En otras épocas so mos
cooperadores
voluntarios, dedicados a una cosa común por consenso entusiasta: comunas para la construcción de una catedral, partisanos de la libertad, cruzados, finalistas.
Sloterdijk - Esferas - v3
En la evolución de los sapientes éste ha de convertirse en un acontecimiento biológico de sentido metabiológico.
Está claro que convertirse en mamíferos no basta para alcanzar el lugar del ser humano.
Los mamíferos son paridos, los seres humanos vienen al mundo.
La isla del ser depara el clima estimulante en el que el ser parido se eleva a venir-al- mundo.
Para el conocedor de la filosofía del siglo XX estará claro que aquí ha cemos uso de la diferenciación heideggeriana entre el modo de ser de los animales, fijado al entorno, y la esencia extática del ser humano, configu- radora de mundo. Al filósofo no le interesó cómo habría que pensar esta diferencia, ya que consideraba prefilosóficas, inferiores, dogmáticas las cuestiones antropológicas y genéticas. En realidad -como intentamos mos trar desde hace tiempo*14- el pensamiento de Heidegger demanda preci samente «substancialización» antropológica, en caso de que la expresión sea oportuna, y nosotros afirmamos que esta exigencia sólo se satisface po niendo en marcha un análisis de la diferencia topológica, establecida con el existir humano, como ser-oriundo de alguna parte.
Lo que nace sólo experimenta, en primer lugar, el cambio de un ele mento-entorno por otro: esto es mucho, pero no cambia nada en la defi nición de vida animal. El nacimiento del mamífero siempre se puede com parar con un tránsito de la vida en el agua al ser-ahí en la tierra y en el aire, como si cada descendiente en la línea de los mamíferos tuviera que reha cer en su propio devenir el éxodo originario del mar y la adquisición del
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Jan van Neck, La lección de anatomía del doctor Ruysch.
modo de ser de tierra firme. Pero de un nacimiento sólo surge un venir-al- mundo cuando el entorno en el que aparece el recién llegado se ha con vertido en un mundo: un conjunto o una totalidad de cosas, que son el ca so. No expondremos aquí lo que significa filosóficamente la expresión mundo; desde el punto de vista teórico-situacional queda por decir que la posición fundamental designada como ser-en-el-mundo significa un ser- afuera. Heidegger lo insinuó con un concepto ontológicamente descolo rido de éxtasis como ser-cabe-las-circunstancias. Quien ex-siste se mantie ne fuera en algo, donde, en principio, no puede sentirse cabe sí. En el caso de los seres humanos, los excéntricos ontológicos, el ser fuera antecede al morar en sí; aunque la dureza de este diagnóstico se aminora, por regla ge neral, por la fuerza protectora de las alianzas esféricas. Cuando se habla de situaciones en el mundo no cabe duda alguna de la prioridad de la exterio
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ridad frente a todo tipo de morada, inclusión, envoltura e instalación ca be uno mismo. Por ello, toda teoría de la situación elemental es también una interpretación del trauma primario: que hay más espacio exterior del que puede poseerse, configurarse, abstraerse o negarse. Porque ello es así, los seres humanos están condenados a la producción de interior.
Si se está de acuerdo con esto, puede aventurarse el intento de formu lar teórico-espacialmente el secreto de la isla. Ser en la isla significa aho ra: poder hacer uso de la posibilidad de transferir situaciones interiores. Transferencias de ese tipo son realizables cuando se alcanza en el exterior una situación real que pueda servir de envoltura o receptáculo para la re petición de interioridad en otro lugar. El fenómeno de la transferencia (que fue descubierto por los magólogos y fascinólogos del Renacimiento, radicalizado por los magnetizadores, e interpretado neuro-hermenéutica- mente, así como utilizado como médium de la situación terapéutica por el psicoanálisis del siglo XX) surge de un efecto de inercia, desencadenado por la preponderancia de improntas pasadas sobre percepciones presen tes. Presupone para su desarrollo fuertes diferencias escénicas entre en tonces y ahora. Si éstas se producen, como sucede, por ejemplo, después de traslados o desalojos, nuevos matrimonios o emigraciones, puede lle garse al fenómeno de la repetición de la antigua escena en la nueva: un fenómeno que en las teorías psicológicas acostumbradas se describe como proyección de afectos. No es difícil en nuestro contexto redescribir la transferencia como reproducción de situaciones, cargando el acento en la circunstancia de que la proto-transferencia se lleva a cabo como repro ducción reiterante de un estado interior en una situación exterior. Desde este punto de vista, el paradigma de la astronáutica resulta informativo, puesto que muestra explícitamente en el vacío lo que los seres humanos ya han hecho siempre en el «mundo de la vida» terrestre. El secreto de la insularización de la esfera humana consiste en que los coexistentes en transferencia coproductiva disponen un interior común en un exterior común. Queda por considerar que las transferencias tienen, en principio, carácter colectivo y sólo se individualizan tardíamente, en dependencia de medios, juegos de lenguaje y formas de habitar que afianzan el efecto de privatización.
La obra comunitaria que desemboca en la creación de islas se lleva a cabo de modo que quienes viven en común crean a partir de un fondo es cénico compartido de situaciones interiores y reproducen éstas en una ex
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tenor diferente. Es así como un grupo fuertemente coherente se convierte en uterotopo, es decir, en metáfora escenificada del cuerpo de la madre. En una primera lectura, esto se interpreta como un fantasma de parentes co: como sucede con el dogma de que, como miembros de una nación, so mos también hijos de la misma madre. No olvidemos que Platón, en su momento más sincero, cuando hace que Sócrates exponga la doctrina de la necesidad de la mentira noble, quiso sacar provecho del efecto uterotó- pico: ¿qué decir a los miembros descontentos de la ciudad dividida en cla ses, sino que todos los ciudadanos son vástagos de la madre tierra, que, junto a hijos de oro, parió hijos de plata y de bronce, con la esperanza, quizá legítima en las madres, de que sus descendientes se las arreglaran pacíficamente entre ellos, en armonía fraternal y piedad por el profundo pasado común? 315En segunda lectura, con el concepto uterotopo se desig na un fantasma-espacio, devenido influyente históricamente, que sugiere que, mientras permanezcamos territorializados en el propio grupo, sere mos las criaturas privilegiadas de una misma caverna: beneficiarios proto- solidarios de un mismo estado fetal en el seno común del grupo. La «pro fundidad» de un grupo corresponde al carácter propio de su función colectiva de Nirvana: sus miembros convergen en una irrealidad o pre-rea- lidad imaginariamente común, desde la que son enviados a lo real: como hermanos camales, que comparten un secreto de caverna, una condena celestial. La communiouterotópica se articula tanto en las primitivas alian zas totémicas como en innúmeros ejemplos de confederación mágica y sa grada del más alto rango, hasta llegar a aquella communiosanctorum, que en su totalidad pretende constituir el seno de la Madre Iglesia. Cuando filó sofos contemporáneos de la religión expresan ocasionalmente la opinión de que la «humanidad» representa «en lo más profundo una magnitud re ligiosa»316, hacen uso de la posibilidad de transfigurar la especie entera en un uterotopo adamítico.
Quien pretenda encontrar una interpretación para la tenacidad del sentimiento de pertenencia a grupos éticos (incluida su crónica manía de disputa y proba capacidad de defensa) no debería olvidarse de analizar el m odo de construcción de los uterotopos. Constituyen la form a política de la imposibilidad de llegar a ser adulto. La síntesis uterotópica significa la predestinación de seres humanos a una procedencia común de una ca verna incomparable (y la común fijazón en ella). La síntesis utópica, por el contrario, piensa en la predestinación de los seres humanos a un cami-
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no en común hacia una incomparable tierra prometida. Uterotopía y utopía se reflejan una en otra como elitismo del origen y elitismo del fu turo. Representan las dos fuentes de la conciencia mánica; y eo ipso los dos motivos más profundos de de-solidarización de los destinos de los demás. Teniendo esta diferencia ante los ojos se comprende que, a diferencia de como lo pensaron Marx y Engels, toda historia es historia de luchas entre grupos de elegidos. Constatar esto significa comprender el motivo de por qué desde el ocaso de las culturas marciales está en marcha una doble güe ña mundial: una guerra de primer orden entre varias comunidades de
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Eva Hesse, Sin título (Rope Piece), 1970, cortesía de The Estate of Eva Hesse, Galerie Hauser Se Wirth,
Zúrich. Foto: Paulus Leeser.
elección por el origen; una guerra de segundo orden entre comunidades deelecciónporelorigenjcomunidadesdeelecciónpoielfuturo . Lo que hasta ahora se tenía por opción entre guerra y paz, la mayoría de- las veces era, caí verdad, una opción entre la primera y la segunda guerra. No está claro que pueda haber una tercera forma de guerra. Si la hay, su fren te estaría col*>cado entre los elegidos y los no elegid*>s. La experiencia di
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ce que los últimos retroceden ante exhibiciones solemnes. Se contentan con contemplar las intrigas de los elegidos hasta que su autodestrucción sea un hecho consumado*1*.
4 El termotopo - El espacio de confort
Los romanos inventaron el arte de impedir el parloteo, en tanto que re sumieron el presunto resultado en cuatro palabras. Ejemplo: ubi bene ibi pa tria. En relación con nuestro tema esto significa explicar de una vez por to das la extendida inclinación de los seres humanos a preferir la patria, deduciendo el efecto-patria de la sensación de bienestar en el lugar pro pio. Ilustración ecuménica, estilo romano. Así se vuelve reversible la cone xión entre patria y sentirse-bien. Si estás en la patria, es que te va bien; si no te va bien, no estás en casa. Si la patria no procura el bene vivere, no me rece su nombre; en consecuencia, se puede y se debe intentar otras posi bilidades, sea como emigrante, sea como destructor de las condiciones domésticas. En un discurso del 29 de noviembre de 1792 Saint-Just expli cará: «Un pueblo que no es feliz no tiene patria». Desde entonces, los con denados vernáculos de esta tierra están de camino en alguna parte donde son más felices. Si falta la fuerza para romper con la mala situación surge el tristemente célebre efecto-de-aire-viciado: la fidelidad a la miseria que nos ha engendrado. El genio de Martin Walser encontró la expresión cla ve para ello: «Una familia es una alianza de miseria. Algo así no se aban dona nunca»*19. El derecho fundamental a la libertad de residencia, for mulado sólo en época reciente, implica la infidelidad productiva a la infelicidad de la propia condición. Los seres humanos no están en casa en una tierra o en un país, sino en un confort.
Uno de los motivos de la vida aislada en grupos consiste en cómo un grupo exitoso se procura y reparte internamente una ganancia en bienes tar. No obstante: sólo se es consciente tardíamente de que esa ganancia no es tanto el efecto del lugar en el que se efectúa el reparto, cuanto que es el efecto del reparto el que nos hace valorar el lugar. Entretanto hay que escuchar muchos absurdos: que hablan de naciones queridas, de campos patrios a empapar con la sangre impura de los extraños, del nomos de la tierra, del derecho de los pueblos a su propio Estado y del árbol de la li bertad que hay que regar en cada generación con la sangre de los patrio
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tas. ¿No podría ser un patriota alguien que introduce confusión y desor den en los motivos del apego al lugar propio?
El signo más visible de la ventaja de sentirse en casa en el grupo es el hogar, el lugar donde se hace fuego; como símbolo de humanidad más an tiguo, es la referencia más clara a que los seres humanos no se las arreglan sin un elemento confortante. El fuego alimentado en común encierra la experiencia de que hay protectores naturales que deparan ventajas mien tras se les mantenga a la vista cuidadosamente. La fuerza del fuego es benéfica, suponiendo que la guardia de incendios no se duerma. Manipu lar el fuego supone una actividad que queda exactamente en el límite en tre magia y trabajo. Esta diferencia, al comienzo casi paritaria, se va incli nando en el curso de la historia de la civilización hacia el lado del trabajo, sin que el polo mágico se haya podido diluirjamás. Si en el obrar humano todo se regula por ecuaciones entre acciones y sus efectos, es evidente que se trata de trabajo. Este sigue el camino hacia el resultado con tanta recti tud como entiende las reglas de su oficio. Es verdad que lo que se llama trabajo es muy a menudo sólo un pasatiempo estéril para una mayoría de «brujos a la inversa», que dominan el arte «de hacer poco de mucho»320. ¿Era Nietzsche consciente de que definía con ello el servicio público? Por lo que respecta a la magia, produce el efecto contrario: la desconcertante sobreabundancia de los efectos frente a las acciones. Aunque no se sabe propiamente cómo funciona el arte de la magia (zaubem, en germánico, antiguo inglés: pintar de rojo), parece que lleva más allá de lo que podría hacerlo el mero trabajo. La magia entra enjuego, en forma de auténtico valor añadido causal, cuando el éxito de ciertas operaciones alcanza lo ex traordinario. Por eso la magia no siempre es engaño; el mundo mismo alienta a acercamientos de tipo mágico a muchas situaciones en él, porque depara la experiencia de que de vez en cuando se consigue más de lo que se emprendió. De ello responden los viejísimos conceptos de suerte y po der. En la Antigüedad, ese plus que se advierte en caso de éxito muy evi dente, asombroso, se hace visible en la figura de dioses astutos, artesanos poderosos, especializados en efectos especiales (tipo Zeus, Hefesto, Her- mes), con quienes, comprensiblemente, se intenta trabar alianzas.
La forma más antigua de esa fortuna aliada es el fuego del hogar, en el que ejercen sus labores las mujeres y que guardan los sacerdotes. Dos tipos de personal, doble promesa de felicidad. El fuego es un dios casero con amplias conexiones, y un alma de la casa de presencia sensible. Desde que
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se ha aclimatado como aportador de ventajas entre los seres humanos, los mitos pirogenéticos remiten su presencia a un don de los dioses o de los titanes a los mortales: un regalo, que pasa a ser posesión permanente de aquellos a quienes se regala y que les permite la entrada en la condición cultural. Aquí aparece por primera vez el concepto de «ayuda para autoa- yuda». En el contexto de la antigua Europa, Prometeo es el titán con el sín toma de auxiliador, el sponsor ejemplar y amigo de los seres humanos. Quien entrega el fuego «pantécnico» (pyros pantechnos121) se convierte en patrón de las cocinas, promotor de la alquimia, posibilitador de la cerá mica y de la metalurgia, deparador de confort y abogado de la redistribu ción de luz y comodidad, en una palabra: en el auténtico titán de la cul tura y, en virtud de esas propiedades, en el santo más distinguido en el calendario de la ilustración. Como facilitador de la vida y primer donador de poderes, como filántropo y causante de la rebelión contra la idiotez de la resignación a las circunstancias, él es el mítico protector del termotopo.
Con esta expresión, pues, no se piensa sólo en la zona, en la que quie nes pertenecen a los grupos sienten la ventaja calorífica inmediata del fue go: un motivo, que, además, sólo pudo ganar peso en la fase post-africana de la evolución cultural, tras la expansión de la humanidad en regiones con estaciones marcadamente diferenciadas e inviernos más largos. Desig na, a la vez, el círculo, en el que se ponen de manifiesto las ventajas de la magia cotidiana. Los habitantes de la isla Quirotopia son por naturaleza termotopianos, ya que se produce una sinergia entre lo que consiguen las manos y el sobrevalor que añaden los hogares. El termotopo es un espa cio, en el que, por confirmaciones continuas, valen las expectativas de éxi to; ese espacio constituye la esfera de confort primaria desde épocas ini ciales muy arcaicas, aunque sólo desde la época de civilizaciones desarrolladas, como la de los romanos, el culto de la fortuna pública vaya unido al culto de los hogares. Donde esto sucedió de manera más obvia es en el establecimiento del hogar del Estado en el templo de Vesta en el fo- rum romanum, cuya tarea era la de dar prueba de la unidad de hogar y Es tado (o de casa e imperio)32. Desde él irradia el evangelio de la inmuni dad, del integrum, hasta la periferia. El símbolo primario con el que se presentaba el Imperio Romano era un termotopo doméstico, llevado a for mato universal, en el que hogar y universo, isla y continente, se habían de convertir en una y la misma cosa.
Mientras que losjuristas y creadores de cultura romanos han generali-
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Los nagas permanecen junto al fuego sagrado mientras dura el kumba-mela, hasta dos meses.
zado políticamente la termotopia, a los brahmanes de la India les intere saba su hipostatización. Según ellos, hay que comprender el contexto en tero del mundo como el cambio de forma del fuego. Los efectos de pro fundidad del pensamiento brahmánico se derivan de la circunstancia de
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que está seguro de sus competencias pirotécnicas en la consumación de sa crificios al fuego, y porque de este círculo estrictamente delimitado dedu ce múltiples metaforizaciones. Así como el Imperio romano se resume en algunas vírgenes ante el fuego sagrado, las vestales, la cultura de la antigua India lo hace en los ascetas ante el fuego sacrificial323. Su última concreción la alcanza en la figura del renunciante, el samnyasin, que ya no hace sacri ficios ante fuegos externos, sino que consume toda su existencia en un fue go mental: la llama de Veda. Por eso el renunciante ya no toma parte en cocciones, ofrendas de fuego e incineraciones cotidianas; su cadáver ya no se inhuma en el fuego, como el de los no curtidos espiritualmente, se en tierra porque parecería inoportuno quemar otra vez externamente a quien ya está quemado interiormente. En el termotopo absoluto no sólo se reparten las ventajas de una vida en la proximidad del hogar; se esta blece una competición ritual por la ventaja de todas las ventajas: hacerse uno, unificarse, con el hogar del ser.
En otros casos se definen profanamente las ventajas termotópicas. En sociedades estratificadas, la reunión igualitaria en torno al fuego se tradu ce en la atracción por ventajas posesivas, relativas todas ellas a un lugar de preferencia. Entonces los rasgos exclusivos del espacio ventajoso aparecen con un perfil crudo: lo que en un formato más pequeño crea solidaridad inclusiva, actúa desolidarizando en uno más grande. Ventajas son justa mente aquello de lo que no hay bastante para todos. Otros fuegos, otros destinos. «El calor», escribe Gastón Bachelard, «es un bien, una posesión. Hay que custodiarlo celosamente y sólo puede hacerse obsequio de él a se res escogidos»324. Poder asegurar el contexto de bienestar de los suyos es lo que distingue al patrón, al gran señor. En el ámbito de alcance del espa cio ventajoso del que él se cuida, quienes dependen de él sienten que va en su propio interés guardar su secreto; por ello, todos los grupos que man tienen estrechamente el privilegio de pertenencia llevan uno y el mismo nombre, nunca expresable: cosa riostra. Si se entienden las sociedades in sulares como espacios de distribución de ventajas de procedencia incierta, tienen formalmente un sustrato mañoso: esto vale incluso para una po tencia mundial democrática como Estados Unidos, cuyo nivel de bienestar no sólo se basa en los logros de su propia economía nacional, sino también en un sistema tributario encubierto325. Cuando el confort ya se ha estable cido como costumbre, no se pregunta de dónde proviene. Los misterios de la redistribución son profundos, y los agraciados se aferran a ellos, aunque
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Joseph Beuys, La bomba de miel, documenta vi, 1977.
ya sospechen que cen'estpas catholique. Así como innumerables ciudadanos e instituciones acostumbrados a subvenciones, de la ciudad de Berlín, que está en bancarrota, no quieren enterarse en el año 2004 de dónde podrían venir las sumas de dinero que están dispuestos a seguir gastando sin ga narlas, numerosos ciudadanos de los emiratos del Golfo no se interesan por la solución del enigma de cómo es posible que reciban de los jeques reinantes tan altos salarios por mantenerse lejos de cualquier actividad asa lariada.
Así pues, no era del todo correcto afirmar que toda historia es la histo ria de luchas entre grupos de elegidos; también es, del mismo modo, la his toria de luchas entre grupos de bienestar.
Si se busca una alternativa contemporánea, moralmente aceptable, al inmoralismo de camarillas, clubs y clientelas, se impone pensar en las or ganizaciones de beneficencia estatales, establecidas en los siglos XIX y XX. El Estado social es la generalización regional del termotopo con medios técnicos de aseguramiento. Sus logros se basan en el descubrimiento de un fuego frío (atizado con contribuciones obligatorias), en torno al cual pueden reunirse innumerables necesitados (relativamente privilegiados, a pesar de todo). Con los sistemas nacionales y comunales de solidaridad
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(en Estados Unidos se añaden a ello los fenomenales servicios voluntarios) parece que las sociedades modernas han inventado algo así como un me ta-hogar, que ayuda a muchos con legítimo derecho a ello, así como a cier tos ladinos, a mantener vivo su propio fuego. Tales instalaciones para la re distribución de las oportunidades de bienestar funcionan por ahora exclusivamente en formatos nacionales. Se podría llegar a decir incluso que el espíritu posmodernizado de las naciones ya sólo se basa en las cajas de solidaridad y en los sistemas de seguros; sobre todo en Centroeuropa y Europa del Norte, donde se encuentran las instituciones termotópicas más cómodas del mundo. Quien quisiera transferir estas condiciones a la so ciedad mundial tendría, primero, que haber solucionado la paradoja ter- motópica, y mostrar cómo anteponer todos a todos. En ausencia de un so cialismo térmico convincente habrá que contentarse provisionalmente con una estética térmica326. La bomba de mírídejoseph Beuys, que conecta simbólicamente a la humanidad en general con la vida dulce, insinúa has ta qué punto se puede llegar con esa estética.
5 El erototopo - Dominios de celos, peldaños del deseo
Hay que haber pasado toda una temporada en la isla antropógena pa ra conseguir un atisbo de cómo los habitantes organizan su vida del deseo. En principio es de esperar que seres humanos con señalados condiciona mientos uterotópicos y termotópicos existan en un clima excitante, que provoca un estado de alerta elevado respecto de las ventajas de pertenecer a él y del reparto de las oportunidades de confort. Por eso la isla, frente al cliché turístico de los modernos, no es un lugar para olvidar lo que hacen otros. Es un buen consejo para quien quiere orientarse en el invernadero de la isla, reforzar su atención a la práctica afectiva de los otros.
Llamamos erototopo al campo o dominio de deseos insular-humano, porque el deseo erótico ofrece el paradigma de cómo la competición afec tiva en los grupos estimula y controla, a la vez, la vida del deseo de quienes viven juntos. El dominio erótico se pone en tensión, en tanto que los gru pos, por constante autoirritación subaguda, producen una especie de aten ción suspicaz-concupiscente a las diferencias entre sus miembros. De ahí surge un fluido de celos, que se mantiene en circulación y flujo por mira
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das inquisitivas, comentarios humorísticos, maledicencias desacreditado- ras yjuegos competitivos rituales. En esta dimensión se manifiesta el eros, no como tensión dual-libidinosa entre ego y alter, sino como provocación triangular. Te quiero, me excita tu bella figura, si puedo suponer que otro te quiere y le gusta tu bella figura lo suficiente como para querer poseer te. Mientras que Diótima de Mantinea interpreta en lenguaje filosófico la esencia de lo erótico como ceder a la atracción del bien, el examen to- pológico subraya la irritación estimulante producida por la ventaja dife rencial que un prójimo pudo conseguir, o ya posee, al privatizar un obje to de amor327. Por eso, los procesos eróticos en el grupo constituyen la forma fundamental de la competencia, desencadenada por la observación imitativa del esfuerzo de otros por la adquisición de ventajas de ser, pose siones e influencia328. Lo que más tarde se llamará el sensus communis es la participación en el clima de alerta de los celos y antagonismos que flotan libremente en el grupo. Pertenece a los prodigios -y justificaciones- de la forma de vida democrática, que transforme el estado de ánimo funda mental de rivalidad, siempre alerta, en civismo y disposición cooperativa, excepto en casos en los que ella misma, como distensión, se permite tam bién sus provocaciones.
En cuanto en la isla antropógena ya no dominan las relaciones más tempranas y más frugales, sus habitantes se van diferenciando cada vez más desde estos puntos de vista: desde lo que uno es más que otro, desde lo que uno tiene más que otro, desde lo que uno representa más que otro. En consecuencia, a la sabiduría de vida del grupo pertenece una gestión tri ple de los celos. Si las autoirritaciones del grupo han de mantenerse en un tono soportable para la vida, el colectivo necesita suficiente discreción pa ra las diferencias de ser, las diferencias de posesión y las diferencias de es tatus en su interior. Discreto es quien sabe qué es de lo que no tiene que haberse dado cuenta. Si uno se ha movido durante un tiempo suficiente mente largo en el erototopo, se percibe el esfuerzo sutil de los habitantes por mantener su indiferencia frente a diferencias despreciables, así como su pretendida impasibilidad frente a las no-despreciables. A menudo se ha considerado esto como represión; se trata del silencio consciente respecto a que el rey de los elfos está entre nosotros.
No obstante es de esperar que en todos los grupos, ocasional o perió dicamente, el furor de los celos consiga vencer sobre la discreción. En esos momentos sale de la latencia el deseo de saquear y humillar a los porta
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dores de diferencias ventajosas; suena la hora de la venganza para la pa sión de la redistribución. Entonces aparece en todo su esplendor «esa mezcla repugnante de lascivia y crueldad, que siempre me ha parecido la auténtica “poción de brujas”», de la que Nietzsche, en su libro sobre el Ori gen de la tragedia, había constatado que constituía la esencia de los Dioni- sos primitivos y repudiables, no amansados todavía por la cultura apolínea329. Para impedir estas irrupciones, tan temibles como secretamente deseadas, de la peste afectiva, todo erototopo necesita su escuela del deseo correcto, o, mejor, una moral que sirva de profilaxis de la irritación por las diferen cias. Ya que el eros irritado conlleva un sentimiento de atracción por las ventajas del objeto positivamente diferenciador, ese «amor» se manifiesta en el deseo de una parte del botín y -si el reparto no es posible- de la ex propiación de quien lo posee. El ámbito de objetos de este amor se extien de, casi del mismo modo, al compañero sexual, a la posesión de casa y te rreno, animales y capital, privilegios espirituales y corporales. De este primer tosco arte de amar surge una cultura de la envidia, que acostumbra a ador narse con el título honorífico de crítica.
La primera lección en la escuela del deseo se imparte mediante prohi biciones. En ella se aprende lo necesario sobre el tabú y el no-debes. Mien tras más tranquila la posesión, más pronto se impide la escalada del deseo. En la prohibición se percibe la presencia de un tercero, que ya ha apare cido entre yo y tú antes de que nos encontráramos empíricamente: este tercero, que aporta garantías, me aparta de mi deseo ingenuo de las ven tajas del otro, tanto como al otro le prohíbe la exhibición de ellas30. Pero, dado que ni prohibiciones ni tabús pueden neutralizar la atención dirigi da al bien ajeno, sino que contribuyen, más bien, a la focalización del de seo en lo sustraído por ellos, las culturas avanzadas tienen que proceder a una desinteresización activa de los seres humanos con respecto a los obje tos de sus celos. Esto se consigue sólo si en su lugar se colocan bienes su periores, cuya naturaleza ideal permite una partición ilimitada e impide toda propiedad privada provocadora.
Del alivio que produce esta elevación del deseo vive hasta el día de hoy todo lo que de alguna manera tiene relación con lo espiritual. Las éticas de las grandes culturas, tanto en el Este como en el Oeste, trabajan con la ironía de que los seres humanos que se baten por lo bueno pierden lo me
jor. Los ángeles, dice Emerson, sólo nos abandonan para que se nos acer quen los arcángeles. Si, efectivamente, existió en el siglo XX una traición
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de los intelectuales, fue la de invertir la ironía. Comenzaron a mofarse de lo llamado mejor, decididos a no perderse su propia porción de lo bueno al uso. «Superestructura»: ¡ya me entienden! Desde entonces, la arena en la que se desarrolla el reparto de los escasos bienes de privilegio está con tra todo lo que es el caso. Desde 1914 la Gran Política es la universalización de las luchas de celos sin un nivel superior.
En el platonismo se percibe con todo lujo de detalles la gradación des de el amor sensible, partidista y polemógeno hasta el espiritual, suprapar- tidista e irónico. También el estoicismo, en su ética de la liberación de la multiplicidad de necesidades, ha reprimido la tentación de tomar parte en las luchas de apropiación con respecto a todo. La cultura de monjes cris tiana pudo conectar con esa moral de atletas. La figura más madura de una ética del desinterés se ha alcanzado, sin duda, en la doctrina budista de las afecciones y de su liquidación mediante la espada de la intelección. Con su análisis sutil de la cadena causal que conduce a fijaciones genera doras de dolor, el budismo intenta emancipar, al menos a una minoría de seres humanos, de la arena del deseo y del sentimiento de ser inevitable mente un perdedor. No fue por casualidad Friedrich Nietzsche quien con siguió ver en el budismo la forma más refinada de una higiene afectiva: el mismo Nietzsche, al que el análisis del resentimiento debe prácticamente todo hasta hoy día. Gracias a él sabemos que la naturaleza de los senti mientos de rechazo consiste en el vínculo del perdedor con el objeto, con el que se ve comparado en detrimento de él; de la herida que deja la com paración fluye la necesidad, apenas dominable, de humillar al objeto afor tunado.
En forma ruda, que posee la ventaja de la claridad, el decálogo judío, sobre todo en su último mandamiento, había articulado una regla de stop para la peligrosa competencia del deseo, aunque sólo para sus sólidos as pectos sexuales y posesivos:
No desearás la casa de tu prójimo. No desearás la mujer de tu prójimo, su es clavo o su esclava, su buey o su asno, nada de lo que pertenezca a tu prójimo (Exo do 20, 17).
En su concreción, que refleja la existencia pequeña y mediana de un poseedor de ganado y esclavos en torno al año 1000 a. C. , incluidos con sus dramas típicos, el décimo mandamiento permite reconocer un principio
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de formulación de una regla general de abstinencia de deseos, que re dunda en provecho de la reducción de tensiones en el erototopo. No es, pues, incomprensible que René Girard sitúe una nueva interpretación an tropológica del décimo mandamiento en el centro del resumen de sus análisis de los efectos de la competencia mimética31. Es una lástima para su propio proyecto que Girard no tenga en cuenta apenas que, con su te rapia del deseo, desinteresándolo de bienes polemógenos escasos y des viándolo a bienes simpatógenos compartibles, algunas culturas no-cristia- nas hayan llegado más lejos que las de las religiones del decálogo; también parece ignorar que la crítica moral de Nietzsche no habla en favor, en mo do alguno, de una reintroducción de la violencia de los celos en la cultu ra. El autor de Zaratustra se proponía la síntesis de los logros de la psico logía budista de la abstinencia y de las cualidades de disfrute del mundo que conlleva el juego versátil de la rivalidad; con el objetivo de desintoxi car el antiguo erototopo occidental mediante ese giro a una ética de la magnanimidad32. Del alcance de este intento se puede hacer una idea quien sea consciente de que el experimento de la Modernidad, por lo que respecta a las condiciones de consumo y competencia, ha conducido a una desregulación casi ilimitada del erototopo. En ninguna formación social previa ha sido incluida todavía tan explícitamente en la motivación del comportamiento la provocación sistemática del deseo de todo lo que po seen los demás. Los fuegos de la envidier3se conectan en la sociedad de con sumo en circuitos de energía análogos a una central eléctrica. También los sistemas políticos de la democracia dependen completamente del desen cadenamiento de la desconfianza de todos contra todos. Ya en las Kentucky Resolutions, de 1798, había establecido Thomas Jefferson: «El gobierno li bre se funda en los celos y no en la confianza». Si la teoría de la cultura pu diera formular una pregunta al siglo XXI sería: cómo la Modernidad pien sa mantener bajo control su experimento con la globalización de los celos
(rivalidades, antagonismos).
6 El ergotopo - Comunidades de esfuerzo e imperios beligerantes
El espacio en el que se reparte cooperativamente el peso de las tareas lo llamamos el ergotopo: sus habitantes, los ergotopianos, están unidos en
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comunidades de esfuerzo. La descripción de su actividad ofrece la imagen de los adultos, érga kai hémera, la crónica de las obras y días de gentes que no lo tienen fácil. Al comienzo, la razón de participar en las indispensables tareas comunes es familiar, totalitario-informal, fundada en la evidencia de la situación o en el dictado de la tradición, más tarde en ritos de iniciación, exigencias profesionales, ataduras que imponen las categorías sociales; más tarde aún, son las prestaciones personales, los edictos, los centros ofi ciales, los que se cuidan del registro en el ergotopo; al final, lo que nos su
jeta a él son mission statements y las órdenes del día de la opinión pública. En este horizonte los grupos se convierten en comunas; es decir, en unidades integradas por muñera comunes. El ergotopo configura un espa cio, en el que quienes conviven se ven envueltos en obligaciones y tribu tos; con la orden de movilización para una lucha común contra el enemi
go exterior, como patrón de medida y valor límite de toda cooperación. (A quien dispensara de estas imposiciones es, en sentido preciso, inmune,
sin obligaciones, sin trabajo, liberado para otras prioridades. )
Si se radicalizan las situaciones ergotópicas, podemos volver a encon tramos en bancos de galeras, condenados a remar manteniendo el ritmo impuesto. Matándonos a trabajar en canteras, en trabajos forzados en mi nas, en la katorga, los campos de trabajo de la muerte.
En otras épocas so mos cooperadores voluntarios, dedicados a una cosa común por consenso entusiasta: comunas para la construcción de una catedral, partisanos de la libertad, cruzados, finalistas. Bien sea que estemos soldados unos a otros por la necesidad, o bien que un objetivo vinculante nos dé alas, mientras tengamos un puesto de esfuerzo seguro, colaboramos como trabajadores en la viña de la communitas. El ejemplo de las galeras es instructivo, porque con él puede explicarse el concepto de socialismo rítmico, en el que se lle
va a cabo la síntesis social por movimientos sincronizados. De este modo, el trabajo en común se organiza como sinergia de sistemas de músculos acompasados. Todo condenado a galeras es un oscuro héroe del trabajo.
Surgidas de la tradición arcaica de bailes en grupo, en las grandes cul turas aparecen rutinas y ceremonias sencillas, pero variadas, con el fin de desarrollar movimientos uniformes en grupos y masas. En su estudio sobre Baile y entrenamiento en la historia humana, el historiador norteamericano William H. McNeill ha descrito diversas formas del «bonding muscular» y de la cooperación ritual y militar, que son capaces de crear un esprit de corps en colectivos de rendimiento de composición heterogénea34. Con esas téc-
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«
Trabajadores de una sucursal japonesa
de Coca-Cola, realizando ejercicios calisténicos.
nicas-bohding rítmicas se interpela a manadas eufórico-grupales, excitables psic os< ináiicainenie. Los seres humanos ya hicieron pronto la experiencia de que el acompasamiento del esfuerzo se experimenta como un desahogo y que el desgaste de fuerzas rítmico común aleja el punto de agotamiento. Siguiei do el ejemplo de los macedonios, las tropas romanas utilizaron la marca leí paso en voz alta para marchas que exigían gran rendimiento. ( üertai lente, el compás mecánico es sólo una forma sustitutoria del arre bato compartido del baile, (atando no puede presuponerse un entusiasmo colectivo voluntario -por ejemplo, en masas de esclavos en los campos de los señores y en grandes obras imperiales, o en tropas reclutadas obligato riamente, en la época moderna-, los dirigentes utilizan el entrenamiento rítmico ¿omo prótesis de consenso: los comienzos de la música de esclavos y militaresse remontan a ese ardid. Todavía las /. rusde* Platón sabían al go del consenso de los músculos y no quisieron dejar ni las temalidades ni los ritmos del Estade) al arbitrie) de sofistas melosos o demagogos tonales. El pape I de las flautas en la integración acústica de la falange fue recono-
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cido pronto por los generales griegos; partían de la base de mantener uni da la tropa no sólo como pared viva de escudos, sino también como un fo- notopo especial en movimiento: como si un ejército fuera una war parade, que se despliega extáticamente en el campo de batalla. En el arte de la co reografía se conserva el recuerdo de que los coros fueron en principio gru pos de movimiento bajo dirección escénica única35. La consecuente orga nización de la unidad de procedimiento y consenso en la Modernidad se remonta a la escuela de guerra de Moritz von Oranien, que desde 1590 co menzó a instruir tropas holandesas mercenarias con el objetivo de con vertirlas en máquinas de guerra sincronizadas; con el efecto modélico co rrespondiente sobre toda la milicia ilustrada de Europa y de Asia. En los sistemas políticos de base militar de la Modernidad el adiestramiento es la auténtica instrucción de la nación.
Cuando el esfuerzo se desliga del grupo y se convierte en asunto de in dividuos extraordinariamente dotados, surge el adetismo. Los primeros atletas que aparecen en la aurora de la gran cultura se desarrollan como expertos en esfuerzos extraordinarios, de los que sólo son capaces ya per sonas entrenadas especialmente para ello36. El sentido del esfuerzo y su clasificación en lo real se ha transformado ostensiblemente: cuando los ri vales se enfrentan mutuamente, lo que les importa ya no es una obra de necesidad común de su grupo; el agón deportivo no es una guerra, ni una cosecha, ni la construcción de una muralla. Más bien es el sentido de re presentación y superación de sus rendimientos el que se coloca en este ca so en primer plano, aunque a menudo las ciudades (y en esto las naciones modernas hacen igual) consideren a sus atletas como delegados suyos e in terpreten sus éxitos como hechos colectivos. Esto es posible porque la cul tura antigua, máxime la preindividualista arcaica, de los griegos, con su concepto de pónos, de ejercicio fatigoso dignificador y virilizante, llegó a una concepción abstracta del esfuerzo en general, del esfuerzo sans phrase. Con ello se lleva a cabo la diferenciación del colectivo ergotópico en cam peones tensos y espectadores distendidos; desde su propia perspectiva, am bos participan en la philoponta, en el amor al esfuerzo.
El atletismo transfiere el principio del teatro al ejercicio corporal, y crea, con ello, una alternativa civilizatoria a la forma bélica de gestionar el estrés. Los atletas son los primeros simuladores del caso grave o crítico. La invención de la guerra teatral pertenece, sin duda, a los logros civilizato- rios más valiosos de la Antigüedad europea. Cuando en 1896 se iniciaron
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Ejercicios militares con el mosquete.
losJuegos Olímpicos de la Modernidad, el renacimiento de la Antigüedad, que había comenzado en el siglo XIV, entró en su fase masivo-cultural, no tablemente demorada, dividida en un camino griego y uno romano37. No obstante, la simulación civilizada de la guerra en los estadios olímpicos no consiguió impedir las guerras reales, ni las regionales, ni las llamadas mun diales. En el siglo XX, a menudo, tanto en los estadios como en otras par tes, el deporte se practicó con tanta saña que parece que no fuera la dis tensión del caso crítico, sino su otro frente de batalla: la segunda sumisión de Grecia al dictado romano, esta vez como victoria de la arena sobre el stadion.
En el ergotopo domina la síntesis social por estrés. Por eso, el secreto de la coherencia del grupo estresado por el esfuerzo consiste en su capa cidad de no desmoronarse, incluso sometido a la presión más alta. Se pue de afirmar que la explicitación de ese hecho pertenece a los aconteci mientos claves de las ciencias contemporáneas de la cultura. Va unida inseparablemente a la obra de Heiner Mühlmann sobre la «Naturaleza de las culturas»38y a los análisis de Bazon Brock sobre la conexión circular en tre cultura y guerra. En el punto central de la teoría de la cultura de Mühl mann hay una interpretación radicalmente ergotópica y ergonómica del nexo social, para la que introduce la compleja expresión «Maximal-Stress- Cooperation» (MSC). Lo que hace de un grupo una unidad efectiva de su pervivencia es, según esto, la capacidad de sincronizar sus esfuerzos en si- tuaciones-todo-o-nada, alias «casos críticos».
Designar los momentos extremos de estrés como casos críticos o graves, o como estados de excepción, no significa hacer uso de conceptos teoló gicos secularizados, como repiten los partidarios de Cari Schmitt con su maestro. El estado de excepción no es la forma secularizada del milagro, sino la forma politizada de una situación estándar biológica, a la que los cuerpos de los primates y, por tanto, los de los humanos, responden con un programa innato, endocrinológicamente dirigido, de extrema libera ción de energía y solidarización sintónica. Su ocurrencia la detecta un es quema cognitivo, el veredicto de caso crítico. Dado que éste incluye un as pecto intelectual y otro moral, le afecta la variación cultural. Por lo tanto, el estrés no significa el destino entero: la serenidad frente al peligro es la oportunidad específica del ser humano. Supone emanciparse de enrola mientos en falsos casos graves y del abandono a la falsa conmoción que produce la situación de lucha. Hay viejos manuales de estrategia, como el
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del general-sofista chino Sun Tzu que ya introducen la virtud de evitar la lucha en la teoría de la lucha misma. En Occidente contamos con el nom bre del general romano Fabius Cunctator como modelo de la capacidad del hombre razonable de rechazar, aun en la proximidad del peligro, las invitaciones mortales de los programas de estrés.
El hecho de que la inteligencia humana, igual que sus formas animales previas, interprete ciertas amenazas como factores desencadenantes, pre sentes y reales, de respuestas emotivo-corporales extremas, no significa que el milagro, del que hablan los teólogos y estetas de lo sublime, inte rrumpa lo normal. Como corresponde a las improntas evolutivas de la in teligencia animal y humano-arcaica, el peligro presente se enjuicia desde la ontología del caso crítico: se interpreta la situación como interrupción, por una amenaza perentoria, del plazo concedido a la tranquilidad. El profundo anclaje biológico de la gran reacción de estrés prueba que lo ex tremo es lo evolutivamente habitual. Es verdad que el estado de excepción está configurado dentro del cuerpo humano como una expectativa inna ta; pero su desencadenamiento sucede, sin embargo, por el veredicto de caso crítico que emite el centro de decisión. En ese sentido ya los anima les son ontólogos. El animal dirigente es el que decide sobre el estado de excepción: si emprende la huida, por ejemplo, cambia de posición el «conmutador cognitivo de energía» W9en el resto de los animales, como an tes lo hizo en él mismo, y declara gestualmente el caso de aplicación del imperativo categórico de la corteza de las cápsulas suprarrenales: ¡Desde ahora, lanzad todo hacia delante! En esta situación lo supremamente real se ofrece en presencia real. Estás frente a tu peligro, frente a alguien que potencialmente puede causarte la muerte, frente a tu dios y estresador. Quien ignora esto no tiene ni idea de qué significa actuar en situaciones límites.
Como expone Mülhmann en una reconstrucción ingeniosa, muy for malizada, el secreto del funcionamiento ergotópico de las «culturas» con siste en las regularidades de la eliminación colectiva del estrés. El grupo simple se va configurando a sí mismo, en un proceso al menos trifásico, hasta convertirse en un sujeto de la gran cultura con un proyecto específi camente territorial, temporal o imperial340. En la fase de pre-estrés los grupos se desarrollan formando unidades cooperantes con fuertes desni veles-dentro-fuera, sobre todo, siguiendo las explicaciones de Mühlmann, mediante comunicaciones auto-exhortadoras, auto-edificantes, auto-real
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zantes, que Mühlmann resume como «intimaciones insider»'. De ellos ya hemos tratado indirectamente varias veces aquí, pues resulta fácil com prender que algunas de las dimensiones del insulamiento humano clarifi cadas hasta ahora, sobre todo el espacio fonotópico, úterotópico y ter- motópico, muestran una estrecha relación con la discriminación positiva del grupo-nosotros: refuerzan, en conjunto, la inclinación de quienes con viven a la unión cooperativa. Bastante a menudo -Mühlmann no duda en calificarlo prácticamente como el caso normal- surge de esta introversión del grupo cultural una mezcla a-simpática de presunción, separación del conjunto y agresión. A sus ojos las culturas simpáticas, es decir, grupos con un alto factor de civilización, son más bien escasas, mientras que la media antropológica se comporta «envidiosa, paranoica y agresivamente»341. Este dato lo conceptualizaron en los años treinta pensadores decisionistas de derechas. Su polemología política sentencia: dado que el ser humano es malo por naturaleza necesita dominio; dado que el dominio sólo puede ser ejercitado en cápsulas políticas de supervivencia cerradas, dirigidas contra lo exterior, la guerra entre las cápsulas pertenece a la naturaleza de las cosas. «La tendencia a la clausura (y, con ella, al agolpamiento en ami go-enemigo de la humanidad) viene dada con la naturaleza humana; en este sentido es el destino»342. Se puede resumir diciendo que la paranoia es el caso crítico del sensus communis. En las cápsulas políticas, un sentido de solidaridad de ese tipo surge por el desdén colectivo del enemigo; y por la sumisión del grupo al efecto enemistad. Enemigo es aquello que se reco noce, sin concepto, como objeto de un desagrado necesario (y de un en frentamiento inevitable)343.
En la fase de mayor estrés se fusiona el grupo haciéndose un hiper- cuerpo, en el que toma el mando una psicomecánica de cooperación a vi da o muerte, reforzada por la educación. En condiciones de caso crítico suena para una «cultura» la hora de la verdad; con mayor exactitud: la de su revinculación al mecanismo natural. Se podría afirmar que el caso crí tico es la finalidad auténtica de la cultura, pues por él el autocentrismo del grupo llega a su destino o determinación última: acreditarse a sí mismo co mo el objeto de preferencia propia. En el mismo lugar puede iniciar su ca mino ilustrador la teoría naturalista de las culturas. Ella muestra: apenas supone una diferencia para la dinámica de grupos culturales que una po-*
* Insider-Injunktionen. (N. del T. )
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blación sea atacada por un agresor real o que el estresador se imagine in ternamente y se genere proyectivamente en lo real. El efecto de realidad es el mismo tanto en un caso como en otro. Quien equipare, pues, reali dad con imperativo a la guerra, es verdad que tiene una buena parte de la empina de su lado, pero se subordina, sin embargo, a un mecanismo recóndito, en tanto que entre el realismo y el militarismo existe una co nexión circular: a causa de su orientación ontológica a la máxima coope ración de estrés, que se produce en la guerra, hasta ahora las «culturas» han funcionado una y otra vez en la historia como autodesencadenantes de la reacción máxima de estrés. Ellas mismas crean la realidad en la que creen, y creen en la realidad que ellas producen. Entienden la naturaleza de la creencia tan poco como entienden la naturaleza de las culturas34.
Como han mostrado Brock y Mühlmann, para poner bajo control la mecánica se necesitaría una iniciativa civilizatoria de domesticación de las culturas, partiendo de la penetración intelectual en la «naturaleza de las culturas» explicitada. (Bajo las condiciones teóricas de comienzos del siglo XXI, explicitar cultura significa: poner en marcha la crítica fundamental del heroísmo y en evidencia los modos de funcionamiento del nosotros pa- ranoógeno. ) Según esta explicación puede entenderse cómo es que en las interacciones de sistemas heroicos lleve la voz cantante la interparanoia. Por eso, en la época del acrecentamiento de la frecuencia de colisión en el tráfico interparanoide, la guerra se impone en toda línea como el fin primordial cultural de los pueblos (o como quiera llamarse, si no, a los sis temas agresivos-defensivos de confort, que pretenden mantenerse como capullos políticos de gusanos de seda).
En la fase de distensión post-estresal se lleva a cabo una valoración de las experiencias realizadas por la población combatiente en el estrés de la guerra y -dependiendo de esta valoración del estrés y autovaloración, a la vez- un examen de las reglas bajo las que hay que organizar la vida del gru po tras la lucha. Las situaciones de posguerra actúan como períodos cons tituyentes culturalmente hablando. En ellas el decorum, el sistema del com portamiento, habla y organización domesticados, bajo el que se conforma la vida del grupo, se reajusta a la luz de la distensión del estrés (a la som bra del estrés, dice Mühlmann). Dicho simplificando: del lado de los vic toriosos se desarrolla un decorum de vencedor, que contribuye heroico-cul- tualmente al fortalecimiento de las cualidades de grupo conducentes al éxito -representadas ejemplarmente en los rituales de triunfo romanos y
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en su proyección en las culturas imperiales de masas, hasta llegar a los des files de confetis neoyorquinos-, mientras del otro lado se formula un deco rum de perdedor como preparación de la revancha (puesto que es decoro so contraatacar en el momento oportuno), en caso de «malos perdedores», o como ética de la reconstrucción y de la reflexión sobre los motivos de la derrota (puesto que es decoroso cambiar, volverse otro), en caso de «bue nos perdedores». La virtud del perdedor, la esperanza, que está en medio de la resignación y la venganza, puede presentarse temporalmente de mo do tan agresivo que llegue a infiltrarse en el decorum de vencedor -un efec to sin el que difícilmente hubiera podido imaginarse el desarrollo del cris tianismo hasta convertirse en religión del Imperio-, puesto que ¿qué es un imperio, sobre todo, sino un sistema de integración de perdedores? Mag nanimidad frente a los vencidos es el imperativo bajo el que florecen los imperios realmente grandes: no es extraño que ideólogos imperiales ha yan mistificado de buena gana esta receta (el tristemente célebre parcere su- biectis de Virgilio345) como «universalismo»346. La a menudo comentada di ferencia entre Roma yJerusalén significa la coexistencia, llena de tensiones, de un decorum de vencedores y vencidos, utilizable por ambos lados, den tro de la civilización occidental. (Otra descripción de ese hecho sería que la universalidad del cristianismo consistió en ofrecer la comunión más allá de la victoria y la derrota. ) Esta diferencia, fundamental para todas las cul turas tradicionales, entre reglas de vencedores y reglas de vencidos, se ha amoldado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a síntesis polivalentes; sobre todo en Alemania e Israel (en parte, también en Japón), se han desa rrollado formas de un decorum híbrido para vencedores-vencidos o vencidos- vencedores, del que apenas hay ejemplos históricos, y de las que no se pue de decir que amantes de condiciones claras estén satisfechos con ellas.
La acomodación post-estresal a la regla adopta ocasionalmente la for ma de una retirada a lo civil y privado; y entonces, durante un lapso de tiempo, se impone entre los individuos la regla de que ya no están dis puestos a dejarse imponer la regla por el colectivo durante más tiempo. Es ta opción puede observarse, ante todo, en los imperios pacificados a más largo plazo: ya las antiguas escuelas filosóficas trabajan con el efecto indi vidualista, que se desarrolló en la paz imperial romana. En el asesora- miento de perdedores ilustrados destaca, sobre todo, el estoicismo popu larizado, que exhortaba a sus adeptos a considerar en todo la diferencia entre lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Este
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fenómeno se repite en la Modernidad en forma de filosofías de la exis tencia y de la vida, cuyo sentido civilizatorio se puede determinar con una comparación de la historia de las ideas: entonces como ahora se trata de cura de almas de vencidos, bajo circunstancias históricas en las que no se puede pensar en una revancha. Buena parte de la filosofía europea entre 1806 y 1968 sólo resulta comprensible si se la entiende como acomodación ininterrumpida del decorum de perdedor a las circunstancias de la época. Lo que desde la derrota de Prusia frente a Napoleón se llama espíritu del tiempo es fundamentalmente la actualización constante de los métodos de tratamiento del público de los vencidos. Dado que esto es una tarea que cada decenio soluciona con nuevos medios, los espíritus del tiempo se si guen uno a otro como modas terapéuticas. Objetivamente, la «sociedad te rapéutica» comienza ya con el retorno romántico a la naturaleza como dios venidero desde abajo y desde dentro. Una mirada a la literatura de la época informa de la urgencia con la que se le necesitaba en Jena y Auerstádt. Bajo este aspecto, el Romanticismo fue un preludio del exis- tencialismo. En tanto que los existencialistas equiparaban la existencia hu mana con un fracaso consciente, podían ofrecer a los vencidos y desclasa- dos de todo tipo una fórmula de elegancia y soberanía en el fracaso.
A fines del siglo XX se han hecho necesarias enmiendas especialmente decisivas en el decorum, puesto que hubo de archivarse la propuesta más amplia hasta entonces (tras el budismo, el estoicismo y el cristianismo) pa ra satisfacer a los perdedores. Tras el colapso del socialismo, que preten dió hacer de los vencidos de toda la historia pasada los vencedores del fu turo, hay que desarrollar un modo fundamentalmente nuevo de derrota decente. Cuando el orgullo republicano de un Charles Péguy se ha gasta do en derrotas sufridas en la victoria (nous sommes des victorieux vaincus), cuando el romanticismo radical de izquierdas lotta continua se ha agotado, cuando la moral militante de marginales del ilfaut continuersólo puede lle var, en el mejor de los casos, a escenificaciones de Beckett aún más diver tidas y cuando pierde su fuerza infecciosa progresivamente el «narcisismo del asunto perdido», hay que establecer nuevos estándares para la época posterior a los radicalismos de la ilusión de izquierdas. Todavía no se han formulado reglas vinculantes para un decorum poscomunista: aunque pa rece que (junto con el paso masivo al campamento liberal capitalista) cier tas reediciones de una «filosofía como arte de vida» se encargan de una parte de esta tarea epocal. Se practica la vida sensata y prudente, como en
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tiempos de Zenón y Epicuro, como introducción al fracaso con la cabeza alta. Emergen, consecuentemente, giros como «arte de la resignación»347 en el plan de entrenamiento. Las subculturas terapéuticas se dedican al fo mento de un «potencial humano», estrictamente independiente de ambi ciones civiles y políticas. Otros grupos, manques académicos sobre todo, re formulan su marginalización en un desempleo feliz; anuncian sus derrotas, cartelizándolas, como las de una guerrilla que permanece en vela en la clandestinidad: quién habla de vencer, basta engañarse con algo. Ofertas de ese tipo se resumen en el consejo de mantener a la baja expectativas de sentido para no llegar a deprimirse por esperanzas frustradas. Por lo demás, queda a los interesados el placer gratis de deconstruir, por no se sabe ya qué enésima vez, al llamado vencedor: el sujeto, el héroe, el hom bre, el autor.
En todas las síntesis audaces y cabales de Zenón, Spinoza, Kierkegaard y Nietzsche, que reorientan el horizonte posmodemo, hay tanto correcto que ni simples culturas de vencedores ni simples culturas de vencidos serán capaces de construir con medios propios procesos de aprendizaje dignos de perdurar a más largo plazo. Sólo una nueva civilización defini da más allá de victoria y derrota estaría en condiciones de virtualizar la gran reacción de estrés y la ira ontológica del caso crítico y de domesti carlas, convirtiéndolas en cuasi-casos-críticos deportivos. Sería, en casi to do, lo contrario de lo que sabe decir de la llamada globalización la indus tria actual de fantasías de vencedores348. Contrastaría fuertemente con la filosofía del poder de los conservadores estadounidenses, que tras el 11 de septiembre del 2001, con la mano en el corazón herido, apadrinaron un fascismo del bien349. La fundamentación filosófica para la superación de la lógica tradicional del estrés y el caso crítico la ha formulado convincen temente Bazon Brock con el teorema del caso-crítico-excluso: en la cultu ra política universal naciente, el interés por que no aparezca el caso críti co se ha vuelto más serio, más real, más obligado, que todo lo que tradicionalmente valía como serio, real, obligado. La auténtica comunidad de esfuerzo consiste, en el futuro, en seres humanos en proceso de apren dizaje, de las culturas más diferentes, que no se entreguen tanto al desen cadenamiento de energía entre sus grupos, cuanto a aislar las situaciones que reclaman ese desencadenamiento.
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7 El alethotopo - Las repúblicas del saber
No resulta sorprendente que la isla antropógena sea un lugar donde a sus habitantes se les abra una luz sobre el mundo y sobre sí mismos en él. Ella es el lugar donde hay innumerables cosas que no consiguen perma necer ocultas; a pesar de que Heráclito, con su lacónico phjsis kryptesthai phíUv. «a la naturaleza le gusta permanecer en la latencia», nombrara un aspecto decisivo de la distribución originaria de lo oculto y de lo mani fiesto. El mundo es un espacio aclarado: de eso, al menos, no dudaron des de muy temprano, respecto a su situación, los habitantes de la isla del ser. Pero también tienen una certeza inmediata de que no todo está aclarado. Probablemente, no, más bien con certeza, sólo la mínima parte de todo lo que existe está abierto a la percepción y al saber actual. La esfera clara a la que hemos salido es una mancha de luz en medio del círculo de lo desco nocido, no-manifiesto, no-dicho, no-pensado. Y en este círculo de lo sus traído se oculta, según la convicción de los antiguos, lo ontológicamente esencial, a cuya exploración habrán de dedicarse los sabios, esos inquie tantes convecinos de nuestra esfera. La sensibilidad por la verdad de los se res humanos se desarrolla a partir de la intuición de que entre el ámbito aclarado y el oscurecido del ser tiene lugar un tráfico fronterizo no fácil de comprender.
Son fundamentalmente dos observaciones las que informan sobre la esencia de la verdad: en un momento dado, de lo desconocido envolven te salen novedades a lo sabido y dicho; al contrario, mucho de lo que se ha conocido retorna al olvido, a la Uthe, a la implicación. En consecuencia, la verdad no es ni un contingente seguro de hechos ni una mera propiedad de las proposiciones, sino un ir y venir, un centelleo temático actual y un hundimiento en la noche atemática. Mientras el medio entre ambos, lo aparentemente igual-eterno y presente, reclame toda la atención, no que da libre mirada alguna para el aspecto dinámico del acontecimiento de la verdad. El necesario giro de la mirada a la temporización de la verdad lo han llevado a cabo pensadores como Hegel y, más aún, Heidegger; si con buenos resultados o no, es algo que queda aún por ver.
Bajo puntos de vista pragmáticos, la sensibilidad del ser humano por la diferencia entre lo verdadero y lo falso va unida a la experiencia de que lanzamientos y frases pueden ser certeros, o desacertados y falsos. Decir que los seres humanos dependen del éxito de sus lanzamientos y frases,
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significa tanto como constatar que les afectan los valores de verdad, y que esto sucede ya a un nivel biológico. La seguridad de acierto en los lanza mientos y la confianza en los enunciados es desde el principio un asunto de vida o muerte; por eso la «verdad» tuvo que ser protegida como el ma yor bien en las islas de los lanzadores y hablantes. El tráfico fronterizo en tre lo público-claro y lo oculto-oscuro troquelan acontecimientos, que «so brevienen», pasan y dan que pensar. La diferencia entre proposiciones verdaderas y falsas se funda, por el contrario, en acciones que acaban con éxito (acertadas, apropiadas, concluyentes) o sin éxito (desacertadas, ina propiadas, inconcluyentes). Así, el mundo manifiesto viene dado desde el comienzo de dos maneras diversas: una, como nexo de acciones que rea lizamos, y otra, como conexión de acontecimientos que nos afectan. El do ble sentido de verdad, como devenir-patente en el acontecimiento o en el resultado (en el está-bien del intento logrado) y como ser-enunciado en la frase apofántica, es tan viejo como la isla humana misma.
Llamamos alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o figurables. La estancia en él encierra el riesgo de ser influido tanto por verdades que se muestran, se comprenden y siguen va liendo, como por errores, que sólo se manifiestan posteriormente como tales y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista, el ale thotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución o a un vertedero de basuras. En el almacén se guarda lo que se acredita co mo verdadero: no en vano la palabra alemana para verdad [Wahrheit] tie ne que ver con conceptos como asistir, tutelar, proteger, conservar, de fender, cuidar. En el lugar de ejecución, o en el vertedero de basuras, por el contrario, se elimina lo que el grupo no puede ni quiere mantener den tro de él, en tanto que es malvado, defectuoso, inútil y nulo. Verdadero es lo que se conserva para su reuülización. La imagen del almacén permite la asociación siguiente: las verdades, antes de que puedan convertirse en ob
jetos de colección y guarda, tienen que ser cosechadas y acarreadas en una recolecta originaria, muy en consonancia con la referencia de Heidegger al sentido, muy naturalizado en la agricultura, del verbo griego légein, co sechar, recolectar, recoger las uvas, coger flores, fruta, etc. , cuya substanti- vación en lógos produce el concepto de razón y discurso en la antigua Eu ropa. Desde ese punto de vista, el alethotopo, como campo de cultivo de la verdad y punto de recogida del conocimiento, es el auténtico escenario de la apertura humana al mundo. (A partir de esto puede comprenderse
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también por qué los modernos medios de almacenaje sólo muestran ya una conexión marginal con las circunstancias humanas: porque en ellos, como en todos los archivos cognitivos, se hacen colecciones a-subjetivas: amontonamientos de información para nadie. )
Quien vive en la isla humana se convierte ipsofado en un guardián de la Lichtung [claro del bosque], no importa mucho, en principio, si en uno atento o en uno despistado. Como es sabido, Heidegger ha acentuado so bremanera la diferencia entre los buenos y los malos guardianes, pero ha tratado como una magnitud despreciable la diferencia entre conservado res del campo y ampliadores del campo (o entre meditadores e investiga dores). Pero, independientemente de que uno se asimile más bien al po lo guardián o al investigador, no se puede eludirjamás la referencia de los seres humanos a la verdad y verdades, porque la conmoción del aconteci miento de la verdad y de susjuegos de lenguaje está fundada en el genios loci. Como un lugar, donde «sucede», donde «aparece», donde «se mani fiesta», donde «alguien lo expresa», donde uno «se da por advertido de ello», donde de lo dicho no puede hacerse algo no dicho, donde lo cono cido y revelado se retiene y transmite, y en el que, a la vez, mucho, quizá la mayor parte, queda latente e inexpresado, el alethotopo introduce a sus habitantes en su claroscuro y los coloca bajo la presión de tener que satis facer lo verdadero. Lo sabido con seguridad exige que se lo mantenga en vigor, mientras que lo incierto, no-desvelado, posiblemente venidero, arro
ja ante sí una luz crepuscular y obliga a tener cuidado.
Pertenece a las características más generales de las islas humanas el he
cho de que sus habitantes se dividan pronto entre aquellos a quienes afec tan mucho las tensiones de la verdad, y aquellos que evitan, más bien, las situaciones cognitivas de estrés. De ahí surge la diferenciación casi univer sal de los grupos en expertos, que se comprometen personalmente con verdades difícilmente accesibles, reuniendo, en parte bajo su propia res ponsabilidad, en parte respaldados por la figura del mago o del erudito, saber de lo encubierto, de lo sido, de lo venidero, y en legos, que consi guen sentirse satisfechos con las evidencias de primer orden, con las ex periencias y opiniones colectivamente almacenadas, es decir, con los ído los de la tribu. En la primera posición encontramos las figuras del chamán, del sacerdote, del profeta, del vidente, del escribiente, del filósofo y del científico; en la segunda, las del simple miembro de la tribu, del analfabe to, del paciente, del creyente, del empírico, del lego, del lector de perió
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dicos y del espectador de duelos televisivos. No habría existido ninguna «sociedad», ningún «pueblo», ninguna «cultura», si, al menos tentativa mente, no hubiera desarrollado los rasgos de un sistema bicameral de ac cesos a la verdad: cuyo primer elemento represente una House of Common Knowledge, con los sabios comunes como miembros, y una House of Cogniti- ve Lords, donde deliberen los más sabios, los magos, los expertos y profe sores. Desde el surgimiento de las llamadas altas o grandes culturas esta or ganización se ha plasmado en instituciones, que diferencian entre sabios y profanos como entre dos pueblos dentro de la misma población. Esto se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que gran cultura y cul tura escrita son sinónimos en sentido amplio; el monopolio de pocos de la escritura y el analfabetismo de la mayoría actuarán como constantes eter nas en los tres primeros milenios del arte de la escritura. Incluso después de imponerse la alfabetización general, las culturas, como las artes, vuelven a dividirse en high y Imv. Todavía al comienzo de la Modernidad europea, cuando Francis Bacon formula el programa de una «sociedad» investiga dora y en avance, se hizo un monumento a la bipartición del alethotopo: también en el Estado modélico de la Nueva Atlántida existe una Cámara Al ta del saber, una universidad de élite, dedicada al progreso puro, llamada Casa Salomón, cuyos miembros, como en una orden de caballería cogniti- va, están obligados a guardar estricto silencio respecto de ciertos conoci mientos no publicables350.
Bajo estas circunstancias el acceso a verdades más lejanas se convierte en asunto de expertos, más aún, la comunidad de expertos se distancia provocadoramente de la comuna de los sapientes cotidianos y se establece como una aristocracia de derecho propio. La arrogancia del escribiente es uno de los hechos más poderosos de la historia de la civilización. Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que separaba a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores. Basta recordar ciertos mitos sobre el nacimiento de los héroes de la verdad -Gautama Buda, Lao-tse, Jesús- y los informes históricos sobre el culto a los grandes del espíritu -Pitágoras, Platón, Con- fucio, Newton, Goethe- para convencerse de ese abismo y de su efecto de cisivo en el ámbito colectivo de la verdad. La diferencia entre el sabio y la masa insipiente está hecha, para todas las ordenaciones etnoepistémicas más antiguas, de un material de dureza semejante al de la diferencia, en
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las teocracias, entre el rey-dios y los súbditos, o al de la diferenciación, en las culturas religiosas, entre los santos purificados y el pueblo, contamina do hasta la intangibilidad. En los fragmentos de Heráclito el menosprecio del sabio por los ignorantes suena más fuerte que en cualquier línea de Hegel o de Nietzsche. Entre los arquetipos del sacerdote de Apolo en Efeso se cuentan también los astrónomos-sacerdotes de Babilonia, que pasaban las noches en torres observando las estrellas; no es de excluir que comien ce con ellos el orgulloso resentimiento de los insomnes contra la masa de dormidos, un efecto cuyas huellas alcanzan hasta el Nuevo Testamento y las culturas monacales cristianas; y hasta la era de Stalin (cuando los habi tantes de Moscú, durante la Segunda Guerra Mundial, se consolaban con la idea de que en la habitación de Stalin todavía había luz mucho después de medianoche). La mitigación platónica de la arrogancia de la sabiduría, dejándola en un anhelo suyo, y la orientación estoica a un ideal, al que uno se acerca por ejercicio constante, consiguieron impedir la disociación com pleta del alethotopo, aunque no quitaron nada de su radicalidad a la opo sición entre los expertos en asuntos de gran interés lógico-cosmológico y técnico, y los abonados normales a la probabilidad en asunto de negocios cotidianos.
Quien vive en la isla antropógena, por su situación casual o elegida dentro del alethopopo, se ve introducido irremisiblemente en una logo maquia: en una lucha constante por lo verdadero y por las formas válidas de su expresión, en un divorcio permanente entre los conocimientos apa rentes y los reales, entre los profetas verdaderos y los falsos. De estas luchas por la verdad vale lo que Nietzsche ha hecho observar sobre los grandes tránsitos en la historia de las ideas: «¡El encanto de estas luchas es que quien las contempla también las tiene que luchar! ». Naturalmente, se tra ta de luchas cognitivas de clases, desde arriba: luchas de menosprecio de un clero lógico y de una aristocracia del espíritu, consciente de su distin ción, contra la opinión popular; pero asimismo de luchas de orientación en el campamento de los sabios mismos por la legitimidad y capacidad de éxito de sus conceptos y procedimientos. Piénsese, en este último caso, en fenómenos como la ruptura de los parmenídeos con la ilusión del movi miento, supuestamente descubierta por ellos; en el ataque político-meto dológico de Platón a los sofistas atenienses, con el objetivo de deslegitimar la formación de opinión tomando como base la mera probabilidad; en la ofensiva político-religiosa de Diocleciano contra los adivinos, interpreta
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dores de signos y mathematici (astrólogos) en el ámbito jurídico del Impe rio romano; en las luchas entre creacionistas y evolucionistas modernos por la interpretación de los inicios del mundo; en la fenomenología de Fichte de la conciencia cosificada y sus derivaciones en las críticas ideoló gicas del siglo XIX; en el ajuste de cuentas positivista con los «seudopro- blemas» de la filosofía y el descenso del pensamiento moderno a la coti dianidad; en la crítica neoescéptica a los maestros pensadores y grandes teóricos del siglo XX; o, finalmente -por mencionar tras las tragedias la sá tira-, en las campañas de denuncia de los científicos-mainstream neopositi- vistas contra las metáforas epistemológicas y experimentos conceptuales de los posmodemos, campañas que, precisamente por su comicidad, son instructivas como advertencias frente a la disposición, que continúa exis tiendo en el público, a someterse a sistemas-¿>/i{/fde la más diversa natura leza, bien a las sugestiones de algunos científicos sociales, o bien a las pre tensiones de científicos ingenuos y de correctos epistemológicamente de saberlo todo mejor que los otros.
Las escisiones históricas del alethotopo llaman la atención sobre las condiciones fundamentales de la división del saber en poblaciones huma nas. Mientras, en grupos coherentes, el saber aparezca en distribuciones normal-asimétricas y siempre se produzca como co-saber de lo que saben y no saben los demás, el recinto alethotópico sigue siendo capaz de equi librar sus diferencias internas hasta tal punto que no haya de seguirse nin guna escisión en los partidos exclusivos cognitivos. Ni siquiera la polariza ción de saber de mujeres y saber de hombres, las diferencias entre saber de guerreros y saber de enfermeros, los contrastes de madurez entre el sa ber del mundo de quien tiene siete años y la mirada sintetizante del de se tenta, ofrecen razón alguna para luchas de clases por el saber y distancia- mientos profundos de los grupos de saber entre ellos. Sólo en situaciones polimíticas y polimáticas, sobre todo después de configuraciones de pue blos a partir de tribus heterogéneas y debido a mezclas de todo tipo pro venientes de ciudades de tráfico comercial, aparece, en correspondencia con los hechos y datos multiculturales y multicognitivos, un fuerte estrés mental, que quiebra con tanta fuerza el alethotopo, que del difuso saber- todo inclusivo de antes se deslindan partidos, que se vuelven progresiva mente opacos e incomprensibles unos para otros, e incluso, despectivos y amenazadores, en ocasiones.
En la Antigüedad griega la disolución de la crisis polimítica llevó a un
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acontecimiento de alcance, de impronta cultural: la secesión de los filóso fos y científicos de sus comunas. Esos sapientes de nuevo cuño se aparta ron del campo colectivo del saber, dejando de ser encarnaciones del saber popular, como lo fueron aún sus predecesores, los antiguos rapsodas e iatromantes, los cantores cosmovisionales y los médicos-videntes de las cul turas de la verdad, anteriores a la escritura. Se organizaron en un grupo de inteligencias, en cualquier sentido de la palabra separadas, en una cas ta de expertos lógicos y morales, que mantienen relaciones mucho más es trechas con quienes, de procedencia extraña, tienen los mismos intereses, están igualmente aislados, igualmente abstraídos, que con sus compatrio tas. Como efecto de esto surge ya en las Antigüedades europeas y asiáticas la internacional de los portadores del saber superior, que constituye un primer movimiento ecuménico, compuesto de lógicos desterritorializados, maestros de ética patriotas de la humanidad o ascetas enajenados del mun do. Con ellos se articula el fenómeno del pacifismo meditativo o académi co: esa ficción inevitable de una vida desinteresada, hipotecada a la «ver dad pura», que, como si estuviera purificada por una muerte social, repugna de las fabricaciones del saber que toma partido. Del axioma es pecífico de la academia proviene «la libertad completa. . . en eljuego de ar gumento y contraargumento». Con razón pudo afirmarse, consecuente mente: «[. . . ] el alma de la ciencia es tolerancia»*51.
El efecto sofístico se entiende sólo en contraposición a la búsqueda de saber puro o absoluto. Con él, el conocimiento entra claramente al servi cio de intereses particulares, sea como procuración ante los tribunales o como Consulting de los señores de la guerra. Los miembros de la Cámara del Pueblo se refieren no pocas veces a la Cámara Alta objetiva con un te mor de tinte religioso, que se codifica como admiración: con ello se paga tributo a la sensación de que los sapientes son una especie de muertos vi vos, que están más cerca de los números y de las estrellas que sus conciu dadanos. Desde siempre, las cimas de la ecumene alfabetizada se pelean entre sí amargamente y están condenadas a luchas por sentimientos de su perioridad, influencias y partidarios. Que los grandes espíritus estén de acuerdo entre sí nunca fue más, desde el principio, que un cuento, con el que los sabios mantenían su clientela.
El postulado inicial de la ciencia es su asocialidad; su autoconciencia surge de la ruptura con los ídolos de la tribu, de la caverna y del mercado. Sólo puede desarrollarse por la transformación del científico conciudada
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no en un extraño, que habla a los legos en nombre de una verdad exter na. La condición de su institucionalización es la sumisión de los profanos a un dogma, que exige creer que el sapiente científico tiene que ser ad mitido en la sociedad de los sapientes normales como diputado de un ám bito extrasocial del ser: digamos que como mandatario de los números, de los triángulos, de los planetas, de los animales marinos, de los microbios, de los tumores y de todo el universo restante de hechos absolutos. En su calidad de delegado de verdades externas e ideas transcendentes, el cien tífico acreditado consigue autoridad en el colectivo, e incluso poder, oca sionalmente, en tanto logra poner de su lado a los poderosos.
Para el conocedor de la filosofía del siglo XX estará claro que aquí ha cemos uso de la diferenciación heideggeriana entre el modo de ser de los animales, fijado al entorno, y la esencia extática del ser humano, configu- radora de mundo. Al filósofo no le interesó cómo habría que pensar esta diferencia, ya que consideraba prefilosóficas, inferiores, dogmáticas las cuestiones antropológicas y genéticas. En realidad -como intentamos mos trar desde hace tiempo*14- el pensamiento de Heidegger demanda preci samente «substancialización» antropológica, en caso de que la expresión sea oportuna, y nosotros afirmamos que esta exigencia sólo se satisface po niendo en marcha un análisis de la diferencia topológica, establecida con el existir humano, como ser-oriundo de alguna parte.
Lo que nace sólo experimenta, en primer lugar, el cambio de un ele mento-entorno por otro: esto es mucho, pero no cambia nada en la defi nición de vida animal. El nacimiento del mamífero siempre se puede com parar con un tránsito de la vida en el agua al ser-ahí en la tierra y en el aire, como si cada descendiente en la línea de los mamíferos tuviera que reha cer en su propio devenir el éxodo originario del mar y la adquisición del
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Jan van Neck, La lección de anatomía del doctor Ruysch.
modo de ser de tierra firme. Pero de un nacimiento sólo surge un venir-al- mundo cuando el entorno en el que aparece el recién llegado se ha con vertido en un mundo: un conjunto o una totalidad de cosas, que son el ca so. No expondremos aquí lo que significa filosóficamente la expresión mundo; desde el punto de vista teórico-situacional queda por decir que la posición fundamental designada como ser-en-el-mundo significa un ser- afuera. Heidegger lo insinuó con un concepto ontológicamente descolo rido de éxtasis como ser-cabe-las-circunstancias. Quien ex-siste se mantie ne fuera en algo, donde, en principio, no puede sentirse cabe sí. En el caso de los seres humanos, los excéntricos ontológicos, el ser fuera antecede al morar en sí; aunque la dureza de este diagnóstico se aminora, por regla ge neral, por la fuerza protectora de las alianzas esféricas. Cuando se habla de situaciones en el mundo no cabe duda alguna de la prioridad de la exterio
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ridad frente a todo tipo de morada, inclusión, envoltura e instalación ca be uno mismo. Por ello, toda teoría de la situación elemental es también una interpretación del trauma primario: que hay más espacio exterior del que puede poseerse, configurarse, abstraerse o negarse. Porque ello es así, los seres humanos están condenados a la producción de interior.
Si se está de acuerdo con esto, puede aventurarse el intento de formu lar teórico-espacialmente el secreto de la isla. Ser en la isla significa aho ra: poder hacer uso de la posibilidad de transferir situaciones interiores. Transferencias de ese tipo son realizables cuando se alcanza en el exterior una situación real que pueda servir de envoltura o receptáculo para la re petición de interioridad en otro lugar. El fenómeno de la transferencia (que fue descubierto por los magólogos y fascinólogos del Renacimiento, radicalizado por los magnetizadores, e interpretado neuro-hermenéutica- mente, así como utilizado como médium de la situación terapéutica por el psicoanálisis del siglo XX) surge de un efecto de inercia, desencadenado por la preponderancia de improntas pasadas sobre percepciones presen tes. Presupone para su desarrollo fuertes diferencias escénicas entre en tonces y ahora. Si éstas se producen, como sucede, por ejemplo, después de traslados o desalojos, nuevos matrimonios o emigraciones, puede lle garse al fenómeno de la repetición de la antigua escena en la nueva: un fenómeno que en las teorías psicológicas acostumbradas se describe como proyección de afectos. No es difícil en nuestro contexto redescribir la transferencia como reproducción de situaciones, cargando el acento en la circunstancia de que la proto-transferencia se lleva a cabo como repro ducción reiterante de un estado interior en una situación exterior. Desde este punto de vista, el paradigma de la astronáutica resulta informativo, puesto que muestra explícitamente en el vacío lo que los seres humanos ya han hecho siempre en el «mundo de la vida» terrestre. El secreto de la insularización de la esfera humana consiste en que los coexistentes en transferencia coproductiva disponen un interior común en un exterior común. Queda por considerar que las transferencias tienen, en principio, carácter colectivo y sólo se individualizan tardíamente, en dependencia de medios, juegos de lenguaje y formas de habitar que afianzan el efecto de privatización.
La obra comunitaria que desemboca en la creación de islas se lleva a cabo de modo que quienes viven en común crean a partir de un fondo es cénico compartido de situaciones interiores y reproducen éstas en una ex
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tenor diferente. Es así como un grupo fuertemente coherente se convierte en uterotopo, es decir, en metáfora escenificada del cuerpo de la madre. En una primera lectura, esto se interpreta como un fantasma de parentes co: como sucede con el dogma de que, como miembros de una nación, so mos también hijos de la misma madre. No olvidemos que Platón, en su momento más sincero, cuando hace que Sócrates exponga la doctrina de la necesidad de la mentira noble, quiso sacar provecho del efecto uterotó- pico: ¿qué decir a los miembros descontentos de la ciudad dividida en cla ses, sino que todos los ciudadanos son vástagos de la madre tierra, que, junto a hijos de oro, parió hijos de plata y de bronce, con la esperanza, quizá legítima en las madres, de que sus descendientes se las arreglaran pacíficamente entre ellos, en armonía fraternal y piedad por el profundo pasado común? 315En segunda lectura, con el concepto uterotopo se desig na un fantasma-espacio, devenido influyente históricamente, que sugiere que, mientras permanezcamos territorializados en el propio grupo, sere mos las criaturas privilegiadas de una misma caverna: beneficiarios proto- solidarios de un mismo estado fetal en el seno común del grupo. La «pro fundidad» de un grupo corresponde al carácter propio de su función colectiva de Nirvana: sus miembros convergen en una irrealidad o pre-rea- lidad imaginariamente común, desde la que son enviados a lo real: como hermanos camales, que comparten un secreto de caverna, una condena celestial. La communiouterotópica se articula tanto en las primitivas alian zas totémicas como en innúmeros ejemplos de confederación mágica y sa grada del más alto rango, hasta llegar a aquella communiosanctorum, que en su totalidad pretende constituir el seno de la Madre Iglesia. Cuando filó sofos contemporáneos de la religión expresan ocasionalmente la opinión de que la «humanidad» representa «en lo más profundo una magnitud re ligiosa»316, hacen uso de la posibilidad de transfigurar la especie entera en un uterotopo adamítico.
Quien pretenda encontrar una interpretación para la tenacidad del sentimiento de pertenencia a grupos éticos (incluida su crónica manía de disputa y proba capacidad de defensa) no debería olvidarse de analizar el m odo de construcción de los uterotopos. Constituyen la form a política de la imposibilidad de llegar a ser adulto. La síntesis uterotópica significa la predestinación de seres humanos a una procedencia común de una ca verna incomparable (y la común fijazón en ella). La síntesis utópica, por el contrario, piensa en la predestinación de los seres humanos a un cami-
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no en común hacia una incomparable tierra prometida. Uterotopía y utopía se reflejan una en otra como elitismo del origen y elitismo del fu turo. Representan las dos fuentes de la conciencia mánica; y eo ipso los dos motivos más profundos de de-solidarización de los destinos de los demás. Teniendo esta diferencia ante los ojos se comprende que, a diferencia de como lo pensaron Marx y Engels, toda historia es historia de luchas entre grupos de elegidos. Constatar esto significa comprender el motivo de por qué desde el ocaso de las culturas marciales está en marcha una doble güe ña mundial: una guerra de primer orden entre varias comunidades de
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Eva Hesse, Sin título (Rope Piece), 1970, cortesía de The Estate of Eva Hesse, Galerie Hauser Se Wirth,
Zúrich. Foto: Paulus Leeser.
elección por el origen; una guerra de segundo orden entre comunidades deelecciónporelorigenjcomunidadesdeelecciónpoielfuturo . Lo que hasta ahora se tenía por opción entre guerra y paz, la mayoría de- las veces era, caí verdad, una opción entre la primera y la segunda guerra. No está claro que pueda haber una tercera forma de guerra. Si la hay, su fren te estaría col*>cado entre los elegidos y los no elegid*>s. La experiencia di
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ce que los últimos retroceden ante exhibiciones solemnes. Se contentan con contemplar las intrigas de los elegidos hasta que su autodestrucción sea un hecho consumado*1*.
4 El termotopo - El espacio de confort
Los romanos inventaron el arte de impedir el parloteo, en tanto que re sumieron el presunto resultado en cuatro palabras. Ejemplo: ubi bene ibi pa tria. En relación con nuestro tema esto significa explicar de una vez por to das la extendida inclinación de los seres humanos a preferir la patria, deduciendo el efecto-patria de la sensación de bienestar en el lugar pro pio. Ilustración ecuménica, estilo romano. Así se vuelve reversible la cone xión entre patria y sentirse-bien. Si estás en la patria, es que te va bien; si no te va bien, no estás en casa. Si la patria no procura el bene vivere, no me rece su nombre; en consecuencia, se puede y se debe intentar otras posi bilidades, sea como emigrante, sea como destructor de las condiciones domésticas. En un discurso del 29 de noviembre de 1792 Saint-Just expli cará: «Un pueblo que no es feliz no tiene patria». Desde entonces, los con denados vernáculos de esta tierra están de camino en alguna parte donde son más felices. Si falta la fuerza para romper con la mala situación surge el tristemente célebre efecto-de-aire-viciado: la fidelidad a la miseria que nos ha engendrado. El genio de Martin Walser encontró la expresión cla ve para ello: «Una familia es una alianza de miseria. Algo así no se aban dona nunca»*19. El derecho fundamental a la libertad de residencia, for mulado sólo en época reciente, implica la infidelidad productiva a la infelicidad de la propia condición. Los seres humanos no están en casa en una tierra o en un país, sino en un confort.
Uno de los motivos de la vida aislada en grupos consiste en cómo un grupo exitoso se procura y reparte internamente una ganancia en bienes tar. No obstante: sólo se es consciente tardíamente de que esa ganancia no es tanto el efecto del lugar en el que se efectúa el reparto, cuanto que es el efecto del reparto el que nos hace valorar el lugar. Entretanto hay que escuchar muchos absurdos: que hablan de naciones queridas, de campos patrios a empapar con la sangre impura de los extraños, del nomos de la tierra, del derecho de los pueblos a su propio Estado y del árbol de la li bertad que hay que regar en cada generación con la sangre de los patrio
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tas. ¿No podría ser un patriota alguien que introduce confusión y desor den en los motivos del apego al lugar propio?
El signo más visible de la ventaja de sentirse en casa en el grupo es el hogar, el lugar donde se hace fuego; como símbolo de humanidad más an tiguo, es la referencia más clara a que los seres humanos no se las arreglan sin un elemento confortante. El fuego alimentado en común encierra la experiencia de que hay protectores naturales que deparan ventajas mien tras se les mantenga a la vista cuidadosamente. La fuerza del fuego es benéfica, suponiendo que la guardia de incendios no se duerma. Manipu lar el fuego supone una actividad que queda exactamente en el límite en tre magia y trabajo. Esta diferencia, al comienzo casi paritaria, se va incli nando en el curso de la historia de la civilización hacia el lado del trabajo, sin que el polo mágico se haya podido diluirjamás. Si en el obrar humano todo se regula por ecuaciones entre acciones y sus efectos, es evidente que se trata de trabajo. Este sigue el camino hacia el resultado con tanta recti tud como entiende las reglas de su oficio. Es verdad que lo que se llama trabajo es muy a menudo sólo un pasatiempo estéril para una mayoría de «brujos a la inversa», que dominan el arte «de hacer poco de mucho»320. ¿Era Nietzsche consciente de que definía con ello el servicio público? Por lo que respecta a la magia, produce el efecto contrario: la desconcertante sobreabundancia de los efectos frente a las acciones. Aunque no se sabe propiamente cómo funciona el arte de la magia (zaubem, en germánico, antiguo inglés: pintar de rojo), parece que lleva más allá de lo que podría hacerlo el mero trabajo. La magia entra enjuego, en forma de auténtico valor añadido causal, cuando el éxito de ciertas operaciones alcanza lo ex traordinario. Por eso la magia no siempre es engaño; el mundo mismo alienta a acercamientos de tipo mágico a muchas situaciones en él, porque depara la experiencia de que de vez en cuando se consigue más de lo que se emprendió. De ello responden los viejísimos conceptos de suerte y po der. En la Antigüedad, ese plus que se advierte en caso de éxito muy evi dente, asombroso, se hace visible en la figura de dioses astutos, artesanos poderosos, especializados en efectos especiales (tipo Zeus, Hefesto, Her- mes), con quienes, comprensiblemente, se intenta trabar alianzas.
La forma más antigua de esa fortuna aliada es el fuego del hogar, en el que ejercen sus labores las mujeres y que guardan los sacerdotes. Dos tipos de personal, doble promesa de felicidad. El fuego es un dios casero con amplias conexiones, y un alma de la casa de presencia sensible. Desde que
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se ha aclimatado como aportador de ventajas entre los seres humanos, los mitos pirogenéticos remiten su presencia a un don de los dioses o de los titanes a los mortales: un regalo, que pasa a ser posesión permanente de aquellos a quienes se regala y que les permite la entrada en la condición cultural. Aquí aparece por primera vez el concepto de «ayuda para autoa- yuda». En el contexto de la antigua Europa, Prometeo es el titán con el sín toma de auxiliador, el sponsor ejemplar y amigo de los seres humanos. Quien entrega el fuego «pantécnico» (pyros pantechnos121) se convierte en patrón de las cocinas, promotor de la alquimia, posibilitador de la cerá mica y de la metalurgia, deparador de confort y abogado de la redistribu ción de luz y comodidad, en una palabra: en el auténtico titán de la cul tura y, en virtud de esas propiedades, en el santo más distinguido en el calendario de la ilustración. Como facilitador de la vida y primer donador de poderes, como filántropo y causante de la rebelión contra la idiotez de la resignación a las circunstancias, él es el mítico protector del termotopo.
Con esta expresión, pues, no se piensa sólo en la zona, en la que quie nes pertenecen a los grupos sienten la ventaja calorífica inmediata del fue go: un motivo, que, además, sólo pudo ganar peso en la fase post-africana de la evolución cultural, tras la expansión de la humanidad en regiones con estaciones marcadamente diferenciadas e inviernos más largos. Desig na, a la vez, el círculo, en el que se ponen de manifiesto las ventajas de la magia cotidiana. Los habitantes de la isla Quirotopia son por naturaleza termotopianos, ya que se produce una sinergia entre lo que consiguen las manos y el sobrevalor que añaden los hogares. El termotopo es un espa cio, en el que, por confirmaciones continuas, valen las expectativas de éxi to; ese espacio constituye la esfera de confort primaria desde épocas ini ciales muy arcaicas, aunque sólo desde la época de civilizaciones desarrolladas, como la de los romanos, el culto de la fortuna pública vaya unido al culto de los hogares. Donde esto sucedió de manera más obvia es en el establecimiento del hogar del Estado en el templo de Vesta en el fo- rum romanum, cuya tarea era la de dar prueba de la unidad de hogar y Es tado (o de casa e imperio)32. Desde él irradia el evangelio de la inmuni dad, del integrum, hasta la periferia. El símbolo primario con el que se presentaba el Imperio Romano era un termotopo doméstico, llevado a for mato universal, en el que hogar y universo, isla y continente, se habían de convertir en una y la misma cosa.
Mientras que losjuristas y creadores de cultura romanos han generali-
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Los nagas permanecen junto al fuego sagrado mientras dura el kumba-mela, hasta dos meses.
zado políticamente la termotopia, a los brahmanes de la India les intere saba su hipostatización. Según ellos, hay que comprender el contexto en tero del mundo como el cambio de forma del fuego. Los efectos de pro fundidad del pensamiento brahmánico se derivan de la circunstancia de
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que está seguro de sus competencias pirotécnicas en la consumación de sa crificios al fuego, y porque de este círculo estrictamente delimitado dedu ce múltiples metaforizaciones. Así como el Imperio romano se resume en algunas vírgenes ante el fuego sagrado, las vestales, la cultura de la antigua India lo hace en los ascetas ante el fuego sacrificial323. Su última concreción la alcanza en la figura del renunciante, el samnyasin, que ya no hace sacri ficios ante fuegos externos, sino que consume toda su existencia en un fue go mental: la llama de Veda. Por eso el renunciante ya no toma parte en cocciones, ofrendas de fuego e incineraciones cotidianas; su cadáver ya no se inhuma en el fuego, como el de los no curtidos espiritualmente, se en tierra porque parecería inoportuno quemar otra vez externamente a quien ya está quemado interiormente. En el termotopo absoluto no sólo se reparten las ventajas de una vida en la proximidad del hogar; se esta blece una competición ritual por la ventaja de todas las ventajas: hacerse uno, unificarse, con el hogar del ser.
En otros casos se definen profanamente las ventajas termotópicas. En sociedades estratificadas, la reunión igualitaria en torno al fuego se tradu ce en la atracción por ventajas posesivas, relativas todas ellas a un lugar de preferencia. Entonces los rasgos exclusivos del espacio ventajoso aparecen con un perfil crudo: lo que en un formato más pequeño crea solidaridad inclusiva, actúa desolidarizando en uno más grande. Ventajas son justa mente aquello de lo que no hay bastante para todos. Otros fuegos, otros destinos. «El calor», escribe Gastón Bachelard, «es un bien, una posesión. Hay que custodiarlo celosamente y sólo puede hacerse obsequio de él a se res escogidos»324. Poder asegurar el contexto de bienestar de los suyos es lo que distingue al patrón, al gran señor. En el ámbito de alcance del espa cio ventajoso del que él se cuida, quienes dependen de él sienten que va en su propio interés guardar su secreto; por ello, todos los grupos que man tienen estrechamente el privilegio de pertenencia llevan uno y el mismo nombre, nunca expresable: cosa riostra. Si se entienden las sociedades in sulares como espacios de distribución de ventajas de procedencia incierta, tienen formalmente un sustrato mañoso: esto vale incluso para una po tencia mundial democrática como Estados Unidos, cuyo nivel de bienestar no sólo se basa en los logros de su propia economía nacional, sino también en un sistema tributario encubierto325. Cuando el confort ya se ha estable cido como costumbre, no se pregunta de dónde proviene. Los misterios de la redistribución son profundos, y los agraciados se aferran a ellos, aunque
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Joseph Beuys, La bomba de miel, documenta vi, 1977.
ya sospechen que cen'estpas catholique. Así como innumerables ciudadanos e instituciones acostumbrados a subvenciones, de la ciudad de Berlín, que está en bancarrota, no quieren enterarse en el año 2004 de dónde podrían venir las sumas de dinero que están dispuestos a seguir gastando sin ga narlas, numerosos ciudadanos de los emiratos del Golfo no se interesan por la solución del enigma de cómo es posible que reciban de los jeques reinantes tan altos salarios por mantenerse lejos de cualquier actividad asa lariada.
Así pues, no era del todo correcto afirmar que toda historia es la histo ria de luchas entre grupos de elegidos; también es, del mismo modo, la his toria de luchas entre grupos de bienestar.
Si se busca una alternativa contemporánea, moralmente aceptable, al inmoralismo de camarillas, clubs y clientelas, se impone pensar en las or ganizaciones de beneficencia estatales, establecidas en los siglos XIX y XX. El Estado social es la generalización regional del termotopo con medios técnicos de aseguramiento. Sus logros se basan en el descubrimiento de un fuego frío (atizado con contribuciones obligatorias), en torno al cual pueden reunirse innumerables necesitados (relativamente privilegiados, a pesar de todo). Con los sistemas nacionales y comunales de solidaridad
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(en Estados Unidos se añaden a ello los fenomenales servicios voluntarios) parece que las sociedades modernas han inventado algo así como un me ta-hogar, que ayuda a muchos con legítimo derecho a ello, así como a cier tos ladinos, a mantener vivo su propio fuego. Tales instalaciones para la re distribución de las oportunidades de bienestar funcionan por ahora exclusivamente en formatos nacionales. Se podría llegar a decir incluso que el espíritu posmodernizado de las naciones ya sólo se basa en las cajas de solidaridad y en los sistemas de seguros; sobre todo en Centroeuropa y Europa del Norte, donde se encuentran las instituciones termotópicas más cómodas del mundo. Quien quisiera transferir estas condiciones a la so ciedad mundial tendría, primero, que haber solucionado la paradoja ter- motópica, y mostrar cómo anteponer todos a todos. En ausencia de un so cialismo térmico convincente habrá que contentarse provisionalmente con una estética térmica326. La bomba de mírídejoseph Beuys, que conecta simbólicamente a la humanidad en general con la vida dulce, insinúa has ta qué punto se puede llegar con esa estética.
5 El erototopo - Dominios de celos, peldaños del deseo
Hay que haber pasado toda una temporada en la isla antropógena pa ra conseguir un atisbo de cómo los habitantes organizan su vida del deseo. En principio es de esperar que seres humanos con señalados condiciona mientos uterotópicos y termotópicos existan en un clima excitante, que provoca un estado de alerta elevado respecto de las ventajas de pertenecer a él y del reparto de las oportunidades de confort. Por eso la isla, frente al cliché turístico de los modernos, no es un lugar para olvidar lo que hacen otros. Es un buen consejo para quien quiere orientarse en el invernadero de la isla, reforzar su atención a la práctica afectiva de los otros.
Llamamos erototopo al campo o dominio de deseos insular-humano, porque el deseo erótico ofrece el paradigma de cómo la competición afec tiva en los grupos estimula y controla, a la vez, la vida del deseo de quienes viven juntos. El dominio erótico se pone en tensión, en tanto que los gru pos, por constante autoirritación subaguda, producen una especie de aten ción suspicaz-concupiscente a las diferencias entre sus miembros. De ahí surge un fluido de celos, que se mantiene en circulación y flujo por mira
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das inquisitivas, comentarios humorísticos, maledicencias desacreditado- ras yjuegos competitivos rituales. En esta dimensión se manifiesta el eros, no como tensión dual-libidinosa entre ego y alter, sino como provocación triangular. Te quiero, me excita tu bella figura, si puedo suponer que otro te quiere y le gusta tu bella figura lo suficiente como para querer poseer te. Mientras que Diótima de Mantinea interpreta en lenguaje filosófico la esencia de lo erótico como ceder a la atracción del bien, el examen to- pológico subraya la irritación estimulante producida por la ventaja dife rencial que un prójimo pudo conseguir, o ya posee, al privatizar un obje to de amor327. Por eso, los procesos eróticos en el grupo constituyen la forma fundamental de la competencia, desencadenada por la observación imitativa del esfuerzo de otros por la adquisición de ventajas de ser, pose siones e influencia328. Lo que más tarde se llamará el sensus communis es la participación en el clima de alerta de los celos y antagonismos que flotan libremente en el grupo. Pertenece a los prodigios -y justificaciones- de la forma de vida democrática, que transforme el estado de ánimo funda mental de rivalidad, siempre alerta, en civismo y disposición cooperativa, excepto en casos en los que ella misma, como distensión, se permite tam bién sus provocaciones.
En cuanto en la isla antropógena ya no dominan las relaciones más tempranas y más frugales, sus habitantes se van diferenciando cada vez más desde estos puntos de vista: desde lo que uno es más que otro, desde lo que uno tiene más que otro, desde lo que uno representa más que otro. En consecuencia, a la sabiduría de vida del grupo pertenece una gestión tri ple de los celos. Si las autoirritaciones del grupo han de mantenerse en un tono soportable para la vida, el colectivo necesita suficiente discreción pa ra las diferencias de ser, las diferencias de posesión y las diferencias de es tatus en su interior. Discreto es quien sabe qué es de lo que no tiene que haberse dado cuenta. Si uno se ha movido durante un tiempo suficiente mente largo en el erototopo, se percibe el esfuerzo sutil de los habitantes por mantener su indiferencia frente a diferencias despreciables, así como su pretendida impasibilidad frente a las no-despreciables. A menudo se ha considerado esto como represión; se trata del silencio consciente respecto a que el rey de los elfos está entre nosotros.
No obstante es de esperar que en todos los grupos, ocasional o perió dicamente, el furor de los celos consiga vencer sobre la discreción. En esos momentos sale de la latencia el deseo de saquear y humillar a los porta
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dores de diferencias ventajosas; suena la hora de la venganza para la pa sión de la redistribución. Entonces aparece en todo su esplendor «esa mezcla repugnante de lascivia y crueldad, que siempre me ha parecido la auténtica “poción de brujas”», de la que Nietzsche, en su libro sobre el Ori gen de la tragedia, había constatado que constituía la esencia de los Dioni- sos primitivos y repudiables, no amansados todavía por la cultura apolínea329. Para impedir estas irrupciones, tan temibles como secretamente deseadas, de la peste afectiva, todo erototopo necesita su escuela del deseo correcto, o, mejor, una moral que sirva de profilaxis de la irritación por las diferen cias. Ya que el eros irritado conlleva un sentimiento de atracción por las ventajas del objeto positivamente diferenciador, ese «amor» se manifiesta en el deseo de una parte del botín y -si el reparto no es posible- de la ex propiación de quien lo posee. El ámbito de objetos de este amor se extien de, casi del mismo modo, al compañero sexual, a la posesión de casa y te rreno, animales y capital, privilegios espirituales y corporales. De este primer tosco arte de amar surge una cultura de la envidia, que acostumbra a ador narse con el título honorífico de crítica.
La primera lección en la escuela del deseo se imparte mediante prohi biciones. En ella se aprende lo necesario sobre el tabú y el no-debes. Mien tras más tranquila la posesión, más pronto se impide la escalada del deseo. En la prohibición se percibe la presencia de un tercero, que ya ha apare cido entre yo y tú antes de que nos encontráramos empíricamente: este tercero, que aporta garantías, me aparta de mi deseo ingenuo de las ven tajas del otro, tanto como al otro le prohíbe la exhibición de ellas30. Pero, dado que ni prohibiciones ni tabús pueden neutralizar la atención dirigi da al bien ajeno, sino que contribuyen, más bien, a la focalización del de seo en lo sustraído por ellos, las culturas avanzadas tienen que proceder a una desinteresización activa de los seres humanos con respecto a los obje tos de sus celos. Esto se consigue sólo si en su lugar se colocan bienes su periores, cuya naturaleza ideal permite una partición ilimitada e impide toda propiedad privada provocadora.
Del alivio que produce esta elevación del deseo vive hasta el día de hoy todo lo que de alguna manera tiene relación con lo espiritual. Las éticas de las grandes culturas, tanto en el Este como en el Oeste, trabajan con la ironía de que los seres humanos que se baten por lo bueno pierden lo me
jor. Los ángeles, dice Emerson, sólo nos abandonan para que se nos acer quen los arcángeles. Si, efectivamente, existió en el siglo XX una traición
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de los intelectuales, fue la de invertir la ironía. Comenzaron a mofarse de lo llamado mejor, decididos a no perderse su propia porción de lo bueno al uso. «Superestructura»: ¡ya me entienden! Desde entonces, la arena en la que se desarrolla el reparto de los escasos bienes de privilegio está con tra todo lo que es el caso. Desde 1914 la Gran Política es la universalización de las luchas de celos sin un nivel superior.
En el platonismo se percibe con todo lujo de detalles la gradación des de el amor sensible, partidista y polemógeno hasta el espiritual, suprapar- tidista e irónico. También el estoicismo, en su ética de la liberación de la multiplicidad de necesidades, ha reprimido la tentación de tomar parte en las luchas de apropiación con respecto a todo. La cultura de monjes cris tiana pudo conectar con esa moral de atletas. La figura más madura de una ética del desinterés se ha alcanzado, sin duda, en la doctrina budista de las afecciones y de su liquidación mediante la espada de la intelección. Con su análisis sutil de la cadena causal que conduce a fijaciones genera doras de dolor, el budismo intenta emancipar, al menos a una minoría de seres humanos, de la arena del deseo y del sentimiento de ser inevitable mente un perdedor. No fue por casualidad Friedrich Nietzsche quien con siguió ver en el budismo la forma más refinada de una higiene afectiva: el mismo Nietzsche, al que el análisis del resentimiento debe prácticamente todo hasta hoy día. Gracias a él sabemos que la naturaleza de los senti mientos de rechazo consiste en el vínculo del perdedor con el objeto, con el que se ve comparado en detrimento de él; de la herida que deja la com paración fluye la necesidad, apenas dominable, de humillar al objeto afor tunado.
En forma ruda, que posee la ventaja de la claridad, el decálogo judío, sobre todo en su último mandamiento, había articulado una regla de stop para la peligrosa competencia del deseo, aunque sólo para sus sólidos as pectos sexuales y posesivos:
No desearás la casa de tu prójimo. No desearás la mujer de tu prójimo, su es clavo o su esclava, su buey o su asno, nada de lo que pertenezca a tu prójimo (Exo do 20, 17).
En su concreción, que refleja la existencia pequeña y mediana de un poseedor de ganado y esclavos en torno al año 1000 a. C. , incluidos con sus dramas típicos, el décimo mandamiento permite reconocer un principio
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de formulación de una regla general de abstinencia de deseos, que re dunda en provecho de la reducción de tensiones en el erototopo. No es, pues, incomprensible que René Girard sitúe una nueva interpretación an tropológica del décimo mandamiento en el centro del resumen de sus análisis de los efectos de la competencia mimética31. Es una lástima para su propio proyecto que Girard no tenga en cuenta apenas que, con su te rapia del deseo, desinteresándolo de bienes polemógenos escasos y des viándolo a bienes simpatógenos compartibles, algunas culturas no-cristia- nas hayan llegado más lejos que las de las religiones del decálogo; también parece ignorar que la crítica moral de Nietzsche no habla en favor, en mo do alguno, de una reintroducción de la violencia de los celos en la cultu ra. El autor de Zaratustra se proponía la síntesis de los logros de la psico logía budista de la abstinencia y de las cualidades de disfrute del mundo que conlleva el juego versátil de la rivalidad; con el objetivo de desintoxi car el antiguo erototopo occidental mediante ese giro a una ética de la magnanimidad32. Del alcance de este intento se puede hacer una idea quien sea consciente de que el experimento de la Modernidad, por lo que respecta a las condiciones de consumo y competencia, ha conducido a una desregulación casi ilimitada del erototopo. En ninguna formación social previa ha sido incluida todavía tan explícitamente en la motivación del comportamiento la provocación sistemática del deseo de todo lo que po seen los demás. Los fuegos de la envidier3se conectan en la sociedad de con sumo en circuitos de energía análogos a una central eléctrica. También los sistemas políticos de la democracia dependen completamente del desen cadenamiento de la desconfianza de todos contra todos. Ya en las Kentucky Resolutions, de 1798, había establecido Thomas Jefferson: «El gobierno li bre se funda en los celos y no en la confianza». Si la teoría de la cultura pu diera formular una pregunta al siglo XXI sería: cómo la Modernidad pien sa mantener bajo control su experimento con la globalización de los celos
(rivalidades, antagonismos).
6 El ergotopo - Comunidades de esfuerzo e imperios beligerantes
El espacio en el que se reparte cooperativamente el peso de las tareas lo llamamos el ergotopo: sus habitantes, los ergotopianos, están unidos en
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comunidades de esfuerzo. La descripción de su actividad ofrece la imagen de los adultos, érga kai hémera, la crónica de las obras y días de gentes que no lo tienen fácil. Al comienzo, la razón de participar en las indispensables tareas comunes es familiar, totalitario-informal, fundada en la evidencia de la situación o en el dictado de la tradición, más tarde en ritos de iniciación, exigencias profesionales, ataduras que imponen las categorías sociales; más tarde aún, son las prestaciones personales, los edictos, los centros ofi ciales, los que se cuidan del registro en el ergotopo; al final, lo que nos su
jeta a él son mission statements y las órdenes del día de la opinión pública. En este horizonte los grupos se convierten en comunas; es decir, en unidades integradas por muñera comunes. El ergotopo configura un espa cio, en el que quienes conviven se ven envueltos en obligaciones y tribu tos; con la orden de movilización para una lucha común contra el enemi
go exterior, como patrón de medida y valor límite de toda cooperación. (A quien dispensara de estas imposiciones es, en sentido preciso, inmune,
sin obligaciones, sin trabajo, liberado para otras prioridades. )
Si se radicalizan las situaciones ergotópicas, podemos volver a encon tramos en bancos de galeras, condenados a remar manteniendo el ritmo impuesto. Matándonos a trabajar en canteras, en trabajos forzados en mi nas, en la katorga, los campos de trabajo de la muerte.
En otras épocas so mos cooperadores voluntarios, dedicados a una cosa común por consenso entusiasta: comunas para la construcción de una catedral, partisanos de la libertad, cruzados, finalistas. Bien sea que estemos soldados unos a otros por la necesidad, o bien que un objetivo vinculante nos dé alas, mientras tengamos un puesto de esfuerzo seguro, colaboramos como trabajadores en la viña de la communitas. El ejemplo de las galeras es instructivo, porque con él puede explicarse el concepto de socialismo rítmico, en el que se lle
va a cabo la síntesis social por movimientos sincronizados. De este modo, el trabajo en común se organiza como sinergia de sistemas de músculos acompasados. Todo condenado a galeras es un oscuro héroe del trabajo.
Surgidas de la tradición arcaica de bailes en grupo, en las grandes cul turas aparecen rutinas y ceremonias sencillas, pero variadas, con el fin de desarrollar movimientos uniformes en grupos y masas. En su estudio sobre Baile y entrenamiento en la historia humana, el historiador norteamericano William H. McNeill ha descrito diversas formas del «bonding muscular» y de la cooperación ritual y militar, que son capaces de crear un esprit de corps en colectivos de rendimiento de composición heterogénea34. Con esas téc-
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«
Trabajadores de una sucursal japonesa
de Coca-Cola, realizando ejercicios calisténicos.
nicas-bohding rítmicas se interpela a manadas eufórico-grupales, excitables psic os< ináiicainenie. Los seres humanos ya hicieron pronto la experiencia de que el acompasamiento del esfuerzo se experimenta como un desahogo y que el desgaste de fuerzas rítmico común aleja el punto de agotamiento. Siguiei do el ejemplo de los macedonios, las tropas romanas utilizaron la marca leí paso en voz alta para marchas que exigían gran rendimiento. ( üertai lente, el compás mecánico es sólo una forma sustitutoria del arre bato compartido del baile, (atando no puede presuponerse un entusiasmo colectivo voluntario -por ejemplo, en masas de esclavos en los campos de los señores y en grandes obras imperiales, o en tropas reclutadas obligato riamente, en la época moderna-, los dirigentes utilizan el entrenamiento rítmico ¿omo prótesis de consenso: los comienzos de la música de esclavos y militaresse remontan a ese ardid. Todavía las /. rusde* Platón sabían al go del consenso de los músculos y no quisieron dejar ni las temalidades ni los ritmos del Estade) al arbitrie) de sofistas melosos o demagogos tonales. El pape I de las flautas en la integración acústica de la falange fue recono-
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cido pronto por los generales griegos; partían de la base de mantener uni da la tropa no sólo como pared viva de escudos, sino también como un fo- notopo especial en movimiento: como si un ejército fuera una war parade, que se despliega extáticamente en el campo de batalla. En el arte de la co reografía se conserva el recuerdo de que los coros fueron en principio gru pos de movimiento bajo dirección escénica única35. La consecuente orga nización de la unidad de procedimiento y consenso en la Modernidad se remonta a la escuela de guerra de Moritz von Oranien, que desde 1590 co menzó a instruir tropas holandesas mercenarias con el objetivo de con vertirlas en máquinas de guerra sincronizadas; con el efecto modélico co rrespondiente sobre toda la milicia ilustrada de Europa y de Asia. En los sistemas políticos de base militar de la Modernidad el adiestramiento es la auténtica instrucción de la nación.
Cuando el esfuerzo se desliga del grupo y se convierte en asunto de in dividuos extraordinariamente dotados, surge el adetismo. Los primeros atletas que aparecen en la aurora de la gran cultura se desarrollan como expertos en esfuerzos extraordinarios, de los que sólo son capaces ya per sonas entrenadas especialmente para ello36. El sentido del esfuerzo y su clasificación en lo real se ha transformado ostensiblemente: cuando los ri vales se enfrentan mutuamente, lo que les importa ya no es una obra de necesidad común de su grupo; el agón deportivo no es una guerra, ni una cosecha, ni la construcción de una muralla. Más bien es el sentido de re presentación y superación de sus rendimientos el que se coloca en este ca so en primer plano, aunque a menudo las ciudades (y en esto las naciones modernas hacen igual) consideren a sus atletas como delegados suyos e in terpreten sus éxitos como hechos colectivos. Esto es posible porque la cul tura antigua, máxime la preindividualista arcaica, de los griegos, con su concepto de pónos, de ejercicio fatigoso dignificador y virilizante, llegó a una concepción abstracta del esfuerzo en general, del esfuerzo sans phrase. Con ello se lleva a cabo la diferenciación del colectivo ergotópico en cam peones tensos y espectadores distendidos; desde su propia perspectiva, am bos participan en la philoponta, en el amor al esfuerzo.
El atletismo transfiere el principio del teatro al ejercicio corporal, y crea, con ello, una alternativa civilizatoria a la forma bélica de gestionar el estrés. Los atletas son los primeros simuladores del caso grave o crítico. La invención de la guerra teatral pertenece, sin duda, a los logros civilizato- rios más valiosos de la Antigüedad europea. Cuando en 1896 se iniciaron
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Ejercicios militares con el mosquete.
losJuegos Olímpicos de la Modernidad, el renacimiento de la Antigüedad, que había comenzado en el siglo XIV, entró en su fase masivo-cultural, no tablemente demorada, dividida en un camino griego y uno romano37. No obstante, la simulación civilizada de la guerra en los estadios olímpicos no consiguió impedir las guerras reales, ni las regionales, ni las llamadas mun diales. En el siglo XX, a menudo, tanto en los estadios como en otras par tes, el deporte se practicó con tanta saña que parece que no fuera la dis tensión del caso crítico, sino su otro frente de batalla: la segunda sumisión de Grecia al dictado romano, esta vez como victoria de la arena sobre el stadion.
En el ergotopo domina la síntesis social por estrés. Por eso, el secreto de la coherencia del grupo estresado por el esfuerzo consiste en su capa cidad de no desmoronarse, incluso sometido a la presión más alta. Se pue de afirmar que la explicitación de ese hecho pertenece a los aconteci mientos claves de las ciencias contemporáneas de la cultura. Va unida inseparablemente a la obra de Heiner Mühlmann sobre la «Naturaleza de las culturas»38y a los análisis de Bazon Brock sobre la conexión circular en tre cultura y guerra. En el punto central de la teoría de la cultura de Mühl mann hay una interpretación radicalmente ergotópica y ergonómica del nexo social, para la que introduce la compleja expresión «Maximal-Stress- Cooperation» (MSC). Lo que hace de un grupo una unidad efectiva de su pervivencia es, según esto, la capacidad de sincronizar sus esfuerzos en si- tuaciones-todo-o-nada, alias «casos críticos».
Designar los momentos extremos de estrés como casos críticos o graves, o como estados de excepción, no significa hacer uso de conceptos teoló gicos secularizados, como repiten los partidarios de Cari Schmitt con su maestro. El estado de excepción no es la forma secularizada del milagro, sino la forma politizada de una situación estándar biológica, a la que los cuerpos de los primates y, por tanto, los de los humanos, responden con un programa innato, endocrinológicamente dirigido, de extrema libera ción de energía y solidarización sintónica. Su ocurrencia la detecta un es quema cognitivo, el veredicto de caso crítico. Dado que éste incluye un as pecto intelectual y otro moral, le afecta la variación cultural. Por lo tanto, el estrés no significa el destino entero: la serenidad frente al peligro es la oportunidad específica del ser humano. Supone emanciparse de enrola mientos en falsos casos graves y del abandono a la falsa conmoción que produce la situación de lucha. Hay viejos manuales de estrategia, como el
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del general-sofista chino Sun Tzu que ya introducen la virtud de evitar la lucha en la teoría de la lucha misma. En Occidente contamos con el nom bre del general romano Fabius Cunctator como modelo de la capacidad del hombre razonable de rechazar, aun en la proximidad del peligro, las invitaciones mortales de los programas de estrés.
El hecho de que la inteligencia humana, igual que sus formas animales previas, interprete ciertas amenazas como factores desencadenantes, pre sentes y reales, de respuestas emotivo-corporales extremas, no significa que el milagro, del que hablan los teólogos y estetas de lo sublime, inte rrumpa lo normal. Como corresponde a las improntas evolutivas de la in teligencia animal y humano-arcaica, el peligro presente se enjuicia desde la ontología del caso crítico: se interpreta la situación como interrupción, por una amenaza perentoria, del plazo concedido a la tranquilidad. El profundo anclaje biológico de la gran reacción de estrés prueba que lo ex tremo es lo evolutivamente habitual. Es verdad que el estado de excepción está configurado dentro del cuerpo humano como una expectativa inna ta; pero su desencadenamiento sucede, sin embargo, por el veredicto de caso crítico que emite el centro de decisión. En ese sentido ya los anima les son ontólogos. El animal dirigente es el que decide sobre el estado de excepción: si emprende la huida, por ejemplo, cambia de posición el «conmutador cognitivo de energía» W9en el resto de los animales, como an tes lo hizo en él mismo, y declara gestualmente el caso de aplicación del imperativo categórico de la corteza de las cápsulas suprarrenales: ¡Desde ahora, lanzad todo hacia delante! En esta situación lo supremamente real se ofrece en presencia real. Estás frente a tu peligro, frente a alguien que potencialmente puede causarte la muerte, frente a tu dios y estresador. Quien ignora esto no tiene ni idea de qué significa actuar en situaciones límites.
Como expone Mülhmann en una reconstrucción ingeniosa, muy for malizada, el secreto del funcionamiento ergotópico de las «culturas» con siste en las regularidades de la eliminación colectiva del estrés. El grupo simple se va configurando a sí mismo, en un proceso al menos trifásico, hasta convertirse en un sujeto de la gran cultura con un proyecto específi camente territorial, temporal o imperial340. En la fase de pre-estrés los grupos se desarrollan formando unidades cooperantes con fuertes desni veles-dentro-fuera, sobre todo, siguiendo las explicaciones de Mühlmann, mediante comunicaciones auto-exhortadoras, auto-edificantes, auto-real
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zantes, que Mühlmann resume como «intimaciones insider»'. De ellos ya hemos tratado indirectamente varias veces aquí, pues resulta fácil com prender que algunas de las dimensiones del insulamiento humano clarifi cadas hasta ahora, sobre todo el espacio fonotópico, úterotópico y ter- motópico, muestran una estrecha relación con la discriminación positiva del grupo-nosotros: refuerzan, en conjunto, la inclinación de quienes con viven a la unión cooperativa. Bastante a menudo -Mühlmann no duda en calificarlo prácticamente como el caso normal- surge de esta introversión del grupo cultural una mezcla a-simpática de presunción, separación del conjunto y agresión. A sus ojos las culturas simpáticas, es decir, grupos con un alto factor de civilización, son más bien escasas, mientras que la media antropológica se comporta «envidiosa, paranoica y agresivamente»341. Este dato lo conceptualizaron en los años treinta pensadores decisionistas de derechas. Su polemología política sentencia: dado que el ser humano es malo por naturaleza necesita dominio; dado que el dominio sólo puede ser ejercitado en cápsulas políticas de supervivencia cerradas, dirigidas contra lo exterior, la guerra entre las cápsulas pertenece a la naturaleza de las cosas. «La tendencia a la clausura (y, con ella, al agolpamiento en ami go-enemigo de la humanidad) viene dada con la naturaleza humana; en este sentido es el destino»342. Se puede resumir diciendo que la paranoia es el caso crítico del sensus communis. En las cápsulas políticas, un sentido de solidaridad de ese tipo surge por el desdén colectivo del enemigo; y por la sumisión del grupo al efecto enemistad. Enemigo es aquello que se reco noce, sin concepto, como objeto de un desagrado necesario (y de un en frentamiento inevitable)343.
En la fase de mayor estrés se fusiona el grupo haciéndose un hiper- cuerpo, en el que toma el mando una psicomecánica de cooperación a vi da o muerte, reforzada por la educación. En condiciones de caso crítico suena para una «cultura» la hora de la verdad; con mayor exactitud: la de su revinculación al mecanismo natural. Se podría afirmar que el caso crí tico es la finalidad auténtica de la cultura, pues por él el autocentrismo del grupo llega a su destino o determinación última: acreditarse a sí mismo co mo el objeto de preferencia propia. En el mismo lugar puede iniciar su ca mino ilustrador la teoría naturalista de las culturas. Ella muestra: apenas supone una diferencia para la dinámica de grupos culturales que una po-*
* Insider-Injunktionen. (N. del T. )
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blación sea atacada por un agresor real o que el estresador se imagine in ternamente y se genere proyectivamente en lo real. El efecto de realidad es el mismo tanto en un caso como en otro. Quien equipare, pues, reali dad con imperativo a la guerra, es verdad que tiene una buena parte de la empina de su lado, pero se subordina, sin embargo, a un mecanismo recóndito, en tanto que entre el realismo y el militarismo existe una co nexión circular: a causa de su orientación ontológica a la máxima coope ración de estrés, que se produce en la guerra, hasta ahora las «culturas» han funcionado una y otra vez en la historia como autodesencadenantes de la reacción máxima de estrés. Ellas mismas crean la realidad en la que creen, y creen en la realidad que ellas producen. Entienden la naturaleza de la creencia tan poco como entienden la naturaleza de las culturas34.
Como han mostrado Brock y Mühlmann, para poner bajo control la mecánica se necesitaría una iniciativa civilizatoria de domesticación de las culturas, partiendo de la penetración intelectual en la «naturaleza de las culturas» explicitada. (Bajo las condiciones teóricas de comienzos del siglo XXI, explicitar cultura significa: poner en marcha la crítica fundamental del heroísmo y en evidencia los modos de funcionamiento del nosotros pa- ranoógeno. ) Según esta explicación puede entenderse cómo es que en las interacciones de sistemas heroicos lleve la voz cantante la interparanoia. Por eso, en la época del acrecentamiento de la frecuencia de colisión en el tráfico interparanoide, la guerra se impone en toda línea como el fin primordial cultural de los pueblos (o como quiera llamarse, si no, a los sis temas agresivos-defensivos de confort, que pretenden mantenerse como capullos políticos de gusanos de seda).
En la fase de distensión post-estresal se lleva a cabo una valoración de las experiencias realizadas por la población combatiente en el estrés de la guerra y -dependiendo de esta valoración del estrés y autovaloración, a la vez- un examen de las reglas bajo las que hay que organizar la vida del gru po tras la lucha. Las situaciones de posguerra actúan como períodos cons tituyentes culturalmente hablando. En ellas el decorum, el sistema del com portamiento, habla y organización domesticados, bajo el que se conforma la vida del grupo, se reajusta a la luz de la distensión del estrés (a la som bra del estrés, dice Mühlmann). Dicho simplificando: del lado de los vic toriosos se desarrolla un decorum de vencedor, que contribuye heroico-cul- tualmente al fortalecimiento de las cualidades de grupo conducentes al éxito -representadas ejemplarmente en los rituales de triunfo romanos y
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en su proyección en las culturas imperiales de masas, hasta llegar a los des files de confetis neoyorquinos-, mientras del otro lado se formula un deco rum de perdedor como preparación de la revancha (puesto que es decoro so contraatacar en el momento oportuno), en caso de «malos perdedores», o como ética de la reconstrucción y de la reflexión sobre los motivos de la derrota (puesto que es decoroso cambiar, volverse otro), en caso de «bue nos perdedores». La virtud del perdedor, la esperanza, que está en medio de la resignación y la venganza, puede presentarse temporalmente de mo do tan agresivo que llegue a infiltrarse en el decorum de vencedor -un efec to sin el que difícilmente hubiera podido imaginarse el desarrollo del cris tianismo hasta convertirse en religión del Imperio-, puesto que ¿qué es un imperio, sobre todo, sino un sistema de integración de perdedores? Mag nanimidad frente a los vencidos es el imperativo bajo el que florecen los imperios realmente grandes: no es extraño que ideólogos imperiales ha yan mistificado de buena gana esta receta (el tristemente célebre parcere su- biectis de Virgilio345) como «universalismo»346. La a menudo comentada di ferencia entre Roma yJerusalén significa la coexistencia, llena de tensiones, de un decorum de vencedores y vencidos, utilizable por ambos lados, den tro de la civilización occidental. (Otra descripción de ese hecho sería que la universalidad del cristianismo consistió en ofrecer la comunión más allá de la victoria y la derrota. ) Esta diferencia, fundamental para todas las cul turas tradicionales, entre reglas de vencedores y reglas de vencidos, se ha amoldado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a síntesis polivalentes; sobre todo en Alemania e Israel (en parte, también en Japón), se han desa rrollado formas de un decorum híbrido para vencedores-vencidos o vencidos- vencedores, del que apenas hay ejemplos históricos, y de las que no se pue de decir que amantes de condiciones claras estén satisfechos con ellas.
La acomodación post-estresal a la regla adopta ocasionalmente la for ma de una retirada a lo civil y privado; y entonces, durante un lapso de tiempo, se impone entre los individuos la regla de que ya no están dis puestos a dejarse imponer la regla por el colectivo durante más tiempo. Es ta opción puede observarse, ante todo, en los imperios pacificados a más largo plazo: ya las antiguas escuelas filosóficas trabajan con el efecto indi vidualista, que se desarrolló en la paz imperial romana. En el asesora- miento de perdedores ilustrados destaca, sobre todo, el estoicismo popu larizado, que exhortaba a sus adeptos a considerar en todo la diferencia entre lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Este
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fenómeno se repite en la Modernidad en forma de filosofías de la exis tencia y de la vida, cuyo sentido civilizatorio se puede determinar con una comparación de la historia de las ideas: entonces como ahora se trata de cura de almas de vencidos, bajo circunstancias históricas en las que no se puede pensar en una revancha. Buena parte de la filosofía europea entre 1806 y 1968 sólo resulta comprensible si se la entiende como acomodación ininterrumpida del decorum de perdedor a las circunstancias de la época. Lo que desde la derrota de Prusia frente a Napoleón se llama espíritu del tiempo es fundamentalmente la actualización constante de los métodos de tratamiento del público de los vencidos. Dado que esto es una tarea que cada decenio soluciona con nuevos medios, los espíritus del tiempo se si guen uno a otro como modas terapéuticas. Objetivamente, la «sociedad te rapéutica» comienza ya con el retorno romántico a la naturaleza como dios venidero desde abajo y desde dentro. Una mirada a la literatura de la época informa de la urgencia con la que se le necesitaba en Jena y Auerstádt. Bajo este aspecto, el Romanticismo fue un preludio del exis- tencialismo. En tanto que los existencialistas equiparaban la existencia hu mana con un fracaso consciente, podían ofrecer a los vencidos y desclasa- dos de todo tipo una fórmula de elegancia y soberanía en el fracaso.
A fines del siglo XX se han hecho necesarias enmiendas especialmente decisivas en el decorum, puesto que hubo de archivarse la propuesta más amplia hasta entonces (tras el budismo, el estoicismo y el cristianismo) pa ra satisfacer a los perdedores. Tras el colapso del socialismo, que preten dió hacer de los vencidos de toda la historia pasada los vencedores del fu turo, hay que desarrollar un modo fundamentalmente nuevo de derrota decente. Cuando el orgullo republicano de un Charles Péguy se ha gasta do en derrotas sufridas en la victoria (nous sommes des victorieux vaincus), cuando el romanticismo radical de izquierdas lotta continua se ha agotado, cuando la moral militante de marginales del ilfaut continuersólo puede lle var, en el mejor de los casos, a escenificaciones de Beckett aún más diver tidas y cuando pierde su fuerza infecciosa progresivamente el «narcisismo del asunto perdido», hay que establecer nuevos estándares para la época posterior a los radicalismos de la ilusión de izquierdas. Todavía no se han formulado reglas vinculantes para un decorum poscomunista: aunque pa rece que (junto con el paso masivo al campamento liberal capitalista) cier tas reediciones de una «filosofía como arte de vida» se encargan de una parte de esta tarea epocal. Se practica la vida sensata y prudente, como en
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tiempos de Zenón y Epicuro, como introducción al fracaso con la cabeza alta. Emergen, consecuentemente, giros como «arte de la resignación»347 en el plan de entrenamiento. Las subculturas terapéuticas se dedican al fo mento de un «potencial humano», estrictamente independiente de ambi ciones civiles y políticas. Otros grupos, manques académicos sobre todo, re formulan su marginalización en un desempleo feliz; anuncian sus derrotas, cartelizándolas, como las de una guerrilla que permanece en vela en la clandestinidad: quién habla de vencer, basta engañarse con algo. Ofertas de ese tipo se resumen en el consejo de mantener a la baja expectativas de sentido para no llegar a deprimirse por esperanzas frustradas. Por lo demás, queda a los interesados el placer gratis de deconstruir, por no se sabe ya qué enésima vez, al llamado vencedor: el sujeto, el héroe, el hom bre, el autor.
En todas las síntesis audaces y cabales de Zenón, Spinoza, Kierkegaard y Nietzsche, que reorientan el horizonte posmodemo, hay tanto correcto que ni simples culturas de vencedores ni simples culturas de vencidos serán capaces de construir con medios propios procesos de aprendizaje dignos de perdurar a más largo plazo. Sólo una nueva civilización defini da más allá de victoria y derrota estaría en condiciones de virtualizar la gran reacción de estrés y la ira ontológica del caso crítico y de domesti carlas, convirtiéndolas en cuasi-casos-críticos deportivos. Sería, en casi to do, lo contrario de lo que sabe decir de la llamada globalización la indus tria actual de fantasías de vencedores348. Contrastaría fuertemente con la filosofía del poder de los conservadores estadounidenses, que tras el 11 de septiembre del 2001, con la mano en el corazón herido, apadrinaron un fascismo del bien349. La fundamentación filosófica para la superación de la lógica tradicional del estrés y el caso crítico la ha formulado convincen temente Bazon Brock con el teorema del caso-crítico-excluso: en la cultu ra política universal naciente, el interés por que no aparezca el caso críti co se ha vuelto más serio, más real, más obligado, que todo lo que tradicionalmente valía como serio, real, obligado. La auténtica comunidad de esfuerzo consiste, en el futuro, en seres humanos en proceso de apren dizaje, de las culturas más diferentes, que no se entreguen tanto al desen cadenamiento de energía entre sus grupos, cuanto a aislar las situaciones que reclaman ese desencadenamiento.
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7 El alethotopo - Las repúblicas del saber
No resulta sorprendente que la isla antropógena sea un lugar donde a sus habitantes se les abra una luz sobre el mundo y sobre sí mismos en él. Ella es el lugar donde hay innumerables cosas que no consiguen perma necer ocultas; a pesar de que Heráclito, con su lacónico phjsis kryptesthai phíUv. «a la naturaleza le gusta permanecer en la latencia», nombrara un aspecto decisivo de la distribución originaria de lo oculto y de lo mani fiesto. El mundo es un espacio aclarado: de eso, al menos, no dudaron des de muy temprano, respecto a su situación, los habitantes de la isla del ser. Pero también tienen una certeza inmediata de que no todo está aclarado. Probablemente, no, más bien con certeza, sólo la mínima parte de todo lo que existe está abierto a la percepción y al saber actual. La esfera clara a la que hemos salido es una mancha de luz en medio del círculo de lo desco nocido, no-manifiesto, no-dicho, no-pensado. Y en este círculo de lo sus traído se oculta, según la convicción de los antiguos, lo ontológicamente esencial, a cuya exploración habrán de dedicarse los sabios, esos inquie tantes convecinos de nuestra esfera. La sensibilidad por la verdad de los se res humanos se desarrolla a partir de la intuición de que entre el ámbito aclarado y el oscurecido del ser tiene lugar un tráfico fronterizo no fácil de comprender.
Son fundamentalmente dos observaciones las que informan sobre la esencia de la verdad: en un momento dado, de lo desconocido envolven te salen novedades a lo sabido y dicho; al contrario, mucho de lo que se ha conocido retorna al olvido, a la Uthe, a la implicación. En consecuencia, la verdad no es ni un contingente seguro de hechos ni una mera propiedad de las proposiciones, sino un ir y venir, un centelleo temático actual y un hundimiento en la noche atemática. Mientras el medio entre ambos, lo aparentemente igual-eterno y presente, reclame toda la atención, no que da libre mirada alguna para el aspecto dinámico del acontecimiento de la verdad. El necesario giro de la mirada a la temporización de la verdad lo han llevado a cabo pensadores como Hegel y, más aún, Heidegger; si con buenos resultados o no, es algo que queda aún por ver.
Bajo puntos de vista pragmáticos, la sensibilidad del ser humano por la diferencia entre lo verdadero y lo falso va unida a la experiencia de que lanzamientos y frases pueden ser certeros, o desacertados y falsos. Decir que los seres humanos dependen del éxito de sus lanzamientos y frases,
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significa tanto como constatar que les afectan los valores de verdad, y que esto sucede ya a un nivel biológico. La seguridad de acierto en los lanza mientos y la confianza en los enunciados es desde el principio un asunto de vida o muerte; por eso la «verdad» tuvo que ser protegida como el ma yor bien en las islas de los lanzadores y hablantes. El tráfico fronterizo en tre lo público-claro y lo oculto-oscuro troquelan acontecimientos, que «so brevienen», pasan y dan que pensar. La diferencia entre proposiciones verdaderas y falsas se funda, por el contrario, en acciones que acaban con éxito (acertadas, apropiadas, concluyentes) o sin éxito (desacertadas, ina propiadas, inconcluyentes). Así, el mundo manifiesto viene dado desde el comienzo de dos maneras diversas: una, como nexo de acciones que rea lizamos, y otra, como conexión de acontecimientos que nos afectan. El do ble sentido de verdad, como devenir-patente en el acontecimiento o en el resultado (en el está-bien del intento logrado) y como ser-enunciado en la frase apofántica, es tan viejo como la isla humana misma.
Llamamos alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o figurables. La estancia en él encierra el riesgo de ser influido tanto por verdades que se muestran, se comprenden y siguen va liendo, como por errores, que sólo se manifiestan posteriormente como tales y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista, el ale thotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución o a un vertedero de basuras. En el almacén se guarda lo que se acredita co mo verdadero: no en vano la palabra alemana para verdad [Wahrheit] tie ne que ver con conceptos como asistir, tutelar, proteger, conservar, de fender, cuidar. En el lugar de ejecución, o en el vertedero de basuras, por el contrario, se elimina lo que el grupo no puede ni quiere mantener den tro de él, en tanto que es malvado, defectuoso, inútil y nulo. Verdadero es lo que se conserva para su reuülización. La imagen del almacén permite la asociación siguiente: las verdades, antes de que puedan convertirse en ob
jetos de colección y guarda, tienen que ser cosechadas y acarreadas en una recolecta originaria, muy en consonancia con la referencia de Heidegger al sentido, muy naturalizado en la agricultura, del verbo griego légein, co sechar, recolectar, recoger las uvas, coger flores, fruta, etc. , cuya substanti- vación en lógos produce el concepto de razón y discurso en la antigua Eu ropa. Desde ese punto de vista, el alethotopo, como campo de cultivo de la verdad y punto de recogida del conocimiento, es el auténtico escenario de la apertura humana al mundo. (A partir de esto puede comprenderse
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también por qué los modernos medios de almacenaje sólo muestran ya una conexión marginal con las circunstancias humanas: porque en ellos, como en todos los archivos cognitivos, se hacen colecciones a-subjetivas: amontonamientos de información para nadie. )
Quien vive en la isla humana se convierte ipsofado en un guardián de la Lichtung [claro del bosque], no importa mucho, en principio, si en uno atento o en uno despistado. Como es sabido, Heidegger ha acentuado so bremanera la diferencia entre los buenos y los malos guardianes, pero ha tratado como una magnitud despreciable la diferencia entre conservado res del campo y ampliadores del campo (o entre meditadores e investiga dores). Pero, independientemente de que uno se asimile más bien al po lo guardián o al investigador, no se puede eludirjamás la referencia de los seres humanos a la verdad y verdades, porque la conmoción del aconteci miento de la verdad y de susjuegos de lenguaje está fundada en el genios loci. Como un lugar, donde «sucede», donde «aparece», donde «se mani fiesta», donde «alguien lo expresa», donde uno «se da por advertido de ello», donde de lo dicho no puede hacerse algo no dicho, donde lo cono cido y revelado se retiene y transmite, y en el que, a la vez, mucho, quizá la mayor parte, queda latente e inexpresado, el alethotopo introduce a sus habitantes en su claroscuro y los coloca bajo la presión de tener que satis facer lo verdadero. Lo sabido con seguridad exige que se lo mantenga en vigor, mientras que lo incierto, no-desvelado, posiblemente venidero, arro
ja ante sí una luz crepuscular y obliga a tener cuidado.
Pertenece a las características más generales de las islas humanas el he
cho de que sus habitantes se dividan pronto entre aquellos a quienes afec tan mucho las tensiones de la verdad, y aquellos que evitan, más bien, las situaciones cognitivas de estrés. De ahí surge la diferenciación casi univer sal de los grupos en expertos, que se comprometen personalmente con verdades difícilmente accesibles, reuniendo, en parte bajo su propia res ponsabilidad, en parte respaldados por la figura del mago o del erudito, saber de lo encubierto, de lo sido, de lo venidero, y en legos, que consi guen sentirse satisfechos con las evidencias de primer orden, con las ex periencias y opiniones colectivamente almacenadas, es decir, con los ído los de la tribu. En la primera posición encontramos las figuras del chamán, del sacerdote, del profeta, del vidente, del escribiente, del filósofo y del científico; en la segunda, las del simple miembro de la tribu, del analfabe to, del paciente, del creyente, del empírico, del lego, del lector de perió
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dicos y del espectador de duelos televisivos. No habría existido ninguna «sociedad», ningún «pueblo», ninguna «cultura», si, al menos tentativa mente, no hubiera desarrollado los rasgos de un sistema bicameral de ac cesos a la verdad: cuyo primer elemento represente una House of Common Knowledge, con los sabios comunes como miembros, y una House of Cogniti- ve Lords, donde deliberen los más sabios, los magos, los expertos y profe sores. Desde el surgimiento de las llamadas altas o grandes culturas esta or ganización se ha plasmado en instituciones, que diferencian entre sabios y profanos como entre dos pueblos dentro de la misma población. Esto se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que gran cultura y cul tura escrita son sinónimos en sentido amplio; el monopolio de pocos de la escritura y el analfabetismo de la mayoría actuarán como constantes eter nas en los tres primeros milenios del arte de la escritura. Incluso después de imponerse la alfabetización general, las culturas, como las artes, vuelven a dividirse en high y Imv. Todavía al comienzo de la Modernidad europea, cuando Francis Bacon formula el programa de una «sociedad» investiga dora y en avance, se hizo un monumento a la bipartición del alethotopo: también en el Estado modélico de la Nueva Atlántida existe una Cámara Al ta del saber, una universidad de élite, dedicada al progreso puro, llamada Casa Salomón, cuyos miembros, como en una orden de caballería cogniti- va, están obligados a guardar estricto silencio respecto de ciertos conoci mientos no publicables350.
Bajo estas circunstancias el acceso a verdades más lejanas se convierte en asunto de expertos, más aún, la comunidad de expertos se distancia provocadoramente de la comuna de los sapientes cotidianos y se establece como una aristocracia de derecho propio. La arrogancia del escribiente es uno de los hechos más poderosos de la historia de la civilización. Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que separaba a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores. Basta recordar ciertos mitos sobre el nacimiento de los héroes de la verdad -Gautama Buda, Lao-tse, Jesús- y los informes históricos sobre el culto a los grandes del espíritu -Pitágoras, Platón, Con- fucio, Newton, Goethe- para convencerse de ese abismo y de su efecto de cisivo en el ámbito colectivo de la verdad. La diferencia entre el sabio y la masa insipiente está hecha, para todas las ordenaciones etnoepistémicas más antiguas, de un material de dureza semejante al de la diferencia, en
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las teocracias, entre el rey-dios y los súbditos, o al de la diferenciación, en las culturas religiosas, entre los santos purificados y el pueblo, contamina do hasta la intangibilidad. En los fragmentos de Heráclito el menosprecio del sabio por los ignorantes suena más fuerte que en cualquier línea de Hegel o de Nietzsche. Entre los arquetipos del sacerdote de Apolo en Efeso se cuentan también los astrónomos-sacerdotes de Babilonia, que pasaban las noches en torres observando las estrellas; no es de excluir que comien ce con ellos el orgulloso resentimiento de los insomnes contra la masa de dormidos, un efecto cuyas huellas alcanzan hasta el Nuevo Testamento y las culturas monacales cristianas; y hasta la era de Stalin (cuando los habi tantes de Moscú, durante la Segunda Guerra Mundial, se consolaban con la idea de que en la habitación de Stalin todavía había luz mucho después de medianoche). La mitigación platónica de la arrogancia de la sabiduría, dejándola en un anhelo suyo, y la orientación estoica a un ideal, al que uno se acerca por ejercicio constante, consiguieron impedir la disociación com pleta del alethotopo, aunque no quitaron nada de su radicalidad a la opo sición entre los expertos en asuntos de gran interés lógico-cosmológico y técnico, y los abonados normales a la probabilidad en asunto de negocios cotidianos.
Quien vive en la isla antropógena, por su situación casual o elegida dentro del alethopopo, se ve introducido irremisiblemente en una logo maquia: en una lucha constante por lo verdadero y por las formas válidas de su expresión, en un divorcio permanente entre los conocimientos apa rentes y los reales, entre los profetas verdaderos y los falsos. De estas luchas por la verdad vale lo que Nietzsche ha hecho observar sobre los grandes tránsitos en la historia de las ideas: «¡El encanto de estas luchas es que quien las contempla también las tiene que luchar! ». Naturalmente, se tra ta de luchas cognitivas de clases, desde arriba: luchas de menosprecio de un clero lógico y de una aristocracia del espíritu, consciente de su distin ción, contra la opinión popular; pero asimismo de luchas de orientación en el campamento de los sabios mismos por la legitimidad y capacidad de éxito de sus conceptos y procedimientos. Piénsese, en este último caso, en fenómenos como la ruptura de los parmenídeos con la ilusión del movi miento, supuestamente descubierta por ellos; en el ataque político-meto dológico de Platón a los sofistas atenienses, con el objetivo de deslegitimar la formación de opinión tomando como base la mera probabilidad; en la ofensiva político-religiosa de Diocleciano contra los adivinos, interpreta
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dores de signos y mathematici (astrólogos) en el ámbito jurídico del Impe rio romano; en las luchas entre creacionistas y evolucionistas modernos por la interpretación de los inicios del mundo; en la fenomenología de Fichte de la conciencia cosificada y sus derivaciones en las críticas ideoló gicas del siglo XIX; en el ajuste de cuentas positivista con los «seudopro- blemas» de la filosofía y el descenso del pensamiento moderno a la coti dianidad; en la crítica neoescéptica a los maestros pensadores y grandes teóricos del siglo XX; o, finalmente -por mencionar tras las tragedias la sá tira-, en las campañas de denuncia de los científicos-mainstream neopositi- vistas contra las metáforas epistemológicas y experimentos conceptuales de los posmodemos, campañas que, precisamente por su comicidad, son instructivas como advertencias frente a la disposición, que continúa exis tiendo en el público, a someterse a sistemas-¿>/i{/fde la más diversa natura leza, bien a las sugestiones de algunos científicos sociales, o bien a las pre tensiones de científicos ingenuos y de correctos epistemológicamente de saberlo todo mejor que los otros.
Las escisiones históricas del alethotopo llaman la atención sobre las condiciones fundamentales de la división del saber en poblaciones huma nas. Mientras, en grupos coherentes, el saber aparezca en distribuciones normal-asimétricas y siempre se produzca como co-saber de lo que saben y no saben los demás, el recinto alethotópico sigue siendo capaz de equi librar sus diferencias internas hasta tal punto que no haya de seguirse nin guna escisión en los partidos exclusivos cognitivos. Ni siquiera la polariza ción de saber de mujeres y saber de hombres, las diferencias entre saber de guerreros y saber de enfermeros, los contrastes de madurez entre el sa ber del mundo de quien tiene siete años y la mirada sintetizante del de se tenta, ofrecen razón alguna para luchas de clases por el saber y distancia- mientos profundos de los grupos de saber entre ellos. Sólo en situaciones polimíticas y polimáticas, sobre todo después de configuraciones de pue blos a partir de tribus heterogéneas y debido a mezclas de todo tipo pro venientes de ciudades de tráfico comercial, aparece, en correspondencia con los hechos y datos multiculturales y multicognitivos, un fuerte estrés mental, que quiebra con tanta fuerza el alethotopo, que del difuso saber- todo inclusivo de antes se deslindan partidos, que se vuelven progresiva mente opacos e incomprensibles unos para otros, e incluso, despectivos y amenazadores, en ocasiones.
En la Antigüedad griega la disolución de la crisis polimítica llevó a un
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acontecimiento de alcance, de impronta cultural: la secesión de los filóso fos y científicos de sus comunas. Esos sapientes de nuevo cuño se aparta ron del campo colectivo del saber, dejando de ser encarnaciones del saber popular, como lo fueron aún sus predecesores, los antiguos rapsodas e iatromantes, los cantores cosmovisionales y los médicos-videntes de las cul turas de la verdad, anteriores a la escritura. Se organizaron en un grupo de inteligencias, en cualquier sentido de la palabra separadas, en una cas ta de expertos lógicos y morales, que mantienen relaciones mucho más es trechas con quienes, de procedencia extraña, tienen los mismos intereses, están igualmente aislados, igualmente abstraídos, que con sus compatrio tas. Como efecto de esto surge ya en las Antigüedades europeas y asiáticas la internacional de los portadores del saber superior, que constituye un primer movimiento ecuménico, compuesto de lógicos desterritorializados, maestros de ética patriotas de la humanidad o ascetas enajenados del mun do. Con ellos se articula el fenómeno del pacifismo meditativo o académi co: esa ficción inevitable de una vida desinteresada, hipotecada a la «ver dad pura», que, como si estuviera purificada por una muerte social, repugna de las fabricaciones del saber que toma partido. Del axioma es pecífico de la academia proviene «la libertad completa. . . en eljuego de ar gumento y contraargumento». Con razón pudo afirmarse, consecuente mente: «[. . . ] el alma de la ciencia es tolerancia»*51.
El efecto sofístico se entiende sólo en contraposición a la búsqueda de saber puro o absoluto. Con él, el conocimiento entra claramente al servi cio de intereses particulares, sea como procuración ante los tribunales o como Consulting de los señores de la guerra. Los miembros de la Cámara del Pueblo se refieren no pocas veces a la Cámara Alta objetiva con un te mor de tinte religioso, que se codifica como admiración: con ello se paga tributo a la sensación de que los sapientes son una especie de muertos vi vos, que están más cerca de los números y de las estrellas que sus conciu dadanos. Desde siempre, las cimas de la ecumene alfabetizada se pelean entre sí amargamente y están condenadas a luchas por sentimientos de su perioridad, influencias y partidarios. Que los grandes espíritus estén de acuerdo entre sí nunca fue más, desde el principio, que un cuento, con el que los sabios mantenían su clientela.
El postulado inicial de la ciencia es su asocialidad; su autoconciencia surge de la ruptura con los ídolos de la tribu, de la caverna y del mercado. Sólo puede desarrollarse por la transformación del científico conciudada
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no en un extraño, que habla a los legos en nombre de una verdad exter na. La condición de su institucionalización es la sumisión de los profanos a un dogma, que exige creer que el sapiente científico tiene que ser ad mitido en la sociedad de los sapientes normales como diputado de un ám bito extrasocial del ser: digamos que como mandatario de los números, de los triángulos, de los planetas, de los animales marinos, de los microbios, de los tumores y de todo el universo restante de hechos absolutos. En su calidad de delegado de verdades externas e ideas transcendentes, el cien tífico acreditado consigue autoridad en el colectivo, e incluso poder, oca sionalmente, en tanto logra poner de su lado a los poderosos.
