Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para
serlo: al oir estas palabras, áun de su mejor amigo, frunció el
entrecejo y encapotó con él su mirada.
serlo: al oir estas palabras, áun de su mejor amigo, frunció el
entrecejo y encapotó con él su mirada.
Jose Zorrilla
Del 43 al 44, Lombía solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzman,
Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona, las Lamadrid y la Sampelayo,
sostuvo la competencia contra las compañías del Circo con la mejor de
verso que tal vez se ha reunido, y una de ópera de _primo cartello_
(hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros célebres cantantes. En estos
dos años se pusieron en escena en la Cruz _La lámpara maravillosa_,
fantástica y maravillosamente decorada por Aranda, _El triunfo
de la Cruz_ y _La Encantadora_, y en el Príncipe _La Sílfide_ y
_Hernan-Cortés_, varios dramas de Hartzenbusch y García Gutierrez,
el _Don Alfonso el Casto_ y la _Doña Mencía_, el _Alfonso Munio_ y
_El Príncipe de Viana_, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de
Breton, que dieron prez al arte escénico y dinero á la administracion.
El Circo, al fin, amparado por Narvaez, Salamanca y otros personajes de
valia, se llevó la atencion con la competencia de la Fuoco y la Guy, á
quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos
de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana
de china, y hasta en un carro que apenas cabia por la calle del centro
de las butacas.
Yo no sé lo que el arte ganó con aquel frenesí y aquellos delirios;
pero el público se hartó de gritar por uno ú otro partido, y de
divertirse con las excéntricas locuras de ambos; y se vieron en
la escena de los tres teatros las más costosas decoraciones, los
más lujosos trajes, las más cortas y transparentes enaguas, y las
bailarinas más correctamente empernadas y de más ricas formas de los
cuatro reinos de Andalucía y de la antigua coronilla de Aragon.
Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos á pique de
ser crucificados. En Diciembre del 45 Lombía tuvo que prescindir de
Cárlos Latorre, que se fué á Granada, y yo á mi casa á contentarme con
saber que en Granada se aplaudia á Cárlos; sin el cual abrió Lombía el
teatro del Instituto, con Caltañazor, las hermanas Flores, la Pámias,
la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y ántes
de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas _El Sacristan de San
Lorenzo_, _La Venganza de Alifonso_ y _La pradera del Canal_, parodias
de la _Lucia_ y la _Lucrecia_, escritas por Azcona, el más inteligente
y entendido de nuestros actores de entónces, excepto Pedro Mate:
cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa
exactitud copiados del natural.
En Junio del 46 fuí yo á Francia, de donde regresé en Enero el 47,
por el fallecimiento de mi madre: á mi vuelta hallé instalada en el
Instituto la compañía andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos
actores representaban de una manera tan incomparable como encantadora
_Los celos del tio Macaco_ y _La flor de la canela_. Pepe Calvo, padre
de Rafael, hacia un tio Macaco tan indescriptible y característico, un
gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo,
que no le produjeron más espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel
en Málaga.
Del 48 al 49. El Ayuntamiento se encargó del teatro y se fundó el
Español, con una compañía completa compuesta de Romea, Valero, Arjona,
Matilde, Bárbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no aceptó su puesto
en ella por razones personales, y Carceller con un asociado tomó para
Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana
Samaniego, Juan Catalina, Cortés el buen gracioso, Manuel Gimenez y
otros. Al fin de temporada contrataron á Salas, Adela Latorre, al tenor
Gonzalez, etc. , con quienes pasaron al teatro de los Basilios, miéntras
que Harpa, propietario de Variedades, remodernaba su sala y escenario,
dejándolos como estaban aún el año pasado de 79.
Y aquí acaban mis recuerdos de los teatros que conocí ántes de mi
expatriacion, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna
confusion de ajuste de actores, esta es la historia de los teatros de
Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el
ligero espíritu de estos recuerdos á vuela pluma, y tan en confuso
cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos
aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores
tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas.
Pálidas, dispersas y móviles siluetas, recuerdos desperdigados de la
memoria del muchacho, que aún bailan en sueños una diabólica danza
Macabra por el ya frio, desierto y nebuloso campo de la imaginacion del
viejo poeta.
III.
Y aquí abre mi memoria un oasis fresco, umbroso y apacible en el árido
y enmarañado desierto de mis recuerdos; en él se levanta y por él
corre, y su abrasada atmósfera templa y oréa una brisa vital, salubre
y perfumada que envia mi corazon amante á mi descarriada fantasía.
¿Por qué no he de sentarme á reposar un punto á la sombra de este
oasis? ¿Por qué no he de aspirar esta brisa á la luz del único rayo
de esperanza que ilumina la lóbrega y tempestuosa atmósfera de mis
recuerdos, y el turbio y estéril arenal de mi inútil existencia? ¿Qué
son estos mis Recuerdos del tiempo viejo más que las aspiraciones
íntimas de mi alma, los suspiros de mi corazon y los latidos de mi
conciencia? Surja, pues, de las aguas azules del pintoresco lago de la
poesía el vapor puro de los suspiros del alma; revélese el hombre en la
faz del poeta, y véase el corazon de aquel á través de las cuerdas de
la lira de éste.
Por aquel tiempo vino á Madrid mi pobre madre, á quien yo no habia
visto y de quien nada habia sabido desde aquella desventurada noche en
que abandoné mi paterno hogar.
Dos figuras bellísimas, dos imágenes tan queridas como nunca olvidadas,
resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco
Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, á quien dediqué mi _D.
Juan Tenorio_ en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de Julio de
1835 para posarla despues en el de 1844.
A la llegada á Madrid de la Reina María Cristina, era mi padre
superintendente general de policía del reino: el duque de San Cárlos y
Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le habian hecho
pasar por la Chancillería de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la
Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habian propuesto á Fernando
VII como un partidario fiel de la causa realista, como un íntegro
magistrado y un hombre de carácter enérgico, á propósito para limpiar
á Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal
empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte
de entónces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero
Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de
la calle del Príncipe que hoy habita el duque de Santoña, tenia ya
montada una policía, que acabó en cuarenta dias con todos los ladrones,
de la manera que tal vez diré en algun artículo posterior. Bástame, por
hoy, indicar el principio tan bárbaro como exacto de que su justicia
partia, y era este: «Los séres humanos, que faltos de educacion moral
y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo
es una profesion, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el
robo, no tienen más que un miedo: el de la muerte. » En consecuencia
de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la
justicia ha solido caminar siempre en España, anunció que «los ladrones
quedaban sujetos á una comision militar, asesorada por un alcalde de
casa y corte y un escribano del crímen;» instalóse la tal comision;
y ladron cogido, ladron ahorcado. Bárbaro era tal vez el principio,
pero necesario y eficaz fué el procedimiento; los únicos tres años
que Madrid ha estado completamente libre de ladrones _de profesion_,
fueron los de 28, 29 y 30. Otro dia hablaremos de esto: no manchemos
hoy con tan repugnantes memorias la purísima de mi madre y la alegre y
caballeresca del apuesto _garçon_ corregidor de Lerma, Paco Vallejo.
Mi padre fué el primer dignatario de la situacion realista depuesto
por la influencia liberal de la Reina Cristina: cayó como los vencidos
que capitulan, y salió con armas y bagajes: las condiciones de su
destitucion no fueron más que la de salir de Madrid y sitios reales
en el término de ocho dias. Fué, pues, á refugiarse á un pueblecillo
de la provincia de Búrgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza
de una numerosa familia, y á cuyo otro hermano, capellan de aquel
pueblo, habia nombrado canónigo de la colegiata de Lerma el duque del
Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su
fundador. El cólera del 34, que introdujo la muerte y la division en la
familia, nos obligó á abandonar aquel pueblecillo tan pequeño, oculto
y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas; y miéntras yo
pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo
y Valladolid, mis padres vivian en un tranquilo destierro en casa de mi
tio el canónigo de Lerma. Allí fué de corregidor mi inolvidable Vallejo.
Su llegada fué un acontecimiento para el partido que iba á gobernar, y
un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado
el levantamiento carlista, en cuyo éxito no creia, habia rechazado las
sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto
á no mezclarse en él por voluntad propia; pero hombre importante y
conocido de la pasada situacion, no podia ménos de ser sospechoso al
nuevo gobierno, y se dió tal vez por perdido al ver llegar á Lerma
un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que él habia
concebido que debian vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un
mozo de veintisiete años, que vestia con elegancia, que marchaba con
soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitian, que bebia
Jerez, y, ¡cosa inconcebible para mi padre! que se presentó á tomar
posesion de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballería
de Madrid, con el chacó en la cabeza, el baston en la derecha y el
sable á la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen
tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del revés á España
como un sastre la manga de una levita, á la cual hay que poner forros
nuevos: un Don Juan de la clase media, que podia presentarse y bravear
en el salon más aristocrático: un abogado jóven lleno de audacia y de
talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, á quien era
preciso tener un par de años en un corregimiento para hacerle llegar á
una toga en la audiencia de la Habana: y á quien mi padre y yo tuvimos
la fortuna de que nos enviara á Lerma D. Cláudio Anton de Luzuriaga.
Cuando Vallejo llegó á Lerma, acababa yo de volver, concluido el curso
de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, él bajando y yo
subiendo la calle Mayor; llamé yo su atencion por mi traje y porte
más cortesano del de la gente del país: encaróse conmigo, plantémele
yo delante cediéndole la derecha, pero sin bajar mis ojos á su
investigadora mirada, y preguntóme:--¿Quién es V. , caballerito, que no
tiene trazas de ser de esta tierra?
Decliné yo mi nombre y el de mi padre, y esperé, sombrero en mano, á
que tomara mi filiacion en unos instantes de silencio y bajo el poder
de una escrutadora mirada, ante la cual no creí conveniente bajar la
mia.
--Está bien--me dijo, concluido su exámen--tendré mucho gusto en
conocer al padre de tal hijo. ¿Dónde le ha educado á V. su señor padre?
--En el Real Seminario de nobles de Madrid--respondí.
--¡Hola! ¿es V. discípulo de los jesuitas?
--Sí, señor; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy
desaplicado.
--No habrá sido en la cátedra de la lengua castellana.
--Ni en la de otras.
--¿Conoce V. muchas lenguas extranjeras?
--Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversacion.
--Espero tener ocasion de hablar con V. en alguna; tal vez en las tres.
--Estoy á la disposicion de usía.
--Y mi corregimiento á la de su señor padre: hagáselo V. presente de mi
parte.
Siguió su camino el corregidor, y apreté yo el paso hácia mi casa para
advertir á mi padre de que creia que acababa de cometer una torpeza,
que podia muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor.
Frunció mi padre el entrecejo escuchando mi narracion, pero no desplegó
sus labios, y ántes de anochecer fué á visitar á Vallejo, dejando á mi
madre y á su hermano el canónigo en angustiosa incertidumbre; era para
ellos evidente que yo habia traido á mi padre la órden de presentarse
inmediatamente ante aquella extraña autoridad.
Al volver mi padre de su visita, respondió á la interrogadora mirada de
mi madre con estas palabras:--«Es un hombre atentísimo y no temo doblez
en él; pero no puedo comprender sus intenciones.
Yo no puedo visitar á V. ; me ha dicho al despedirme; pero envíeme V.
á su hijo: no sé comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que
su hijo de V. no tiene pelos en la lengua. --¡Dios ponga tiento en
ella! exclamó mi padre volviéndose á mí. Mañana irás al alojamiento
de ese botarate, y sereis dos: si te invita á comer, acepta; pero no
bebas. Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque
probablemente te lo dirá para que me lo repitas. »
Maldita la gracia que me hizo la posicion en que el nuevo corregidor
me colocaba entre él y mi padre: pero despues de una noche no muy
tranquila para ninguno de los tres que componíamos la familia, á las
cuatro en punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de
la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, á quien desde
aquella tarde consagré un cariño fraternal y un agradecimiento que no
se extinguirá sinó con la vida.
Llegué hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni
alguacil, pues habian ya pasado las horas del despacho; y como, aunque
no las llevaba todas conmigo, no queria yo que miedo ni empacho en mí
conociera, dí resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos,
y al «adelante» con que desde dentro me autorizaban á penetrar en
aquel _sancta sanctorum_ de la justicia lermeña, me presenté con
tanta resolucion aparente como desconfianza real ante la primera
autoridad del partido. Leia Vallejo, tendido en un sillon de cuero,
un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los piés
tenia con botas y espuelas puestos en dos sillas y el codo izquierdo
en la esquina de una mesa de piés salomónicos, que sobre su tablero
sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un
gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de
aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba
sangría en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor
el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Soltó el libro y
levantóse para recibirme; é hízolo con tan atractivos modales y con tan
afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro,
dábamos cuenta de la última nuez y de la gota postrera de sangría, en
medio de la más alegre conversacion de estudiantes y de la más franca y
espontánea amistad de muchachos.
Esta rápida é inconcebible union de dos tan distintos individuos,
la habia operado en pocos minutos el libro que Vallejo leia: las
coplas del marqués de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y
encuadernadas en la edicion gótica de Sevilla de las trescientas de
Juan de Mena.
Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un periódico
los escribiese en las páginas de un libro, llenarian algunas los
pormenores de esta escena. Paco Vallejo era originalísimo en sus
opiniones, excéntrico en sus ideas, y tan picante como ameno en su
conversacion. Venia de la corte impregnado en el espíritu de todos
los gérmenes políticos, económicos, artísticos y literarios de la
revolucion.
Era un índice vivo de cuantos libros y periódicos iban publicados en
aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta; sabia de
memoria las principales escenas del _Edipo_, de Martinez de la Rosa;
del _Macías_, de Larra; de la _Marcela_, de Breton, y los chistes, de
Ventura, y los _Cantos_ de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar
en _El Artista_, y podia decir al dedillo la historia de todas las
cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las
bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recitóme veinte canciones
italianas, para mí desconocidas, y encantóme con la de Zanotti, que
lleva por estribillo aquel famoso _¡oh giuramenti predda de' venti! _
Recítele yo mi _Dueña de la negra toca_ y mi _Canto de Elvira_, con
los versos á una Catalina, la moza más garrida que por entónces vivia
en Lerma; pidióme y díle noticias y narréle lo que de las muchachas
de la comarca se susurraba; díjome y díjele, contéle y contóme tantos
versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan
gratas de recordar como imposibles de repetir; y cuando la dueña de la
casa se decidió á avisarnos que la sopa estaba en la mesa, así nos
acordábamos, como por los cerros de Ubeda, ni él de que era corregidor,
ni yo de que era el hijo de mi padre.
Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habian hecho acabar
con el pichel de sangría; y aunque el vinillo ágrio de Lerma, segun
decia mi tio el canónigo, no era bueno más que para echar lavativas á
galgos, nos habia abierto tanto el apetito como alegrado el corazon y
calentado la cabeza--borrando los diez años de diferencia que entre
mis diez y siete y los veintisiete del corregidor mediaban. Comimos
como dos condiscípulos que á hallarse juntos volvieran tras diez años
de separacion, y éramos á los postres tan amigos y tan iguales como si
de veras condiscípulos hubiéramos sido desde la escuela de primeras
letras. Y así llegamos á las nueve de la noche, y oí yo con asombro,
y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban á las
Animas: era la primera vez que tal hora me cogia fuera de la casa de
mi padre, era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el
encargado de guiarle.
Conoció Vallejo que algo me angustiaba; preguntóme qué, y reveléselo
yo: entónces, tomando una de las dos luces que habian alumbrado nuestro
festin, y volviendo á llevarme al aposento en donde le hallé, escribió
una carta de media página á mi padre; llamó al alguacil de renda y
le mandó que á mi casa me acompañara; dióme por despedida lo escrito
cerrado en un sobre, y díjome al oido: «dí á tu padre que queme ese
papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar á su hijo de cuando en
cuando á comer con el corregidor. »
Entré yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy
alegres: aguardábame ya impaciente mi familia, y recibióme mi padre
con el ceño un poco fruncido y en un silencio muy poco á propósito
para infundirme ánimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de
pronunciar una, púsele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual
obligándole á fijar su atencion en la misiva, logré que la apartara del
portador.
Leyó mi padre y quedóse un punto suspenso, contemplando lo escrito como
si no lo comprendiera; y aprovechando la posicion en que, inclinado
hácia adelante, tenia la carta y la cabeza cerca de la luz, díjele al
oido como Vallejo me lo habia dicho: «Que queme V. ese papel en cuanto
le lea. »
Quitó mi padre sus ojos del papel para fijarlos en los mios, y
preguntóme: «¿Te lo ha leido él á tí? »
No, contesté con la firmeza de quien decia verdad; y en silencio mi
padre quemó el papel, quedando de él no más que el pico, por el cual
entre su pulgar y su índice lo tuvo miéntras ardió. Tiró despues del
cordon de la campanilla y mandó que sirvieran la cena: «Tú habrás
comido muy tarde, me dijo: nosotros hemos rezado ya el rosario, y
tendrás ganas de acostarte: toma tu luz, y te dejaremos en tu cuarto;»
y miéntras todos bajaban al comedor, que estaba en el entresuelo, me
dijo mi padre al dejarme en mi dormitorio, que tenia su puerta en el
arranque de la escalera:
«Mañana irás á decir á Vallejo lo que me has visto hacer con su carta
y le darás las gracias,» y añadiendo entre dientes y como quien habla
consigo mismo: «¡si tuviera la cabeza tan sana como el corazon. . ! » me
cerró la puerta y me acosté tan satisfecho de haber salido tan bien
librado como curioso de saber lo que decia aquella carta, que tan bien
me habia escudado del justo mal humor de mi padre.
Vallejo tenia suficiente juicio para no fiar al chico lo que corriera
riesgo de su insensata locuacidad: el corregidor fué con el padre un
caballero de la tabla redonda y un muchacho desatalentado con el hijo
futuro autor del _Tenorio_, y único sér con quien el noble calavera
madrileño, á quien debia aquel drama ser dedicado, podia tener afinidad
en aquel país.
El corregidor liberal, el apuesto y caballeroso garzon, arriesgó su
favor y su empleo por amparar al magistrado en desgracia y fué el
primero que auguró al hijo un porvenir tan brillante como inútil para
uno y otro.
Ocho años despues, supe por mi madre que la carta de Vallejo, que de
su parte llevé yo á mi padre, decia: «Traigo órden de vigilar á V. y
de no dejarle respirar, pero puede V. dormir tranquilo miéntras yo sea
corregidor de Lerma; y cuando tenga V. que _emprender algun viaje_,
avísemelo V. con tiempo para que pueda usted partir sin despedirse de
mí, miéntras esté yo de expedicion por mi ínsula Barataria; pero no
deje usted de enviarme al chico; que tendrá siempre tan buen lugar en
mi mesa, como creo que le tiene en el porvenir que abre en España á las
letras la revolucion que se desarrolla. »
¡Oh, bueno y leal Paco Vallejo! Pocos meses despues tenias que consolar
á mi pobre madre y desvanecer las sospechas del receloso y severo juez,
que tal vez creyeron por un momento que podias tener parte con tus
consejos en el crímen con que el hijo se abrió las puertas del porvenir
famoso que tú le habias predicho, y que sólo valió al padre, á la madre
y al hijo pesadumbres y desengaños.
Mi madre, harta de vivir escondida en un pueblucho de una sierra, en
donde nieva desde Noviembre hasta Febrero, y en el cual, incomunicada
y sin noticias del mundo, habia vivido cinco años sin saber lo que en
el mundo pasaba, vino por fin á llamar á las puertas de la casa del
hijo ingrato, cuyo amor filial creia extinguido por la vanidad de unos
triunfos que no la habian producido más que ruido y coronas de papel
dorado. Un viejo eclesiástico, que la habia servido de protector,
se presentó al hijo con la desconfianza de un católico que tuviera
necesidad del amparo de un hereje; que era, y es aún lo que se cree en
algunos pueblos de Castilla de los que usamos perilla y bigote; pero
no bien el anciano sacerdote comenzó á tantear los sentimientos del
hijo, cuando éste se echó en sus brazos deshecho en lágrimas, clamando
ansioso por abrazar á su infeliz madre; trajímosla á nuestra casa,
y una nueva luz, una nueva vida y una nueva inspiracion entraron en
ella. Habia yo vivido poquísimo tiempo con mi madre; á los ocho años
me habia metido mi padre en un colegio de Sevilla; á los diez me puso
en el de nobles de Madrid, y sólo dos veranos, durante las vacaciones
del 34 y 35, habíamos vivido bajo el mismo techo, pero entre el miedo
y los pesares del destierro y en la escasez de expansiva confianza de
los que se conocen mal y no se aprecian bien; resultado inevitable de
la educacion fuera de la familia: se pierde uno para ésta tanto cuanto
se gana para la sociedad; yo me gané para el mundo y me perdí para mi
familia, no nos tratamos y no nos conocimos. Vino, pues, mi madre á
mi casa, y yo no sabia ser su hijo; la trataba como á hija mia. Yo la
mimaba, yo la peinaba, yo la dormia; sentia que no fuese una niña de
tres años, para poderla tener todo el dia sobre mis rodillas y velarla
de noche el sueño, colocada en mis brazos su cabeza. A la luz de sus
ojos, al calor de su cariño, al influjo de su presencia, produje yo en
tres meses los tres tomos de mis _Cantos del Trovador_; y un libro del
P. Nierenberg, en que ella leia, me sugirió la idea de mi _Margarita la
tornera_; y en aquel D. Juan que tan mal estudia en la Universidad,
Sintiéndose el alma seca
de hablar de legislacion
y con la mala intencion
de quemar la biblioteca,
y que vuelve por fin despechado y pobre á aquella casita solitaria, hay
algo de mi historia y de la de mi casa; y en aquel altar enflorado,
y en aquella despedida de la monjita en el altar arrinconado del
cláustro, y en aquella narracion rebosando fé sincera, inspiracion
juvenil, frescura de selva vírgen, y aroma de rosas de Mayo y poesía
nacional y cristiana, está encerrado el espíritu religioso de mi devota
madre; está derramada á manos llenas la esencia del amor filial, la
poesía del corazon amante del hijo que escribió aquellos versos ante
la sonrisa de la madre adorada. . . y por eso es _Margarita la tornera_
la única produccion que me ha conquistado el derecho de llamarme poeta
legendario, y creo que el poeta que la escribió no merece ser olvidado
en su patria; y cuando veo que la fama eleva en sus alas á otros
poetas contemporáneos, no tengo envidia de sus merecidos triunfos ni
de las justas alabanzas de sus modernas obras, y me digo á mí mismo
callandito, sin orgullo, modestamente, pero con conciencia de mí mismo:
«yo tambien soy poeta; yo tambien he escrito mi _Margarita la tornera_. »
Pero, ¿qué diablos importan todos estos recuerdos íntimos y personales
á los lectores de _El Imparcial_? Mi pobre madre, que tenia mucho
miedo á mi padre, se fué de mi casa. . . y murió sin que yo la volviera á
ver; mi _Margarita la tornera_, inspirada por la presencia de mi madre,
es el sudario en que puedo envolver mi memoria póstuma para que se
conserve más tiempo sobre la tierra; puede servirme de confesion á la
hora de mi muerte, si la Providencia me hace morir inconfeso, ¡y quién
sabe si podrá abonarme ante el tribunal de Dios, cuando mi alma sea por
Él llamada á juicio!
Paco Vallejo volvió de la Habana, y yo le dediqué mi _D. Juan Tenorio_,
para que su nombre viviera con el mio unos cuantos dias más despues de
nuestra muerte; que es lo ménos que en nombre mio y de mi padre debo á
la memoria del amigo leal y del caballeroso amparador.
Volvamos ahora al teatro, para el cual habia dejado de escribir de los
de Madrid en ausencia de Cárlos Latorre; y veamos cómo y por qué fué
mi _Traidor, inconfeso y mártir_, el único drama que yo escribí para
Julian Romea, y el único que estoy satisfecho de haber escrito.
XX.
DE CÓMO SE ESCRIBIÓ Y SE REPRESENTÓ
_Traidor, inconfeso y mártir. _
Siete años de asíduo trabajo habian atraido sobre mí la atencion del
público; llevaba ya escritas veinte obras dramáticas, más ó ménos
aplaudidas, pero ninguna rechazada, y tres ó cuatro que eran ya de
repertorio en todos los teatros de España; ocho tomos de versos, que
habian merecido el honor de la reimpresion, y los tres de los _Cantos
del Trovador_, publicados por Ignacio Boix, habian hecho mi nombre
popular, y mi exhibicion contínua como lector en los salones del
palacio de Villahermosa, donde se instaló primero y resucitó despues el
_Liceo_, habian puesto en evidencia mi exígua personalidad.
Pero á pesar de que del teatro y del _Liceo_ habian salido todos mis
compañeros á diputados, gobernadores, ministros plenipotenciarios, y
los más modestos á bibliotecarios, cuando ménos, yo me habia quedado
_poeta á secas_, esquivo á la sociedad, extraño á la política y sin
influencia con los gobiernos.
El último año de la brillante y efímera existencia del _Liceo_, su
Junta directiva, agradecida, segun dijo, á lo que con mi constante
trabajo habia contribuido al lucimiento de sus sesiones y á los
disgustos que me habian ocasionado sus juegos florales, en los que yo
habia sido juez, presidente, y yo no recuerdo que más, acordó que se
diese una funcion en obsequio mio, y se representó por los sócios mi
_Cada cual con su razon_, y se me colocó en preferente sitio en un
gran sillon, en el cual se notaba más mi pequeñez, y se me ofrecieron
una magnífica corona y un rico álbum, cuya primera hoja habia escrito
y firmado S. M. la Reina doña Isabel II; y cargado de papeles y de
flores, y ensordecido por los aplausos, me volví á mi piso tercero de
la plazuela de Matute, agradecido y contento, pero no desvanecido por
el humo aromado y embriagador de la gloria mundana, y volví al dia
siguiente á ser el poeta del dia anterior, y á vivir al dia con el
producto de mis leyendas. ¿Por qué?
¿Habia algo en mi vida por lo cual se me mostraran esquivos los
gobiernos y la sociedad de aquel _tiempo viejo_? No: yo era quien,
esquivo á la sociedad y á los gobernantes, me encastillé en mi hogar
doméstico á vivir con los legendarios personajes de mi fantástica
poesía: yo era el poeta del tiempo viejo; y fiado solamente en el
pueblo, y esperando mi recompensa de un solo hombre, desdeñé todo lo
que de aquel hombre no viniera; y la fortuna loca llamó mil veces á las
puertas de mi casa; y yo la cerré mis puertas y mis ventanas, dejándola
pasar como si no la oyese y derramar sobre otros las venturas que para
mí destinadas traia. Ya hablaremos tal vez más de esto en el último
capítulo de estos RECUERDOS.
El exceso del trabajo, la profunda y perpétua inquietud que me roia el
corazon, y las malas aguas que el municipio hacia beber por aquellos
tiempos á los habitantes de Madrid, me procuraban todos los veranos una
debilidad de estómago y una inflamacion de las vísceras abdominales,
que el bueno del Dr. Codorníu, médico del regente Espartero, queria
curarme á fuerza de sanguijuelas, cáusticos y demás excesos de la
ciencia, que está hace siglos empeñada en atacar al enfermo para
librarle de la enfermedad. Entre la mia y mi médico el Dr. Codorníu,
que me queria como á sus propios hijos, me tenian en cama hacia ya
cuarenta dias, al fin de los cuales vino una noche á verme Julian
Romea. En ocasion de los juegos florales del _Liceo_, y en otra que
á nadie importa, le habia yo probado mi amistad, y no podia Julian
dudar de ella. Pero era una extraña amistad la mia con Julian: no iba
jamás á su teatro del Príncipe más que para aplaudirle á él y á su
mujer; pero jamás subia á su cuarto ni al de Matilde, ni habia nunca
escrito un verso para ellos. Cárlos Latorre andaba por las provincias,
y yo escribia libros, pero no comedias. Y el teatro de Julian habia
encadenado á la fortuna en su vestíbulo, y la fama hacia resonar
perpétuamente su bocina desde el balcon del saloncillo en el cual tenia
Romea su corte y su cuarto de vestir, y todos los poetas iban á quemar
incienso en aquella sucursal del Parnaso y en aquel peristilo del
templo de la gloria.
Yo he sido siempre tenaz en mis opiniones, porque siempre son éstas
hijas legítimas de mis convicciones, y las mias y las de Julian
estaban en completa contradiccion en el teatro. Que yo era su amigo,
no podia dudarlo un hombre por quien no habia vacilado en arriesgar mi
reputacion y mi pellejo; que admiraba al actor no podia tampoco dudarlo
el que por mí se veia constantemente aplaudido; pero ni el amigo ni el
actor venian al poeta más que en la ocasion extrema; y Julian vino á
verme _in extremis_, porque despues de cuarenta dias de cama, un poeta
tan débil y tan chiquito como yo, debia de hallarse casi _in artículo
mortis_. Hallóme efectivamente Julian reducido á lo que de mí habian
dejado las sanguijuelas de Codorníu envuelto en los trapos de sus
cataplasmas; pero con el ojo siempre avizor y el espíritu vivo dentro
de la frágil carne--es decir, de la piel y los huesos, porque mi escasa
carne se la habian ya comido las sanguijuelas y la calentura. --Abrazóme
Romea y enteróse cariñosamente de mi situacion; distrajo la melancólica
influencia de la enfermedad y del aislamiento con el relato de la
crónica no muy edificativa de bastidores; ponderóme la boga de su amigo
el Dr. Larios, quien segun él, hacia maravillas, y dejándome alegre
y esperanzado, se despidió hasta el dia siguiente. A las once de la
mañana de este volvió con el Dr. Larios, quien me desenterró de entre
la infinidad de trapos en que Codorníu me tenia sepultado; metiéronme
entre él y Julian en un baño, y á los dos dias, limpio y renovado,
me llevaron en un coche al Pardo; donde con el cambio de aguas y de
temperatura, las emanaciones salubres del arbolado y la proximidad
del otoño, retoñó en mí la salud y la fuerza; y un dia me dijo Romea,
trayendo á la realidad mi pasado y mi porvenir: «¿Por qué no me
escribes un drama? Matilde y yo lo haríamos con el alma. »--«Pensaré
en ello, le respondí; y si en estos dias de convalecencia doy con un
argumento á propósito para tí, te lo consultaré y haré lo que sepa.
Pero. . .
--Pero ¿qué? --me preguntó receloso Julian.
--Nada--repuse;--ya hablaremos. --No me atreví á darle más
explicaciones sobre aquel «pero» que se me habia escapado.
Convalecí y cazé, y me repuse, y volví á Madrid. Mi editor Delgado
habia ya muerto: Boix, sin ideas ni rumbo fijo en el comercio de
libros, no me habia hecho trato alguno en que poder fiar, y Julian
habia dado á mi mujer, prohibiéndola que me lo dijera, seis mil reales
que habian subvenido á los gastos de mi enfermedad. Era forzoso
trabajar: el editor Gullon se me habia ofrecido en lugar del difunto
Delgado, y no podia rehusar á Romea una obra que él y un nuevo
editor me pedian á un tiempo. Pensé en un argumento, en el cual sin
salirme de mi terrorífico romanticismo, pudiera colocar un personaje
característico adecuado á la escuela exclusiva y al género personal de
representacion de Romea; y habiéndome procurado Salustiano Olózaga la
causa original de _El pastelero de Madrigal_, amasé, amoldé y emprendí
mi _Traidor, inconfeso y mártir_. Tenia yo desde que era estudiante un
inmenso cariño á este personaje tradicional, y siempre habia pensado
hacer de él una leyenda; pero el _Ni Rey ni Roque_ de Escosura habia
puesto una insuperable valla ante mi pensamiento. Al ocurrírseme hacer
del Rey Don Sebastian y del pastelero de Madrigal uno sólo, concebí
que aquel personaje legendario podia transformarse en otro altamente
dramático y profundamente misterioso.
Estudié su historia y su tradicion, dormí y soñé con la accion y
sus personajes, y cuando la ví clara en mi imaginacion comencé á
tenderla sobre el papel: y aquella es mi única obra dramática pensada,
coordinada y _hecha_, segun las reglas del arte: sus dos primeros actos
están _confeccionados_ maestramente, y tengo para mí que por ellos
tengo derecho á que mi nombre figure entre los de los dramáticos de mi
siglo.
Miéntras yo viva no faltará quien me alabe; pero tampoco quien acuse
mejor los defectos y la incompletez de sus obras. Váyase lo uno por
lo otro; y sea dicho en paz de los que no reconocen en las suyas los
defectos de que carecen las mias.
En cuanto tuve escritos mis dos primeros actos, los copié y los cosí,
seguro de no tener que variar nada en ellos para concluir el drama:
llamé á Julian y se los leí; escuchómelos atentamente, asombróle su
forma, enamoróse del carácter del protagonista, que para él destinaba;
expliquéle cómo pensaba desarrollar el tercer acto, y prometíselo
concluido para la semana siguiente. Entreguéle los dos primeros para
que mandara sacar los papeles, y díjome al partir, llevándoselos en el
bolsillo:
--Creo, Pepe, que es lo mejor que has hecho.
--Yo tambien lo creo--le respondí--pero. . .
--Pero ¿qué?
--Nada, nada--le dije--sin atreverme todavía á revelarle mi
pensamiento. Miróme un momento sin comprenderme, llevóse los dos actos,
desconfiando por el «pero» de que yo concluyera la obra, y yo la
emprendí con el tercer acto, del cual no levanté mano hasta darle fin.
Volví á llamarle, y tornó Julian á mi despacho; leíle la conclusion,
pagóse mucho de su papel, y paguéme yo no poco de que fuera tan de su
gusto mi trabajo: entreguésele grandemente satisfecho de lo escrito,
y dispusóse él á llevárselo con gran contentamiento y muy lisonjeras
esperanzas; pero. . . detúvele yo, concluyendo nuestra entrevista con
este diálogo:
_Yo. _--¿Vas convencido de que he hecho en conciencia todo lo que he
podido?
_Julian. _--Completamente; y puedes tú quedarlo de que en la
representacion haremos cuanto podamos: y si de mi empeño sólo
dependiera el éxito. . .
_Yo. _--Perdona que te ataje; pero el éxito de este drama no será grande.
_Julian. _--¿Por qué?
_Yo. _--Porque tú y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el
otro. No te amostaces. ¿Crees, ó no, que yo soy tu amigo?
_Julian. _--Aunque no tuviera más pruebas de tu amistad que esta obra
que ya está en mi poder, no podria racionalmente dudarlo.
_Yo. _--Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no
has de salir airoso del papel de Don Sebastian.
Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para
serlo: al oir estas palabras, áun de su mejor amigo, frunció el
entrecejo y encapotó con él su mirada. --Escucha,--seguí yo diciéndole,
sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color--escucha:
tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en
el campo del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena
no cabe más que la verdad artística. Desde el momento en que hay
que convenir en que la luz de la batería es la del sol; en que la
decoracion es el palacio ó la prision del rey Don Sebastian; en que
el jubon, el traje y hasta la camisa del actor son los del personaje
que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades
convencionales del arte y dentro del vestido de la creacion poética,
un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sinó otra
verdad convencional y artística; un personaje dramático, detrás y
dentro del cual desaparezca la fisonomía, el nombre, el recuerdo, la
personalidad, en fin, del actor.
--¿Y qué? --me dijo desabrida y desdeñosamente Julian.
--Que tú eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza:
que tú has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de
costumbres: que puedes presentarte, y te presentas á veces en escena,
conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin más que quitarte
el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas
copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son á
veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con
nosotros viven y hablan, tú que con ellos vives y que eres de ellos
conocido, no estorbas y no pareces intruso. Tú eres Julian Romea y
puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un
paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan
de una manera ideal y poética, en cuyo campo jura y se tira á los
ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo
necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastian.
--Y le tendrás, Pepe, le tendrás:--esclamó Julian. --¡Qué diablos de
autores! A vosotros os toca escribir y á nosotros representar.
--Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes.
--¡Pepe, Pepe! _Suum cuique. _ Porque tú alucinas á tus oyentes cuando
lees tus versos, y porque yo mismo te he dado á leer los mios en el
_Liceo_, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que
es la escena, sobre la cual estoy desde que me despuntó la barba.
--Y estás en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de
nuestra escena: pero. . .
--Déjate de peros, y fíate en mí--y partió Julian con el fin de mi
drama en la mano: y se ensayó con cuidado, y los actores se encariñaron
con sus papeles, y á los pocos dias, á las ocho de la noche de un
viernes, para el beneficio de la incomparable Matilde, se alzó el telon
sobre la primera escena de mi _Traidor, inconfeso y mártir_.
Ni la crítica hostil de eruditos apasionados, ni la mordacidad
atrevida de medianías envidiosas, me han negado que esta obra me
da derecho á tenerme por autor dramático, y el tiempo y la opinion
pública han sancionado esta pretenciosa vanidad mia. La exposicion de
este drama está _confeccionada_ con todas las reglas del arte, y la
presentacion del protagonista preparada con intencionada habilidad. El
papel de Aurora estaba confiado á Matilde; yo, seguro de que Julian
iba á dejar pálida la figura del rey D. Sebastian, de que no iba á
pasar de Espinosa el pastelero, de que iba á seguir su fatal sistema
de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la
del arte, y de que iba, en fin, á representar un rey D. Sebastian
de levita; y como encariñado y casi fanatizado yo con mi personaje
fantástico, habia, prescindiendo á sabiendas de la verdad de la
historia por la poesía de la tradicion, hecho del pastelero de Madrigal
y del rey portugués una sola personalidad poética, necesitaba que la
exuberancia del arte diese relieve á las medias tintas de la verdad
de la naturaleza, que la luz de la poesía esclareciera y relevara la
sombra que la maciza figura de la verdad iba á proyectar en el paisaje
fantástico de la ficcion: y pensé en Matilde, la actriz más poética,
sentimental y apasionada que hemos conocido en nuestro moderno teatro
Español.
Yo tenia, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi
razon de no escribir para Julian; pero debia satisfaccion á Matilde
por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sostén y la
fortuna del teatro del Príncipe y de los autores que para él escribian.
Matilde era la gracia, el sentimiento y la poesía personificadas
sobre la escena; su voz de contralto, un poco _parda_, no vibraba
con el sonido agudo, seco y metálico del tiple estridente, ni con el
cortante y forzado _sfogatto_ del soprano, sinó con el suave, duradero
y pastoso són de la cuerda estirada que vuelve á su natural tension,
exhalando la nota natural de la armonía en su vibracion encerrada. El
arco del violin de Paganini, al pasar por sus cuerdas para dar el tono
á la orquesta, despertaba la atencion del auditorio con un atractivo
magnético que parecia que hacia estremecer y ondular las llamas de
las candilejas: y la voz de Matilde tenia esta afinidad con el violin
de Paganini: al romper á hablar se apoderaba de la atencion del
público, heria las fibras del corazon al mismo tiempo que el aparato
auditivo, y el público era esclavo de su voz, y la seguia por y hasta
donde ella queria llevarle, con una pureza de pronunciacion que hacia
percibir cada sílaba con valor propio, y la diferencia entre la _c_
y la _z_, y la doble _s_ final y primera de dos palabras unidas que
en _s_ concluyeran y empezaran. Matilde no se habia dejado seducir ni
contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y
recitacion salmodiada, que Espronceda y yo dimos á nuestros versos,
no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su
boca los períodos y estrofas como esculpidas en láminas invisibles de
sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un
plato de oro.
Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad,
el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de
que apenas habrán podido dar idea á mis lectores mis antecedentes
frases; y al retirarse acompañada de un aplauso general, dejó completa
la exposicion, prevenido al público en favor de la obra y enflorada
con una guirnalda de poesía la puerta del fondo, por la cual iba á
presentarse el misterioso protagonista.
Por ella salió á escena Julian, perfectamente vestido, pintado y con
su papel concienzudamente estudiado: pero salió Julian; presentó y
no representó su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar
al verdadero juez Santillana, hubiérase vuelto á apoderar de aquel
verdadero Espinosa, confundiéndole con el que él hizo ahorcar; pero
para el público tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento,
fisonomía, relieve, poesía. Julian hizo sus escenas del primer acto
con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo,
con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos
primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo
escénico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas
sin consecuencia. Quedó en el público el recuerdo de Matilde y la
curiosidad que habia excitado la exposicion.
En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde:
Barroso. Era éste un mozo sevillano, de los que vinieron á inocular
en la corte la sávia andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los
Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros
buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente
al progreso literario y político de aquella época. Antonio Barroso
era poeta; pero habiéndose presentado en el teatro privado del Liceo
con Ventura, Marrací, el marqués de Palomares y demás sócios de la
seccion de declamacion, concluyó por consagrar al teatro su talento
nada vulgar, á consecuencia de los aplausos allí obtenidos y de la
buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado
el ingrato y difícil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al
dársele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como él
de abordar, estudiar y probarse en un carácter que podia colocarle en
muy buen punto de partida para su carrera dramática, y muy alto en
la consideracion del público si acertaba á desempeñarle con éxito.
Era Barroso un mancebo de buena estatura, cenceño y nervioso, de
cabeza pequeña y rubia, pero de aguileño perfil y límpidos ojos y
correctamente colocada sobre los hombros.
Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y
comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa
esperanza inconsciente que hace atrevido á todo talento meridional,
Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se
identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla,
sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró tan
poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposicion
del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena
resaltó como sombra negra é infernal de aquella blanca y celeste
aparicion, entre cuyas dos figuras iba á pasar desde la hostería
al patíbulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma
del perpétuamente acusado y jamás reconocido soberano pastelero de
Madrigal.
Barroso en la escena VI secundó y sirvió de apoyo á Julian con la
atencion perpétua de su maestra ejecucion; desarrolló tan á tiempo y
alternativamente su doble carácter de juez y de reo con el marqués
de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI
endecasílaba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su
corazon, toda la poesía de su amor recóndito, y toda la grandeza de
su incondicional abnegacion; en un juego escénico tan infantil como
apasionado, con un acento de castísima ingenuidad, con una declamacion
tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan melódicas,
tan suaves y tan variadas, que encantó, enterneció, fascinó y exaltó
al público, arrancándome á mí las lágrimas: á mí, poeta entusiasta y
satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como
si estuviera oyendo arrullar á una paloma enamorada de un ruiseñor. El
arte de Matilde reverberó con tal intensidad, rebosó tan profusamente
sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poesía de
Aurora, concluyó la escena en universal aplauso.
En el acto tercero, Barroso tomó creces tan imprevistas ante la
seguridad de su éxito y la esperanza de su porvenir, que comenzó desde
la primera á dominar la escena con su atencion nunca distraida, su
figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente
juego escénico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira
se iban desarrollando y apoderándose de su espíritu. La escena sétima
entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una
ribera donde yo cogia
yerbezuelas y conchas, del rugiente
mar que sus ondas sin cesar mecia,
de un monasterio triste y solitario
fundado al pié de un monte, y vagamente
la memoria de un templo, con su coro
enverjado, sus techos con pinturas,
su altar lleno de flores, su sagrario
iluminado con mecheros de oro;
el recuerdo tambien, porque la daban
miedo aquellas inmóviles figuras
de mármol que tendidas reposaban
encima de sus anchas sepulturas,
es preciso habérsele visto y oido hacer y decir á Matilde; la creciente
angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ingénua y
enamorada doncella. . . es preciso habérsela visto representar á Barroso
en la noche del estreno; pero la escena novena volvió, no á enfriar,
pero sí á descolorar la representacion.
Lo misterioso de la historia, lo terrorífico de la situacion, la calma
heróica del rey mártir, la indecisa concentracion de las pasiones del
juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron
por un momento á la verdad el dominio sobre la poesía y partió en
silencio al patíbulo el incógnito é innominado protagonista. Quedó el
teatro y el público en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda
del éxito y más convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza
no es la verdad del arte. Esta volvió á surgir en la escena al recobrar
Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos
inciertos, la voz perdida aún en la cavidad de la garganta, sin que el
aliento pudiera aún extraerla de los pulmones, preguntó:
¿Qué sucede? ¡ay de mí! los pensamientos
no acierto á combinar en mi cabeza.
¿Y Gabriel?
y empezó á buscar á Gabriel y á sentir por la ventana el rumor de la
plaza, y vió y escuchó, pero no concibió lo que oia ni lo que miraba,
pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeció. ¡Allí va! ¿A
dónde se le llevan sin ella? ¿qué palos son aquellos? ¿qué le ponen
al cuello? ¡es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. ¡Un
sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta á Santillana:
pero vos, ¡miserable! que sois hombre,
gritad conmigo. . .
y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido,
el estertor, todo junto, que constituyó la exclamacion de Matilde _¡ay!
¡es ya tarde! _ no son para escritos.
Lo más á tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida
es el decir á Santillana:
Tomad: sepamos la verdad postrera,
y obligarle á tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del
rey Don Sebastian.
Lo mejor que hizo Matilde en _Traidor, inconfeso y mártir_, fué el
final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar á su padre. . .
estuvo sublime de dolor y de ira:
¡Tu hija! --¡Esto tan sólo me faltaba!
Tú, para que su muerte te perdone,
me llamas hija tuya. . . mas te engañas,
nada hay en mí que tu maldad abone,
para tí solo hay ódio en mis entrañas.
Aquí acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastró á prolongar
con veintiseis versos más tan repugnante escena: sólo Matilde pudo
hacerla pasar.
El telon cayó en un momento de silencio, que se cambió en un espontáneo
y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio:
Julian sonreía, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como
si fuese á sufrir un ataque de nervios. . . de mí no sé lo que era. . .
Pero ¿gustó el drama?
Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche:
Romea le retiró á los pocos dias del cartel, y no se volvió á hacer más
en el teatro del Príncipe.
Andando el tiempo, Catalina, separándose de Julian, formó compañía y
ajustó á Matilde; y habiéndose llevado con ella la mayor parte del
repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi _Traidor,
inconfeso y mártir_. ¡Qué éxito el del pastelero! Mi drama se hizo
en todas las provincias, y en todas las Américas, y aún es hoy de
repertorio en todos los teatros, ménos en los de Madrid; y he visto
actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que
siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian.
Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado
á conocer en todos los países en que se habla la lengua castellana,
gracias á Catalina.
¡Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cariño fraternal
y la gratitud, que la tengo y la tendré siempre.
_Post scriptum. _--¡Pobre Barroso! Víctima de la medicacion á grandes
dósis, murió de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y
otras drogas de este jaez. En un ensayo exhaló repentinamente un
profundísimo gemido: dió luego un gran grito y dijo: «¡me muero! » y
una repentina parálisis comenzó á apoderarse de su cuerpo, comenzando
por los piés. No hubo tiempo más que para conducirle á la habitacion y
cama del portero, donde recibió la Extrema-Uncion, y espiró contando
_cómo se moria_: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya
se me muere el corazon. . . lo último que pareció vivo en él fueron los
ojos, cuyos párpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del
_Traidor inconfeso y mártir_, dejé de escribir para el teatro.
XXI.
Aquí debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va á seguir, no
deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece,
más que á mis Recuerdos del tiempo viejo, á mis memorias póstumas:
es exclusiva y personalmente mio, es historia íntima de mi corazon:
va acaso á ser enojoso para mis lectores de _El Imparcial_, y no va
seguramente á interesar más que á dos docenas de viejos como yo, que á
aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin á despertar
en ellos más que un sentimiento ficticio, efímero, _artístico_, si se
me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un
drama sentimental miéntras á la representacion asistimos. Lo que va
á seguir es una página de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el
protagonista; ¡y soy yo tan poca cosa para hablar tánto de mí mismo!
Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres años que se habla
de mí en España: quiénes me celebran y quiénes me critican; algunos me
calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de mí dicen, y pocos
dejan de juzgarme sin pasion, porque ya nadie me conoce á través de
tánto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de _D. Juan
Tenorio_.
Los meridionales, y más que ningunos los españoles (y más entre estos
los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores
y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un
sucedido, un dato cualquiera, sin añadirle algo de nuestra cosecha; así
que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia
ó el suceso narrado, ni el que la inventó ni al que le sucedió; y como
cada cual sostiene las añadiduras y variaciones por él intercaladas en
el relato, é impugna ó contradice las de los demás, todo copo de nieve
llega á ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una
novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada
del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de
los hombres notables: al contrario, comienzo siempre á simpatizar con
toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido á quien se
critica; porque estoy convencido de que tánto más de bueno deben de
tener, cuanto más de malo les aplica y atribuye la maledicencia.
De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares.
Hay sobre la mujer mil pareceres;
allá va el mio aunque parezca raro:
yo amé toda mi vida á las mujeres;
entendámonos bien y hablemos claro:
más que por torpe gérmen de placeres
me es el amor de las mujeres caro,
porque ellas son, por más que digan otros,
muchísimo mejores que nosotros.
Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio;
yo de hablar de ellas bien tengo manía;
al que habla de ellas mal tengo por necio,
falto de corazon y cortesía.
No objeto para mí de menosprecio
son, sinó manantial de poesía:
no obró conmigo mal jamás ninguna,
y debo más de un bien á más de una.
Desde la vírgen que en los cláustros ora
hasta la vil, impúdica ramera
que, enfangada en el vicio, á cada hora
á sí se infama y á su raza entera,
toda mujer que deshonrada llora,
toda la que en dolor se desespera,
de su duelo ó su infamia, no os asombre,
la ocasion ó el orígen es un hombre.
Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto á las mujeres, sigo
adelante con las que respecto á mí mismo voy aduciendo: y no creo que
voy muy descarriado al creerme con derecho á decir algo de mí mismo,
despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y
tres años, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo,
en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y
escrito de mí; de mí, pobre insensato que nunca supe contentar á nadie,
ni acerté con nadie á quedar bien, y á quien Dios acordó lo único bueno
que de nada en España sirve: la modestia de reconocerse y la humildad
de no aspirar á nada; no creyéndome para nada con aptitud, por haberme
pasado la juventud concentrado en mí mismo, aspirando sólo á conseguir
un ideal que sólo dentro de mí mismo albergaba mi esperanza, y en
la soledad de mi alma únicamente crecía, como una palma estéril sin
compañera, condenada á secarse sin fruto en el desierto de mi inútil
existencia.
Voy, pues, á alargar con unos capítulos más estos Recuerdos, y á decir
de mí mismo y de mi casa lo que yo sólo sé; porque por mucho que de mí
sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los críticos, los
murmuradores y los entremetidos, sólo los necios podrán disputarme el
derecho de saber mejor que yo lo que por muchos años he guardado entre
pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jamás ha
formulado.
Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando á un lado digresiones
y zarandajas.
Era jefe político de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario
Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya
muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima
de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos años en
una ciudad de Francia, que por entónces vivia sola en Madrid, porque
se habia extrañado de la única hija que de su único matrimonio habia
tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman
de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de
fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el
tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad
de su tiempo, no habia perdonado jamás á su hija, que vivia en Toledo
en donde yo la conocí, tan honrada como pobre y tan contenta con su
mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz
olvido de su madre orgullosa ó descorazonada.
Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio
de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano,
y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con
las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido
al extravío juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la
ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija
preciosa á quien habia bautizado con el poético nombre de Esperanza: la
chica era á los catorce años una preciosa criatura, cifra expresiva de
la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no albergó nunca bajo su
techo á su tan hermosa como inocente nieta. . . é ignoro lo que de ésta
y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella
vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envió con
un guardia civil una carta anunciándome que el Excmo. Sr. Benavides, su
jefe, deseaba que me avistara con él en su gabinete, de nueve á diez de
la noche, para un asunto que me concernia.
Alarmó á la gente de mi casa aquella cita con puntas de órden; pero
como nunca me habia yo mezclado en la política, acudí sin inquietud al
gabinete del jefe político, que era por otra parte lo más político y
bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente
de letras, y especialmente benévolo conmigo.
La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada
y extraña en su forma; mi padre, despues de seis años de emigracion,
en vista de que casi todos los de su partido, acogiéndose á las
amnistías, habian regresado á sus pátrios hogares, y de que S. M. la
Reina D. ª Isabel II reinaba tranquilamente en España, reconocida por
todas las potencias de Europa, se convenció de que su constante y leal
adhesion á la causa del Pretendiente no le serviria más que para morir
inútilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se
decidió á enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso
de volver á España.
Pero esta representacion se dirigia á S. M. la Reina, empezando con
estas palabras: «Señora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. José
Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc. , etc. ,» lo
cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no
reconocia Reina de derecho á D. ª Isabel. El jefe político, por encargo
del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma
de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no
dijo más aquella grave autoridad que estas palabras: «En ese caso. . . » y
encogiéndose de hombros, dobló el papel en que me mostró la firma.
Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr.
Benavides correspondió con la reserva que á mí me convenia guardar
en aquel caso por respeto á mi padre, me despidió con muy corteses
palabras, y yo me apresuré á ir á tranquilizar á mi mujer; en España no
las tiene nadie consigo cuando tiene que habérselas con la autoridad.
Yo fuí quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sueño en toda
la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia
levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion
un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo
de mi esperanza. Tenia yo entónces fé en muchas cosas en que hoy ya
no creo, y quedábame aún un amigo en cuyos consejos esperar podia, en
cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para
derramar mis lágrimas. Era este el docto é ilustre prelado D. Manuel
Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de Córdoba, y que
moraba entónces en la corte y en la calle de la Union por ser senador
del reino. El Sr. Tarancon, condiscípulo de mi padre, á quien éste
tenia en muy alta estima y que á mí me profesaba un cariño paternal,
habia sido mi catedrático y mi confesor.
Habia gozado con los éxitos de mis obras, como si verdaderamente mi
padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia
corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de
haber llegado á ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia
cuidado en la universidad, y al chiquitin á quien habia visto romper
á hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del
hogar paterno. Aún tengo en mis pupilas la imágen venerable de aquel
sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado
hábito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que
me contemplaba con los ojos arrasados en lágrimas, pasando por mis
abundosos cabellos sus aristocráticas manos, y derramando con sus
santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi
alma. ¡Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos!
Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el más precioso,
y su figura es la más augusta é imponente que esculpida en la mia
conservan mi gratitud y mi veneracion.
Por él supe pocos dias más tarde que el Gobierno habia enviado á mi
padre autorizacion para volver al suelo pátrio, reconociéndole ántes
sus títulos y gerarquía, considerando sus años de emigracion como
pasados al servicio de la Reina, y señalándole veinte mil y pico de
reales de jubilacion que le correspondian por su categoría en la alta
magistratura. Debia todo esto mi padre, no sólo á la influencia de mi
reputacion literaria, sinó á la eficaz proteccion con que le ayudaba
un conocido personaje, que aún vive y conserva su influencia en los
negocios políticos de nuestro país; pero á quien yo nunca he tratado,
de quien no sé si se ha ocupado jamás de mí, ni si ha leido una letra
mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: «Prepara
en tu casa un aposento para tu padre, que vendrá la semana próxima. »
Mi mujer se ocupó con miedo y alegría del mueblaje y decoracion del
alojamiento de aquel tan esperado y temido huésped, y anduve yo ocho
dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y
avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de
la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.
Diez dias despues recibí un billete en que me decia el obispo Tarancon:
«Mañana llega tu padre; pero no vayas tú á esperarle ni á recibirle;
debe de ver y hablar á otra persona ántes que á tí; yo le tendré un dia
en mi casa y te le llevaré á la tuya. » Y todo se hizo como Tarancon
lo dispuso; y él llevó á mi padre á su casa, y estuvo y habló en ella
con él á solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entró con el
venerable prelado el ex-superintendente general de policía del Rey D.
Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de _Don Juan Tenorio_.
Mi padre era el último eslabon entero de la rota cadena de la época
realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista
absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de
sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cláustro de la
de Valladolid; convencido desde su niñez de que sólo el estudio del
derecho, la teología y los cánones podia producir hombres, y de que
sólo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y
posicion social. Yo era el primero y débil eslabon de la nueva época
literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas
clásicas, el fuego fátuo, leve é inquieto, personificacion de la
escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no
rendido, iba á perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la
inmensidad desconocida en que iba á arrojarme, fiaba en mis nacientes
alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo,
el último y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se
enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cariño, y
brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por
las lágrimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados
y exprimidos por un placer inexplicable.
Yo no he tenido hermanos: mi padre me separó de sí á los nueve años
para meterme en un colegio, y habíamos vivido juntos muy poco tiempo:
él no habia modificado su cariño ni sus derechos paternales en la
gradacion del trato de su hijo niño, adolescente, mancebo y al fin
hombre; me encontraba niño como cuando de nueve años me separó de sí; y
viejo robusto y de elevada estatura, me levantó en sus brazos como si
todavía no hubiera pasado de aquellos nueve años á que su cariño y sus
recuerdos paternales se remontaban. Al volver á dejarme en el suelo,
dijo mi padre contemplándome, no sé aún con qué sentimiento:--«¡Qué
chiquitin te has quedado! »--El obispo Tarancon, que enjugaba sus
lágrimas sin rebozo, le dijo:--«Chiquitin es; pero se ha colocado á tal
luz que ya te cobija con su sombra. »--No sé lo que pensó mi padre, que
no respondió á la halagüeña alusion del prelado. Mi mujer le mostró y
condujo á su habitacion: el buen obispo de Córdoba nos dejó en ella
muy satisfecho, y quedólo no poco mi padre de hallar en mi casa la
paz doméstica, y el tranquilo bienestar de la medianía á quien nada
falta ni nada sobra. Halló en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas
y dedicatorias leyó con mucha atencion, y sin atreverse en largo
espacio á volverse á mí, para no dejarme ver la emocion que le causaban
aquellos emblemas poéticos de la efímera gloria de su hijo. Así comenzó
la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo.
Comimos, salió él en carruaje á sus visitas y volvió á las diez y media
de la noche. A las once anunció su necesidad de recogerse: le ayudé
á desnudarse, le acosté. . . y no me da vergüenza consignarlo: cuando
le tuve acostado, me senté en su cama, le dí mil besos, le hice mil
cariños, le dije mil niñerías; le traté como habria tratado á mi pobre
madre, acariciándole y mimándole como cuando yo tenia seis años. Rióse
él y enternecióse, y díjome en fin despidiéndome:--«Eres un chiquillo y
no tienes formalidad. » Le arreglé la ropa, le coloqué la pantalla en la
lamparilla, y dándole las buenas noches con el último beso. . . le dejé
solo con sus pensamientos.
No habíamos hablado de nada: nada nos habíamos dicho: ni una palabra
del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo
presente. ¿Qué pensaba de mí mi padre? Que me habia quedado chiquito y
que no tenia formalidad: esto era lo único que su lengua habia dicho,
pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las lágrimas
delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al
llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre.
Pero ¿quién iba á dominar mañana en su ánimo, el corazon ó la cabeza?
¿Quién se iba á revelar definitivamente, el padre ó el magistrado? Yo
dormí mal, y esta cuestion me tuvo insomne é inquieto toda la noche.
A la mañana siguiente, despues del desayuno, entabló á solas conmigo el
diálogo, sobre palabra más ó ménos, de esta manera.
--Necesito algo de algun ministro; ¿cómo estás tú con este Gobierno?
