n precio, bajo ninguna
condicio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
Presupone expertencta, memo- ria histo?
rica, nerviosidad de pensamiento y sobre todo una sustan- cial dosis de tedio.
Siempre se ha podido observar co?
mo aquellos que con espi?
ritu joven y completa candidez se incorporaban a gru- pos radicales, desertaban en cuanto se apercibi?
an.
de la fuerza de da tradicio?
n.
Es preciso tenerla dentro de uno rrusmo para poder
odiarla. El hecho de que los snobs muestren ma? s senti? d~para I~s movimientos vanguardistas en el arte que los proletarios arroja tambie? n algo de luz sobre la poli? tica. Los atrasados y los avanzado. s tienen una alarmante afinidad por el positivismo, desde los admi- radores de Carnap en la India hasta los denodados apologistas de los maestros alemanes Matthias Gru? neweld o Heinrich Scbu? re.
Mala psicologia seria la que admitiese que aquello de lo qu. e se esta? excluido despierta solamente odio y resentimiento; despierta tambie? n una absorbente y exaltada especie de. amor, y aquello. s
que no han sido captados por la cultura represiva llegan. a consn- tuirse con bastante facilidad en su ma? s necia tropa colonia]. Hasta en el afectado alema? n del trabajador que como socialista quiere <<aprender algo>>, participar de la llamada her~ncia, hay cierta re- sonancia de ello, y el Hlistelsmo de los seguidores de Bebel no estriba tanto en su escasez de cultu ra como en el celo con que la aceptan como una realidad, se identifican con ella y, de ese modo,
Lejos del fuego. -En los comunicados sobre ataques ae? reos raras veces faltan los nombres de las empresas constructoras de los aviones: los nombres Focke-Wulff, Hei? nkel, Lancaster apa- recen donde antes se hablaba de coraceros, ulanos y hu? sares. El mecanismo de reproduccio? n de la vida, de su dominacio? n y su ani- quilacio? n, es exactamente el mismo, y atendie? ndose a e? l se fusio- nan la industria, el estado y la propaganda. La vieja exageracio? n de los liberales esce? pticos de que la guerra es un negado se ha cumplido: el propio poder estatal ha borrado su apariencia de ser iodeperdienrc de los intereses particulares y se presenta ahora como lo que en realidad siempre ha sido, como un poder ideole? gi- cemente a su servicio. La mencio? n elogiosa del nombre de la prln- cipal empresa que se ha destacado en la destruccio? n de las ciuda- des contribuye a darle un renombre gracias al cual se le hara? n los mejores encargos para la reconstruccio? n.
Como la de los treinta an? os, esta guerra, de cuyo comienzo na- die podra? ya acordarse cuando acabe, tambie? n se esta? fraccionando en campan? as discontinuas separadas por pausas de calma: la pola- ca, la noruega, la francesa, la rusa, la tunecina, la invasio? n. Su propio ritmo, la alternancia de la accio? n contundente con la calma total a falta de un enemigo geogra? ficamente alcanzable, tiene algo del ritmo meca? nico que caracteriza en especial a la clase de medios be? licos utilizados y que, por otra parte, ha resucitado la forma preliberel de la campan? a militar. Pero ese ritmo meca? nico deter- mina absolutamente el comportamiento humano frente a la guerra,
'0
? ? ? ? ? '1 no so? lo en la desproporcio? n entre la fuerza fi? sica individual '1 la energi? a de los motores, sino tambie? n en los ma? s i? ntimos modos de vivirla. Ya la vez pasada la inadecuacio? n del enfrentamiento fi? sico a la guerra te? cnica habi? a hecho imposible la verdadera expe- riencia de la guerra. Nadie habra? podido relatar entonces lo que todavi? a se podi? a relatar de las batallas del general de artilleri? a Bonaparre. El largo intervalo entre las primeras memorias de la guerra y el tratado de paz no es casual: es testimonio de la fati- gosa reconstruccio? n de los recuerdos, que en todos aquellos libros lleva aneja cierta impotencia y hasta adulteracio? n independiente- mente de la clase de horrores por los que hubieran pasado los narradores. Pero a esta segunda guerra le es ya tan completamente heteroge? nea esa experiencia como al funcionamiento de una ma? - quina los movimientos corporales, que so? lo en ciertos estados pa- tolo? gicos se le asemejan. Cuanta menos continuidad, historia y elementos <<e? picos>> hay en una guerra, cuando en cada fase suya vuelve en cierto modo a empezar, menos es capaz de dejar una impresio? n duradera e inconsciente en el recuerdo. Con cada explo- sio? n destruye, dondequiera que se hallen, los muros a cuyo am- paro germina la experiencia y se asienta la continuidad entre el oportuno olvido y el oportuno recuerdo. La vida se ha convertido en una discontinua sucesio? n de sacudidas entre las que se abren oquedades e intervalos de para? lisis. Pero quiza? nada sea tan fu- nesto para el porvenir como el hecho de que literalmente nadie pueda ya advertirlo, pues todo trauma, todo shock no superado en los que regresan es un fermento de futura destruccio? n. KarI Kraus tuvo el acierto de titular una de sus obras Los u? ltimos di? as de la humanidad. Lo que hoy esta? aconteciendo habri? a que titu- larlo <<Hacia el fin del mundo>>.
El completo enmascaramiento de la guerra por medio de la informacio? n, la propaganda, los filrnadores instalados en los pri- meros tanques y la muerte heroica de los corresponsales de guerra, la mezcla de la opinio? n pu? blica sabiamente manipulada con la ac- tuacio? n inconsciente, todo ello es una expresio? n ma? s de la agos- tada experiencia, del vado entre los hombres y su destino en que propiamente consiste el destino. Los hombres son reducidos a ac-
tores de un documental monstruo que no conoce espectadores por tener hasta el u? ltimo de ellos un papel en la pantalla. Este mo- mento es justamente el que da pie al tan censurado uso de la ex- presio? n phony war. Este ciertamente 10 ha originado la tendencia fascista a rechazar la realidad del horror como <<mera propaganda>>
a fin de que el horror se consume sin la menor oposicio? n. Pero como todas las tendencias del fascismo, tambie? n e? sta tiene su ori- gen en elementos de la realidad que se imponen justamente valie? n- dose de dicha actitud fascista, que los sen? ala ci? nicamente. La gue- rra es ciertamente pbony, pero su phonynesr es ma? s espantosa que todos los horrores, y los que se mofan de esto contribuyen a la desgracia.
Si la filosofIa de la historia de Hegel hubiera podido incluir ti esta e? poca, las bombas-robot de Hitler habri? an encontrado su lugar, al lado de la muerte prematura de Alejandro y otros cua- dros del mismo tipo, entre los hechos empi? ricos por e? l escogidos en los que se expresa simbo? licamente el estado del espi? ritu del mundo. Como el propio fascismo, los robots son lanzados a la vez y sin participacio? n del sujeto. Como aque? l unen la ma? s extre- ma perfeccio? n te? cnica a una perfecta ceguera. Como aque? l provo- can un terror mortal y resultan completamente inu? tiles. __He visto el espi? ritu del mundo>>, no a caballo, pero si? con alas y sin cabeza, y esto refuta la filosofi? a de la historia de Hegel.
Pensar que despue? s de esta guerra la vida podra? continuar enormelmente>> y aun que la cultura podra? ser erestaurada>>. -c-como si la restauracio? n de la cultura no fuera ya su negacio? n- , es idiota. Millones de judi? os han sido exterminados, y esto es so? lo un interludio, no la verdadera cata? strofe. ? Que? espera au? n esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dira? , ? cabe ima- ginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de los sacrificios no se transforme en una nueva cualidad
de la sociedad entera, en barbarie? Si la situacio? n continu? a impara- ble, la cata? strofe sera? perpetua. Basta con pensar en la venganza de los asesinados. Si se elimina a un nu? mero equivalente de los asesinos, el horror se convertira? en institucio? n, y el esquema pre- capitalista de la venganza sangrienta, reinante au? n desde tiempos inmemoriales en apartadas regiones montan? osas, se reintroducir e?
a gran escala con naciones enteras como sujetos insubjerivos. Si, por el contrario, los muertos no son vengados y se aplica el perdo? n, el fascismo impune saldra? pese a todo victorioso, y tras demostrar cua? n fa? cil tiene el camino se propagara? a otros lugares. La lo? gica de la historia es tan destructiva como los hombres que genera: dondequiera que actu? a su fuerza de gravedad, reproduce el infortunio del pasado bajo formas equivalentes. Lo normal es la muerte.
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53
? ? ? A la pregunta sobre lo que habri? a que hacer con la Alemania derrotada, yo so? lo sabri? a responder dos cosas. Una es; a ningu?
n precio, bajo ninguna condicio? n quisiera ser verdugo o dar ti? tulo de legitimidad al verdugo. Y la otra; tampoco detendri? a el brazo de nadie, ni aun con el aparato de la ley, que quisiera vengar- se de lo sucedido. Es una respuesta de todo punto insatisfactoria, conrradicroria y que se burla tanto de la generalizacio? n como de la praxis. Pero quiza? el defecto este? en la pregunta misma y no en mi? .
Programa cinematogra? fico de la semana: la invasio? n de las Marianas. La impresio? n no es la que suscitan las batallas, sino la de los trabajos meca? nicos de dinamitado y construccio? n de carre- teras emprendidos con vehemencia llevada al paroxismo, asi? como Jos de <<fumigacio? n>>, los de exterminio de insectos a escala tclu? - rica. Las operaciones no cesan hasta que deja de crecer la hierba. El enemigo es a una paciente y cada? ver. Como los judi? os bajo el fascismo, es simplemente un objeto de medidas re? cnico-admioisrre- tivas, y si se defiende, su contraataque toma al punto el mismo cara? cter. A lo que se an? ade el rasgo sata? nico de que en cierta ma- nera se exige ma? s iniciativa que en la guerra al viejo estilo, de que, por asi? decirlo, la energi? a toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realiza- cio? n del suen? o humano de Edward Grey de la guerra sin odio.
Otoiio de 1944
34
Hans-Guck-in. Jie-Lult <<. -Entre el conocnmento y el poder existe no so? lo una relacio? n de servilismo, sino tambie? n de verdad. Muchos conocimientos resultan nulos fuera de toda relacio? n con el reparto de poderes, aunque formalmente sean verdaderos. Cuando el me? dico expatriado dice: . . para mi? , Adolf Hitler es un caso patolo? gko>>, podra? el diagno? stico cli? nico confirmar su dicta- men, pero la desproporcio? n de e? ste con la desgracia objetiva que se extiende por el mundo en nombre del paranoico hace de tal
. . <<Juan Mira-al-aire", expresio? n coloquial para referirse al individuo distrai? do, despistado o no enterado. [N. del Y. ]
dia~no? stjco, con el que se infatua el diagnosticador, algo ridi? culo. QUIza? sea Hitler . . en sr>>un caso patolo? gico, pero desde luego no . . para e? l>>. La vanidad y la pobreza de muchas manifestaciones del exilio contra el fascismo guarda conexio? n con este hecho. Los que expresan sus pensamientos en la forma del enjuiciamiento li- bre, distanciado e ininteresado son Jos que no han sido capaces de asumir de esa misma forma la experiencia de la violencia, lo que resta validez a tales pensamientos. El problema, casi insoluble, es aqui? el de no dejarse allanar ni por el poder de los ot ros ni por la propia impotencia.
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54
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V uelta a la cultura. -
la cultura alemana no es ma? s que un truco propagandi? stico de los que desean reediflcarla desde sus mesas de despacho. Lo que Hit. ler ha aniquilado en arte y pensamiento llevaba hace ya tiempo una existencia escindida y apo? crifa, cuyos u? ltimos refugios barrio?
el fascismo. El que no colaboraba estaba abocado ya an? os antes del surgimiento de! Tercer Reich al exilio interior; por lo menos desde la estabilizacio? n monetaria alemana, que coincidio? con el fin del expresionismo, la cultura alemana se habi? a estabilizado en el espi? ritu de las revistas ilustradas berlinesas, que en poco se apar- taba del de <<el vigor por la alegri? a>>, las autopistas del Reich o el fresco clasicismo de las exposiciones de los nazis. En todo su a? m- bito, la cultura alemana, incluso donde ma? s liberal se mostraba, suspiraba por su Hitler, y se comete una injusticia con los redac- tores de Mosses y Ullstein y con Jos reorganizadores del Frank-
[urter Zeitung cuando se les reprocha su candidez. Ellos eran ya asi? , y su li? nea de la menor oposicio? n a las mercanci? as del espi? ritu que produci? an se continuaba sin alteracio? n con la li? nea de la me- nor oposicio? n al poder poli? tico, entre cuyos me? todos ideolo? gicos destacaba, en propias palabras del Fu? hrer, el de tener comprensio? n con los ma? s necios. Ello ha conducido a una fatal confusio? n. Hitler ha aniquila~o la cultura, Hitler ha. echado a Herr Ludwig, luego Herr Ludwig es la cultura. y de hecho lo es. Una mirada a la produccio? n literaria de aquellos exiliados que, mediante la disci? - plina y la estricta reparticio? n de sus esferas de influencia, se han hecho con la representacio? n del espi? ritu, muestra lo que cabe espe- rar de la feliz reconstruccio? n: la introduccio? n de los me? todos de Broadway en el Kurfu? tstcndamm, que ya en los an? os veinte so? lo
La afirmacio? n de que Hitler ha destruido
? ? ? ? se diferenciaba de aque? l por su escasez de medios, no porque sus fines fueran mejores. Quien quiera tomar posicio? n contra el fas- cismo de la cultura tendra? que empez ar ya por Weimar, por <<Bom- bas sobre Montecarlo>> y por las fiestas de la prensa, si no quiere al final descubrir que figuras tan equi? vocas como Fallada dijeron bajo el re? gimen de Hitler ma? s verdades que las inequi? vocas pro- minencias que han logrado difundir su prestigio.
36
La salud para la muerte. - Si fuera posible un psicoana? lisis de la cultura prorotfpica de nuestros di? as; si el predominio absoluto de la economi? a no se burlara de todo intento de explicar la sirua- cio? n partiendo de la vida ani? mica de sus vi? ctimas y los propios psicoanalistas no hubieran jurado desde hace tiempo fidelidad a dicha situacio? n, tal investigacio? n pondri? a de manifiesto que la en- fermedad actual consiste precisamente en la normalidad. Las res- puestas de la libido exigidas por el individuo que se conduce en cuerpo y alma de forma sana, son de tal i? ndole que so? lo pueden ser obtenidas mediante la ma? s radical mutilacio? n, mediante una interiorizacio? n de la castracio? n en los cxtrooerts respecto a la cual el viejo tema de la i? denrlflcnci o? n con el padre es el juego de nin? os en el que fue ejercitada. El regular guy y la populor girl no s610 deben reprimir sus deseos y conocimientos. sino tambie? n todos los si? ntomas que en la e? poca burguesa se segui? an de la represio? n.
Igual que la antigua injusticia no cambia con el generoso ofre- cimiento a las masas de luz, aire e higiene, sino que por el con- trario es disimulada con la luciente transparencia de la actividad racionalizada, la salud interior de la e? poca consiste en haber cor- tado la huida hacia la enfermedad sin que haya cambiado en lo ma? s mi? nimo su etiologi? a. Los ma? s oscuros retiros fueron elimina- dos como un lamentable derroche de espacio y relegados al cuarto de ban? o. Las sospechas del psicoana? lisis se han confirmado an- tes de constituirse e? l mismo en parte de la higiene. Donde mayor es la claridad domina secretamente lo fecal. Los versos que dicen: <<La miseria queda como antes era. / No puedes extirparla de rai? z, / pero puedes hacer que no se vea>>, tienen en la economi? a del alma ma? s validez que alli? donde la abundancia de bienes logra en ocasiones engan? ar con las diferencias materiales en incontenible
aumento. Ningu? n estudio ha llegado hoy hasta el infierno donde 56
se forjan la. s (~e. formadones que luego aparecen como alegri? a, fran- queza, soc~abthdad, como lograda adaptacio? n a lo inevitable y COffi? ? sentido pra? ctico libre de sinuosidades. Hay razones para admitir que aque?
odiarla. El hecho de que los snobs muestren ma? s senti? d~para I~s movimientos vanguardistas en el arte que los proletarios arroja tambie? n algo de luz sobre la poli? tica. Los atrasados y los avanzado. s tienen una alarmante afinidad por el positivismo, desde los admi- radores de Carnap en la India hasta los denodados apologistas de los maestros alemanes Matthias Gru? neweld o Heinrich Scbu? re.
Mala psicologia seria la que admitiese que aquello de lo qu. e se esta? excluido despierta solamente odio y resentimiento; despierta tambie? n una absorbente y exaltada especie de. amor, y aquello. s
que no han sido captados por la cultura represiva llegan. a consn- tuirse con bastante facilidad en su ma? s necia tropa colonia]. Hasta en el afectado alema? n del trabajador que como socialista quiere <<aprender algo>>, participar de la llamada her~ncia, hay cierta re- sonancia de ello, y el Hlistelsmo de los seguidores de Bebel no estriba tanto en su escasez de cultu ra como en el celo con que la aceptan como una realidad, se identifican con ella y, de ese modo,
Lejos del fuego. -En los comunicados sobre ataques ae? reos raras veces faltan los nombres de las empresas constructoras de los aviones: los nombres Focke-Wulff, Hei? nkel, Lancaster apa- recen donde antes se hablaba de coraceros, ulanos y hu? sares. El mecanismo de reproduccio? n de la vida, de su dominacio? n y su ani- quilacio? n, es exactamente el mismo, y atendie? ndose a e? l se fusio- nan la industria, el estado y la propaganda. La vieja exageracio? n de los liberales esce? pticos de que la guerra es un negado se ha cumplido: el propio poder estatal ha borrado su apariencia de ser iodeperdienrc de los intereses particulares y se presenta ahora como lo que en realidad siempre ha sido, como un poder ideole? gi- cemente a su servicio. La mencio? n elogiosa del nombre de la prln- cipal empresa que se ha destacado en la destruccio? n de las ciuda- des contribuye a darle un renombre gracias al cual se le hara? n los mejores encargos para la reconstruccio? n.
Como la de los treinta an? os, esta guerra, de cuyo comienzo na- die podra? ya acordarse cuando acabe, tambie? n se esta? fraccionando en campan? as discontinuas separadas por pausas de calma: la pola- ca, la noruega, la francesa, la rusa, la tunecina, la invasio? n. Su propio ritmo, la alternancia de la accio? n contundente con la calma total a falta de un enemigo geogra? ficamente alcanzable, tiene algo del ritmo meca? nico que caracteriza en especial a la clase de medios be? licos utilizados y que, por otra parte, ha resucitado la forma preliberel de la campan? a militar. Pero ese ritmo meca? nico deter- mina absolutamente el comportamiento humano frente a la guerra,
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? ? ? ? ? '1 no so? lo en la desproporcio? n entre la fuerza fi? sica individual '1 la energi? a de los motores, sino tambie? n en los ma? s i? ntimos modos de vivirla. Ya la vez pasada la inadecuacio? n del enfrentamiento fi? sico a la guerra te? cnica habi? a hecho imposible la verdadera expe- riencia de la guerra. Nadie habra? podido relatar entonces lo que todavi? a se podi? a relatar de las batallas del general de artilleri? a Bonaparre. El largo intervalo entre las primeras memorias de la guerra y el tratado de paz no es casual: es testimonio de la fati- gosa reconstruccio? n de los recuerdos, que en todos aquellos libros lleva aneja cierta impotencia y hasta adulteracio? n independiente- mente de la clase de horrores por los que hubieran pasado los narradores. Pero a esta segunda guerra le es ya tan completamente heteroge? nea esa experiencia como al funcionamiento de una ma? - quina los movimientos corporales, que so? lo en ciertos estados pa- tolo? gicos se le asemejan. Cuanta menos continuidad, historia y elementos <<e? picos>> hay en una guerra, cuando en cada fase suya vuelve en cierto modo a empezar, menos es capaz de dejar una impresio? n duradera e inconsciente en el recuerdo. Con cada explo- sio? n destruye, dondequiera que se hallen, los muros a cuyo am- paro germina la experiencia y se asienta la continuidad entre el oportuno olvido y el oportuno recuerdo. La vida se ha convertido en una discontinua sucesio? n de sacudidas entre las que se abren oquedades e intervalos de para? lisis. Pero quiza? nada sea tan fu- nesto para el porvenir como el hecho de que literalmente nadie pueda ya advertirlo, pues todo trauma, todo shock no superado en los que regresan es un fermento de futura destruccio? n. KarI Kraus tuvo el acierto de titular una de sus obras Los u? ltimos di? as de la humanidad. Lo que hoy esta? aconteciendo habri? a que titu- larlo <<Hacia el fin del mundo>>.
El completo enmascaramiento de la guerra por medio de la informacio? n, la propaganda, los filrnadores instalados en los pri- meros tanques y la muerte heroica de los corresponsales de guerra, la mezcla de la opinio? n pu? blica sabiamente manipulada con la ac- tuacio? n inconsciente, todo ello es una expresio? n ma? s de la agos- tada experiencia, del vado entre los hombres y su destino en que propiamente consiste el destino. Los hombres son reducidos a ac-
tores de un documental monstruo que no conoce espectadores por tener hasta el u? ltimo de ellos un papel en la pantalla. Este mo- mento es justamente el que da pie al tan censurado uso de la ex- presio? n phony war. Este ciertamente 10 ha originado la tendencia fascista a rechazar la realidad del horror como <<mera propaganda>>
a fin de que el horror se consume sin la menor oposicio? n. Pero como todas las tendencias del fascismo, tambie? n e? sta tiene su ori- gen en elementos de la realidad que se imponen justamente valie? n- dose de dicha actitud fascista, que los sen? ala ci? nicamente. La gue- rra es ciertamente pbony, pero su phonynesr es ma? s espantosa que todos los horrores, y los que se mofan de esto contribuyen a la desgracia.
Si la filosofIa de la historia de Hegel hubiera podido incluir ti esta e? poca, las bombas-robot de Hitler habri? an encontrado su lugar, al lado de la muerte prematura de Alejandro y otros cua- dros del mismo tipo, entre los hechos empi? ricos por e? l escogidos en los que se expresa simbo? licamente el estado del espi? ritu del mundo. Como el propio fascismo, los robots son lanzados a la vez y sin participacio? n del sujeto. Como aque? l unen la ma? s extre- ma perfeccio? n te? cnica a una perfecta ceguera. Como aque? l provo- can un terror mortal y resultan completamente inu? tiles. __He visto el espi? ritu del mundo>>, no a caballo, pero si? con alas y sin cabeza, y esto refuta la filosofi? a de la historia de Hegel.
Pensar que despue? s de esta guerra la vida podra? continuar enormelmente>> y aun que la cultura podra? ser erestaurada>>. -c-como si la restauracio? n de la cultura no fuera ya su negacio? n- , es idiota. Millones de judi? os han sido exterminados, y esto es so? lo un interludio, no la verdadera cata? strofe. ? Que? espera au? n esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dira? , ? cabe ima- ginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de los sacrificios no se transforme en una nueva cualidad
de la sociedad entera, en barbarie? Si la situacio? n continu? a impara- ble, la cata? strofe sera? perpetua. Basta con pensar en la venganza de los asesinados. Si se elimina a un nu? mero equivalente de los asesinos, el horror se convertira? en institucio? n, y el esquema pre- capitalista de la venganza sangrienta, reinante au? n desde tiempos inmemoriales en apartadas regiones montan? osas, se reintroducir e?
a gran escala con naciones enteras como sujetos insubjerivos. Si, por el contrario, los muertos no son vengados y se aplica el perdo? n, el fascismo impune saldra? pese a todo victorioso, y tras demostrar cua? n fa? cil tiene el camino se propagara? a otros lugares. La lo? gica de la historia es tan destructiva como los hombres que genera: dondequiera que actu? a su fuerza de gravedad, reproduce el infortunio del pasado bajo formas equivalentes. Lo normal es la muerte.
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? ? ? A la pregunta sobre lo que habri? a que hacer con la Alemania derrotada, yo so? lo sabri? a responder dos cosas. Una es; a ningu?
n precio, bajo ninguna condicio? n quisiera ser verdugo o dar ti? tulo de legitimidad al verdugo. Y la otra; tampoco detendri? a el brazo de nadie, ni aun con el aparato de la ley, que quisiera vengar- se de lo sucedido. Es una respuesta de todo punto insatisfactoria, conrradicroria y que se burla tanto de la generalizacio? n como de la praxis. Pero quiza? el defecto este? en la pregunta misma y no en mi? .
Programa cinematogra? fico de la semana: la invasio? n de las Marianas. La impresio? n no es la que suscitan las batallas, sino la de los trabajos meca? nicos de dinamitado y construccio? n de carre- teras emprendidos con vehemencia llevada al paroxismo, asi? como Jos de <<fumigacio? n>>, los de exterminio de insectos a escala tclu? - rica. Las operaciones no cesan hasta que deja de crecer la hierba. El enemigo es a una paciente y cada? ver. Como los judi? os bajo el fascismo, es simplemente un objeto de medidas re? cnico-admioisrre- tivas, y si se defiende, su contraataque toma al punto el mismo cara? cter. A lo que se an? ade el rasgo sata? nico de que en cierta ma- nera se exige ma? s iniciativa que en la guerra al viejo estilo, de que, por asi? decirlo, la energi? a toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realiza- cio? n del suen? o humano de Edward Grey de la guerra sin odio.
Otoiio de 1944
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Hans-Guck-in. Jie-Lult <<. -Entre el conocnmento y el poder existe no so? lo una relacio? n de servilismo, sino tambie? n de verdad. Muchos conocimientos resultan nulos fuera de toda relacio? n con el reparto de poderes, aunque formalmente sean verdaderos. Cuando el me? dico expatriado dice: . . para mi? , Adolf Hitler es un caso patolo? gko>>, podra? el diagno? stico cli? nico confirmar su dicta- men, pero la desproporcio? n de e? ste con la desgracia objetiva que se extiende por el mundo en nombre del paranoico hace de tal
. . <<Juan Mira-al-aire", expresio? n coloquial para referirse al individuo distrai? do, despistado o no enterado. [N. del Y. ]
dia~no? stjco, con el que se infatua el diagnosticador, algo ridi? culo. QUIza? sea Hitler . . en sr>>un caso patolo? gico, pero desde luego no . . para e? l>>. La vanidad y la pobreza de muchas manifestaciones del exilio contra el fascismo guarda conexio? n con este hecho. Los que expresan sus pensamientos en la forma del enjuiciamiento li- bre, distanciado e ininteresado son Jos que no han sido capaces de asumir de esa misma forma la experiencia de la violencia, lo que resta validez a tales pensamientos. El problema, casi insoluble, es aqui? el de no dejarse allanar ni por el poder de los ot ros ni por la propia impotencia.
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V uelta a la cultura. -
la cultura alemana no es ma? s que un truco propagandi? stico de los que desean reediflcarla desde sus mesas de despacho. Lo que Hit. ler ha aniquilado en arte y pensamiento llevaba hace ya tiempo una existencia escindida y apo? crifa, cuyos u? ltimos refugios barrio?
el fascismo. El que no colaboraba estaba abocado ya an? os antes del surgimiento de! Tercer Reich al exilio interior; por lo menos desde la estabilizacio? n monetaria alemana, que coincidio? con el fin del expresionismo, la cultura alemana se habi? a estabilizado en el espi? ritu de las revistas ilustradas berlinesas, que en poco se apar- taba del de <<el vigor por la alegri? a>>, las autopistas del Reich o el fresco clasicismo de las exposiciones de los nazis. En todo su a? m- bito, la cultura alemana, incluso donde ma? s liberal se mostraba, suspiraba por su Hitler, y se comete una injusticia con los redac- tores de Mosses y Ullstein y con Jos reorganizadores del Frank-
[urter Zeitung cuando se les reprocha su candidez. Ellos eran ya asi? , y su li? nea de la menor oposicio? n a las mercanci? as del espi? ritu que produci? an se continuaba sin alteracio? n con la li? nea de la me- nor oposicio? n al poder poli? tico, entre cuyos me? todos ideolo? gicos destacaba, en propias palabras del Fu? hrer, el de tener comprensio? n con los ma? s necios. Ello ha conducido a una fatal confusio? n. Hitler ha aniquila~o la cultura, Hitler ha. echado a Herr Ludwig, luego Herr Ludwig es la cultura. y de hecho lo es. Una mirada a la produccio? n literaria de aquellos exiliados que, mediante la disci? - plina y la estricta reparticio? n de sus esferas de influencia, se han hecho con la representacio? n del espi? ritu, muestra lo que cabe espe- rar de la feliz reconstruccio? n: la introduccio? n de los me? todos de Broadway en el Kurfu? tstcndamm, que ya en los an? os veinte so? lo
La afirmacio? n de que Hitler ha destruido
? ? ? ? se diferenciaba de aque? l por su escasez de medios, no porque sus fines fueran mejores. Quien quiera tomar posicio? n contra el fas- cismo de la cultura tendra? que empez ar ya por Weimar, por <<Bom- bas sobre Montecarlo>> y por las fiestas de la prensa, si no quiere al final descubrir que figuras tan equi? vocas como Fallada dijeron bajo el re? gimen de Hitler ma? s verdades que las inequi? vocas pro- minencias que han logrado difundir su prestigio.
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La salud para la muerte. - Si fuera posible un psicoana? lisis de la cultura prorotfpica de nuestros di? as; si el predominio absoluto de la economi? a no se burlara de todo intento de explicar la sirua- cio? n partiendo de la vida ani? mica de sus vi? ctimas y los propios psicoanalistas no hubieran jurado desde hace tiempo fidelidad a dicha situacio? n, tal investigacio? n pondri? a de manifiesto que la en- fermedad actual consiste precisamente en la normalidad. Las res- puestas de la libido exigidas por el individuo que se conduce en cuerpo y alma de forma sana, son de tal i? ndole que so? lo pueden ser obtenidas mediante la ma? s radical mutilacio? n, mediante una interiorizacio? n de la castracio? n en los cxtrooerts respecto a la cual el viejo tema de la i? denrlflcnci o? n con el padre es el juego de nin? os en el que fue ejercitada. El regular guy y la populor girl no s610 deben reprimir sus deseos y conocimientos. sino tambie? n todos los si? ntomas que en la e? poca burguesa se segui? an de la represio? n.
Igual que la antigua injusticia no cambia con el generoso ofre- cimiento a las masas de luz, aire e higiene, sino que por el con- trario es disimulada con la luciente transparencia de la actividad racionalizada, la salud interior de la e? poca consiste en haber cor- tado la huida hacia la enfermedad sin que haya cambiado en lo ma? s mi? nimo su etiologi? a. Los ma? s oscuros retiros fueron elimina- dos como un lamentable derroche de espacio y relegados al cuarto de ban? o. Las sospechas del psicoana? lisis se han confirmado an- tes de constituirse e? l mismo en parte de la higiene. Donde mayor es la claridad domina secretamente lo fecal. Los versos que dicen: <<La miseria queda como antes era. / No puedes extirparla de rai? z, / pero puedes hacer que no se vea>>, tienen en la economi? a del alma ma? s validez que alli? donde la abundancia de bienes logra en ocasiones engan? ar con las diferencias materiales en incontenible
aumento. Ningu? n estudio ha llegado hoy hasta el infierno donde 56
se forjan la. s (~e. formadones que luego aparecen como alegri? a, fran- queza, soc~abthdad, como lograda adaptacio? n a lo inevitable y COffi? ? sentido pra? ctico libre de sinuosidades. Hay razones para admitir que aque?
