfacer las necesidades de los constituyentes. En mayo de 1793 la Asamblea, ya como Convención Nacional, se trasladó al palacio de las Tullerías, donde, mientras tanto, según planos del artista
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Gisors, se había acondicionado una sala de plenarios en forma de un an fiteatro semielíptico con 700 asientos para los diputados y 1. 400 plazas para espectadores. Al mismo tiempo, la fantasía planificadora de los ar quitectos no permaneció inactiva: desde 1789 se elaboraron numerosos proyectos para edificios de reunión dignos de la Asamblea Nacional, por regla general con motivo de concursos académicos, la mayoría en estilo heroico-clasicista, no pocos ya en dimensiones monumentales523, como si la República sólo pudiera manifestarse en el decorado de un Imperio roma no: la línea que va de Etienne-Louis Boullée hasta Albert Speer, dicho sea de paso, no deja nada que desear en cuanto a claridad; la totalidad de las liturgias políticas de las que se valieron los fascismos europeos fueron pre figuradas prácticamente en todos sus detalles -excepción hecha de las téc nicas radiófonas de captación de masas- por las prácticas, proyectos y mo delos estilísticos de la Revolución Francesa.
A la vista de estos procesos se podría definir un acontecimiento «revo lucionario» como algo que tiene «lugar», a pesar de que, al principio, según el estado de las cosas, se produzca exclusivamente en un sitio ina propiado. Las reuniones de las nuevas magnitudes de acción políüca, de la primera Assemblée Nationale, de la Asamblea Legislativa y de la Conven ción Nacional y sus comisiones, de una parte, de los clubs y partidos, de las secciones y de los foros de discusión, por otra, se tradujeron en otras tan tas exigencias revolucionarias de espacio, que al principio sólo tenían en común el embarazo de que hubieron de establecerse en la substancia ar quitectónica del viejo orden, asignando a éste una función heterodoxa. Ejemplar para un sinnúmero de procesos análogos fue el destino de un convento vacío de dominicos, llamadosjacobinos por el pueblo, en la rué Saint Honoré de París, que, tras el traslado de los diputados de Versalles a la capital, se convirtió en el local de reunión del club bretón, después «So ciedad de los amigos de la Constitución», la central de ideas del radicalis mo patriótico y célula madre de cientos de esquejes en la provincia, sobre cuya propagación explosiva pudo escribir ya en febrero de 1791 Camille Desmoulins: «En la expansión del patriotismo, es decir, de la filantropía, parece que. . . el club o la iglesia de los Jacobinos está llamada a ostentar la misma primacía que la Iglesia Romana en la propagación del cristianis mo. . . »524. El hecho de que el grupo de poder surgido se identificara ense guida, tanto activa como pasivamente, con el nombre de su lugar de reu nión, muestra algo del poder de los espíritus del lugar sobre los reunidos;
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y, viceversa, deja clara la independencia de las nuevas constelaciones de fuerzas de las tradicionales semánticas locales. En todo caso se podría de cir que aquí, como en innumerables otros lugares, se produjo una trans ferencia de autoridad del clero a los representantes más elocuentes del pueblo: una superación del celo cristiano por el impulso de los patriotas embebidos de humanidad.
Mecanismos análogos actuaron transitoriamente en favor de las fuerzas más moderadas en torno a Barnave, cuando enjulio de 1791 abandonaron el club de los jacobinos y para corroborar su secesión se establecieron en el monasterio vecino de los Feuillants, que, como el de losJacobinos, sólo quedaba a unos pasos de la Salle du Manége. Cuando el 13 de julio de 1793 el populista y entusiasta de Esparta, Jean-Paul Marat, fue asesinado por Charlotte Corday, miembros de la Convención y del «sexo revoluciona rio», las mujeres de París, le prepararon unos funerales fastuosos. Después de la capilla ardiente en la iglesia de los monjes franciscanos, llamados po pularmente Cordeliers, se sepultó por separado su corazón en las criptas del convento, mientras que el cuerpo fue inhumado en el Jardín des Corde liers (de donde fue trasladado poco después al Panteón); estos edificios eclesiásticos habían servido desde abril de 1790 como casa de club y cen tral de partido a la «Sociedad de los amigos de los derechos humanos y ciu dadanos»; la vasija con el corazón desapareció al final del terreur bajo cir cunstancias desconocidas.
Valórese como se valore el peso simbólico de tales acuartelamientos y ocupaciones en el o del espacio tradicional, es cierto, en cualquier caso, que ni los acontecimientos ni los discursos y gestos entre 1789 y 1795 se pa recían desde ningún punto de vista al fantasma constructivista de un nue vo comienzo sobre una tabula rasa: nunca hubo un «espacio republicano» vacío en el que se hubieran podido mover los hombres del momento co mo criaturas de un mundo futuro. En la Revolución casi nada quedó co mo en los viejos tiempos, pero sí en ellos. Las cualidades operativas de la insurrección se manifestaron generalmente en forma de nuevos repartos de papel, subversiones y cambios de función de lo existente. A ello corres ponde la observación de que la Revolución no construyó casi nada, pero cambió de nombre casi todo525. A esos actos de habla políticos, de los que, conforme a la naturaleza de las cosas, ninguno fue tan trascendente como el cambio de nombre y la transformación de los Estamentos generales en la Asamblea Nacional, acompañan a menudo cambios de dedicación, de
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los que los dos más ambiciosos político-simbólicamente llevaron a la insta lación de un panteón nacional en la iglesia votiva de Santa Genoveva: una especie de archivo nacional para las cenizas y el nimbo de grandes hom bres526; y posteriormente, a la transformación del Louvre en el primer gran museo nacional, en el que habían de instalarse juntos para su último des canso los tesoros de arte emancipados (vulgo robados) en todo el mun do527. De todos modos, llaman la atención algunas innovaciones en el ám bito de la abolición: después de que fueran retiradas ya en 1790 las figuras de esclavos del pedestal de la estatua de Luis XVI en la Place des Victoires de París, durante el levantamiento popular del 10 de agosto de 1792 se hi zo lo mismo con la estatua528. En el punto álgido del dominio jacobino se vació el «espacio público» de monumentos personales de la monarquía; se sustituyen provisionalmente por estatuas de la libertad y alegorías republi canas; en numerosos lugares, altares improvisados de la patria, junto a los obligados árboles de la libertad, remiten a la religión civil martirial del ja cobinismo, que imponía a sus adeptos la obligación del sacrificio de sí mis mo con tanta energía como casi ninguna religión misionera monoteísta lo había conseguido en el momento álgido de su impulso expansionista.
Con el cambio de función a nivel nacional de salas feudales o clerica les para acomodarlas a las necesidades de reunión de los representantes del Tercer Estamento (sólo París, con sus 48 secciones revolucionarias, pre sentaba una enorme demanda de lugares de asamblea, gabinetes de deli beración, salas de juicio, oficinas de administración y cárceles) no se satis facían, ni mucho menos, las demandas de espacio del nouveau régime. Ya en el primer año de la Revolución se reconoció la necesidad de crear grandes lugares de reunión, en los que no sólo se pudieran encontrar los repre sentantes, sino también los representados, la masa del pueblo misma, que en ocasiones festivas tenía que contar con la oportunidad de reunirse físi camente en formas bien ordenadas como pleno actualmente presente de la nueva «sociedad», es decir, como pueblo nacional soberano. El hecho de que esto -a la vista de las condiciones demográficas y geográficas de Francia, que contaba entonces con cerca de 25 millones de habitantes- só lo fuera posible realizarlo, en el mejor de los casos, en las ciudades más grandes y sólo aproximativamente, no logró mermar para nada el efecto movilizador del ideal del pleno republicano de la masa. La nación de ciu dadanos, que se había constituido a sí misma como dirección ideal de sí misma, quería, al menos ocasionalmente, estar consigo y entre sí reunida
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en un único lugar, y festejando, por decirlo así, toda ella al completo; sin considerar el hecho de que la sociedad moderna está constituida asinódi camente: su primera y más importante categoría es que ya no constituye una unidad capaz de reunión. Esto se diferencia radicalmente de la de mocracia antigua, que estaba completamente transida por la exigencia de que la polis tenía que persistir como una magnitud reunible (con la incor poración de mujeres, niños y esclavos).
Bajo el efecto del entusiasmo asambleario los antiguos modelos de edi ficios para grandes concentraciones volvieron inmediatamente -diríamos que inevitablemente- a plantearse sugestivamente: con el anfiteatro de los griegos como con el circo o la arena de los romanos la Antigüedad euro pea ponía a disposición dos acreditados modelos para grandes concentra ciones, cuya perfección formal permitía recuperarlos incluso después de una interrupción de más de 1500 años. Retrospectivamente, parece un pre vio ejercicio profético que la Academia de París convoque ya a comienzos de los años ochenta un concurso para edificios públicos de celebración: en
1781, para una Fete publique, en 1782, para un circo; en 1783, para una mé- nagerie en una arena; motivos semejantes estaban en la base de concursos del año 1789 y 1790, aunque en ese tiempo apenas se pensara en una rea lización concreta. (De todos modos, el Anden régimehabía coqueteado con la idea de la antigua arena como escenario festivo absolutista: en 1769, con ocasión de la boda del Delfín con María Antonieta, fue construido en el Rond Point de los Campos Elíseos un edificio gigantesco al estilo del Co liseo, que sirvió como lugar de diversión popular durante un decenio, an tes de que hubiera de ser demolido a causa de su estado ruinoso. ) Los con- cours académicos se movían todavía plenamente dentro de la fascinación por los fantasmas tardo-absolutistas del gobierno del pueblo. Gozaban de la licencia para soñar, más o menos sin consecuencias, en grandes re ceptáculos para la aglomeración pasivamente-jubilosa de los súbditos ante las espectaculares representaciones de poder y arte del reino.
Sólo después del estallido de la Revolución pudo ser ocasionalmente realizable y políticamente virulento un modelo de arena y anfiteatro para la generalidad de las «masas»; como se percibe, sobre todo, en la gran fies ta de la Federación -de las confederaciones de patriotas que se habían uni do para la defensa frente a intrigas contrarrevolucionarias-, celebrada el día del primer aniversario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1790, en el Campo de Marte de París5". Con esta manifestación de masas, la más
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De Machy, La fiesta de la Federación en París, 1790:
El Arco del Triunfo como punto de atracción de la mirada.
grande de la historia europea desde los días del Circus maximus romano, se llevó a cabo la aproximación más cercana de la Revolución Francesa a la idea entusiástica de una asamblea popular real e integral; parece que ese día se agolparon 400. 000 personas en las gradas del circo improvisadas en torno al lugar de la fiesta, en cuyo centro Talleyrand celebró una misa de culto patriótica en un «altar de la patria», litúrgicamente precario, instala do ex profeso. (Sólo un acontecimiento, que no quedaba lejos, podía com pararse con la fiesta de la Federación respecto al número de visitantes: con ocasión del primer vuelo con su balón de oxígeno del profesor de física Charles, el 1 de diciembre de 1783, parece que se agolparon más de un cuarto de millón de parisinos en los jardines de las Tullerías para ser tes tigos de la mayor sensación de su tiempo, la superación de la gravita ción530. ) En la persona de Talleyrand se consumó, en sólo una hora histó rica, la transformación del sacerdote en el maestro de ceremonias de «masas»; más exactamente: el nacimiento del político mediático como showmastery regisseurdel consenso. El punto de atracción de la mirada de los montajes festivos en el Campo de Marte consistía en un arco de triun fo colosal, hecho de cartón, madera y yeso, con cuya erección la militante república de patriotas anunciaba inequívocamente su interés por el sim bolismo victorioso de la época de los emperadores romanos. A la vista de esta masiva referencia a Roma, podría ocurrírsele a uno la idea de que las
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Juramento del rey, de la reina, de la nación, enlafiestadelaFederación,14 de julio de 1790, artista desconocido, siglo XVIII.
victorias i a p o l c ó n i c a s clel decenio siguiente sólo fueron la ejecución de lo que había demandado ya la conveniencia de las sociedades de patriotas desdeel(omien/o delaRevolución:;noessiempreunavictoriaunacer camiento de lo real a las demandas del fantasma? Sin duda confluyó aún en las cm ñas del Campo de Marte la elaborada competencia ceremonial del absolutismo, apoyada por la magia cultual habitualizada del catolicis mo, aunque tanto la una como la otra fueran tratadas en la semántica de la fiesta n isma como magnitudes abolidas o reprimidas. Hasta qué punto resultó mi guiar esta concentración para los concentrados mismos se infie re deljuramento pronunciado por Lafayette en nombre de los federados de todos 1 s l)cj)(irtemnüs, que reforzó tanto la unidad de los franceses en tre ellos i u nios como la fusión de la población con su rey (que, por su
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parte, juró -peijuró, se entiende- fidelidad a la nación y a la ley); como si lo que importara en esa reunión popular directa fuera comprometer a los reunidos a su coexistencia actual y, más aún, a su imaginario permanecer juntos tras el regreso a la situación de no reunidos; más tarde se dirá: a su solidaridad nacional. Por lo demás, apenas habría otra situación al inicio de la modernidad política, en la que la ecuación de sociabilidad y sonam bulismo, formulada por Gabriel Tarde, poseyera una validez tan radical como aquel primer aniversario del 14 de julio; la ejercitación de los fran ceses en tales situaciones puede contribuir a aclarar cómo es que Bonapar- te se encontró con una «nación» tan desacostumbradamente dispuesta a la hipnosis, movilizable e inflamable.
Poco después de ese acontecimiento entusiasmante emerge en los dis cursos de los socialistas tempranos la cuestión trascendente de si esos com pendios de la totalidad de la nación en un nosotros extasiado no signifi caban un engaño de la burguesía con posesiones a los estratos desposeídos de la población. Dado que esa cuestión estaba bien planteada, tanto semántica como políticamente, los próximos ciento cincuenta años de política social europea pertenecieron a la crítica de los movimientos in ternacionales de los trabajadores al fraude asambleario y a la falacia del pa rentesco de las naciones-burguesas. Efectivamente, el fenómeno de la in clusión-ilusión, que encubre exclusiones reales duras, había salido de golpe al escenario ideológico. Con su denuncia sistemática comienza la época de la sospecha. Desde entonces, la crítica pretende significar el de senmascaramiento de la falsa universalidad actual en nombre de una uni versalidad auténtica, presuntamente venidera. Es sobre ese trasfondo so bre el que el concepto de clase pudo convertirse en uno de primera línea en los discursos posteriores de quienes perdieron la Revolución: en el fu turo, frente a la pseudo-inclusividad de los conceptos de nación y pueblo, él habría de representar el colectivo verdadero (aunque todavía vago), competente para toda creación de valor real, de los trabajadores depau peradosjunto con sus aliados intelectuales frente a ideólogos y explotado res a servicio del capital531.
La modernidad del espectáculo de culto patriótico en el Campo de Marte de París (que fue imitado en todas las ciudades importantes de Francia con grandes concentraciones análogas en estadios improvisados y al que hasta el año VIII del calendario de la Revolución, es decir 1799, si guieron numerosas celebraciones semejantes, añadiendo ya, ocasional
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mente, momentos agonales y deportivos) consiste en que, con él, la confi guración de la multitud capitalina multicéfala en una «masa» presente, como tarea arquitectónica, organizatoria y técnico-ritual (después jurídi- co-asamblearia también), pasa al estadio de desarrollo explícito. La pre paración y realización de la fiesta de la Federación de 1790 y de sus acon tecimientos subsiguientes puso en evidencia que la «masa», la «nación» o el «pueblo» sólo puede darse como sujeto colectivo en la medida en que la reunión física de esas magnitudes se convierte en objeto de una esceni ficación metódica, que abarca desde la movilización a participar, pasando por la dirección escénica de afectos en el estadio y por la fijación de la atención de la «masa» mediante un espectáculo fascinógeno, hasta acabar, al final, en una disolución de la multitud controlada por guardias ciuda danos. No hay pasta sin recipiente en el que se le dé forma; no hay «ma sa» sin una mano que sepa para qué la amasa.
La fiesta de la Federación del 14 de julio de 1790, de la que tanto deJac to como de iure proviene la moderna cultura de «masas» como escenifica ción de acontecimientos, es informativa porque en ella se presentó ya en formas ejemplares y definitivas la relación entre público, espectáculo y lu gar de reunión. En el déjilé de la guardia ciudadana por el gigantesco cam po, como si se tratara de un interior-circo, y la misa patriótica celebrada por Talleyrand se hizo evidente que en liturgias colectivas de ese tipo de organización de multitudes hay que contar con un dominio omnipresen te del ritual; y que también el nuevo soberano reunido, el público presen te, precisamente por su presencia numéricamente avasalladora, ha de con tentarse con el papel de observador y aclamador animado. Esto significa, a la inversa, que los organizadores de la gran reunión han de saber en qué medida son responsables ellos mismos del éxito de la síntesis afectiva, es decir, del entusiasmo colectivo. Dado que el circo renacido, como foco político y como colector fascinógeno de masas, constituye una máquina de producción de consenso, hay que asegurar mediante una dirección escé nica del ritual que todos los sucesos dentro de él sean de evidencia ele mental. Quien no entiende el texto ha de entender la acción; a quien le resulta extraña la acción, ha de ser cautivado por el colorismo del es pectáculo. La fusión sonosférica se encarga del resto. Es verdad que en esa situación el llamado soberano no puede tomar nunca inmediatamente la palabra; pero puede, sin embargo, aplaudir las apariciones de sus repre sentantes, más aún, tiene el campo abierto para convertirse él mismo, me
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diante sus gritos de júbilo, en un fenómeno-nosotros acústico sui generis. Cuando no es posible una sintonía discreta, también el griterío colectivo lleva a resultados psicopolíticamente relevantes. La cuasi-nación, reunida en el estadio-circo, se experimenta a sí misma dentro de un plebiscito acús tico, cuyo resultado directo, el ruido jubiloso sobre las cabezas de todos, emerge como una emanación desde los reunidos para regresar al oído de cada uno. La autopoiesis del ruido se asemeja a una realización del lugar común por la vox populi.
Tal griterío, no diferenciado todavía por ningu na instalación moderna de sintonía, hace que resulte superflua la retórica de oradores concretos. En el camino a la infección mimética, el grito de uno se convierte en el grito del otro; en todo caso, en el estadio se forman dos o más bandos de griterío. Cuando en lugar del grito aparece la coor dinación musical, se abre espacio al himno político. Como muestra la his toria de la Marsellesa y de otros himnos nacionales, el canto común insinúa la transformación de la multitud en coro; según otros puntos de vista, li bera, incluso, la naturaleza verdaderamente coral de la comunidad, sub yacente en las relaciones prosaicas cotidianas del ser humano5*2.
Por lo que respecta a los receptáculos arquitectónicos para las grandes concentraciones revolucionarias, no era suficiente, evidentemente, con la re-dedicación de salas feudales y eclesiásticas: no bastaría con menos que con la repetición para-renacentista de una forma antigua, hasta entonces inactual, si la naciente cultura de «masas» de la Modernidad había de co nectar con la de la Antigüedad europea; y tenía que hacerlo para satisfa cer su demanda de grandes edificios para agregados cuantitativos de seres humanos.
El imperativo del edificio para las grandes reuniones de la era de los pueblos soberanizados resulta, no en último término, de la experiencia de que las concentraciones de masas al aire libre -en el siglo XX a menudo en forma de desfiles o procesiones manifestativas- encierran un alto poten cial de escalada de la violencia, mientras que las asambleas acotadas ar quitectónicamente, incluso bajo techo, ofrecen una gran ventaja situacional para desarrollos civilizados53*. Pero, dado que apenas es posible reactivar una forma sin volver a poner enjuego también, al menos mediatamente, los contenidos unidos a ella originariamente, el moderno interés por los antiguos containers de «masas», el anfiteatro, arena, circo, se amplía en un renacimiento popular, en el que, junto con las formas arquitectónicas de los tipos de acontecimiento correspondientes, vuelven las luchas, las com-
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Étienne-Louis Boullée, proyecto para un coliseo.
peticiones, el drama de diferenciación, que discrimina entre vencedor y perdedor: sólo la muerte no puede ser ya bienvenida en el estadio mo derno, como lo era en la antigua arena54. Con razón se ha hecho notar que la Modernidad ha revitalizado, en notable simultaneidad con la de- mo( ia< i; . las dos antiguas instituciones de la tragedia y de las competicio nes atlét cas olímpicas ' . El orador de la revolución, Danton, transmite que ya en el año 1793 él mismo alentó la organización de Juegos Olímpi cos en el ( lampo de Marte con las miras puestas en la pedagogía nacional. Antes de el, Gilbert Romme, coautor del calendario de la Revolución, ya había propuesto en 1792 la celebración de olimpíadas francesas en los años bisiestos. Cuando patriotas así toman la voz, lo hacen recurriendo a romanos \ espartanos. No en vano es Bruto, el asesino de César, el héroe
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del momento. ¿Cuánto habrá que esperar hasta que los gladiadores de las arenas de antes se le añadan?
A la vista de esos containers de «masas», que tienden el puente arqui tectónico entre los antiguos modelos de la cultura de «masas» y su repeti ción moderna, se perfila uno de los problemas estructurales de la sociedad contemporánea: por mucho que valga para ella que sólo puede ser orga nizada acéfala y asinódicamente como todo, en ella se mantiene, profun damente arraigada, la demanda de instancias cefálicas y sinódicas: en los fantasmas de la asamblea capital o general de la sociedad se unifican in cluso ambas cosas (en todo caso, cabe preguntarse si una asamblea así, im posible en lo real, sería, al menos, simulable en un texto panorámico o fi losófico, de modo que, en caso de una respuesta afirmativa, se contara, al menos también, con un principio de explicación de la notable autoridad de la filosofía en las fases de la Modernidad devotas de la totalidad). La fic ción jurídico-estatal, popular entre los republicanos, de una toma de la so beranía por el pueblo, que asumiera sus derechos como sucesor del rey, pone al alcance, si fuera realizable en la práctica, la re-encamación de la función cefálica en un pleno popular. Por lo demás, no habría de pasar mucho tiempo hasta que los pensadores de la Constitución y los juristas del Tercer Estamento se dieran cuenta de los potenciales de violencia que encerraban tales ideas; en las escenas tumultuosas de los alzamientos po pulares del 14 de julio de 1789, del 10 de agosto de 1792, de las masacres de septiembre y de los innumerables episodios violentos tanto en París como en la provincia, se puso de manifiesto adonde conducía una interpreta ción literal del teorema de la soberanía popular. Sólo mediante estrictas li mitaciones de la libertad de reunión y coalición pudo evitarse que la mul titud se apropiara literalmente del dogma que estaba en el aire: «Toda violencia proviene de la calle».
Esas limitaciones hablan en favor de un rápido poder de captación por parte de la burguesía posesional de sus primeras lecciones de violencia; aunque los populistas de primera hora polemizaran la realización incom pleta de la égalitépor los «nuevos señores» y amenazaran a los patriotas sin demasiado entusiasmo con terribles puestas en práctica reales de la filo sofía. Ya la Constitución de 1791 emprendió el intento de reprimir las reu niones en las que una multitud presente quisiera articularse como socie dad política popular y, con ello, como personificación parcial del soberano. La Constitución del Directorio prohibió, después, directamente
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todas las reuniones al aire libre como amotinamientos: una prohibición que se mantuvo durante todo el siglo XIX: premisasjurídicas del quietismo impaciente (o del radicalismo ordenado), que caracterizará la cultura francesa desde el final de la era napoleónica hasta la época de las guerras mundiales (espíritus malvados afirman: hasta la actualidad)536. Efectiva mente, bajo el dominio de los jacobinos fue perdiendo terreno la creen cia, sólida en principio, en el poder expresivo de verdad de la organiza ción de «masas»; se había experimentado demasiadas veces con qué facilidad una multitud de enragés reunida en plazas públicas podía conver tirse, ante un grito casual de indignación, en una «masa» que se precipita hacia delante medio ciega. Canetti ha llamado masas podencas [Hetzmas- sen] a los montones energetizados a los que se ha implantado una inten ción537, que, como jaurías sansculóticas, dejarían su taijeta de visita en las farolas. Si hubo una astucia de la razón en la Revolución de 1789, ésta fue la realización, parcial siempre, de sus principios; únicamente de este mo do mantuvo una cierta resistencia contra los postulados incontinentes del universalismo de abajo. Cuya hora sonó de nuevo en el temprano siglo XX, cuando los fascismos europeos, solidarios entre ellos como una interna cional de nacionales, impusieron la unidad de calle y Estado y llevaron a la orden del día la puesta en práctica de la inclusión total igualitaria de un pueblo en sí mismo, en cada caso.
2 Los colectores: Para la historia del renacimiento del estadio
Se puede afirmar que el totalitarismo moderno es un producto del con senso del estadio: en un fonotopo agitado, en el que cien mil voces colo can una campana de ruido sobre los reunidos, surge el fantasma de la una nimidad, que infesta desde entonces a demagogos y filósofos sociales. En él se crea una volonté genérale sonora: un plebiscito de ruidos. A la vista de estas circunstancias, sejustifica literalmente la tesis de Gabriel Tarde: que el estado social del ser humano es uno hipnótico o sonámbulo. El griterío de la multitud en el estadio se reacopla directamente a ella, porque de la impresión por el espectáculo procede la excitación mimética, de la excita ción los gestos sonoros, y de su retorno -amplificado masivamente- al oí do la conmoción, que casi equivale a una convicción. Cuando Elias Canetti
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describió a la «masa como anillo»538no estaba caracterizando simplemen te las condiciones visuales y arquitectónicas de un estadio, sino, asimismo, la fascinación acústica que, procedente de la reunión, se cierne sobre ella. Lo mismo que los generales atenienses, también los modernos directores escénicos del consenso saben apreciar el poder de captación de la música. Allí donde han de concurrir todos los elementos que contribuyen a una vi vencia así, no deben faltar los medios de la síntesis fonotópica. Si están da dos, está garantizado también el acontecimiento, la fusión entusiástica de la multitud. Desde ese momento se sabe realmente lo que significa haber estado allí. Quien estuvo «allí» testificará que el acontecimiento como tal proporcionó una especie de verdad. Se demuestra ya, a la vez, cómo colo car riendas estrictamente rituales al gentío en el contenedor del pueblo. Entre 1790 y 1798, la arena recuperada en el Campo de Marte parisino, y numerosas otras construcciones análogas en la provincia, se ponen a prue ba una y otra vez con pompa y gloria. Del ritual fascinógeno y de la au- tohipnosis colectiva operativizada surge el material del que están hechas las catedrales de la comuna post-cristiana. Desde entonces dispone la «so ciedad» moderna de un medio autopersuasivo de gran capacidad de ren dimiento: un colector, con el que se pueda llevar a cabo, tanto organizati va como psicotécnicamente, la tarea de la reunión directa de grandes cantidades de seres humanos, en caso de plantearse de nuevo.
Para nuestro contexto basta con formular la pregunta: por qué hubie ron de pasar aún más de cien años hasta que la cultura de «masas» moder na redescubrió, sobre una base amplia, el efecto arena o coliseo, la fusión del público a la vista del espectáculo narcisista-narcótico. Muy sumariamen te, la respuesta podía ser que la «sociedad» del siglo XIX supo mejor cómo eludir esa tarea general impuesta, dado que el horror democrático-popu- lar estaba todavía demasiado profundamente arraigado en los testigos de la Revolución y sus herederos. Cuando en esa época se produjeron salidas a escena de la «masa», sucedió, por regla general, bajo formas ceremo nialmente controladas’39. Sólo con las turbulencias de comienzos del siglo XX se manifestó de nuevo el impulso a grandes agolpamientos y concen traciones, y con ellos, a la vez, la demanda de colectores arquitectónicos para grandes números de seres humanos físicamente congregados.
Las contraseñas de la historia de los colectores se llaman Juegos Olím picos, Revolución Rusa y Fascismo. Lo que une a esa trinidad heterogénea es el reto común de desarrollar grandes interiores para multitudes pre
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sentes y movilizadas, con el fin de administrar su capacidad de reacción mediante ilusiones-punto-central escenificadas. Es verdad que en el mo mento álgido de la Modernidad el arte de la síntesis social sólo fue ejerci tado aún como si se tratara de uno indirecto; pero esto no excluye que las reuniones directas de la multitud en sus horas simbióticas reclamen la in tervención del saber organizativo más explícito. Este se pragmatiza en la explotación de los grandes colectores. Desde la aparición y establecimien to de tales macro-intenores pudo saberse que el tipo de construcción ana lizado por Walter Benjamin, los pasajes -en los que buscó la idea profun da de interior del siglo XIX: la síntesis paradójica de intimidad y mundo público de la mercancía-, ya no desempeña ninguna función clave para la comprensión de los procesos creadores de espacio en la sociedad contem poránea. Por lo que respecta a su dimensión mercantil, los pasajes han si do reemplazados por los centros comerciales a las afueras de los comple jos urbanos o por las zonas peatonales del centro de las ciudades: la arquitectura reciente sólo los tiene en cuenta ya como citas historizantes510. (El entorno comercial concluido a comienzos de los años noventa en la re novada estación central de Leipzig depara -igual que las arcadas de la Potsdamer Platz y construcciones semejantes- un ejemplo sugestivo del historicismo capitalista escenificado ultramodernamente. ) Por lo que res pecta a las potencias creadoras de espacio del siglo XX, la constelación abs tracta de estadios y apartamentos es más significativa que todo lo demás. Mientras que los primeros posibilitan la espumización compactamente iso- pática, aniquiladora de espacio individual, de la multitud en grandes con tenedores, los segundos van unidos a la tendencia civilizatoria a la espumi zación discreta de la «sociedad» en conglomerados egosféricos de células.
En estas tendencias se manifiesta un rechazo general de la «sociedad», que -por hablar un instante hegelianamente- podría describirse como una dialéctica de la modernización. Mientras que en el proceso de la Moder nidad se impone irresistiblemente la ley de la diferenciación de subsiste mas, se articulan, una vez y otra, tomas de posición en sentido contrario para la salvación o reestablecimiento de la función del centro. Se puede hacer observar tan a menudo como se quiera que hace tiempo que nos movemos en una forma de mundo en la que la proyección de la ilusión de totalidad y punto central a un rey (y a sus asesores lógicos, los filósofos o sabios maestros) sólo seduce a los ingenuos; pero el puesto de rey como tal, el lugar fantasmático en el que el todo sabría autotransparentemente
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lo que es y quiere, no será abandonado sin lucha. La resistencia en favor del punto medio desarrolla sus propios centros, y atractores propios de la gran multitud. El Campo de Marte de París, el estadio olímpico de Atenas y las edificaciones que les suceden en todo el mundo: el Teatro del festival de Bayreuth, la Plaza Roja de Moscú, la Felsenreitschule y la Plaza de la ca tedral de Salzburgo, el Campo de deporte del Reich de Berlín, el terreno de la asamblea general del partido del Reich de Núremberg, en todos es tos topónimos se reflejan ejemplarmente las tendencias recentralizantes y sinodales, sin las que no pueden entenderse algunas de las corrientes de motivación político-culturales más poderosas y problemáticas de la prime ra mitad del siglo XX. En lugares así dominan agentes apropiados para su función de simular centralismo: una tarea, en vistas de la cual los límites de la política se diluyen en artes bellas y sublimes. Quizá no sea superfluo recordar esto, después de que la positivización de la falta de punto medio en la posmodernidad haya descompuesto el clima histórico, en el que nue vos centristas creían que las plausibilidades del tiempo estaban de su lado. Durante una coyuntura histórica precisa, la añoranza del centro se alió con la voluntad de reunión plenaria. Aunque ésta no significaba tampoco la asamblea de la totalidad en sentido literal -da igual que se la imaginara republicanamente, popularmente o por clases-, la llamada de la reunión, sin embargo, alcanzó a amplias élites, gustosas de figurar: esos grupos fo togénicos sucesores de la buena sociedad. Donde faltan éstos, quienes quieren reuniones recurren a comparsas de encargo.
La historia de losJuegos Olímpicos internacionales de la época moder na ha sido investigada bastante pormenorizadamente con ocasión de la ce lebración de su centenario, en 1996, y se la ha presentado en sinopsis po pulares, de modo que en este lugar sobra una recapitulación. Para nuestro contexto es significativo el hecho de que con su reintroducción y populari zación los Juegos Olímpicos han dado un gran impulso a la construcción de estadios en los nuevos tiempos y a las prácticas-colector correspondien tes. La «idea olímpica» no sólo deparó a la ideología deportiva moderna su instancia suprema y el ritual que la motiva al máximo; reforzó, también, la fuerza de atracción de la concentración física de masas, por muy despoliti zada, internacionalizada y centralistamente fracturada que fuera.
En la serie de losJuegos se mostró durante un siglo lo poco apropiadas que eran las convenciones del historismo para mantener bajo control el
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ímpetu renacentista de las exigencias modernas de la arena. Sólo al co mienzo del todo, motivos burgueses-cultos y neo-aristocráticos consiguie ron imprimir su huella en el movimiento deportivo moderno. Las excava ciones de Olimpia, llevadas a cabo entre 1875 y 1881 bajo la dirección de Ludwig Curtius, habían sacado a la luz del día los emplazamientos origi nales olímpicos de los Juegos; también el estadio panatenaico de Atenas fue escombrado desde mitad del siglo XIX y utilizado como lugar de Jue gos en el marco de «Olimpíadas» nacionales (en las que actuaban de ár bitros profesores de universidad), antes de que en el año 1896 se convir tiera en el escenario de los primeros Juegos Olímpicos internacionales, gracias, por cierto, al patronazgo de un millonario griego de orientación patriótica, y con la participación de 295 atletas, exclusivamente masculi nos, de trece naciones. Es dudoso que estos primeros Juegos fueran del agrado de sus organizadores. Pierre de Coubertin declaró en sus memo rias que el «horizonte olímpico», en su auténtico significado, sólo se le mostró tras una visita al Bayreuth de Wagner. Losjuegos deportivos que él tenía en la cabeza habían de ser análogos al enclave neo-aristocrático que representaba el lugar del festival de Wagner, y, como éste, actuar desde el contramundo sublime en el mundo real, inculcando pedagógicamente modestia. Así como en Bayreuth se había conseguido el renacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música, mediante las Olimpíadas había que llegar a un renacimiento del atletismo (en consonancia con el espíritu de competición de la sociedad económica). Las confesiones de Coubertin adquieren peso como diagnóstico de los tiempos, dado que ex presan inequívocamente un rasgo fundamental de la cultura de «masas» moderna: el relevo del renacimiento europeo del arte y de los filólogos por un renacimiento globalizado del estadio y de los atletas.
En losJuegos siguientes de París, en 1900, ya había en la salida 1. 077 de portistas de 21 naciones participantes, entre ellos por primera vez 11 mu jeres, que se enfrentaron en golf y tenis, muy a pesar del purista andrófilo Coubertin. Con todo, esa ostentación numérica no fue significativa para la percepción pública de los Juegos, porque sólo se celebraron como pro grama colateral de la Exposición Universal de París -otro mito-colector del siglo XIX-, dispersados durante 162 días, sin que la ciudad de París hubie ra puesto a disposición un estadio apropiado. El lugar de celebración de los campeonatos fueron las instalaciones del Racing Club de France en el Bois de Boulogne. Sólo los lugares olímpicos de St. Louis, en 1904, supe-
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Estadio panatenaico.
raron en penuria a los de la Olimpíada parisina. Si los Juegos reavivados -o, como Coubertin gustaba de decir: reincorporados- hubieran sido sólo una continuación de la grecofilia con otros medios, difícilmente habrían superado sus lamentables comienzos. Hay que reconocer que disciplinas como el lanzamiento de disco habrían caído en el olvido si no las hubie ran recordado obras de arte tales como la estatua del Discóbolo de Mirón del Museo de las Termas romano; en realidad, tampoco la repetición del maratón en los Juegos de Atenas de 1896 fue, en principio, otra cosa que una cita literal de las fuentes fuera de las bibliotecas, estimulada por el gre- cista Michel Bréal. No obstante, las formas arquitectónicas y los ejercicios del olimpismo adquirieron rápidamente un significado propio en el con texto moderno. En poco tiempo la grecomanía de viejo estilo ya no tuvo mucho que decir en el desarrollo del renacimiento atlético.
Ya en los Juegos londinenses de 1908, con el estadio de Shepherd’s Bush, un edificio de hierro y cemento, acomodado a los tiempos, que ofre cía cerca de 70. 000 plazas, hizo irrupción una construcción deportiva de culto, arquitectónicamente avanzada. Esta primera auténtica arena olím pica eliminó cualquier duda sobre si la Modernidad adoptaría el óvalo ro
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mano como forma canónica para el diseño de su colector más significati vo: del estadio griego, construido en forma de U y que exigía un lado abierto, ya sólo quedaría el nombre en el futuro541. Por lo que respecta a la modernización cultural, y a la modernización como acontecimiento espe cial (event), de losJuegos, hubo que esperar hasta la Olimpíada de Los An geles, en 1932, para que todos los resultados finales se concentraran por primera vez en un espacio de tiempo de dos semanas; frente a lo que su cedía en losJuegos anteriores, que se repartían a lo largo de tres hasta seis meses y estaban condenados tanto a la esterilidad mediática como a la fal ta de repercusión en el gran público (excluidos los Juegos atenienses de abril de 1896, que duraron diez días). Después de que, mientras tanto, se establecieran también las formalidades de culto prácticamente al comple to (bandera olímpica yjuramento olímpico, desde Antwerpen, 1920; fue go olímpico, desde Ámsterdam, 1928; únicamente el relevo de la llama olímpica desde Olimpia hasta el lugar de celebración se demoró hasta los Juegos berlineses de 1936, como símbolo de la transmisión del atletismo de los griegos a los alemanes), el olimpismo ya no necesitó pretexto alguno para entrar en escena definitivamente como punto central de culto del re nacimiento atlético.
Los Juegos californianos, ensombrecidos por la crisis económica mun dial, con los que comenzó a hacerse ilimitada la introducción del monu- mentalismo y del espectáculo en el movimiento olímpico, supusieron un fuerte empujón hacia delante. Su escenario central fue el Coliseum, am pliado a 105. 000 plazas, de los arquitectos John y Donald B. Parkinson, que había sido terminado en 1923 y en el que ya preolímpicamente cabían 75. 000 espectadores: casi tantos como en el antiguo original de Roma. (Pa ra los Juegos de 1984 se construyó en Los Angeles, b¿yo el mismo nombre, un complejo monumental todavía más grande; exclusivamente, por lo demás, con las aportaciones de patrocinadores privados. ) Todo aquel que quisiera interpretar los signos de los tiempos pudo ver en la asignación de nombre la referencia decisiva a la dinámica de la «cultura de masas» del si glo XX: la superación formal del estadio griego por la arena romana, o me
jor, la irrupción del segundo caso crítico en la paz simulada de la prueba deportiva. En el Nuevo Mundo se habían materializado, con un retraso de 150 años, las visiones de Boullée de un Cirque nationale. Desde entonces, el colector olímpico se convirtió en una máquina psicopolítica, cuya función primaria consiste en producir victorias y vencedores, y en hacer de los es
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pectadores testigos de una diferenciación que acontece realmente: aque lla que hay entre el primero y los demás342.
La división de un colectivo en vencedor y no-vencedores se transforma en el sacramento central del culto moderno del acontecimiento. Con él, la compenetración con el vencedor se convierte en el ejercicio funda mental de la afectividad social, aminorado por una cierta consideración a los clasificados (en este sentido puede afirmarse que el invento de las me dallas de plata y de bronce testimonian la función civilizante del deporte). Además de eso, tanto los estadios olímpicos como los otros se revelan co mo los lugares de culto preferidos de la bio-religión moderna: escenarios del sufrimiento delegado de los atletas, que representa el sueño popular de la transformación del cuerpo trivial en una estatua capaz de rendi mientos sobrehumanos. La generalización del motivo «segundo caso críti co» determina desde el tiempo del olimpismo todas las formas fascinóge- nas de la cultura de masas; a la base de ella está, como se ha dicho, la reducción, inspirada por Roma, del drama a la diferenciación clara y pre cisa entre victoria y derrota. De este otro momento crítico depende no só lo la creciente psicologización del deporte, en el sentido de su acerca miento a la guerra psicológica, sino también su ligazón directa a la política de prestigio y orden de los Estados y al sistema de beneficio de los organi zadores de acontecimientos-fwn/ (en tiempos ingenuos: de los clubs de portivos y federaciones).
Los potenciales de cultura de masas, latentes en el olimpismo renova do, fueron plenamente desplegados, por primera vez, en losJuegos de ve rano de 1936. Cuando Oswald Spengler, en el primer volumen de El ocaso de Occidente, hizo notar que «la diferencia entre un campo de deporte ber linés en un día grande y un circo romano era ya muy escasa en 1914»M\ se había adelantado a los acontecimientos; puesto que murió en mayo de 1936, no pudo vivir el cumplimiento de su diagnóstico profético.
Si estos Juegos, que se celebraron en el Campo de deporte del Reich de Grunewald, han entrado en la historia como un triunfo de la organiza ción, no fue sólo a causa del resuelto compromiso con ellos mediante una campaña de simpatía y respetabilidad del régimen nacionalsocialista. En el acontecimiento de Berlín se llevaron consecuentemente hasta el límite las tendencias, evidentes ya desde Los Angeles 1932, al espectáculo de masas neoheroico-monumental y narco-narcisista. A pesar del ritual de la traída de la antorcha desde Olimpia hasta Berlín, introducido por el jefe de or-
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del Reich, 1936,de Werner March.
ganización Cari Diem, ya no era posible duda alguna respecto a la ten dencia general de los Juegos: la sumisión definitiva del comienzo grecófi- lo a las sexuelas romanizantes. A ello contribuyó, en primer término, el proyecto gigantománico-festivo del estadio del arquitecto Werner March, natural de Berlín, que había surgido de un estudio comparativo de cons trucciones análogas de la Antigüedad y de la Modernidad. Las construc ciones de estadios, próximas en el tiempo, de Jan Wils en Amsterdam (Juegos Olímpicos de 1928, distinguido con una medalla de oro para ar- (|iiiteimi a), de John y Donald B. Parkinson en Los Ángeles, de Krnst Otto Schweizer en Núremberg (1927) y Viena (1931), así como de Umberto Cons- tantini en Bolonia (1925-1927), habían convencido a March de los poten ciales arquiiecióni( os de la construcción en esqueleto de hormigón arma do visible.
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Después de que Hitler, a quien resultaba extraño el olimpismo y quien sentía intensamente la ridiculez de los «ejercicios corporales», se hubiera mostrado enojado por la modernidad de los proyectos de March, se le en cargó a Albert Speer que corrigiera en sentido monumental la imagen ex terior del estadio, sobre todo mediante recubrimientos de piedra tallada, que habrían de forrar todas las superficies de cemento y elementos de construcción visibles, y crear un aura de inaccesibilidad marcial54. Speer, apoyado en la teoría de Hitler del valor de ruina de los grandes edificios, se abandonó temporalmente a la ensoñación de cómo, tras siglos o mile nios, sus obras arquitectónicas se alzarían como vestigios majestuosos: la imitación de las construcciones colosales romanas ya no era sólo un gesto vitalista, como correspondería antes a una «joven democracia», ahora a una «revolución nacional», sino también un programa trágico y sentimen tal. Evidentemente, el estadio de Berlín no pretendía únicamente «entrar en la historia»: por el momento se contentaba con ser el mayor del mun do, cosa que consiguió temporalmente con su oferta de 110. 000 plazas. Por el ambiente pseudo-dórico y gracias a su incrustación en un paisaje com puesto de lugares de ceremonia y torres desnudas, tenía que transponer al visitante en un estado de humillación sublime y de disposición social-idea- lista para la renuncia a proyectos personales. Nunca una instalación depor tiva había sido concebida antes como máquina de colectivización y avasa llamiento en tal medida. Quien entraba allí tenía que olvidar toda esperanza de individualidad. Quien triunfara allí ya no sería nunca una persona pri vada. La figura sobre el podio del vencedor sería pura emanación de una fuente de energía política y racial.
Pertenece a las ironías informativas de la historia de la cultura del siglo XX que el primer momento culminante del renacimiento atlético fuera organizado bajo dirección nacionalsocialista; y de ese modo estuviera, además, en buenas manos, como reconocen incluso escépticos. La competencia objetiva de un organizador fascista para un gran acontecimiento de ese ti po provino de la convergencia entre el núcleo sinodal de la ideología na cionalsocialista y el pathos olímpico de convocar en un lugar distinguido a la élite atíética de lajuventud del mundojunto con un público ansioso de rendimientos. El culto al Führer; que se corresponde íntimamente con la idea de un pleno popular, puede hacerse plausible filosóficamente como una figura de la muerte del antiguo centrismo occidental: dado que el pueblo ya está siempre reunido en el Führer, el Führer puede llevar hacia él
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al «pueblo» entero, o casi entero, para celebrar una fiesta de la homoge neidad. El fascismo se basa en una interpretación semimoderna del con cepto de soberanía del pueblo; en el sentido de un legitimismo repentino por abajo: el pueblo emana de su oscuro centro al hombre, en el que cree estar del todo consigo. Dado que se trata de uno que es todos -y que ale ga ser todo para todos-, quienes se reúnen en torno a él pueden entre garse a la idea de que su reunión psíquica ya es también la prueba consu mada de soberanía. La conocida observación de Marx a Ruge (en carta de marzo de 1843), sobre que el filisteo, el pequeño burgués, es la materia pri ma de la monarquía, habría que invertirla en este caso: el monarca o Füh- reres la materia prima del filisteo. El olimpismo, por su parte, se funda en una interpretación semi-moderna de la existencia, que se sirve de la suge rencia de que todo poder proviene del cuerpo sano. Ya que los atletas son quienes amplían permanentemente los límites de la capacidad humana de rendimiento, todos los que son testigos de ello pueden imaginarse que participan en el reino de la soberanía del cuerpo. El legitimismo espontá neo de tipo fascista se refleja en el aristocratismo biológico-popular de acuñación olímpica. La relativa modernidad de ambos -o, mejor, su con- tramodemidad moderna- depende directamente de una utilización exten siva y profesional de los colectores.
En las construcciones olímpicas de Berlín, cuya programática y dimen siones nacen del proyecto -fijado en sus líneas generales desde 1934-1935- de un «Campo de deporte del Reich» [Reichssportfeld7, puede apreciarse hasta qué medida el neo-clasicismo nacionalsocialista está marcado por la adopción de formas griegas a través del imperium romano. La trinidad grie ga de instituciones, compuesta de democracia, tragedia y agón deportivo, se transcribió distribuyendo el campo en lugar de deporte, plaza de reu nión de masas y teatro, sin que el visitante inadvertido pudiera llegar a dar se cuenta del carácter paródico de la instalación: era demasiado, para ello, el poder con que se habían puesto en escena los atributos de la arquitec tura neo-imperial de avasallamiento. Sólo se hace justicia al «Reichssport feld» si se reconoce en él un Las Vegas nacionalsocialista: un terreno de prueba para la cita total. En ese complejo, considerado como «pista de lu cha», no sólo se volvió a evocar el coliseo romano en adaptación inflada, de acuerdo con los tiempos; también el teatro trágico griego se repitió os tentativamente, en este caso en el teatro al aire libre de Dietrich Eckart, con 22. 000 plazas (en el Gran Teatro de Dionisos de Atenas cabían hasta
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17. 000 epectadores);además,alestadioolímpicoseleadosódirectamente una plaza de reunión de dimensiones monumentales, llamada Campo de Mayo [Maifeld/, en la que se consumó la transformación típicamente fas cista del ágora (mejor dicho, de la cour d ’honneur absolutista) en un cam po de desfile; no es casualidad que esa parte del complejo fuera la única por cuya planificación se interesó personalmente Hider, puesto que su gería analogías nurembergianas’45.
Lo que une unos colectores con otros, aquí citados según modelos históricos (estadio, teatro, plaza de reunión), es la calidad autóloga de los acontecimientos para los que fueron proyectados. Las reuniones no se ce lebran en ellos para representar un programa o un repertorio; el progra ma mismo está supeditado al imperativo de la reunión, y sólo constituye ya un pretexto para la convocatoria de la multitud para la consumación de su estarjuntos. Cuando se reúnen alemanes para representar el todo que se llama Alemania, el único tema de los reunidos es, inevitablemente, el ser alemán. Pertenece a las reglas de juego de tales delirios sinodales que, comparables a un sistema idealista, sólo hablen de la unidad que ellos mismos presentan y representan, a la vez. El monotematismo se transfor ma directamente, y no sólo en el caso de revolucionarios nacionales, en autotematismo. Lo que se ha llamado totalitarismo es un resultado de la sumisión de los colectores y de los grandes medios que arrastran, es decir, prensa diaria y radio, a la grandeza temática del organizador. Este puede pedir de sus ciudadanos, con bastante éxito, que no tengan ningún tema más que él. Que, sin embargo, numerosos participantes en las asambleas del partido, sobre todo entre las comparsas que se habían acarreado de to das partes, se aburrieran a menudo, hablaran de otras cosas y se mofaran de circunstancias caóticas entre bastidores, es algo que oculta de buena ga na la historiografía sensacionalista sobre la época nazi. No sabemos si la ca racterización, que circulaba en boca del pueblo, de los discursos de Goeb- bels como «la hora de los cuentos de Humpelstilzchen»*, así como el rebautizo del Ministerio de la Propaganda como «centro del afán de no toriedad del Reich»" eran usuales ya en la época de Núremberg546. Es un
' Alusión irónica al cuento de los hermanos Grimm Rumpelstilzchen [El enano saltarín]. (N. del T. )
■* Otra expresión irónica [Reichsgeltungsbedüifnisanstalt], que podría traducirse también, sin forzarla mucho, por «retrete público del prestigio del Reich». (TV. del T. )
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hecho confirmado, por el contrario, que las representaciones, muy apre ciadas por Hitler, de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, como preludio a las asambleas generales de partido, tenían lugar, al comienzo, ante plazas vacías y ante personalidades del partido nacionalsocialista, dor midas y maldispuestas frente a la cultura. Límites de la comunidad entu siasta. En la «ciudad de las asambleas generales del partido» ya existían en la época de losJuegos de Berlín dos grandes instalaciones, explotadas con éxito, para ejercicios de liturgia de masas, la Luitpold-Arena y el Zeppe- linfeld, ambos en forma de rectángulo colosal, cada uno de ellos con un lado de tribuna parecido al altar de Pérgamo: instalaciones a las que ha bría de añadirse una tercera, el Marsfeld, con medidas extremas de 1. 050 por 700 metros’47. No hay otro lugar en los paisajes conmemorativos de la Modernidad en el que se hayan materializado tan expresamente la teoría y la praxis contramodernas del hechizo de la reunión como en el terreno de la asamblea del NSDAP en Núremberg; tampoco ningún otro sitio en el que el carácter de festival del nacionalsocialismo pudiera palparse tan claramente con las manos. Aunque tanto los movimientos fascistas euro peos como sus vástagos anglo-americanos representaban por doquier la rebelión de los enemigos de la diferenciación y practicaban la oposición psicosocial a la flexibilización, inherente a ella, de las subjetividades-clien tes-ciudadanos (antes: descomposición de la personalidad autónoma), los nacionalsocialistas se reservaron el derecho de poner en escena la agonía más ostentosa del centrismo político. Llevados por una voluntad decidida de ilusión, losJuegos globales alemanes fueron inversiones equivocadas, y desesperadas, en la pretensión, ya obsoleta, de creer reunible, y convocar lo como si se tratara de algo así, al colectivo total, es decir, al pueblo de la sociedad nacional, dado el caso. En los escenarios pontificales para la fies ta de septiembre de Núremberg, celebrada en total seis veces (con un te ma específico cada una), desde 1933 a 1938, tanto en los construidos como en los planificados, puede reconocerse hasta dónde puede llegar el genio de la inversión equivocada. La función de Hitler, que fue a la vez el secre to de su éxito, consistía en que supo tomarse en serio fanáticamente su pa pel como director del festival de la ilusión de la reunión; su único talento indiscutible se manifestó en su capacidad de formular en el sentido de su mística sinodal los éxitos del movimiento nacionalsocialista, sorprenden tes para él mismo. Así, había gritado a los reunidos en Núremberg en la «Asamblea del partido del honor» post-olímpica, en 1936:
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¡Cómo no sentir de nuevo en esta hora la maravilla que nos ha reunido! . . . Al encontramos aquí, nos llena a todos lo maravilloso de este encuentro. No me veis todos vosotros ni yo os veo a cada uno de vosotros. ¡Pero yo os siento y vosotros me sentís! Es la fe en nuestro pueblo, [. . . ] la que a nosotros, errabundos, nos ha abier to los ojos y nos ha unido*48.
Esto va más allá de la acostumbrada hermenéutica religiosa del éxito, con la que los exitosos refrendan íntimamente sus galardones. La medita ción de Hitler saca su destello místico del puro dato de la reunión, como hecho masivo y realmente aconteciente. Con ello, la palabra éxito se hace sinónima de reunión; y reunión, de autoexpansión del Führeren el audi torio presente. Quien busca la verdad en «subjetividades de categorías más elevadas» puede fácilmente sentirse satisfecho en el caso de este super-no- sotros escenificado inmanentemente. El texto complementario lo recita ban los portavoces de los grupos del pueblo incorporados en bloque, co mo por ejemplo Robert Ley en la ceremonia del juramento de fidelidad de los Directores Políticos en la asamblea del partido del Reich, con el te ma de «La gran Alemania», de 1938, que se dirigió a Hitler como sigue:
Ante usted está de nuevo este pueblo alemán unido. Los trabajadores y cam pesinos, los ciudadanos, estudiantes y soldados, todos ellos han hecho su entrada en la gran esfera de esta catedral de luz. . . Mí*
Por supuesto que no se les pasó a los organizadores de Núremberg, mientras miraban a través del velo autohipnótico, que también estas con vocatorias del «pueblo alemán unido» se quedaban en reuniones repre sentativas muy selectivas: algunos cientos de miles, que estaban allí por aproximadamente 70 millones de alemanes. De ahí surgió, como en todos los grandes acontecimientos de tendencia inclusiva generalizante, la nece sidad de completar la totalización sinodal con la mediatización total. Yjus tamente ahí, en el acoplamiento del gran acontecimiento con su transmi sión por un medio de masas próximo temporalmente o sincrónico, se basa la información -cristalizada desde el período nacionalsocialista y obligada desde entonces- sobre la organizabilidad de «masas» simbióticas dentro de macro-interiores modernos y de la publicidad mediática conectada a ellos. Que el colector sintonice a una multitud reunida por el medio-pre sencia arénico es la condición necesaria, pero no suficiente, de la confir-
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Media Centre en la plaza Lord’s Kricket de Londres.
marión de la exigencia de captación general: ha de añadirse el conector, el medio de enlace a distancia, sea como alianza de burocracia v correo, sea como medio de masas de imprenta o de radio, para que la ficción de la síntesis social integral se vuelva operativa a través de acontecimientos or ganizados. Caiando colectores y conectores funcionan en la misma direc ción, grandes colectivos del formato de una nación pueden caer en la ex- citación simultánea que busca la dirección del festival. Sí, de ese modo pueden surgir episódicamente, incluso, esferas de sincronía de extensión planea; iia. como sucedió, por ejemplo, modélicamente, en las ceremonias de inauguración de Juegos Olímpicos o en el caso de singularidades, co mo los funerales de Diana, Princesa de Gales; como las transmisiones en directo de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de sep tiembre de 2001, o como la ceremonia nacional en recuerdo de las vícti mas en el New Yorker Yankee-Stadion, pocos días después, en la que unos veinte clérigos de creencia judía, cristiana y musulmana se pusieron a la ta rea de interpretar ante mil millones de espectadores el significado mun dial de la muerte de 6. 000 víctimas en el atentado al World Trade Center (más tarde corregidas a 2. 800 aproximadamente). Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez, producen nuevas reuniones. Considerada desde
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este punto de vista, la guerra de Hitler fue la continuación de los festivales en otro medio diferente: Juegos que, de acuerdo con su sentido de culto, significaron desde el comienzo, ante todo, fiestas de compromiso entre los vivos y los caídos alemanes, supuestamente engañados con la victoria, en la Primera Guerra Mundial. Como se ha hecho observar en interpretacio nes ambiciosas de la ideología nazi, la identidad corporativa alemana, de- signed by Hitler, Goebbels & Co. , poseía un núcleo de culto a los muertos. Por motivos conocidos no pudo celebrarse la «Asamblea general del par tido de la paz», planificada para la primera semana de septiembre de 1939; poco a poco, los sujetos captados por ideas nacionales fueron compren diendo que el tiempo de los festivales había pasado. En su lugar apareció la captación duradera de la opinión pública alemana, en todas sus organi zaciones comunales, empresariales, de asociación y de vecindad, por el estrés de cooperación de la guerra y el entusiasmo, generado por los me dios, de la fase en que las noticias eran de éxitos.
3 Sínodos discretos:
Para la teoría de los congresos
De los seis grandes colectores del nuevo Forum Germanicum de Nú- remberg: los tres lugares de desfile (Luitpold-Arena, Zeppelinfeld y Mars- feld), el planificado Estadio Alemán, el Antiguo pabellón de congresos (Luitpoldhalle) y el monumental Nuevo pabellón de congresos, del que se conservó un torso incompleto, sólo puede adscribirse una cierta moderni dad al último; no tanto desde el punto de vista arquitectónico, puesto que se trataba, otra vez, de una grotesca transposición del coliseo, cuanto des de la perspectiva sociológica asamblearia, ya que el tipo de edificio de con gresos contiene per se la respuesta de la Modernidad a la demanda de lu gares discretos de reunión para agrupaciones sociales. En la gigantesca construcción, unidos el elemento de la arena, el de la sala de conciertos y el de una burocracia wagneriana, llama la atención, a la vez, el carácter dis funcional de sus dimensiones, ya que un edificio de congresos, incluso ba
jo presupuestos nacionalsocialistas, sólo tiene sentido cuando (al lado de los numerosos escenarios de Núremberg para el culto y la distribución de órdenes) pone a disposición también lugares de deliberación y discusión: una finalidad que sólo se reconoce con dificultad en los fragmentos con-
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Fragmento del nuevo Pabellón de Congresos de Núremberg, del arquitecto Albert Speer.
servados. Como mejor se entiende el nuevo Pabellón de Congresos es co mo un palacio de ópera de partido, que se ha ido de las manos por su ex cesivo tamaño; también es una máquina de intimidación y aclamación: aquí, la elección acostumbrada por parte de la asamblea general del pre sidente del partido habría de sustituirse a gran escala por el ritual, ejerci tado en la sala Luitpold, de la «proclamación del Führer», y aquí hubieran tenido que oír los directores políticos los discursos culturales de Hitler.
Con el desayuno -o como quiera llamarse el primer gesto nutritivo (con pretensión: la inauguración del ciclo alimenticio diario)- la actividad
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Edward Hopper, Room in Neto York, 1932.
de autocuidado aborda las necesidades metabólicas, lo que, por regla ge neral, no sucede sin maniobras en el ámbito del fogón y la cocina. La co cina del apartamento es la miniatura de un quirotopo, en el que, gracias a la presencia del utillaje correspondiente, se ejecutan rutinariamente las protoprácticas de encender el fuego, cortar, trocear, transvasar, poner en la mesa, etc. En los gestos del prepararse-algo resulta especialmente evi dente la calidad de autoemparejamiento de la vida a solas: quien se abas tece de la propia cocina desempeña eo ipso el doble papel de anfitrión e in vitado, o bien, de cocinero y comedor, y manifiesta de ese modo que en ciertos actos del souci de soi va incluido también un don de soi, un don del yo al yo, en el que se revelan las intenciones del donante con el receptor. Gracias a la explicación progresiva del metabolismo dada por la biología moderna, se pone en manos del autosustentador la posibilidad de desa rrollar el cuidado de sí mismo en perspectiva crítico-alimentaria. Aquí, junto con la calidad gastronómica se tiene en cuenta cada vez más la dieté tica; a los medios alimentarios se añaden los medios de complemento ali menticio, la suave droga Jitness gana su puesto en el hogar de autocuida-
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do; los medios de vida [alimentos] se convierten en medios de acrecenta miento de la vida; la autoalimentación se aproxima a la automedicación. Con el obligado equipamiento de fogón, fregadero y nevera, los soportes técnicos de la función autónoma de la cocina, incluso el mínimo aparta mento representa hoy una unidad termosférica eficiente. Junto con los estándares sanitarios, son esas magnitudes gastrosféricas elementales las que definen el concepto de confort en una moderna unidad de vivienda.
En muchos casos, con los primeros gestos alimentarios inicia el indivi duo de apartamento la entrada en el fonotopo, el universo de ruidos del colectivo. El ayuno de ruidos se rompe con un desayuno acústico, sea con una música temprana autoelegida o con un programa de radio o de tele visión. Este anti-silencio muestra cómo quien vive solo toma él mismo en sus manos su mundanización y resocialización diaria, codecidiendo, por la elección de medios, sobre contenidos y dosificación de la entrada de rea lidad. Algo semejante tenía ante los ojos el Hegel deJena cuando constató que la lectura del periódico por la mañana temprano era «una especie de bendición matutina realista»51; con el matiz, en este caso, de que la reco nexión al ruido grupal del sujeto privado, desocializado por la noche, se lleva a cabo aún mediante la técnica cultural de la lectura, es decir, de ad misión de voces exteriores en el monólogo y polílogo interior. Gracias a los medios-audio, la célula del que vive solo puede convertirse en algo que desde el punto de vista histórico parecía imposible, que constituía una contradicción en sí mismo incluso: en un fonotopo individual. Esta carac terística consiste en que queda deshecha la captura del individuo por el so nido del grupo y se sustituye por la discreta admisión de determinados rui dos, sonidos y textos hablados. Desde la completa sintonización originaria del grupo por el grupo se alzan ahora innumerables burbujas de sonido individualizadas: microsferas auditivas, en las que se ha hecho realidad una relativa libertad de escucha512. (Esta tendencia se agudiza por la unión de reproductores de CD o casetes portátiles con auriculares: una técnica de aislamiento que equivale a la introducción del microapartamento acús tico en el espacio público; se podría hablar también de una escafandra acústica. ) La sociedad moderna vibra en espumas sonoras en millones de células; en lo que se refiere al innumerable colectivo de audición, que ri valiza entre sí, se ha hablado con razón de una guerre des ambiancesk,s. Y la coexistencia, devenida normal, de medio centenar de programas de TV apenas puede disimular el hecho de que, según su modo fonotópico de ac-
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Kurt Weinhold, Hombre con radio, 1929.
ción, la televisión no es otra cosa que una radio visualmente ampliada; con la diferencia de que en ella la libertad de elección de programa está téc nicamente mejor apoyada que en los sistemas de búsqueda de la radio.
Se afirma con buen motivo que la posmodernidad es un subproducto del mando a distancia. El telemando representa la técnica clave de control de admisión de sonido e imagen, y eo ipso de admisión de realidad, en la
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egosfera. Si se considera que un ser del tipo homo sapiens deviene lo que oye, el tránsito a la autosintonización opcional de los individuos significa una cesura antropológica: tanto la presión auditiva exterior como la inte riorizada, de la que el psicoanálisis había ofrecido una perífrasis parcial con el concepto de superyó (concerniente al aspecto moral de la super-sin- tonización del individuo por su colectivo), se disuelve en la tendencia a la propia elección del entorno auditivo. Es verdad que siempre habrá tam bién en el individuo constituido individual-fonotópicamente niveles de au dición interior y exterior, en los que lo escuchado involuntariamente se adelanta a la escucha elegida.
La ampliación del apartamento como fonotopo individual representa, junto con los enlaces telecomunicativos, la contribución más importante a la compleción mediadora de la unidad de vivienda. Asegura que la célula,
aunque cumpla satisfactoriamente sus funciones defensivas como aislante, como sistema inmunitario, como dispensador de confort y distanciados si gue siendo un espacio de mundo. Abierta al mundo, aunque lejos de él, la egosfera auditiva permite la entrada a partículas de realidad, ruidos, sen saciones, compras, hallazgos e invitados escogidos. Su implantación prác tica viene garantizada por la radio y la televisión, frente a las cuales los me dios de presión han pasado a segunda fila.
Para la modelación informática y atmosférica de la egosfera, a los me- dios-audio sólo los iguala en importancia el teléfono, que, a causa de su ca lidad como medio de dos direcciones, representa uno de los instrumentos más eficientes para la ligazón al mundo desde la reserva. Frente a los me dios más utilizados de una sola dirección (radio, televisión, periódico, li bro), el teléfono posee un doble privilegio ontológico: no sólo transmite
(la mayoría de las veces) llamadas provenientes de lo real, sino que coloca también al que es llamado, si coge el aparato él mismo, en una simulta neidad (experimentada como real) con el que llama: le coloca a la misma altura-de-ser con el actor de la llamada desde la lejanía. A causa de este efecto de inmediatez fue legítimo describir el teléfono como biófono514: no puede llamar nadie menos que una vida. Alguien al aparato: eso es siem pre una vida lejana que se hace presente, una voz con un mensaje, quizá incluso con una invitación. Puesto que puede ser accesible por llamadas, al apartamento se le priva de la «unidad del lugar» y, a la inversa, se le en laza a una red de vecindades virtuales. Por eso, la vecindad efectiva no es la espacial, sino la telefónica. Bajo el punto de vista inmunológico, el telé
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fono representa una nueva adquisición ambivalente, porque introduce en la célula-vivienda un canal para infecciones peligrosas provenientes del ex terior, pero amplía explosivamente, a la inversa, el radio del habitante en el sentido de oportunidades de acción y alianzas acrecentadas. (En este contexto no tiene por qué hablarse de internet, puesto que, en principio, sólo supone la continuación del teléfono con medios visuales. ) Después de que la escritura ha deshecho la simultaneidad de emisión y recepción de la comunicación, el teléfono permite superar la coincidencia de lugar.
Las llamadas a distancia se infiltran en el principio llamada local (más exactamente: en el efecto, generador de mundo, del acoplamiento-boca- oído); con la consecuencia de que, por fin, el secreto de la resonancia esfé rica, preformulada en algunos discursos religiosos515, consigue una articu lación técnica. Retrospectivamente podemos explicar hasta qué punto toda formación de esferas implica desde el principio el «factor surreal»: que los comunicantes en un lugar humano siempre superan ya lo mera mente espacial. Por utilizar unjuego de lenguaje filosófico de 1900: la téc nica telecomunicativa acelera la pérdida de espíritu en la vida. Estimula la inflación de los efectos telepáticos, si entendemos por ellos los efectos psí quicos colaterales de la accesibilidad desde la lejanía. Los procedimientos de autoemparejamiento de los individuos en el individualismo tienen pre cisamente como presupuesto que en el decurso de sus vidas los mecanis mos telecomunicativos se convierten en rutinas sólidas: sólo entonces el aislamiento no se experimenta como soledad; posibilita el enlace del alma individual con otros relevantes ausentes y sus señales de vida lejana, más o menos atractivas.
La premodemidad estuvo dominada por la evidencia de que los men sajes más interesantes provenían de un gran ausente llamado Dios; sus por tadores eran los santos, sacerdotes y profetas. La Modernidad apuesta por remitentes lejanos, como el genio y el reportero de bolsa. Quizá fue esto lo que constituía la gran característica de la existencia en las civilizaciones metafísicamente ambiciosas: la inteligencia se desliga del primado de las comunicaciones locales y participa en el traslado del flujo semántico de la vida próxima a la vida lejana. Por eso ser-ahí significa ahora nadar-en-sig- nos que vienen de lejos: signos que son respaldados por grandes remiten tes. Bajo este efecto, las grandes culturas clásicas pudieron florecer como culturas de escritura: las voces de los clásicos se imponen sobre soportes escritos a las generaciones siguientes de alfabetizados. La metafísica co-
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Eric Fischl, Still IAfe (Bananas with Knife), 1981, cortesía de Mary Boone Gallery, Nueva York.
mienza como telesimbiosis; en ella, gracias a lecturas disciplinadas, la in teligencia tardía puede acoplarse cointeligentemente con la temprana. Soy ac<i sible por vida lejana remitente; vida alejada y pasada sigue siendo legible por nosotros.
El moderno estilo de vida de apartamento, apoyado por el teléfono, in troduce la fase de trivialización de esos logros. Si la cosecha de la vida ac cesible desde la lejanía fue recolectada durante mucho tiempo todavía ba
jo la supremacía total del individualismo extramundano, cuando se cultivaba el emparejamiento de las almas individuales con Dios o con el ab soluto, el actual individualismo secular se propone, como se ha dicho, el empan ¡amiento del individuo consigo mismo; con lo que al individuo, co mo el otro-de-sí-mismo que siempre permanece desconocido, le compete el papel de un absoluto residual. (Obviamente, esta posición puede ads cribirse también al otro real516. ) Todo yo que se vuelve hacia dentro podría encontrarse suficientemente transcendente a sí mismo. Le basta pensarse como c imposición de individualidad manifiesta y latente para saber que la investigación de la latencia propia constituye un contenido de vida pro vechoso Mientras siga interesándose por sí mismo, el individuo descu bierto sigue- la pista del individuum absconditum. (Observemos hasta qué
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punto la cultura de masas se basa en la premisa de que la mayoría de los individuos no tienen motivo alguno para interesarse por ellos mismos, por lo que resulta un buen consejo que se atengan a la vida de las estrellas. De finiciones de una estrella: a) interesante amplificación de la falta de in terés de los demás; b) agente del desvío de la atención del admirador de sí mismo. )
En ninguna dimensión de la vida aparece esto con mayor claridad que en la sexualidad, que en el régimen individualista se organiza a menudo como sexualidad-vivencia basada en el apartamento, es decir, como inves tigación en el espacio de posibilidad interior erótico. Está claro que el tránsito a la así llamada sexualidad libre en la segunda mitad del siglo XX va unido indisolublemente a la ganancia en discreción de la cultura de apartamento o, al menos, a las seguridades que depara la habitación pro pia. El fenómeno super-discutido de los anticonceptivos químicos, que desde los años sesenta del siglo XX están a disposición de las mujeres, tam bién de las solteras, apoya sólo la tendencia, manifiesta desde los años vein te, hacia una erótica afirmativa de quienes viven solos. El apartamento constituye un erototopo en miniatura, en el que los individuos pueden se guir los impulsos de su deseo, en el sentido de querer-experimentar-tam- bién-lo-que-otros-ya-han-experimentado. Representa un escenario ejem plar del existir, porque en él puede ensayarse la relación de consumidor con el potencial sexual propio. Pero si el amante (erástes) y el amado (eró- menos) coinciden en una y la misma persona, tampoco a ese centauro se le ahorra la experiencia elemental de los amantes, que el objeto de amor só lo en pocas ocasiones responde en la misma onda.
En el autoerotismo, como en el bipersonal, se manifiesta la ley de que en el trance de la elección de compañero la mayoría están condenados a equivocarse: dado que por regla general no se consigue lo que se quiere, se coge a cualquiera en su lugar, y, llegado el caso, a sí mismo. Por este mo tivo el apartamento es también un estudio para la reelaboración de frus traciones; más exactamente, una celda de ensayo en la que el deseo de un enfrente real o imaginario se transforma en deseo de sí mismo, como re presentante más plausible del otro ambicionado. En este círculo paradóji co surge una autosatisfacción con tendencias ofensivas. El onanismo de apartamento, quizá prefigurado ya en las celdas monacales, pone en esce na la relación triple completa entre el sujeto, el genital y el fantasma; de donde resulta, por lo demás, que la sexualidad masturbatoria logra, efec-
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Charles Ray, Oh Charley, Charley, Charley, documenta X, 1997.
tivamente, un acortamiento pragmático del procedimiento, pero no una simplificación estructural de la operación bigenital interpersonal. En con secuencia, las características erototópicas del apartamento como mejor pueden explicarse es por analogía con el burdel: así como los pretendien tes dan vueltas por él buscando un compañero sexual disponible para, tras lograr un acuerdo, retirarse con el objeto de su pre-amor a una celda es condida, el habitante del apartamento se elige a sí mismo como el otro cercan» >y utiliza la soledad de su unidad habitacional para hacerlo consi go mismo. El autoemparejamiento se consuma aquí con el matiz de que el individuo, como autopretendiente, se aborda a sí mismo sin ceremonias. Como muestra un ejemplo conocido, esto puede llegar hasta la promo ción de favores propios. La feminista estadounidense, activista de la mas turbación, Betty Dodson, pensaba, en su best sellerde comienzos de los años setenta. Sexo para uno, que podía reclamar honores académicos por su fir me compromiso con la causa del onanismo, declarando, tras convencerse de la irrealizabilidad de su deseo: «[. . . ] después de catorce años de estu dios únicos en su género en este campo me he concedido a mí misma el doctorado en masturbación»517.
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I
Así como en toda relación que se ha hecho demasiado fácil hay que contar con una tendencia a la depauperación por la rudna, el autocom- pañerismo masturbatorio aprende a conocer el tedio de la monotonía. No siempre pueden congratularse los individuos por sus excitaciones auto- provocadas. La forma de vida autocomplaciente encuentra su límite en el tedio onanísmico. La bibliografía reciente sobre existencias-síngfe deja cla ro que la sexualidad de quienes viven solos está marcada por la necesidad de eludir la automonogamia. Incluso Betty Dodson, que se preciaba de sus sesiones de horas con el vibrador, declaró que de vez en cuando se busca ba penes. Pero las encuestas entre singles no dejan duda alguna de que mu chos no están dispuestos, sólo por ese apuro, a soportar la perturbación de la paz de su celda por un compañero permanente.
Junto con sus caracterísdcas quiro, termo y erotópicas, la moderna cé lula-hábitat adopta también los rasgos de un ergotopo, en cuanto que su habitante la convierte en escenario de su autocuidado deportivo. Esa transformación de los apartamentos en gimnasios privados viene fomen tada por la tendencia de la sociedad moderna a estilos de vida orientados al Jitness, que reclaman de sus partidarios la preocupación constante por su forma. Desde este punto de vista, la estructura del autoemparejamien- to se modifica de tal modo que el individuo que hace ejercicio se disocia en entrenador y entrenado, para reunir a ambos en un decurso de acción coordinado. En esto, los aparatos de entrenamiento (fijos o desmontables) pueden adoptar el papel del tercero manifiesto en la organización objeti va de la autorrelación; en otros casos se trata de ejercicios sin aparatos, so bre el suelo, con los que los que se ejercitan entablan su monólogo gim nástico. El existencialismo se ha explicado somáticamente: de la fórmula filosófica, que ser-ahí es la relación que se relaciona consigo misma, ha lle gado al mercado una versión, comprensible para todos, según la cual ser- ahí significa mantenerse-en-forma.
Finalmente, hay que describir los apartamentos como emplazamientos exteriores del alethotopo: en toda vida individual, por muy apartada que es té de lo general, hay un interés residual por la verdad, aunque sólo sea por la demanda de vocablos que ayudan a los individuos a estar conectados con los signos del tiempo. Quien exhibe un consumo moderado de medios al canza, por regla general, el mínimo existencial cognitivo, habitual en nues tra forma de mundo, que implica la licencia para elegir y para participar en el debate público. Quien pretende más se esfuerza por conseguir un saber
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orientativo, que valga para navegaciones más amplias en circunstancias de poca claridad. En la autorrelación alethotópica los individuos actúan infor malmente como autoenseñantes, a quienes lo que importa es mantener un cierto acompasamiento a la situación cognitiva y cientificista de la «socie dad»; como autodidactas mínimos se procuran una participación idio sincrásica en los recursos públicamente accesibles del souci de soi cognitivo. Puede que sea verdad que bajo las condiciones teórico-cognitivas actuales el aprender sólo puede interpretarse ya como un management ilustrado de la ignorancia, pero en la llamada sociedad del saber los contemporáneos más o menos exigentes tienen que ocuparse de la actualización constante de sus déficit. Desde entonces, las informaciones positivas tienen, sobre to do, el sentido de calibrar más realistamente las proporciones de lo no-sabi- do y no-claro. De paso, la información adquiere progresivamente una fun ción que se corresponde con la de las marcas y artículos de moda: se llevan partículas aisladas de saber, como se llevan gafas de sol, relojes caros y go rras de béisbol. En la culturajaponesa de lajuventud ha surgido desde los años ochenta una amplia escena, que rinde culto a un saber especializado sin sentido518. Esosjóvenes han comprendido que el saber no prepara para la vida, pero sí para concursos radiofónicos o televisivos.
A los que viven solos les sirven como fuentes, normalmente, las revistas del mundo de la escena o de la moda, también los libros de consulta que de cuando en cuando se incorporan a la colección doméstica. Para mu chos sigue siendo todavía un acontecimiento la incorporación de un nue vo libro a la comunidad de objetos que pueblan la vivienda. Al encanto de la vida de apartamento pertenece la circunstancia de que en él uno se pue de dedicar sin testigos a la contabilidad no falseada de las ignorancias in confundiblemente propias.
C. Foam City
Macrointeriores y edificios urbanos de congresos
explicitan las situaciones simbióticas de la multitud
Si la proposición «Cada uno es una isla» casi se ha hecho verdadera en las metrópolis modernas para la mayoría de la población, ¿cómo es posi ble, entonces, seguir pensando en la «sociedad»? Mientras que las agencias del análisis de lo real trabajan en una mera exposición de los individuos
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en sus propios domicilios, las agencias de la síntesis social se dedican a la tarea de articular las formas generales bajo las que los insulados son auna- bles en unidades interactivas. Por eso la expresión «comunicación» posee un tono evangélico en todos los discursos contemporáneos: es la palabra redentora de quienes buscan la salvación en la vinculación, más exacta mente: en el intercambio simbólico y en compromisos transaccionales, mientras que en otro tiempo, durante el largo siglo marxiano, se la espe raba del «trabajo», de su distribución y su recombinación.
Cada uno es una isla: esto les parece una mala noticia a los conserva dores, a quienes todavía sigue dando alas la idea de superar a los indivi duos en colectivos precedentes o constituidos intencionadamente; una buena noticia, por el contrario, a aquellos que pretenden ver en ella la ga rantía de que no pueda llegarse otra vez al arrebato compartido en entu siasmos malignos por el llamado todo: porque, por regla general, los is leños son menos utilizables por la totalidad. Sin embargo, sea cual sea en cada caso el género de insularidad de los individuos instalados consigo mis mos, se trata siempre de islas co-aisladas y conectadas a redes, que han de estar unidas a islas contiguas, momentánea o crónicamente, en estructuras medianas o más grandes: en una convención nacional, una loveparade,un club, una logia masónica, un colectivo de empresa, una reunión de accio nistas, un público de una sala de conciertos, un vecindario suburbano, una clase escolar, una comunidad religiosa, una multitud de automovilistas en caravana, una asamblea deliberante de contribuyentes. Si, tanto en sus concentraciones episódicas como en sus simbiosis duraderas, describimos esos conjuntos como espumas, es para formular un enunciado sobre la re lativa compacidad de conglomerados de vida co-aislados o alianzas: una compacidad que siempre será mayor que la de los archipiélagos (que, por lo demás, ofrecen una metáfora concluyente de multiplicidades insula- das), pero menor que la de las masas (en las que entran enjuego las aso ciaciones engañosas de agrupaciones de unidades que se rozan físicamen te, com o pasta, arena y sacos de patatas).
Que imágenes falsas puedan hacer historia lo muestra el moderno con cepto político de masa, cuyo origen metafórico, la idea de «masa» confor- mable y efervescente, en latín: massa, pasta, montón, materia informe, ha posibilitado durante dos siglos las sugerencias más perniciosas. Al hacer la revisión del vocabulario del siglo XXno sólo habrá que retirar de la circu lación la expresión revolución, sino también el concepto de masa519.
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Jean-Luc Parant, Les Angles, Villencuve-les-Avignon, 1985.
Las espumas co-aisladas de la sociedad individualistamente condicio nada no son meras aglomeraciones de cuerpos vecinos (que comparten se- p. u ;u i<>i<s), pesados y macizos, sino multiplicidades de células mundano vitales que se rozan unas a otras sin apreturas, a cada una de las cuales, por
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su propia amplitud, corresponde la dignidad de un universo. Precavida mente, la metáfora de la espuma hace observar que no hay propiedad pri vada total de los medios de aislamiento: al menos una pared de separación es posesión común con una célula-mundo colindante. La pared común, vista siempre por el lado propio, constituye el mínimum inter-autista. Todo lo que va más allá de esto, puede valer ya como fenómeno simbiótico.
1 Asamblea nacional
Cuando uno se ha convencido de que el modus vivendi, es decir, el rit mo de desarrollo, de la «sociedad» moderna se basa en un acto doble -la descomposición de los conglomerados sociales en unidades complejas in dividuadas y su recombinación en conjuntos cooperativos-, salta a los ojos hasta qué punto en la fórmula «entrada de las masas en la historia» se ar ticula también una problemática arquitectónica. En correspondencia con el estado de agregado, sin apreturas, de sus simbiontes, los colectivos mo dernos han de plantearse la tarea de producir las condiciones espaciales que apoyen el aislamiento de los individuos, aquí, y su reunión en con
juntos de cooperación y contemplación multicéfalos, allí. Esto exige nue vos planteamientos en arquitectura.
Ya durante la Revolución Francesa se había puesto de manifiesto que los activistas de la revuelta sólo podían recurrir para sus reuniones a edificios del Anden régime o al espacio público de las ciudades, especialmente a las plazas situadas ante grandes inmuebles. Lo que un día habría de ilustrarse con el equívoco término de «arquitectura de la revolución»520ya había sido proyectado antes de 1789 en sus partes más sugestivas: piénsese en la con trovertida Casa de los guardas agrícolas (Maison des gardes agrícoles) de Claude Nicolás Ledoux, fechada entre 1768 y 1773, en el Cenotafio de Newton de Etienne-Louis Boullée, del año 1784, o en la Casa de un cosmopolita de Vau- doyer, de 1785. Que esos proyectos, sin excepción, quedaran en el papel no fue achacable tanto a circunstancias adversas como a su propia lógica es peculativa: todavía no estaban maduros los tiempos para la emancipación de la concepción escultural del espacio y los formalismos geométricos521.
Los procesos revolucionarios de los Grandes Días se desarrollaron, pues, en edificios y plazas públicas que no tenían relación alguna con los acontecimientos que albergaban. El ejemplo más conocido: las asambleas
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de los Estamentos Generales, convocados por Luis XVI en Versalles, don de a comienzos de mayo de 1789 se redispusieron en las alas del palacio al gunas salas para las sesiones -en principio por separado- de los Estamen tos reunidos enjunta. Cuando el 20dejunio los casi seiscientos diputados del Tercer Estamento, que, mientras tanto, se habían asignado el título, claramente insurgente, de «Asamblea Nacional» (reclamando para ella la prerrogativa de la votación de los impuestos), encontraron cerrada (pre sumiblemente a causa de los preparativos para la gran sesión conjunta de los Estamentos bajo la presidencia del rey, prevista para el 23 de ese mes) la Salle Menus-Plaisirs, asignada a ellos, trasladaron sin más sus deliberacio nes, siguiendo una indicación del diputado Guillotin, al cercano Jeu de Paume, un edificio que, como su predecesor, había estado dedicado ple namente hasta entonces a su destino dentro del ámbito de los plaisirs re gios. Allí hicieron el famosojuramento de no dispersarse antes de que la constitución del reino no estuviera elaborada y descansara sobre funda mentos firmes. Resulta notable en esa promesa solemne, el primer acto de habla de la toma de poder burguesa, que tuviera como objeto el juramen to de los reunidos sobre la asamblea misma como tal; no podía dejar nin guna duda respecto a la supremacía del contenido político (cuyo concep to estaba formándose precisamente entonces) sobre la forma local y arquitectónica (que quedaba por determinar o construir, caso por caso): «La Asamblea Nacional. . . decide no dispersarse nunca y reunirse en cual quier parte donde lo permitan las circunstancias. . . »52. A la soberanía de la primera Assemblée, que continuó su trabajo hasta el 30 de septiembre de 1791 (para ser suplida por la Asamblea Legislativa, que, por su parte, el 20 de septiembre de 1792 habría de ceder ante la Convención Nacional), per tenece desde el principio la libertad de la determinación ad-hoc del local de reunión: un proceder que en la terminología de los subversivos del si glo XX se llamará cambio de función o finalidad. Del que ya hubo de ha cerse uso pocos días después, cuando el Tiers Etat improvisó un encuentro en la iglesia de San Luis en Versalles: se trata de la sesión histórica en la que una gran parte del clero se unió al Tercer Estamento; después, en el otoño de 1789, de nuevo, con el traslado de la Asamblea Nacional a la Sa lle du Manegeáe París, la escuela de equitación de las Tullerías, que se arre gló precipitadamente para satisfacer las necesidades de los constituyentes. En mayo de 1793 la Asamblea, ya como Convención Nacional, se trasladó al palacio de las Tullerías, donde, mientras tanto, según planos del artista
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Gisors, se había acondicionado una sala de plenarios en forma de un an fiteatro semielíptico con 700 asientos para los diputados y 1. 400 plazas para espectadores. Al mismo tiempo, la fantasía planificadora de los ar quitectos no permaneció inactiva: desde 1789 se elaboraron numerosos proyectos para edificios de reunión dignos de la Asamblea Nacional, por regla general con motivo de concursos académicos, la mayoría en estilo heroico-clasicista, no pocos ya en dimensiones monumentales523, como si la República sólo pudiera manifestarse en el decorado de un Imperio roma no: la línea que va de Etienne-Louis Boullée hasta Albert Speer, dicho sea de paso, no deja nada que desear en cuanto a claridad; la totalidad de las liturgias políticas de las que se valieron los fascismos europeos fueron pre figuradas prácticamente en todos sus detalles -excepción hecha de las téc nicas radiófonas de captación de masas- por las prácticas, proyectos y mo delos estilísticos de la Revolución Francesa.
A la vista de estos procesos se podría definir un acontecimiento «revo lucionario» como algo que tiene «lugar», a pesar de que, al principio, según el estado de las cosas, se produzca exclusivamente en un sitio ina propiado. Las reuniones de las nuevas magnitudes de acción políüca, de la primera Assemblée Nationale, de la Asamblea Legislativa y de la Conven ción Nacional y sus comisiones, de una parte, de los clubs y partidos, de las secciones y de los foros de discusión, por otra, se tradujeron en otras tan tas exigencias revolucionarias de espacio, que al principio sólo tenían en común el embarazo de que hubieron de establecerse en la substancia ar quitectónica del viejo orden, asignando a éste una función heterodoxa. Ejemplar para un sinnúmero de procesos análogos fue el destino de un convento vacío de dominicos, llamadosjacobinos por el pueblo, en la rué Saint Honoré de París, que, tras el traslado de los diputados de Versalles a la capital, se convirtió en el local de reunión del club bretón, después «So ciedad de los amigos de la Constitución», la central de ideas del radicalis mo patriótico y célula madre de cientos de esquejes en la provincia, sobre cuya propagación explosiva pudo escribir ya en febrero de 1791 Camille Desmoulins: «En la expansión del patriotismo, es decir, de la filantropía, parece que. . . el club o la iglesia de los Jacobinos está llamada a ostentar la misma primacía que la Iglesia Romana en la propagación del cristianis mo. . . »524. El hecho de que el grupo de poder surgido se identificara ense guida, tanto activa como pasivamente, con el nombre de su lugar de reu nión, muestra algo del poder de los espíritus del lugar sobre los reunidos;
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y, viceversa, deja clara la independencia de las nuevas constelaciones de fuerzas de las tradicionales semánticas locales. En todo caso se podría de cir que aquí, como en innumerables otros lugares, se produjo una trans ferencia de autoridad del clero a los representantes más elocuentes del pueblo: una superación del celo cristiano por el impulso de los patriotas embebidos de humanidad.
Mecanismos análogos actuaron transitoriamente en favor de las fuerzas más moderadas en torno a Barnave, cuando enjulio de 1791 abandonaron el club de los jacobinos y para corroborar su secesión se establecieron en el monasterio vecino de los Feuillants, que, como el de losJacobinos, sólo quedaba a unos pasos de la Salle du Manége. Cuando el 13 de julio de 1793 el populista y entusiasta de Esparta, Jean-Paul Marat, fue asesinado por Charlotte Corday, miembros de la Convención y del «sexo revoluciona rio», las mujeres de París, le prepararon unos funerales fastuosos. Después de la capilla ardiente en la iglesia de los monjes franciscanos, llamados po pularmente Cordeliers, se sepultó por separado su corazón en las criptas del convento, mientras que el cuerpo fue inhumado en el Jardín des Corde liers (de donde fue trasladado poco después al Panteón); estos edificios eclesiásticos habían servido desde abril de 1790 como casa de club y cen tral de partido a la «Sociedad de los amigos de los derechos humanos y ciu dadanos»; la vasija con el corazón desapareció al final del terreur bajo cir cunstancias desconocidas.
Valórese como se valore el peso simbólico de tales acuartelamientos y ocupaciones en el o del espacio tradicional, es cierto, en cualquier caso, que ni los acontecimientos ni los discursos y gestos entre 1789 y 1795 se pa recían desde ningún punto de vista al fantasma constructivista de un nue vo comienzo sobre una tabula rasa: nunca hubo un «espacio republicano» vacío en el que se hubieran podido mover los hombres del momento co mo criaturas de un mundo futuro. En la Revolución casi nada quedó co mo en los viejos tiempos, pero sí en ellos. Las cualidades operativas de la insurrección se manifestaron generalmente en forma de nuevos repartos de papel, subversiones y cambios de función de lo existente. A ello corres ponde la observación de que la Revolución no construyó casi nada, pero cambió de nombre casi todo525. A esos actos de habla políticos, de los que, conforme a la naturaleza de las cosas, ninguno fue tan trascendente como el cambio de nombre y la transformación de los Estamentos generales en la Asamblea Nacional, acompañan a menudo cambios de dedicación, de
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los que los dos más ambiciosos político-simbólicamente llevaron a la insta lación de un panteón nacional en la iglesia votiva de Santa Genoveva: una especie de archivo nacional para las cenizas y el nimbo de grandes hom bres526; y posteriormente, a la transformación del Louvre en el primer gran museo nacional, en el que habían de instalarse juntos para su último des canso los tesoros de arte emancipados (vulgo robados) en todo el mun do527. De todos modos, llaman la atención algunas innovaciones en el ám bito de la abolición: después de que fueran retiradas ya en 1790 las figuras de esclavos del pedestal de la estatua de Luis XVI en la Place des Victoires de París, durante el levantamiento popular del 10 de agosto de 1792 se hi zo lo mismo con la estatua528. En el punto álgido del dominio jacobino se vació el «espacio público» de monumentos personales de la monarquía; se sustituyen provisionalmente por estatuas de la libertad y alegorías republi canas; en numerosos lugares, altares improvisados de la patria, junto a los obligados árboles de la libertad, remiten a la religión civil martirial del ja cobinismo, que imponía a sus adeptos la obligación del sacrificio de sí mis mo con tanta energía como casi ninguna religión misionera monoteísta lo había conseguido en el momento álgido de su impulso expansionista.
Con el cambio de función a nivel nacional de salas feudales o clerica les para acomodarlas a las necesidades de reunión de los representantes del Tercer Estamento (sólo París, con sus 48 secciones revolucionarias, pre sentaba una enorme demanda de lugares de asamblea, gabinetes de deli beración, salas de juicio, oficinas de administración y cárceles) no se satis facían, ni mucho menos, las demandas de espacio del nouveau régime. Ya en el primer año de la Revolución se reconoció la necesidad de crear grandes lugares de reunión, en los que no sólo se pudieran encontrar los repre sentantes, sino también los representados, la masa del pueblo misma, que en ocasiones festivas tenía que contar con la oportunidad de reunirse físi camente en formas bien ordenadas como pleno actualmente presente de la nueva «sociedad», es decir, como pueblo nacional soberano. El hecho de que esto -a la vista de las condiciones demográficas y geográficas de Francia, que contaba entonces con cerca de 25 millones de habitantes- só lo fuera posible realizarlo, en el mejor de los casos, en las ciudades más grandes y sólo aproximativamente, no logró mermar para nada el efecto movilizador del ideal del pleno republicano de la masa. La nación de ciu dadanos, que se había constituido a sí misma como dirección ideal de sí misma, quería, al menos ocasionalmente, estar consigo y entre sí reunida
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en un único lugar, y festejando, por decirlo así, toda ella al completo; sin considerar el hecho de que la sociedad moderna está constituida asinódi camente: su primera y más importante categoría es que ya no constituye una unidad capaz de reunión. Esto se diferencia radicalmente de la de mocracia antigua, que estaba completamente transida por la exigencia de que la polis tenía que persistir como una magnitud reunible (con la incor poración de mujeres, niños y esclavos).
Bajo el efecto del entusiasmo asambleario los antiguos modelos de edi ficios para grandes concentraciones volvieron inmediatamente -diríamos que inevitablemente- a plantearse sugestivamente: con el anfiteatro de los griegos como con el circo o la arena de los romanos la Antigüedad euro pea ponía a disposición dos acreditados modelos para grandes concentra ciones, cuya perfección formal permitía recuperarlos incluso después de una interrupción de más de 1500 años. Retrospectivamente, parece un pre vio ejercicio profético que la Academia de París convoque ya a comienzos de los años ochenta un concurso para edificios públicos de celebración: en
1781, para una Fete publique, en 1782, para un circo; en 1783, para una mé- nagerie en una arena; motivos semejantes estaban en la base de concursos del año 1789 y 1790, aunque en ese tiempo apenas se pensara en una rea lización concreta. (De todos modos, el Anden régimehabía coqueteado con la idea de la antigua arena como escenario festivo absolutista: en 1769, con ocasión de la boda del Delfín con María Antonieta, fue construido en el Rond Point de los Campos Elíseos un edificio gigantesco al estilo del Co liseo, que sirvió como lugar de diversión popular durante un decenio, an tes de que hubiera de ser demolido a causa de su estado ruinoso. ) Los con- cours académicos se movían todavía plenamente dentro de la fascinación por los fantasmas tardo-absolutistas del gobierno del pueblo. Gozaban de la licencia para soñar, más o menos sin consecuencias, en grandes re ceptáculos para la aglomeración pasivamente-jubilosa de los súbditos ante las espectaculares representaciones de poder y arte del reino.
Sólo después del estallido de la Revolución pudo ser ocasionalmente realizable y políticamente virulento un modelo de arena y anfiteatro para la generalidad de las «masas»; como se percibe, sobre todo, en la gran fies ta de la Federación -de las confederaciones de patriotas que se habían uni do para la defensa frente a intrigas contrarrevolucionarias-, celebrada el día del primer aniversario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1790, en el Campo de Marte de París5". Con esta manifestación de masas, la más
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De Machy, La fiesta de la Federación en París, 1790:
El Arco del Triunfo como punto de atracción de la mirada.
grande de la historia europea desde los días del Circus maximus romano, se llevó a cabo la aproximación más cercana de la Revolución Francesa a la idea entusiástica de una asamblea popular real e integral; parece que ese día se agolparon 400. 000 personas en las gradas del circo improvisadas en torno al lugar de la fiesta, en cuyo centro Talleyrand celebró una misa de culto patriótica en un «altar de la patria», litúrgicamente precario, instala do ex profeso. (Sólo un acontecimiento, que no quedaba lejos, podía com pararse con la fiesta de la Federación respecto al número de visitantes: con ocasión del primer vuelo con su balón de oxígeno del profesor de física Charles, el 1 de diciembre de 1783, parece que se agolparon más de un cuarto de millón de parisinos en los jardines de las Tullerías para ser tes tigos de la mayor sensación de su tiempo, la superación de la gravita ción530. ) En la persona de Talleyrand se consumó, en sólo una hora histó rica, la transformación del sacerdote en el maestro de ceremonias de «masas»; más exactamente: el nacimiento del político mediático como showmastery regisseurdel consenso. El punto de atracción de la mirada de los montajes festivos en el Campo de Marte consistía en un arco de triun fo colosal, hecho de cartón, madera y yeso, con cuya erección la militante república de patriotas anunciaba inequívocamente su interés por el sim bolismo victorioso de la época de los emperadores romanos. A la vista de esta masiva referencia a Roma, podría ocurrírsele a uno la idea de que las
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Juramento del rey, de la reina, de la nación, enlafiestadelaFederación,14 de julio de 1790, artista desconocido, siglo XVIII.
victorias i a p o l c ó n i c a s clel decenio siguiente sólo fueron la ejecución de lo que había demandado ya la conveniencia de las sociedades de patriotas desdeel(omien/o delaRevolución:;noessiempreunavictoriaunacer camiento de lo real a las demandas del fantasma? Sin duda confluyó aún en las cm ñas del Campo de Marte la elaborada competencia ceremonial del absolutismo, apoyada por la magia cultual habitualizada del catolicis mo, aunque tanto la una como la otra fueran tratadas en la semántica de la fiesta n isma como magnitudes abolidas o reprimidas. Hasta qué punto resultó mi guiar esta concentración para los concentrados mismos se infie re deljuramento pronunciado por Lafayette en nombre de los federados de todos 1 s l)cj)(irtemnüs, que reforzó tanto la unidad de los franceses en tre ellos i u nios como la fusión de la población con su rey (que, por su
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parte, juró -peijuró, se entiende- fidelidad a la nación y a la ley); como si lo que importara en esa reunión popular directa fuera comprometer a los reunidos a su coexistencia actual y, más aún, a su imaginario permanecer juntos tras el regreso a la situación de no reunidos; más tarde se dirá: a su solidaridad nacional. Por lo demás, apenas habría otra situación al inicio de la modernidad política, en la que la ecuación de sociabilidad y sonam bulismo, formulada por Gabriel Tarde, poseyera una validez tan radical como aquel primer aniversario del 14 de julio; la ejercitación de los fran ceses en tales situaciones puede contribuir a aclarar cómo es que Bonapar- te se encontró con una «nación» tan desacostumbradamente dispuesta a la hipnosis, movilizable e inflamable.
Poco después de ese acontecimiento entusiasmante emerge en los dis cursos de los socialistas tempranos la cuestión trascendente de si esos com pendios de la totalidad de la nación en un nosotros extasiado no signifi caban un engaño de la burguesía con posesiones a los estratos desposeídos de la población. Dado que esa cuestión estaba bien planteada, tanto semántica como políticamente, los próximos ciento cincuenta años de política social europea pertenecieron a la crítica de los movimientos in ternacionales de los trabajadores al fraude asambleario y a la falacia del pa rentesco de las naciones-burguesas. Efectivamente, el fenómeno de la in clusión-ilusión, que encubre exclusiones reales duras, había salido de golpe al escenario ideológico. Con su denuncia sistemática comienza la época de la sospecha. Desde entonces, la crítica pretende significar el de senmascaramiento de la falsa universalidad actual en nombre de una uni versalidad auténtica, presuntamente venidera. Es sobre ese trasfondo so bre el que el concepto de clase pudo convertirse en uno de primera línea en los discursos posteriores de quienes perdieron la Revolución: en el fu turo, frente a la pseudo-inclusividad de los conceptos de nación y pueblo, él habría de representar el colectivo verdadero (aunque todavía vago), competente para toda creación de valor real, de los trabajadores depau peradosjunto con sus aliados intelectuales frente a ideólogos y explotado res a servicio del capital531.
La modernidad del espectáculo de culto patriótico en el Campo de Marte de París (que fue imitado en todas las ciudades importantes de Francia con grandes concentraciones análogas en estadios improvisados y al que hasta el año VIII del calendario de la Revolución, es decir 1799, si guieron numerosas celebraciones semejantes, añadiendo ya, ocasional
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mente, momentos agonales y deportivos) consiste en que, con él, la confi guración de la multitud capitalina multicéfala en una «masa» presente, como tarea arquitectónica, organizatoria y técnico-ritual (después jurídi- co-asamblearia también), pasa al estadio de desarrollo explícito. La pre paración y realización de la fiesta de la Federación de 1790 y de sus acon tecimientos subsiguientes puso en evidencia que la «masa», la «nación» o el «pueblo» sólo puede darse como sujeto colectivo en la medida en que la reunión física de esas magnitudes se convierte en objeto de una esceni ficación metódica, que abarca desde la movilización a participar, pasando por la dirección escénica de afectos en el estadio y por la fijación de la atención de la «masa» mediante un espectáculo fascinógeno, hasta acabar, al final, en una disolución de la multitud controlada por guardias ciuda danos. No hay pasta sin recipiente en el que se le dé forma; no hay «ma sa» sin una mano que sepa para qué la amasa.
La fiesta de la Federación del 14 de julio de 1790, de la que tanto deJac to como de iure proviene la moderna cultura de «masas» como escenifica ción de acontecimientos, es informativa porque en ella se presentó ya en formas ejemplares y definitivas la relación entre público, espectáculo y lu gar de reunión. En el déjilé de la guardia ciudadana por el gigantesco cam po, como si se tratara de un interior-circo, y la misa patriótica celebrada por Talleyrand se hizo evidente que en liturgias colectivas de ese tipo de organización de multitudes hay que contar con un dominio omnipresen te del ritual; y que también el nuevo soberano reunido, el público presen te, precisamente por su presencia numéricamente avasalladora, ha de con tentarse con el papel de observador y aclamador animado. Esto significa, a la inversa, que los organizadores de la gran reunión han de saber en qué medida son responsables ellos mismos del éxito de la síntesis afectiva, es decir, del entusiasmo colectivo. Dado que el circo renacido, como foco político y como colector fascinógeno de masas, constituye una máquina de producción de consenso, hay que asegurar mediante una dirección escé nica del ritual que todos los sucesos dentro de él sean de evidencia ele mental. Quien no entiende el texto ha de entender la acción; a quien le resulta extraña la acción, ha de ser cautivado por el colorismo del es pectáculo. La fusión sonosférica se encarga del resto. Es verdad que en esa situación el llamado soberano no puede tomar nunca inmediatamente la palabra; pero puede, sin embargo, aplaudir las apariciones de sus repre sentantes, más aún, tiene el campo abierto para convertirse él mismo, me
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diante sus gritos de júbilo, en un fenómeno-nosotros acústico sui generis. Cuando no es posible una sintonía discreta, también el griterío colectivo lleva a resultados psicopolíticamente relevantes. La cuasi-nación, reunida en el estadio-circo, se experimenta a sí misma dentro de un plebiscito acús tico, cuyo resultado directo, el ruido jubiloso sobre las cabezas de todos, emerge como una emanación desde los reunidos para regresar al oído de cada uno. La autopoiesis del ruido se asemeja a una realización del lugar común por la vox populi.
Tal griterío, no diferenciado todavía por ningu na instalación moderna de sintonía, hace que resulte superflua la retórica de oradores concretos. En el camino a la infección mimética, el grito de uno se convierte en el grito del otro; en todo caso, en el estadio se forman dos o más bandos de griterío. Cuando en lugar del grito aparece la coor dinación musical, se abre espacio al himno político. Como muestra la his toria de la Marsellesa y de otros himnos nacionales, el canto común insinúa la transformación de la multitud en coro; según otros puntos de vista, li bera, incluso, la naturaleza verdaderamente coral de la comunidad, sub yacente en las relaciones prosaicas cotidianas del ser humano5*2.
Por lo que respecta a los receptáculos arquitectónicos para las grandes concentraciones revolucionarias, no era suficiente, evidentemente, con la re-dedicación de salas feudales y eclesiásticas: no bastaría con menos que con la repetición para-renacentista de una forma antigua, hasta entonces inactual, si la naciente cultura de «masas» de la Modernidad había de co nectar con la de la Antigüedad europea; y tenía que hacerlo para satisfa cer su demanda de grandes edificios para agregados cuantitativos de seres humanos.
El imperativo del edificio para las grandes reuniones de la era de los pueblos soberanizados resulta, no en último término, de la experiencia de que las concentraciones de masas al aire libre -en el siglo XX a menudo en forma de desfiles o procesiones manifestativas- encierran un alto poten cial de escalada de la violencia, mientras que las asambleas acotadas ar quitectónicamente, incluso bajo techo, ofrecen una gran ventaja situacional para desarrollos civilizados53*. Pero, dado que apenas es posible reactivar una forma sin volver a poner enjuego también, al menos mediatamente, los contenidos unidos a ella originariamente, el moderno interés por los antiguos containers de «masas», el anfiteatro, arena, circo, se amplía en un renacimiento popular, en el que, junto con las formas arquitectónicas de los tipos de acontecimiento correspondientes, vuelven las luchas, las com-
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Étienne-Louis Boullée, proyecto para un coliseo.
peticiones, el drama de diferenciación, que discrimina entre vencedor y perdedor: sólo la muerte no puede ser ya bienvenida en el estadio mo derno, como lo era en la antigua arena54. Con razón se ha hecho notar que la Modernidad ha revitalizado, en notable simultaneidad con la de- mo( ia< i; . las dos antiguas instituciones de la tragedia y de las competicio nes atlét cas olímpicas ' . El orador de la revolución, Danton, transmite que ya en el año 1793 él mismo alentó la organización de Juegos Olímpi cos en el ( lampo de Marte con las miras puestas en la pedagogía nacional. Antes de el, Gilbert Romme, coautor del calendario de la Revolución, ya había propuesto en 1792 la celebración de olimpíadas francesas en los años bisiestos. Cuando patriotas así toman la voz, lo hacen recurriendo a romanos \ espartanos. No en vano es Bruto, el asesino de César, el héroe
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del momento. ¿Cuánto habrá que esperar hasta que los gladiadores de las arenas de antes se le añadan?
A la vista de esos containers de «masas», que tienden el puente arqui tectónico entre los antiguos modelos de la cultura de «masas» y su repeti ción moderna, se perfila uno de los problemas estructurales de la sociedad contemporánea: por mucho que valga para ella que sólo puede ser orga nizada acéfala y asinódicamente como todo, en ella se mantiene, profun damente arraigada, la demanda de instancias cefálicas y sinódicas: en los fantasmas de la asamblea capital o general de la sociedad se unifican in cluso ambas cosas (en todo caso, cabe preguntarse si una asamblea así, im posible en lo real, sería, al menos, simulable en un texto panorámico o fi losófico, de modo que, en caso de una respuesta afirmativa, se contara, al menos también, con un principio de explicación de la notable autoridad de la filosofía en las fases de la Modernidad devotas de la totalidad). La fic ción jurídico-estatal, popular entre los republicanos, de una toma de la so beranía por el pueblo, que asumiera sus derechos como sucesor del rey, pone al alcance, si fuera realizable en la práctica, la re-encamación de la función cefálica en un pleno popular. Por lo demás, no habría de pasar mucho tiempo hasta que los pensadores de la Constitución y los juristas del Tercer Estamento se dieran cuenta de los potenciales de violencia que encerraban tales ideas; en las escenas tumultuosas de los alzamientos po pulares del 14 de julio de 1789, del 10 de agosto de 1792, de las masacres de septiembre y de los innumerables episodios violentos tanto en París como en la provincia, se puso de manifiesto adonde conducía una interpreta ción literal del teorema de la soberanía popular. Sólo mediante estrictas li mitaciones de la libertad de reunión y coalición pudo evitarse que la mul titud se apropiara literalmente del dogma que estaba en el aire: «Toda violencia proviene de la calle».
Esas limitaciones hablan en favor de un rápido poder de captación por parte de la burguesía posesional de sus primeras lecciones de violencia; aunque los populistas de primera hora polemizaran la realización incom pleta de la égalitépor los «nuevos señores» y amenazaran a los patriotas sin demasiado entusiasmo con terribles puestas en práctica reales de la filo sofía. Ya la Constitución de 1791 emprendió el intento de reprimir las reu niones en las que una multitud presente quisiera articularse como socie dad política popular y, con ello, como personificación parcial del soberano. La Constitución del Directorio prohibió, después, directamente
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todas las reuniones al aire libre como amotinamientos: una prohibición que se mantuvo durante todo el siglo XIX: premisasjurídicas del quietismo impaciente (o del radicalismo ordenado), que caracterizará la cultura francesa desde el final de la era napoleónica hasta la época de las guerras mundiales (espíritus malvados afirman: hasta la actualidad)536. Efectiva mente, bajo el dominio de los jacobinos fue perdiendo terreno la creen cia, sólida en principio, en el poder expresivo de verdad de la organiza ción de «masas»; se había experimentado demasiadas veces con qué facilidad una multitud de enragés reunida en plazas públicas podía conver tirse, ante un grito casual de indignación, en una «masa» que se precipita hacia delante medio ciega. Canetti ha llamado masas podencas [Hetzmas- sen] a los montones energetizados a los que se ha implantado una inten ción537, que, como jaurías sansculóticas, dejarían su taijeta de visita en las farolas. Si hubo una astucia de la razón en la Revolución de 1789, ésta fue la realización, parcial siempre, de sus principios; únicamente de este mo do mantuvo una cierta resistencia contra los postulados incontinentes del universalismo de abajo. Cuya hora sonó de nuevo en el temprano siglo XX, cuando los fascismos europeos, solidarios entre ellos como una interna cional de nacionales, impusieron la unidad de calle y Estado y llevaron a la orden del día la puesta en práctica de la inclusión total igualitaria de un pueblo en sí mismo, en cada caso.
2 Los colectores: Para la historia del renacimiento del estadio
Se puede afirmar que el totalitarismo moderno es un producto del con senso del estadio: en un fonotopo agitado, en el que cien mil voces colo can una campana de ruido sobre los reunidos, surge el fantasma de la una nimidad, que infesta desde entonces a demagogos y filósofos sociales. En él se crea una volonté genérale sonora: un plebiscito de ruidos. A la vista de estas circunstancias, sejustifica literalmente la tesis de Gabriel Tarde: que el estado social del ser humano es uno hipnótico o sonámbulo. El griterío de la multitud en el estadio se reacopla directamente a ella, porque de la impresión por el espectáculo procede la excitación mimética, de la excita ción los gestos sonoros, y de su retorno -amplificado masivamente- al oí do la conmoción, que casi equivale a una convicción. Cuando Elias Canetti
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describió a la «masa como anillo»538no estaba caracterizando simplemen te las condiciones visuales y arquitectónicas de un estadio, sino, asimismo, la fascinación acústica que, procedente de la reunión, se cierne sobre ella. Lo mismo que los generales atenienses, también los modernos directores escénicos del consenso saben apreciar el poder de captación de la música. Allí donde han de concurrir todos los elementos que contribuyen a una vi vencia así, no deben faltar los medios de la síntesis fonotópica. Si están da dos, está garantizado también el acontecimiento, la fusión entusiástica de la multitud. Desde ese momento se sabe realmente lo que significa haber estado allí. Quien estuvo «allí» testificará que el acontecimiento como tal proporcionó una especie de verdad. Se demuestra ya, a la vez, cómo colo car riendas estrictamente rituales al gentío en el contenedor del pueblo. Entre 1790 y 1798, la arena recuperada en el Campo de Marte parisino, y numerosas otras construcciones análogas en la provincia, se ponen a prue ba una y otra vez con pompa y gloria. Del ritual fascinógeno y de la au- tohipnosis colectiva operativizada surge el material del que están hechas las catedrales de la comuna post-cristiana. Desde entonces dispone la «so ciedad» moderna de un medio autopersuasivo de gran capacidad de ren dimiento: un colector, con el que se pueda llevar a cabo, tanto organizati va como psicotécnicamente, la tarea de la reunión directa de grandes cantidades de seres humanos, en caso de plantearse de nuevo.
Para nuestro contexto basta con formular la pregunta: por qué hubie ron de pasar aún más de cien años hasta que la cultura de «masas» moder na redescubrió, sobre una base amplia, el efecto arena o coliseo, la fusión del público a la vista del espectáculo narcisista-narcótico. Muy sumariamen te, la respuesta podía ser que la «sociedad» del siglo XIX supo mejor cómo eludir esa tarea general impuesta, dado que el horror democrático-popu- lar estaba todavía demasiado profundamente arraigado en los testigos de la Revolución y sus herederos. Cuando en esa época se produjeron salidas a escena de la «masa», sucedió, por regla general, bajo formas ceremo nialmente controladas’39. Sólo con las turbulencias de comienzos del siglo XX se manifestó de nuevo el impulso a grandes agolpamientos y concen traciones, y con ellos, a la vez, la demanda de colectores arquitectónicos para grandes números de seres humanos físicamente congregados.
Las contraseñas de la historia de los colectores se llaman Juegos Olím picos, Revolución Rusa y Fascismo. Lo que une a esa trinidad heterogénea es el reto común de desarrollar grandes interiores para multitudes pre
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sentes y movilizadas, con el fin de administrar su capacidad de reacción mediante ilusiones-punto-central escenificadas. Es verdad que en el mo mento álgido de la Modernidad el arte de la síntesis social sólo fue ejerci tado aún como si se tratara de uno indirecto; pero esto no excluye que las reuniones directas de la multitud en sus horas simbióticas reclamen la in tervención del saber organizativo más explícito. Este se pragmatiza en la explotación de los grandes colectores. Desde la aparición y establecimien to de tales macro-intenores pudo saberse que el tipo de construcción ana lizado por Walter Benjamin, los pasajes -en los que buscó la idea profun da de interior del siglo XIX: la síntesis paradójica de intimidad y mundo público de la mercancía-, ya no desempeña ninguna función clave para la comprensión de los procesos creadores de espacio en la sociedad contem poránea. Por lo que respecta a su dimensión mercantil, los pasajes han si do reemplazados por los centros comerciales a las afueras de los comple jos urbanos o por las zonas peatonales del centro de las ciudades: la arquitectura reciente sólo los tiene en cuenta ya como citas historizantes510. (El entorno comercial concluido a comienzos de los años noventa en la re novada estación central de Leipzig depara -igual que las arcadas de la Potsdamer Platz y construcciones semejantes- un ejemplo sugestivo del historicismo capitalista escenificado ultramodernamente. ) Por lo que res pecta a las potencias creadoras de espacio del siglo XX, la constelación abs tracta de estadios y apartamentos es más significativa que todo lo demás. Mientras que los primeros posibilitan la espumización compactamente iso- pática, aniquiladora de espacio individual, de la multitud en grandes con tenedores, los segundos van unidos a la tendencia civilizatoria a la espumi zación discreta de la «sociedad» en conglomerados egosféricos de células.
En estas tendencias se manifiesta un rechazo general de la «sociedad», que -por hablar un instante hegelianamente- podría describirse como una dialéctica de la modernización. Mientras que en el proceso de la Moder nidad se impone irresistiblemente la ley de la diferenciación de subsiste mas, se articulan, una vez y otra, tomas de posición en sentido contrario para la salvación o reestablecimiento de la función del centro. Se puede hacer observar tan a menudo como se quiera que hace tiempo que nos movemos en una forma de mundo en la que la proyección de la ilusión de totalidad y punto central a un rey (y a sus asesores lógicos, los filósofos o sabios maestros) sólo seduce a los ingenuos; pero el puesto de rey como tal, el lugar fantasmático en el que el todo sabría autotransparentemente
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lo que es y quiere, no será abandonado sin lucha. La resistencia en favor del punto medio desarrolla sus propios centros, y atractores propios de la gran multitud. El Campo de Marte de París, el estadio olímpico de Atenas y las edificaciones que les suceden en todo el mundo: el Teatro del festival de Bayreuth, la Plaza Roja de Moscú, la Felsenreitschule y la Plaza de la ca tedral de Salzburgo, el Campo de deporte del Reich de Berlín, el terreno de la asamblea general del partido del Reich de Núremberg, en todos es tos topónimos se reflejan ejemplarmente las tendencias recentralizantes y sinodales, sin las que no pueden entenderse algunas de las corrientes de motivación político-culturales más poderosas y problemáticas de la prime ra mitad del siglo XX. En lugares así dominan agentes apropiados para su función de simular centralismo: una tarea, en vistas de la cual los límites de la política se diluyen en artes bellas y sublimes. Quizá no sea superfluo recordar esto, después de que la positivización de la falta de punto medio en la posmodernidad haya descompuesto el clima histórico, en el que nue vos centristas creían que las plausibilidades del tiempo estaban de su lado. Durante una coyuntura histórica precisa, la añoranza del centro se alió con la voluntad de reunión plenaria. Aunque ésta no significaba tampoco la asamblea de la totalidad en sentido literal -da igual que se la imaginara republicanamente, popularmente o por clases-, la llamada de la reunión, sin embargo, alcanzó a amplias élites, gustosas de figurar: esos grupos fo togénicos sucesores de la buena sociedad. Donde faltan éstos, quienes quieren reuniones recurren a comparsas de encargo.
La historia de losJuegos Olímpicos internacionales de la época moder na ha sido investigada bastante pormenorizadamente con ocasión de la ce lebración de su centenario, en 1996, y se la ha presentado en sinopsis po pulares, de modo que en este lugar sobra una recapitulación. Para nuestro contexto es significativo el hecho de que con su reintroducción y populari zación los Juegos Olímpicos han dado un gran impulso a la construcción de estadios en los nuevos tiempos y a las prácticas-colector correspondien tes. La «idea olímpica» no sólo deparó a la ideología deportiva moderna su instancia suprema y el ritual que la motiva al máximo; reforzó, también, la fuerza de atracción de la concentración física de masas, por muy despoliti zada, internacionalizada y centralistamente fracturada que fuera.
En la serie de losJuegos se mostró durante un siglo lo poco apropiadas que eran las convenciones del historismo para mantener bajo control el
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ímpetu renacentista de las exigencias modernas de la arena. Sólo al co mienzo del todo, motivos burgueses-cultos y neo-aristocráticos consiguie ron imprimir su huella en el movimiento deportivo moderno. Las excava ciones de Olimpia, llevadas a cabo entre 1875 y 1881 bajo la dirección de Ludwig Curtius, habían sacado a la luz del día los emplazamientos origi nales olímpicos de los Juegos; también el estadio panatenaico de Atenas fue escombrado desde mitad del siglo XIX y utilizado como lugar de Jue gos en el marco de «Olimpíadas» nacionales (en las que actuaban de ár bitros profesores de universidad), antes de que en el año 1896 se convir tiera en el escenario de los primeros Juegos Olímpicos internacionales, gracias, por cierto, al patronazgo de un millonario griego de orientación patriótica, y con la participación de 295 atletas, exclusivamente masculi nos, de trece naciones. Es dudoso que estos primeros Juegos fueran del agrado de sus organizadores. Pierre de Coubertin declaró en sus memo rias que el «horizonte olímpico», en su auténtico significado, sólo se le mostró tras una visita al Bayreuth de Wagner. Losjuegos deportivos que él tenía en la cabeza habían de ser análogos al enclave neo-aristocrático que representaba el lugar del festival de Wagner, y, como éste, actuar desde el contramundo sublime en el mundo real, inculcando pedagógicamente modestia. Así como en Bayreuth se había conseguido el renacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música, mediante las Olimpíadas había que llegar a un renacimiento del atletismo (en consonancia con el espíritu de competición de la sociedad económica). Las confesiones de Coubertin adquieren peso como diagnóstico de los tiempos, dado que ex presan inequívocamente un rasgo fundamental de la cultura de «masas» moderna: el relevo del renacimiento europeo del arte y de los filólogos por un renacimiento globalizado del estadio y de los atletas.
En losJuegos siguientes de París, en 1900, ya había en la salida 1. 077 de portistas de 21 naciones participantes, entre ellos por primera vez 11 mu jeres, que se enfrentaron en golf y tenis, muy a pesar del purista andrófilo Coubertin. Con todo, esa ostentación numérica no fue significativa para la percepción pública de los Juegos, porque sólo se celebraron como pro grama colateral de la Exposición Universal de París -otro mito-colector del siglo XIX-, dispersados durante 162 días, sin que la ciudad de París hubie ra puesto a disposición un estadio apropiado. El lugar de celebración de los campeonatos fueron las instalaciones del Racing Club de France en el Bois de Boulogne. Sólo los lugares olímpicos de St. Louis, en 1904, supe-
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Estadio panatenaico.
raron en penuria a los de la Olimpíada parisina. Si los Juegos reavivados -o, como Coubertin gustaba de decir: reincorporados- hubieran sido sólo una continuación de la grecofilia con otros medios, difícilmente habrían superado sus lamentables comienzos. Hay que reconocer que disciplinas como el lanzamiento de disco habrían caído en el olvido si no las hubie ran recordado obras de arte tales como la estatua del Discóbolo de Mirón del Museo de las Termas romano; en realidad, tampoco la repetición del maratón en los Juegos de Atenas de 1896 fue, en principio, otra cosa que una cita literal de las fuentes fuera de las bibliotecas, estimulada por el gre- cista Michel Bréal. No obstante, las formas arquitectónicas y los ejercicios del olimpismo adquirieron rápidamente un significado propio en el con texto moderno. En poco tiempo la grecomanía de viejo estilo ya no tuvo mucho que decir en el desarrollo del renacimiento atlético.
Ya en los Juegos londinenses de 1908, con el estadio de Shepherd’s Bush, un edificio de hierro y cemento, acomodado a los tiempos, que ofre cía cerca de 70. 000 plazas, hizo irrupción una construcción deportiva de culto, arquitectónicamente avanzada. Esta primera auténtica arena olím pica eliminó cualquier duda sobre si la Modernidad adoptaría el óvalo ro
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mano como forma canónica para el diseño de su colector más significati vo: del estadio griego, construido en forma de U y que exigía un lado abierto, ya sólo quedaría el nombre en el futuro541. Por lo que respecta a la modernización cultural, y a la modernización como acontecimiento espe cial (event), de losJuegos, hubo que esperar hasta la Olimpíada de Los An geles, en 1932, para que todos los resultados finales se concentraran por primera vez en un espacio de tiempo de dos semanas; frente a lo que su cedía en losJuegos anteriores, que se repartían a lo largo de tres hasta seis meses y estaban condenados tanto a la esterilidad mediática como a la fal ta de repercusión en el gran público (excluidos los Juegos atenienses de abril de 1896, que duraron diez días). Después de que, mientras tanto, se establecieran también las formalidades de culto prácticamente al comple to (bandera olímpica yjuramento olímpico, desde Antwerpen, 1920; fue go olímpico, desde Ámsterdam, 1928; únicamente el relevo de la llama olímpica desde Olimpia hasta el lugar de celebración se demoró hasta los Juegos berlineses de 1936, como símbolo de la transmisión del atletismo de los griegos a los alemanes), el olimpismo ya no necesitó pretexto alguno para entrar en escena definitivamente como punto central de culto del re nacimiento atlético.
Los Juegos californianos, ensombrecidos por la crisis económica mun dial, con los que comenzó a hacerse ilimitada la introducción del monu- mentalismo y del espectáculo en el movimiento olímpico, supusieron un fuerte empujón hacia delante. Su escenario central fue el Coliseum, am pliado a 105. 000 plazas, de los arquitectos John y Donald B. Parkinson, que había sido terminado en 1923 y en el que ya preolímpicamente cabían 75. 000 espectadores: casi tantos como en el antiguo original de Roma. (Pa ra los Juegos de 1984 se construyó en Los Angeles, b¿yo el mismo nombre, un complejo monumental todavía más grande; exclusivamente, por lo demás, con las aportaciones de patrocinadores privados. ) Todo aquel que quisiera interpretar los signos de los tiempos pudo ver en la asignación de nombre la referencia decisiva a la dinámica de la «cultura de masas» del si glo XX: la superación formal del estadio griego por la arena romana, o me
jor, la irrupción del segundo caso crítico en la paz simulada de la prueba deportiva. En el Nuevo Mundo se habían materializado, con un retraso de 150 años, las visiones de Boullée de un Cirque nationale. Desde entonces, el colector olímpico se convirtió en una máquina psicopolítica, cuya función primaria consiste en producir victorias y vencedores, y en hacer de los es
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pectadores testigos de una diferenciación que acontece realmente: aque lla que hay entre el primero y los demás342.
La división de un colectivo en vencedor y no-vencedores se transforma en el sacramento central del culto moderno del acontecimiento. Con él, la compenetración con el vencedor se convierte en el ejercicio funda mental de la afectividad social, aminorado por una cierta consideración a los clasificados (en este sentido puede afirmarse que el invento de las me dallas de plata y de bronce testimonian la función civilizante del deporte). Además de eso, tanto los estadios olímpicos como los otros se revelan co mo los lugares de culto preferidos de la bio-religión moderna: escenarios del sufrimiento delegado de los atletas, que representa el sueño popular de la transformación del cuerpo trivial en una estatua capaz de rendi mientos sobrehumanos. La generalización del motivo «segundo caso críti co» determina desde el tiempo del olimpismo todas las formas fascinóge- nas de la cultura de masas; a la base de ella está, como se ha dicho, la reducción, inspirada por Roma, del drama a la diferenciación clara y pre cisa entre victoria y derrota. De este otro momento crítico depende no só lo la creciente psicologización del deporte, en el sentido de su acerca miento a la guerra psicológica, sino también su ligazón directa a la política de prestigio y orden de los Estados y al sistema de beneficio de los organi zadores de acontecimientos-fwn/ (en tiempos ingenuos: de los clubs de portivos y federaciones).
Los potenciales de cultura de masas, latentes en el olimpismo renova do, fueron plenamente desplegados, por primera vez, en losJuegos de ve rano de 1936. Cuando Oswald Spengler, en el primer volumen de El ocaso de Occidente, hizo notar que «la diferencia entre un campo de deporte ber linés en un día grande y un circo romano era ya muy escasa en 1914»M\ se había adelantado a los acontecimientos; puesto que murió en mayo de 1936, no pudo vivir el cumplimiento de su diagnóstico profético.
Si estos Juegos, que se celebraron en el Campo de deporte del Reich de Grunewald, han entrado en la historia como un triunfo de la organiza ción, no fue sólo a causa del resuelto compromiso con ellos mediante una campaña de simpatía y respetabilidad del régimen nacionalsocialista. En el acontecimiento de Berlín se llevaron consecuentemente hasta el límite las tendencias, evidentes ya desde Los Angeles 1932, al espectáculo de masas neoheroico-monumental y narco-narcisista. A pesar del ritual de la traída de la antorcha desde Olimpia hasta Berlín, introducido por el jefe de or-
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del Reich, 1936,de Werner March.
ganización Cari Diem, ya no era posible duda alguna respecto a la ten dencia general de los Juegos: la sumisión definitiva del comienzo grecófi- lo a las sexuelas romanizantes. A ello contribuyó, en primer término, el proyecto gigantománico-festivo del estadio del arquitecto Werner March, natural de Berlín, que había surgido de un estudio comparativo de cons trucciones análogas de la Antigüedad y de la Modernidad. Las construc ciones de estadios, próximas en el tiempo, de Jan Wils en Amsterdam (Juegos Olímpicos de 1928, distinguido con una medalla de oro para ar- (|iiiteimi a), de John y Donald B. Parkinson en Los Ángeles, de Krnst Otto Schweizer en Núremberg (1927) y Viena (1931), así como de Umberto Cons- tantini en Bolonia (1925-1927), habían convencido a March de los poten ciales arquiiecióni( os de la construcción en esqueleto de hormigón arma do visible.
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Después de que Hitler, a quien resultaba extraño el olimpismo y quien sentía intensamente la ridiculez de los «ejercicios corporales», se hubiera mostrado enojado por la modernidad de los proyectos de March, se le en cargó a Albert Speer que corrigiera en sentido monumental la imagen ex terior del estadio, sobre todo mediante recubrimientos de piedra tallada, que habrían de forrar todas las superficies de cemento y elementos de construcción visibles, y crear un aura de inaccesibilidad marcial54. Speer, apoyado en la teoría de Hitler del valor de ruina de los grandes edificios, se abandonó temporalmente a la ensoñación de cómo, tras siglos o mile nios, sus obras arquitectónicas se alzarían como vestigios majestuosos: la imitación de las construcciones colosales romanas ya no era sólo un gesto vitalista, como correspondería antes a una «joven democracia», ahora a una «revolución nacional», sino también un programa trágico y sentimen tal. Evidentemente, el estadio de Berlín no pretendía únicamente «entrar en la historia»: por el momento se contentaba con ser el mayor del mun do, cosa que consiguió temporalmente con su oferta de 110. 000 plazas. Por el ambiente pseudo-dórico y gracias a su incrustación en un paisaje com puesto de lugares de ceremonia y torres desnudas, tenía que transponer al visitante en un estado de humillación sublime y de disposición social-idea- lista para la renuncia a proyectos personales. Nunca una instalación depor tiva había sido concebida antes como máquina de colectivización y avasa llamiento en tal medida. Quien entraba allí tenía que olvidar toda esperanza de individualidad. Quien triunfara allí ya no sería nunca una persona pri vada. La figura sobre el podio del vencedor sería pura emanación de una fuente de energía política y racial.
Pertenece a las ironías informativas de la historia de la cultura del siglo XX que el primer momento culminante del renacimiento atlético fuera organizado bajo dirección nacionalsocialista; y de ese modo estuviera, además, en buenas manos, como reconocen incluso escépticos. La competencia objetiva de un organizador fascista para un gran acontecimiento de ese ti po provino de la convergencia entre el núcleo sinodal de la ideología na cionalsocialista y el pathos olímpico de convocar en un lugar distinguido a la élite atíética de lajuventud del mundojunto con un público ansioso de rendimientos. El culto al Führer; que se corresponde íntimamente con la idea de un pleno popular, puede hacerse plausible filosóficamente como una figura de la muerte del antiguo centrismo occidental: dado que el pueblo ya está siempre reunido en el Führer, el Führer puede llevar hacia él
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al «pueblo» entero, o casi entero, para celebrar una fiesta de la homoge neidad. El fascismo se basa en una interpretación semimoderna del con cepto de soberanía del pueblo; en el sentido de un legitimismo repentino por abajo: el pueblo emana de su oscuro centro al hombre, en el que cree estar del todo consigo. Dado que se trata de uno que es todos -y que ale ga ser todo para todos-, quienes se reúnen en torno a él pueden entre garse a la idea de que su reunión psíquica ya es también la prueba consu mada de soberanía. La conocida observación de Marx a Ruge (en carta de marzo de 1843), sobre que el filisteo, el pequeño burgués, es la materia pri ma de la monarquía, habría que invertirla en este caso: el monarca o Füh- reres la materia prima del filisteo. El olimpismo, por su parte, se funda en una interpretación semi-moderna de la existencia, que se sirve de la suge rencia de que todo poder proviene del cuerpo sano. Ya que los atletas son quienes amplían permanentemente los límites de la capacidad humana de rendimiento, todos los que son testigos de ello pueden imaginarse que participan en el reino de la soberanía del cuerpo. El legitimismo espontá neo de tipo fascista se refleja en el aristocratismo biológico-popular de acuñación olímpica. La relativa modernidad de ambos -o, mejor, su con- tramodemidad moderna- depende directamente de una utilización exten siva y profesional de los colectores.
En las construcciones olímpicas de Berlín, cuya programática y dimen siones nacen del proyecto -fijado en sus líneas generales desde 1934-1935- de un «Campo de deporte del Reich» [Reichssportfeld7, puede apreciarse hasta qué medida el neo-clasicismo nacionalsocialista está marcado por la adopción de formas griegas a través del imperium romano. La trinidad grie ga de instituciones, compuesta de democracia, tragedia y agón deportivo, se transcribió distribuyendo el campo en lugar de deporte, plaza de reu nión de masas y teatro, sin que el visitante inadvertido pudiera llegar a dar se cuenta del carácter paródico de la instalación: era demasiado, para ello, el poder con que se habían puesto en escena los atributos de la arquitec tura neo-imperial de avasallamiento. Sólo se hace justicia al «Reichssport feld» si se reconoce en él un Las Vegas nacionalsocialista: un terreno de prueba para la cita total. En ese complejo, considerado como «pista de lu cha», no sólo se volvió a evocar el coliseo romano en adaptación inflada, de acuerdo con los tiempos; también el teatro trágico griego se repitió os tentativamente, en este caso en el teatro al aire libre de Dietrich Eckart, con 22. 000 plazas (en el Gran Teatro de Dionisos de Atenas cabían hasta
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17. 000 epectadores);además,alestadioolímpicoseleadosódirectamente una plaza de reunión de dimensiones monumentales, llamada Campo de Mayo [Maifeld/, en la que se consumó la transformación típicamente fas cista del ágora (mejor dicho, de la cour d ’honneur absolutista) en un cam po de desfile; no es casualidad que esa parte del complejo fuera la única por cuya planificación se interesó personalmente Hider, puesto que su gería analogías nurembergianas’45.
Lo que une unos colectores con otros, aquí citados según modelos históricos (estadio, teatro, plaza de reunión), es la calidad autóloga de los acontecimientos para los que fueron proyectados. Las reuniones no se ce lebran en ellos para representar un programa o un repertorio; el progra ma mismo está supeditado al imperativo de la reunión, y sólo constituye ya un pretexto para la convocatoria de la multitud para la consumación de su estarjuntos. Cuando se reúnen alemanes para representar el todo que se llama Alemania, el único tema de los reunidos es, inevitablemente, el ser alemán. Pertenece a las reglas de juego de tales delirios sinodales que, comparables a un sistema idealista, sólo hablen de la unidad que ellos mismos presentan y representan, a la vez. El monotematismo se transfor ma directamente, y no sólo en el caso de revolucionarios nacionales, en autotematismo. Lo que se ha llamado totalitarismo es un resultado de la sumisión de los colectores y de los grandes medios que arrastran, es decir, prensa diaria y radio, a la grandeza temática del organizador. Este puede pedir de sus ciudadanos, con bastante éxito, que no tengan ningún tema más que él. Que, sin embargo, numerosos participantes en las asambleas del partido, sobre todo entre las comparsas que se habían acarreado de to das partes, se aburrieran a menudo, hablaran de otras cosas y se mofaran de circunstancias caóticas entre bastidores, es algo que oculta de buena ga na la historiografía sensacionalista sobre la época nazi. No sabemos si la ca racterización, que circulaba en boca del pueblo, de los discursos de Goeb- bels como «la hora de los cuentos de Humpelstilzchen»*, así como el rebautizo del Ministerio de la Propaganda como «centro del afán de no toriedad del Reich»" eran usuales ya en la época de Núremberg546. Es un
' Alusión irónica al cuento de los hermanos Grimm Rumpelstilzchen [El enano saltarín]. (N. del T. )
■* Otra expresión irónica [Reichsgeltungsbedüifnisanstalt], que podría traducirse también, sin forzarla mucho, por «retrete público del prestigio del Reich». (TV. del T. )
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hecho confirmado, por el contrario, que las representaciones, muy apre ciadas por Hitler, de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, como preludio a las asambleas generales de partido, tenían lugar, al comienzo, ante plazas vacías y ante personalidades del partido nacionalsocialista, dor midas y maldispuestas frente a la cultura. Límites de la comunidad entu siasta. En la «ciudad de las asambleas generales del partido» ya existían en la época de losJuegos de Berlín dos grandes instalaciones, explotadas con éxito, para ejercicios de liturgia de masas, la Luitpold-Arena y el Zeppe- linfeld, ambos en forma de rectángulo colosal, cada uno de ellos con un lado de tribuna parecido al altar de Pérgamo: instalaciones a las que ha bría de añadirse una tercera, el Marsfeld, con medidas extremas de 1. 050 por 700 metros’47. No hay otro lugar en los paisajes conmemorativos de la Modernidad en el que se hayan materializado tan expresamente la teoría y la praxis contramodernas del hechizo de la reunión como en el terreno de la asamblea del NSDAP en Núremberg; tampoco ningún otro sitio en el que el carácter de festival del nacionalsocialismo pudiera palparse tan claramente con las manos. Aunque tanto los movimientos fascistas euro peos como sus vástagos anglo-americanos representaban por doquier la rebelión de los enemigos de la diferenciación y practicaban la oposición psicosocial a la flexibilización, inherente a ella, de las subjetividades-clien tes-ciudadanos (antes: descomposición de la personalidad autónoma), los nacionalsocialistas se reservaron el derecho de poner en escena la agonía más ostentosa del centrismo político. Llevados por una voluntad decidida de ilusión, losJuegos globales alemanes fueron inversiones equivocadas, y desesperadas, en la pretensión, ya obsoleta, de creer reunible, y convocar lo como si se tratara de algo así, al colectivo total, es decir, al pueblo de la sociedad nacional, dado el caso. En los escenarios pontificales para la fies ta de septiembre de Núremberg, celebrada en total seis veces (con un te ma específico cada una), desde 1933 a 1938, tanto en los construidos como en los planificados, puede reconocerse hasta dónde puede llegar el genio de la inversión equivocada. La función de Hitler, que fue a la vez el secre to de su éxito, consistía en que supo tomarse en serio fanáticamente su pa pel como director del festival de la ilusión de la reunión; su único talento indiscutible se manifestó en su capacidad de formular en el sentido de su mística sinodal los éxitos del movimiento nacionalsocialista, sorprenden tes para él mismo. Así, había gritado a los reunidos en Núremberg en la «Asamblea del partido del honor» post-olímpica, en 1936:
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¡Cómo no sentir de nuevo en esta hora la maravilla que nos ha reunido! . . . Al encontramos aquí, nos llena a todos lo maravilloso de este encuentro. No me veis todos vosotros ni yo os veo a cada uno de vosotros. ¡Pero yo os siento y vosotros me sentís! Es la fe en nuestro pueblo, [. . . ] la que a nosotros, errabundos, nos ha abier to los ojos y nos ha unido*48.
Esto va más allá de la acostumbrada hermenéutica religiosa del éxito, con la que los exitosos refrendan íntimamente sus galardones. La medita ción de Hitler saca su destello místico del puro dato de la reunión, como hecho masivo y realmente aconteciente. Con ello, la palabra éxito se hace sinónima de reunión; y reunión, de autoexpansión del Führeren el audi torio presente. Quien busca la verdad en «subjetividades de categorías más elevadas» puede fácilmente sentirse satisfecho en el caso de este super-no- sotros escenificado inmanentemente. El texto complementario lo recita ban los portavoces de los grupos del pueblo incorporados en bloque, co mo por ejemplo Robert Ley en la ceremonia del juramento de fidelidad de los Directores Políticos en la asamblea del partido del Reich, con el te ma de «La gran Alemania», de 1938, que se dirigió a Hitler como sigue:
Ante usted está de nuevo este pueblo alemán unido. Los trabajadores y cam pesinos, los ciudadanos, estudiantes y soldados, todos ellos han hecho su entrada en la gran esfera de esta catedral de luz. . . Mí*
Por supuesto que no se les pasó a los organizadores de Núremberg, mientras miraban a través del velo autohipnótico, que también estas con vocatorias del «pueblo alemán unido» se quedaban en reuniones repre sentativas muy selectivas: algunos cientos de miles, que estaban allí por aproximadamente 70 millones de alemanes. De ahí surgió, como en todos los grandes acontecimientos de tendencia inclusiva generalizante, la nece sidad de completar la totalización sinodal con la mediatización total. Yjus tamente ahí, en el acoplamiento del gran acontecimiento con su transmi sión por un medio de masas próximo temporalmente o sincrónico, se basa la información -cristalizada desde el período nacionalsocialista y obligada desde entonces- sobre la organizabilidad de «masas» simbióticas dentro de macro-interiores modernos y de la publicidad mediática conectada a ellos. Que el colector sintonice a una multitud reunida por el medio-pre sencia arénico es la condición necesaria, pero no suficiente, de la confir-
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Media Centre en la plaza Lord’s Kricket de Londres.
marión de la exigencia de captación general: ha de añadirse el conector, el medio de enlace a distancia, sea como alianza de burocracia v correo, sea como medio de masas de imprenta o de radio, para que la ficción de la síntesis social integral se vuelva operativa a través de acontecimientos or ganizados. Caiando colectores y conectores funcionan en la misma direc ción, grandes colectivos del formato de una nación pueden caer en la ex- citación simultánea que busca la dirección del festival. Sí, de ese modo pueden surgir episódicamente, incluso, esferas de sincronía de extensión planea; iia. como sucedió, por ejemplo, modélicamente, en las ceremonias de inauguración de Juegos Olímpicos o en el caso de singularidades, co mo los funerales de Diana, Princesa de Gales; como las transmisiones en directo de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de sep tiembre de 2001, o como la ceremonia nacional en recuerdo de las vícti mas en el New Yorker Yankee-Stadion, pocos días después, en la que unos veinte clérigos de creencia judía, cristiana y musulmana se pusieron a la ta rea de interpretar ante mil millones de espectadores el significado mun dial de la muerte de 6. 000 víctimas en el atentado al World Trade Center (más tarde corregidas a 2. 800 aproximadamente). Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez, producen nuevas reuniones. Considerada desde
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este punto de vista, la guerra de Hitler fue la continuación de los festivales en otro medio diferente: Juegos que, de acuerdo con su sentido de culto, significaron desde el comienzo, ante todo, fiestas de compromiso entre los vivos y los caídos alemanes, supuestamente engañados con la victoria, en la Primera Guerra Mundial. Como se ha hecho observar en interpretacio nes ambiciosas de la ideología nazi, la identidad corporativa alemana, de- signed by Hitler, Goebbels & Co. , poseía un núcleo de culto a los muertos. Por motivos conocidos no pudo celebrarse la «Asamblea general del par tido de la paz», planificada para la primera semana de septiembre de 1939; poco a poco, los sujetos captados por ideas nacionales fueron compren diendo que el tiempo de los festivales había pasado. En su lugar apareció la captación duradera de la opinión pública alemana, en todas sus organi zaciones comunales, empresariales, de asociación y de vecindad, por el estrés de cooperación de la guerra y el entusiasmo, generado por los me dios, de la fase en que las noticias eran de éxitos.
3 Sínodos discretos:
Para la teoría de los congresos
De los seis grandes colectores del nuevo Forum Germanicum de Nú- remberg: los tres lugares de desfile (Luitpold-Arena, Zeppelinfeld y Mars- feld), el planificado Estadio Alemán, el Antiguo pabellón de congresos (Luitpoldhalle) y el monumental Nuevo pabellón de congresos, del que se conservó un torso incompleto, sólo puede adscribirse una cierta moderni dad al último; no tanto desde el punto de vista arquitectónico, puesto que se trataba, otra vez, de una grotesca transposición del coliseo, cuanto des de la perspectiva sociológica asamblearia, ya que el tipo de edificio de con gresos contiene per se la respuesta de la Modernidad a la demanda de lu gares discretos de reunión para agrupaciones sociales. En la gigantesca construcción, unidos el elemento de la arena, el de la sala de conciertos y el de una burocracia wagneriana, llama la atención, a la vez, el carácter dis funcional de sus dimensiones, ya que un edificio de congresos, incluso ba
jo presupuestos nacionalsocialistas, sólo tiene sentido cuando (al lado de los numerosos escenarios de Núremberg para el culto y la distribución de órdenes) pone a disposición también lugares de deliberación y discusión: una finalidad que sólo se reconoce con dificultad en los fragmentos con-
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Fragmento del nuevo Pabellón de Congresos de Núremberg, del arquitecto Albert Speer.
servados. Como mejor se entiende el nuevo Pabellón de Congresos es co mo un palacio de ópera de partido, que se ha ido de las manos por su ex cesivo tamaño; también es una máquina de intimidación y aclamación: aquí, la elección acostumbrada por parte de la asamblea general del pre sidente del partido habría de sustituirse a gran escala por el ritual, ejerci tado en la sala Luitpold, de la «proclamación del Führer», y aquí hubieran tenido que oír los directores políticos los discursos culturales de Hitler.
