nico, las
herramientas
y los efectos ma?
Hans-Ulrich-Gumbrecht
?
Una antropologi?
a
negativa de
la globalizacio? n Hans Ulrich Gumbrecht
Detenta desde 1989 la Ca? tedra Albert Gue? rard de Literatura de la Universidad de Stanford en los departamentos de Literatura Comparada, France? s e Italiano. Tambie? n
es profesor asociado en la Universidad de Montreal y el Colle`ge de France, asi? como miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias. Antes de entrar
en Stanford, estudio? Filologi? a Roma? nica, Literatura Alemana, Filosofi? a y Sociologi? a en Alemania, Espan? a e Italia (termino? su doctorado en 1971, y su tesis doctoral, en 1974, ambos en la Universidad de Konstanz). Sus principales a? reas de docencia e investigacio? n son la historia de las literaturas francesa, espan? ola e italiana (sobre todo los periodos
de la Edad Media, el siglo xviii y la primera mitad del siglo xx), la historia de la cri? tica literaria y las humanidades y la historia del pensamiento occidental desde sus ori? genes cla? sicos. Es doctor honoris causa por las universidades de Montevideo, Montreal, San Petersburgo, Lisboa y, en Alemania, las de Siegen, Greifswald y Marburgo. Sus u? ltimos libros publicados hasta la fecha son In Praise of Athletic Beauty (Harvard Press, 2006)
y Geist und Materie - Was ist Leben? Zur Aktualita? t von Erwin Schro? dinger (Suhrkamp Verlag, 2008). Antes de finales de 2009 publicara? una coleccio? n de ensayos titulada Becoming American (Suhrkamp Verlag) y un libro sobre el Stimmung (estado de a? nimo/ clima) en Hanser Verlag.
[1]
Ouro Preto, en el estado brasilen? o de Minas Gerais, lejos de la costa atla? ntica, es en la actualidad una ciudad barroca bien conservada de algo menos de 100. 000 habitantes, pero pudo muy bien haber sido la ciudad ma? s rica y poderosa del continente ame- ricano en torno a 1700, cuando, con el nombre de Vila Rica, provei? a a la corona portuguesa de oro y piedras preciosas. A pesar de que recibe un flujo continuo de turistas interesados en la historia, Ouro Preto no es accesible por tren ni por avio? n, lo que acentu? a la impresio? n de que se trata de un lugar del pasado. A unos 15 km se encuentra Mariana, una ciudad au? n ma? s pequen? a, y tambie? n muy her- mosa (aunque menos espectacular), sede de la ca- tedral de la dio? cesis local y varios edificios de la universidad de Ouro Preto. Estos edificios fueron la razo? n de que, durante cinco di? as consecutivos del pasado agosto, me desplazara otras tantas veces desde mi lujoso hotel de Ouro Preto a Mariana, y viceversa, en un coche conducido por un cho? fer de la universidad. Pues bien, no hay nada ma? s entre- tenido para un fana? tico del deporte como yo que hablar de fu? tbol en un pai? s como Brasil con un taxista o un conductor profesional, pero e? ste era diferente. Y es que cuando le pregunte? cua? l era su equipo de fu? tbol favorito (espera? ndome que fuese uno de los dos grandes de Belo Horizonte, la capi- tal del Estado), me respondio? casi con sequedad que no le interesaba el fu? tbol, que en su familia el aficionado al deporte era su hijo, y que su i? dolo ha- bi? a sido siempre el recientemente fallecido Michael Jackson. Despue? s continuo? hablando con entu- siasmo, verdadera compasio? n y todo tipo de detalles sobre la vida de Michael Jackson y sus tragedias durante todo el camino desde Ouro Preto hasta Ma- riana, asi? como a la vuelta. Tambie? n me hablo? de las innovaciones que su he? roe habi? a introducido en el mundo del especta? culo, de su mu? sica y su baile. Cuando entra? bamos en Mariana la primera vez, incluso canto? --pra? cticamente sin acento, aunque no hablaba ingle? s-- varias canciones de Jackson que habi? an sido e? xitos muchos an? os atra? s. Yo, en cambio, siendo californiano como el cantante, so? lo sabi? a su nombre y que habi? a muerto haci? a poco, y, desde luego, no habri? a sido capaz de identificar ninguna de sus canciones. Por lo tanto, nuestra conversacio? n fue un ejemplo ti? pico de lo que en la era de la globalizacio? n llamamos hibridacio? n: un tipo de situacio? n que a menudo hace difi? cil man- tener una conversacio? n porque el conocimiento esta? distribuido de formas inesperadas.
Obviamente, no hay necesidad de viajar al inte- rior de Brasil, ni a ningu? n otro lugar remoto, para
experimentar los efectos de la globalizacio? n. Cada vez que nos sentamos ante nuestro ordenador para escribir un correo electro? nico, las herramientas y los efectos ma? s poderosos de la globalizacio? n se concentran en las puntas de nuestros dedos, lite- ralmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la direccio? n necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de co- municacio? n, no tardo ni una fraccio? n de segundo ma? s en estar presente en la pantalla de un orde- nador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero si? pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalizacio? n es globalizacio? n de la informacio? n (en el sentido ma? s amplio de la palabra), y la con- secuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? si- cas especi? ficas.
[2]
En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalizacio? n, surge inevitablemente la tentacio? n de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me conto? el otro di? a que tiene acceso a 40 millones de a? lbumes con mu? sica de todos los pai? ses, culturas y periodos histo? ricos con un programa que cuesta so? lo unos pocos do? lares al mes, y que esto habri? a sido inimaginable hace so? lo unos pocos an? os, cuando paso? de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los inte- lectuales, no perdemos la ocasio? n de fruncir el cen? o, imbuidos de un honorable sentido de la responsabi- lidad pedago? gica, ante la superabundancia de he- rramientas para comunicarnos y lo que e? stas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atencio? n o para anular la imaginacio? n de las ge- neraciones jo? venes (? por supuesto, no la nuestra! ); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesio? n de los produc- tores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotacio? n econo? mica). Esta cri? tica y esta eu- foria sin fin son so? lo parte de los dos discursos dia- metralmente opuestos que han acompan? ado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad anali? tica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razo? n, en este ensayo tratare? de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabare? ni criticare? la globalizacio? n. Tampoco me perdere? en detalladas descripciones del feno? meno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razo? n de que los mayores especialistas en globalizacio? n de nuestro tiempo
La globalizacio? n es informacio? n (en el sentido ma? s amplio
de la palabra),
y la consecuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? sicas especi? ficas.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
231
232 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situacio? n de competir con ellos.
Lo que tratare? de hacer --que es lo que se su- pone que define la perspectiva especi? fica de mi con- tribucio? n a este libro-- en lugar de alabar, criticar o analizar feno? menos de la globalizacio? n, puede des- cribirse como la conciliacio? n de dos movimientos de reflexio? n diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globaliza- cio? n desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender co? mo la globalizacio? n transforma estructuras y situaciones de la vida in- dividual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema econo?
nico, las herramientas y los efectos ma? s poderosos de la globalizacio? n se concentran en las puntas de nuestros dedos, lite- ralmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la direccio? n necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de co- municacio? n, no tardo ni una fraccio? n de segundo ma? s en estar presente en la pantalla de un orde- nador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero si? pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalizacio? n es globalizacio? n de la informacio? n (en el sentido ma? s amplio de la palabra), y la con- secuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? si- cas especi? ficas.
[2]
En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalizacio? n, surge inevitablemente la tentacio? n de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me conto? el otro di? a que tiene acceso a 40 millones de a? lbumes con mu? sica de todos los pai? ses, culturas y periodos histo? ricos con un programa que cuesta so? lo unos pocos do? lares al mes, y que esto habri? a sido inimaginable hace so? lo unos pocos an? os, cuando paso? de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los inte- lectuales, no perdemos la ocasio? n de fruncir el cen? o, imbuidos de un honorable sentido de la responsabi- lidad pedago? gica, ante la superabundancia de he- rramientas para comunicarnos y lo que e? stas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atencio? n o para anular la imaginacio? n de las ge- neraciones jo? venes (? por supuesto, no la nuestra! ); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesio? n de los produc- tores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotacio? n econo? mica). Esta cri? tica y esta eu- foria sin fin son so? lo parte de los dos discursos dia- metralmente opuestos que han acompan? ado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad anali? tica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razo? n, en este ensayo tratare? de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabare? ni criticare? la globalizacio? n. Tampoco me perdere? en detalladas descripciones del feno? meno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razo? n de que los mayores especialistas en globalizacio? n de nuestro tiempo
La globalizacio? n es informacio? n (en el sentido ma? s amplio
de la palabra),
y la consecuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? sicas especi? ficas.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
231
232 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situacio? n de competir con ellos.
Lo que tratare? de hacer --que es lo que se su- pone que define la perspectiva especi? fica de mi con- tribucio? n a este libro-- en lugar de alabar, criticar o analizar feno? menos de la globalizacio? n, puede des- cribirse como la conciliacio? n de dos movimientos de reflexio? n diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globaliza- cio? n desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender co? mo la globalizacio? n transforma estructuras y situaciones de la vida in- dividual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema econo? mico o la poli? tica). Lo hare? partiendo de una premisa que ha pertenecido al existencialismo desde que inicio? su andadura, en la primera mitad del siglo xix. Me refiero a la suposicio? n de que las normas absolutas (o divinas) sobre lo que hace o? ptima una vida y la manera de lograrlo no esta? n (o han dejado de estar) a nuestro alcance. La segunda (y complementaria) reflexio? n la explicare? desde un punto de vista histo? rico. El primer existencialismo convirtio? su primer reto, a saber, la dificultad de creer en algo cuya identidad era difi? cil (si no humanamente imposible) iden- tificar, en la parado? jica concepcio? n de un orden divino usurpado a ese dios silencioso, en lo que llamamos antropologi? a negativa. Yo tambie? n tratare? de argumentar mis ideas dentro del marco de una antropologi? a negativa. Es decir, que quiero hablar sobre algunos elementos duraderos, metahisto? ricos y transculturales de la vida humana en un momento en el que un alto grado de escepticismo parece volver inaceptables estas aspiraciones. Al hacerlo, me apoyare? en mi intuicio? n de que el proceso de globalizacio? n, al desatender determinados deseos y necesidades humanas ba? sicas, ha contribuido, parado? jicamente, a hacerlos ma? s visibles, ya que nuestra vida cotidiana pone de manifiesto que es- ta? n insatisfechos. Asi? que mi idea de la globaliza- cio? n es antropolo? gica en la medida en que trata de identificar determinados rasgos universales de la existencia humana, y es negativa por la sospecha de que algunas de estas estructuras se vuelven me- nos aparentes cuando ma? s intervienen.
Empezare? mi argumentacio? n describiendo el contraste entre el futuro histo? ricamente especi? fico que profetizaban no so? lo los intelectuales a me- diados del siglo xx y principios del xxi y la realidad presente [3]. Sobre esta base demostrare? co? mo la globalizacio? n puede considerarse una prolongacio? n de la Modernidad debido a su coincidencia con la idea cartesiana de eliminar el cuerpo como parte de la autorreferencia humana [4]. Asi? pues, la Mo- dernidad y la globalizacio? n tienen en comu? n que
nos pueden volver independientes de la dimensio? n espacial. En la parte [5] identificare? y describire? otros aspectos de la globalizacio? n relacionados con la tradicio? n cartesiana, mientras que en la [6] co- mentare? las reacciones ante la globalizacio? n, y co? mo nos permiten articular una antropologi? a negativa. Para concluir, en la [7] describire? tres li? neas posi- bles de convergencia entre este argumento y otras posturas filoso? ficas de nuestro tiempo.
[3]
En uno de los parques Disney ma? s antiguos, el de Anaheim, California, hay una atraccio? n llamada Fu- tureland [Tierra del futuro] que considero de especial intere? s histo? rico, tanto que creo que deberi? a ser rebautizada, tal vez junto con el resto del parque, con el nombre Tierra futura del pasado, puesto que escenifica al detalle el porvenir que el mundo pro- fetizaba mediada la de? cada de los cincuenta, cuando Disneylandia abrio? sus puertas por primera vez. Esta atraccio? n tiene unos coches pequen? os con dos asientos en cuya conduccio? n no intervienen de ma- nera alguna los pasajeros. En lugar de ello, se su- pone que cada coche tiene que encontrar por si? mismo un camino a trave? s de un itinerario relativa- mente complejo de curvas, colinas e intersecciones, dando asi? la impresio? n de que la conduccio? n es un mecanismo automa? tico dentro de un poderoso cir- cuito que sustituye las necesidades humanas de desplazamiento y transporte. Suen? os de vida auto- ma? tica de esta clase siempre han llevado consigo inevitablemente la idea de un estado benigno que domina, absorbe y determina cualquier aspecto de la vida individual, en una especie de versio? n opti- mista (despue? s de todo, estamos hablando de Dis- neylandia) de 1984, de Orwell. Otras atracciones esta? n inspiradas --lo que se antoja un contrasen- tido hoy por hoy-- por las utopi? as pasadas sobre viajar al espacio: recrean unos tambaleantes y, en ocasiones, precarios vuelos a galaxias remotas, y en otros casos la sensacio? n de estar desplaza? ndose con movimientos ra? pidos y bruscos giros por la os- curidad absoluta del universo. Por u? ltimo, y en ter- cer lugar, este viejo parque Disney esta? plagado de vestigios de nuestras antiguas creencias en robots como ma? quinas de forma y apariencia ma? s o menos humana (sus versiones de menor taman? o suelen parecer aspiradoras) que se suponi? a que hari? an aquellas tareas de las que la desidia humana siem- pre ha aspirado a liberarse, y que el espi? ritu predo- minantemente socialdemo? crata del siglo xx ha declarado indignas de las personas.
Me parece notable que ninguna de estas tres dimensiones principales del hoy histo? rico futuro de
mediados de la de? cada de los cincuenta sea una realidad presente ni algo probable en el futuro que imaginamos en este momento. La abrumadora idea del estado total que se hace cargo de todos los de- seos y todas las necesidades de los seres humanos, y cuya versio?
negativa de
la globalizacio? n Hans Ulrich Gumbrecht
Detenta desde 1989 la Ca? tedra Albert Gue? rard de Literatura de la Universidad de Stanford en los departamentos de Literatura Comparada, France? s e Italiano. Tambie? n
es profesor asociado en la Universidad de Montreal y el Colle`ge de France, asi? como miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias. Antes de entrar
en Stanford, estudio? Filologi? a Roma? nica, Literatura Alemana, Filosofi? a y Sociologi? a en Alemania, Espan? a e Italia (termino? su doctorado en 1971, y su tesis doctoral, en 1974, ambos en la Universidad de Konstanz). Sus principales a? reas de docencia e investigacio? n son la historia de las literaturas francesa, espan? ola e italiana (sobre todo los periodos
de la Edad Media, el siglo xviii y la primera mitad del siglo xx), la historia de la cri? tica literaria y las humanidades y la historia del pensamiento occidental desde sus ori? genes cla? sicos. Es doctor honoris causa por las universidades de Montevideo, Montreal, San Petersburgo, Lisboa y, en Alemania, las de Siegen, Greifswald y Marburgo. Sus u? ltimos libros publicados hasta la fecha son In Praise of Athletic Beauty (Harvard Press, 2006)
y Geist und Materie - Was ist Leben? Zur Aktualita? t von Erwin Schro? dinger (Suhrkamp Verlag, 2008). Antes de finales de 2009 publicara? una coleccio? n de ensayos titulada Becoming American (Suhrkamp Verlag) y un libro sobre el Stimmung (estado de a? nimo/ clima) en Hanser Verlag.
[1]
Ouro Preto, en el estado brasilen? o de Minas Gerais, lejos de la costa atla? ntica, es en la actualidad una ciudad barroca bien conservada de algo menos de 100. 000 habitantes, pero pudo muy bien haber sido la ciudad ma? s rica y poderosa del continente ame- ricano en torno a 1700, cuando, con el nombre de Vila Rica, provei? a a la corona portuguesa de oro y piedras preciosas. A pesar de que recibe un flujo continuo de turistas interesados en la historia, Ouro Preto no es accesible por tren ni por avio? n, lo que acentu? a la impresio? n de que se trata de un lugar del pasado. A unos 15 km se encuentra Mariana, una ciudad au? n ma? s pequen? a, y tambie? n muy her- mosa (aunque menos espectacular), sede de la ca- tedral de la dio? cesis local y varios edificios de la universidad de Ouro Preto. Estos edificios fueron la razo? n de que, durante cinco di? as consecutivos del pasado agosto, me desplazara otras tantas veces desde mi lujoso hotel de Ouro Preto a Mariana, y viceversa, en un coche conducido por un cho? fer de la universidad. Pues bien, no hay nada ma? s entre- tenido para un fana? tico del deporte como yo que hablar de fu? tbol en un pai? s como Brasil con un taxista o un conductor profesional, pero e? ste era diferente. Y es que cuando le pregunte? cua? l era su equipo de fu? tbol favorito (espera? ndome que fuese uno de los dos grandes de Belo Horizonte, la capi- tal del Estado), me respondio? casi con sequedad que no le interesaba el fu? tbol, que en su familia el aficionado al deporte era su hijo, y que su i? dolo ha- bi? a sido siempre el recientemente fallecido Michael Jackson. Despue? s continuo? hablando con entu- siasmo, verdadera compasio? n y todo tipo de detalles sobre la vida de Michael Jackson y sus tragedias durante todo el camino desde Ouro Preto hasta Ma- riana, asi? como a la vuelta. Tambie? n me hablo? de las innovaciones que su he? roe habi? a introducido en el mundo del especta? culo, de su mu? sica y su baile. Cuando entra? bamos en Mariana la primera vez, incluso canto? --pra? cticamente sin acento, aunque no hablaba ingle? s-- varias canciones de Jackson que habi? an sido e? xitos muchos an? os atra? s. Yo, en cambio, siendo californiano como el cantante, so? lo sabi? a su nombre y que habi? a muerto haci? a poco, y, desde luego, no habri? a sido capaz de identificar ninguna de sus canciones. Por lo tanto, nuestra conversacio? n fue un ejemplo ti? pico de lo que en la era de la globalizacio? n llamamos hibridacio? n: un tipo de situacio? n que a menudo hace difi? cil man- tener una conversacio? n porque el conocimiento esta? distribuido de formas inesperadas.
Obviamente, no hay necesidad de viajar al inte- rior de Brasil, ni a ningu? n otro lugar remoto, para
experimentar los efectos de la globalizacio? n. Cada vez que nos sentamos ante nuestro ordenador para escribir un correo electro? nico, las herramientas y los efectos ma? s poderosos de la globalizacio? n se concentran en las puntas de nuestros dedos, lite- ralmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la direccio? n necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de co- municacio? n, no tardo ni una fraccio? n de segundo ma? s en estar presente en la pantalla de un orde- nador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero si? pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalizacio? n es globalizacio? n de la informacio? n (en el sentido ma? s amplio de la palabra), y la con- secuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? si- cas especi? ficas.
[2]
En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalizacio? n, surge inevitablemente la tentacio? n de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me conto? el otro di? a que tiene acceso a 40 millones de a? lbumes con mu? sica de todos los pai? ses, culturas y periodos histo? ricos con un programa que cuesta so? lo unos pocos do? lares al mes, y que esto habri? a sido inimaginable hace so? lo unos pocos an? os, cuando paso? de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los inte- lectuales, no perdemos la ocasio? n de fruncir el cen? o, imbuidos de un honorable sentido de la responsabi- lidad pedago? gica, ante la superabundancia de he- rramientas para comunicarnos y lo que e? stas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atencio? n o para anular la imaginacio? n de las ge- neraciones jo? venes (? por supuesto, no la nuestra! ); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesio? n de los produc- tores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotacio? n econo? mica). Esta cri? tica y esta eu- foria sin fin son so? lo parte de los dos discursos dia- metralmente opuestos que han acompan? ado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad anali? tica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razo? n, en este ensayo tratare? de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabare? ni criticare? la globalizacio? n. Tampoco me perdere? en detalladas descripciones del feno? meno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razo? n de que los mayores especialistas en globalizacio? n de nuestro tiempo
La globalizacio? n es informacio? n (en el sentido ma? s amplio
de la palabra),
y la consecuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? sicas especi? ficas.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
231
232 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situacio? n de competir con ellos.
Lo que tratare? de hacer --que es lo que se su- pone que define la perspectiva especi? fica de mi con- tribucio? n a este libro-- en lugar de alabar, criticar o analizar feno? menos de la globalizacio? n, puede des- cribirse como la conciliacio? n de dos movimientos de reflexio? n diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globaliza- cio? n desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender co? mo la globalizacio? n transforma estructuras y situaciones de la vida in- dividual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema econo?
nico, las herramientas y los efectos ma? s poderosos de la globalizacio? n se concentran en las puntas de nuestros dedos, lite- ralmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la direccio? n necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de co- municacio? n, no tardo ni una fraccio? n de segundo ma? s en estar presente en la pantalla de un orde- nador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero si? pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalizacio? n es globalizacio? n de la informacio? n (en el sentido ma? s amplio de la palabra), y la con- secuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? si- cas especi? ficas.
[2]
En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalizacio? n, surge inevitablemente la tentacio? n de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me conto? el otro di? a que tiene acceso a 40 millones de a? lbumes con mu? sica de todos los pai? ses, culturas y periodos histo? ricos con un programa que cuesta so? lo unos pocos do? lares al mes, y que esto habri? a sido inimaginable hace so? lo unos pocos an? os, cuando paso? de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los inte- lectuales, no perdemos la ocasio? n de fruncir el cen? o, imbuidos de un honorable sentido de la responsabi- lidad pedago? gica, ante la superabundancia de he- rramientas para comunicarnos y lo que e? stas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atencio? n o para anular la imaginacio? n de las ge- neraciones jo? venes (? por supuesto, no la nuestra! ); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesio? n de los produc- tores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotacio? n econo? mica). Esta cri? tica y esta eu- foria sin fin son so? lo parte de los dos discursos dia- metralmente opuestos que han acompan? ado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad anali? tica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razo? n, en este ensayo tratare? de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabare? ni criticare? la globalizacio? n. Tampoco me perdere? en detalladas descripciones del feno? meno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razo? n de que los mayores especialistas en globalizacio? n de nuestro tiempo
La globalizacio? n es informacio? n (en el sentido ma? s amplio
de la palabra),
y la consecuencia del flujo de informacio? n es que cada vez estamos ma? s desvinculados de localizaciones fi? sicas especi? ficas.
Una antropologi? a negativa de la globalizacio? n
Hans Ulrich Gumbrecht
231
232 las mu? ltiples caras de la globalizacio? n
figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situacio? n de competir con ellos.
Lo que tratare? de hacer --que es lo que se su- pone que define la perspectiva especi? fica de mi con- tribucio? n a este libro-- en lugar de alabar, criticar o analizar feno? menos de la globalizacio? n, puede des- cribirse como la conciliacio? n de dos movimientos de reflexio? n diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globaliza- cio? n desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender co? mo la globalizacio? n transforma estructuras y situaciones de la vida in- dividual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema econo? mico o la poli? tica). Lo hare? partiendo de una premisa que ha pertenecido al existencialismo desde que inicio? su andadura, en la primera mitad del siglo xix. Me refiero a la suposicio? n de que las normas absolutas (o divinas) sobre lo que hace o? ptima una vida y la manera de lograrlo no esta? n (o han dejado de estar) a nuestro alcance. La segunda (y complementaria) reflexio? n la explicare? desde un punto de vista histo? rico. El primer existencialismo convirtio? su primer reto, a saber, la dificultad de creer en algo cuya identidad era difi? cil (si no humanamente imposible) iden- tificar, en la parado? jica concepcio? n de un orden divino usurpado a ese dios silencioso, en lo que llamamos antropologi? a negativa. Yo tambie? n tratare? de argumentar mis ideas dentro del marco de una antropologi? a negativa. Es decir, que quiero hablar sobre algunos elementos duraderos, metahisto? ricos y transculturales de la vida humana en un momento en el que un alto grado de escepticismo parece volver inaceptables estas aspiraciones. Al hacerlo, me apoyare? en mi intuicio? n de que el proceso de globalizacio? n, al desatender determinados deseos y necesidades humanas ba? sicas, ha contribuido, parado? jicamente, a hacerlos ma? s visibles, ya que nuestra vida cotidiana pone de manifiesto que es- ta? n insatisfechos. Asi? que mi idea de la globaliza- cio? n es antropolo? gica en la medida en que trata de identificar determinados rasgos universales de la existencia humana, y es negativa por la sospecha de que algunas de estas estructuras se vuelven me- nos aparentes cuando ma? s intervienen.
Empezare? mi argumentacio? n describiendo el contraste entre el futuro histo? ricamente especi? fico que profetizaban no so? lo los intelectuales a me- diados del siglo xx y principios del xxi y la realidad presente [3]. Sobre esta base demostrare? co? mo la globalizacio? n puede considerarse una prolongacio? n de la Modernidad debido a su coincidencia con la idea cartesiana de eliminar el cuerpo como parte de la autorreferencia humana [4]. Asi? pues, la Mo- dernidad y la globalizacio? n tienen en comu? n que
nos pueden volver independientes de la dimensio? n espacial. En la parte [5] identificare? y describire? otros aspectos de la globalizacio? n relacionados con la tradicio? n cartesiana, mientras que en la [6] co- mentare? las reacciones ante la globalizacio? n, y co? mo nos permiten articular una antropologi? a negativa. Para concluir, en la [7] describire? tres li? neas posi- bles de convergencia entre este argumento y otras posturas filoso? ficas de nuestro tiempo.
[3]
En uno de los parques Disney ma? s antiguos, el de Anaheim, California, hay una atraccio? n llamada Fu- tureland [Tierra del futuro] que considero de especial intere? s histo? rico, tanto que creo que deberi? a ser rebautizada, tal vez junto con el resto del parque, con el nombre Tierra futura del pasado, puesto que escenifica al detalle el porvenir que el mundo pro- fetizaba mediada la de? cada de los cincuenta, cuando Disneylandia abrio? sus puertas por primera vez. Esta atraccio? n tiene unos coches pequen? os con dos asientos en cuya conduccio? n no intervienen de ma- nera alguna los pasajeros. En lugar de ello, se su- pone que cada coche tiene que encontrar por si? mismo un camino a trave? s de un itinerario relativa- mente complejo de curvas, colinas e intersecciones, dando asi? la impresio? n de que la conduccio? n es un mecanismo automa? tico dentro de un poderoso cir- cuito que sustituye las necesidades humanas de desplazamiento y transporte. Suen? os de vida auto- ma? tica de esta clase siempre han llevado consigo inevitablemente la idea de un estado benigno que domina, absorbe y determina cualquier aspecto de la vida individual, en una especie de versio? n opti- mista (despue? s de todo, estamos hablando de Dis- neylandia) de 1984, de Orwell. Otras atracciones esta? n inspiradas --lo que se antoja un contrasen- tido hoy por hoy-- por las utopi? as pasadas sobre viajar al espacio: recrean unos tambaleantes y, en ocasiones, precarios vuelos a galaxias remotas, y en otros casos la sensacio? n de estar desplaza? ndose con movimientos ra? pidos y bruscos giros por la os- curidad absoluta del universo. Por u? ltimo, y en ter- cer lugar, este viejo parque Disney esta? plagado de vestigios de nuestras antiguas creencias en robots como ma? quinas de forma y apariencia ma? s o menos humana (sus versiones de menor taman? o suelen parecer aspiradoras) que se suponi? a que hari? an aquellas tareas de las que la desidia humana siem- pre ha aspirado a liberarse, y que el espi? ritu predo- minantemente socialdemo? crata del siglo xx ha declarado indignas de las personas.
Me parece notable que ninguna de estas tres dimensiones principales del hoy histo? rico futuro de
mediados de la de? cada de los cincuenta sea una realidad presente ni algo probable en el futuro que imaginamos en este momento. La abrumadora idea del estado total que se hace cargo de todos los de- seos y todas las necesidades de los seres humanos, y cuya versio?
