La verdad no se funda como verdad sólo por el juicio que determina una proposición como verdadera o falsa, si no que una apariencia, una propuesta, un fenómeno-pliegue emerge al
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ámbito de lo patente y provoca el juicio (que, por naturaleza, puede ser también falso), mantiene en movimiento el acontecimiento de la verdad.
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ámbito de lo patente y provoca el juicio (que, por naturaleza, puede ser también falso), mantiene en movimiento el acontecimiento de la verdad.
Sloterdijk - Esferas - v3
Su rastro psicosocial se manifiesta en el shock naturalista, por el que la cultura, ilustrada a sí misma biológicamente, aprende a reorientar se de una ética fantasmática de la coexistencia pacífica universal a una éti ca de la salvaguardia antagonista de los intereses de unidades finitas: un proceso de aprendizaje en el que el sistema político había conseguido a fuerza de trabajo un nítido paso adelante desde Maquiavelo.
El tema del siglo emerge de la catástrofe de la cultura tradicional y de su moral holística: making the immun systems explicit. Tendría que estar cla ro que la construcción de inmunidad es un acontecimiento demasiado amplio, demasiado contradictorio como para poder ser descrito sólo con categorías médico-bioquímicas. De acuerdo con su naturaleza compleja, a su desarrollo en lo real contribuyen componentes políticos, militares, jurí dicos, técnico-aseguradores y psicosemánticos, o, mejor dicho, religiosos171. El ocaso de la inmunidad determina las condiciones intelectuales de luz durante el siglo XX. Un aprendizaje de la desconfianza, sin par en la his toria del espíritu, cambia el sentido de todo lo que hasta ahora se deno
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minaba racionalidad. Para la inteligencia que se mueve al frente del desa rrollo comienzan los años de aprendizaje de la no-entrega.
La primera consecuencia, experimentada de muchos modos pero ape nas conceptualizada aún, del primado de la delimitación frente a la parti cipación es la presión creciente del riesgo, que desde comienzos del siglo XX pesa sobre los habitantes y diseñadores de escenarios del mundo ac tuales. Dado que en la era de la explicación del trasfondo los seres huma nos pueden llevar cada vez menos información apriórica intacta sobre su deber-ser-así-cómo-y-dónde, a no ser que hayan nacido entre altas mon tañas y arraigados invulnerablemente en una de las ya escasas culturas tra dicionales, se ven obligados a reconvertir sus orientaciones ancladas implí citamente en el trasfondo en apuestas explícitas. Cuando las obviedades se han vuelto escasas, han de asumir su papel las opciones. Esto inaugura la era de las imágenes electivas del mundo y de las autoimágenes electivas. Se implanta el largo ciclo coyuntural de las llamadas «identidades». Identidad es una prótesis de obviedad en terreno inseguro. Se confecciona según pa trones tanto individualistas como colectivistas172. En el proyecto de cons trucción mental de prótesis se expresan tanto la comprensión como la cir cunstancia de que la producción de supuestos vitales -«hipótesis» directrices de la vida, en el sentido de William James- ya no se deduce pri mariamente de la herencia cultural, sino que se convierte cada vez más en un asunto de invención nueva y de transformación continuada. De ahí sur ge el empuje a la tendencia a la individualización de formas de vida. Si ad mito, mientras vea en ello el hecho sobresaliente de mi vida, que soy cor so, armenio o irlandés protestante, no me afectan modernismos de ese tipo; me considero entonces como un ready made étnico y me dispongo a realizar apariciones en el bazar de la multicultura. Si es necesario, salgo in cluso a la calle para manifestarme en favor de la caza del zorro en Gran Bretaña. Caso de que no me vaya el alineamiento en ese tipo, me debería asegurar de los fundamentos organísmicos concretos en los que quiero permanecer hasta nuevo aviso.
El excesivo interés de los seres humanos modernos por la «salud» sólo se comprende en este contexto: es un fenómeno de tapadera para la de manda de seguridades de trasfondo, que siguen siendo válidas tras la di solución de las latencias naturales y culturales -y tras el empalidecimiento del colorismo regional del carácter17-. ¿Dónde si no al fundamento bioló
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gico, supuestamente interior, ha de dirigirse la búsqueda de lo propio, más aún, del núcleo de lo que me pertenece inalienablemente? ¿No es la existencia del propio cuerpo la prueba definitiva de la evolución como his toria exitosa, y puedo hacer algo más razonable que orientarme a su po der estar saludable? Con todo, esta búsqueda de lo sólido interior no se li bra de la ironía. Precisamente por el interés masivo por la mismidad, anclada biológicamente, los clientes más apasionados del programa iden tidad-mediante-salud caen en una inseguridad paradójica, hasta llegar al reconocimiento de que no puede haber salud en el pleno sentido de la pa labra. Lo que se pierde de vista en el culto a la salud es el papel subversi vo que la investigación médica representa en el acontecer explicativo: de bido a la búsqueda de los últimos fundamentos de la salud como mínima satisfacción biológica de trasfondo de la existencia tendría que llegarse al descubrimiento y problematización de aquellas estructuras lábiles, fina mente ajustadas, que desde hace aproximadamente cien años llamamos «sistemas de inmunidad» en el sentido bioquímico de la palabra. La locali zación forzada de seguridad de trasfondo en la propia base corporal revela un estrato de mecanismos de regulación, tras cuya emergencia aparece a la vista la profunda improbabilidad de integridad biosistémica en general.
Con la tematización de los sistemas de inmunidad propios del cuerpo se transforma radicalmente la relación de los individuos ilustrados con las condiciones orgánicas del propio estar saludable o enfermo. Sólo hay que tener en cuenta que se dan luchas ocultas entre agentes patógenos y «an ticuerpos» en el organismo humano, cuyos resultados se perfilan como responsables de nuestro estado de salud. Muchos biólogos describen el sí mismo somático como un terreno asediado, que es defendido por tropas fronterizas, propias del cuerpo, con éxito cambiante. Frente a los usuarios de esta terminología de halcones hay una fracción biológica de palomas, que dibuja un cuadro un poco menos marcial del acontecer inmunológi- co; según éste, el sí mismo y lo extraño aparecen tan ensamblados a nive les profundos que con estrategias demasiado primitivas de delimitación lo que se provoca, más bien, son efectos contraproducentes. Se manifiesta, además, unjuego intrincado de emisiones endocrinológicas, que actúan en el umbral entre los procesos bioquímicos inconscientes y la superficie vivencial del organismo. No sólo por su complicación los sistemas de in munidad confunden el deseo de seguridad de sus propietarios; irritan más aún por su paradoja inmanente, dado que trastocan sus éxitos, cuando son
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demasiado profundos, en causas de enfermedad de tipo propio: el univer so creciente de las patologías de autoinmunidad ilustra la peligrosa ten dencia de lo propio a vencer hasta la muerte en la lucha con lo otro.
No es casual que en las interpretaciones más recientes del fenómeno inmunidad se manifieste una tendencia a conceder a la presencia de lo ex traño dentro de lo propio un papel mucho más importante de lo que es taba previsto en las concepciones identidarias tradicionales de un sí mis mo organísmico monolíticamente cerrado; casi se podría hablar de un giro postestructuralista en la biología174. La patrulla de los anticuerpos en un organismo aparece menos como una policía, que aplica una política rí gida de extranjeros, que como una compañía de teatro, que parodia a sus invasores y sale a escena como sus travestidos. Pero, resúmase como se re suma la disputa de los biólogos en tomo a la interpretación de la inmuni dad, quien se interesa con suficiente pormenor por el poder-estar-saluda- ble como estrato fundamental de identidad e integridad personal, más tarde o más temprano aprenderá tanto sobre sus condiciones funcionales que la dimensión bioquímica de inmunidad, como tal, saldrá irritante mente de la latencia e irá creciendo hasta convertirse en el más inquie tante de todos los temas de primer plano.
Esto tiene consecuencias para el estatus mental de inmunidad de la «sociedad ilustrada»: ésta no sólo sabe ahora lo que sabe, sino que ha de hacerse, además, una opinión de cómo desea vivir, en cada caso, con los estadios explicativos que ha alcanzado. Se muestra a los modernos con cre ciente fuerza explosiva que el progreso de la capacidad de saber no se con vierte consecuentemente en análogas ventajas de inmunidad. Saber no es precisamente poder, sin más. Cuando, como sucede ahora, se describen o descubren quinientas nuevas enfermedades al año, no por ello crece in mediatamente la seguridad de los habitantes en la orgullosa torre de la ci
vilización. Si se hace balance, a causa de su explicitud creciente (y repri- mibilidad limitada), los conocimientos desarrollados sobre la arquitectura de seguridad de la existencia -desde el campo médico hasta el político, pa sando por el jurídico- actúan a menudo como desestabilizadores. A causa de los efectos contraproducentes de la explicación avanzada se co-explici- ta la latencia, como tal, en sus funciones plausibles. Retroactivamente, a quien llega al saber se le vuelve claro lo que tenía de no-saber. Ahora se muestra que estados pre-ilustrados o pre-explícitos pueden ser relevantes inmunológicamente como tales; al menos en el sentido de que la estancia
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en lo no desplegado permite, de modo temporal y en algunos aspectos, sa car provecho psíquicamente de ciertos efectos protectores del no-saber. Esto lo reconocieron ya autores antiguos como Cicerón, por ejemplo, que explica: «Ciertamente, la ignorancia de los males futuros es más útil que su conocimiento»175. Puede que el descubrimiento de estos contextos esté en conexión directa con la invención de las religiones salvíficas. Sí, quizá lo que la tradición cristiana llamó creencia no fue en principio otra cosa que un cambio de actitud programático, progresivo-regresivo, de un saber debilitante a una ignorancia fortificadora conectada con una ilusión hu manitaria. La vera religio tuvo éxito ante el trasfondo de la ilustración anti gua porque podía ser recomendada como cura sacerdotal-terapéutica de la enfermedad del realismo imperial. Por su forma contrafáctica, la fe ofre ció a sus practicantes la oportunidad de aferrarse a un fantasma portador de salvación, aunque fuera en contra de un mejor saber sobre las circuns tancias funestas, que ahora se llamaban, audazmente, externas.
Mientras que la conciencia ilustrada parte hoy necesariamente de po sibilidades, explícitamente representadas, de fracaso -desde la adverten cia, fundada en cifras, frente a riesgos de accidente, riesgos terroristas, riesgos en los negocios, riesgos de cáncer e infarto y otras dimensiones de probabilidades de percance, cifrables con precisión-, la vida no-alarmada, en tanto simpatiza vagamente con su trasfondo y se deja llevar por tradi ciones, conserva todavía, a veces, un aura de cobijo en la ingenuidad. Co mo ilustrado, uno se mofa de ella, pero se envidia también a sus poseedo res ocasionalmente, cuando uno mismo hace ya demasiado tiempo que vive en alarma permanente. Ilustración sobre la ilustración se convierte en management para daños colaterales del saber. A consecuencia de la ilustra ción de primera etapa todos nosotros estamos -por tomar una expresión de Botho Strauss- «pronósticamente infestados»176.
De todos modos, también se muestra ahora que ninguna conciencia, a causa de la estrechez de su ventana de temas, puede procesar más de uno o dos motivos de alarma al mismo tiempo, de modo que tiene que colocar en el trasfondo la mayoría de los temas de preocupación actualmente explícitos, como si realiter no los hubiera. (En la sociedad de multi-alarmas suenan las 24 horas del día varias docenas de campanas al mismo tiempo, aunque la mayoría de las veces conseguimos filtrar una alarma fundamen tal procesable. ) Del juego no-interrumpible del tematizar y destematizar riesgos surge un sustituto funcional, acreditado en la práctica, de la inge
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nuidad: mientras que el ingenuo primario, a causa de la constitución pre explícita de su conciencia, no podía tener representación adecuada algu na del espacio de riesgos en el que se mueve, navega el moderno en el mis mo espacio con una especie de segunda ingenuidad, porque tampoco y precisamente en una zona preparada analíticamente al riesgo es posible considerar a la vez todo lo que habría de ser considerado. Llamamos a la actitud secundaria-ingenua «re-implicación»; se trata de la función-standby de temas ya explícitos, pero temporalmente desactualizados. La re-impli- cación proporciona la prótesis de la confianza; su utilización presupone que de hecho sucede todo lo que puede suceder, aunque sólo esporádi camente y, por regla general, de tal modo que los perjudicados son otros. El lugar típico de la re-implicación es, por lo que respecta a documentos, el archivo, y por lo que se refiere a la experiencia personal, la memoria a largo plazo en estado de no fatiga; el saber potencial de alarma, almace nado ahí, permite al usuario la despreocupación secundaria. Archivos y memorias a largo plazo, suficientemente ordenados, proporcionan un apoyo formal a la segunda latencia17.
Poco antes de que Emil von Behring y Schibasaburo Kitasato, ayudan tes de Robert Koch en Berlín, en el año 1890, con el descubrimiento y de nominación conjuntos de la «antitoxina», una primera manifestación de los anticuerpos, dieran un empuje decisivo al desarrollo de la inmunología médica (en 1883 Ilya Meschnikow ya había expuesto en Mesina la función de los «fagocitos» en el rechazo de intrusos en el organismo), Nietzsche había caído en la cuenta, en sus investigaciones sobre los fundamentos re ferentes al modo de función de la conciencia humana, de la existencia de un sistema defensivo mental, del que reconoció cómo se coloca eficiente y disimuladamente al servicio de un centro-sí-mismo dominante y de sus necesidades de sentido. Desde este punto de vista puede considerarse a Nietzsche, tras preliminares como los de Mesmer, Fichte, Schelling, Carus y Schopenhauer, el auténtico descubridor del inconsciente operativo. En su obra capital crítico-moral Más allá del bien y del mal. Preludio a una filo sofía delfuturo, que apareció en agosto de 1886, escribe:
La fuerza del espíritu para apropiarse de lo extraño se manifiesta en una fuer te inclinación a asimilar lo nuevo a lo viejo, a simplificar lo diverso, a pasar por al to y rechazar lo totalmente contradictorio. [. . . ] A esa misma voluntad sirve una [. . . ] decisión repentina por la ignorancia, por el cerrojazo arbitrario, un cerrar sus
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ventanas, un decir-no interior a esta cosa o a aquélla, un no-dejar-que-se-aproxi- men, una especie de estado defensivo frente a muchas cosas aprendibles, una sa tisfacción con lo oscuro, con los horizontes que se cierran, un decir-sí y dar por buena a la ignorancia. . . 178
Si es lícito imaginar consideraciones de este tipo bajo el título de una filosofía delfuturo es porque con ellas se consumó la apertura al paradigma inmunológico de la crítica de la razón: a partir de ese umbral opera el pen samiento más allá del «conócete a ti mismo». Según ello parece que hay al go así como supresores de ideas o anticuerpos semánticos, dispuestos a la eliminación de representaciones incompatibles, surgidas del ámbito de la conciencia. Donde había amor a la sabiduría, ha de haber ahora com prensión de las propiedades repelentes y no-integrables de numerosas re presentaciones verdaderas. La teoría del conocimiento se convierte en una filial científico-cognitiva de la alergología179. Con ello tuvo lugar el antici po hasta entonces más amplio de las formas de racionalidad de la ciber nética, que pregunta por las condiciones internas y externas de funciona miento de las conciencias. A la luz de la inteligencia artificial se vuelve más claro lo que realiza la natural. Sólo protetizamos lo que hemos compren
dido con suficiente explicitud; re-evaluamos lo que no se puede protetizar. Alusiones anticipadas a este tránsito se pueden rastrear en el pensa miento de Nietzsche hasta comienzos de los años setenta; entre ellas so bresale el tratado, conocido postumamente, Sobre verdad y mentira en sentí- do extramoral de 1873: un intento temprano de comprender el pensamiento y el habla humanos, de acuerdo con su función primaria, como la erección de una envoltura de metáforas protectora, que ha de quitar de vista a los sujetos culturales las condiciones temibles y sin fondo de la existencia180. Memorable permanece el hecho de que Nietzsche, con el modo inmuno- lógico y alergológico de consideración de procesos racionales, descubrie ra ya, a la vez, su paradoja: cuando el pensamiento se toma completamen te en serio la posibilidad de seguir su propia lógica, se puede incluso emancipar de sus funciones inmunológicas para la vida y tomar partido en contra de los intereses vitales de sus propios portadores. Esto es lo que te nía Nietzsche a la vista en su alegato contra la «metafísica». Un programa fuerte de ilustración debe incluir en el futuro el conocimiento de las pa radojas autoinmunitarias del saber y calcular de nuevo los costes de los im
pulsos idealistas. Nietzsche tenía claro desde el principio que este tipo de
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investigación de la autoaplicación de la conciencia ya no vuelve a desem bocar en estados de saber tranquilo, más aún, que a partir de ahora la au- tocontradicción, incluso el autodaño, pertenecen a las premisas, que hay que tener claras, del progreso del conocimiento: la vida filosófica sólo pue de justificarse porque se convierte en un autoensayo del cognoscente. Al pensador se le había hecho consciente de qué manera los intereses del co nocimiento se separan en este punto de los de la vida. No tenía duda al guna de la fatalidad de la elección181. Con respecto a su propia persona es taba decidido a conceder la preeminencia al motivo cognoscitivo frente a la «voluntad de superficie» vital: una preferencia que fue temporalmente ofuscada por las flamígeras metáforas de la afirmación zaratustriana de la vida. Ya en 1872, todavía en el espíritu de Schopenhauer, Nietzsche había escrito: «La naturaleza ha encerrado al ser humano en un cúmulo de ilu siones. Este es su elemento propio», para sacar la conclusión de que sólo la ruptura con el medio de la ilusión o de las disposiciones legítimamente humanas abre el acceso a la esfera del conocimiento.
Pronto se había hecho Nietzsche ideas adecuadas sobre el precio de es ta opción. Habla expresamente de los presupuestos de tolerancia, heroísmo y masoquismo, únicamente bajo los cuales el conocedor suficientemente prevenido frente a sí mismo, endurecido frente a sus propias necesidades, resiste las insinuaciones de su obtusa razón vital: ya no es lícito que le im porte a un pensador si una idea se merece el predicado de «utilizable aní micamente». El «mundo como representación inmunitariamente prove chosa»: la nueva crítica del conocimiento, biológicamente advertida, se libera de la tutela de la representación usual, dictada por una necesidad crónica de ilusión. En consecuencia, el pensar tendrá más alcance en el fu turo que la filosofía: esta última, como amor a la sabiduría, acaba desde el instante mismo en que la sabiduría y la verdad se revelan como magnitu des más repelentes que atractivas. Quien quiere ser teóricamente in- munólogo o -lo que es casi lo mismo entonces- espíritu libre, y a través de ambas cosas declarar como testigo de la filosofía tras el final de aquel ejer cicio de armonización de la vieja Europa (y de la vieja Asia) del mismo nombre, tiene que movilizar en sí mismo «una especie de crueldad del gusto y de la conciencia intelectual»182: una irreverencia, científica y moral a la vez, que sólo logra quien no se arredra ante la posibilidad de ocasio narse disgustos extremos a sí mismo. El espíritu libre recorre un largo pro grama de vacunas y bionegatividad.
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No extraña que esta explicación autosorprendente de la mecánica mental se estableciera con los moralistas del tardío siglo XVII, cuando éstos idearon una variante mundana del examen religioso de conciencia. Sus puntos de vista fueron asimilados y potenciados por el romanticismo has ta que pudieron ser reformulados por el psicoanálisis y doctrinas empa rentadas con él, que, a su vez, en el último decenio del siglo XX dan el re levo a disciplinas como psicolingüística y psiconeuro-inmunología. Todas las formas del saber sobre los aspectos mecánicos de los procesos de pen samiento y sentimiento tienen en común que describen la conciencia hu mana como el lugar de la separación incesante de lo explícito de lo implí cito.
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Consideración intermedia:
Compulsión luminosa e irrupción
en el mundo articulado
Making the immune systems explicit he ahí una de las premisas lógicas y pragmáticas que desde comienzos del siglo XX han de seguir los ciudada nos de la Modernidad si quieren mantenerse conectados con el modus vi- vendi de su tiempo. Pertenece a las características del progreso explicativo el hecho de que desarrolle las disposiciones de seguridad de la existencia -desde el nivel de los anticuerpos y la dietética hasta el Estado social y los aparatos militares- en instituciones, disciplinas y rutinas formalmente ase guradas. Es dudoso si, con ello, proporciona a los seres humanos los me dios intelectuales para comprender lo que hacen. Para el dominio de la existencia en el mundo, que se mueve explicativamente, la mayoría no tie ne a disposición más que algunas fórmulas retóricas desleídas, con las que puede tematizarse la ambivalencia de la situación inmunológica humana en consideraciones no-técnicas: así, la «sociedad» moderna habla con sen satez dominical, ponderadamente, sobre la «bendición y maldición de los descubrimientos científicos»; va articulando en simposios su fluctuación entre «recelo frente a la técnica y esperanza en la técnica»; en meditación pública recopila ideas sobre el provecho y la desventaja del desencanta miento del mundo para la vida; cavila sobre la cuestión de cuánta intran quilidad y cuánto sosiego habría que equilibrar en el mundo técnico. Es tos discursos -si es que son tales- procesan el material de base de la problemática inmunológica tal como se aglomera en las conciencias por las experiencias cotidianas de la modernización.
Según los supuestos de base aquí mostrados, las explicaciones concier nen siempre a las palabras y a las cosas a la vez; en este sentido, son analí ticas de la realidad y sintéticas de realidad al mismo tiempo. Estimulan el despliegue de los hechos como conexión activa de pasos operativos y giros discursivos. No sólo hacen explícitos supuestos de trasfondo no expresa dos («inconscientes», desconocidos, incomprendidos), sino que elevan a la existencia manifiesta «realidades» hasta entonces plegadas en la laten- cia. Si fuera de otro modo, todos los análisis se quedarían sólo en aconte
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cimientos retóricos; proporcionarían, en el mejor de los casos, fundamen- taciones prolijas del juicio, de las que Robert B. Brandon enseña cómo se transmiten desde los escritorios de los jueces y expertos a las manifesta ciones de opinión del señor y la señora Everybody, en la medida a que obli ga la corrección. Cuando alguien se propone hacer «algo» explícito, eso quiere decir que él o ella ha de hacerse cargo de la nueva-financiación ar gumentativa de sus convicciones: un punto de vista que es realista respec to de ciertosjuegos discursivos académicos, en los que con formalismos se acumulan puntos.
Dado que la explicación tiene lugar como análisis de realidad y síntesis de realidad, a la vez, tanto en los talleres como en los textos, dado que avanza tanto en procedimientos técnicos como en los comentarios y des cripciones correspondientes, desarrolla, apliqúese donde se aplique, una violencia que incide tanto en lo real como en lo mental. Altera los entor nos cognitivos y materiales repoblando ambos con resultados explicativos. Este efecto puede rastrearse, al menos, hasta el siglo XVI y XVII, cuando la invasión de los mundos de vida por la mecánica y sus criaturas comenzó a desplegarse en un frente amplio. Su época umbral pudo haber sido la de la introducción de las máquinas motrices; desde entonces, las culturas de Occidente son, ante todo, países de inmigración de máquinas. Lo que sig nifica el capitalismo es la política de fronteras abiertas para la entrada de emigrantes mecánicos, histórico-naturales y epistémicos, que pasan de la no-invención a la invención, del no descubrimiento al descubrimiento. In vención y descubrimiento son, por ello, hechos que conciernen al estatus civil cognitivo de cosas. El proceso de civilización consuma la naturaliza ción de lo nuevo no-humano. Sin ese permanente hacer-sitio a inmigra ciones desde lo nuevo es impensable el mundo moderno; en este punto, la diferencia entre Estados Unidos y el Viejo Mundo sólo es de estilo; de hecho, todas las culturas soporte de la modernización son países de inmi gración. Cualquier hogar privado en ellas tiene que arreglárselas para aceptar continuos alojamientos de innovaciones. De hecho, por citar uno de los ejemplos más importantes, un novum físico como la electricidad (que durante un tiempo fue también un numinosum,83) tuvo que ser saca da del trasfondo de la naturaleza e implantada a gran escala en la planifi cación territorial, antes de que pudiera surgir la cultura de masas ilumi nada, automatizada, erotizada por las imágenes, tele-participativa184. El universo de los microbios primero hubo de ser trasladado de su invisibili
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dad a la arena sanitaria del siglo XIX tardío, antes de que fueran posibles la transformación de las poblaciones modernas en sociedades higiénicas y el reclutamiento de las masas para campañas antimicrobianas. Desde enton ces, los virus, bacterias y demás seres pequeños están, en sentido propio, «entre nosotros» IH\ Si las líneas telegráficas y de ferrocarriles atraviesan de repente los paisajes agrícolas de la vieja Europa; si los teléfonos y hornos de microondas hacen su entrada en los hogares de los ciudadanos; si abo nos químicos y antibióticos colocan sobre nuevos fundamentos el metabo lismo del ser humano con la naturaleza; si el automóvil, en una ola de imi tación de apenas cien años, lleva a una radical revisión de todas las ideas tradicionales de ciudades, calles, hogares y entornos: tras cada una de esas invasiones y de sus propagaciones epidémicas, el mundo común de los se res humanos y las cosas ya no es, por decir lo mínimo, el mismo de antes. Cosas análogas valen de innumerables introducciones nuevas de productos de explicación en los frentes físicos, químicos y culturales; y, desde el pun to de vista de la incorporación al colectivo civilizatorio, objetos inventados, como automóviles y tamagochis, objetos descubiertos, como las feromonas o el virus del sida, y objetos mixtos, como bacterias recombinables, enzimas transgénicos o conejos fosforescentes, mantienen el mismo rango.
La Modernidad es un experimento al aire libre, presuntamente aseso rado por el pragmatismo pero ampliamente incontrolado defado, con la introducción simultánea y sucesiva de un número indefinido de innova ciones en la civilización181. La constitución multi-innovativa de la «socie dad» contemporánea descansa en el supuesto de que las luchas a muerte de lo nuevo con lo viejo (Tarde las ha tematizado bajo el título de «desa fíos lógicos») conducen, por regla general, al progreso social, y que las no vedades pueden coexistir pacíficamente, sea al modo de una indiferencia recíproca, sea en el sentido de una combinabilidad y acumulación positi vas (según Tarde, «acoplamientos lógicos», accouplements logiques). Reina la oscuridad sobre los criterios de compatibilidad de las explicaciones e in venciones entre sí. Parece un éxito lo que no conduce inmediatamente o a medio plazo a catástrofes físicas y culturales. Una parte de las nuevas in troducciones la evalúan los mercados, otra la moderan los regulamientos estatales, una tercera es censurada por moralistas y comunidades de exper tos; la mayor parte se infiltra, siempre reforzada por olas imitativas, desde luego, en las instalaciones técnicas y se propaga, con mayor o menor re traso, a los «mundos de vida». Cuando el ánimo de modernización domi
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na, las poblaciones se colocan programáticamente en disposición recepti va para las innovaciones que se infiltran.
A la vista de estos procesos, el discurso acostumbrado de descubri mientos e inventos no es apropiado para explicar la seriedad, constitutiva de realidad, de la explicación: lo inventado o descubierto irrumpe la ma yoría de las veces en lo real en un punto estrechamente circunscrito, y só lo puede convertirse en un factor de relaciones colectivas por una pode rosa ola imitativa. También la expresión corriente de que este o aquel invento, descubrimiento o desarrollo de un producto haya sido de natu raleza «revolucionaria» no es más, por regla general, que un formulario para noticias falsas del frente de la explicación. Tales noticias falsas sobre las así llamadas revoluciones son susceptibles de explicación y la necesitan: en su fase diletante se llaman utopías, tras su profesionalización, publici dad o public relations. (Considerada desde este punto de vista, la Unión So viética fue, ante todo, una agencia de publicidad que llevó al mundo la no ticia de la revolución, que pretendía ser ella misma1*7. )
Efectivamente, nuevas introducciones motivadas por la explicación producen a menudo la impresión de que se hubieran trasladado nuevos convecinos agresivos a la casa del ser, para los que no había a disposición ningún espacio apropiado, ante lo cual se instalaron, por decirlo así, con violencia. No es de extrañar que esto se describiera a veces como turbu lencia «revolucionaria». Por recordar uno de los dramas de introducción más llamativos, no hay duda alguna de que la explicación de la escritura por la imprenta con letras móviles trastocó la economía entera de la civili zación europea después de 1500. Se puede ir tan lejos como decir que el mundo posterior a Gutenberg representa el intento de incluir en una co habitación soportable con los demás hechos culturales, sobre todo con las convicciones religiosas de los seres humanos, a aquellos recién llegados, inofensivos a primera vista, que aparecieron en los talleres de composición en forma de pequeños trozos de plomo. Demostración por el éxito: la li teratura moderna y la instrucción pública de los Estados nacionales; de mostración por el fracaso: el funesto papel de las prensas de impresión co mo soportes de la deformación nacionalista de la conciencia, como aliados de todas las perversiones ideológicas y como propagadores y aceleradores de las histerias colectivas18. Gabriel Tarde, con razón, designa los efectos de la impresión de libros como una «invasión sorprendente», que dio alas a la ilusión de que los «libros son la fuente de toda verdad»189.
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Sea lo que fuera lo que emerge en forma de nuevos aparatos, teoremas, entidades y procedimientos en el campo de la realidad de la inteligencia, esparcida sobre colectivos y corporaciones, tiene que ser asentado en los libros fundiarios de la administración cognitiva y socializado en las con ciencias de los usuarios. Las innovaciones no-socializables, o bien se elimi nan o bien se transforman en parásitos peligrosos: piénsese, por ejemplo, en la fuerte disputa en torno a la integrabilidad de la tecnología nuclear. Dado que una explicación efectiva avanza como análisis y síntesis de reali dad, técnicos u operativos, produce en numerosos continuos prácticos del proceso de vida de las sociedades cortes o saltos que marcan claramente un antes y un después. Las explicaciones cambian la forma y la dirección de corrientes de acontecimientos y rutinas de acción. Se podría reconocer en ellas, francamente, el material del que están compuestas las diferencias que producen una auténdca diferencia. En esa propiedad se forma el mo tivo fundamental de una nueva ontología, que trata del existente no como consistencia, sino como acontecimiento.
Hasta qué punto es legítima esta concepción puede demostrarse me diante una consideración simple. Cuando, por un así llamado descubri miento, se introduce un nuevo «hecho» en el domicilio de las realidades de la cultura oficial -el hecho América, pongamos por caso, que desde 1493 se hizo público en Europa por el informe de Colón, o el hecho de la levadura de ácido láctico, que se introdujo en el año 1858 en la comunidad de científicos francesa gracias a los esfuerzos de Pasteur-, la conciencia «informada» o reorganizada por la novedad sufre un shock de llegada, en el que se experimenta intensamente la diferencia entre el no-estar-descu bierta y el estar-descubierta de una cosa: es como si en ese tránsito se hi ciera localmente aguda la diferencia de nivel entre la nada y el ser. Donde antes parecía haber poco o nada, por la explicación y su publicación se presenta algo nuevo y anuncia su pretensión de ser admitido en la comu nidad de las realidades. Durante el intervalo de sorpresa, antes de que se pase del asombro a la rutina, es cuando mejor está dispuesto el pensa miento a admitir cuesdones, por las que la explicación puede ser coloca da propiamente en el punto de mira como momento álgido de un descu brimiento ontológico efectivo; bajo la impresión de la primera sensación habría que preguntar: ¿en qué rincón del mundo estaba, pues, el doble contínente de América antes de su emergencia en las aseveraciones de Co lón? ¿Dio el marinero realmente la respuesta correcta cuando en su Libro
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de las profecías, de 1502, escribe que el Nuevo Mundo había estado escon dido en el espíritu de Dios hasta que al Todopoderoso le levantó un tanto el velo que lo cubría ante los ojos de su servidor preferido Colón? ¿Dónde se había escondido el famoso fermento de ácido láctico antes de que Louis Pasteur le asignara un lugar de honor en el panel de los valores por anto nomasia del saber para seres humanos ilustrados y dueños de lecherías? Todavía: ¿dónde estaban los microbios antes de que el mismo Pasteur y su rival alemán Robert Koch los sacaran de su escondrijo epistemológico y los convirtieran en compañeros de reparto en un escenario de realidad am pliado? IK' ¿Dónde estaban los rayos radiactivos antes de que Madame Curie comenzara a experimentar con la pechblenda, y antes de que los físicos de Los Alamos, debido al escándalo de Hiroshima, los introdujeran en el en torno de hechos de la humanidad con acceso a noticias? O, por plantear las preguntas que tocan a la explicación de las espumas como multiplici dades-espacio-vitales, defensivamente creadoras: ¿de qué modo estaban di simulados el clima, el aire y la atmósfera para los individuos y los grupos, antes de que por sus explicaciones atmoterroristas, por una parte, y por sus desarrollos meteorológicos y técnico-climáticos, por otra, se convirtie ran en objetos de preocupación moderna por el medio ambiente? ¿En qué escondrijo, en qué pre-concepto se ocultaban las culturas humanas, antes de que los hombres de mar y los etnólogos las catalogaran, y los teóricos del sistema, de la guerra y del estrés las explicaran funcionalmente? Los se res humanos mismos, en definitiva, ¿cómo interpretaban su exposición a los climas de la «naturaleza», antes de que tomaran conciencia de que son, hasta en sus más íntimas disposiciones, «pupilos del aire» y criaturas de efectos invernadero? 191Y finalmente: ¿dónde estaban los sistemas de in munidad antes de que la aurora explicativa del siglo XX los colocara al al cance de la vista de las nuevas ciencias de la vida y en el primer plano del autocuidado médico?
A primera vista, estas preguntas parecen extravagantes y de un tono in genuo innegable. No obstante, son legítimas y teórico-científicamente pro ductivas mientras inciten a dar cuenta de la estancia de seres humanos en una res publica, cohabitada por productos de explicación, de una manera más explícita por su parte. Con este compromiso no se decide nada de an temano sobre si se encontrará una respuesta adecuada a ellas; cierto es só lo que las dos respuestas acostumbradas a la pregunta por los modos de ser de lo descubierto antes del descubrimiento no sólo son insatisfactorias, si
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no decididamente falsas: la primera respuesta proviene del idealismo (trans cendental y constructivista), que afirma que las cosas descubiertas no po seían ningún tipo de preexistencia antes de su percepción por una con ciencia y de su expresión en un discurso. El error de esta tesis se basa en sugerir que sería lícito entender el supuesto clásico de la identidad de ser y percepción como dependencia absoluta de los objetos de un sujeto pen sante. De ahí no queda lejos el absurdo hipnótico del idealismo subjetivo, según el cual, a objetos de los que se aparta ocasionalmente un observador humano les falta también su ser como tal. El error complementario se en cuentra en la segunda respuesta, que plantea una preexistencia, objetiva e independiente del conocimiento, de lo descubierto antes del descubri miento, representándose el ser de la cosa como algo de lo que puede abs traerse fácilmente, sin que su consistencia pierda lo más mínimo, el hecho de ser percibida por una inteligencia. En esta concepción, cercana al ejer cicio cotidiano de la ciencia, el objetivismo de una ontología insuficiente celebra éxitos engañosos: según ella, lo existente es siempre terminante mente así y sólo así como subsiste «en sí mismo» antes de toda percepción, mientras que al pensar le toca el papel de un añadido contingente, que podría no intervenir de igual modo -como, evidentemente, es el caso an tes del descubrimiento de una cosa- y que se vuelve sospechoso, además, por la susceptibilidad de error y la versatilidad de las interpretaciones. Aquí es el descubrimiento el que supuestamente puede faltarle a lo des cubierto, sin que esto se vea perjudicado en su propia plenitud. La si metría de ambos sofismas está clara: mientras que el error del primer tipo consiste en exagerar conciencial-absolutistamente el descubrimiento de lo descubierto, lo equivocado del segundo tipo se muestra en el hecho de que minusvalora objetivistamente el descubrimiento, como si a una entidad o «substancia» existente por sí misma no le afectara cuándo, dónde y cómo se incorpora a un saber y bajo qué formas simbólicas y vecindades lógicas cir cula en una sociedad de asimiladores de conocimiento.
La única salida del dilema de tener que elegir entre errores alternati vos está en la demostración de que hay abierto un tercer camino. Demos traciones de ese tipo se encuentran en diferentes trabajos, de los que que remos citar dos, que parecen muy encontrados en la superficie, pero que por su estructura profunda muestran semejanza: por una parte, las contri buciones de Bruno Latour a la investigación científica, de las que procede el impulso a un movimiento epistemológico en pro de los derechos de los
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ciudadanos, cuyo objetivo es naturalizar los objetos técnicos y los simbio- nes animales en un espacio constitucional ampliado, con el fin de crear una república que, junto con los actores humanos, reconozca, por fin, también los artefactos y los seres vivos como conciudadanos que cumplen ontológicamente con todos los requisitos192; por otra parte, las meditacio nes de Martin Heidegger sobre una nueva determinación de la «esencia de la verdad», consideraciones que toman como punto de partida la palabra griega alethéia, no encubrimiento, no ocultación, interpretando que alude a la incorporación de lo oculto al lado diurno de lo existente.
La originalidad de Latour en la apertura de su tercer camino entre idealismo y realismo se muestra en su atención a los rituales de tránsito, por los que nuevos hechos, descubrimientos, inventos, teoremas y artefac tos científicos se introducen en el entorno que les sirve de «cultura hos pedante». Cuando se habla de la «introducción» de lo descubierto en el environment cognitivo o de la incorporación de nuevos hechos en comunas ya existentes, no hay que reforzar la idea de que una entidad autónoma, la levadura de ácido láctico pongamos, en un punto totalmente discrecional del tiempo sea arrebatada de su preexistencia e incorporada a la multitud de cosas conocidas o admitidas por las conciencias humanas. En este caso, el papel de Pasteur habría correspondido nada más al de un oficial de en trada de aduanas, que hubiera tenido que examinar si estaba en orden el pasaporte de las cosas nuevas que había encontrado; si se manifestara, al hacerlo, que el fermento de ácido láctico es una entidad objetiva y no una quimera, nada se opondría a su recepción en el reino de los hechos acre ditados. En realidad, la función del descubridor es mucho más activa y compleja, puesto que, mediante sus conjeturas, sus observaciones, sus ma nipulaciones, sus descripciones, sus ensayos y sus conclusiones, conforma primero la «cosa» que va a descubrir, de modo que su descubribilidad pue da resultar virulenta como entidad autónoma o efecto delimitable. Según Latour (que se remite a Proceso y realidad de Whitehead), el descubridor, reconocido más tarde como tal, es un manipulador y co-productor de «enunciados» o mejor de «propuestas» (propositions), de las que puede emerger el futuro descubrimiento, no alguien que meramente constata o encuentra hechos descontextualizados193. Descubrir no significa retirar de un golpe el velo que cubre a un objeto acabado preexistente, sino desple gar el estado propositivo o problemático en el que se encontraba implicite la «cosa» antes de su nueva formulación, mediante una articulación más
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amplia, y, de ese modo, tejer una red nueva y más compacta entre la enti dad articulada, otras entidades, la ciencia y la sociedad.
El concepto de articulación de Latour se aproxima mucho, en ciertos aspectos, a lo que en el contexto de lo expuesto hasta ahora se ha llamado explicación. Tanto una como otra se encuentran en el límite entre signifi cados teórico-científicos y ontológicos. Un mundo en el que son posibles articulaciones o explicaciones no es ni la totalidad de cosas mudas ni el conjunto de los hechos comprobados o no comprobados, constituye, más bien, el horizonte agitado de todas las «propuestas», en las que se ofrece a la advertencia humana algo existente, posible y real, de modo preposicio nal o provocativo. En cierto modo, la materia del ser se presenta desde él mismo en forma de propuesta, se podría decir, incluso, en forma de re proche, si se entiende la expresión reproche [Vorwurf] desde el verbo grie go probállein (arrojar, reprochar), de la que se deriva el nombre de proble ma. En problemas, las cosas hablan a la inteligencia; en propuestas, se abren a la participación humana. Por presión de relevancia proporcionan alas a la creatividad. Como no-hablantes, las cosas, estados de cosas, natu ralezas sólo pueden aparecer si, y en tanto que, antes han sido reducidas al mutismo por un intelecto que se reserva el lenguaje para él. El modo originario de la dación de cosas es su interés para otro: el uno importa al otro; lo existente está sumergido siempre en un baño de relevancia en el que se mueve junto con inteligencias.
El modo de consideración ontológico-problemático -ser significa pro- poner-se- ofrece, en principio, la ventaja de no dejar ya en absoluto que se abra el supuesto abismo entre las palabras y las cosas, en el que desapa reció tanta inteligencia metafísicamente comprometida en intentos super- fluos de franquearlo. Si el mundo es todo lo que es el caso, y el caso es to do lo que se propone o todo lo que reprocha a una simpatía cognoscente, entonces hay que entender el descubrir como despliegue de una pro puesta, en el que se alcanza un mayor grado percibible de articulación. Lo mismo expresa la metáfora del pliegue: donde hay un pliegue o algo en rollado puede aplicarse un despliegue o un desenrollamiento (explicare). Pliegues son propuestas o proposiciones a las que se aplica una explicita- ción. El pliegue percibido alude a un interior plegado que aún no ha sido desplegado. Latour, optimista respecto de la ciencia y democrático radical, explica sin vacilación: «Cuanto más articulación, mejor»194. Las articulacio nes desarrollan las vecindades entre propuestas. Las cosas nuevas descu
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biertas o inventadas son articulaciones en medio de articulaciones sobre un trasfondo compuesto de propuestas: despliegues en un pais¿ye com puesto de despliegues frente a un panorama de pliegues.
¿Cómo habría que valorar, pues, el nuevo elemento, descubierto por Pasteur, en la república de los seres humanos, de los teoremas y de los ar tefactos? La información de Latour es convivial y civil: «El fermento de áci do láctico existe ahora como unidad discreta, porque entre otras muchas entidades está articulado ahora en otros tantos entornos activos y artificia les»195. En esta afirmación aparece una clara variante del institucionalismo, que proporciona validez a la idea de que los descubrimientos y los inven tos han de ser socializados y contextualizados como prácticas de segundo grado, para que consigan la «estabilidad propia», descrita por Amold Geh- len19r’, de las cuasi-instituciones aptas para vivir en ellas. Precisamente del saber moderno vale, como ya señaló D’Alembert, que ha «adquirido una función social»: «constituye el aire respiratorio al que debemos la vida»197. Investigación científica es un título decente para una filosofía serena de un mundo poblado por productos de explicación. Ofrece una de las te orías más adecuadas de la Modernidad en tanto que saca de quicio el mi to de la Modernidad198.
Consideraciones comparables, aunque de tono completamente dife rente, son los análisis sobre la «esencia de la verdad» dados a conocer por Heidegger. Estos hubieron de adoptar una tonalidad más oscura desde que Heidegger creyó ver, ante todo, en el fenómeno que Latour llama ar ticulación, una invasión, generadora siempre de violencia, de la voluntad de saber en la naturaleza, reducida a mero recurso. Según él, ciencia y técnica tienen por sí mismas el carácter de un atentado al ocultamiento. El guiño decisivo para el desarrollo de ese modo de ver las cosas lo reci bió Heidegger de la palabra griega para verdad, alethéia, que tradujo por des-ocultamiento, desde un punto de vista acertado, seguramente, ya que parece coherente analizar la expresión como un compuesto de la pala bra lethe, encubrimiento, ocultamiento, olvido, y del prefijo negativo a-. Según esto, el concepto estaría basado en la idea de que «verdadero» es -o mejor, entra en el ámbito de la verdad como- aquello que desde el encubrimiento, ocultamiento, olvido «viene hacia acá» al descubrimien to, desocultamiento, recuerdo.
La verdad no se funda como verdad sólo por el juicio que determina una proposición como verdadera o falsa, si no que una apariencia, una propuesta, un fenómeno-pliegue emerge al
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ámbito de lo patente y provoca el juicio (que, por naturaleza, puede ser también falso), mantiene en movimiento el acontecimiento de la verdad. Se podría asociar con esto el dictum de Whitehead: «[. . . ] en el mundo real es más importante que una propuesta (proposition) sea interesante que ver dadera. La importancia de la verdad consiste en que incrementa el in terés»19. La verdad, polivalente en principio, acontece en el desoculta- miento y la expresión a la vez. Por eso, siempre es también un tránsito desde la falta de interés o desde el pre-interés al interés actual.
La verdad no sólo es, pues, una propiedad de frases expresadas, que pueden denominarse verdaderas si y sólo si «en lo real» fuera «efectiva mente» el caso lo que se afirma o «figura» en las frases; más bien sucede que la physis, según esa interpretación, representa un acontecimiento au- topublicista, en cuyos comunicados están implicadas las inteligencias per ceptivas y conformadoras de frases. No hay por qué dejarse intimidar por el modo de habla alegórico: cuando se habla de la naturaleza como de una persona activa, siempre se suponen procesos mediales. La idea puede re formularse así: en su aparición, la naturaleza se da a entender a sí misma, reparte guiños, muestra una imagen de sí, se deja ver y escuchar, se mani fiesta en su abrirse, en su sonar. Con la reserva que se acaba de hacer, podría decirse que la naturaleza es una autora que publica en su propia edi torial (aunque para ello tenga necesidad, ciertamente, de lectores huma nos). Comprensiblemente, esta interpretación del acontecimiento de la verdad se contrapone a la dogmática dualista de la era metafísica, inaugu rada por Platón y otros postsocráticos, y de sus herederos tecno-científicos, en cuya opinión la naturaleza -como lo existente en su totalidad- se pre senta como un bloque de cosicidades mudas, libres de sentido, alejadas de los signos. Desde esa perspectiva, sería el espíritu humano, solo, quien, en posesión de su monopolio de lenguaje, donación de sentido e interés, abordaría como acercándose desde fuera la masa natural indiferente y la obligaría a entregar sus secretos.
La ironía trágica de esta fallida interpretación del conocimiento de la naturaleza, hecha tanto por la metafísica como por sus continuadores en las tecnologías y ciencias naturales modernas, consiste, según Heidegger ahora, en que sus conceptos extremamente reduccionistas, empobrecedo- res y desfiguradores del acontecimiento de la verdad tuvieron tanto éxito que, del mismo modo que una profecía autoverificante, fueron determi nantes durante más de dos milenios de la cultura europea de la racionali-
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Ampliación del dorso de una mano.
dad. Ese espacio de tiempo tendría la misma extensión, pues, que la era del olvido del ser. Recuérdese que un parecido modo de ver las cosas se manifestó con el enunciado: «El todo es lo falso», que, dado la vuelta histó ricamente, significa: también lo falso tiene, pues, su antigüedad. Quien quiera localizar sus inicios, para retroceder a situaciones no desfiguradas antes de ellos, tiene que ocuparse de la deformación que hizo Platón de la verdad al convertirla en «idea» o, más atrás aún, del desdoblamiento de Demócrito de la realidad humana en cuerpo y alma. Descripciones fallidas de esta magnitud superan, como vio Heidegger, la capacidad designativa del concepto usual de error; obligan al observador a acudir a expresiones como «destino», quizá incluso a «fatalidad»20.
Cuando se trata de localizar el drama de la explicitación de atmósferas y sistemas de inmunidad en la historia de ideas y catástrofes del siglo XX, podrían resultar de nuevo atractivos los puntos de vista de Heidegger so bre la génesis de lo patente. Como se ha hecho notar, el pensador hizo que la manifestación de lo manifiesto surgiera originariamente de una au- topublicación del ser, y como editorial de la publicación cita la Lichtung. Ciertamente, Heidegger, a lo largo de sus meditaciones, tuvo que llegar a darse cuenta de los límites de esa comprensión de la verdad, porque a él, al contemporáneo de las guerras mundiales y de la tecnificación del mun do, no podía escapársele lo poco que podía emprenderse aún a la vista de la situación moderna, con el concepto temprano-griego, reconstruido en su sentido, de un mundo de fenómenos autocomunicativo y autoocultan- te. Ante ese atolladero, eligió la salida de interpretar como una nueva «ar timaña» del ser mismo el hecho de transferir la autorrevelación del ser co mo naturaleza a una puesta en evidencia forzada de lo existente mediante investigación y desarrollo; lo que, naturalmente, ofrecía la ventaja de de
jar abierta la posibilidad de un nuevo cambio de artimaña, con respecto, esta vez, a verdades primarias de la nueva-vieja Grecia, aunque con la con traprestación de no poder formular ya un concepto positivo de investiga ción científica y civilización técnica, por no hablar ya, por el momento, de la sobreinterpretación fatalista de la historia que acontece.
Seguro es, en cualquier caso, que en la realidad recompuesta por la praxis ilustrada la iluminación artificial cubre a la autorradiante. Lo que a la manera moderna se considera «patente» o desplegado en la superficie ya no es en ninguna parte la naturaleza, abriéndose por sí misma, que muestra lo que muestra y esconde lo que esconde. El desocultamiento mo-
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demo tampoco es ya la luz cotidiana gris-cálida sobre un ambiente cam pesino-artesano, en el que el existente, protegido por hábitos, sabe orien tarse, porque siempre, y sólo, se topa con las cosas y los seres vivos dentro de su propio radio de acción. En el mundo técnico lo no-patente se con sigue que aparezca a la vista mediante una ruptura organizada de la laten- cia; o, gracias a un movimiento análogo, con ayuda del diseño y de la téc nica de presentación se lo saca de la no-evidencia a la percibilidad artificial y de la no-manipulabilidad se le coloca en una segunda manejabilidad. El saber producido por la investigación y el invento es saber de luz de neón. En lugar del autoclaro del ser aparece el claro obligado de lo «dado», en lugar de la percepción orgánica la observación organizada. Bajo tales pre misas es inimaginable que los seres humanos pudieran volver alguna vez a implicarse en un «acontecimiento de la verdad», en conexión con la vieja naturaleza, con su «abrirse», su «dar a luz», su ocultar y retroceder a la ina pariencia: un acontecimiento en el que las cosas muestren por sí mismas, no forzadas, qué y cuánto dejan ver de sí mismas, para guardar el resto os curo como su secreto.
La modernidad de nuestra situación se muestra en el hecho de que el desocultar, el revelar, el expresar se ha puesto al frente de una ofensiva sis temática contra lo oculto y olvidado. Arrancar una manifestación a la la- tencia e instalar en primer plano el trasfondo del mundo para desplegar lo en utilizaciones prácticas: éste parece ser el apriori más importante de la civilización moderna, que, por eso, puede llamarse sociedad del saber por motivos más profundos que los declarados normalmente. El derecho humano a desvelar la naturaleza y reconstruir la cultura se presupone tan obvia y tan super-obviamente, que ninguna declaración de los derechos del ser humano ha considerado necesario hasta ahora hacerlo explícito. En ninguna parte viene esto formulado con mayor claridad que en el dic- tum de Heidegger: «La técnica es un modo de desocultamiento»; una pro posición, que, aunque expuesta con la calma de la penetración compren siva en un enorme estado de cosas, se reserva la decisión de si quiere ser entendida aún como diagnóstico o ya como advertencia. Desde ella habla la inquietud porque la invasión organizada de lo oculto se manifieste cre cientemente como una «fatalidad», más exactamente: como un estado de causa de injusticia aletheiológica. Lo que comienza como un management ilustrado de la realidad acrecienta el riesgo de la desgracia causada por el saber. Por la indicación persistente de que la técnica es esencialmente de-
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socultamiento o explicación -más claro: un modo de aplicación de vio lencia quebradora de latencia- se desaconseja seguir contando la explota ción a gran escala del descubrir, inventar y publicar como la historia festi va del progreso humano del conocimiento, tal como acostumbra a presentarse él mismo desde el siglo XVIII hasta nuestros días, aunque a lo largo del siglo XX se hayan entremezclado algunos tonos escépticos en esas narraciones progresivas. La investigación, como trabajo sistemático de des pliegue de lo no descubierto, ha de llevar, según Heidegger, a una mal- comprensión cada vez más profunda del ocultamiento.
Considerado desde este punto de vista, el acontecimiento fundamental secreto del siglo XX es la catástrofe de la latencia. Sus resultados más lla mativos son la potencia nuclear instrumentalizada, los sistemas de inmu nidad puestos de manifiesto, el genoma descifrado y el cerebro al descu bierto. A la vista de estas magnitudes, los compañeros de juego de la civilización técnicamente desocultante son confrontados con lo mons truoso, que, tras la ruptura de la latencia, se instala dentro de la armonía de la realidad. Después del 6 de agosto de 1945 Elias Canetti escribió en sus Anotaciones:
Qué bendición que no nos abrasaran desde siempre las posibilidades que no sospechábamos. [. . . ] Ha triunfado lo más pequeño. . . El camino a la bomba ató mica es filosófico201.
Fin del excurso
¿Dónde estaban, pues, los sistemas de inmunidad antes de su «descu brimiento»? ¿En qué plegamiento estaban encerrados antes de que la ar ticulación bioquímica los liberara e incorporara al espacio de realidad de los conocimientos y prácticas contemporáneos? ¿En qué propuesta, en qué proposición se demoraban antes de su debut en el escenario moder no de la ciencia? ¿En qué nicho del olvido permanecían ocultos? ¿Bajo qué máscaras confirmaban el dicho de Heráclito de que a la naturaleza le gus ta ocultarse: pkysis kryptestai phílei, a esa misma physis que, por lo demás, nos interpela mostrándose, dándosenos como abierta? 201’ ¿Llevaban los siste mas de inmunidad, esos servicios de seguridad y agencias de autoafirma- ción organísmica, social y política, una existencia pre-explícita bajo las
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concepciones populares de robustez y salud, a las que va unida desde el co mienzo la idea de que sólo su destrucción conlleva, retrospectivamente, la conciencia de su plenitud y reclama su recuperación total? ¿Se ocultaban en las intuiciones del derecho primitivo, que desde tiempos inmemoriales permitió tanto a la vida deteriorada como al honor herido el gesto de la autodefensa y aprobó el restablecimiento de un estatus deteriorado? ¿Es taban implicite enjuego, cuando los seres humanos temían la venganza de los dioses en cuanto veían vulnerado el protocolo en las relaciones del más acá con el más allá? ¿Estaban presentes en los rituales de defensa frente a los demonios o de bendición de edificios y terrenos, por los que espacios delimitados fueron dedicados a sus espíritus protectores, rechazando a los demás ocupantes mágicos potenciales? ¿Estaban implícitos en la imago del sagrado principio monárquico germánico, según el cual se había concedi do al dignísimo príncipe una plétora de carismas: el poder de la victoria, la fortuna de la cosecha, la afabilidad y generosidad del jefe, la amplitud de miras de la previsión, el esplendor de la ambición, la presencia trans misora de salud? ¿Podemos pensar indirectamente en efectos sistémico-in- munizadores cuando al dios de los luteranos se le cantó como un castillo firme y como un buen arma y defensa? ¿Nos sirve aún de ayuda el dato eti mológico de que la palabra romana inmunis no significaba otra cosa al co mienzo que «liberado de impuestos y tributos» (¿una temprana manifes tación de falta de solidaridad? ), además de poder referirse también a una persona liberada del servicio militar: un trasfondo sobre el cual se formó el sentidojurídico posterior de inmunidad como no-incriminación de per sonas en cargos políticos?
Si sólo se concibe la idea de la existencia de sistemas de inmunidad se gún su actual articulación bioquímico-médica hay que contestar negativa mente a todas esas preguntas en su conjunto. En ninguna de las dimensio nes nombradas van envueltos sistemas de inmunidad en el sentido limitado de la palabra. En ninguna parte puede hablarse de un combate interno en tre invasores microbianos y anticuerpos propios del sistema; en modo al guno describen los fenómenos citados las operaciones de una dimensión endocrinológica reguladora. No obstante, el fenómeno explicitado de la in munidad bio-sistémica proyecta una larga sombra en el pasado: el campo de las representaciones de integridad, humanamente relevantes, incluye una plétora de «propuestas» de cómo dar forma conceptual, operativa y ri tualmente a las luchas en pro de estados de orden y totalidades vulnerados.
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Ya el pensamiento premetafísico conoce una especie de ontología del límite, que va estrechamente unida a una ética de la defensa. Aquí apare ce a la vista un concepto preterritorial de límite, que concierne íntima mente al fenómeno inmunidad: lo que hay que garantizar no son líneas demarcativas de trozos de terreno y dominios de suelo, sino comunidades de animación y energía, compuestas, claramente, por un ámbito nuclear y por una periferia vulnerable. El pluralismo espontáneo de bosquejos pre- metafísicos de imágenes de mundo cuenta en sus campos con una plura lidad de «sujetos de energía» o «existentes» individuales -ambas son ex presiones impropias por naturaleza, formuladas originariamente ya por la metafísica posterior-, entre los cuales hay en marcha luchas inacabables por el reparto. Y, a pesar de que esas manadas de fuerza o energía se im plican unas en otras en un entorno mucho más amplio de lo que sería pro cedente en el cosmos de esencias posterior, regulado por un estatuto on- tológico, donde cada «cosa» está colocada en su «lugar» para acreditarse a sí misma, aquí se percibe siempre un permanente drama de delimitación.
La interpretación premetafísica del mundo dispone de una concep ción ontológico-guerrillera de mundo, como ataque y defensa. Aquí no existe aún ninguna gran enmarcación del todo, dentro de la cual cada par ticular ocupe su lugar bajo un logos dominante. Realidad es, más bien, un patchwork compuesto de microdramas, una fluctuación de escaramuzas en tre una plétora de unidades móviles. Las intensidades del ataque y las de la defensa se devuelven unas a otras constantes embites, invasiones y ex pulsiones: una guerra montaraz, oscilante sin fin entre un lado y otro, de las energías. Por eso la ciencia, bajo estos presupuestos, sólo puede tomar forma como gaya ciencia de las listas de guerras entre manadas energéti cas. En ella preexiste -en caso de que se le conceda una preexistencia- la concepción no formulada de inmunidad, replegada en la atención que se presta a la capacidad de lucha de una fuerza o energía. En un mundo así descrito no puede haber aún ningún depósito central del saber, interesa do en generalizaciones. Si, a pesar de todo, en esas circunstancias sejun tan varios saberes para mostrarse y potenciarse, es sólo en eventos agonales como certámenes de magos y pugnas de cantantes: formas que supervivie ron entre los griegos hasta la época de la tragedia.
Desde la aparición de las imágenes metafísicas de mundo, hace dos mil quinientos años, con las que, según Weber, Spengler, Jaspers y otros, sea con razón o sin ella, se asocian conceptos como alta cultura y alta religión,
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el asunto de los predecesores del sistema de inmunidad pasa de las mana das de fuerza combatientes a almacenarse en un ámbito interior de viven cias, que comienza a describirse con el nombre de psyche. Cuando se habla de alma en sentido metafísico ya se ha producido un cambio de motivo en la interpretación de las fuerzas interiores de defensa y afirmación. Si los puntos de vida locales o «sujetos de energía» conseguían afirmar antes su terreno frente a invasores gracias a su capacidad de defensa y de contraa taque, desde ahora son, más bien, constantes formales inmanentes las que dan fuerza a las así llamadas almas en la guerra de fronteras con almas ve cinas y con lo no anímico. Con el concepto psyche y sus traducciones se en contró la propuesta, de mayor repercusión para la forma de latencia in- munológica en la era metafísica. Implicaba la conversión de fuerza defensiva en conservación de la forma: no en vano el primer atributo del alma en este régimen es el de «inmortal», una expresión a la que sólo se le aprecia en sujusto valor cuando se escuchan resonar simultáneamente en ella connotaciones como «indeformable» o «incorruptible». Provisto de esa cuota interior de estabilidad, el homo metaphysicus consiguió hacer fren te a los riesgos existenciales de su condición mundana: más expansiva e intrépidamente de lo que jamás había logrado un animista en sus escara muzas locales. Esta es, pues, la prestación inmunológica de la forma psí quica bien entendida: poseer y dar inmortalidad. Sólo por ello ayuda a los individuos a conseguir superioridad sobre los escenarios de sus lazos rela tivos.
Por eso le corresponde a la verdad, tal como la entienden los filósofos, los primeros inmunólogos del ser, un valor tan sobresaliente en la historia de la metafísica: porque aletheía, desvelamiento, desocultamiento, de acuerdo con su estructura profunda, es lo mismo que inmunitas, falta de compromiso, falta de enredo en los destinos y tareas (muñera) comunes de los mortales, por eso ha de considerarse (por sus pocos conocedores) co mo el bien supremo. Según ello, descubrir la verdad significa captar el fun damento no-cotidiano de la invulnerabilidad de la vida. Porque la verdad permanece verdadera, incluso allí donde es malentendida o impugnada, por eso los sapientes participan de su estabilidad trascendente. Es desde aquí desde donde hay que explicar los presupuestos que permiten elevar el concepto de Dios a alturas supra-racionales. Dios es desde entonces el nombre para la solución de un problema, al que no pueden hacer frente los intelectos humanos: ¿cómo ha de estar constituido un sistema de in
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munidad universal que actúe a la vez como sistema universal de comuni dad? Se entiende ahora que esa pregunta ponga en claro la estructura pro funda de la fórmula «Dios y el mundo». Sólo Dios puede saber cómo sería compatible la salvación (o inmunización) de todas las cosas (en Dios) con la convivencia real de las cosas (en el mundo, el escenario de su mutua des trucción). Quien busca un concepto exacto de optimismo encuentra aquí la definición: optimista es el supuesto de que hay un ser trascendente así.
Todavía Goethe, en su verso de la «forma acuñada, que se desarrolla vi viendo», se atuvo, haciendo profesión de ella, a la creencia en la solución del enigma de la inmunidad: la resistencia de la forma es la que se encar ga de que ningún tiempo ni ningún poder sean capaces de hacer pedazos lo que está acuñado desde la eternidad como forma y aparece en lo tem poral; palabras originarias, aristotélicas. Por la conversión de fuerza de fensiva en seguridad formal surge el nuevo arquetipo del sabio yjusto, que consigue acceder al optimum inmunitario gracias a la consumación aními ca formal. Integer vitae scelerisquepurus / non eget Mauris iaculis ñeque arcu. . rm Quien es íntegro de vida y está libre de delito no necesita venablo moro ni arco: en esta línea de Horacio viene expresada para toda una era una idea de inmunidad como no agresividad social y no contaminación con delitos. El sabio, como el lógicamente consecuente y morfológicamente justo, se alegra de un poder-ser sin armas por pura correspondencia con las dotes formales del alma. Integridad significa ahora consumación formal'04.
Que esto no puede ser entendido por un concepto de forma moderno, desinflado en un esquema vacío, sino en el sentido de una concepción ple- romática de forma, como substancia del poder-ser-total de una cosa o de un estado de vida, se muestra, por lo demás, también per analogiam, en la expresión jurídica romana integrum, que designa el estado invulnerado de una unidad de vida amparada por el derecho. Conforme con ello, la tarea de la administración de justicia de tipo romano y de la vieja Europa es te rapéutica, en tanto que se preocupa de la defensa frente a lesiones y del restablecimiento de la integridad de «cosas», por lo que el proceso de in demnización por daños y peijuicios representa la tramitación jurídica par excellence de los tribunales romanos. El derecho romano, sin embargo, no cuenta tanto con las funciones totalizadoras o integradoras de la «forma», que más bien se quedan en un motivo de los discursos de estilo filosófico- griego, como con aquellas del ius civile, de aquel privilegio que garantiza ba a los ciudadanos libres romanos, y a los elevados a esa misma categoría
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en el Imperio, una vida bajo la protección de las formalidades de un de recho procesal desarrollado. No es casualidad que, con su civis romanus sum, san Pablo reclamara para sí en un momento crítico las prestaciones de inmunidad del procedimiento jurídico romano (con el resultado de que su proceso capital fue trasladado a Roma y llevado allí hasta el final).
La conformación más amplia y radical del concepto de alma la encon tramos en la concepción de alma del mundo, tal como la formuló Platón en su diálogo tardío Timeo. Representa la figura suprema entre las pro puestas antiguas de articulación de estados de cosas inmunológicamente relevantes. Quien habla de alma del mundo eleva al nivel supremo la in formación sobre los principios de la defensa espiritual y de la resistencia frente a las pérdidas de sentido y forma. De esa concepción puede dedu cirse cómo contribuye a la integración y protección de lo animado el con cepto metafíisico de alma. Según la narración del sabio Timeo, en la crea ción del mundo el demiurgo se deja guiar por la consideración (bgismós) de generar un producto que, a causa de su composición y forma perfectas, no caiga en ningún tipo de corrupción:
Por ese motivo y desde esa consideración construyó, pues, este mundo como un único todo, compuesto él mismo, a su vez, de todos, y libre, por ello, de vejez y enfermedad. [. . . ] A aquel ser vivo, que había de contener en sí todo lo demás vi vo, ciertamente tenía que corresponderle también una figura, que incluyera en sí todas las demás figuras. Por eso también lo torneó en forma de esfera [. . . ] por fue ra lo hizo completamente liso alrededor, hasta en el más mínimo detalle [. . . ] y no necesitó de ojos, ni de oídos, pues, fuera de él, no había quedado nada visible, na da audible; asimismo, tampoco hubo aire que le rodeara aún y que aún necesitara respirarse. . . *’'’
La construcción del cuerpo perfectamente redondo del mundo fue so brepujada por la añadidura del alma del mundo, de la que se dice que fue implantada en el centro del cuerpo del mundo, y que penetra el todo en toda su extensión y reviste también por fuera el cuerpo del mundo. De es ta última indicación se sigue que no es el alma la que está en el cuerpo, si no el cuerpo en el alma, ya que siempre lo continente es más distinguido que lo contenido206. Por su contextura interna, el alma, compuesta aritmé ticamente, ocupa el punto medio entre la naturaleza de lo «mismo» (taú- ton) indivisible y la «de lo otro» (héteron)>supeditado a la divisibilidad pro
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pia de los cuerpos. Gracias a esa posición central el alma del mundo posee capacidad de asimilación hacia ambos lados: puede toparse con lo mismo indivisible, siempre inalterable, o con lo otro divisible, lo sensible y en de venir: tanto a uno como a otro puede recogerlos en sí y, por su participa ción correspondiente en ambos, informar con verdad de aquello con lo que entra en contacto.
El alma del mundo platónica representa un médium perfecto del cono cimiento, que constituye, a la vez, el perfecto sistema de inmunidad, pues to que, por su naturaleza compuesta, es capaz de absorber sin dejar resto las dos «informaciones» primarias: mismidad y otreidad junto con sus de rivaciones y mezclas. Sea lo que sea con lo que «se tope», siempre está en ella preformado y en cierto modo sabido de antemano; así pues, nada pue de extrañarla ni herirla. Su contribución inmunológica consiste en que está antes de cualquier información, de cualquier invasión, de cualquier trauma; está liberada a priori de la presión de tener que rechazar a un po sible enemigo, porque no puede sufrir nada de fuera de lo que no dis ponga ya en su propio programa. Mientras que en el autismo de los mor tales normales una «fortaleza vacía» se blinda frente a lo exterior, el exquisito autismo del alma interpretada metafísicamente tiene las propie dades de una fortaleza llena. Si algo quisiera introducirse en ella -¿pero vi niendo de qué exterior? -, ya está contenido en ella. Platón pone en con cepto o en imagen, con sublime precisión, el fantasma de una inteligencia viviente, que para su receptividad y sensibilidad ya no tendría que pagar durante más tiempo el precio de ser vulnerable, deformable, destruible: «alma del mundo» significa una sensibilidad que, extensamente autosen- sible, se dobla sobre sí misma, excluyendo toda «información» externa, po tencialmente molesta o heterónoma. Como el cuerpo del mundo ha de ser perfectamente liso en su superficie, porque subsiste sin entorno, indepen diente de un exterior, y no conoce metabolismo alguno, así, el alma del mundo puede circular exclusivamente en sí misma, porque, a causa de su saciedad de toda identidad y toda diferencia, no necesita aprender nada, o, en todo caso, sólo un estímulo externo para la actualización del recuer do. Como un sistema bioquímico de inmunidad, que acabara con todos los agentes patógenos porque llevara en sí programas de reconocimiento y neutralización para cada uno, el alma del mundo se las arregla con toda experiencia porque, por su completa provisión con las protoimágenes de lo mismo y de lo otro, es anterior a toda novedad. Es la perfecta instalación
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cognoscitiva, que reduce todo lo aparentemente nuevo a algo conocido. La mirada retrospectiva a la explicación metafísico-formal del alma en su figura suprema psicocósmica es instructiva porque de ella puede dedu cirse lo que en este orden de cosas se espera de las almas de formato su bordinado, de las almas de los pueblos, ciudades, municipios y familias y, last but not least, de las almas individuales. Alma del mundo es el título de una superinmunidad, participar en la cual otorga una amplia garantía de integridad a los individuos; con la precariedad de la restricción de que el efecto protector de la forma psíquica nunca se puede ampliar a la parte in consistente de la existencia, a la dimensión del cuerpo y de la vivencia. Co mo es sabido, la inmunidad platónica se limita al «reino del espíritu», mientras que los cuerpos frágiles, perceptores, sólo transitoriamente -el tiempo de permanencia del alma- se mantienen en forma. La filosofía platónica aparece, en consecuencia, como una escuela de la separación, en la que la diferenciación de lo consistente frente a lo pasajero se ejerci ta de antemano. Por eso Sócrates, sin ironía, puede sentar cátedra dicien do que lo que ha de procurar el filósofo es estar ya tan muerto en vida co mo sea posible207. El morir es un análisis-disolución de la unidad, ligada corporalmente, de mismidad y otreidad, con el objetivo de devolver la par
te de mismidad al reservorio inmortal de formas puras.
Reconocemos retrospectivamente que el interés metafísico por lo in
mortal fue una de las figuras de implicación de la preocupación posterior por una inmunidad técnicamente moldeada y reconstruida, en tanto que en el proyecto metafísica aparece la aspiración a proteger la vida frente a lo contrario a la vida de la vida misma. El refugio en la forma buscó ayuda frente a lesiones y deformaciones inseparables del riesgo de la existencia, incluso dispuso lo necesario contra la finitud como tal. En la base de esta versión de la preocupación por la eternización de la vida (Heidegger, es timulado por Nietzsche, pretendió ver en ella, incluso, el resentimiento del negador contra el tiempo pasajero) estaba, evidentemente, la confu sión sublime de la vida con la forma: una confusión que dio impulso a la idea de que la vida sólo es vida porque participa de un registro superior, el del espíritu. No en vano se designó a éste como vida de la vida. Al ser humano sólo puede rescatársele de su caducidad si está protegido por una substancia que no puede morir, ya que está más allá de la diferencia entre muerte y vida. Basta afirmar la participación de lo vivo en ese estrato subs tancial para que sea posible concluir considerando la vida como un no-po
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der-morir. De ese modo era como había que llevar a término la operación inmortalidad.
Sólo podía tener éxito por un desvío metódicamente gestionado de la pregunta, si la vida eternizada es vida en un sentido plausible, o no suce de, más bien, que quien defiende eso sólo hace propaganda de un muer to sin nombre. Si se sigue esa sospecha gana plausibilidad el diagnóstico de que el «sistema de inmunidad» metafísico pone a su servicio un tipo es pecial de muerto, llámese espíritu, forma o idea, como defensa frente a la muerte y frente a todas las demás contingencias vitales, a riesgo de, bajo el pretexto de salvarla, poner por adelantado la vida en manos de su contra rio. El secreto de la metafísica ¿no estaba en la equiparación de las formas con la esencia de la vida? ¿Y no hubo de surgir de ahí un paravitalismo, que pretendió colocar la vida empírica bajo la protección de una vida su perior, aunque en realidad la subordinó a lo muerto o espiritual, exacta mente a aquello que no puede morir porque jamás ha vivido: al reino de los números, de las proporciones, de las ideas, de la formas puras (y de las simplificaciones mortales)? El paravitalismo atanásico dota al mundo de formas de experiencias de consumación y felicidad, tomándolas prestadas de la vida sensitiva pasajera y proyectándolas a la post-vida, como si fueran intemporalmente repetibles en otra parte elegida, liberadas de su reverso doloroso.
La concepción metafísicamente codificada de alma representó duran te milenios la propuesta más sugestiva, en la que se articulaba el interés por programas de anticorrupción para lo vivo perecedero. Fue el primer analgésico y antibiótico de gran alcance. Su fuerza estaba en la capacidad de admitir tanto las interpretaciones más populares como las más sutiles; su poder de alusión alcanzaba desde las representaciones arracionales de excitación y fuerza hasta el nivel de inteligencia de ángeles matemáticos. Por muy lejana que parezca de la idea moderna de un escudo endocri- nológico y una patrulla de anticuerpos, que circula por el organismo, es pecializada en la defensa frente a los microbios, el alma metafísicamente interpretada unía el nivel sensitivo-móvil de la vitalidad empírica con los servicios de defensa y mantenimiento de un nivel metavital de forma. Si la filosofía poseyó algún consuelo alguna vez, fue el que emanaba de los efec tos inmunológicos de tales consideraciones formales.
Pero no puede pasarse por alto que la idea de alma del mundo, por su planteamiento ético, representaba precisamente lo contrario de un siste
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ma de inmunidad individual: en el régimen metafísico los individuos son sometidos a una instrucción holística que les obliga a sacrificar su idiosin crasia y someterse al imperio de un plan general; la salvación sólo la traen aquí la relación con el todo y la entrega a lo envolvente. Por eso, una pro paganda omnipenetrante anti-egoísmo es constitutiva del orden metafísi co: porque el poder-ser-todo del individuo se piensa desde su participa ción en las formas y generalidades, los individuos caen de antemano bajo la sospecha de que quieren colocar ilegítimamente su yo por encima del todo. La metafísica protege más las totalidades frente a los deseos propios de los individuos, que a los individuos frente a sus contingencias vitales. Su pathos es ver la existencia exclusivamente bzyo el signo de la gran simbio sis. No quiere hacer fácil la vida a los individuos, sino la muerte. La idea de alma del todo hace propaganda de la superación de lo pequeño en lo grande, con las irresistibles connotaciones de sentido y calor, que provie nen de una concepción de organismo volcada a lo universal y a las que se añade el beneficio de un cierto pan-familiarismo. Cuando todo corres ponde con todo en un todo completo, también todo está emparentado con todo lejana-íntimamente. Es curioso que el hecho de que la pan-sim biosis, según su estructura profunda, significara una pan-tanasia consi guiera permanecer oculto durante tanto tiempo tras los efectos sublimes del discurso sobre la conexión universal de las cosas.
No se hace uno una idea apropiada de la dinámica de la nueva historia europea de las ideas mientras no se perciba su motivo fundamental encu bierto, que reza: la segunda oportunidad de Platón. Ya pronto, el pensa miento del Renacimiento respondió a los efectos, rompedores de la ima gen del mundo, de la nueva empiria: el viaje de Colón, el de Magallanes, la temprana globografía de la Tierra, la cartografización del mundo, la di sección del cuerpo, la química incipiente y la creciente construcción de máquinas, con una reanimación patética de la filosofía natural platónica y una recuperación del panorganicismo y pansiquismo antiguos. En conse cuencia, no ha existido nunca el muy citado «desencantamiento del mun do» por las ciencias modernas, al igual que su supuesto reencantamiento por los movimientos vitalistas y neorreligiosos; sucede, más bien, que en el decurso del pensamiento moderno estaban ensamblados polémico-copro- ductivamente, desde el comienzo, motivos mecanicistas y pansiquistas, y lo siguen estando aún hoy día.
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En el año 1612,John Donne, en su poema An Anatomy ofthe World, creyó tener que lamentar la muerte del alma del mundo. Se pensaba en el des vanecimiento de la devoción precristiana por el cosmos, que, incluso tras su hiper-remoldeamiento cristiano, pretendió ver en el universo un todo viviente. Ese poema elegiaco de lamento responde inequívocamente a los tempranos efectos de la mecanización. No obstante, con su canto de cisne al anima mundi, el poeta proporcionó la demostración performativa más poderosa de la vitalidad de lo lamentado. Ya en su tiempo, bajo diversos nombres, consiguieron honores modernos, en función crítica, los ele mentos cosmoteísticos de la interpretación griega de la naturaleza. Cuan to más avanzaba el desfile triunfal de la mecánica post-cartesiana y post- hobbesiana, con mayor firmeza tuvo aquélla que recurrir a su alternativa vitalista-panorgánica, que, por regla general, era claramente consciente de su pertenencia al sistema de parentesco de la doctrina platónica del alma del todo. La línea transcurre desde el renacimiento florentino de Platón del siglo XV tardío a los pansofos y magos de la época barroca del sabio uni versal y a los platónicos de Cambridge. Desde éstos se extiende esta sutil cadena hasta los panteísmos del tiempo de Goethe, así como hasta los flan cos romántico-filosófico-naturales del idealismo alemán, junto con sus bro tes posteriores en los sistemas mixtos de las interpretaciones especulativo- positivistas de la naturaleza, características del siglo XIX. Hay que hacer responsable a estas ramificaciones exitosas del platonismo popular de que a las almas bellas del tiempo de la Ilustración les salieran de los labios, co mo sinónimos, las palabras todo y alma. Pero era más que un modo de ha blar cuando Hegel, en la conocida carta a Niethammer, del 13 de octubre de 1806, se refirió a Napoleón diciendo que había visto al emperador -«esa alma del mundo»-, a un individuo, «que, concentrado aquí en un punto, sentado en un caballo, trasciende el mundo y lo domina»208.
Desde los impulsos de los panteísmos poéticos de 1800 y de las her menéuticas «sombrías» (por hablar con Fechner) de una naturaleza simpaté- tica con el todo, que florecieron entre 1810 y 1850209, se volvió a desarrollar, una vez más, en torno a 1900 un gran estado atmosférico, común a toda Europa, de tendencias animista-universales neoplatónicas y un organicis- mo popular-panteísta, en el que la palabra «vida» se presentaba como un credo lleno de arcanos de salvación. Sobra decir cuánto se hizo presente esta actitud piadosa ante la vida frente a su contraria, que nunca renunció a sus reivindicaciones. Manifestó con toda energía su desacuerdo con la
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nueva interpretación avanzada de la naturaleza, como recurso industrial y fuente de materia prima, que llevaba a cabo la imagen mecánico-capitalis ta del mundo. Ésta se había convertido prácticamente en la doctrina do minante desde que se la equiparó con una autoexplicación, altamente consciente de sus principios, del proyecto técnico-pragmático de mundo. Sintomática de ello es la recapitulación conclusiva de un libro muy leído en su tiempo, La vieja y la nueva creencia, 1872, salido de la pluma del ex teólogo y gran filisteo alemán David Friedrich Strauss, que se extasiaba con su representación del mundo moderno como una nave fabril planetaria. Esta postura tuvo su equivalente en el mundo anglosajón entre los utilita ristas y optimistas, para quienes la palabra fábrica era menos una metáfo ra del mundo que un hecho frente al que se estaba en una relación con creta, bien como dueño, como colaborador o como cliente. Sin temer el reproche de filisteísmo, con su propaganda liberal de la razón fabril re chazaron las reivindicaciones, enemigas del análisis, del sentimiento romántico-totalizador del mundo.
Y sin embargo: aunque la historia de las ideas de la segunda mitad del siglo XIX pudiera ser expuesta ya, en grandes partes, como un reportaje so bre un panteísmo decepcionado210, sólo la profunda cesura que supuso la Primera Guerra Mundial culminó la catástrofe de la idea de alma del mun do que había recibido la nueva Europa. En este sentido, no cambió nada la tenaz supervivencia de la idea en subculturas quietistas. También su utili zación terapéutica se quedó en un arreglo entre marginales y no le volvió a proporcionar ninguna fuerza conformadora de cultura. El giro des-animista se había preparado por la infiltración naturalista del panteísmo, que ya al rededor de 1900 era un hecho universalmente consumado, aunque apenas entendido por los contemporáneos. Hacía mucho tiempo que el discurso de la naturaleza como una fuerza ya no significaba una variante del uto- pismo poético de la unificación del tiempo de Goethe, tampoco represen taba ya un tributo a la hipótesis temprano-romántica de un inconsciente salvífico, que impera ante toda yoidad. Mientras tanto se ordenaba ya, más bien, a los «oscuros» indicios del sexo, energía impulsiva, voluntad de po der, ímpetu vital21. Sin embargo, sigue siendo legítimo también conside rar como metástasis de la doctrina del alma del mundo las filosofías de la naturaleza, oscurecidas con el tiempo, de la época del cambio de siglo. En alguno de esos sistemas metafísico-naturales nuevos, Dios y el alma del mundo fueron sustituidos, sin más, por figuras como el «aliento del mun
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do»-12, el «sentimiento oceánico», la indiferencia-yo-mundo primaria y otros seudónimos del «principio vida». Sólo desde la nueva cesura objetiva de los años veinte del siglo XX, aquella fría ontología, modernizada como te oría de la inmunidad y del entorno, pudo conseguir la plausibilidad inte lectual y atmosférico-cultural que hay que presuponer cuando debe lo grarse una imagen de la naturaleza y de la sociedad que las presente como prototipo de unidades de automantenimiento, polémicamente delimita doras, que recíprocamente se convierten en «entorno». En ese contexto comienza su carrera el tema de la frialdad21\
Aquí, como de costumbre, hay que precaverse frente a romas declara ciones de tendencias: aunque los indicios mecanicistas y funcionalistas no escapan a las lógicas y estados de ánimo del siglo XX, hay que tomar nota de que en la época de las guerras mundiales se derrumban algunas de las más poderosas reavivaciones de la idea de alma del mundo; pensamos en el sistema psico-cosmológico de Alfred N. Whitehead, que llega a su más sutil presentación en Proceso y realidad, así como en el platonismo poetiza do de Hermann Broch, que se desarrolló con intemporalidad soberana en su novela tardía La muerte de Virgilio, 1945. En esta obra la metafísica clási ca se transforma en una cosmo-poética del aliento.
El tema del siglo emerge de la catástrofe de la cultura tradicional y de su moral holística: making the immun systems explicit. Tendría que estar cla ro que la construcción de inmunidad es un acontecimiento demasiado amplio, demasiado contradictorio como para poder ser descrito sólo con categorías médico-bioquímicas. De acuerdo con su naturaleza compleja, a su desarrollo en lo real contribuyen componentes políticos, militares, jurí dicos, técnico-aseguradores y psicosemánticos, o, mejor dicho, religiosos171. El ocaso de la inmunidad determina las condiciones intelectuales de luz durante el siglo XX. Un aprendizaje de la desconfianza, sin par en la his toria del espíritu, cambia el sentido de todo lo que hasta ahora se deno
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minaba racionalidad. Para la inteligencia que se mueve al frente del desa rrollo comienzan los años de aprendizaje de la no-entrega.
La primera consecuencia, experimentada de muchos modos pero ape nas conceptualizada aún, del primado de la delimitación frente a la parti cipación es la presión creciente del riesgo, que desde comienzos del siglo XX pesa sobre los habitantes y diseñadores de escenarios del mundo ac tuales. Dado que en la era de la explicación del trasfondo los seres huma nos pueden llevar cada vez menos información apriórica intacta sobre su deber-ser-así-cómo-y-dónde, a no ser que hayan nacido entre altas mon tañas y arraigados invulnerablemente en una de las ya escasas culturas tra dicionales, se ven obligados a reconvertir sus orientaciones ancladas implí citamente en el trasfondo en apuestas explícitas. Cuando las obviedades se han vuelto escasas, han de asumir su papel las opciones. Esto inaugura la era de las imágenes electivas del mundo y de las autoimágenes electivas. Se implanta el largo ciclo coyuntural de las llamadas «identidades». Identidad es una prótesis de obviedad en terreno inseguro. Se confecciona según pa trones tanto individualistas como colectivistas172. En el proyecto de cons trucción mental de prótesis se expresan tanto la comprensión como la cir cunstancia de que la producción de supuestos vitales -«hipótesis» directrices de la vida, en el sentido de William James- ya no se deduce pri mariamente de la herencia cultural, sino que se convierte cada vez más en un asunto de invención nueva y de transformación continuada. De ahí sur ge el empuje a la tendencia a la individualización de formas de vida. Si ad mito, mientras vea en ello el hecho sobresaliente de mi vida, que soy cor so, armenio o irlandés protestante, no me afectan modernismos de ese tipo; me considero entonces como un ready made étnico y me dispongo a realizar apariciones en el bazar de la multicultura. Si es necesario, salgo in cluso a la calle para manifestarme en favor de la caza del zorro en Gran Bretaña. Caso de que no me vaya el alineamiento en ese tipo, me debería asegurar de los fundamentos organísmicos concretos en los que quiero permanecer hasta nuevo aviso.
El excesivo interés de los seres humanos modernos por la «salud» sólo se comprende en este contexto: es un fenómeno de tapadera para la de manda de seguridades de trasfondo, que siguen siendo válidas tras la di solución de las latencias naturales y culturales -y tras el empalidecimiento del colorismo regional del carácter17-. ¿Dónde si no al fundamento bioló
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gico, supuestamente interior, ha de dirigirse la búsqueda de lo propio, más aún, del núcleo de lo que me pertenece inalienablemente? ¿No es la existencia del propio cuerpo la prueba definitiva de la evolución como his toria exitosa, y puedo hacer algo más razonable que orientarme a su po der estar saludable? Con todo, esta búsqueda de lo sólido interior no se li bra de la ironía. Precisamente por el interés masivo por la mismidad, anclada biológicamente, los clientes más apasionados del programa iden tidad-mediante-salud caen en una inseguridad paradójica, hasta llegar al reconocimiento de que no puede haber salud en el pleno sentido de la pa labra. Lo que se pierde de vista en el culto a la salud es el papel subversi vo que la investigación médica representa en el acontecer explicativo: de bido a la búsqueda de los últimos fundamentos de la salud como mínima satisfacción biológica de trasfondo de la existencia tendría que llegarse al descubrimiento y problematización de aquellas estructuras lábiles, fina mente ajustadas, que desde hace aproximadamente cien años llamamos «sistemas de inmunidad» en el sentido bioquímico de la palabra. La locali zación forzada de seguridad de trasfondo en la propia base corporal revela un estrato de mecanismos de regulación, tras cuya emergencia aparece a la vista la profunda improbabilidad de integridad biosistémica en general.
Con la tematización de los sistemas de inmunidad propios del cuerpo se transforma radicalmente la relación de los individuos ilustrados con las condiciones orgánicas del propio estar saludable o enfermo. Sólo hay que tener en cuenta que se dan luchas ocultas entre agentes patógenos y «an ticuerpos» en el organismo humano, cuyos resultados se perfilan como responsables de nuestro estado de salud. Muchos biólogos describen el sí mismo somático como un terreno asediado, que es defendido por tropas fronterizas, propias del cuerpo, con éxito cambiante. Frente a los usuarios de esta terminología de halcones hay una fracción biológica de palomas, que dibuja un cuadro un poco menos marcial del acontecer inmunológi- co; según éste, el sí mismo y lo extraño aparecen tan ensamblados a nive les profundos que con estrategias demasiado primitivas de delimitación lo que se provoca, más bien, son efectos contraproducentes. Se manifiesta, además, unjuego intrincado de emisiones endocrinológicas, que actúan en el umbral entre los procesos bioquímicos inconscientes y la superficie vivencial del organismo. No sólo por su complicación los sistemas de in munidad confunden el deseo de seguridad de sus propietarios; irritan más aún por su paradoja inmanente, dado que trastocan sus éxitos, cuando son
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demasiado profundos, en causas de enfermedad de tipo propio: el univer so creciente de las patologías de autoinmunidad ilustra la peligrosa ten dencia de lo propio a vencer hasta la muerte en la lucha con lo otro.
No es casual que en las interpretaciones más recientes del fenómeno inmunidad se manifieste una tendencia a conceder a la presencia de lo ex traño dentro de lo propio un papel mucho más importante de lo que es taba previsto en las concepciones identidarias tradicionales de un sí mis mo organísmico monolíticamente cerrado; casi se podría hablar de un giro postestructuralista en la biología174. La patrulla de los anticuerpos en un organismo aparece menos como una policía, que aplica una política rí gida de extranjeros, que como una compañía de teatro, que parodia a sus invasores y sale a escena como sus travestidos. Pero, resúmase como se re suma la disputa de los biólogos en tomo a la interpretación de la inmuni dad, quien se interesa con suficiente pormenor por el poder-estar-saluda- ble como estrato fundamental de identidad e integridad personal, más tarde o más temprano aprenderá tanto sobre sus condiciones funcionales que la dimensión bioquímica de inmunidad, como tal, saldrá irritante mente de la latencia e irá creciendo hasta convertirse en el más inquie tante de todos los temas de primer plano.
Esto tiene consecuencias para el estatus mental de inmunidad de la «sociedad ilustrada»: ésta no sólo sabe ahora lo que sabe, sino que ha de hacerse, además, una opinión de cómo desea vivir, en cada caso, con los estadios explicativos que ha alcanzado. Se muestra a los modernos con cre ciente fuerza explosiva que el progreso de la capacidad de saber no se con vierte consecuentemente en análogas ventajas de inmunidad. Saber no es precisamente poder, sin más. Cuando, como sucede ahora, se describen o descubren quinientas nuevas enfermedades al año, no por ello crece in mediatamente la seguridad de los habitantes en la orgullosa torre de la ci
vilización. Si se hace balance, a causa de su explicitud creciente (y repri- mibilidad limitada), los conocimientos desarrollados sobre la arquitectura de seguridad de la existencia -desde el campo médico hasta el político, pa sando por el jurídico- actúan a menudo como desestabilizadores. A causa de los efectos contraproducentes de la explicación avanzada se co-explici- ta la latencia, como tal, en sus funciones plausibles. Retroactivamente, a quien llega al saber se le vuelve claro lo que tenía de no-saber. Ahora se muestra que estados pre-ilustrados o pre-explícitos pueden ser relevantes inmunológicamente como tales; al menos en el sentido de que la estancia
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en lo no desplegado permite, de modo temporal y en algunos aspectos, sa car provecho psíquicamente de ciertos efectos protectores del no-saber. Esto lo reconocieron ya autores antiguos como Cicerón, por ejemplo, que explica: «Ciertamente, la ignorancia de los males futuros es más útil que su conocimiento»175. Puede que el descubrimiento de estos contextos esté en conexión directa con la invención de las religiones salvíficas. Sí, quizá lo que la tradición cristiana llamó creencia no fue en principio otra cosa que un cambio de actitud programático, progresivo-regresivo, de un saber debilitante a una ignorancia fortificadora conectada con una ilusión hu manitaria. La vera religio tuvo éxito ante el trasfondo de la ilustración anti gua porque podía ser recomendada como cura sacerdotal-terapéutica de la enfermedad del realismo imperial. Por su forma contrafáctica, la fe ofre ció a sus practicantes la oportunidad de aferrarse a un fantasma portador de salvación, aunque fuera en contra de un mejor saber sobre las circuns tancias funestas, que ahora se llamaban, audazmente, externas.
Mientras que la conciencia ilustrada parte hoy necesariamente de po sibilidades, explícitamente representadas, de fracaso -desde la adverten cia, fundada en cifras, frente a riesgos de accidente, riesgos terroristas, riesgos en los negocios, riesgos de cáncer e infarto y otras dimensiones de probabilidades de percance, cifrables con precisión-, la vida no-alarmada, en tanto simpatiza vagamente con su trasfondo y se deja llevar por tradi ciones, conserva todavía, a veces, un aura de cobijo en la ingenuidad. Co mo ilustrado, uno se mofa de ella, pero se envidia también a sus poseedo res ocasionalmente, cuando uno mismo hace ya demasiado tiempo que vive en alarma permanente. Ilustración sobre la ilustración se convierte en management para daños colaterales del saber. A consecuencia de la ilustra ción de primera etapa todos nosotros estamos -por tomar una expresión de Botho Strauss- «pronósticamente infestados»176.
De todos modos, también se muestra ahora que ninguna conciencia, a causa de la estrechez de su ventana de temas, puede procesar más de uno o dos motivos de alarma al mismo tiempo, de modo que tiene que colocar en el trasfondo la mayoría de los temas de preocupación actualmente explícitos, como si realiter no los hubiera. (En la sociedad de multi-alarmas suenan las 24 horas del día varias docenas de campanas al mismo tiempo, aunque la mayoría de las veces conseguimos filtrar una alarma fundamen tal procesable. ) Del juego no-interrumpible del tematizar y destematizar riesgos surge un sustituto funcional, acreditado en la práctica, de la inge
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nuidad: mientras que el ingenuo primario, a causa de la constitución pre explícita de su conciencia, no podía tener representación adecuada algu na del espacio de riesgos en el que se mueve, navega el moderno en el mis mo espacio con una especie de segunda ingenuidad, porque tampoco y precisamente en una zona preparada analíticamente al riesgo es posible considerar a la vez todo lo que habría de ser considerado. Llamamos a la actitud secundaria-ingenua «re-implicación»; se trata de la función-standby de temas ya explícitos, pero temporalmente desactualizados. La re-impli- cación proporciona la prótesis de la confianza; su utilización presupone que de hecho sucede todo lo que puede suceder, aunque sólo esporádi camente y, por regla general, de tal modo que los perjudicados son otros. El lugar típico de la re-implicación es, por lo que respecta a documentos, el archivo, y por lo que se refiere a la experiencia personal, la memoria a largo plazo en estado de no fatiga; el saber potencial de alarma, almace nado ahí, permite al usuario la despreocupación secundaria. Archivos y memorias a largo plazo, suficientemente ordenados, proporcionan un apoyo formal a la segunda latencia17.
Poco antes de que Emil von Behring y Schibasaburo Kitasato, ayudan tes de Robert Koch en Berlín, en el año 1890, con el descubrimiento y de nominación conjuntos de la «antitoxina», una primera manifestación de los anticuerpos, dieran un empuje decisivo al desarrollo de la inmunología médica (en 1883 Ilya Meschnikow ya había expuesto en Mesina la función de los «fagocitos» en el rechazo de intrusos en el organismo), Nietzsche había caído en la cuenta, en sus investigaciones sobre los fundamentos re ferentes al modo de función de la conciencia humana, de la existencia de un sistema defensivo mental, del que reconoció cómo se coloca eficiente y disimuladamente al servicio de un centro-sí-mismo dominante y de sus necesidades de sentido. Desde este punto de vista puede considerarse a Nietzsche, tras preliminares como los de Mesmer, Fichte, Schelling, Carus y Schopenhauer, el auténtico descubridor del inconsciente operativo. En su obra capital crítico-moral Más allá del bien y del mal. Preludio a una filo sofía delfuturo, que apareció en agosto de 1886, escribe:
La fuerza del espíritu para apropiarse de lo extraño se manifiesta en una fuer te inclinación a asimilar lo nuevo a lo viejo, a simplificar lo diverso, a pasar por al to y rechazar lo totalmente contradictorio. [. . . ] A esa misma voluntad sirve una [. . . ] decisión repentina por la ignorancia, por el cerrojazo arbitrario, un cerrar sus
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ventanas, un decir-no interior a esta cosa o a aquélla, un no-dejar-que-se-aproxi- men, una especie de estado defensivo frente a muchas cosas aprendibles, una sa tisfacción con lo oscuro, con los horizontes que se cierran, un decir-sí y dar por buena a la ignorancia. . . 178
Si es lícito imaginar consideraciones de este tipo bajo el título de una filosofía delfuturo es porque con ellas se consumó la apertura al paradigma inmunológico de la crítica de la razón: a partir de ese umbral opera el pen samiento más allá del «conócete a ti mismo». Según ello parece que hay al go así como supresores de ideas o anticuerpos semánticos, dispuestos a la eliminación de representaciones incompatibles, surgidas del ámbito de la conciencia. Donde había amor a la sabiduría, ha de haber ahora com prensión de las propiedades repelentes y no-integrables de numerosas re presentaciones verdaderas. La teoría del conocimiento se convierte en una filial científico-cognitiva de la alergología179. Con ello tuvo lugar el antici po hasta entonces más amplio de las formas de racionalidad de la ciber nética, que pregunta por las condiciones internas y externas de funciona miento de las conciencias. A la luz de la inteligencia artificial se vuelve más claro lo que realiza la natural. Sólo protetizamos lo que hemos compren
dido con suficiente explicitud; re-evaluamos lo que no se puede protetizar. Alusiones anticipadas a este tránsito se pueden rastrear en el pensa miento de Nietzsche hasta comienzos de los años setenta; entre ellas so bresale el tratado, conocido postumamente, Sobre verdad y mentira en sentí- do extramoral de 1873: un intento temprano de comprender el pensamiento y el habla humanos, de acuerdo con su función primaria, como la erección de una envoltura de metáforas protectora, que ha de quitar de vista a los sujetos culturales las condiciones temibles y sin fondo de la existencia180. Memorable permanece el hecho de que Nietzsche, con el modo inmuno- lógico y alergológico de consideración de procesos racionales, descubrie ra ya, a la vez, su paradoja: cuando el pensamiento se toma completamen te en serio la posibilidad de seguir su propia lógica, se puede incluso emancipar de sus funciones inmunológicas para la vida y tomar partido en contra de los intereses vitales de sus propios portadores. Esto es lo que te nía Nietzsche a la vista en su alegato contra la «metafísica». Un programa fuerte de ilustración debe incluir en el futuro el conocimiento de las pa radojas autoinmunitarias del saber y calcular de nuevo los costes de los im
pulsos idealistas. Nietzsche tenía claro desde el principio que este tipo de
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investigación de la autoaplicación de la conciencia ya no vuelve a desem bocar en estados de saber tranquilo, más aún, que a partir de ahora la au- tocontradicción, incluso el autodaño, pertenecen a las premisas, que hay que tener claras, del progreso del conocimiento: la vida filosófica sólo pue de justificarse porque se convierte en un autoensayo del cognoscente. Al pensador se le había hecho consciente de qué manera los intereses del co nocimiento se separan en este punto de los de la vida. No tenía duda al guna de la fatalidad de la elección181. Con respecto a su propia persona es taba decidido a conceder la preeminencia al motivo cognoscitivo frente a la «voluntad de superficie» vital: una preferencia que fue temporalmente ofuscada por las flamígeras metáforas de la afirmación zaratustriana de la vida. Ya en 1872, todavía en el espíritu de Schopenhauer, Nietzsche había escrito: «La naturaleza ha encerrado al ser humano en un cúmulo de ilu siones. Este es su elemento propio», para sacar la conclusión de que sólo la ruptura con el medio de la ilusión o de las disposiciones legítimamente humanas abre el acceso a la esfera del conocimiento.
Pronto se había hecho Nietzsche ideas adecuadas sobre el precio de es ta opción. Habla expresamente de los presupuestos de tolerancia, heroísmo y masoquismo, únicamente bajo los cuales el conocedor suficientemente prevenido frente a sí mismo, endurecido frente a sus propias necesidades, resiste las insinuaciones de su obtusa razón vital: ya no es lícito que le im porte a un pensador si una idea se merece el predicado de «utilizable aní micamente». El «mundo como representación inmunitariamente prove chosa»: la nueva crítica del conocimiento, biológicamente advertida, se libera de la tutela de la representación usual, dictada por una necesidad crónica de ilusión. En consecuencia, el pensar tendrá más alcance en el fu turo que la filosofía: esta última, como amor a la sabiduría, acaba desde el instante mismo en que la sabiduría y la verdad se revelan como magnitu des más repelentes que atractivas. Quien quiere ser teóricamente in- munólogo o -lo que es casi lo mismo entonces- espíritu libre, y a través de ambas cosas declarar como testigo de la filosofía tras el final de aquel ejer cicio de armonización de la vieja Europa (y de la vieja Asia) del mismo nombre, tiene que movilizar en sí mismo «una especie de crueldad del gusto y de la conciencia intelectual»182: una irreverencia, científica y moral a la vez, que sólo logra quien no se arredra ante la posibilidad de ocasio narse disgustos extremos a sí mismo. El espíritu libre recorre un largo pro grama de vacunas y bionegatividad.
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No extraña que esta explicación autosorprendente de la mecánica mental se estableciera con los moralistas del tardío siglo XVII, cuando éstos idearon una variante mundana del examen religioso de conciencia. Sus puntos de vista fueron asimilados y potenciados por el romanticismo has ta que pudieron ser reformulados por el psicoanálisis y doctrinas empa rentadas con él, que, a su vez, en el último decenio del siglo XX dan el re levo a disciplinas como psicolingüística y psiconeuro-inmunología. Todas las formas del saber sobre los aspectos mecánicos de los procesos de pen samiento y sentimiento tienen en común que describen la conciencia hu mana como el lugar de la separación incesante de lo explícito de lo implí cito.
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Consideración intermedia:
Compulsión luminosa e irrupción
en el mundo articulado
Making the immune systems explicit he ahí una de las premisas lógicas y pragmáticas que desde comienzos del siglo XX han de seguir los ciudada nos de la Modernidad si quieren mantenerse conectados con el modus vi- vendi de su tiempo. Pertenece a las características del progreso explicativo el hecho de que desarrolle las disposiciones de seguridad de la existencia -desde el nivel de los anticuerpos y la dietética hasta el Estado social y los aparatos militares- en instituciones, disciplinas y rutinas formalmente ase guradas. Es dudoso si, con ello, proporciona a los seres humanos los me dios intelectuales para comprender lo que hacen. Para el dominio de la existencia en el mundo, que se mueve explicativamente, la mayoría no tie ne a disposición más que algunas fórmulas retóricas desleídas, con las que puede tematizarse la ambivalencia de la situación inmunológica humana en consideraciones no-técnicas: así, la «sociedad» moderna habla con sen satez dominical, ponderadamente, sobre la «bendición y maldición de los descubrimientos científicos»; va articulando en simposios su fluctuación entre «recelo frente a la técnica y esperanza en la técnica»; en meditación pública recopila ideas sobre el provecho y la desventaja del desencanta miento del mundo para la vida; cavila sobre la cuestión de cuánta intran quilidad y cuánto sosiego habría que equilibrar en el mundo técnico. Es tos discursos -si es que son tales- procesan el material de base de la problemática inmunológica tal como se aglomera en las conciencias por las experiencias cotidianas de la modernización.
Según los supuestos de base aquí mostrados, las explicaciones concier nen siempre a las palabras y a las cosas a la vez; en este sentido, son analí ticas de la realidad y sintéticas de realidad al mismo tiempo. Estimulan el despliegue de los hechos como conexión activa de pasos operativos y giros discursivos. No sólo hacen explícitos supuestos de trasfondo no expresa dos («inconscientes», desconocidos, incomprendidos), sino que elevan a la existencia manifiesta «realidades» hasta entonces plegadas en la laten- cia. Si fuera de otro modo, todos los análisis se quedarían sólo en aconte
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cimientos retóricos; proporcionarían, en el mejor de los casos, fundamen- taciones prolijas del juicio, de las que Robert B. Brandon enseña cómo se transmiten desde los escritorios de los jueces y expertos a las manifesta ciones de opinión del señor y la señora Everybody, en la medida a que obli ga la corrección. Cuando alguien se propone hacer «algo» explícito, eso quiere decir que él o ella ha de hacerse cargo de la nueva-financiación ar gumentativa de sus convicciones: un punto de vista que es realista respec to de ciertosjuegos discursivos académicos, en los que con formalismos se acumulan puntos.
Dado que la explicación tiene lugar como análisis de realidad y síntesis de realidad, a la vez, tanto en los talleres como en los textos, dado que avanza tanto en procedimientos técnicos como en los comentarios y des cripciones correspondientes, desarrolla, apliqúese donde se aplique, una violencia que incide tanto en lo real como en lo mental. Altera los entor nos cognitivos y materiales repoblando ambos con resultados explicativos. Este efecto puede rastrearse, al menos, hasta el siglo XVI y XVII, cuando la invasión de los mundos de vida por la mecánica y sus criaturas comenzó a desplegarse en un frente amplio. Su época umbral pudo haber sido la de la introducción de las máquinas motrices; desde entonces, las culturas de Occidente son, ante todo, países de inmigración de máquinas. Lo que sig nifica el capitalismo es la política de fronteras abiertas para la entrada de emigrantes mecánicos, histórico-naturales y epistémicos, que pasan de la no-invención a la invención, del no descubrimiento al descubrimiento. In vención y descubrimiento son, por ello, hechos que conciernen al estatus civil cognitivo de cosas. El proceso de civilización consuma la naturaliza ción de lo nuevo no-humano. Sin ese permanente hacer-sitio a inmigra ciones desde lo nuevo es impensable el mundo moderno; en este punto, la diferencia entre Estados Unidos y el Viejo Mundo sólo es de estilo; de hecho, todas las culturas soporte de la modernización son países de inmi gración. Cualquier hogar privado en ellas tiene que arreglárselas para aceptar continuos alojamientos de innovaciones. De hecho, por citar uno de los ejemplos más importantes, un novum físico como la electricidad (que durante un tiempo fue también un numinosum,83) tuvo que ser saca da del trasfondo de la naturaleza e implantada a gran escala en la planifi cación territorial, antes de que pudiera surgir la cultura de masas ilumi nada, automatizada, erotizada por las imágenes, tele-participativa184. El universo de los microbios primero hubo de ser trasladado de su invisibili
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dad a la arena sanitaria del siglo XIX tardío, antes de que fueran posibles la transformación de las poblaciones modernas en sociedades higiénicas y el reclutamiento de las masas para campañas antimicrobianas. Desde enton ces, los virus, bacterias y demás seres pequeños están, en sentido propio, «entre nosotros» IH\ Si las líneas telegráficas y de ferrocarriles atraviesan de repente los paisajes agrícolas de la vieja Europa; si los teléfonos y hornos de microondas hacen su entrada en los hogares de los ciudadanos; si abo nos químicos y antibióticos colocan sobre nuevos fundamentos el metabo lismo del ser humano con la naturaleza; si el automóvil, en una ola de imi tación de apenas cien años, lleva a una radical revisión de todas las ideas tradicionales de ciudades, calles, hogares y entornos: tras cada una de esas invasiones y de sus propagaciones epidémicas, el mundo común de los se res humanos y las cosas ya no es, por decir lo mínimo, el mismo de antes. Cosas análogas valen de innumerables introducciones nuevas de productos de explicación en los frentes físicos, químicos y culturales; y, desde el pun to de vista de la incorporación al colectivo civilizatorio, objetos inventados, como automóviles y tamagochis, objetos descubiertos, como las feromonas o el virus del sida, y objetos mixtos, como bacterias recombinables, enzimas transgénicos o conejos fosforescentes, mantienen el mismo rango.
La Modernidad es un experimento al aire libre, presuntamente aseso rado por el pragmatismo pero ampliamente incontrolado defado, con la introducción simultánea y sucesiva de un número indefinido de innova ciones en la civilización181. La constitución multi-innovativa de la «socie dad» contemporánea descansa en el supuesto de que las luchas a muerte de lo nuevo con lo viejo (Tarde las ha tematizado bajo el título de «desa fíos lógicos») conducen, por regla general, al progreso social, y que las no vedades pueden coexistir pacíficamente, sea al modo de una indiferencia recíproca, sea en el sentido de una combinabilidad y acumulación positi vas (según Tarde, «acoplamientos lógicos», accouplements logiques). Reina la oscuridad sobre los criterios de compatibilidad de las explicaciones e in venciones entre sí. Parece un éxito lo que no conduce inmediatamente o a medio plazo a catástrofes físicas y culturales. Una parte de las nuevas in troducciones la evalúan los mercados, otra la moderan los regulamientos estatales, una tercera es censurada por moralistas y comunidades de exper tos; la mayor parte se infiltra, siempre reforzada por olas imitativas, desde luego, en las instalaciones técnicas y se propaga, con mayor o menor re traso, a los «mundos de vida». Cuando el ánimo de modernización domi
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na, las poblaciones se colocan programáticamente en disposición recepti va para las innovaciones que se infiltran.
A la vista de estos procesos, el discurso acostumbrado de descubri mientos e inventos no es apropiado para explicar la seriedad, constitutiva de realidad, de la explicación: lo inventado o descubierto irrumpe la ma yoría de las veces en lo real en un punto estrechamente circunscrito, y só lo puede convertirse en un factor de relaciones colectivas por una pode rosa ola imitativa. También la expresión corriente de que este o aquel invento, descubrimiento o desarrollo de un producto haya sido de natu raleza «revolucionaria» no es más, por regla general, que un formulario para noticias falsas del frente de la explicación. Tales noticias falsas sobre las así llamadas revoluciones son susceptibles de explicación y la necesitan: en su fase diletante se llaman utopías, tras su profesionalización, publici dad o public relations. (Considerada desde este punto de vista, la Unión So viética fue, ante todo, una agencia de publicidad que llevó al mundo la no ticia de la revolución, que pretendía ser ella misma1*7. )
Efectivamente, nuevas introducciones motivadas por la explicación producen a menudo la impresión de que se hubieran trasladado nuevos convecinos agresivos a la casa del ser, para los que no había a disposición ningún espacio apropiado, ante lo cual se instalaron, por decirlo así, con violencia. No es de extrañar que esto se describiera a veces como turbu lencia «revolucionaria». Por recordar uno de los dramas de introducción más llamativos, no hay duda alguna de que la explicación de la escritura por la imprenta con letras móviles trastocó la economía entera de la civili zación europea después de 1500. Se puede ir tan lejos como decir que el mundo posterior a Gutenberg representa el intento de incluir en una co habitación soportable con los demás hechos culturales, sobre todo con las convicciones religiosas de los seres humanos, a aquellos recién llegados, inofensivos a primera vista, que aparecieron en los talleres de composición en forma de pequeños trozos de plomo. Demostración por el éxito: la li teratura moderna y la instrucción pública de los Estados nacionales; de mostración por el fracaso: el funesto papel de las prensas de impresión co mo soportes de la deformación nacionalista de la conciencia, como aliados de todas las perversiones ideológicas y como propagadores y aceleradores de las histerias colectivas18. Gabriel Tarde, con razón, designa los efectos de la impresión de libros como una «invasión sorprendente», que dio alas a la ilusión de que los «libros son la fuente de toda verdad»189.
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Sea lo que fuera lo que emerge en forma de nuevos aparatos, teoremas, entidades y procedimientos en el campo de la realidad de la inteligencia, esparcida sobre colectivos y corporaciones, tiene que ser asentado en los libros fundiarios de la administración cognitiva y socializado en las con ciencias de los usuarios. Las innovaciones no-socializables, o bien se elimi nan o bien se transforman en parásitos peligrosos: piénsese, por ejemplo, en la fuerte disputa en torno a la integrabilidad de la tecnología nuclear. Dado que una explicación efectiva avanza como análisis y síntesis de reali dad, técnicos u operativos, produce en numerosos continuos prácticos del proceso de vida de las sociedades cortes o saltos que marcan claramente un antes y un después. Las explicaciones cambian la forma y la dirección de corrientes de acontecimientos y rutinas de acción. Se podría reconocer en ellas, francamente, el material del que están compuestas las diferencias que producen una auténdca diferencia. En esa propiedad se forma el mo tivo fundamental de una nueva ontología, que trata del existente no como consistencia, sino como acontecimiento.
Hasta qué punto es legítima esta concepción puede demostrarse me diante una consideración simple. Cuando, por un así llamado descubri miento, se introduce un nuevo «hecho» en el domicilio de las realidades de la cultura oficial -el hecho América, pongamos por caso, que desde 1493 se hizo público en Europa por el informe de Colón, o el hecho de la levadura de ácido láctico, que se introdujo en el año 1858 en la comunidad de científicos francesa gracias a los esfuerzos de Pasteur-, la conciencia «informada» o reorganizada por la novedad sufre un shock de llegada, en el que se experimenta intensamente la diferencia entre el no-estar-descu bierta y el estar-descubierta de una cosa: es como si en ese tránsito se hi ciera localmente aguda la diferencia de nivel entre la nada y el ser. Donde antes parecía haber poco o nada, por la explicación y su publicación se presenta algo nuevo y anuncia su pretensión de ser admitido en la comu nidad de las realidades. Durante el intervalo de sorpresa, antes de que se pase del asombro a la rutina, es cuando mejor está dispuesto el pensa miento a admitir cuesdones, por las que la explicación puede ser coloca da propiamente en el punto de mira como momento álgido de un descu brimiento ontológico efectivo; bajo la impresión de la primera sensación habría que preguntar: ¿en qué rincón del mundo estaba, pues, el doble contínente de América antes de su emergencia en las aseveraciones de Co lón? ¿Dio el marinero realmente la respuesta correcta cuando en su Libro
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de las profecías, de 1502, escribe que el Nuevo Mundo había estado escon dido en el espíritu de Dios hasta que al Todopoderoso le levantó un tanto el velo que lo cubría ante los ojos de su servidor preferido Colón? ¿Dónde se había escondido el famoso fermento de ácido láctico antes de que Louis Pasteur le asignara un lugar de honor en el panel de los valores por anto nomasia del saber para seres humanos ilustrados y dueños de lecherías? Todavía: ¿dónde estaban los microbios antes de que el mismo Pasteur y su rival alemán Robert Koch los sacaran de su escondrijo epistemológico y los convirtieran en compañeros de reparto en un escenario de realidad am pliado? IK' ¿Dónde estaban los rayos radiactivos antes de que Madame Curie comenzara a experimentar con la pechblenda, y antes de que los físicos de Los Alamos, debido al escándalo de Hiroshima, los introdujeran en el en torno de hechos de la humanidad con acceso a noticias? O, por plantear las preguntas que tocan a la explicación de las espumas como multiplici dades-espacio-vitales, defensivamente creadoras: ¿de qué modo estaban di simulados el clima, el aire y la atmósfera para los individuos y los grupos, antes de que por sus explicaciones atmoterroristas, por una parte, y por sus desarrollos meteorológicos y técnico-climáticos, por otra, se convirtie ran en objetos de preocupación moderna por el medio ambiente? ¿En qué escondrijo, en qué pre-concepto se ocultaban las culturas humanas, antes de que los hombres de mar y los etnólogos las catalogaran, y los teóricos del sistema, de la guerra y del estrés las explicaran funcionalmente? Los se res humanos mismos, en definitiva, ¿cómo interpretaban su exposición a los climas de la «naturaleza», antes de que tomaran conciencia de que son, hasta en sus más íntimas disposiciones, «pupilos del aire» y criaturas de efectos invernadero? 191Y finalmente: ¿dónde estaban los sistemas de in munidad antes de que la aurora explicativa del siglo XX los colocara al al cance de la vista de las nuevas ciencias de la vida y en el primer plano del autocuidado médico?
A primera vista, estas preguntas parecen extravagantes y de un tono in genuo innegable. No obstante, son legítimas y teórico-científicamente pro ductivas mientras inciten a dar cuenta de la estancia de seres humanos en una res publica, cohabitada por productos de explicación, de una manera más explícita por su parte. Con este compromiso no se decide nada de an temano sobre si se encontrará una respuesta adecuada a ellas; cierto es só lo que las dos respuestas acostumbradas a la pregunta por los modos de ser de lo descubierto antes del descubrimiento no sólo son insatisfactorias, si
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no decididamente falsas: la primera respuesta proviene del idealismo (trans cendental y constructivista), que afirma que las cosas descubiertas no po seían ningún tipo de preexistencia antes de su percepción por una con ciencia y de su expresión en un discurso. El error de esta tesis se basa en sugerir que sería lícito entender el supuesto clásico de la identidad de ser y percepción como dependencia absoluta de los objetos de un sujeto pen sante. De ahí no queda lejos el absurdo hipnótico del idealismo subjetivo, según el cual, a objetos de los que se aparta ocasionalmente un observador humano les falta también su ser como tal. El error complementario se en cuentra en la segunda respuesta, que plantea una preexistencia, objetiva e independiente del conocimiento, de lo descubierto antes del descubri miento, representándose el ser de la cosa como algo de lo que puede abs traerse fácilmente, sin que su consistencia pierda lo más mínimo, el hecho de ser percibida por una inteligencia. En esta concepción, cercana al ejer cicio cotidiano de la ciencia, el objetivismo de una ontología insuficiente celebra éxitos engañosos: según ella, lo existente es siempre terminante mente así y sólo así como subsiste «en sí mismo» antes de toda percepción, mientras que al pensar le toca el papel de un añadido contingente, que podría no intervenir de igual modo -como, evidentemente, es el caso an tes del descubrimiento de una cosa- y que se vuelve sospechoso, además, por la susceptibilidad de error y la versatilidad de las interpretaciones. Aquí es el descubrimiento el que supuestamente puede faltarle a lo des cubierto, sin que esto se vea perjudicado en su propia plenitud. La si metría de ambos sofismas está clara: mientras que el error del primer tipo consiste en exagerar conciencial-absolutistamente el descubrimiento de lo descubierto, lo equivocado del segundo tipo se muestra en el hecho de que minusvalora objetivistamente el descubrimiento, como si a una entidad o «substancia» existente por sí misma no le afectara cuándo, dónde y cómo se incorpora a un saber y bajo qué formas simbólicas y vecindades lógicas cir cula en una sociedad de asimiladores de conocimiento.
La única salida del dilema de tener que elegir entre errores alternati vos está en la demostración de que hay abierto un tercer camino. Demos traciones de ese tipo se encuentran en diferentes trabajos, de los que que remos citar dos, que parecen muy encontrados en la superficie, pero que por su estructura profunda muestran semejanza: por una parte, las contri buciones de Bruno Latour a la investigación científica, de las que procede el impulso a un movimiento epistemológico en pro de los derechos de los
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ciudadanos, cuyo objetivo es naturalizar los objetos técnicos y los simbio- nes animales en un espacio constitucional ampliado, con el fin de crear una república que, junto con los actores humanos, reconozca, por fin, también los artefactos y los seres vivos como conciudadanos que cumplen ontológicamente con todos los requisitos192; por otra parte, las meditacio nes de Martin Heidegger sobre una nueva determinación de la «esencia de la verdad», consideraciones que toman como punto de partida la palabra griega alethéia, no encubrimiento, no ocultación, interpretando que alude a la incorporación de lo oculto al lado diurno de lo existente.
La originalidad de Latour en la apertura de su tercer camino entre idealismo y realismo se muestra en su atención a los rituales de tránsito, por los que nuevos hechos, descubrimientos, inventos, teoremas y artefac tos científicos se introducen en el entorno que les sirve de «cultura hos pedante». Cuando se habla de la «introducción» de lo descubierto en el environment cognitivo o de la incorporación de nuevos hechos en comunas ya existentes, no hay que reforzar la idea de que una entidad autónoma, la levadura de ácido láctico pongamos, en un punto totalmente discrecional del tiempo sea arrebatada de su preexistencia e incorporada a la multitud de cosas conocidas o admitidas por las conciencias humanas. En este caso, el papel de Pasteur habría correspondido nada más al de un oficial de en trada de aduanas, que hubiera tenido que examinar si estaba en orden el pasaporte de las cosas nuevas que había encontrado; si se manifestara, al hacerlo, que el fermento de ácido láctico es una entidad objetiva y no una quimera, nada se opondría a su recepción en el reino de los hechos acre ditados. En realidad, la función del descubridor es mucho más activa y compleja, puesto que, mediante sus conjeturas, sus observaciones, sus ma nipulaciones, sus descripciones, sus ensayos y sus conclusiones, conforma primero la «cosa» que va a descubrir, de modo que su descubribilidad pue da resultar virulenta como entidad autónoma o efecto delimitable. Según Latour (que se remite a Proceso y realidad de Whitehead), el descubridor, reconocido más tarde como tal, es un manipulador y co-productor de «enunciados» o mejor de «propuestas» (propositions), de las que puede emerger el futuro descubrimiento, no alguien que meramente constata o encuentra hechos descontextualizados193. Descubrir no significa retirar de un golpe el velo que cubre a un objeto acabado preexistente, sino desple gar el estado propositivo o problemático en el que se encontraba implicite la «cosa» antes de su nueva formulación, mediante una articulación más
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amplia, y, de ese modo, tejer una red nueva y más compacta entre la enti dad articulada, otras entidades, la ciencia y la sociedad.
El concepto de articulación de Latour se aproxima mucho, en ciertos aspectos, a lo que en el contexto de lo expuesto hasta ahora se ha llamado explicación. Tanto una como otra se encuentran en el límite entre signifi cados teórico-científicos y ontológicos. Un mundo en el que son posibles articulaciones o explicaciones no es ni la totalidad de cosas mudas ni el conjunto de los hechos comprobados o no comprobados, constituye, más bien, el horizonte agitado de todas las «propuestas», en las que se ofrece a la advertencia humana algo existente, posible y real, de modo preposicio nal o provocativo. En cierto modo, la materia del ser se presenta desde él mismo en forma de propuesta, se podría decir, incluso, en forma de re proche, si se entiende la expresión reproche [Vorwurf] desde el verbo grie go probállein (arrojar, reprochar), de la que se deriva el nombre de proble ma. En problemas, las cosas hablan a la inteligencia; en propuestas, se abren a la participación humana. Por presión de relevancia proporcionan alas a la creatividad. Como no-hablantes, las cosas, estados de cosas, natu ralezas sólo pueden aparecer si, y en tanto que, antes han sido reducidas al mutismo por un intelecto que se reserva el lenguaje para él. El modo originario de la dación de cosas es su interés para otro: el uno importa al otro; lo existente está sumergido siempre en un baño de relevancia en el que se mueve junto con inteligencias.
El modo de consideración ontológico-problemático -ser significa pro- poner-se- ofrece, en principio, la ventaja de no dejar ya en absoluto que se abra el supuesto abismo entre las palabras y las cosas, en el que desapa reció tanta inteligencia metafísicamente comprometida en intentos super- fluos de franquearlo. Si el mundo es todo lo que es el caso, y el caso es to do lo que se propone o todo lo que reprocha a una simpatía cognoscente, entonces hay que entender el descubrir como despliegue de una pro puesta, en el que se alcanza un mayor grado percibible de articulación. Lo mismo expresa la metáfora del pliegue: donde hay un pliegue o algo en rollado puede aplicarse un despliegue o un desenrollamiento (explicare). Pliegues son propuestas o proposiciones a las que se aplica una explicita- ción. El pliegue percibido alude a un interior plegado que aún no ha sido desplegado. Latour, optimista respecto de la ciencia y democrático radical, explica sin vacilación: «Cuanto más articulación, mejor»194. Las articulacio nes desarrollan las vecindades entre propuestas. Las cosas nuevas descu
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biertas o inventadas son articulaciones en medio de articulaciones sobre un trasfondo compuesto de propuestas: despliegues en un pais¿ye com puesto de despliegues frente a un panorama de pliegues.
¿Cómo habría que valorar, pues, el nuevo elemento, descubierto por Pasteur, en la república de los seres humanos, de los teoremas y de los ar tefactos? La información de Latour es convivial y civil: «El fermento de áci do láctico existe ahora como unidad discreta, porque entre otras muchas entidades está articulado ahora en otros tantos entornos activos y artificia les»195. En esta afirmación aparece una clara variante del institucionalismo, que proporciona validez a la idea de que los descubrimientos y los inven tos han de ser socializados y contextualizados como prácticas de segundo grado, para que consigan la «estabilidad propia», descrita por Amold Geh- len19r’, de las cuasi-instituciones aptas para vivir en ellas. Precisamente del saber moderno vale, como ya señaló D’Alembert, que ha «adquirido una función social»: «constituye el aire respiratorio al que debemos la vida»197. Investigación científica es un título decente para una filosofía serena de un mundo poblado por productos de explicación. Ofrece una de las te orías más adecuadas de la Modernidad en tanto que saca de quicio el mi to de la Modernidad198.
Consideraciones comparables, aunque de tono completamente dife rente, son los análisis sobre la «esencia de la verdad» dados a conocer por Heidegger. Estos hubieron de adoptar una tonalidad más oscura desde que Heidegger creyó ver, ante todo, en el fenómeno que Latour llama ar ticulación, una invasión, generadora siempre de violencia, de la voluntad de saber en la naturaleza, reducida a mero recurso. Según él, ciencia y técnica tienen por sí mismas el carácter de un atentado al ocultamiento. El guiño decisivo para el desarrollo de ese modo de ver las cosas lo reci bió Heidegger de la palabra griega para verdad, alethéia, que tradujo por des-ocultamiento, desde un punto de vista acertado, seguramente, ya que parece coherente analizar la expresión como un compuesto de la pala bra lethe, encubrimiento, ocultamiento, olvido, y del prefijo negativo a-. Según esto, el concepto estaría basado en la idea de que «verdadero» es -o mejor, entra en el ámbito de la verdad como- aquello que desde el encubrimiento, ocultamiento, olvido «viene hacia acá» al descubrimien to, desocultamiento, recuerdo.
La verdad no se funda como verdad sólo por el juicio que determina una proposición como verdadera o falsa, si no que una apariencia, una propuesta, un fenómeno-pliegue emerge al
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ámbito de lo patente y provoca el juicio (que, por naturaleza, puede ser también falso), mantiene en movimiento el acontecimiento de la verdad. Se podría asociar con esto el dictum de Whitehead: «[. . . ] en el mundo real es más importante que una propuesta (proposition) sea interesante que ver dadera. La importancia de la verdad consiste en que incrementa el in terés»19. La verdad, polivalente en principio, acontece en el desoculta- miento y la expresión a la vez. Por eso, siempre es también un tránsito desde la falta de interés o desde el pre-interés al interés actual.
La verdad no sólo es, pues, una propiedad de frases expresadas, que pueden denominarse verdaderas si y sólo si «en lo real» fuera «efectiva mente» el caso lo que se afirma o «figura» en las frases; más bien sucede que la physis, según esa interpretación, representa un acontecimiento au- topublicista, en cuyos comunicados están implicadas las inteligencias per ceptivas y conformadoras de frases. No hay por qué dejarse intimidar por el modo de habla alegórico: cuando se habla de la naturaleza como de una persona activa, siempre se suponen procesos mediales. La idea puede re formularse así: en su aparición, la naturaleza se da a entender a sí misma, reparte guiños, muestra una imagen de sí, se deja ver y escuchar, se mani fiesta en su abrirse, en su sonar. Con la reserva que se acaba de hacer, podría decirse que la naturaleza es una autora que publica en su propia edi torial (aunque para ello tenga necesidad, ciertamente, de lectores huma nos). Comprensiblemente, esta interpretación del acontecimiento de la verdad se contrapone a la dogmática dualista de la era metafísica, inaugu rada por Platón y otros postsocráticos, y de sus herederos tecno-científicos, en cuya opinión la naturaleza -como lo existente en su totalidad- se pre senta como un bloque de cosicidades mudas, libres de sentido, alejadas de los signos. Desde esa perspectiva, sería el espíritu humano, solo, quien, en posesión de su monopolio de lenguaje, donación de sentido e interés, abordaría como acercándose desde fuera la masa natural indiferente y la obligaría a entregar sus secretos.
La ironía trágica de esta fallida interpretación del conocimiento de la naturaleza, hecha tanto por la metafísica como por sus continuadores en las tecnologías y ciencias naturales modernas, consiste, según Heidegger ahora, en que sus conceptos extremamente reduccionistas, empobrecedo- res y desfiguradores del acontecimiento de la verdad tuvieron tanto éxito que, del mismo modo que una profecía autoverificante, fueron determi nantes durante más de dos milenios de la cultura europea de la racionali-
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Ampliación del dorso de una mano.
dad. Ese espacio de tiempo tendría la misma extensión, pues, que la era del olvido del ser. Recuérdese que un parecido modo de ver las cosas se manifestó con el enunciado: «El todo es lo falso», que, dado la vuelta histó ricamente, significa: también lo falso tiene, pues, su antigüedad. Quien quiera localizar sus inicios, para retroceder a situaciones no desfiguradas antes de ellos, tiene que ocuparse de la deformación que hizo Platón de la verdad al convertirla en «idea» o, más atrás aún, del desdoblamiento de Demócrito de la realidad humana en cuerpo y alma. Descripciones fallidas de esta magnitud superan, como vio Heidegger, la capacidad designativa del concepto usual de error; obligan al observador a acudir a expresiones como «destino», quizá incluso a «fatalidad»20.
Cuando se trata de localizar el drama de la explicitación de atmósferas y sistemas de inmunidad en la historia de ideas y catástrofes del siglo XX, podrían resultar de nuevo atractivos los puntos de vista de Heidegger so bre la génesis de lo patente. Como se ha hecho notar, el pensador hizo que la manifestación de lo manifiesto surgiera originariamente de una au- topublicación del ser, y como editorial de la publicación cita la Lichtung. Ciertamente, Heidegger, a lo largo de sus meditaciones, tuvo que llegar a darse cuenta de los límites de esa comprensión de la verdad, porque a él, al contemporáneo de las guerras mundiales y de la tecnificación del mun do, no podía escapársele lo poco que podía emprenderse aún a la vista de la situación moderna, con el concepto temprano-griego, reconstruido en su sentido, de un mundo de fenómenos autocomunicativo y autoocultan- te. Ante ese atolladero, eligió la salida de interpretar como una nueva «ar timaña» del ser mismo el hecho de transferir la autorrevelación del ser co mo naturaleza a una puesta en evidencia forzada de lo existente mediante investigación y desarrollo; lo que, naturalmente, ofrecía la ventaja de de
jar abierta la posibilidad de un nuevo cambio de artimaña, con respecto, esta vez, a verdades primarias de la nueva-vieja Grecia, aunque con la con traprestación de no poder formular ya un concepto positivo de investiga ción científica y civilización técnica, por no hablar ya, por el momento, de la sobreinterpretación fatalista de la historia que acontece.
Seguro es, en cualquier caso, que en la realidad recompuesta por la praxis ilustrada la iluminación artificial cubre a la autorradiante. Lo que a la manera moderna se considera «patente» o desplegado en la superficie ya no es en ninguna parte la naturaleza, abriéndose por sí misma, que muestra lo que muestra y esconde lo que esconde. El desocultamiento mo-
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demo tampoco es ya la luz cotidiana gris-cálida sobre un ambiente cam pesino-artesano, en el que el existente, protegido por hábitos, sabe orien tarse, porque siempre, y sólo, se topa con las cosas y los seres vivos dentro de su propio radio de acción. En el mundo técnico lo no-patente se con sigue que aparezca a la vista mediante una ruptura organizada de la laten- cia; o, gracias a un movimiento análogo, con ayuda del diseño y de la téc nica de presentación se lo saca de la no-evidencia a la percibilidad artificial y de la no-manipulabilidad se le coloca en una segunda manejabilidad. El saber producido por la investigación y el invento es saber de luz de neón. En lugar del autoclaro del ser aparece el claro obligado de lo «dado», en lugar de la percepción orgánica la observación organizada. Bajo tales pre misas es inimaginable que los seres humanos pudieran volver alguna vez a implicarse en un «acontecimiento de la verdad», en conexión con la vieja naturaleza, con su «abrirse», su «dar a luz», su ocultar y retroceder a la ina pariencia: un acontecimiento en el que las cosas muestren por sí mismas, no forzadas, qué y cuánto dejan ver de sí mismas, para guardar el resto os curo como su secreto.
La modernidad de nuestra situación se muestra en el hecho de que el desocultar, el revelar, el expresar se ha puesto al frente de una ofensiva sis temática contra lo oculto y olvidado. Arrancar una manifestación a la la- tencia e instalar en primer plano el trasfondo del mundo para desplegar lo en utilizaciones prácticas: éste parece ser el apriori más importante de la civilización moderna, que, por eso, puede llamarse sociedad del saber por motivos más profundos que los declarados normalmente. El derecho humano a desvelar la naturaleza y reconstruir la cultura se presupone tan obvia y tan super-obviamente, que ninguna declaración de los derechos del ser humano ha considerado necesario hasta ahora hacerlo explícito. En ninguna parte viene esto formulado con mayor claridad que en el dic- tum de Heidegger: «La técnica es un modo de desocultamiento»; una pro posición, que, aunque expuesta con la calma de la penetración compren siva en un enorme estado de cosas, se reserva la decisión de si quiere ser entendida aún como diagnóstico o ya como advertencia. Desde ella habla la inquietud porque la invasión organizada de lo oculto se manifieste cre cientemente como una «fatalidad», más exactamente: como un estado de causa de injusticia aletheiológica. Lo que comienza como un management ilustrado de la realidad acrecienta el riesgo de la desgracia causada por el saber. Por la indicación persistente de que la técnica es esencialmente de-
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socultamiento o explicación -más claro: un modo de aplicación de vio lencia quebradora de latencia- se desaconseja seguir contando la explota ción a gran escala del descubrir, inventar y publicar como la historia festi va del progreso humano del conocimiento, tal como acostumbra a presentarse él mismo desde el siglo XVIII hasta nuestros días, aunque a lo largo del siglo XX se hayan entremezclado algunos tonos escépticos en esas narraciones progresivas. La investigación, como trabajo sistemático de des pliegue de lo no descubierto, ha de llevar, según Heidegger, a una mal- comprensión cada vez más profunda del ocultamiento.
Considerado desde este punto de vista, el acontecimiento fundamental secreto del siglo XX es la catástrofe de la latencia. Sus resultados más lla mativos son la potencia nuclear instrumentalizada, los sistemas de inmu nidad puestos de manifiesto, el genoma descifrado y el cerebro al descu bierto. A la vista de estas magnitudes, los compañeros de juego de la civilización técnicamente desocultante son confrontados con lo mons truoso, que, tras la ruptura de la latencia, se instala dentro de la armonía de la realidad. Después del 6 de agosto de 1945 Elias Canetti escribió en sus Anotaciones:
Qué bendición que no nos abrasaran desde siempre las posibilidades que no sospechábamos. [. . . ] Ha triunfado lo más pequeño. . . El camino a la bomba ató mica es filosófico201.
Fin del excurso
¿Dónde estaban, pues, los sistemas de inmunidad antes de su «descu brimiento»? ¿En qué plegamiento estaban encerrados antes de que la ar ticulación bioquímica los liberara e incorporara al espacio de realidad de los conocimientos y prácticas contemporáneos? ¿En qué propuesta, en qué proposición se demoraban antes de su debut en el escenario moder no de la ciencia? ¿En qué nicho del olvido permanecían ocultos? ¿Bajo qué máscaras confirmaban el dicho de Heráclito de que a la naturaleza le gus ta ocultarse: pkysis kryptestai phílei, a esa misma physis que, por lo demás, nos interpela mostrándose, dándosenos como abierta? 201’ ¿Llevaban los siste mas de inmunidad, esos servicios de seguridad y agencias de autoafirma- ción organísmica, social y política, una existencia pre-explícita bajo las
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concepciones populares de robustez y salud, a las que va unida desde el co mienzo la idea de que sólo su destrucción conlleva, retrospectivamente, la conciencia de su plenitud y reclama su recuperación total? ¿Se ocultaban en las intuiciones del derecho primitivo, que desde tiempos inmemoriales permitió tanto a la vida deteriorada como al honor herido el gesto de la autodefensa y aprobó el restablecimiento de un estatus deteriorado? ¿Es taban implicite enjuego, cuando los seres humanos temían la venganza de los dioses en cuanto veían vulnerado el protocolo en las relaciones del más acá con el más allá? ¿Estaban presentes en los rituales de defensa frente a los demonios o de bendición de edificios y terrenos, por los que espacios delimitados fueron dedicados a sus espíritus protectores, rechazando a los demás ocupantes mágicos potenciales? ¿Estaban implícitos en la imago del sagrado principio monárquico germánico, según el cual se había concedi do al dignísimo príncipe una plétora de carismas: el poder de la victoria, la fortuna de la cosecha, la afabilidad y generosidad del jefe, la amplitud de miras de la previsión, el esplendor de la ambición, la presencia trans misora de salud? ¿Podemos pensar indirectamente en efectos sistémico-in- munizadores cuando al dios de los luteranos se le cantó como un castillo firme y como un buen arma y defensa? ¿Nos sirve aún de ayuda el dato eti mológico de que la palabra romana inmunis no significaba otra cosa al co mienzo que «liberado de impuestos y tributos» (¿una temprana manifes tación de falta de solidaridad? ), además de poder referirse también a una persona liberada del servicio militar: un trasfondo sobre el cual se formó el sentidojurídico posterior de inmunidad como no-incriminación de per sonas en cargos políticos?
Si sólo se concibe la idea de la existencia de sistemas de inmunidad se gún su actual articulación bioquímico-médica hay que contestar negativa mente a todas esas preguntas en su conjunto. En ninguna de las dimensio nes nombradas van envueltos sistemas de inmunidad en el sentido limitado de la palabra. En ninguna parte puede hablarse de un combate interno en tre invasores microbianos y anticuerpos propios del sistema; en modo al guno describen los fenómenos citados las operaciones de una dimensión endocrinológica reguladora. No obstante, el fenómeno explicitado de la in munidad bio-sistémica proyecta una larga sombra en el pasado: el campo de las representaciones de integridad, humanamente relevantes, incluye una plétora de «propuestas» de cómo dar forma conceptual, operativa y ri tualmente a las luchas en pro de estados de orden y totalidades vulnerados.
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Ya el pensamiento premetafísico conoce una especie de ontología del límite, que va estrechamente unida a una ética de la defensa. Aquí apare ce a la vista un concepto preterritorial de límite, que concierne íntima mente al fenómeno inmunidad: lo que hay que garantizar no son líneas demarcativas de trozos de terreno y dominios de suelo, sino comunidades de animación y energía, compuestas, claramente, por un ámbito nuclear y por una periferia vulnerable. El pluralismo espontáneo de bosquejos pre- metafísicos de imágenes de mundo cuenta en sus campos con una plura lidad de «sujetos de energía» o «existentes» individuales -ambas son ex presiones impropias por naturaleza, formuladas originariamente ya por la metafísica posterior-, entre los cuales hay en marcha luchas inacabables por el reparto. Y, a pesar de que esas manadas de fuerza o energía se im plican unas en otras en un entorno mucho más amplio de lo que sería pro cedente en el cosmos de esencias posterior, regulado por un estatuto on- tológico, donde cada «cosa» está colocada en su «lugar» para acreditarse a sí misma, aquí se percibe siempre un permanente drama de delimitación.
La interpretación premetafísica del mundo dispone de una concep ción ontológico-guerrillera de mundo, como ataque y defensa. Aquí no existe aún ninguna gran enmarcación del todo, dentro de la cual cada par ticular ocupe su lugar bajo un logos dominante. Realidad es, más bien, un patchwork compuesto de microdramas, una fluctuación de escaramuzas en tre una plétora de unidades móviles. Las intensidades del ataque y las de la defensa se devuelven unas a otras constantes embites, invasiones y ex pulsiones: una guerra montaraz, oscilante sin fin entre un lado y otro, de las energías. Por eso la ciencia, bajo estos presupuestos, sólo puede tomar forma como gaya ciencia de las listas de guerras entre manadas energéti cas. En ella preexiste -en caso de que se le conceda una preexistencia- la concepción no formulada de inmunidad, replegada en la atención que se presta a la capacidad de lucha de una fuerza o energía. En un mundo así descrito no puede haber aún ningún depósito central del saber, interesa do en generalizaciones. Si, a pesar de todo, en esas circunstancias sejun tan varios saberes para mostrarse y potenciarse, es sólo en eventos agonales como certámenes de magos y pugnas de cantantes: formas que supervivie ron entre los griegos hasta la época de la tragedia.
Desde la aparición de las imágenes metafísicas de mundo, hace dos mil quinientos años, con las que, según Weber, Spengler, Jaspers y otros, sea con razón o sin ella, se asocian conceptos como alta cultura y alta religión,
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el asunto de los predecesores del sistema de inmunidad pasa de las mana das de fuerza combatientes a almacenarse en un ámbito interior de viven cias, que comienza a describirse con el nombre de psyche. Cuando se habla de alma en sentido metafísico ya se ha producido un cambio de motivo en la interpretación de las fuerzas interiores de defensa y afirmación. Si los puntos de vida locales o «sujetos de energía» conseguían afirmar antes su terreno frente a invasores gracias a su capacidad de defensa y de contraa taque, desde ahora son, más bien, constantes formales inmanentes las que dan fuerza a las así llamadas almas en la guerra de fronteras con almas ve cinas y con lo no anímico. Con el concepto psyche y sus traducciones se en contró la propuesta, de mayor repercusión para la forma de latencia in- munológica en la era metafísica. Implicaba la conversión de fuerza defensiva en conservación de la forma: no en vano el primer atributo del alma en este régimen es el de «inmortal», una expresión a la que sólo se le aprecia en sujusto valor cuando se escuchan resonar simultáneamente en ella connotaciones como «indeformable» o «incorruptible». Provisto de esa cuota interior de estabilidad, el homo metaphysicus consiguió hacer fren te a los riesgos existenciales de su condición mundana: más expansiva e intrépidamente de lo que jamás había logrado un animista en sus escara muzas locales. Esta es, pues, la prestación inmunológica de la forma psí quica bien entendida: poseer y dar inmortalidad. Sólo por ello ayuda a los individuos a conseguir superioridad sobre los escenarios de sus lazos rela tivos.
Por eso le corresponde a la verdad, tal como la entienden los filósofos, los primeros inmunólogos del ser, un valor tan sobresaliente en la historia de la metafísica: porque aletheía, desvelamiento, desocultamiento, de acuerdo con su estructura profunda, es lo mismo que inmunitas, falta de compromiso, falta de enredo en los destinos y tareas (muñera) comunes de los mortales, por eso ha de considerarse (por sus pocos conocedores) co mo el bien supremo. Según ello, descubrir la verdad significa captar el fun damento no-cotidiano de la invulnerabilidad de la vida. Porque la verdad permanece verdadera, incluso allí donde es malentendida o impugnada, por eso los sapientes participan de su estabilidad trascendente. Es desde aquí desde donde hay que explicar los presupuestos que permiten elevar el concepto de Dios a alturas supra-racionales. Dios es desde entonces el nombre para la solución de un problema, al que no pueden hacer frente los intelectos humanos: ¿cómo ha de estar constituido un sistema de in
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munidad universal que actúe a la vez como sistema universal de comuni dad? Se entiende ahora que esa pregunta ponga en claro la estructura pro funda de la fórmula «Dios y el mundo». Sólo Dios puede saber cómo sería compatible la salvación (o inmunización) de todas las cosas (en Dios) con la convivencia real de las cosas (en el mundo, el escenario de su mutua des trucción). Quien busca un concepto exacto de optimismo encuentra aquí la definición: optimista es el supuesto de que hay un ser trascendente así.
Todavía Goethe, en su verso de la «forma acuñada, que se desarrolla vi viendo», se atuvo, haciendo profesión de ella, a la creencia en la solución del enigma de la inmunidad: la resistencia de la forma es la que se encar ga de que ningún tiempo ni ningún poder sean capaces de hacer pedazos lo que está acuñado desde la eternidad como forma y aparece en lo tem poral; palabras originarias, aristotélicas. Por la conversión de fuerza de fensiva en seguridad formal surge el nuevo arquetipo del sabio yjusto, que consigue acceder al optimum inmunitario gracias a la consumación aními ca formal. Integer vitae scelerisquepurus / non eget Mauris iaculis ñeque arcu. . rm Quien es íntegro de vida y está libre de delito no necesita venablo moro ni arco: en esta línea de Horacio viene expresada para toda una era una idea de inmunidad como no agresividad social y no contaminación con delitos. El sabio, como el lógicamente consecuente y morfológicamente justo, se alegra de un poder-ser sin armas por pura correspondencia con las dotes formales del alma. Integridad significa ahora consumación formal'04.
Que esto no puede ser entendido por un concepto de forma moderno, desinflado en un esquema vacío, sino en el sentido de una concepción ple- romática de forma, como substancia del poder-ser-total de una cosa o de un estado de vida, se muestra, por lo demás, también per analogiam, en la expresión jurídica romana integrum, que designa el estado invulnerado de una unidad de vida amparada por el derecho. Conforme con ello, la tarea de la administración de justicia de tipo romano y de la vieja Europa es te rapéutica, en tanto que se preocupa de la defensa frente a lesiones y del restablecimiento de la integridad de «cosas», por lo que el proceso de in demnización por daños y peijuicios representa la tramitación jurídica par excellence de los tribunales romanos. El derecho romano, sin embargo, no cuenta tanto con las funciones totalizadoras o integradoras de la «forma», que más bien se quedan en un motivo de los discursos de estilo filosófico- griego, como con aquellas del ius civile, de aquel privilegio que garantiza ba a los ciudadanos libres romanos, y a los elevados a esa misma categoría
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en el Imperio, una vida bajo la protección de las formalidades de un de recho procesal desarrollado. No es casualidad que, con su civis romanus sum, san Pablo reclamara para sí en un momento crítico las prestaciones de inmunidad del procedimiento jurídico romano (con el resultado de que su proceso capital fue trasladado a Roma y llevado allí hasta el final).
La conformación más amplia y radical del concepto de alma la encon tramos en la concepción de alma del mundo, tal como la formuló Platón en su diálogo tardío Timeo. Representa la figura suprema entre las pro puestas antiguas de articulación de estados de cosas inmunológicamente relevantes. Quien habla de alma del mundo eleva al nivel supremo la in formación sobre los principios de la defensa espiritual y de la resistencia frente a las pérdidas de sentido y forma. De esa concepción puede dedu cirse cómo contribuye a la integración y protección de lo animado el con cepto metafíisico de alma. Según la narración del sabio Timeo, en la crea ción del mundo el demiurgo se deja guiar por la consideración (bgismós) de generar un producto que, a causa de su composición y forma perfectas, no caiga en ningún tipo de corrupción:
Por ese motivo y desde esa consideración construyó, pues, este mundo como un único todo, compuesto él mismo, a su vez, de todos, y libre, por ello, de vejez y enfermedad. [. . . ] A aquel ser vivo, que había de contener en sí todo lo demás vi vo, ciertamente tenía que corresponderle también una figura, que incluyera en sí todas las demás figuras. Por eso también lo torneó en forma de esfera [. . . ] por fue ra lo hizo completamente liso alrededor, hasta en el más mínimo detalle [. . . ] y no necesitó de ojos, ni de oídos, pues, fuera de él, no había quedado nada visible, na da audible; asimismo, tampoco hubo aire que le rodeara aún y que aún necesitara respirarse. . . *’'’
La construcción del cuerpo perfectamente redondo del mundo fue so brepujada por la añadidura del alma del mundo, de la que se dice que fue implantada en el centro del cuerpo del mundo, y que penetra el todo en toda su extensión y reviste también por fuera el cuerpo del mundo. De es ta última indicación se sigue que no es el alma la que está en el cuerpo, si no el cuerpo en el alma, ya que siempre lo continente es más distinguido que lo contenido206. Por su contextura interna, el alma, compuesta aritmé ticamente, ocupa el punto medio entre la naturaleza de lo «mismo» (taú- ton) indivisible y la «de lo otro» (héteron)>supeditado a la divisibilidad pro
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pia de los cuerpos. Gracias a esa posición central el alma del mundo posee capacidad de asimilación hacia ambos lados: puede toparse con lo mismo indivisible, siempre inalterable, o con lo otro divisible, lo sensible y en de venir: tanto a uno como a otro puede recogerlos en sí y, por su participa ción correspondiente en ambos, informar con verdad de aquello con lo que entra en contacto.
El alma del mundo platónica representa un médium perfecto del cono cimiento, que constituye, a la vez, el perfecto sistema de inmunidad, pues to que, por su naturaleza compuesta, es capaz de absorber sin dejar resto las dos «informaciones» primarias: mismidad y otreidad junto con sus de rivaciones y mezclas. Sea lo que sea con lo que «se tope», siempre está en ella preformado y en cierto modo sabido de antemano; así pues, nada pue de extrañarla ni herirla. Su contribución inmunológica consiste en que está antes de cualquier información, de cualquier invasión, de cualquier trauma; está liberada a priori de la presión de tener que rechazar a un po sible enemigo, porque no puede sufrir nada de fuera de lo que no dis ponga ya en su propio programa. Mientras que en el autismo de los mor tales normales una «fortaleza vacía» se blinda frente a lo exterior, el exquisito autismo del alma interpretada metafísicamente tiene las propie dades de una fortaleza llena. Si algo quisiera introducirse en ella -¿pero vi niendo de qué exterior? -, ya está contenido en ella. Platón pone en con cepto o en imagen, con sublime precisión, el fantasma de una inteligencia viviente, que para su receptividad y sensibilidad ya no tendría que pagar durante más tiempo el precio de ser vulnerable, deformable, destruible: «alma del mundo» significa una sensibilidad que, extensamente autosen- sible, se dobla sobre sí misma, excluyendo toda «información» externa, po tencialmente molesta o heterónoma. Como el cuerpo del mundo ha de ser perfectamente liso en su superficie, porque subsiste sin entorno, indepen diente de un exterior, y no conoce metabolismo alguno, así, el alma del mundo puede circular exclusivamente en sí misma, porque, a causa de su saciedad de toda identidad y toda diferencia, no necesita aprender nada, o, en todo caso, sólo un estímulo externo para la actualización del recuer do. Como un sistema bioquímico de inmunidad, que acabara con todos los agentes patógenos porque llevara en sí programas de reconocimiento y neutralización para cada uno, el alma del mundo se las arregla con toda experiencia porque, por su completa provisión con las protoimágenes de lo mismo y de lo otro, es anterior a toda novedad. Es la perfecta instalación
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cognoscitiva, que reduce todo lo aparentemente nuevo a algo conocido. La mirada retrospectiva a la explicación metafísico-formal del alma en su figura suprema psicocósmica es instructiva porque de ella puede dedu cirse lo que en este orden de cosas se espera de las almas de formato su bordinado, de las almas de los pueblos, ciudades, municipios y familias y, last but not least, de las almas individuales. Alma del mundo es el título de una superinmunidad, participar en la cual otorga una amplia garantía de integridad a los individuos; con la precariedad de la restricción de que el efecto protector de la forma psíquica nunca se puede ampliar a la parte in consistente de la existencia, a la dimensión del cuerpo y de la vivencia. Co mo es sabido, la inmunidad platónica se limita al «reino del espíritu», mientras que los cuerpos frágiles, perceptores, sólo transitoriamente -el tiempo de permanencia del alma- se mantienen en forma. La filosofía platónica aparece, en consecuencia, como una escuela de la separación, en la que la diferenciación de lo consistente frente a lo pasajero se ejerci ta de antemano. Por eso Sócrates, sin ironía, puede sentar cátedra dicien do que lo que ha de procurar el filósofo es estar ya tan muerto en vida co mo sea posible207. El morir es un análisis-disolución de la unidad, ligada corporalmente, de mismidad y otreidad, con el objetivo de devolver la par
te de mismidad al reservorio inmortal de formas puras.
Reconocemos retrospectivamente que el interés metafísico por lo in
mortal fue una de las figuras de implicación de la preocupación posterior por una inmunidad técnicamente moldeada y reconstruida, en tanto que en el proyecto metafísica aparece la aspiración a proteger la vida frente a lo contrario a la vida de la vida misma. El refugio en la forma buscó ayuda frente a lesiones y deformaciones inseparables del riesgo de la existencia, incluso dispuso lo necesario contra la finitud como tal. En la base de esta versión de la preocupación por la eternización de la vida (Heidegger, es timulado por Nietzsche, pretendió ver en ella, incluso, el resentimiento del negador contra el tiempo pasajero) estaba, evidentemente, la confu sión sublime de la vida con la forma: una confusión que dio impulso a la idea de que la vida sólo es vida porque participa de un registro superior, el del espíritu. No en vano se designó a éste como vida de la vida. Al ser humano sólo puede rescatársele de su caducidad si está protegido por una substancia que no puede morir, ya que está más allá de la diferencia entre muerte y vida. Basta afirmar la participación de lo vivo en ese estrato subs tancial para que sea posible concluir considerando la vida como un no-po
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der-morir. De ese modo era como había que llevar a término la operación inmortalidad.
Sólo podía tener éxito por un desvío metódicamente gestionado de la pregunta, si la vida eternizada es vida en un sentido plausible, o no suce de, más bien, que quien defiende eso sólo hace propaganda de un muer to sin nombre. Si se sigue esa sospecha gana plausibilidad el diagnóstico de que el «sistema de inmunidad» metafísico pone a su servicio un tipo es pecial de muerto, llámese espíritu, forma o idea, como defensa frente a la muerte y frente a todas las demás contingencias vitales, a riesgo de, bajo el pretexto de salvarla, poner por adelantado la vida en manos de su contra rio. El secreto de la metafísica ¿no estaba en la equiparación de las formas con la esencia de la vida? ¿Y no hubo de surgir de ahí un paravitalismo, que pretendió colocar la vida empírica bajo la protección de una vida su perior, aunque en realidad la subordinó a lo muerto o espiritual, exacta mente a aquello que no puede morir porque jamás ha vivido: al reino de los números, de las proporciones, de las ideas, de la formas puras (y de las simplificaciones mortales)? El paravitalismo atanásico dota al mundo de formas de experiencias de consumación y felicidad, tomándolas prestadas de la vida sensitiva pasajera y proyectándolas a la post-vida, como si fueran intemporalmente repetibles en otra parte elegida, liberadas de su reverso doloroso.
La concepción metafísicamente codificada de alma representó duran te milenios la propuesta más sugestiva, en la que se articulaba el interés por programas de anticorrupción para lo vivo perecedero. Fue el primer analgésico y antibiótico de gran alcance. Su fuerza estaba en la capacidad de admitir tanto las interpretaciones más populares como las más sutiles; su poder de alusión alcanzaba desde las representaciones arracionales de excitación y fuerza hasta el nivel de inteligencia de ángeles matemáticos. Por muy lejana que parezca de la idea moderna de un escudo endocri- nológico y una patrulla de anticuerpos, que circula por el organismo, es pecializada en la defensa frente a los microbios, el alma metafísicamente interpretada unía el nivel sensitivo-móvil de la vitalidad empírica con los servicios de defensa y mantenimiento de un nivel metavital de forma. Si la filosofía poseyó algún consuelo alguna vez, fue el que emanaba de los efec tos inmunológicos de tales consideraciones formales.
Pero no puede pasarse por alto que la idea de alma del mundo, por su planteamiento ético, representaba precisamente lo contrario de un siste
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ma de inmunidad individual: en el régimen metafísico los individuos son sometidos a una instrucción holística que les obliga a sacrificar su idiosin crasia y someterse al imperio de un plan general; la salvación sólo la traen aquí la relación con el todo y la entrega a lo envolvente. Por eso, una pro paganda omnipenetrante anti-egoísmo es constitutiva del orden metafísi co: porque el poder-ser-todo del individuo se piensa desde su participa ción en las formas y generalidades, los individuos caen de antemano bajo la sospecha de que quieren colocar ilegítimamente su yo por encima del todo. La metafísica protege más las totalidades frente a los deseos propios de los individuos, que a los individuos frente a sus contingencias vitales. Su pathos es ver la existencia exclusivamente bzyo el signo de la gran simbio sis. No quiere hacer fácil la vida a los individuos, sino la muerte. La idea de alma del todo hace propaganda de la superación de lo pequeño en lo grande, con las irresistibles connotaciones de sentido y calor, que provie nen de una concepción de organismo volcada a lo universal y a las que se añade el beneficio de un cierto pan-familiarismo. Cuando todo corres ponde con todo en un todo completo, también todo está emparentado con todo lejana-íntimamente. Es curioso que el hecho de que la pan-sim biosis, según su estructura profunda, significara una pan-tanasia consi guiera permanecer oculto durante tanto tiempo tras los efectos sublimes del discurso sobre la conexión universal de las cosas.
No se hace uno una idea apropiada de la dinámica de la nueva historia europea de las ideas mientras no se perciba su motivo fundamental encu bierto, que reza: la segunda oportunidad de Platón. Ya pronto, el pensa miento del Renacimiento respondió a los efectos, rompedores de la ima gen del mundo, de la nueva empiria: el viaje de Colón, el de Magallanes, la temprana globografía de la Tierra, la cartografización del mundo, la di sección del cuerpo, la química incipiente y la creciente construcción de máquinas, con una reanimación patética de la filosofía natural platónica y una recuperación del panorganicismo y pansiquismo antiguos. En conse cuencia, no ha existido nunca el muy citado «desencantamiento del mun do» por las ciencias modernas, al igual que su supuesto reencantamiento por los movimientos vitalistas y neorreligiosos; sucede, más bien, que en el decurso del pensamiento moderno estaban ensamblados polémico-copro- ductivamente, desde el comienzo, motivos mecanicistas y pansiquistas, y lo siguen estando aún hoy día.
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En el año 1612,John Donne, en su poema An Anatomy ofthe World, creyó tener que lamentar la muerte del alma del mundo. Se pensaba en el des vanecimiento de la devoción precristiana por el cosmos, que, incluso tras su hiper-remoldeamiento cristiano, pretendió ver en el universo un todo viviente. Ese poema elegiaco de lamento responde inequívocamente a los tempranos efectos de la mecanización. No obstante, con su canto de cisne al anima mundi, el poeta proporcionó la demostración performativa más poderosa de la vitalidad de lo lamentado. Ya en su tiempo, bajo diversos nombres, consiguieron honores modernos, en función crítica, los ele mentos cosmoteísticos de la interpretación griega de la naturaleza. Cuan to más avanzaba el desfile triunfal de la mecánica post-cartesiana y post- hobbesiana, con mayor firmeza tuvo aquélla que recurrir a su alternativa vitalista-panorgánica, que, por regla general, era claramente consciente de su pertenencia al sistema de parentesco de la doctrina platónica del alma del todo. La línea transcurre desde el renacimiento florentino de Platón del siglo XV tardío a los pansofos y magos de la época barroca del sabio uni versal y a los platónicos de Cambridge. Desde éstos se extiende esta sutil cadena hasta los panteísmos del tiempo de Goethe, así como hasta los flan cos romántico-filosófico-naturales del idealismo alemán, junto con sus bro tes posteriores en los sistemas mixtos de las interpretaciones especulativo- positivistas de la naturaleza, características del siglo XIX. Hay que hacer responsable a estas ramificaciones exitosas del platonismo popular de que a las almas bellas del tiempo de la Ilustración les salieran de los labios, co mo sinónimos, las palabras todo y alma. Pero era más que un modo de ha blar cuando Hegel, en la conocida carta a Niethammer, del 13 de octubre de 1806, se refirió a Napoleón diciendo que había visto al emperador -«esa alma del mundo»-, a un individuo, «que, concentrado aquí en un punto, sentado en un caballo, trasciende el mundo y lo domina»208.
Desde los impulsos de los panteísmos poéticos de 1800 y de las her menéuticas «sombrías» (por hablar con Fechner) de una naturaleza simpaté- tica con el todo, que florecieron entre 1810 y 1850209, se volvió a desarrollar, una vez más, en torno a 1900 un gran estado atmosférico, común a toda Europa, de tendencias animista-universales neoplatónicas y un organicis- mo popular-panteísta, en el que la palabra «vida» se presentaba como un credo lleno de arcanos de salvación. Sobra decir cuánto se hizo presente esta actitud piadosa ante la vida frente a su contraria, que nunca renunció a sus reivindicaciones. Manifestó con toda energía su desacuerdo con la
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nueva interpretación avanzada de la naturaleza, como recurso industrial y fuente de materia prima, que llevaba a cabo la imagen mecánico-capitalis ta del mundo. Ésta se había convertido prácticamente en la doctrina do minante desde que se la equiparó con una autoexplicación, altamente consciente de sus principios, del proyecto técnico-pragmático de mundo. Sintomática de ello es la recapitulación conclusiva de un libro muy leído en su tiempo, La vieja y la nueva creencia, 1872, salido de la pluma del ex teólogo y gran filisteo alemán David Friedrich Strauss, que se extasiaba con su representación del mundo moderno como una nave fabril planetaria. Esta postura tuvo su equivalente en el mundo anglosajón entre los utilita ristas y optimistas, para quienes la palabra fábrica era menos una metáfo ra del mundo que un hecho frente al que se estaba en una relación con creta, bien como dueño, como colaborador o como cliente. Sin temer el reproche de filisteísmo, con su propaganda liberal de la razón fabril re chazaron las reivindicaciones, enemigas del análisis, del sentimiento romántico-totalizador del mundo.
Y sin embargo: aunque la historia de las ideas de la segunda mitad del siglo XIX pudiera ser expuesta ya, en grandes partes, como un reportaje so bre un panteísmo decepcionado210, sólo la profunda cesura que supuso la Primera Guerra Mundial culminó la catástrofe de la idea de alma del mun do que había recibido la nueva Europa. En este sentido, no cambió nada la tenaz supervivencia de la idea en subculturas quietistas. También su utili zación terapéutica se quedó en un arreglo entre marginales y no le volvió a proporcionar ninguna fuerza conformadora de cultura. El giro des-animista se había preparado por la infiltración naturalista del panteísmo, que ya al rededor de 1900 era un hecho universalmente consumado, aunque apenas entendido por los contemporáneos. Hacía mucho tiempo que el discurso de la naturaleza como una fuerza ya no significaba una variante del uto- pismo poético de la unificación del tiempo de Goethe, tampoco represen taba ya un tributo a la hipótesis temprano-romántica de un inconsciente salvífico, que impera ante toda yoidad. Mientras tanto se ordenaba ya, más bien, a los «oscuros» indicios del sexo, energía impulsiva, voluntad de po der, ímpetu vital21. Sin embargo, sigue siendo legítimo también conside rar como metástasis de la doctrina del alma del mundo las filosofías de la naturaleza, oscurecidas con el tiempo, de la época del cambio de siglo. En alguno de esos sistemas metafísico-naturales nuevos, Dios y el alma del mundo fueron sustituidos, sin más, por figuras como el «aliento del mun
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do»-12, el «sentimiento oceánico», la indiferencia-yo-mundo primaria y otros seudónimos del «principio vida». Sólo desde la nueva cesura objetiva de los años veinte del siglo XX, aquella fría ontología, modernizada como te oría de la inmunidad y del entorno, pudo conseguir la plausibilidad inte lectual y atmosférico-cultural que hay que presuponer cuando debe lo grarse una imagen de la naturaleza y de la sociedad que las presente como prototipo de unidades de automantenimiento, polémicamente delimita doras, que recíprocamente se convierten en «entorno». En ese contexto comienza su carrera el tema de la frialdad21\
Aquí, como de costumbre, hay que precaverse frente a romas declara ciones de tendencias: aunque los indicios mecanicistas y funcionalistas no escapan a las lógicas y estados de ánimo del siglo XX, hay que tomar nota de que en la época de las guerras mundiales se derrumban algunas de las más poderosas reavivaciones de la idea de alma del mundo; pensamos en el sistema psico-cosmológico de Alfred N. Whitehead, que llega a su más sutil presentación en Proceso y realidad, así como en el platonismo poetiza do de Hermann Broch, que se desarrolló con intemporalidad soberana en su novela tardía La muerte de Virgilio, 1945. En esta obra la metafísica clási ca se transforma en una cosmo-poética del aliento.
