tivamente, un
acortamiento
pragmático del procedimiento, pero no una simplificación estructural de la operación bigenital interpersonal.
Sloterdijk - Esferas - v3
Definimos el apartamento como forma egosférica atómica o elemental, y, en consecuencia, como burbuja celular del mundo, de cuya repetición masiva surgen las espumas individualistas. A esa determinación no va uni da valoración moral alguna; no contiene concesión alguna a la crítica cató lica y neoconservadora del tiempo, que sobre la tendencia contemporánea a la cultura-single no tiene nada que decir que fuera más allá de los estere otipos del reproche agustiniano de indiferencia y egoísmo; nueva es sólo la mordaz sugerencia de que el egoísta moderno, la egoísta moderna, es tarían abonados al Daily Me. También nos mantenemos aparte del hecho de que se introduzcan conceptos como el de un «mínimo espacial de exis tencia»; hablar de un mínimo resulta, prácticamente en todas partes don de se hace, una descripción fallida de la idea de célula-hábitat o de átomo- «mundo de la vida», en torno a cuya definición da vueltas la pasión de la reflexión moderna sobre el habitar.
Para acercarse al fenómeno apartamento hay que percibir su estrecha conexión con el principio de la serie, sin el que no puede pensarse el trán sito del construir (y del producir) a la era de la fabricación y prefabrica ción masivas495. Así como, según El Lissitzky, el constructivismo represen taba el punto de trasbordo de la pintura a la arquitectura496, así el serialismo, el punto de trasbordo entre elementarismo y utopismo social. En el serialismo, que regula la relación entre la parte y el todo mediante una estandarización exacta, de modo que se hacen posibles la fabricación descentralizada y el montaje centralizado, está la clave de la relación, ca
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racterística de la Modernidad, entre célula y unión de células. Así como el desarrollo de la célula tiene en cuenta el espíritu del análisis, en cuanto que consuma el retroceso al nivel elemental, la construcción de casas so bre la base de tales elementos significa una combinatoria o, mejor, una forma de «construcción orgánica», con la finalidad de crear, a base de mó dulos, conjuntos sostenibles arquitectónica, urbanística y económicamen te. El hecho de que el apilamiento de numerosas unidades celulares en un complejo arquitectónico intentara, desde un principio, algo más que una adición casual o mecánica de unidades elementales, muestra la gran va riedad de formas constructivas, con las que los arquitectos de la Moderni dad han respondido a la provocación de la construcción modular. De los planos de 1922 de Le Corbusier para una casa-villa, inundada de luz por to das partes, así como de sus proyectos de rascacielos en forma de cruz (1925), en forma de estrella (1933) y en forma de rombo (1938), sale un ca mino lleno de bifurcaciones que conduce a los apilamientos esculturales de células en estructuras semejantes a cajas de construcciones, como por ejemplo la Nakagin Capsule Toxveren Tokio, de 1972, del japonés Kisho Ku- rokawa. La aglomeración vertical de unidades-cápsulas se convierte aquí en un fenómeno estético con valor propio. Otros arquitectos han apilado los módulos-vivienda en formas semejantes a una seta o a un árbol. Sobre plantas en forma de flor se elevan sesenta pisos, las dos torres de aparta mentos de Marina City, en Chicago, con sus característicos balcones abom bados. Aunque los complejos mayores se forman necesariamente por la adición de unidades elementales y ocasionalmente se presentan como si fueran meros apilamientos, siempre poseen ciertos valores idiosincrásicos macroesculturales; de todos modos, la sintaxis de una casa de apartamen tos prohíbe la mera apilación de unidades, porque éstas no funcionarían ni serían accesibles sin comunicaciones a través de pasillos, escaleras, as censores y sistemas de conducción.
El apartamento como célula de vivienda representa el plano atómico en el campo de las condiciones de hábitat: así como la célula viva en el or ganismo constituye el átomo biológico y, a la vez, el principio generativo
(Swammerdam en el siglo XVII: Omne vivum e vivo; Virchow en el XIX: Om- nis cellula e cellula), la construcción moderna de apartamentos desarrolla el átomo-hábitat: la vivienda de un espacio, con el habitante que vive solo, co mo núcleo celular de su burbuja privada de mundo. Por el regreso a la uni dad celular se lleva el espacio habitable mismo a su forma elemental. Mo-
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Kisho Kurokawa, Nakagin Capsule Tower, Tokio, 1972.
dificando una expresión de Gottfried Semper, se podía llamar a ésta «in dividuo espacial»497. No es casualidad que la arquitectura de apartamentos se desai rollara en simultaneidad histórica con las fenomenologías de Hus- serl y Heidegger: tanto aquí como allí se trataba del anclaje del individuo reflexivo en un medio de mundo radicalmente explicitado. La existencia en una vivienda unipersonal no es otra cosa que el ser-en-el-mundo en un caso particular o la re-sumersión del sujeto, antes aislado a propósito, en su llamado «mundo de la vida» bajo una dirección o domicilio espacio-
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Marina City, Chicago.
temporalmente concretos. La nueva conciencia de la vivienda de los ar quitectos y el descubrimiento preciso por parte de los filósofos de las pre misas mundanas del ser-ahí sumergido son antídotos simultáneos y actua les contra la ceguera frente a la situación, inveterada en la cultura de la racionalidad de la antigua Europa.
La re-aproximación moderna del concepto arquitectónico de célula al de la microbiología no sucedió, por lo demás, sin cierta legitimidad histó rica: cuando el físico británico Robert Hooke, en su obra Micrographia, 1665,
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Lavadoras colgantes.
introdujo el concepto biológico de célula para describir la disposición com pacta, descubierta al microscopio, de espacios vacíos delimitados en un tro zo de corcho, se dejó inspirar por la analogía con las filas de celdas mona cales de un convento. Con el acceso de la arquitectura moderna a la idea de una unidad de vivienda, reducida ideal y arquetípicamente, el concepto de célula [o celda], tras su exilio productivo en la microbiología, regresa a su punto de partida; cargado con una plusvalía de precisión analítica y mo vilidad constructiva. La célula-vivienda emancipada formula todo un pro-
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Robert Hooke, Micrographia, Londres 1665.
Un trozo de corcho visto a través de un microscopio.
grama de condiciones arquitectónicas y sanitarias mínimas de autonomía, que tienen que cumplirse para que pueda valer como formalmente satis fecho el estado de cosas que requiere el poder-vivir-solo. En consecuen cia, en un apartamento completo tienen que estar a disposición los me dios para un ciclo circadiano de cuidado de sí mismo: sitio para dormir, baño, WC, sitio para cocinar, mesa para comer, depósito de ropa, aire acondicionado o calefacción, toma de corriente, buzón para el correo, teléfono, cable para los medios o antenas; por ello, como muestra el baño como célula húmeda, la célula-hábitat está compuesta, a su vez, por uni dades celulares.
La burbuja individual en la espuma habitacional constituye un container para las relaciones consigo mismo del habitante, que se instala en su unidad
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de vivienda como consumidor de un confort primario: a él le vale la cápsu la vital de la vivienda como escenario de su autoemparejamiento, como sa la de operación de su autocuidado y como sistema de inmunidad en un campo, contaminado, de connected isolations, alias vecindades498. Desde estos puntos de vista, el apartamento es una copia material de aquella función su- rreal de recipiente que hemos descrito como receptáculo autógeno49.
El carácter aphrógeno de los apartamentos surge (en el plano de la ar quitectura construida) del hecho de que la «vivienda de un espacio» se en cuentra habitualmente en casas dispuestas según un plan general como agregados de unidades habitacionales tipificadas. La casa de apartamentos
(o la unité d ’habitatiori) representa un cristal-espacio social o un cuerpo de espuma rígido, en el que están apiladas o amontonadas unas sobre yjun to a otras una multiplicidad de unidades; y esas formas comparten con las espumas lábiles el principio del co-aislamiento, es decir, de la separación de espacio por paredes comunes. De ahí surge un problema de vecindad, característico de casas de apartamentos de tipo más antiguo: el insuficien te aislamiento acústico, por el que se desmiente, de modo no grato, la ilu sión de autonomía de la célula habitacional. Como co-aislador, la pared común es responsable de que los recíprocamente aislados no alcancen a menudo suficiente inmunidad acústica. En la espuma social, el efecto-isla, que toda célula individual reclama para sí, se pierde por la compacidad de la acumulación de células. La consecuencia son comunicaciones no gratas. Partiendo de esta constatación, la reciente arquitectura de casas de apar tamentos ha reconocido la necesidad de su tarea de limitar en lo posible el estrés de coexistencia de las unidades-connected isolation. Cuando esto no se soluciona, las casas de apartamentos se manifiestan a menudo como in cubadoras de patologías sociales, para las que Le Corbusier proporcionó ex negativo la fórmula, cuando hizo notar que lo que importa en una edifi cación es la «ventilación psíquica». Una unidad de vivienda arquitectóni camente lograda no sólo representa un trozo de aire cercado, sino más bien un sistema psicosocial de inmunidad, que es capaz de regular, según convenga, el grado de su impermeabilización hacia fuera. «Ventilación psíquica» implica que en las unidades inmunes aisladas se infiltra un háli to de animaciones comunitarias. Cuánto puede llegar a faltar esto lo mues tran las tristemente célebres ciudades-satélite de la época posterior a la Se gunda Guerra Mundial, que tendían a dejar indefensos a sus habitantes y a ahogarlos psicosocialmente a la vez. La tristemente célebre voladura de
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Pruitt-lgoe antes de la voladura en el año 1972.
los edificios elevados de Pruitt-lgoe en el centro de la ciudad de Saint- Louis el 15 de julio de 1972 -una fecha que el historiador de la arquitec turaJencks evaluó como la hora cero del posmodernismo- hay que com prenderla, en primer término, como declaración inmunológica de bancarrota del modernismo vulgar en la arquitectura.
Que la adición masiva de unidades celulares tenga por sí misma am plias implicaciones sociológicas o, mejor, sociomorfológicas, es una obser vación que alcanza retrospectivamente hasta el siglo XIX. Karl Marx, en un conocido pasaje de su estudio El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, de 1852, muestra los fundamentos político-económicos de la dominación na poleónica, subrayando que, con su dictadura popular, Bonaparte repre sentaba a una clase y sus necesidades aún no suficientemente articuladas: «la clase más numerosa de la sociedad francesa, los labradores de parcelas»500. Lo que Marx pone de relieve en esta «inmensa masa, cuyos miembros vi ven en la misma situación, pero sin entrar en relación diversa unos con otros»501, es, sobre todo, su dispersión y su incapacidad de deducir un in terés común de la semejanza de su situación:
Su modo de producción los aísla unos de otros, en lugar de ponerlos en con tacto recíproco. El aislamiento lo fomentan los malos medios de comunicación
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franceses y la pobreza de los campesinos. Cualquier familia de campesinos aislada se basta casi a sí misma. . .
La parcela, el campesino y la familia; al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Un gran número de unidades así constituye un pueblo, y un gran nú mero de pueblos constituye un departamento. Así, la gran masa de la nación fran cesa se forma por simple adición de magnitudes homologas, como un saco de pa tatas, por ejemplo, forma un saco de patatas502.
El contexto deja claro que Marx argumenta aquí como fenomenólogo de la espuma ante litteram, en tanto que a las unidades simétricas de las multiplicidades campesino-parcelarias las considera reunidas en un colec tivo configurado aditivamente: las expresiones pueblo, departamento y sa co de patatas deparan metáforas inequívocamente aphrológicas para aglo meraciones estructuralmente débiles de células. Ellas han de ilustrar que una configuración de ese tipo es incapaz tel quel de manifestar toma de pos tura o subjetividad de clase, y por qué; con lo cual, según el punto de vis ta de Marx, sólo una clase «revolucionaria» y llena de voluntad de poder estaría en situación de responder a sus propios intereses políticos e inmu- nitarios. En estas consideraciones se perciben inequívocamente ecos de pensamientos estructurales de Hegel, por mucho que el autor de las Líneas
fundamentales de la filosofía del derecho se hubiera mofado de la idea de que un «simple montón atomista de individuos» (§ 273) pudiera lograr por sus propios medios una existencia ordenada jurídicamente o incluso una constitución. Un «montón» penetrado de conciencia de clase, sin embar go, habría recorrido ya la mitad del camino, al menos, hacia una constitu ción razonable. Sobre la longitud del camino no se hace apenas ilusiones el autor de El dieciocho brumario; echa una dura mirada a las condiciones que en el interior de cualquier unidad aislada del universo de parcelas procuran obnubilación y aislamiento:
La propiedad parcelaria [. . . ] ha transformado en trogloditas a la masa de la na ción francesa. Dieciséis millones de campesinos (incluidos mujeres y niños) habi tan en cuevas, una gran parte de las cuales sólo tiene una abertura, la otra sólo dos, y la privilegiada sólo tres aberturas. Las ventanas son en una casa lo que son los cin co sentidos para la cabezaTM.
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Si había un motivo para constatar la «idiocia de la vida del campo», és te era, materialiter, el escaso número (condicionado también por los im puestos franceses por las ventanas) de aberturas en los cobertizos de los campesinos; formaliter, los aislamientos, que impiden que los habitantes de las parcelas lleven a cabo el tránsito del modo de ser de una clase en sí al de una clase para sí. Ausencia de ventanas representa escasez de comuni cación, ilustración y solidaridad. Desde este punto de vista, los campesinos parcelarios constituyen un para-proletariado; como el proletariado indus trial, se enfrentan a la tarea de pasar de un modo de existencia aislado y apolítico a uno organizado, políticamente virulento. Esto equivale al pro grama de transformar el «saco de patatas» en el partido, o, por hablar ur banistamente, a la exigencia de transformar la aglomeración de las cuevas encerradas en sí mismas en una colonia nacional de trabajadores, comu nicativamente insuflada, sí, incluso en una vivienda comunal internacio nal, extensiva a la clase. Donde antes había cuevas aisladas han de surgir ahora movimientos políticos, sindicatos militantes, alianzas para la lucha de clases, conscientes de sus intereses: espumas solidarias, diríamos noso tros, y con el fin, además, de expresar que, en sentido sistémico, los muy citados trabajadores no son ni un sujeto histórico ni una «masa», sino una alianza inmunitaria. El discurso marxiano se funda en el supuesto de que con la expresión «clase» se describe el auténtico formato colectivo del campesinado parcelario y que, por eso, con el surgimiento de la «con ciencia de clase» y de una correspondiente política de intereses agresiva o «revolucionaria», podía conseguirse la ventaja decisiva de inmunidad para los pertenecientes a esa «clase».
Aquí se muestra cómo la teoría socialista del siglo XIX descubrió el te ma epocal (que no consiguió precisar, sin embargo, a causa de falsas de cisiones conceptuales previas): aquel ensamblaje de inmunidad y comuni dad, en el que desde siempre se lleva a cabo la «dialéctica» o la interacción causal circular entre lo propio y lo extraño, lo común y lo no-común. En el concepto contaminado e irrecuperable de conciencia de clase se sigue ocultando una referencia, no pensada hasta el final, a que, precisamente en la era de creciente individualización, parcelación y oportunidades de aislamiento, lo que puede importar a las células individuales es solidari zarse con una unidad mayor de gentes situadas al mismo nivel, con el fin de optimizar su representación de intereses. Observemos que en la expre sión «comunidad del pueblo» se oculta una problemática análoga: una ex
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presión también adulterada y excluida de uso afirmativo futuro. ¿No podía ser que el concepto interés como tal (sobre todo en combinaciones como interés nacional, interés de clase, interés de empresa, interés de habitan te) fuera ya desde siempre una metáfora encubierta para ventajas de in munidad sólo alcanzables comunitariamente?
2 Autoemparejamientos en el hábitat
. . . contengo multitudes. Walt Whitman, Hojas de hierba
Como forma elemental egosférica, el apartamento es el lugar en el que la simbiosis de los miembros de la familia, que desde tiempos inmemoria les constituyen las comunidades habitacionales primarias, se supera en favor de la simbiosis del individuo que vive solo consigo mismo y con su entorno. Está fuera de duda que con el tránsito al habitar monádico con temporáneo se produce una cesura profunda en los modos y maneras de coexistencia de personas con sus semejantes y lo demás. Se podría hablar de la crisis de las segundas personas, que ahora se instalan en las primeras. Esto se refleja en las teorías éticas más recientes: efectivamente, el «otro» sólo puede ser descubierto como un otro real -motivo central de la filo sofía moral contemporánea- en una época en la que se han vuelto epidé micos el autodesdoblamiento del uno en sí mismo y la multiplicidad de los otros interiores virtuales. Sólo ahora se hace patente, de modo general y público, el abismo que hay entre el otro narcisista de la reflexión en sí mis mo y el otro transcendente del encuentro o desencuentro real. Todo el «conglomerado de mecanismos vitales» -por recordar la formulación de Hermann Broch, que evoca situaciones globales esféricas de coexistencia familiar, desarrolladas tradicionalmente, y totalidades indistintas en esta do de asociación sonambúlica y seminarcosis simbiótica504- cae durante el siglo XX dentro de una fuerza centrífuga que dispersa a los individuos, se parándolos en células de mundo propias y micrototalidades activo-pasivas. Desde este punto de vista, el socioanálisis por disgregación y aislamiento corre paralelo al psicoanálisis por autoexploración en una situación diádi- ca artificial.
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Tomaso Minardi, Autorretrato en una buhardilla, ca. 1813.
Se puede hablar de la existencia de una egosfera cuando su habitan te ha desarrollado costumbres elaboradas de autoemparejamiento y se mueve en un proceso constante de diferenciación de sí mismo (es decir, en un proceso de «vivencias»). Se malentendería una forma de vida así si sólo se la quisiera asimilar a la característica «vivir solo», en el sentido de falta de compañero y falta de complementación humana. Conside rando las cosas con mayor detenimiento, la no-simbiosis con otros, que practica quien vive solo en el apartamento, hay que interpretarla como autosimbiosis. En ésta, la forma de la pareja la cumple el individuo, que, en un proceso continuo de diferenciación de sí, se remite incesantemen
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te a sí mismo, como si se tratara del otro interior o de una pluralidad de sub-yoes. En estos casos, la convivencia se desplaza al cambio constante de las situaciones en las que el individuo se experimenta a sí mismo. Pa ra la realización del autoemparejamiento hay que presuponer los medios que hemos designado como egotécnicas: éstas son los soportes media dores usuales de la autocomplementación, que permiten a sus usuarios un regreso permanente a sí mismo y eo ipso la formación de la pareja con sigo mismo como sorprendente compañero interior. No es casual que los singles programáticos insistan a menudo en que el vivir solo sea la forma de existencia más entretenida que conocen. De hecho, el individuo libe rado, en virtud de su dotación de mediaciones, tiene siempre la posibili dad de actuar como autoacompañante. «Un hombre solo está siempre en mala compañía»: podría pensarse que la cultura de solteros y singles del siglo XX ha sido un experimento para contradecir esa broma de Paul Valéry505.
Como ilustramos en el primer volumen, la ilusión individualista, que en la Modernidad había de solidificarse en una ontología de la separación, sólo pudo volverse sugestiva en el curso de la evolución moderna de los medios. A ello han contribuido los medios egotécnicos, que han perfilado en los individuos nuevas rutinas de regreso a sí mismo: en primer término, las técnicas de escritura y lectura, con cuya ayuda fueron ejercitados pro cedimientos históricamente innovadores de diálogo interior, de autoexa- men y autodocumentación. Esto tuvo como consecuencia que el homo alpha- beticus no sólo desarrolló ejercicios particulares de auto-objetivación, sino también otros de reunificación consigo mismo mediante la apropiación de lo objetivado. El diario es una de esas formas egotécnicas, el examen de conciencia otra. En nuestras reflexiones sobre la historia de la facialidad humana, en general, y de las relaciones de interfacialidad de la antigua Eu ropa, en particular, nos hemos referido a la tan tardía como decisiva in troducción del espejo en las autorrelaciones ópticas de los seres humanos europeos, subrayando, al hacerlo, la contribución de este paradigmático utensilio egotécnico a la transformación de la reflexión sensible en otro en la llamada autorreflexiónTM. En la vida cotidiana del habitante moderno de un apartamento, como en la de la mayoría del resto de los contemporá neos, la mirada al espejo se ha convertido en un ejercicio regular, que sir ve al autoajuste ininterrumpido.
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M. C. Escher, Mano con esfera reflectante, 1935.
Los particulares en el régimen individualista se convierten en sujetos puntua les que han caído en manos del poder del espejo, es decir, de la función reflecü- va, autocomplementante. Cada vez más organizan suvida bajo la ilusión de que po drían realizar, sin un otro real, el papel de las dos partes en el juego de relación
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en la esfera bipolar; esa ilusión se va concretando en el curso de la historia euro pea de los medios y mentalidades hasta llegar a un punto en el que los individuos mismos se consideran definidvamente como lo primero substancial, y sus relacio nes con otros, como lo segundo accidental. Un espejo en cada habitación de cada individuo es la patente vitai-práctica en ese punto*'7.
La expresión autosimbiosis ha de manifestar que la estructura diádica de la esfera primitiva puede ser re-ejercitada formalmente por los indivi duos bajo circunstancias determinadas: a saber, cuando, y sólo cuando, éstos dispongan de los accesorios mediadores necesarios para adaptarse plenamente a situaciones orientadas a la autocomplementación. De lo que en la metafísica de la vida diaria se trata bajo el concepto de indepen dencia, desde el punto de vista esferológico se revela como una virtuali- zación de la diada mediante autoemparejamiento, autocuidado, autocom plementación, automodelación. Desde esa perspectiva, el apartamento se puede comprender como taller de autorrelaciones; o como asilo para in determinaciones. En él no se desarrolla -como en las celdas de monjes o monjas tardomedievales- la dúplice unicidad (bi-unidad) entre Dios y al ma, más bien apoya el emparejamiento del individuo consigo mismo (uni-binidad). Esto significa una operación psíquica que se nutre de la di ferencia experimentada entre el estado actual del individuo y la plétora de sus estados potenciales. Que sólo puede plantearse a la larga cuando un continuo relativamente compacto de momentos de autoobservación y autoajuste se ha hecho determinante para la forma de vida en su totali dad. Esto corresponde al estado, anticipado por Elias Canetti, de una «so ciedad en la que todo ser humano es pintado y reza ante su imagen»508; sólo que aquí los individuos, con ayuda de numerosos medios, se hacen imágenes equívocas de sí mismos. ¿Fue una casualidad que el joven Le Corbusier, tras la visita a Certosa d’Ema, cerca de Florencia, se sintiera atraído por la forma de vida de los monjes cristianos? «Me gustaría habi tar toda mi vida lo que ellos llaman sus celdas»50, anotó en su viaje a Ita lia en el año 1907. La unidades habitacionales monacales, que habían em belesado al arquitecto en ciernes, estaban dispuestas como celdas dobles, con una habitación exterior y otra interior: desde el punto de vista del
joven visitante, un modelo ideal para viviendas de trabajadores de ma yores pretensiones o para acomodos de estudiantes, acompasados a los tiempos.
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Yayoi Kusania, Infinity Mirror Room, 1965.
Colocada en una perspectiva histórico cultural, la fascinación de Le Corbusier por las construcciones monásticas parece bien motivada; pues es verdad que en las celdas monásticas altomedievales habían aparecido los primeros gérmenes de la forma moderna de sujeto. En esos habitácu los para el autorrecogimiento se llevó a cabo la acumulación originaria de la atención alerta, desde la que -tras la inversión de la orientación funda mental metafísica de la trascendencia a la inmanencia- había de desarro llarse el individualismo moderno de estilo occidental. Atención o estado
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de alerta es la moneda psíquica con la que se paga la presencia de dife rencias relevantes, tanto en el caso del monje como en el del consumidor cualificado. Así como en la celda monacal se materializó el individualismo ascético extramundano, la cultura contemporánea del apartamento, junto con sus aparatos egotécnicos, apoya el individualismo hedonista intra- mundano. Este presupone la autoobservación incesante del individuo en su proceso de asimilación metabólica tanto de substancia nutritiva como de situaciones en todos sus aspectos. El individualismo es un culto de la di gestión, que celebra el paso de alimentos, vivencias e informaciones a través del sujeto510. Donde todo es inmanencia el apartamento se convier te en un retrete integral: desde cualquier punto de vista, lo que sucede aquí está bajo el signo del consumo final. Comer/digerir; leer/escribir; ver la televisión/opinar; reponerse/comprometerse; excitarse/relajarse. Como microteatro de la autosimbiosis, el apartamento envuelve la exis tencia de individuos que aspiran a experiencias e importancias.
Dado que es a la vez escenario y caverna, aloja tanto la salida a escena del individuo como la vuelta a la insignificancia. Esto se puede explicar fá cilmente por las típicas etapas del ciclo de autocuidado que recorre el su
jeto-apartamento en su guión del día: comenzando con una unidad de toi- lette matutina, que consiste en evacuaciones, lavados (con más pretensiones: toda una secuencia de autocuidado balneológico), atenciones cosméticas y
vestimentas (con más pretensiones de nuevo: actos discretos de inversión vestimentaria). La autopraxis cosmética ofrece, incluso a un nivel relativa mente simple, un universo de diferenciaciones, que gozan de un elevado valor propio en la conciencia de los usuarios y usuarias; por su causa, la ima gen facial propia puede aproximarse al polo de la obra de arte. (Baudelai- re previo esto en su éloge du maquillage, cuando decía de la mujer bella que, como imagen de los dioses, tenía que dorarse para ser adorada: elle doit se dorerpour etre adorée. ) Algo análogo sucede con elección del vestido, que en globa muchos microuniversos de matices y gestos; aquí la combinación se convierte en tarea de diseño, la elección en autoproyecto. Efectivamente, en la sociedad de vivencias desarrollada el individuo se cualifica como crea dor que reclama los derechos de autor por su propia imagen. El individuo comprueba en los éxitos directos e indirectos de su apariencia las ganancias psicosociales que provienen de su estrategia indumentaria.
Con el desayuno -o como quiera llamarse el primer gesto nutritivo (con pretensión: la inauguración del ciclo alimenticio diario)- la actividad
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Edward Hopper, Room in Neto York, 1932.
de autocuidado aborda las necesidades metabólicas, lo que, por regla ge neral, no sucede sin maniobras en el ámbito del fogón y la cocina. La co cina del apartamento es la miniatura de un quirotopo, en el que, gracias a la presencia del utillaje correspondiente, se ejecutan rutinariamente las protoprácticas de encender el fuego, cortar, trocear, transvasar, poner en la mesa, etc. En los gestos del prepararse-algo resulta especialmente evi dente la calidad de autoemparejamiento de la vida a solas: quien se abas tece de la propia cocina desempeña eo ipso el doble papel de anfitrión e in vitado, o bien, de cocinero y comedor, y manifiesta de ese modo que en ciertos actos del souci de soi va incluido también un don de soi, un don del yo al yo, en el que se revelan las intenciones del donante con el receptor. Gracias a la explicación progresiva del metabolismo dada por la biología moderna, se pone en manos del autosustentador la posibilidad de desa rrollar el cuidado de sí mismo en perspectiva crítico-alimentaria. Aquí, junto con la calidad gastronómica se tiene en cuenta cada vez más la dieté tica; a los medios alimentarios se añaden los medios de complemento ali menticio, la suave droga Jitness gana su puesto en el hogar de autocuida-
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do; los medios de vida [alimentos] se convierten en medios de acrecenta miento de la vida; la autoalimentación se aproxima a la automedicación. Con el obligado equipamiento de fogón, fregadero y nevera, los soportes técnicos de la función autónoma de la cocina, incluso el mínimo aparta mento representa hoy una unidad termosférica eficiente. Junto con los estándares sanitarios, son esas magnitudes gastrosféricas elementales las que definen el concepto de confort en una moderna unidad de vivienda.
En muchos casos, con los primeros gestos alimentarios inicia el indivi duo de apartamento la entrada en el fonotopo, el universo de ruidos del colectivo. El ayuno de ruidos se rompe con un desayuno acústico, sea con una música temprana autoelegida o con un programa de radio o de tele visión. Este anti-silencio muestra cómo quien vive solo toma él mismo en sus manos su mundanización y resocialización diaria, codecidiendo, por la elección de medios, sobre contenidos y dosificación de la entrada de rea lidad. Algo semejante tenía ante los ojos el Hegel deJena cuando constató que la lectura del periódico por la mañana temprano era «una especie de bendición matutina realista»51; con el matiz, en este caso, de que la reco nexión al ruido grupal del sujeto privado, desocializado por la noche, se lleva a cabo aún mediante la técnica cultural de la lectura, es decir, de ad misión de voces exteriores en el monólogo y polílogo interior. Gracias a los medios-audio, la célula del que vive solo puede convertirse en algo que desde el punto de vista histórico parecía imposible, que constituía una contradicción en sí mismo incluso: en un fonotopo individual. Esta carac terística consiste en que queda deshecha la captura del individuo por el so nido del grupo y se sustituye por la discreta admisión de determinados rui dos, sonidos y textos hablados. Desde la completa sintonización originaria del grupo por el grupo se alzan ahora innumerables burbujas de sonido individualizadas: microsferas auditivas, en las que se ha hecho realidad una relativa libertad de escucha512. (Esta tendencia se agudiza por la unión de reproductores de CD o casetes portátiles con auriculares: una técnica de aislamiento que equivale a la introducción del microapartamento acús tico en el espacio público; se podría hablar también de una escafandra acústica. ) La sociedad moderna vibra en espumas sonoras en millones de células; en lo que se refiere al innumerable colectivo de audición, que ri valiza entre sí, se ha hablado con razón de una guerre des ambiancesk,s. Y la coexistencia, devenida normal, de medio centenar de programas de TV apenas puede disimular el hecho de que, según su modo fonotópico de ac-
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Kurt Weinhold, Hombre con radio, 1929.
ción, la televisión no es otra cosa que una radio visualmente ampliada; con la diferencia de que en ella la libertad de elección de programa está téc nicamente mejor apoyada que en los sistemas de búsqueda de la radio.
Se afirma con buen motivo que la posmodernidad es un subproducto del mando a distancia. El telemando representa la técnica clave de control de admisión de sonido e imagen, y eo ipso de admisión de realidad, en la
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egosfera. Si se considera que un ser del tipo homo sapiens deviene lo que oye, el tránsito a la autosintonización opcional de los individuos significa una cesura antropológica: tanto la presión auditiva exterior como la inte riorizada, de la que el psicoanálisis había ofrecido una perífrasis parcial con el concepto de superyó (concerniente al aspecto moral de la super-sin- tonización del individuo por su colectivo), se disuelve en la tendencia a la propia elección del entorno auditivo. Es verdad que siempre habrá tam bién en el individuo constituido individual-fonotópicamente niveles de au dición interior y exterior, en los que lo escuchado involuntariamente se adelanta a la escucha elegida.
La ampliación del apartamento como fonotopo individual representa, junto con los enlaces telecomunicativos, la contribución más importante a la compleción mediadora de la unidad de vivienda. Asegura que la célula,
aunque cumpla satisfactoriamente sus funciones defensivas como aislante, como sistema inmunitario, como dispensador de confort y distanciados si gue siendo un espacio de mundo. Abierta al mundo, aunque lejos de él, la egosfera auditiva permite la entrada a partículas de realidad, ruidos, sen saciones, compras, hallazgos e invitados escogidos. Su implantación prác tica viene garantizada por la radio y la televisión, frente a las cuales los me dios de presión han pasado a segunda fila.
Para la modelación informática y atmosférica de la egosfera, a los me- dios-audio sólo los iguala en importancia el teléfono, que, a causa de su ca lidad como medio de dos direcciones, representa uno de los instrumentos más eficientes para la ligazón al mundo desde la reserva. Frente a los me dios más utilizados de una sola dirección (radio, televisión, periódico, li bro), el teléfono posee un doble privilegio ontológico: no sólo transmite
(la mayoría de las veces) llamadas provenientes de lo real, sino que coloca también al que es llamado, si coge el aparato él mismo, en una simulta neidad (experimentada como real) con el que llama: le coloca a la misma altura-de-ser con el actor de la llamada desde la lejanía. A causa de este efecto de inmediatez fue legítimo describir el teléfono como biófono514: no puede llamar nadie menos que una vida. Alguien al aparato: eso es siem pre una vida lejana que se hace presente, una voz con un mensaje, quizá incluso con una invitación. Puesto que puede ser accesible por llamadas, al apartamento se le priva de la «unidad del lugar» y, a la inversa, se le en laza a una red de vecindades virtuales. Por eso, la vecindad efectiva no es la espacial, sino la telefónica. Bajo el punto de vista inmunológico, el telé
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fono representa una nueva adquisición ambivalente, porque introduce en la célula-vivienda un canal para infecciones peligrosas provenientes del ex terior, pero amplía explosivamente, a la inversa, el radio del habitante en el sentido de oportunidades de acción y alianzas acrecentadas. (En este contexto no tiene por qué hablarse de internet, puesto que, en principio, sólo supone la continuación del teléfono con medios visuales. ) Después de que la escritura ha deshecho la simultaneidad de emisión y recepción de la comunicación, el teléfono permite superar la coincidencia de lugar.
Las llamadas a distancia se infiltran en el principio llamada local (más exactamente: en el efecto, generador de mundo, del acoplamiento-boca- oído); con la consecuencia de que, por fin, el secreto de la resonancia esfé rica, preformulada en algunos discursos religiosos515, consigue una articu lación técnica. Retrospectivamente podemos explicar hasta qué punto toda formación de esferas implica desde el principio el «factor surreal»: que los comunicantes en un lugar humano siempre superan ya lo mera mente espacial. Por utilizar unjuego de lenguaje filosófico de 1900: la téc nica telecomunicativa acelera la pérdida de espíritu en la vida. Estimula la inflación de los efectos telepáticos, si entendemos por ellos los efectos psí quicos colaterales de la accesibilidad desde la lejanía. Los procedimientos de autoemparejamiento de los individuos en el individualismo tienen pre cisamente como presupuesto que en el decurso de sus vidas los mecanis mos telecomunicativos se convierten en rutinas sólidas: sólo entonces el aislamiento no se experimenta como soledad; posibilita el enlace del alma individual con otros relevantes ausentes y sus señales de vida lejana, más o menos atractivas.
La premodemidad estuvo dominada por la evidencia de que los men sajes más interesantes provenían de un gran ausente llamado Dios; sus por tadores eran los santos, sacerdotes y profetas. La Modernidad apuesta por remitentes lejanos, como el genio y el reportero de bolsa. Quizá fue esto lo que constituía la gran característica de la existencia en las civilizaciones metafísicamente ambiciosas: la inteligencia se desliga del primado de las comunicaciones locales y participa en el traslado del flujo semántico de la vida próxima a la vida lejana. Por eso ser-ahí significa ahora nadar-en-sig- nos que vienen de lejos: signos que son respaldados por grandes remiten tes. Bajo este efecto, las grandes culturas clásicas pudieron florecer como culturas de escritura: las voces de los clásicos se imponen sobre soportes escritos a las generaciones siguientes de alfabetizados. La metafísica co-
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Eric Fischl, Still IAfe (Bananas with Knife), 1981, cortesía de Mary Boone Gallery, Nueva York.
mienza como telesimbiosis; en ella, gracias a lecturas disciplinadas, la in teligencia tardía puede acoplarse cointeligentemente con la temprana. Soy ac<i sible por vida lejana remitente; vida alejada y pasada sigue siendo legible por nosotros.
El moderno estilo de vida de apartamento, apoyado por el teléfono, in troduce la fase de trivialización de esos logros. Si la cosecha de la vida ac cesible desde la lejanía fue recolectada durante mucho tiempo todavía ba
jo la supremacía total del individualismo extramundano, cuando se cultivaba el emparejamiento de las almas individuales con Dios o con el ab soluto, el actual individualismo secular se propone, como se ha dicho, el empan ¡amiento del individuo consigo mismo; con lo que al individuo, co mo el otro-de-sí-mismo que siempre permanece desconocido, le compete el papel de un absoluto residual. (Obviamente, esta posición puede ads cribirse también al otro real516. ) Todo yo que se vuelve hacia dentro podría encontrarse suficientemente transcendente a sí mismo. Le basta pensarse como c imposición de individualidad manifiesta y latente para saber que la investigación de la latencia propia constituye un contenido de vida pro vechoso Mientras siga interesándose por sí mismo, el individuo descu bierto sigue- la pista del individuum absconditum. (Observemos hasta qué
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punto la cultura de masas se basa en la premisa de que la mayoría de los individuos no tienen motivo alguno para interesarse por ellos mismos, por lo que resulta un buen consejo que se atengan a la vida de las estrellas. De finiciones de una estrella: a) interesante amplificación de la falta de in terés de los demás; b) agente del desvío de la atención del admirador de sí mismo. )
En ninguna dimensión de la vida aparece esto con mayor claridad que en la sexualidad, que en el régimen individualista se organiza a menudo como sexualidad-vivencia basada en el apartamento, es decir, como inves tigación en el espacio de posibilidad interior erótico. Está claro que el tránsito a la así llamada sexualidad libre en la segunda mitad del siglo XX va unido indisolublemente a la ganancia en discreción de la cultura de apartamento o, al menos, a las seguridades que depara la habitación pro pia. El fenómeno super-discutido de los anticonceptivos químicos, que desde los años sesenta del siglo XX están a disposición de las mujeres, tam bién de las solteras, apoya sólo la tendencia, manifiesta desde los años vein te, hacia una erótica afirmativa de quienes viven solos. El apartamento constituye un erototopo en miniatura, en el que los individuos pueden se guir los impulsos de su deseo, en el sentido de querer-experimentar-tam- bién-lo-que-otros-ya-han-experimentado. Representa un escenario ejem plar del existir, porque en él puede ensayarse la relación de consumidor con el potencial sexual propio. Pero si el amante (erástes) y el amado (eró- menos) coinciden en una y la misma persona, tampoco a ese centauro se le ahorra la experiencia elemental de los amantes, que el objeto de amor só lo en pocas ocasiones responde en la misma onda.
En el autoerotismo, como en el bipersonal, se manifiesta la ley de que en el trance de la elección de compañero la mayoría están condenados a equivocarse: dado que por regla general no se consigue lo que se quiere, se coge a cualquiera en su lugar, y, llegado el caso, a sí mismo. Por este mo tivo el apartamento es también un estudio para la reelaboración de frus traciones; más exactamente, una celda de ensayo en la que el deseo de un enfrente real o imaginario se transforma en deseo de sí mismo, como re presentante más plausible del otro ambicionado. En este círculo paradóji co surge una autosatisfacción con tendencias ofensivas. El onanismo de apartamento, quizá prefigurado ya en las celdas monacales, pone en esce na la relación triple completa entre el sujeto, el genital y el fantasma; de donde resulta, por lo demás, que la sexualidad masturbatoria logra, efec-
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Charles Ray, Oh Charley, Charley, Charley, documenta X, 1997.
tivamente, un acortamiento pragmático del procedimiento, pero no una simplificación estructural de la operación bigenital interpersonal. En con secuencia, las características erototópicas del apartamento como mejor pueden explicarse es por analogía con el burdel: así como los pretendien tes dan vueltas por él buscando un compañero sexual disponible para, tras lograr un acuerdo, retirarse con el objeto de su pre-amor a una celda es condida, el habitante del apartamento se elige a sí mismo como el otro cercan» >y utiliza la soledad de su unidad habitacional para hacerlo consi go mismo. El autoemparejamiento se consuma aquí con el matiz de que el individuo, como autopretendiente, se aborda a sí mismo sin ceremonias. Como muestra un ejemplo conocido, esto puede llegar hasta la promo ción de favores propios. La feminista estadounidense, activista de la mas turbación, Betty Dodson, pensaba, en su best sellerde comienzos de los años setenta. Sexo para uno, que podía reclamar honores académicos por su fir me compromiso con la causa del onanismo, declarando, tras convencerse de la irrealizabilidad de su deseo: «[. . . ] después de catorce años de estu dios únicos en su género en este campo me he concedido a mí misma el doctorado en masturbación»517.
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I
Así como en toda relación que se ha hecho demasiado fácil hay que contar con una tendencia a la depauperación por la rudna, el autocom- pañerismo masturbatorio aprende a conocer el tedio de la monotonía. No siempre pueden congratularse los individuos por sus excitaciones auto- provocadas. La forma de vida autocomplaciente encuentra su límite en el tedio onanísmico. La bibliografía reciente sobre existencias-síngfe deja cla ro que la sexualidad de quienes viven solos está marcada por la necesidad de eludir la automonogamia. Incluso Betty Dodson, que se preciaba de sus sesiones de horas con el vibrador, declaró que de vez en cuando se busca ba penes. Pero las encuestas entre singles no dejan duda alguna de que mu chos no están dispuestos, sólo por ese apuro, a soportar la perturbación de la paz de su celda por un compañero permanente.
Junto con sus caracterísdcas quiro, termo y erotópicas, la moderna cé lula-hábitat adopta también los rasgos de un ergotopo, en cuanto que su habitante la convierte en escenario de su autocuidado deportivo. Esa transformación de los apartamentos en gimnasios privados viene fomen tada por la tendencia de la sociedad moderna a estilos de vida orientados al Jitness, que reclaman de sus partidarios la preocupación constante por su forma. Desde este punto de vista, la estructura del autoemparejamien- to se modifica de tal modo que el individuo que hace ejercicio se disocia en entrenador y entrenado, para reunir a ambos en un decurso de acción coordinado. En esto, los aparatos de entrenamiento (fijos o desmontables) pueden adoptar el papel del tercero manifiesto en la organización objeti va de la autorrelación; en otros casos se trata de ejercicios sin aparatos, so bre el suelo, con los que los que se ejercitan entablan su monólogo gim nástico. El existencialismo se ha explicado somáticamente: de la fórmula filosófica, que ser-ahí es la relación que se relaciona consigo misma, ha lle gado al mercado una versión, comprensible para todos, según la cual ser- ahí significa mantenerse-en-forma.
Finalmente, hay que describir los apartamentos como emplazamientos exteriores del alethotopo: en toda vida individual, por muy apartada que es té de lo general, hay un interés residual por la verdad, aunque sólo sea por la demanda de vocablos que ayudan a los individuos a estar conectados con los signos del tiempo. Quien exhibe un consumo moderado de medios al canza, por regla general, el mínimo existencial cognitivo, habitual en nues tra forma de mundo, que implica la licencia para elegir y para participar en el debate público. Quien pretende más se esfuerza por conseguir un saber
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orientativo, que valga para navegaciones más amplias en circunstancias de poca claridad. En la autorrelación alethotópica los individuos actúan infor malmente como autoenseñantes, a quienes lo que importa es mantener un cierto acompasamiento a la situación cognitiva y cientificista de la «socie dad»; como autodidactas mínimos se procuran una participación idio sincrásica en los recursos públicamente accesibles del souci de soi cognitivo. Puede que sea verdad que bajo las condiciones teórico-cognitivas actuales el aprender sólo puede interpretarse ya como un management ilustrado de la ignorancia, pero en la llamada sociedad del saber los contemporáneos más o menos exigentes tienen que ocuparse de la actualización constante de sus déficit. Desde entonces, las informaciones positivas tienen, sobre to do, el sentido de calibrar más realistamente las proporciones de lo no-sabi- do y no-claro. De paso, la información adquiere progresivamente una fun ción que se corresponde con la de las marcas y artículos de moda: se llevan partículas aisladas de saber, como se llevan gafas de sol, relojes caros y go rras de béisbol. En la culturajaponesa de lajuventud ha surgido desde los años ochenta una amplia escena, que rinde culto a un saber especializado sin sentido518. Esosjóvenes han comprendido que el saber no prepara para la vida, pero sí para concursos radiofónicos o televisivos.
A los que viven solos les sirven como fuentes, normalmente, las revistas del mundo de la escena o de la moda, también los libros de consulta que de cuando en cuando se incorporan a la colección doméstica. Para mu chos sigue siendo todavía un acontecimiento la incorporación de un nue vo libro a la comunidad de objetos que pueblan la vivienda. Al encanto de la vida de apartamento pertenece la circunstancia de que en él uno se pue de dedicar sin testigos a la contabilidad no falseada de las ignorancias in confundiblemente propias.
C. Foam City
Macrointeriores y edificios urbanos de congresos
explicitan las situaciones simbióticas de la multitud
Si la proposición «Cada uno es una isla» casi se ha hecho verdadera en las metrópolis modernas para la mayoría de la población, ¿cómo es posi ble, entonces, seguir pensando en la «sociedad»? Mientras que las agencias del análisis de lo real trabajan en una mera exposición de los individuos
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en sus propios domicilios, las agencias de la síntesis social se dedican a la tarea de articular las formas generales bajo las que los insulados son auna- bles en unidades interactivas. Por eso la expresión «comunicación» posee un tono evangélico en todos los discursos contemporáneos: es la palabra redentora de quienes buscan la salvación en la vinculación, más exacta mente: en el intercambio simbólico y en compromisos transaccionales, mientras que en otro tiempo, durante el largo siglo marxiano, se la espe raba del «trabajo», de su distribución y su recombinación.
Cada uno es una isla: esto les parece una mala noticia a los conserva dores, a quienes todavía sigue dando alas la idea de superar a los indivi duos en colectivos precedentes o constituidos intencionadamente; una buena noticia, por el contrario, a aquellos que pretenden ver en ella la ga rantía de que no pueda llegarse otra vez al arrebato compartido en entu siasmos malignos por el llamado todo: porque, por regla general, los is leños son menos utilizables por la totalidad. Sin embargo, sea cual sea en cada caso el género de insularidad de los individuos instalados consigo mis mos, se trata siempre de islas co-aisladas y conectadas a redes, que han de estar unidas a islas contiguas, momentánea o crónicamente, en estructuras medianas o más grandes: en una convención nacional, una loveparade,un club, una logia masónica, un colectivo de empresa, una reunión de accio nistas, un público de una sala de conciertos, un vecindario suburbano, una clase escolar, una comunidad religiosa, una multitud de automovilistas en caravana, una asamblea deliberante de contribuyentes. Si, tanto en sus concentraciones episódicas como en sus simbiosis duraderas, describimos esos conjuntos como espumas, es para formular un enunciado sobre la re lativa compacidad de conglomerados de vida co-aislados o alianzas: una compacidad que siempre será mayor que la de los archipiélagos (que, por lo demás, ofrecen una metáfora concluyente de multiplicidades insula- das), pero menor que la de las masas (en las que entran enjuego las aso ciaciones engañosas de agrupaciones de unidades que se rozan físicamen te, com o pasta, arena y sacos de patatas).
Que imágenes falsas puedan hacer historia lo muestra el moderno con cepto político de masa, cuyo origen metafórico, la idea de «masa» confor- mable y efervescente, en latín: massa, pasta, montón, materia informe, ha posibilitado durante dos siglos las sugerencias más perniciosas. Al hacer la revisión del vocabulario del siglo XXno sólo habrá que retirar de la circu lación la expresión revolución, sino también el concepto de masa519.
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Jean-Luc Parant, Les Angles, Villencuve-les-Avignon, 1985.
Las espumas co-aisladas de la sociedad individualistamente condicio nada no son meras aglomeraciones de cuerpos vecinos (que comparten se- p. u ;u i<>i<s), pesados y macizos, sino multiplicidades de células mundano vitales que se rozan unas a otras sin apreturas, a cada una de las cuales, por
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su propia amplitud, corresponde la dignidad de un universo. Precavida mente, la metáfora de la espuma hace observar que no hay propiedad pri vada total de los medios de aislamiento: al menos una pared de separación es posesión común con una célula-mundo colindante. La pared común, vista siempre por el lado propio, constituye el mínimum inter-autista. Todo lo que va más allá de esto, puede valer ya como fenómeno simbiótico.
1 Asamblea nacional
Cuando uno se ha convencido de que el modus vivendi, es decir, el rit mo de desarrollo, de la «sociedad» moderna se basa en un acto doble -la descomposición de los conglomerados sociales en unidades complejas in dividuadas y su recombinación en conjuntos cooperativos-, salta a los ojos hasta qué punto en la fórmula «entrada de las masas en la historia» se ar ticula también una problemática arquitectónica. En correspondencia con el estado de agregado, sin apreturas, de sus simbiontes, los colectivos mo dernos han de plantearse la tarea de producir las condiciones espaciales que apoyen el aislamiento de los individuos, aquí, y su reunión en con
juntos de cooperación y contemplación multicéfalos, allí. Esto exige nue vos planteamientos en arquitectura.
Ya durante la Revolución Francesa se había puesto de manifiesto que los activistas de la revuelta sólo podían recurrir para sus reuniones a edificios del Anden régime o al espacio público de las ciudades, especialmente a las plazas situadas ante grandes inmuebles. Lo que un día habría de ilustrarse con el equívoco término de «arquitectura de la revolución»520ya había sido proyectado antes de 1789 en sus partes más sugestivas: piénsese en la con trovertida Casa de los guardas agrícolas (Maison des gardes agrícoles) de Claude Nicolás Ledoux, fechada entre 1768 y 1773, en el Cenotafio de Newton de Etienne-Louis Boullée, del año 1784, o en la Casa de un cosmopolita de Vau- doyer, de 1785. Que esos proyectos, sin excepción, quedaran en el papel no fue achacable tanto a circunstancias adversas como a su propia lógica es peculativa: todavía no estaban maduros los tiempos para la emancipación de la concepción escultural del espacio y los formalismos geométricos521.
Los procesos revolucionarios de los Grandes Días se desarrollaron, pues, en edificios y plazas públicas que no tenían relación alguna con los acontecimientos que albergaban. El ejemplo más conocido: las asambleas
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de los Estamentos Generales, convocados por Luis XVI en Versalles, don de a comienzos de mayo de 1789 se redispusieron en las alas del palacio al gunas salas para las sesiones -en principio por separado- de los Estamen tos reunidos enjunta. Cuando el 20dejunio los casi seiscientos diputados del Tercer Estamento, que, mientras tanto, se habían asignado el título, claramente insurgente, de «Asamblea Nacional» (reclamando para ella la prerrogativa de la votación de los impuestos), encontraron cerrada (pre sumiblemente a causa de los preparativos para la gran sesión conjunta de los Estamentos bajo la presidencia del rey, prevista para el 23 de ese mes) la Salle Menus-Plaisirs, asignada a ellos, trasladaron sin más sus deliberacio nes, siguiendo una indicación del diputado Guillotin, al cercano Jeu de Paume, un edificio que, como su predecesor, había estado dedicado ple namente hasta entonces a su destino dentro del ámbito de los plaisirs re gios. Allí hicieron el famosojuramento de no dispersarse antes de que la constitución del reino no estuviera elaborada y descansara sobre funda mentos firmes. Resulta notable en esa promesa solemne, el primer acto de habla de la toma de poder burguesa, que tuviera como objeto el juramen to de los reunidos sobre la asamblea misma como tal; no podía dejar nin guna duda respecto a la supremacía del contenido político (cuyo concep to estaba formándose precisamente entonces) sobre la forma local y arquitectónica (que quedaba por determinar o construir, caso por caso): «La Asamblea Nacional. . . decide no dispersarse nunca y reunirse en cual quier parte donde lo permitan las circunstancias. . . »52. A la soberanía de la primera Assemblée, que continuó su trabajo hasta el 30 de septiembre de 1791 (para ser suplida por la Asamblea Legislativa, que, por su parte, el 20 de septiembre de 1792 habría de ceder ante la Convención Nacional), per tenece desde el principio la libertad de la determinación ad-hoc del local de reunión: un proceder que en la terminología de los subversivos del si glo XX se llamará cambio de función o finalidad. Del que ya hubo de ha cerse uso pocos días después, cuando el Tiers Etat improvisó un encuentro en la iglesia de San Luis en Versalles: se trata de la sesión histórica en la que una gran parte del clero se unió al Tercer Estamento; después, en el otoño de 1789, de nuevo, con el traslado de la Asamblea Nacional a la Sa lle du Manegeáe París, la escuela de equitación de las Tullerías, que se arre gló precipitadamente para satisfacer las necesidades de los constituyentes. En mayo de 1793 la Asamblea, ya como Convención Nacional, se trasladó al palacio de las Tullerías, donde, mientras tanto, según planos del artista
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Gisors, se había acondicionado una sala de plenarios en forma de un an fiteatro semielíptico con 700 asientos para los diputados y 1. 400 plazas para espectadores. Al mismo tiempo, la fantasía planificadora de los ar quitectos no permaneció inactiva: desde 1789 se elaboraron numerosos proyectos para edificios de reunión dignos de la Asamblea Nacional, por regla general con motivo de concursos académicos, la mayoría en estilo heroico-clasicista, no pocos ya en dimensiones monumentales523, como si la República sólo pudiera manifestarse en el decorado de un Imperio roma no: la línea que va de Etienne-Louis Boullée hasta Albert Speer, dicho sea de paso, no deja nada que desear en cuanto a claridad; la totalidad de las liturgias políticas de las que se valieron los fascismos europeos fueron pre figuradas prácticamente en todos sus detalles -excepción hecha de las téc nicas radiófonas de captación de masas- por las prácticas, proyectos y mo delos estilísticos de la Revolución Francesa.
A la vista de estos procesos se podría definir un acontecimiento «revo lucionario» como algo que tiene «lugar», a pesar de que, al principio, según el estado de las cosas, se produzca exclusivamente en un sitio ina propiado. Las reuniones de las nuevas magnitudes de acción políüca, de la primera Assemblée Nationale, de la Asamblea Legislativa y de la Conven ción Nacional y sus comisiones, de una parte, de los clubs y partidos, de las secciones y de los foros de discusión, por otra, se tradujeron en otras tan tas exigencias revolucionarias de espacio, que al principio sólo tenían en común el embarazo de que hubieron de establecerse en la substancia ar quitectónica del viejo orden, asignando a éste una función heterodoxa. Ejemplar para un sinnúmero de procesos análogos fue el destino de un convento vacío de dominicos, llamadosjacobinos por el pueblo, en la rué Saint Honoré de París, que, tras el traslado de los diputados de Versalles a la capital, se convirtió en el local de reunión del club bretón, después «So ciedad de los amigos de la Constitución», la central de ideas del radicalis mo patriótico y célula madre de cientos de esquejes en la provincia, sobre cuya propagación explosiva pudo escribir ya en febrero de 1791 Camille Desmoulins: «En la expansión del patriotismo, es decir, de la filantropía, parece que. . . el club o la iglesia de los Jacobinos está llamada a ostentar la misma primacía que la Iglesia Romana en la propagación del cristianis mo. . . »524. El hecho de que el grupo de poder surgido se identificara ense guida, tanto activa como pasivamente, con el nombre de su lugar de reu nión, muestra algo del poder de los espíritus del lugar sobre los reunidos;
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y, viceversa, deja clara la independencia de las nuevas constelaciones de fuerzas de las tradicionales semánticas locales. En todo caso se podría de cir que aquí, como en innumerables otros lugares, se produjo una trans ferencia de autoridad del clero a los representantes más elocuentes del pueblo: una superación del celo cristiano por el impulso de los patriotas embebidos de humanidad.
Mecanismos análogos actuaron transitoriamente en favor de las fuerzas más moderadas en torno a Barnave, cuando enjulio de 1791 abandonaron el club de los jacobinos y para corroborar su secesión se establecieron en el monasterio vecino de los Feuillants, que, como el de losJacobinos, sólo quedaba a unos pasos de la Salle du Manége. Cuando el 13 de julio de 1793 el populista y entusiasta de Esparta, Jean-Paul Marat, fue asesinado por Charlotte Corday, miembros de la Convención y del «sexo revoluciona rio», las mujeres de París, le prepararon unos funerales fastuosos. Después de la capilla ardiente en la iglesia de los monjes franciscanos, llamados po pularmente Cordeliers, se sepultó por separado su corazón en las criptas del convento, mientras que el cuerpo fue inhumado en el Jardín des Corde liers (de donde fue trasladado poco después al Panteón); estos edificios eclesiásticos habían servido desde abril de 1790 como casa de club y cen tral de partido a la «Sociedad de los amigos de los derechos humanos y ciu dadanos»; la vasija con el corazón desapareció al final del terreur bajo cir cunstancias desconocidas.
Valórese como se valore el peso simbólico de tales acuartelamientos y ocupaciones en el o del espacio tradicional, es cierto, en cualquier caso, que ni los acontecimientos ni los discursos y gestos entre 1789 y 1795 se pa recían desde ningún punto de vista al fantasma constructivista de un nue vo comienzo sobre una tabula rasa: nunca hubo un «espacio republicano» vacío en el que se hubieran podido mover los hombres del momento co mo criaturas de un mundo futuro. En la Revolución casi nada quedó co mo en los viejos tiempos, pero sí en ellos. Las cualidades operativas de la insurrección se manifestaron generalmente en forma de nuevos repartos de papel, subversiones y cambios de función de lo existente. A ello corres ponde la observación de que la Revolución no construyó casi nada, pero cambió de nombre casi todo525. A esos actos de habla políticos, de los que, conforme a la naturaleza de las cosas, ninguno fue tan trascendente como el cambio de nombre y la transformación de los Estamentos generales en la Asamblea Nacional, acompañan a menudo cambios de dedicación, de
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los que los dos más ambiciosos político-simbólicamente llevaron a la insta lación de un panteón nacional en la iglesia votiva de Santa Genoveva: una especie de archivo nacional para las cenizas y el nimbo de grandes hom bres526; y posteriormente, a la transformación del Louvre en el primer gran museo nacional, en el que habían de instalarse juntos para su último des canso los tesoros de arte emancipados (vulgo robados) en todo el mun do527. De todos modos, llaman la atención algunas innovaciones en el ám bito de la abolición: después de que fueran retiradas ya en 1790 las figuras de esclavos del pedestal de la estatua de Luis XVI en la Place des Victoires de París, durante el levantamiento popular del 10 de agosto de 1792 se hi zo lo mismo con la estatua528. En el punto álgido del dominio jacobino se vació el «espacio público» de monumentos personales de la monarquía; se sustituyen provisionalmente por estatuas de la libertad y alegorías republi canas; en numerosos lugares, altares improvisados de la patria, junto a los obligados árboles de la libertad, remiten a la religión civil martirial del ja cobinismo, que imponía a sus adeptos la obligación del sacrificio de sí mis mo con tanta energía como casi ninguna religión misionera monoteísta lo había conseguido en el momento álgido de su impulso expansionista.
Con el cambio de función a nivel nacional de salas feudales o clerica les para acomodarlas a las necesidades de reunión de los representantes del Tercer Estamento (sólo París, con sus 48 secciones revolucionarias, pre sentaba una enorme demanda de lugares de asamblea, gabinetes de deli beración, salas de juicio, oficinas de administración y cárceles) no se satis facían, ni mucho menos, las demandas de espacio del nouveau régime. Ya en el primer año de la Revolución se reconoció la necesidad de crear grandes lugares de reunión, en los que no sólo se pudieran encontrar los repre sentantes, sino también los representados, la masa del pueblo misma, que en ocasiones festivas tenía que contar con la oportunidad de reunirse físi camente en formas bien ordenadas como pleno actualmente presente de la nueva «sociedad», es decir, como pueblo nacional soberano. El hecho de que esto -a la vista de las condiciones demográficas y geográficas de Francia, que contaba entonces con cerca de 25 millones de habitantes- só lo fuera posible realizarlo, en el mejor de los casos, en las ciudades más grandes y sólo aproximativamente, no logró mermar para nada el efecto movilizador del ideal del pleno republicano de la masa. La nación de ciu dadanos, que se había constituido a sí misma como dirección ideal de sí misma, quería, al menos ocasionalmente, estar consigo y entre sí reunida
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en un único lugar, y festejando, por decirlo así, toda ella al completo; sin considerar el hecho de que la sociedad moderna está constituida asinódi camente: su primera y más importante categoría es que ya no constituye una unidad capaz de reunión. Esto se diferencia radicalmente de la de mocracia antigua, que estaba completamente transida por la exigencia de que la polis tenía que persistir como una magnitud reunible (con la incor poración de mujeres, niños y esclavos).
Bajo el efecto del entusiasmo asambleario los antiguos modelos de edi ficios para grandes concentraciones volvieron inmediatamente -diríamos que inevitablemente- a plantearse sugestivamente: con el anfiteatro de los griegos como con el circo o la arena de los romanos la Antigüedad euro pea ponía a disposición dos acreditados modelos para grandes concentra ciones, cuya perfección formal permitía recuperarlos incluso después de una interrupción de más de 1500 años. Retrospectivamente, parece un pre vio ejercicio profético que la Academia de París convoque ya a comienzos de los años ochenta un concurso para edificios públicos de celebración: en
1781, para una Fete publique, en 1782, para un circo; en 1783, para una mé- nagerie en una arena; motivos semejantes estaban en la base de concursos del año 1789 y 1790, aunque en ese tiempo apenas se pensara en una rea lización concreta. (De todos modos, el Anden régimehabía coqueteado con la idea de la antigua arena como escenario festivo absolutista: en 1769, con ocasión de la boda del Delfín con María Antonieta, fue construido en el Rond Point de los Campos Elíseos un edificio gigantesco al estilo del Co liseo, que sirvió como lugar de diversión popular durante un decenio, an tes de que hubiera de ser demolido a causa de su estado ruinoso. ) Los con- cours académicos se movían todavía plenamente dentro de la fascinación por los fantasmas tardo-absolutistas del gobierno del pueblo. Gozaban de la licencia para soñar, más o menos sin consecuencias, en grandes re ceptáculos para la aglomeración pasivamente-jubilosa de los súbditos ante las espectaculares representaciones de poder y arte del reino.
Sólo después del estallido de la Revolución pudo ser ocasionalmente realizable y políticamente virulento un modelo de arena y anfiteatro para la generalidad de las «masas»; como se percibe, sobre todo, en la gran fies ta de la Federación -de las confederaciones de patriotas que se habían uni do para la defensa frente a intrigas contrarrevolucionarias-, celebrada el día del primer aniversario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1790, en el Campo de Marte de París5". Con esta manifestación de masas, la más
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De Machy, La fiesta de la Federación en París, 1790:
El Arco del Triunfo como punto de atracción de la mirada.
grande de la historia europea desde los días del Circus maximus romano, se llevó a cabo la aproximación más cercana de la Revolución Francesa a la idea entusiástica de una asamblea popular real e integral; parece que ese día se agolparon 400. 000 personas en las gradas del circo improvisadas en torno al lugar de la fiesta, en cuyo centro Talleyrand celebró una misa de culto patriótica en un «altar de la patria», litúrgicamente precario, instala do ex profeso. (Sólo un acontecimiento, que no quedaba lejos, podía com pararse con la fiesta de la Federación respecto al número de visitantes: con ocasión del primer vuelo con su balón de oxígeno del profesor de física Charles, el 1 de diciembre de 1783, parece que se agolparon más de un cuarto de millón de parisinos en los jardines de las Tullerías para ser tes tigos de la mayor sensación de su tiempo, la superación de la gravita ción530. ) En la persona de Talleyrand se consumó, en sólo una hora histó rica, la transformación del sacerdote en el maestro de ceremonias de «masas»; más exactamente: el nacimiento del político mediático como showmastery regisseurdel consenso. El punto de atracción de la mirada de los montajes festivos en el Campo de Marte consistía en un arco de triun fo colosal, hecho de cartón, madera y yeso, con cuya erección la militante república de patriotas anunciaba inequívocamente su interés por el sim bolismo victorioso de la época de los emperadores romanos. A la vista de esta masiva referencia a Roma, podría ocurrírsele a uno la idea de que las
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Juramento del rey, de la reina, de la nación, enlafiestadelaFederación,14 de julio de 1790, artista desconocido, siglo XVIII.
victorias i a p o l c ó n i c a s clel decenio siguiente sólo fueron la ejecución de lo que había demandado ya la conveniencia de las sociedades de patriotas desdeel(omien/o delaRevolución:;noessiempreunavictoriaunacer camiento de lo real a las demandas del fantasma? Sin duda confluyó aún en las cm ñas del Campo de Marte la elaborada competencia ceremonial del absolutismo, apoyada por la magia cultual habitualizada del catolicis mo, aunque tanto la una como la otra fueran tratadas en la semántica de la fiesta n isma como magnitudes abolidas o reprimidas. Hasta qué punto resultó mi guiar esta concentración para los concentrados mismos se infie re deljuramento pronunciado por Lafayette en nombre de los federados de todos 1 s l)cj)(irtemnüs, que reforzó tanto la unidad de los franceses en tre ellos i u nios como la fusión de la población con su rey (que, por su
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parte, juró -peijuró, se entiende- fidelidad a la nación y a la ley); como si lo que importara en esa reunión popular directa fuera comprometer a los reunidos a su coexistencia actual y, más aún, a su imaginario permanecer juntos tras el regreso a la situación de no reunidos; más tarde se dirá: a su solidaridad nacional. Por lo demás, apenas habría otra situación al inicio de la modernidad política, en la que la ecuación de sociabilidad y sonam bulismo, formulada por Gabriel Tarde, poseyera una validez tan radical como aquel primer aniversario del 14 de julio; la ejercitación de los fran ceses en tales situaciones puede contribuir a aclarar cómo es que Bonapar- te se encontró con una «nación» tan desacostumbradamente dispuesta a la hipnosis, movilizable e inflamable.
Poco después de ese acontecimiento entusiasmante emerge en los dis cursos de los socialistas tempranos la cuestión trascendente de si esos com pendios de la totalidad de la nación en un nosotros extasiado no signifi caban un engaño de la burguesía con posesiones a los estratos desposeídos de la población. Dado que esa cuestión estaba bien planteada, tanto semántica como políticamente, los próximos ciento cincuenta años de política social europea pertenecieron a la crítica de los movimientos in ternacionales de los trabajadores al fraude asambleario y a la falacia del pa rentesco de las naciones-burguesas. Efectivamente, el fenómeno de la in clusión-ilusión, que encubre exclusiones reales duras, había salido de golpe al escenario ideológico. Con su denuncia sistemática comienza la época de la sospecha. Desde entonces, la crítica pretende significar el de senmascaramiento de la falsa universalidad actual en nombre de una uni versalidad auténtica, presuntamente venidera. Es sobre ese trasfondo so bre el que el concepto de clase pudo convertirse en uno de primera línea en los discursos posteriores de quienes perdieron la Revolución: en el fu turo, frente a la pseudo-inclusividad de los conceptos de nación y pueblo, él habría de representar el colectivo verdadero (aunque todavía vago), competente para toda creación de valor real, de los trabajadores depau peradosjunto con sus aliados intelectuales frente a ideólogos y explotado res a servicio del capital531.
La modernidad del espectáculo de culto patriótico en el Campo de Marte de París (que fue imitado en todas las ciudades importantes de Francia con grandes concentraciones análogas en estadios improvisados y al que hasta el año VIII del calendario de la Revolución, es decir 1799, si guieron numerosas celebraciones semejantes, añadiendo ya, ocasional
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mente, momentos agonales y deportivos) consiste en que, con él, la confi guración de la multitud capitalina multicéfala en una «masa» presente, como tarea arquitectónica, organizatoria y técnico-ritual (después jurídi- co-asamblearia también), pasa al estadio de desarrollo explícito. La pre paración y realización de la fiesta de la Federación de 1790 y de sus acon tecimientos subsiguientes puso en evidencia que la «masa», la «nación» o el «pueblo» sólo puede darse como sujeto colectivo en la medida en que la reunión física de esas magnitudes se convierte en objeto de una esceni ficación metódica, que abarca desde la movilización a participar, pasando por la dirección escénica de afectos en el estadio y por la fijación de la atención de la «masa» mediante un espectáculo fascinógeno, hasta acabar, al final, en una disolución de la multitud controlada por guardias ciuda danos. No hay pasta sin recipiente en el que se le dé forma; no hay «ma sa» sin una mano que sepa para qué la amasa.
La fiesta de la Federación del 14 de julio de 1790, de la que tanto deJac to como de iure proviene la moderna cultura de «masas» como escenifica ción de acontecimientos, es informativa porque en ella se presentó ya en formas ejemplares y definitivas la relación entre público, espectáculo y lu gar de reunión. En el déjilé de la guardia ciudadana por el gigantesco cam po, como si se tratara de un interior-circo, y la misa patriótica celebrada por Talleyrand se hizo evidente que en liturgias colectivas de ese tipo de organización de multitudes hay que contar con un dominio omnipresen te del ritual; y que también el nuevo soberano reunido, el público presen te, precisamente por su presencia numéricamente avasalladora, ha de con tentarse con el papel de observador y aclamador animado. Esto significa, a la inversa, que los organizadores de la gran reunión han de saber en qué medida son responsables ellos mismos del éxito de la síntesis afectiva, es decir, del entusiasmo colectivo. Dado que el circo renacido, como foco político y como colector fascinógeno de masas, constituye una máquina de producción de consenso, hay que asegurar mediante una dirección escé nica del ritual que todos los sucesos dentro de él sean de evidencia ele mental. Quien no entiende el texto ha de entender la acción; a quien le resulta extraña la acción, ha de ser cautivado por el colorismo del es pectáculo. La fusión sonosférica se encarga del resto. Es verdad que en esa situación el llamado soberano no puede tomar nunca inmediatamente la palabra; pero puede, sin embargo, aplaudir las apariciones de sus repre sentantes, más aún, tiene el campo abierto para convertirse él mismo, me
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diante sus gritos de júbilo, en un fenómeno-nosotros acústico sui generis. Cuando no es posible una sintonía discreta, también el griterío colectivo lleva a resultados psicopolíticamente relevantes. La cuasi-nación, reunida en el estadio-circo, se experimenta a sí misma dentro de un plebiscito acús tico, cuyo resultado directo, el ruido jubiloso sobre las cabezas de todos, emerge como una emanación desde los reunidos para regresar al oído de cada uno. La autopoiesis del ruido se asemeja a una realización del lugar común por la vox populi. Tal griterío, no diferenciado todavía por ningu na instalación moderna de sintonía, hace que resulte superflua la retórica de oradores concretos. En el camino a la infección mimética, el grito de uno se convierte en el grito del otro; en todo caso, en el estadio se forman dos o más bandos de griterío. Cuando en lugar del grito aparece la coor dinación musical, se abre espacio al himno político. Como muestra la his toria de la Marsellesa y de otros himnos nacionales, el canto común insinúa la transformación de la multitud en coro; según otros puntos de vista, li bera, incluso, la naturaleza verdaderamente coral de la comunidad, sub yacente en las relaciones prosaicas cotidianas del ser humano5*2.
Por lo que respecta a los receptáculos arquitectónicos para las grandes concentraciones revolucionarias, no era suficiente, evidentemente, con la re-dedicación de salas feudales y eclesiásticas: no bastaría con menos que con la repetición para-renacentista de una forma antigua, hasta entonces inactual, si la naciente cultura de «masas» de la Modernidad había de co nectar con la de la Antigüedad europea; y tenía que hacerlo para satisfa cer su demanda de grandes edificios para agregados cuantitativos de seres humanos.
El imperativo del edificio para las grandes reuniones de la era de los pueblos soberanizados resulta, no en último término, de la experiencia de que las concentraciones de masas al aire libre -en el siglo XX a menudo en forma de desfiles o procesiones manifestativas- encierran un alto poten cial de escalada de la violencia, mientras que las asambleas acotadas ar quitectónicamente, incluso bajo techo, ofrecen una gran ventaja situacional para desarrollos civilizados53*. Pero, dado que apenas es posible reactivar una forma sin volver a poner enjuego también, al menos mediatamente, los contenidos unidos a ella originariamente, el moderno interés por los antiguos containers de «masas», el anfiteatro, arena, circo, se amplía en un renacimiento popular, en el que, junto con las formas arquitectónicas de los tipos de acontecimiento correspondientes, vuelven las luchas, las com-
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Étienne-Louis Boullée, proyecto para un coliseo.
peticiones, el drama de diferenciación, que discrimina entre vencedor y perdedor: sólo la muerte no puede ser ya bienvenida en el estadio mo derno, como lo era en la antigua arena54. Con razón se ha hecho notar que la Modernidad ha revitalizado, en notable simultaneidad con la de- mo( ia< i; . las dos antiguas instituciones de la tragedia y de las competicio nes atlét cas olímpicas ' . El orador de la revolución, Danton, transmite que ya en el año 1793 él mismo alentó la organización de Juegos Olímpi cos en el ( lampo de Marte con las miras puestas en la pedagogía nacional. Antes de el, Gilbert Romme, coautor del calendario de la Revolución, ya había propuesto en 1792 la celebración de olimpíadas francesas en los años bisiestos. Cuando patriotas así toman la voz, lo hacen recurriendo a romanos \ espartanos. No en vano es Bruto, el asesino de César, el héroe
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del momento. ¿Cuánto habrá que esperar hasta que los gladiadores de las arenas de antes se le añadan?
A la vista de esos containers de «masas», que tienden el puente arqui tectónico entre los antiguos modelos de la cultura de «masas» y su repeti ción moderna, se perfila uno de los problemas estructurales de la sociedad contemporánea: por mucho que valga para ella que sólo puede ser orga nizada acéfala y asinódicamente como todo, en ella se mantiene, profun damente arraigada, la demanda de instancias cefálicas y sinódicas: en los fantasmas de la asamblea capital o general de la sociedad se unifican in cluso ambas cosas (en todo caso, cabe preguntarse si una asamblea así, im posible en lo real, sería, al menos, simulable en un texto panorámico o fi losófico, de modo que, en caso de una respuesta afirmativa, se contara, al menos también, con un principio de explicación de la notable autoridad de la filosofía en las fases de la Modernidad devotas de la totalidad). La fic ción jurídico-estatal, popular entre los republicanos, de una toma de la so beranía por el pueblo, que asumiera sus derechos como sucesor del rey, pone al alcance, si fuera realizable en la práctica, la re-encamación de la función cefálica en un pleno popular. Por lo demás, no habría de pasar mucho tiempo hasta que los pensadores de la Constitución y los juristas del Tercer Estamento se dieran cuenta de los potenciales de violencia que encerraban tales ideas; en las escenas tumultuosas de los alzamientos po pulares del 14 de julio de 1789, del 10 de agosto de 1792, de las masacres de septiembre y de los innumerables episodios violentos tanto en París como en la provincia, se puso de manifiesto adonde conducía una interpreta ción literal del teorema de la soberanía popular. Sólo mediante estrictas li mitaciones de la libertad de reunión y coalición pudo evitarse que la mul titud se apropiara literalmente del dogma que estaba en el aire: «Toda violencia proviene de la calle».
Esas limitaciones hablan en favor de un rápido poder de captación por parte de la burguesía posesional de sus primeras lecciones de violencia; aunque los populistas de primera hora polemizaran la realización incom pleta de la égalitépor los «nuevos señores» y amenazaran a los patriotas sin demasiado entusiasmo con terribles puestas en práctica reales de la filo sofía. Ya la Constitución de 1791 emprendió el intento de reprimir las reu niones en las que una multitud presente quisiera articularse como socie dad política popular y, con ello, como personificación parcial del soberano. La Constitución del Directorio prohibió, después, directamente
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todas las reuniones al aire libre como amotinamientos: una prohibición que se mantuvo durante todo el siglo XIX: premisasjurídicas del quietismo impaciente (o del radicalismo ordenado), que caracterizará la cultura francesa desde el final de la era napoleónica hasta la época de las guerras mundiales (espíritus malvados afirman: hasta la actualidad)536. Efectiva mente, bajo el dominio de los jacobinos fue perdiendo terreno la creen cia, sólida en principio, en el poder expresivo de verdad de la organiza ción de «masas»; se había experimentado demasiadas veces con qué facilidad una multitud de enragés reunida en plazas públicas podía conver tirse, ante un grito casual de indignación, en una «masa» que se precipita hacia delante medio ciega. Canetti ha llamado masas podencas [Hetzmas- sen] a los montones energetizados a los que se ha implantado una inten ción537, que, como jaurías sansculóticas, dejarían su taijeta de visita en las farolas. Si hubo una astucia de la razón en la Revolución de 1789, ésta fue la realización, parcial siempre, de sus principios; únicamente de este mo do mantuvo una cierta resistencia contra los postulados incontinentes del universalismo de abajo. Cuya hora sonó de nuevo en el temprano siglo XX, cuando los fascismos europeos, solidarios entre ellos como una interna cional de nacionales, impusieron la unidad de calle y Estado y llevaron a la orden del día la puesta en práctica de la inclusión total igualitaria de un pueblo en sí mismo, en cada caso.
2 Los colectores: Para la historia del renacimiento del estadio
Se puede afirmar que el totalitarismo moderno es un producto del con senso del estadio: en un fonotopo agitado, en el que cien mil voces colo can una campana de ruido sobre los reunidos, surge el fantasma de la una nimidad, que infesta desde entonces a demagogos y filósofos sociales. En él se crea una volonté genérale sonora: un plebiscito de ruidos. A la vista de estas circunstancias, sejustifica literalmente la tesis de Gabriel Tarde: que el estado social del ser humano es uno hipnótico o sonámbulo. El griterío de la multitud en el estadio se reacopla directamente a ella, porque de la impresión por el espectáculo procede la excitación mimética, de la excita ción los gestos sonoros, y de su retorno -amplificado masivamente- al oí do la conmoción, que casi equivale a una convicción. Cuando Elias Canetti
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describió a la «masa como anillo»538no estaba caracterizando simplemen te las condiciones visuales y arquitectónicas de un estadio, sino, asimismo, la fascinación acústica que, procedente de la reunión, se cierne sobre ella. Lo mismo que los generales atenienses, también los modernos directores escénicos del consenso saben apreciar el poder de captación de la música. Allí donde han de concurrir todos los elementos que contribuyen a una vi vencia así, no deben faltar los medios de la síntesis fonotópica. Si están da dos, está garantizado también el acontecimiento, la fusión entusiástica de la multitud. Desde ese momento se sabe realmente lo que significa haber estado allí. Quien estuvo «allí» testificará que el acontecimiento como tal proporcionó una especie de verdad. Se demuestra ya, a la vez, cómo colo car riendas estrictamente rituales al gentío en el contenedor del pueblo. Entre 1790 y 1798, la arena recuperada en el Campo de Marte parisino, y numerosas otras construcciones análogas en la provincia, se ponen a prue ba una y otra vez con pompa y gloria. Del ritual fascinógeno y de la au- tohipnosis colectiva operativizada surge el material del que están hechas las catedrales de la comuna post-cristiana. Desde entonces dispone la «so ciedad» moderna de un medio autopersuasivo de gran capacidad de ren dimiento: un colector, con el que se pueda llevar a cabo, tanto organizati va como psicotécnicamente, la tarea de la reunión directa de grandes cantidades de seres humanos, en caso de plantearse de nuevo.
Para nuestro contexto basta con formular la pregunta: por qué hubie ron de pasar aún más de cien años hasta que la cultura de «masas» moder na redescubrió, sobre una base amplia, el efecto arena o coliseo, la fusión del público a la vista del espectáculo narcisista-narcótico. Muy sumariamen te, la respuesta podía ser que la «sociedad» del siglo XIX supo mejor cómo eludir esa tarea general impuesta, dado que el horror democrático-popu- lar estaba todavía demasiado profundamente arraigado en los testigos de la Revolución y sus herederos. Cuando en esa época se produjeron salidas a escena de la «masa», sucedió, por regla general, bajo formas ceremo nialmente controladas’39. Sólo con las turbulencias de comienzos del siglo XX se manifestó de nuevo el impulso a grandes agolpamientos y concen traciones, y con ellos, a la vez, la demanda de colectores arquitectónicos para grandes números de seres humanos físicamente congregados.
Las contraseñas de la historia de los colectores se llaman Juegos Olím picos, Revolución Rusa y Fascismo. Lo que une a esa trinidad heterogénea es el reto común de desarrollar grandes interiores para multitudes pre
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sentes y movilizadas, con el fin de administrar su capacidad de reacción mediante ilusiones-punto-central escenificadas. Es verdad que en el mo mento álgido de la Modernidad el arte de la síntesis social sólo fue ejerci tado aún como si se tratara de uno indirecto; pero esto no excluye que las reuniones directas de la multitud en sus horas simbióticas reclamen la in tervención del saber organizativo más explícito. Este se pragmatiza en la explotación de los grandes colectores. Desde la aparición y establecimien to de tales macro-intenores pudo saberse que el tipo de construcción ana lizado por Walter Benjamin, los pasajes -en los que buscó la idea profun da de interior del siglo XIX: la síntesis paradójica de intimidad y mundo público de la mercancía-, ya no desempeña ninguna función clave para la comprensión de los procesos creadores de espacio en la sociedad contem poránea. Por lo que respecta a su dimensión mercantil, los pasajes han si do reemplazados por los centros comerciales a las afueras de los comple jos urbanos o por las zonas peatonales del centro de las ciudades: la arquitectura reciente sólo los tiene en cuenta ya como citas historizantes510. (El entorno comercial concluido a comienzos de los años noventa en la re novada estación central de Leipzig depara -igual que las arcadas de la Potsdamer Platz y construcciones semejantes- un ejemplo sugestivo del historicismo capitalista escenificado ultramodernamente. ) Por lo que res pecta a las potencias creadoras de espacio del siglo XX, la constelación abs tracta de estadios y apartamentos es más significativa que todo lo demás. Mientras que los primeros posibilitan la espumización compactamente iso- pática, aniquiladora de espacio individual, de la multitud en grandes con tenedores, los segundos van unidos a la tendencia civilizatoria a la espumi zación discreta de la «sociedad» en conglomerados egosféricos de células.
En estas tendencias se manifiesta un rechazo general de la «sociedad», que -por hablar un instante hegelianamente- podría describirse como una dialéctica de la modernización. Mientras que en el proceso de la Moder nidad se impone irresistiblemente la ley de la diferenciación de subsiste mas, se articulan, una vez y otra, tomas de posición en sentido contrario para la salvación o reestablecimiento de la función del centro. Se puede hacer observar tan a menudo como se quiera que hace tiempo que nos movemos en una forma de mundo en la que la proyección de la ilusión de totalidad y punto central a un rey (y a sus asesores lógicos, los filósofos o sabios maestros) sólo seduce a los ingenuos; pero el puesto de rey como tal, el lugar fantasmático en el que el todo sabría autotransparentemente
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lo que es y quiere, no será abandonado sin lucha. La resistencia en favor del punto medio desarrolla sus propios centros, y atractores propios de la gran multitud. El Campo de Marte de París, el estadio olímpico de Atenas y las edificaciones que les suceden en todo el mundo: el Teatro del festival de Bayreuth, la Plaza Roja de Moscú, la Felsenreitschule y la Plaza de la ca tedral de Salzburgo, el Campo de deporte del Reich de Berlín, el terreno de la asamblea general del partido del Reich de Núremberg, en todos es tos topónimos se reflejan ejemplarmente las tendencias recentralizantes y sinodales, sin las que no pueden entenderse algunas de las corrientes de motivación político-culturales más poderosas y problemáticas de la prime ra mitad del siglo XX. En lugares así dominan agentes apropiados para su función de simular centralismo: una tarea, en vistas de la cual los límites de la política se diluyen en artes bellas y sublimes. Quizá no sea superfluo recordar esto, después de que la positivización de la falta de punto medio en la posmodernidad haya descompuesto el clima histórico, en el que nue vos centristas creían que las plausibilidades del tiempo estaban de su lado. Durante una coyuntura histórica precisa, la añoranza del centro se alió con la voluntad de reunión plenaria. Aunque ésta no significaba tampoco la asamblea de la totalidad en sentido literal -da igual que se la imaginara republicanamente, popularmente o por clases-, la llamada de la reunión, sin embargo, alcanzó a amplias élites, gustosas de figurar: esos grupos fo togénicos sucesores de la buena sociedad. Donde faltan éstos, quienes quieren reuniones recurren a comparsas de encargo.
La historia de losJuegos Olímpicos internacionales de la época moder na ha sido investigada bastante pormenorizadamente con ocasión de la ce lebración de su centenario, en 1996, y se la ha presentado en sinopsis po pulares, de modo que en este lugar sobra una recapitulación. Para nuestro contexto es significativo el hecho de que con su reintroducción y populari zación los Juegos Olímpicos han dado un gran impulso a la construcción de estadios en los nuevos tiempos y a las prácticas-colector correspondien tes. La «idea olímpica» no sólo deparó a la ideología deportiva moderna su instancia suprema y el ritual que la motiva al máximo; reforzó, también, la fuerza de atracción de la concentración física de masas, por muy despoliti zada, internacionalizada y centralistamente fracturada que fuera.
En la serie de losJuegos se mostró durante un siglo lo poco apropiadas que eran las convenciones del historismo para mantener bajo control el
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ímpetu renacentista de las exigencias modernas de la arena. Sólo al co mienzo del todo, motivos burgueses-cultos y neo-aristocráticos consiguie ron imprimir su huella en el movimiento deportivo moderno. Las excava ciones de Olimpia, llevadas a cabo entre 1875 y 1881 bajo la dirección de Ludwig Curtius, habían sacado a la luz del día los emplazamientos origi nales olímpicos de los Juegos; también el estadio panatenaico de Atenas fue escombrado desde mitad del siglo XIX y utilizado como lugar de Jue gos en el marco de «Olimpíadas» nacionales (en las que actuaban de ár bitros profesores de universidad), antes de que en el año 1896 se convir tiera en el escenario de los primeros Juegos Olímpicos internacionales, gracias, por cierto, al patronazgo de un millonario griego de orientación patriótica, y con la participación de 295 atletas, exclusivamente masculi nos, de trece naciones. Es dudoso que estos primeros Juegos fueran del agrado de sus organizadores.
