dc, que se entrega al juicio absoluto con
menoscabo
de la expe- riencia de la cosa.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
Pero no contenta con eso, la propia actividad cienti?
fica se incorpora la especulacio?
n.
Entre las funciones pu?
blicas del psicoana?
lisis, esa incorporacio?
n no es la u?
lrima.
Su medio es la libre asociacio?
n.
El camino hacia el inconsciente de los pacientes es allanado excu- sa?
ndolos de la responsabilidad de la reflexio?
n, y la propia teori?
a anali?
tica sigue la misma vi?
a, ya dejando que la marcha o el estan- camiento de las asociaciones le indiquen sus diagno?
sticos, ya con- fia?
ndose los analistas, y precisamente los ma?
s dotados, como Grod- deck, a su propia asociacio?
n.
En el diva?
n se proyecta, relajado,
lo que una vez, en la ca? redra, fue obra de la extrema tensio? n del pensamiento desde Schelling y Hegel: el desciframiento del feno? - meno. Pero tal aflojamiento de la tensio? n afecta a la calidad de las ideas: la diferencia apenas es menor de la que existe entre la filosofi? a de la revelacio? n y el cotilleo de una suegra. El mismo mo- vimiento del espi? ritu que una vez hubo de elevar su <<material>> a concepto , es ahora rebajado a mero material para el orden con- ceptual. Cualquier cosa que a alguien se le ocurra es suficiente para que los expertos decidan si el responsable es un cara? cter obsesivo, un tipo oral o un histe? rico. Debido a la mitigacio? n de la responsabilidad que supone el desligami? emo de la reflexio? n y
del control del entendimiento, la propia especulacio? n queda, como objeto, en manos de la ciencia, y su subjetividad disuelta en ella. Cuando el esquema rector del ana? lisis le hace recordar a la idea
sus orfgenes inconscientes, olvida que es una idea. De juicio ver- dadero ~asa a ser materia neutral. En lugar de entregarse a la elaboracio? n dcl concepto para lograr ser duen? a de si? misma se confi? a impotente a la labor del doctor, que supone lo sabe ya todo. De ese modo, la especulacio? n queda definitivamente rota y convertida en un hecho a incluir en alguna de las ramas de la clasificacio? n como un documento ma? s de lo inmodificable.
43
No amedrenJarse. _Que? sea objetivamente la verdad es bien ~ifi? cil decidi~Jo, pero en el trato con los hombres no hay que de- Jar~e. aterronzar por ello. Hay criterios que para lo primero son sufi? clcnres. Uno de los ma? s seguros consiste en que a uno se le objete que una asercio? n suya es <<demasiado subjetiva>>. Pero si se lo emplea sobre todo con aquella indignacio? n en la que resuena la ~riosa armoni? a de t~as las gentes razonables, entonces hay raaon para quedar unos instantes en paz con uno mismo. Los con-
ceptos de. 10. subjetivo y lo objetivo se han invertido por comple- tooLo objetivo es la parle incontrastable del feno? meno su efigie i~~uestionablemente aceptada, la fachada compuesta de 'datos ele- sl~lcados, en suma lo subjetivo; y subjetivo se llama a lo que de- rriba todo eso, accede a la experiencia especi? fica de la cosa, se des-
embaraza de las convenciones de la opinio? n e instaura la relacio? n con el objeto en sustitucio? n de las decisiones mayoritarias de aque- llos que no llegan a intuirlo y menos aun a pensarlo, en suma a lo objetivo. Cua? n fu? til es la objecio? n formal de la relatividad sub- jetiva, ~ . pone de manifiesto en su propio terreno, el de los jui- CIOS ~steucos. El que. alguna vez, por la fuerza de sus precisas reacciones ante la seriedad de la disciplina de una obra ani? sri? ca. se somete a su ley formal inmanente y a la sugestio? n de su com- posicio? n, ve co? mo se le desvanece la prevencio? n de 10 meramente
subjetivo de su experiencia como una mi? sera ilusio? n, y cada paso que avanza, merced a su inervacio? n en extremo subjetiva en su familiarizacio? n con la obra tiene una fuerza objetiva inccmpara- blemcnre mayor que las grandes y consagradas conceptualizaciones acerca, por ejemplo, del <<estilo>>, cuya pretensio? n cienti? fica se impone a costa de tal experiencia. Esto es doblemente cierto en l~ era del positivismo y de la industria cultural, cuya objetividad viene calculada por los sujetos que la organizan. Frente a e? sta, la
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? ? ? ? ? ? razo? n se ha refugiado toda ella, y en completa reclusio? n, en las idiosincrasias, a las que la arbitrariedad de los poderosos acusa de arbitrariedad porque quieren la impotencia de los sujetos; y ello por temor a la objetividad, que en tales sujetos se halla la- tente.
44
Para postsocTtI? ticos. - P a ra el intelectual que se propone hacer lo que antan? o se llam6 filosofi? a, nada es ma? s incongruente que, en la discusio? n - y casi podri? a decirse en la argumentacio? n-, quiera tener razo? n. El propio querer tener razo? n es, hasta en la ma? s sutil forma lo? gica de la reflexio? n, una expresio? n de aquel espi? ritu de auroafirmacie? n cuya disolucio? n constituye precisamen- te el designio de la filosofi? a. Yo conoci? a una persona que invi- taba una tras otra a todas las celebridades en el campo de la teo- ri? a del conocimiento, de la ciencia natural y de las ciencias hu- manas, discuti? a con cada una su sistema y, despue? s de que ya no se atrevi? an a presentar argumentos contra su formalismo, daba por irrefutablemente va? lidas sus concepciones. Algo de esa Inge- nuidad obra todavi? a dondequiera que la filosofi? a, aun de lejos, imita el gesto de la conviccio? n. A e? ste subyace el supuesto de una umoersi? tas i? itererum, de un acuerdo 11 priori entre los espi? - ritus que pueden comunicarse entre si? y, por ende, un total confor- mismo. Cuando los filo? sofos, a quienes, como es sabido, les resulta siempre tan difi? cil guardar silencio, se ponen a discutir, debieran dar a entender que nunca tienen razo? n, mas de una manera que conduzca al contrincante al encuentro con la falsedad. 10 esencial seri? a poseer conocimientos que no fuesen absolutamente execres e invulenrables ~ stos desembocan sin remedio en la taurolo- gi? a-, sino tales que ante ellos surgiera por si? sola la pregunta por su exactitud. -Pero ello no comporta una tendencia al irra- ci? onali? smo o a la ereccio? n de tesis arbitrarias justificadas por la fe en las revelaciones de la intuicio? n, sino la eliminacio? n de la diferencia entre tesis y argumento. Pensar di? ale? cti? camenre signifi- ca, en este aspecto, que el argumento debe adquirir el cara? cter dra? stico de la tesis, y la tesis contener en si la totalidad de su fundamento. Todos los conceptos-puente, todas las conexiones y operaciones lo? gicas secundarias y no basadas en la experiencia del objeto deben eliminarse. En un texto filoso? fico, todos los enun- dados debieran estar a la misma distancia del centro. Sin haber
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llegado a expresarlo, la forma de proceder de Hegel es testimonio de esa intencio? n. Como e? sta no admitia ningu? n primero, tampoco podi? a, en rigor, admitir ningu? n segundo ni nada derivado, y el concepto tic mediacio? n lo trasladaba directamente de las deter- minaciones formales intermedias a las cosas mismas con el propo? - sito de que su diferencia con un pensamiento mediador y exterior a ellas quedase superada. Los limites que en la filosofi? a de Hegel miden la efectividad de tal intencio? n son al mismo tiempo los li? - mites de su verdad, a saber, los residuos de la prima philosophia, de la suposicio? n del sujeto considerado, a pesar de todo, como un <<primero>>. Entre las tareas de la lo? gica diale? ctica se cuenta la
de acabar con los u? lti mos vestigios del sistema deduct ivo mente con los u? ltimos gestos abogadiles del pensamiento.
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junta-
<<Que? eniermo parece todo lo que nace>> *. - El pensamiento diale? ctico se opone a toda cosificacio? n tambie? n en el sentido de negarse a confirmar a cada individuo en su aislamiento y separa. cio? n. Lo que hace es definir su aislamiento como producto de lo general. De este modo obra como un correctivo de la fijacio? n ma? - ni? ce asi? como del aspecto vaci? o y sin oposicio? n del espi? ritu para- noi?
dc, que se entrega al juicio absoluto con menoscabo de la expe- riencia de la cosa. Mas eso no significa que la diale? ctica se con- vierta en lo que llego? a ser en la escuela hegeliana inglesa y luego, de forma consumada, en el forzado pragmatismo de Dcwey, a sa- ber, sensc 01 proporti? om, la ordenacio? n de las cosas en su pers- pectiva exacta, el simple, pero tenaz, sano sentido comu? n. Si He. gel, en dia? logo con Goerhe, parecio? hallarse pro? ximo a tal concep- cio? n cuando defendi? a su filosofi? a frente al platonismo gocthiano afirmando que <<en el fondo no era otra cosa sino el espi? ritu de contradiccio? n regulado y meto? dicamente desarrollado que, como un don, existe dentro de cada hombre y cuyo valor se muestra me? xi? memcnre en la distincio? n de lo verdadero frente a lo falso>> esa sutil formulacio? n encerraba astutamente en su elogio de eso que <<existe dentro de cada hombre>> la denuncia del common sen- se, 11 cuya ma? s honda caracterizacio? n procedi? a no precisamente deja? ndose guiar por el common sense, sino contradicie? ndolo. El
~ Georg TMKL, Heitcrer F,u? hling (Gedichte). (N. del T. ] 69
? common sense, la estimacio? n de las justas proporciones, la visio? n instruida en el mercado y experimentada en las relaciones munda- nas tiene de comu? n con la diale? ctica el hallarse libre del dogma, la limitacio? n y la extravagancia. En su sobriedad hay un momento de pensamiento cri? tico que le es indispensable. Mas su aparta- miento de toda ciega obstinacio? n es tambie? n su peor enemigo. La universalidad de la opinio? n, tomada inmediatamente como lo que es, una universalidad radicada en la sociedad, tiene necesariamente por contenido concreto elconsenso. No es ningu? n azar que en el si- glo XIX el dogmatismo, ya rancio y trastrocado, no sin mala con- ciencia, por la Ilustracio? n, apelara al sano sentido comu? n hasta el punto de que un archipcsitivista como Mili se viera forzado a po- lemizar contra el mismo. El sensr 01 proport i? ons se concreta en el deber de pensar en proporciones mensurables y ordenaciones de
magnitud que sean firmes. Hay que haber oi? do decir alguna vez a un empecinado miembro de alguna camarilla influyente: <<eso no es tan importante>>; hay que observar solamente cua? ndo los burgueses hablan de exageracio? n, de histeria o de locura para sa- ber que donde ma? s pomposamente se invoca a la razo? n es donde ma? s infaliblemente se hace la apologi? a de la irracionalidad. Hegel dio preeminencia al sano espi? ritu de contradiccio? n con la terque- dad del campesino que durante siglos ha tenido que soportar la caza y los tributos de los poderosos sen? ores feudales. El cometido de la diale? ctica es preservar las opiniones sanas, guardianes tar- di? os de la inmodificabilidad del curso del mundo, buscarles las vueltas y descifrar sus <<proportions>> como el reflejo fiel y reducido de unas desproporciones desmedidamente aumentadas. La razo? n diale? ctica aparece frente a la razo? n dominante como lo irracional: s610cuando la sobrepasa y supera se convierte en racional. ? Cua? n extravagante y talmu? dica era ya, en pleno funcionamiento de la econom ia de cambio, la insistencia en la diferencia en tre el rtem-
po de trabajo gastado por el obrero y el tiempo necesario para la reproduccio? n de su vida! ? Co? mo embrido? Nietzsche por la cola los caballos a cuyos lomos emprendio? sus ataques, y co? mo Karl Kraus, o Kafka, o el mismo Prousr. confundidos, falsearon, cada uno a su manera, la imagen del mundo con la intencio? n de sacu- dirse la falsedad y la confusio? n! La diale? ctica no puede detenerse ante los conceptos de 10 sano y lo enfermo, como tampoco ante los de lo racional y lo irracional hermanados con los primeros. Una vez ha reconocido como enfermas la generalidad dominante y sus proporciones - y las ha identificado, en sentido literal, con la paranoia, con la <<proyeccio? n pa? tica>>-, aquello mismo que con.
forme a las medidas del orden aparece como enfermo, desviado, paranoide y hasta dis-locado (<<ver-ru? ckl>>) se convierte en el e? ni- co germen de aute? ntica curacio? n, y tan cierto es hoy como en la Edad Media que so? lo los locos dicen la verdad a la cara del po- der. Bajo este aspecto es un deber del diale? ctico llevar esa verdad del loco a la consciencia de su propia razo? n, una consciencia sin la cual e? sta de seguro se hundiri? a en el abismo de aquella enfer- medad que el sano sentido comu? n dicta inmisericorde a los dema? s.
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Para una moral del pensam;en'o. -Lo ingenuo y 10no ingenuo son conceptos tan infinitamente entrelazados que no sirve de nada enfrentarlos uno a airo. La defensa de lo ingenuo por parte de todo tipo de irracionalistas y devoradores de intelectuales es in. digna. La reflexio? n que toma partido por la ingenuidad se rige por esta idea: el oscurantismo y la astucia siempre han sido la misma cosa. Afirmar la inmediatez de forma mediata en lugar de concebirla como mediada en si? misma, cambia el pensamiento en apologi? a de su anti? tesis misma, en inmediata mentira. Esta sirve a todo lo malo, desde la indolencia de <<las cosas-son-asi? >> hasta la
justificacio? n de la injusticia social como algo natural. Si por todo ello se quisiera elevar lo opuesto a principio y definir la filoso- fi? a --como una vez yo mismo he hecho- como el terminante imperativo de no ingenuidad, apenas se ganari? a algo. No es so? lo que la no ingenuidad en elsentido de ser ducho, estar escarmen- tado o haberse vuelto precavido sea un dudoso medio de cono-
cimiento que por su afinidad con los o? rdenes pra? cticos de la vida predisponga a toda clase de reservas mentales hacia la teori? a y a rechazar en la ingenuidad todo aferramiento a unos fines. Tam- bie? n donde la no ingenuidad se concibe en el sentido reore? rlca- mente responsable de lo que mira ma? s alla? , de 10 que no se de- tiene en el feno? meno aislado, de lo que piensa la totalidad, hay una zona oscura . Es simplement e aquel seguir sin poder detener- se, aquel ta? cito reconocimiento del primado de lo general frente a lo particular en que consiste no solamente el engan? o del idealis- mo que hipostatiza los conceptos, sino tambie? n su inhumanidad
que, apenas captado, rebaja 10 particular a estacio? n de tra? nsito para finalmente resignarse con demasiada rapidez, no sin dolor y muerte, en aras de una conciliacio? n que meramente existe en
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? ? ? ? ? la reflexio? n -es, en u? ltima instancia, la frialdad burguesa, que con excesiva complacencia suscribe lo inevitable. El conocimiento so? lo puede extenderse hasta donde de tal modo se aferra al indi- viduo que, por efecto de la insistencia, su aislamiento se quiebra. Ello tambie? n supone, desde luego, una relacio? n con 10 general, mas no una relacio? n de subsuncio? n, sino casi su contraria. La mediacio? n diale? ctica no es el recurso a algo ma? s abstracto, sino el proceso de disolucio? n de lo concreto en lo concreto mismo. Nietz- sche, que con frecuencia pensaba dentro de muy vastos horizon- tes, 10 sabi? a sin embargo muy bien. <<Quien intenta mediar entre dos pensadores audaces ---dice en la Gaya ci? encie-<<, se identifica como mediocre: carece de ojos para ver lo u? nico; el andar buscan- do parecidos y similitudes es caracteri? stico de los ojos de? biles. ? La moral del pensamiento consiste en no proceder ni de forma testaruda ni soberana, ni ciega ni vacua, ni atomista ni conse- cuente. Ln duplicidad de me? todo que le valio? a la Fenomenolo- gi? a de Hegel la fama de obra de abisma? tica dificultad entre las gentes razonables, esto es, la exigencia de dejar hablar a los feno? - menos como tales -el <<puro contemplars-e- y a la vez tener en todo momento presente su relacio? n a la conciencia como sujeto, a la reflexio? n, expresa esa moral del modo ma? s preciso y en toda la profundidad de su contradiccio? n. Pero cua? nto ma? s difi? cil se ha hecho querer seguirla desde que ya no es posible pretender la
identidad de sujeto y objeto, esa identidad con cuya aceptacio? n fi- nal dio Hegel cobijo a las exigencias antag o? nicas del contemplar y el construir. Hoy no se le pide al pensador sino que sepa estar en todo momento en las cosas y fucra de las cosas. El gesto de Mu? nchhausen tira? ndose de la coleta para salir del pozo se con- vierte en esquema de todo conocimiento que quiere ser ma? s que comprobacio? n o proyecto. Y au? n vienen los filo? sofos a sueldo y nos reprochan la falta de un punto de vista so? lido.
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De gustibus est disputandum. -lncluso el que se halla con- vencido de la incomparabilidad de las obras de arte siempre se vera? complicado en debates en los que las obras de arte, y preci- samente aquellas del ma? s alto, y por ende incomparable, rango, son comparadas unas con otras y valoradas unas frente a otras. La objecio? n de que en tales consideraciones, hechas de manera
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particularmente obsesiva, se trata de instintos mercaderiles de medir con vara, la mayori? a de las veces no tiene otro sentido que el deseo de los so? lidos burgueses, para quienes el arte nunca es lo suficiente irracional, de mantener lejos de las obras todo sen- ti~o y pretensi o? n de la verdad. Pero la fuerza que empuja a tales
discurrimientcs esta? dentro de las propias obras de arte.
lo que una vez, en la ca? redra, fue obra de la extrema tensio? n del pensamiento desde Schelling y Hegel: el desciframiento del feno? - meno. Pero tal aflojamiento de la tensio? n afecta a la calidad de las ideas: la diferencia apenas es menor de la que existe entre la filosofi? a de la revelacio? n y el cotilleo de una suegra. El mismo mo- vimiento del espi? ritu que una vez hubo de elevar su <<material>> a concepto , es ahora rebajado a mero material para el orden con- ceptual. Cualquier cosa que a alguien se le ocurra es suficiente para que los expertos decidan si el responsable es un cara? cter obsesivo, un tipo oral o un histe? rico. Debido a la mitigacio? n de la responsabilidad que supone el desligami? emo de la reflexio? n y
del control del entendimiento, la propia especulacio? n queda, como objeto, en manos de la ciencia, y su subjetividad disuelta en ella. Cuando el esquema rector del ana? lisis le hace recordar a la idea
sus orfgenes inconscientes, olvida que es una idea. De juicio ver- dadero ~asa a ser materia neutral. En lugar de entregarse a la elaboracio? n dcl concepto para lograr ser duen? a de si? misma se confi? a impotente a la labor del doctor, que supone lo sabe ya todo. De ese modo, la especulacio? n queda definitivamente rota y convertida en un hecho a incluir en alguna de las ramas de la clasificacio? n como un documento ma? s de lo inmodificable.
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No amedrenJarse. _Que? sea objetivamente la verdad es bien ~ifi? cil decidi~Jo, pero en el trato con los hombres no hay que de- Jar~e. aterronzar por ello. Hay criterios que para lo primero son sufi? clcnres. Uno de los ma? s seguros consiste en que a uno se le objete que una asercio? n suya es <<demasiado subjetiva>>. Pero si se lo emplea sobre todo con aquella indignacio? n en la que resuena la ~riosa armoni? a de t~as las gentes razonables, entonces hay raaon para quedar unos instantes en paz con uno mismo. Los con-
ceptos de. 10. subjetivo y lo objetivo se han invertido por comple- tooLo objetivo es la parle incontrastable del feno? meno su efigie i~~uestionablemente aceptada, la fachada compuesta de 'datos ele- sl~lcados, en suma lo subjetivo; y subjetivo se llama a lo que de- rriba todo eso, accede a la experiencia especi? fica de la cosa, se des-
embaraza de las convenciones de la opinio? n e instaura la relacio? n con el objeto en sustitucio? n de las decisiones mayoritarias de aque- llos que no llegan a intuirlo y menos aun a pensarlo, en suma a lo objetivo. Cua? n fu? til es la objecio? n formal de la relatividad sub- jetiva, ~ . pone de manifiesto en su propio terreno, el de los jui- CIOS ~steucos. El que. alguna vez, por la fuerza de sus precisas reacciones ante la seriedad de la disciplina de una obra ani? sri? ca. se somete a su ley formal inmanente y a la sugestio? n de su com- posicio? n, ve co? mo se le desvanece la prevencio? n de 10 meramente
subjetivo de su experiencia como una mi? sera ilusio? n, y cada paso que avanza, merced a su inervacio? n en extremo subjetiva en su familiarizacio? n con la obra tiene una fuerza objetiva inccmpara- blemcnre mayor que las grandes y consagradas conceptualizaciones acerca, por ejemplo, del <<estilo>>, cuya pretensio? n cienti? fica se impone a costa de tal experiencia. Esto es doblemente cierto en l~ era del positivismo y de la industria cultural, cuya objetividad viene calculada por los sujetos que la organizan. Frente a e? sta, la
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? ? ? ? ? ? razo? n se ha refugiado toda ella, y en completa reclusio? n, en las idiosincrasias, a las que la arbitrariedad de los poderosos acusa de arbitrariedad porque quieren la impotencia de los sujetos; y ello por temor a la objetividad, que en tales sujetos se halla la- tente.
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Para postsocTtI? ticos. - P a ra el intelectual que se propone hacer lo que antan? o se llam6 filosofi? a, nada es ma? s incongruente que, en la discusio? n - y casi podri? a decirse en la argumentacio? n-, quiera tener razo? n. El propio querer tener razo? n es, hasta en la ma? s sutil forma lo? gica de la reflexio? n, una expresio? n de aquel espi? ritu de auroafirmacie? n cuya disolucio? n constituye precisamen- te el designio de la filosofi? a. Yo conoci? a una persona que invi- taba una tras otra a todas las celebridades en el campo de la teo- ri? a del conocimiento, de la ciencia natural y de las ciencias hu- manas, discuti? a con cada una su sistema y, despue? s de que ya no se atrevi? an a presentar argumentos contra su formalismo, daba por irrefutablemente va? lidas sus concepciones. Algo de esa Inge- nuidad obra todavi? a dondequiera que la filosofi? a, aun de lejos, imita el gesto de la conviccio? n. A e? ste subyace el supuesto de una umoersi? tas i? itererum, de un acuerdo 11 priori entre los espi? - ritus que pueden comunicarse entre si? y, por ende, un total confor- mismo. Cuando los filo? sofos, a quienes, como es sabido, les resulta siempre tan difi? cil guardar silencio, se ponen a discutir, debieran dar a entender que nunca tienen razo? n, mas de una manera que conduzca al contrincante al encuentro con la falsedad. 10 esencial seri? a poseer conocimientos que no fuesen absolutamente execres e invulenrables ~ stos desembocan sin remedio en la taurolo- gi? a-, sino tales que ante ellos surgiera por si? sola la pregunta por su exactitud. -Pero ello no comporta una tendencia al irra- ci? onali? smo o a la ereccio? n de tesis arbitrarias justificadas por la fe en las revelaciones de la intuicio? n, sino la eliminacio? n de la diferencia entre tesis y argumento. Pensar di? ale? cti? camenre signifi- ca, en este aspecto, que el argumento debe adquirir el cara? cter dra? stico de la tesis, y la tesis contener en si la totalidad de su fundamento. Todos los conceptos-puente, todas las conexiones y operaciones lo? gicas secundarias y no basadas en la experiencia del objeto deben eliminarse. En un texto filoso? fico, todos los enun- dados debieran estar a la misma distancia del centro. Sin haber
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llegado a expresarlo, la forma de proceder de Hegel es testimonio de esa intencio? n. Como e? sta no admitia ningu? n primero, tampoco podi? a, en rigor, admitir ningu? n segundo ni nada derivado, y el concepto tic mediacio? n lo trasladaba directamente de las deter- minaciones formales intermedias a las cosas mismas con el propo? - sito de que su diferencia con un pensamiento mediador y exterior a ellas quedase superada. Los limites que en la filosofi? a de Hegel miden la efectividad de tal intencio? n son al mismo tiempo los li? - mites de su verdad, a saber, los residuos de la prima philosophia, de la suposicio? n del sujeto considerado, a pesar de todo, como un <<primero>>. Entre las tareas de la lo? gica diale? ctica se cuenta la
de acabar con los u? lti mos vestigios del sistema deduct ivo mente con los u? ltimos gestos abogadiles del pensamiento.
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junta-
<<Que? eniermo parece todo lo que nace>> *. - El pensamiento diale? ctico se opone a toda cosificacio? n tambie? n en el sentido de negarse a confirmar a cada individuo en su aislamiento y separa. cio? n. Lo que hace es definir su aislamiento como producto de lo general. De este modo obra como un correctivo de la fijacio? n ma? - ni? ce asi? como del aspecto vaci? o y sin oposicio? n del espi? ritu para- noi?
dc, que se entrega al juicio absoluto con menoscabo de la expe- riencia de la cosa. Mas eso no significa que la diale? ctica se con- vierta en lo que llego? a ser en la escuela hegeliana inglesa y luego, de forma consumada, en el forzado pragmatismo de Dcwey, a sa- ber, sensc 01 proporti? om, la ordenacio? n de las cosas en su pers- pectiva exacta, el simple, pero tenaz, sano sentido comu? n. Si He. gel, en dia? logo con Goerhe, parecio? hallarse pro? ximo a tal concep- cio? n cuando defendi? a su filosofi? a frente al platonismo gocthiano afirmando que <<en el fondo no era otra cosa sino el espi? ritu de contradiccio? n regulado y meto? dicamente desarrollado que, como un don, existe dentro de cada hombre y cuyo valor se muestra me? xi? memcnre en la distincio? n de lo verdadero frente a lo falso>> esa sutil formulacio? n encerraba astutamente en su elogio de eso que <<existe dentro de cada hombre>> la denuncia del common sen- se, 11 cuya ma? s honda caracterizacio? n procedi? a no precisamente deja? ndose guiar por el common sense, sino contradicie? ndolo. El
~ Georg TMKL, Heitcrer F,u? hling (Gedichte). (N. del T. ] 69
? common sense, la estimacio? n de las justas proporciones, la visio? n instruida en el mercado y experimentada en las relaciones munda- nas tiene de comu? n con la diale? ctica el hallarse libre del dogma, la limitacio? n y la extravagancia. En su sobriedad hay un momento de pensamiento cri? tico que le es indispensable. Mas su aparta- miento de toda ciega obstinacio? n es tambie? n su peor enemigo. La universalidad de la opinio? n, tomada inmediatamente como lo que es, una universalidad radicada en la sociedad, tiene necesariamente por contenido concreto elconsenso. No es ningu? n azar que en el si- glo XIX el dogmatismo, ya rancio y trastrocado, no sin mala con- ciencia, por la Ilustracio? n, apelara al sano sentido comu? n hasta el punto de que un archipcsitivista como Mili se viera forzado a po- lemizar contra el mismo. El sensr 01 proport i? ons se concreta en el deber de pensar en proporciones mensurables y ordenaciones de
magnitud que sean firmes. Hay que haber oi? do decir alguna vez a un empecinado miembro de alguna camarilla influyente: <<eso no es tan importante>>; hay que observar solamente cua? ndo los burgueses hablan de exageracio? n, de histeria o de locura para sa- ber que donde ma? s pomposamente se invoca a la razo? n es donde ma? s infaliblemente se hace la apologi? a de la irracionalidad. Hegel dio preeminencia al sano espi? ritu de contradiccio? n con la terque- dad del campesino que durante siglos ha tenido que soportar la caza y los tributos de los poderosos sen? ores feudales. El cometido de la diale? ctica es preservar las opiniones sanas, guardianes tar- di? os de la inmodificabilidad del curso del mundo, buscarles las vueltas y descifrar sus <<proportions>> como el reflejo fiel y reducido de unas desproporciones desmedidamente aumentadas. La razo? n diale? ctica aparece frente a la razo? n dominante como lo irracional: s610cuando la sobrepasa y supera se convierte en racional. ? Cua? n extravagante y talmu? dica era ya, en pleno funcionamiento de la econom ia de cambio, la insistencia en la diferencia en tre el rtem-
po de trabajo gastado por el obrero y el tiempo necesario para la reproduccio? n de su vida! ? Co? mo embrido? Nietzsche por la cola los caballos a cuyos lomos emprendio? sus ataques, y co? mo Karl Kraus, o Kafka, o el mismo Prousr. confundidos, falsearon, cada uno a su manera, la imagen del mundo con la intencio? n de sacu- dirse la falsedad y la confusio? n! La diale? ctica no puede detenerse ante los conceptos de 10 sano y lo enfermo, como tampoco ante los de lo racional y lo irracional hermanados con los primeros. Una vez ha reconocido como enfermas la generalidad dominante y sus proporciones - y las ha identificado, en sentido literal, con la paranoia, con la <<proyeccio? n pa? tica>>-, aquello mismo que con.
forme a las medidas del orden aparece como enfermo, desviado, paranoide y hasta dis-locado (<<ver-ru? ckl>>) se convierte en el e? ni- co germen de aute? ntica curacio? n, y tan cierto es hoy como en la Edad Media que so? lo los locos dicen la verdad a la cara del po- der. Bajo este aspecto es un deber del diale? ctico llevar esa verdad del loco a la consciencia de su propia razo? n, una consciencia sin la cual e? sta de seguro se hundiri? a en el abismo de aquella enfer- medad que el sano sentido comu? n dicta inmisericorde a los dema? s.
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Para una moral del pensam;en'o. -Lo ingenuo y 10no ingenuo son conceptos tan infinitamente entrelazados que no sirve de nada enfrentarlos uno a airo. La defensa de lo ingenuo por parte de todo tipo de irracionalistas y devoradores de intelectuales es in. digna. La reflexio? n que toma partido por la ingenuidad se rige por esta idea: el oscurantismo y la astucia siempre han sido la misma cosa. Afirmar la inmediatez de forma mediata en lugar de concebirla como mediada en si? misma, cambia el pensamiento en apologi? a de su anti? tesis misma, en inmediata mentira. Esta sirve a todo lo malo, desde la indolencia de <<las cosas-son-asi? >> hasta la
justificacio? n de la injusticia social como algo natural. Si por todo ello se quisiera elevar lo opuesto a principio y definir la filoso- fi? a --como una vez yo mismo he hecho- como el terminante imperativo de no ingenuidad, apenas se ganari? a algo. No es so? lo que la no ingenuidad en elsentido de ser ducho, estar escarmen- tado o haberse vuelto precavido sea un dudoso medio de cono-
cimiento que por su afinidad con los o? rdenes pra? cticos de la vida predisponga a toda clase de reservas mentales hacia la teori? a y a rechazar en la ingenuidad todo aferramiento a unos fines. Tam- bie? n donde la no ingenuidad se concibe en el sentido reore? rlca- mente responsable de lo que mira ma? s alla? , de 10 que no se de- tiene en el feno? meno aislado, de lo que piensa la totalidad, hay una zona oscura . Es simplement e aquel seguir sin poder detener- se, aquel ta? cito reconocimiento del primado de lo general frente a lo particular en que consiste no solamente el engan? o del idealis- mo que hipostatiza los conceptos, sino tambie? n su inhumanidad
que, apenas captado, rebaja 10 particular a estacio? n de tra? nsito para finalmente resignarse con demasiada rapidez, no sin dolor y muerte, en aras de una conciliacio? n que meramente existe en
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? ? ? ? ? la reflexio? n -es, en u? ltima instancia, la frialdad burguesa, que con excesiva complacencia suscribe lo inevitable. El conocimiento so? lo puede extenderse hasta donde de tal modo se aferra al indi- viduo que, por efecto de la insistencia, su aislamiento se quiebra. Ello tambie? n supone, desde luego, una relacio? n con 10 general, mas no una relacio? n de subsuncio? n, sino casi su contraria. La mediacio? n diale? ctica no es el recurso a algo ma? s abstracto, sino el proceso de disolucio? n de lo concreto en lo concreto mismo. Nietz- sche, que con frecuencia pensaba dentro de muy vastos horizon- tes, 10 sabi? a sin embargo muy bien. <<Quien intenta mediar entre dos pensadores audaces ---dice en la Gaya ci? encie-<<, se identifica como mediocre: carece de ojos para ver lo u? nico; el andar buscan- do parecidos y similitudes es caracteri? stico de los ojos de? biles. ? La moral del pensamiento consiste en no proceder ni de forma testaruda ni soberana, ni ciega ni vacua, ni atomista ni conse- cuente. Ln duplicidad de me? todo que le valio? a la Fenomenolo- gi? a de Hegel la fama de obra de abisma? tica dificultad entre las gentes razonables, esto es, la exigencia de dejar hablar a los feno? - menos como tales -el <<puro contemplars-e- y a la vez tener en todo momento presente su relacio? n a la conciencia como sujeto, a la reflexio? n, expresa esa moral del modo ma? s preciso y en toda la profundidad de su contradiccio? n. Pero cua? nto ma? s difi? cil se ha hecho querer seguirla desde que ya no es posible pretender la
identidad de sujeto y objeto, esa identidad con cuya aceptacio? n fi- nal dio Hegel cobijo a las exigencias antag o? nicas del contemplar y el construir. Hoy no se le pide al pensador sino que sepa estar en todo momento en las cosas y fucra de las cosas. El gesto de Mu? nchhausen tira? ndose de la coleta para salir del pozo se con- vierte en esquema de todo conocimiento que quiere ser ma? s que comprobacio? n o proyecto. Y au? n vienen los filo? sofos a sueldo y nos reprochan la falta de un punto de vista so? lido.
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De gustibus est disputandum. -lncluso el que se halla con- vencido de la incomparabilidad de las obras de arte siempre se vera? complicado en debates en los que las obras de arte, y preci- samente aquellas del ma? s alto, y por ende incomparable, rango, son comparadas unas con otras y valoradas unas frente a otras. La objecio? n de que en tales consideraciones, hechas de manera
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particularmente obsesiva, se trata de instintos mercaderiles de medir con vara, la mayori? a de las veces no tiene otro sentido que el deseo de los so? lidos burgueses, para quienes el arte nunca es lo suficiente irracional, de mantener lejos de las obras todo sen- ti~o y pretensi o? n de la verdad. Pero la fuerza que empuja a tales
discurrimientcs esta? dentro de las propias obras de arte.
