La instalación o producción
artificial
de nubes de polvo de combate exigía una coordinación eficiente de los factores generadores de nubes bajo cri terios de concentración, difusión, sedimentación, coherencia, masa, ex pansión y movimiento.
Sloterdijk - Esferas - v3
El fundamento ontológico de ese optimismo lo expresó en el siglo XV Nicolás de Cusa, al postular la simetría del ser-implícito máximo (Dios, co mo concentración en el punto atómico) y del ser-explícito máximo (Dios, como despliegue en la esfera-todo). Bajo presupuestos cúsanos, el pensa miento humano sería siempre un acompañamiento cognitivo a la expan sión divina en lo explícito, es decir, en lo realizado y creado, en la medida en que pueda conseguirse una consumación así en la finitud. En el capí tulo Deus sive sphaera de Esferas II68hemos tratado pormenorizadamente de
64
la culminación de la teología de la esfera occidental en el tratado, apa rentemente frívolo, de ludo globi, salido de la pluma del festivo cardenal. Un optimismo cognitivo semejante se encuentra en la ética de Spinoza, que representa una exhortación singular al desarrollo del potencial natu ral: Aún no sabemos de todo lo que es capaz el cuerpo oscuro; aprended más al respecto y veréis y podréis. En Leibniz, el optimismo cognitivo adopta formas más atenuadas, porque el autor de la Monadología poseía un concepto preciso de la insondabilidad de las implicaciones, que llegan has ta el infinito69. Y todavía en el constructo de Hegel de un círculo de círcu los se mantiene el principio de que lo último sólo es lo primero consuma do, llevado a sí epicéntricamente en nuestro conceptuar.
Cuando es el optimismo el que marca el tono, impone la cuestión de cómo, finalmente, lo interno puede volverse externo en su totalidad. Vis ta a una luz confiada, la praxis humana no es otra cosa que la gran rota ción que pone lo oculto en la oscuridad del instante vivido de tal modo an te nosotros que hay que incorporarlo a las reservas humanas como representación precisa. El optimismo consecuente hace que la historia del conocimiento y de la técnica desemboque en una imagen final, en la que la paridad entre interioridad y exterioridad estuviera consumada punto por punto. ¿Pero qué sucedería si pudiera mostrarse que con el devenir explícito de lo implícito se infiltra en el pensar, a veces, algo completa mente arbitrario, extraño, de otro tipo, algo nunca pensado, nunca espe rado yjamás asimilable? ¿Si la investigación, que avanza hasta zonas lími tes, da a conocer algo desconocido hasta ahora, de lo que no vale la afirmación de que un sujeto llegaría «a sí» en él? ¿Si hay algo nuevo que se sustrae a la simetría de lo implícito y lo explícito y penetra en los órde nes del saber como algo inmenso, exterior, algo que permanece extraño hasta el final?
Aparece lo monstruoso
Tras el fin de la coyuntura optimista puede manifestarse desapasiona damente qué significó defado la fenomenología en su habitual aplicación: fue un servicio de salvamento de los fenómenos en una época, en la que la mayoría de las «apariciones» ya no se dirigen al ojo o a los demás senti dos desde sí mismas, sino que más bien son conducidas a la visibilidad por
65
Ondas sonoras hechas visibles sobre un disco de metal.
la investigación, por explicaciones invasoras y medidas correspondientes (esto es, «observaciones» gracias a máquinas y sensores artificiales). Invitó a sus adeptos a participar en el intento de defender el primado metafísico de la percepción contemplativa frente al medir, calcular y operar70. Se de dicó a la tarea de contrarrestar la enajenante inundación de la conciencia por las inasimilables miradas internas y externas de máquinas a las entrañas y cuerpos cortados y abiertos, no para negarse a lo nuevo sino para inte grarlo en la acostumbrada percepción de la naturaleza o de las circuns tancias, como si no hubiera sucedido nada por el corte de la técnica. Con
66
razón había enseñado Heidegger que la técnica es un «modo del desocul- tamiento». Esto quería decir, a la vez, que a lo técnicamente desocultado y hecho público sólo le puede corresponder ya una fenomenalidad derivada, una publicidad híbrida y una quebrantada vinculación con la percepción71.
A la monstruosa visualidad de los hechos anatómicos, que nos acom paña desde el siglo XVI (y que ya no consigue integrar un humanismo en el medallón de un ser humano lector), se añaden los panoramas que des de el siglo XVII abren los microscopios y telescopios -las dos máquinas in fernales para el ojo-. La ampliación (junto con la cartografía) es la capa cidad de primer impacto de la explicación, por la que al mundo invisible hasta ahora se le coloca bajo coacción figurativa72. Pensamos también en el devenir-fenómeno de hongos atómicos, de núcleos celulares y vistas inte riores de máquinas, en placas de rayos X y tomografías de Computer, en fotografías galácticas, en un universo difuso de aspectos más complejos, apenas descifrables, para cuya apariencia no podía estar preparado ningún ojo humano (dicho con más cautela: humano antiguo). (Notemos que la disciplina del diseño -como producción artificial de superficies de percepción y de usuarios sobre funciones invisibles, o sea, como realce estéticamente intencionado de motivos funcionales, si no inadvertidos- se inaugura en una dimensión más moderna que su coetánea, la Fenomeno logía, en tanto que opera ya al nivel de la segunda perceptibilidad, es de cir, de la observación por aparatos y sensores. )
Así pues, se compromete fenomenológicamente quien está decidido a tratar la visualidad, artificialmente producida, de estados de cosas antes ocultos por naturaleza y de funciones o mecanismos latentes, como si la antigua alianza feliz entre ojo y luz valiera también para estos recién lle gados al espacio de lo observable. En este sentido, la fenomenología es una restauración positiva de la percepción, tras su sobrepasamiento por la observación mecánica. Elude conscientemente la cuestión de si el ojo hu mano puede competir con el contador Geiger. Mientras esa maniobra de distracción resulta efectiva, permanece intacta la insinuación de que el sa ber puede habitar el mundo como el burgués su chalet.
En primera instancia no puede negarse: también las vistas y figuras de lo extraño -que se vuelve visible al hacer incisiones en los cuerpos de los seres humanos y animales desde diferentes ángulos, así como en la des composición química de la materia, hasta llegar a las epifanías nucleares sobre el desierto americano o a las huellas de átomos en cámaras de Wil-
67
L. Rogozov, Estación Nowolazarewskaja, Antártida, durante la realización de una autooperación
de apendicitis en abril de 1961.
son- penetran en la percepción humana como si esas nuevas visualidades sólo fueran continuación de lo diáfano de la primera naturaleza diurna con medios más actuales. Pero no son eso. Todas esas nuevas visibilidades, esas penetraciones en el trasfondo de los fenómenos, posibilitadas por pro cedimientos figurativos desarrollados: esos cortes implacablemente explícitos en cuerpos vivos y sin vida, esas vistas externas de órganos naturalmente ocultos, esas vistas artificiales contra-intuitivas del lado nocturno y mecá nico de la naturaleza, esas tomas de cerca de la materia al descubierto, ge nerada por un sólido saber operacional y un excentricismo experimenta do, todo ello está separado por un foso ontológico de la disposición cognoscitiva natural, cautelosa, tolerante, de las miradas en derredor hu manas dentro de circunstancias más o menos familiares, inmanentes al ho rizonte, para las que se ha introducido desde antiguo la expresión natura leza. Sólo después del giro auto-operativo el nuevo saber llega a una posición en la que se convierte para él en fenómeno lo que en modo al guno estaba predispuesto para el aparato perceptivo humano, al menos no según su primer diseño. Lo que la investigación lleva a la superficie tuvo que ser extraído «a la luz del día» o «desocultado» en una especie de ex
68
plotación minera cognitiva. Para el de-dónde de esas extracciones la Mo dernidad ofrece nombres diversos: proceden o bien del «inconsciente» o bien de la latencia, del no saber, del ocultamiento en los lados interio res del pliegue de los fenómenos, o de alguna otra versión del todavía-no cognitivo.
Para ningún género de «objeto» vale esto más de lo que vale para los heroicos sujetos de las nuevas «ciencias de la vida», que recientemente han avanzado espectacularmente hacia lo hasta ahora eludido, no-apare- ciente y, por tanto, invisible: como consecuencia de esas invasiones, los cerebros humanos, el genoma humano y los sistemas de inmunidad hu manos han sido colocados tan teatralmente en el escenario epistemológi co que se mantiene continuamente en vilo tanto a la publicidad formati- va como a la sensacionalista mediante su puesta en escena y la carta de naturaleza que se les concede, presentándolos como «investigación» y « desciframien to ».
En estos tres campos de objetos puede mostrarse qué absurda sería la idea de que disciplinas de esa orientación fueran expresión y emanación de la reflexión humana sobre la existencia, o incluso manifestaciones de eso que los filósofos idealistas han llamado autorreflexión. El giro del sa ber hacia los cerebros -en los que, por lo que vemos, se procesa todo sa ber, también ese agudo saber del saber-, como hacia los genomas y siste mas de inmunidad -que también representan, sin duda, las premisas biológicas actuales para la existencia de esos genetistas e inmunólogos-, no tiene ningún carácter «reflexivo» o reflejante; ejecuta sólo la rotación auto-operativa, a consecuencia de la cual el saber se coloca detrás del es pejo o al «dorso» de las subjetividades. A tal efecto resulta necesario forzar el acceso a lo encubierto, porque sólo después de la irrupción en lo ocul to y de su inclusión en el espacio iluminado puede devenir perceptible co mo fenómeno lo que por sí mismo sólo existía y existe latente, a-fenomé nico y sin relación necesaria con una conciencia cómplice. Para que genes, cerebros y sistemas de inmunidad caigan bajo la presión de la apariencia se necesitan instrumentos y procederes neutralizadores del Leteo, los ins trumentos efectivos del giro, que lleva lo no-dado a la posición de lo dado73.
Hay que subrayar que este hacer que algo se dé no puede mantener pa ra siempre el carácter de una altiva arrogancia sobre los objetos; precisa mente las nuevas ciencias de la vida permiten prever cómo la investigación será penetrada cada vez más por la conciencia de la importancia crecien-
69
Amígdala, fórnix y periventrículos del cerebro, reconstrucción 3D.
te del objeto. Quien plantea la pregunta qué es la vida tiene que comen zar por admitir que la vida depara ella misma la respuesta. Cada vez puede hablarse menos de una apropiación del objeto por el sujeto investigador. Mi cerebro, mi genoma, mi sistema de inmunidad, los buenos pronombres posesivos de siempre suenan en tales contextos como exhibiciones folcló- rico-gramaticales. Los nuevos bienes nunca pueden pasar a ser propiedad nuestra, porque nada nos resultará tan extraño siempre como la biomecá nica «propia» hecha explícita. Que, evidentemente, el largo ataque a lo oculto suceda por necesidad y desde cualquier perspectiva se emprenda con razón: esto, bajo expresiones contundentes como «libertad de la in vestigación» o «mejora de las condiciones humanas de vida», pertenece a las convicciones primarias de la civilización moderna, convicciones, por su parte, que provienen de fuentes antiguas, como, por ejemplo, de la doc trina aristotélica de que la aspiración al conocimiento es algo natural al ser humano.
No queremos comentar esos postulados a no ser indicando que todo devenir a primer plano de lo que permaneció latente durante mucho tiempo tiene su precio, sobre todo cuando es a los condicionamientos at
70
mosféricos y climáticos de las culturas a los que, por su erosión, más aún, por su destrucción intencionada, se apremia a manifestarse. Tras su vul neración quedan ahí, convertidos en objetos, y son ellos los que apremian a una reconstrucción operativa. Esto vale de modo especial para el saber de las culturas, que fue colocado por la gran rotación en una posición ex terna y técnica74. Puede decirse a posteriori todo lo malo que se quiera res pecto del siglo XX, pero no que no pagara el precio de tales enajenaciones. Ninguna otra época puede exhibir una pericia llevada tan lejos en el arte de aniquilar la existencia a partir de sus propias premisas vitales. En el re verso de los procedimientos de destrucción se hacen visibles las condicio nes constructivas de conservación de espacios culturales. Su destino de penderá del saber y poder reconstructivo, que las civilizaciones consiguen por sí mismas.
Nunca hemos sido revolucionarios
Una vez transcurrido el siglo XX comienza a reconocerse que fue un fa llo colocar el concepto de revolución en el centro de su interpretación, igual que fue un camino errado entender los modos extremos de pensar de aquel tiempo como reflejos de acontecimientos «revolucionarios» en la «base» social. Todavía sigue dándose crédito, cómplicemente, a las auto- mistificaciones de los actores de la época. Quien hablaba de revoluciones, políticas o culturales, antes y después de 1917, casi siempre se dejó engañar por una metáfora poco clara de movimiento. En ningún momento la fuer za del siglo se cifró en la revolución. En ninguna parte se cambian los lu gares arriba y abajo; nada que estuviera a la cabeza se puso a los pies; en vano se buscaría un comprobante de que los últimos se volvieran en algu na parte los primeros. Nada se revolucionó, nada se dio la vuelta en el círculo. Por el contrario, en todas partes se llevaron a primer plano cosas pertenecientes al trasfondo, en frentes innúmeros se fomentó la manifes tación de lo latente. Lo que pudo explorarse, explotarse, investigarse me diante perforaciones de profundidad, intervenciones e hipótesis invasivas, llegó a los depósitos de combustible, al texto impreso, a los balances de ne gocios. El medio plano se extendió, las funciones representativas se multi plicaron, cambió el reparto de papeles en los tribunales, las administra ciones se ampliaron, los puntos de aplicación de acciones, producciones,
71
publicaciones proliferaron, nuevos departamentos oficiales surgieron de la nada, el número de oportunidades de hacer carrera se multiplicó por mil. Algo de todo ello resuena en la tesis maliciosa de Paul Valéry de que los franceses, y eo ídolos modernos, hicieran de la «revolución» una «rutina».
El concepto fundamental auténtico y verdadero de la Modernidad no se llama revolución sino explicación. Explicación es para nuestro tiempo el verdadero nombre del devenir, al que pueden subordinarse o yuxtapo nerse los modi convencionales del devenir mediante flujo, mediante imita ción, mediante catástrofe y recombinación positiva. Deleuze articuló una idea semejante cuando intentó transferir el tipo de acontecimiento «revo lución» al nivel molecular, con el fin de eludir las ambivalencias de la ac tuación en la «masa»; no cuenta la subversión voluminosa, sino el fluir, el discreto ir más allá en la próxima situación, la huida continuada del status quo. En el ámbito molecular lo que importa son sólo las pequeñas y míni mas maniobras; todo lo nuevo, que lleva más lejos, es operativo. La visibi lidad de la innovación real se debe precisamente al efecto producido por la explicación; lo que entonces se encomia como una «revolución» no es ya, por regla general, más que el ruido que surge cuando el acontecimien to ha pasado. La era presente no subvierte las cosas, las situaciones, los temas: los lamina. Los despliega, los arrastra hacia delante, los disgrega y apisona, los coloca bajo coacción a manifestarse, los deletrea de nuevo analíticamente y los introduce en rutinas sintéticas. De supuestos hace operaciones; proporciona métodos exactos a confusas tensiones expresi vas; traduce sueños a instrucciones de uso; arma el resentimiento, deja que el amor toque innumerables instrumentos, a menudo recién inventados. Quiere saber todo sobre las cosas del trasfondo, sobre lo plegado, antes in disponible y sustraído, en cualquier caso, tanto como sea necesario tener a disposición para nuevas acciones en el primer plano, para despliegues y desdoblamientos, intervenciones y transformaciones. Traduce lo mons truoso a lo cotidiano. Inventa procedimientos para introducir lo inaudito en el registro de lo real; crea las teclas que permiten a los usuarios un abor daje fácil a lo imposible hasta ahora. Dice a los suyos: No existe el desmayo; lo que no puedes, puedes aprenderlo. Con razón se la llama la era técnica.
A continuación repetiremos algunos capítulos sacados de la historia de las catástrofes del siglo XX, con el fin de explicar a resultas de qué lu chas y qué traumas la estancia humana en milieus respirables ha tenido que convertirse en un objeto de cultivo explícito. Una vez realizado esto,
72
cuesta poco esfuerzo ya explicar por qué todos los tipos de éticas del va lor, de la virtud y del discurso resultan huecas mientras no se traduzcan a la ética del clima. ¿Exageró Heráclito cuando dijo que la guerra es el pa dre de todas las cosas? En cualquier caso, un filósofo contemporáneo no habría exagerado afirmando que el terror es el padre de la ciencia de las culturas.
73
Introducción: Aerimotos*
Sin aliento por tensa vigilia, sin aliento por sofoco en el resplandor irrespirable de la noche. . .
Hermann Broch, La muerte de Virgilio
1 La guerra de gas o: El modelo atmoterrorista
Si se quisiera decir en una frase y con un mínimo de expresiones lo que el siglo X X , junto a sus logros inconmensurables en las artes, aportó como características inconfundiblemente propias a la historia de la civilización, bastaría con considerar tres criterios. Quien desee comprender la origina lidad de esa época ha de tener en cuenta: la praxis del terrorismo, la con cepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente. Por lo primero, se establecieron las interacciones entre enemigos sobre fun damentos posmilitares; por lo segundo, el funcionalismo consiguió rein corporarse al mundo de la percepción; por lo tercero, los fenómenos de la vida y del conocimiento se vincularon entre sí a una profundidad no co nocida hasta entonces. Esos tres criterios juntos señalan la aceleración de la explicación, de la inclusión reveladora de latencias y datos del trasfon do en operaciones manifiestas.
Si se planteara, además, la tarea de determinar cuándo, desde este pun
*Gran parte de esta introducción fue publicada ya por Sloterdijk como librito indepen diente, Luftbeben. Aus den Quellen des Terrors, Suhrkamp, Frankfurt 2002 [Temblores de aire. En lasfuentes del terror, Pre-Textos, Valencia 2003]. Aquí aparece algo modificada y ampliada con páginas nuevas. Traducimos Luftbebenpor «aerimotos», primero porque en alemán Erdbeben = terremoto(s), Seebeben= maremoto(s), y segundo por ciertas resonancias del propio texto (págs. 103-105). Es, además, una insinuación que debo y agradezco a mi colega en la Facul tad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura, el catedrático de filología latina D. Eustaquio Sánchez Salor. (N. del T. )
75
to de vista, comenzó el siglo XX, la respuesta podría darse con gran exac titud puntual. Con un mismo dato puede ilustrarse cómo las tres carac terísticas primarias de la época estaban unidas al comienzo en una común escena primordial. El siglo XX se abrió espectacularmente revelador el 22 de abril de 1915 con la primera gran utilización de gases de cloro como medio de combate por un «regimiento de gas» -creado expresamente pa ra ello- de los ejércitos alemanes del Oeste contra posiciones franco-cana dienses de infantería en el arco norte de Ieper. Durante las semanas pre cedentes en ese sector del frente soldados alemanes, sin que el enemigo se diera cuenta, habían instalado en batería al borde de las trincheras ale manas miles de botellas de gas escondidas de tipo desconocido hasta en tonces. A las 18 horas en punto pioneros del nuevo regimiento, bajo el mando del coronel Max Peterson, con viento dominante del norte y nor deste, abrieron 1. 600 botellas llenas de cloro grandes (40 kg) y 4. 130 más pequeñas (20 kg). Mediante ese «escape» de la substancia licuefactada unas 150 toneladas de cloro se desplegaron convertidas en una nube de gas de aproximadamente 6 kilómetros de anchura y 600 a 900 metros de profun didad76. Una toma aérea conservó para la memoria el desarrollo de esa pri mera nube tóxica de guerra sobre el frente de Ieper. El viento favorable impulsó la nube a una velocidad de 2 hasta 3 metros por segundo contra las posiciones francesas; la concentración del gas tóxico se calculó en un 0,5 por ciento aproximadamente: durante un tiempo de exposición prolon gado ello produjo daños gravísimos en vías respiratorias y pulmones.
El general francés Jean-Jules Henry Mordacq (1868-1943), que se en contraba entonces a 5 kilómetros del frente, recibió poco después de las 18:20 horas una llamada telefónica de campaña, en la que un oficial del primer regimiento de tirailleurs anunciaba la aparición de nubes de humo amarillentas, que llegaban de las trincheras alemanas a las posiciones fran cesas7. A causa de esa alarma, dudosa al comienzo pero confirmada des pués por nuevas llamadas, Mordacq montó a caballo junto con sus ayu dantes para examinar por sí mismo la situación del frente, y tras corto tiempo aparecieron en él mismo y en sus acompañantes trastornos respi ratorios, irritación bronquial y fuertes zumbidos en los oídos; después de que los caballos se negaran a continuar, el equipo de Mordacq tuvo que acercarse a pie a la zona gaseada. Pronto les salieron al encuentro trope les de soldados horrorizados, corriendo, con las guerreras abiertas, arro
jando las armas, escupiendo sangre, pidiendo agua. Algunos rodaban por
76
Toma aérea del primer ataque alemán con cloro en Ieper el 22 de abril de 1915.
el sueloL luchando en vano por respirar. Hacia las 19:00 horas había abier ta una brecha de 6 kilómetros de anchura en el frente franco-canadiense; entonces avanzaron las tropas alemanas y ocuparon Langemarck78. Para su propia protección las unidades atacantes sólo disponían de almohadillas de isa impregnadas con una solución sódica y un líquido que retenía el cloro, acopladas sobre la boca y la nariz. Mordacq sobrevivió al ataque y publicó sus memorias de guerra en el año de la toma del poder por Hiüer.
El éxito militar de la operación no fue controvertido en ningún mo mento: jxx os días después de los sucesos de Ieper el emperador Guiller mo II va recibió al director científico del programa alemán de gas de com bate, el químico profesor Fritz Haber, director del Instituto Kaiser-Wilhelm para Química física y Electroquímica de Dahlem, en audiencia personal, ascendiéndolo a capitán7". De todos modos, se extendió la opinión de que las tropas alemanas, ellas mismas sorprendidas por la eficacia del nuevo método! no habrían sabido rentabilizar con energía suficiente su triunfo del 22 de abril. Por el contrario, los datos sobre el número de victimas di fieren Stucho, antes como ahora: según fuentes no oficiales francesas sólo habría habido 625 afectados por el gas, de los cuales no más de 3 habrían sucumbido por el envenenamiento, mientras que, según informes alema
77
nes iniciales, habría que contar con 15. 000 intoxicados y 5. 000 muertos, can tidades que, ciertamente, en el transcurso de la investigación se han ido rectificando continuamente a la baja. Es evidente que en esas diferencias se manifiestan controversias interpretativas, que muestran a todas luces di ferentes el sentido técnico-militar y moral de las operaciones. En un in forme canadiense de la autopsia realizada a una victima del gas en una de las zonas del frente más afectada se dice: «Al extraer los pulmones se de rramaron cantidades considerables de un líquido espumoso amarillo cla ro, evidentemente con gran contenido de material albuminoso. . . Las venas de la superficie del cerebro estaban obstruidas en alto grado, todos los pe queños vasos sanguíneos habían aparecido ostensiblemente»80.
Mientras que el desdichado siglo XX se dispone hoy a entrar en los li bros de historia como la «época de los extremos»81y le va consumiendo la inactualidad progresiva de sus líneas de lucha y conceptos movilizadores -sus guiones para la historia universal no están menos amarillentos que las proclamas de los teólogos medievales para la liberación del Santo Sepul cro-, se manifiesta con creciente nitidez uno de los modelos técnicos del siglo pasado. Se le podía llamar la introducción del medio ambiente en la lucha de los adversarios.
Desde que hay artillerías pertenece al oficio de los defensores y seño res de la guerra el dirigirse al enemigo y sus escudos protectores con tiros inmediatos. Quien pretende eliminar a un contrario según las reglas del arte militar de dar muerte a distancia tiene que establecer, mediante el cañón de una pieza de artillería, una intentio directa a su cuerpo e inmovilizar el objeto puesto en el punto de mira por un impacto suficientemente cer tero. Desde la Edad Media tardía hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial la definición del soldado la constituía el hecho de que consi guiera establecer y «mantener» esa intencionalidad. Durante esa época la virilidad iba codificada, entre otras cosas, por la capacidad y disposición a dar muerte directa y causalmente a un enemigo con la propia mano y el arma propia. El apuntar al adversario es, por decirlo así, la continuación de la lucha a dos con medios balísticos. Por eso el gesto de matar un hom bre a otro queda tan ligado a la idea preburguesa de valor personal y po sible heroísmo que siguió actuando, por muy anacrónico que fuera, inclu so bajo condiciones de combate a distancia y batalla anónima con material técnico. Si los miembros de los ejércitos del siglo XX pudieron ser de la opinión de que ejercían todavía un oficio «varonil» y, bajo premisas béli-
78
Instalación de botellas de cloro en
las trincheras alemanas de primera línea.
cas, «honrado», fue apelando al riesgo del inmediato encuentro a muerte. Su manifestación técnico-armamentística es el fusil con bayoneta calada: si por algún motivo fallaba la eliminación (burguesa) del enemigo por dis paros a distancia, el fusil siempre ofrecía la posibilidad de regresar al (no ble y arcaico) horadamiento directo desde cerca.
Se recordará el siglo XX como la época cuya idea decisiva consistió en apuntar no ya al cuerpo de un enemigo sino a su medio ambiente. Esta es la idea fundamental del terror en un sentido más explícito y más acomo dado a los tiempos. Su principio lo puso Shakespeare proféticamente en boca de Shylock: «Me quitáis mi vida si me quitáis los medios por los que vivo»82. Entre esos medios, hoy han pasado a ser el centro de atención, jun to a las económicas, también las condiciones ecológicas y psicosociales de la existencia humana. En los nuevos procedimientos para gestionar desde el medio ambiente o entorno del enemigo la sustración de sus condicio nes de vida aparecen los perfiles de un concepto específicamente moder no, post-hegeliano, del horror81.
El horror del siglo XX es esencialmente más que el puedo-porque-quie- ro, con el que la autoconciencia jacobina pasó por encima de los cadáve res de quienes se interpusieron en su carrera a la libertad; a pesar de se
79
mejanzas formales, se diferencia también fundamentalmente de los aten tados con bombas de los anarquistas y nihilistas en el último tercio del si glo XIX, que intentaban una desestabilización pre-revolucionaria del or den burgués-tardoaristocrático de la sociedad; entre ellos florecía no pocas veces una cómoda y oronda «filosofía de la bomba», que proporcio naba expresión a las fantasías de poder de pequeñoburgueses amigos de la destrucción84. Además, ni metódicamente ni por sus objetivos puede confundírselo con la técnica fobocrática de dictaduras permanentes o emergentes para doblegar a su propia población mediante una mezcla cal culada de «ceremonia y terror»85. Finalmente, hay que mantener alejados de su concepto preciso los innumerables episodios en los que desespera dos concretos, por motivos de venganza, paranoides o erostrasianos, se apropian de modernos medios de destrucción para escenificar ocasos pun tuales del mundo.
El horror de nuestra época es una forma fenoménica del saber de ex terminio, teórico-medioambientalmente modernizado, gracias al cual el terrorista comprende mejor a sus víctimas de lo que ellas mismas se com prenden. Cuando el cuerpo del enemigo ya no se consigue liquidar por impactos directos, al atacante se le presenta la posibilidad de hacerle im posible la existencia sumergiéndolo durante el tiempo suficiente en un medio sin condiciones de vida.
De esa conclusión surge la moderna «guerra química», como ataque a las funciones vitales del enemigo que dependen del medio ambiente, a sa ber, respiración, regulaciones nervioso-centrales y condiciones de tempe ratura y radiación aptas para la vida. De hecho, aquí se produce el paso de la guerra clásica al terrorismo, en tanto que éste tiene como presupuesto la renuncia al antiguo cruce de aceros entre adversarios de la misma al curnia. El terror actual opera más allá del intercambio ingenuo de golpes armados entre tropas regulares. Lo que le importa es la sustitución de las formas clásicas de lucha por atentados a las condiciones medioambienta les de vida del enemigo. Un cambio así se insinúa cuando se enfrentan ad versarios muy desiguales, como se percibe en la coyuntura actual de las guerras no-estatales y de los roces entre ejércitos estatales y combatientes no-estatales. Sin embargo, es completamente falsa la afirmación de que el terror sea el arma de los débiles. Cualquier mirada a la historia del terror en el siglo XX muestra que fueron los Estados, y entre ellos los fuertes, los primeros que dieron la mano a métodos y medios terroristas.
80
El descubrimiento del «medio ambiente».
Como se reconoce retrospectivamente, la curiosidad histérico-militar de la guerra de gas de 1915 a 1918 consiste en que en ella, a ambos lados del frente, se habían integrado formas patrocinadas oficialmente del terror medioambiental en el ejercicio regular de la guerra de ejércitos reclutados legalmente, bajo desacato consciente del artículo l23a de la Convención de ( mei ra de La Haya de 1907, en el que estaba excluida expresamente la uti- 1i/ai ion de tóxicos y de armas, de cualquier tipo, que acrecentaran el su frimiento, en acciones contra el enemigo y, ante todo, contra la población no combatientes'. Parece que en 1918 los alemanes contaban con más de 9 batallones de gas con cerca de 7. 000 hombres, los aliados con más de 13 ba
81
tallones de «tropas químicas» y más de 12. 000 hombres. No sin razón había expertos que hablaban de una «guerra dentro de la guerra». La fórmula anuncia la liberación del exterminismo de la moderación de la violencia bélica. Numerosas manifestaciones de soldados de la Primera Guerra Mundial, sobre todo de oficiales de profesión de procedencia noble, ates tiguan que consideraban que la lucha con gas era una degeneración, des honrosa para todos los participantes, del modo de llevar una guerra. Sin embargo, apenas se ha transmitido algún caso en el que un integrante del ejército se opusiera abiertamente a la nueva «ley de la guerra»87.
El descubrimiento del «medio ambiente» tuvo lugar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que los soldados de ambos lados se habían hecho tan inalcanzables para la munición de armas o explosivos pensada para ellos que el problema de la guerra-de-atmósferas hubo de plantearse acuciantemente. Lo que después se llamó guerra de gas (más tarde aún, guerra aérea de bombas) se ofrecía como su solución técnica: su principio consistía en envolver al enemigo el tiempo suficiente -lo que en la práctica significaba al menos unos minutos- en una nube de mate riales contaminantes, de oportuna «concentración táctica», hasta que ca yera víctima de su propia necesidad natural de respirar. (La producción de nubes psicológicas de material contaminante sobre la propia población es asunto, por regla general, de los medios de masas de los grupos belige rantes: éstos transforman su imperativo de informar en una complicidad involuntaria con los terroristas, dado que, con gesto honrado, generalizan los horrores locales supranacionalmente. ) Esas nubes tóxicas no se com ponían prácticamente nunca de gases en sentido físico, sino de partículas finísimas de polvo, liberadas por la descarga de los explosivos. Con ello apareció el fenómeno de una segunda artillería, que ya no apuntaba di rectamente a los soldados enemigos y sus posiciones, sino más bien al en torno de aire de los cuerpos del enemigo. En consecuencia, el concepto de «blanco» se movilizó siguiendo una lógica borrosa: lo que estaba sufi cientemente cerca del objeto podía valer desde ahora como suficiente mente exacto y, por ello, operativamente dominado8. En una fase posterior los proyectiles altamente explosivos de la artillería clásica se recombinaron con los proyectiles generadores de niebla de la nueva artillería de gas. Una investigación febril se ocupó entonces de la cuestión de cómo enfrentarse a la rápida dilución de las nubes tóxicas sobre el campo de batalla, cosa que, por regla general, se consiguió a través de aditivos químicos que mo
82
dificaron en el sentido deseado el comportamiento altamente volátil de las partículas de polvo de combate. A consecuencia de los acontecimientos de Ieper surgió rápidamente de la nada una especie de climatología militar, de la que no se dice demasiado poco si se la reconoce como el fenómeno directriz del terrorismo.
El saber de nubes tóxicas es la primera ciencia con la que el siglo XX muestra su documento de identidad89. Antes del 22 de abril de 1915 esa afirmación habría sido patafísica; posteriormente ha de valer como el nú cleo de una ontología de la actualidad. Explícita el fenómeno del espacio irrespirable, que iba implícito tradicionalmente en la idea de miasma. El estatuto poco claro hasta hoy día del saber de nubes tóxicas o de la teoría de espacios invivibles dentro de la climatología sólo deja claro que la te oría del clima no se ha emancipado todavía de su obnubilación científico- natural. Como mostraremos, fue, verdaderamente, la más temprana de las nuevas ciencias humanas que surgieron del saber de la guerra mundial90.
El desarrollo fulminante de aparatos militares protectores de la respi ración (popularmente, máscaras de gas de tropas regulares) delata la aco modación de las tropas a una situación en la que la respiración humana estaba en vías de asumir un papel directo en los acontecimientos bélicos. Fritz Haber pudo pronto hacerse festejar como el padre de la máscara de gas. Cuando se llega a saber por la literatura histórico-militar que, entre fe brero yjunio de 1916, sólo entre las tropas alemanas en Verdún fueron re partidas por el depósito correspondiente de la zona de retaguardia cerca de 5 millones y medio de máscaras de gas, así como 4. 300 aparatos de pro tección de oxígeno (la mayoría de las veces tomados de la explotación mi nera) dotados con 2 millones de litros de oxígeno91, se hace evidente en cifras en qué medida ya en ese momento la guerra «ecologizada», transfe rida a un entorno atmosférico, se había convertido en una lucha alrede dor de los potenciales respiratorios de las partes enemigas. La lucha in cluyó entonces los puntos débiles biológicos de las partes en conflicto. La imagen de la máscara de gas, que se hizo rápidamente popular, manifies ta que el atacado intentó liberarse de su dependencia del entorno inme diato de aire respirable, escondiéndose tras un filtro de aire -un primer paso al principio de aire acondicionado, que se basa en el desacoplamien to de un volumen definido de aire del aire del entorno-. A ello corres ponde, por el lado atacante, una escalada del ataque a la atmósfera me diante la utilización de materiales tóxicos que penetraran por los aparatos
83
protectores de la respiración enemigos; desde el verano de 1917, químicos y oficiales alemanes comenzaron a utilizar como material bélico el sulfuro de etilo diclorado, conocido como «cruz azul» o «clark I», que, en forma de finísimas partículas de material en suspensión, era capaz de superar los filtros protectores de la respiración enemigos, un efecto del que los afec tados dejaron constancia con la expresión «rompedor de máscaras». Al mismo tiempo, la artillería de gas alemana introdujo en el frente occiden tal contra las tropas británicas el nuevo gas de combate cruz amarilla o lost92, que, incluso en cantidades mínimas, al contacto con la piel o roce con las mucosas de los ojos y vías respiratorias provocaba estragos en el or ganismo, sobre todo pérdidas de la vista y disfunciones nerviosas catastró ficas. Entre las víctimas más conocidas del lost o iperita en el frente occi dental se contaba el cabo Adolf Hitler, que la noche del 13al 14de octubre de 1918 en una colina cerca de Wervick (La Montagne), al sur de Ieper, se vio implicado en uno de los últimos ataques con gas de la Primera Guerra Mundial, llevado a cabo por los británicos. En sus memorias declaraba que la mañana del 14 sus ojos se habían convertido en algo así como carbones incandescentes; que, además, tras los sucesos del 9 de noviembre en Ale mania, que él vivió simplemente de oídas en el hospital militar Pasewalk de Pomerania, había sufrido una recaída en la pérdida de la visión que le causó el lost, durante la cual habría tomado la decisión de «hacerse polí tico». En la primavera de 1944 Hitler manifestó a Speer, en vistas de la de rrota que se acercaba, que albergaba el temor de perder otra vez la vista, como entonces. El trauma del gas estuvo presente en él hasta el final, co mo rastro nervioso. Parece que entre los determinantes técnico-militares de la Segunda Guerra Mundial desempeñó un papel el hecho de que, a cau sa de esos sucesos, Hitler introdujera una comprensión idiosincrásica del gas en su concepción personal de la guerra, por una parte, y de la praxis del genocidio, por otra93.
En su primera aparición la guerra de gas reunió en estrecho consorcio los criterios operativos del siglo XX: terrorismo, conciencia del design y planteamiento medioambiental. El concepto exacto de terror presupone, como se ha mostrado, un concepto explícito de medio ambiente, porque el terror representa el desplazamiento de la acción destructiva desde el «sistema» (aquí, desde el cuerpo enemigo físicamente concreto) a su «me dio ambiente» (en este caso, al entorno atmosférico en el que se mueven
84
los cuerpos enemigos, obligados a respirar). De ahí que la acción terroris ta ya posea siempre, por sí misma, un carácter atentatorio, pues a la defi nición de atentado (en latín: attentatum, intento, tentativa de asesinato) no sólo pertenece un golpe sorpresivo desde la emboscadura, sino también el aprovechamiento maligno de los hábitos de vida de las víctimas. En la gue rra de gas se incluyen estratos profundísimos de la condición biológica de los seres humanos en los ataques a ellos mismos: el hábito ineludible de respirar se vuelve contra los respirantes de tal modo que éstos se convier ten en cómplices involuntarios de su destrucción, suponiendo que el te rrorista de gas consiga acorralar a las víctimas en el entorno tóxico el tiem po necesario hasta que éstas, por inhalaciones inevitables, se entreguen al medio ambiente irrespirable. No sólo es la desesperación, según observa ba Jean-Paul Sartre, es un atentado del ser humano contra sí mismo; el atentado al aire del terrorista de gas produce en los atacados la desespe ración de verse obligados a cooperar en la extinción de su propia vida, de bido a que no pueden dejar de respirar.
Con el fenómeno guerra de gas se alcanza un nuevo plano explicativo para premisas climáticas y atmosféricas de existencia humana. En él la in mersión de los vivientes en un medio respirable se lleva a una elaboración formal. Desde el comienzo el principio design se incluye en este envite ex plicativo, ya que la manipulación operativa de ambientes gaseados en te rrenos abiertos obliga a una serie de innovaciones atmotécnicas. Por su causa, las nubes tóxicas de combate se convirtieron en una tarea de diseño productivo. Los combatientes movilizados como soldados normales en los frentes de gas, tanto en el oeste como en el este, se vieron enfrentados al problema de desarrollar rutinas para el diseño regional de atmósferas.
La instalación o producción artificial de nubes de polvo de combate exigía una coordinación eficiente de los factores generadores de nubes bajo cri terios de concentración, difusión, sedimentación, coherencia, masa, ex pansión y movimiento. Con ello se anunciaba una meteorología nueva, de dicada a «precipitaciones» de un tipo muy especial.
Un baluarte de este saber especial se encontraba en el Instituto Kaiser- Wilhelm para Química física y Electroquímica, dirigido por Fritz Haber, en Berlín-Dahlem, una de las direcciones teóricas más ominosas del siglo XX; en correspondencia, también del lado francés y británico existían ins titutos análogos. La mayoría de las veces había que mezclar con estabiliza dores los materiales de combate para conseguir las concentraciones con
85
venientes, que resultaran efectivas en campo abierto. Ante el principio de finitivo de la producción selectiva de nubes tóxicas sobre un terreno defi nido, necesariamente delimitado con vaguedad bajo condiciones-outdoors, sólo representaba una diferencia tecnológica relativamente insignificante que esas precipitaciones tóxicas se consiguieran sometiendo a secciones del frente a un fuego continuado de granadas de gas o «vaciando» a favor del viento botellas de gas dispuestas en línea. En un ataque de la artillería de gas alemana con gas cruz-verde-difosgeno cerca de Fleury, en el Maas, durante la noche del 22 al 23 de junio de 1916, se partió de una consisten cia de nube, necesaria para provocar la muerte en terrenos abiertos, que garantizaría, al menos, 50 disparos de obús o 100 de cañón por hectárea y minuto, valores que no se alcanzaron del todo, puesto que a la mañana si guiente los franceses «únicamente» hubieron de lamentar 1. 600 intoxica dos y 90 muertos sobre el campo94.
Lo decisivo fue que la técnica, por medio del terrorismo de gas, apare ció en el horizonte de un diseño de lo inobjetivo, y por ello temas latentes como calidad física del aire, aditivos artificiales de la atmósfera y demás factores conformadores de clima en espacios de residencia humanos caye ron bajo presión explicativa. Por la explicación progresiva el humanismo y el terrorismo se encadenan uno a otro. El premio Nobel Fritz Haber se declaró durante toda su vida humanista y patriota ardiente. Como afirmó solemnemente en su, por decirlo así, trágico escrito de despedida, dirigi do a su Instituto el 1 de octubre de 1933, estaba orgulloso de haber traba
jado por la patria, en la guerra, por la humanidad, en la paz.
El terrorismo diluye la diferencia entre violencia contra personas y vio lencia contra cosas desde el flanco del medio ambiente: es violencia contra aquellas «cosas»-humano-circundantes, sin las cuales las personas no pue den seguir siendo personas. La violencia contra el aire respirable de grupos transforma la inmediata envoltura atmosférica de seres humanos en algo de cuya vulnerabilidad o invulnerabilidad puede disponerse en el futuro. Sólo reaccionando a la privación terrorista, el aire y la atmósfera -medios de vida primarios tanto en sentido físico como metafórico- pudieron con vertirse en objeto de previsión explícita y de atención aerotécnica, médica,
jurídica, política, estética y teórico-cultural. En ese sentido, la teoría del ai re y la técnica del clima no son meros sedimentos del saber de la guerra y la posguerra, ni, eo ipso, objetos primeros de una ciencia de la paz, que só
86
lo pudo surgir a la sombra del estrés95de guerra, sino, ante todo, son for mas de saber primarias post-terroristas. Llamarlas así significa ya explicar por qué tal saber sólo ha sido mantenido hasta ahora en contextos lábiles, incoherentes y escasos de autoridad; quizá la idea de que pueda haber algo así como auténticos expertos en el terror sea, como tal, híbrida.
Analíticos y combatientes profesionales del terror muestran un interés notable en ignorar su naturaleza a alto nivel, un fenómeno para el que proporcionó evidencia clara el desvalimiento elaborado de la avalancha de declaraciones de expertos tras el atentado al World Trade Center de Nue va York y al Pentágono de Washington el 11 de septiembre de 2001. El te nor de casi todas las manifestaciones sobre el atentado a los símbolos pro minentes de Estados Unidos era el de que uno se sentía sorprendido, como el resto del mundo, por lo ocurrido, pero confirmado, sin embargo, en la tesis de que hay cosas frente a las cuales uno no puede protegerse nunca lo suficiente. En la campaña-War-on-Terror de las televisiones de Es tados Unidos, que se habían puesto en cortocircuito con los comunicados del Pentágono para regular su lenguaje, reorientado, casi sin excepción, a la propaganda, no se habló ni siquiera una vez de una noción elemental como la de que el terrorismo no es un enemigo, sino un modus operandi, un método de lucha, que por regla general se reparte entre ambos lados de un conflicto, razón por la cual «guerra contra el terrorismo» es una for mulación carente de sentido96. Eleva una alegoría a la condición de ene migo político. En cuanto se pone entre paréntesis la exigencia de tomar partido y se sigue el principio de los procesos de paz, también el de escu char al enemigo, resulta evidente que un acto terrorista aislado nunca constituye un comienzo absoluto. No hay ningún acte gratuit terrorista, ningún «hágase» originario del horror. Todo atentado terrorista se entiende como contraataque dentro de una serie, que en cada caso se considera ini ciada por el adversario. Así pues, el terrorismo se concibe a sí mismo anti- terroristamente; esto vale incluso para la «escena originaria» del frente de Ieper en 1915, no sólo porque de ella se siguió inmediatamente la secuen cia acostumbrada de contraataques y contra-contraataques, sino porque del lado alemán se pudo apelar verídicamente al hecho de que los france ses y británicos ya habían utilizado antes munición de gas97. El comienzo del terror no es el atentado concreto llevado a cabo desde uno de los la dos, sino más bien la voluntad y la disposición de los partners en conflicto a operar en un campo de batalla ampliado. Por la ampliación de la zona
87
de lucha se hace perceptible el principio explicación en el proceder bélico: el enemigo se explícita como un objeto en el medio ambiente, cuya elimi nación equivale a una condición de supervivencia del sistema. El terroris mo es la explicación del otro b¿yo el punto de vista de su exterminabili- dad98. Si la guerra significa desde siempre un comportamiento frente al enemigo, sólo el terrorismo desvela su «esencia». En cuanto desaparece la moderación de las desavenencias, conforme al derecho de los pueblos, to ma el mando la relación técnica con el enemigo: en tanto que estimula la explicitud de procedimientos, la técnica pone en claro la esencia de la enemistad: que no es otra que la voluntad de extinción de lo que está en frente. La enemistad hecha explícita técnicamente se llama exterminismo. Esto explica por qué el estilo maduro de guerra del siglo XX estaba orien tado a la aniquilación.
La estabilización de un saber sólido sobre el terror no sólo depende, pues, del recuerdo preciso de sus prácticas; exige la formulación de los principios a los que está sujeta la práctica del terror en su explicitud téc nica y explicación progresiva desde 1915. Sólo se entiende el terrorismo cuando se le concibe como una forma de investigación del medio am biente bajo el punto de vista de su destructibilidad. Se aprovecha de la cir cunstancia de que los simples habitantes tienen una relación de usuario con su entorno y, por principio, lo consumen de modo natural exclusiva mente como condición muda de su existencia. Pero, en este caso, el des truir es más analítico que el utilizar: el terror puntual saca provecho de la diferencia de nivel de inocuidad que hay entre el ataque y el objeto inde fenso, mientras que el terror sistematizado crea un clima de angustia in cesante, en el que la defensa se adapta a los ataques permanentes, sin po der atajarlos. Así las cosas, la lucha terrorista agudizada se convierte cada vez más en una competición en torno a ventajas explicativas respecto a puntos débiles del medio ambiente rival. Nuevas armas de terror son aque llas por las cuales se hacen más explícitas condiciones de vida; nuevas ca tegorías de atentados ponen en evidencia -al modo de una sorpresa ma ligna- nuevas superficies de vulnerabilidad. Es terrorista quien consigue una ventaja explicativa respecto a las condiciones de vida implícitas del contrario y las utiliza para la acción. Esta es la razón por la cual, tras gran des y violentas cesuras históricas producidas por el terrorismo, se pueda tener la sensación de que lo sucedido remite al futuro. Tiene futuro lo que destapa lo implícito y transforma aparentes inocuidades en zonas de lucha.
88
Fumigación de efectos en un camión de mudanzas en torno a 1930.
Según su principio de actuación, todo terrorismo está concebido at- moterrorísticamente. Tiene la forma del golpe atentatorio contra las con diciones medioambientales de vida del enemigo, comenzando con el ata que tóxico al recurso más inmediato del entorno de un organismo huma 1 0 , el aire que respira". Con ello se admite que lo que desde 1793, y más aún desde 1915, llamamos terreur o terror pudo ser anticipado en cual quier modo posible de utilización de la violencia contra condiciones me dioambientales de existencia humana: piénsese en envenenamientos de agua potable, de los que ya ofrece ejemplos la Antigüedad, en ataques in festantes medievales a fortalezas defendidas, así como en el incendio y ahlimación de ciudades y cuevas de refugio por tropas de asedio, o en la propagación de rumores horripilantes y noticias desmoralizadoras. Pero tales comparaciones fallan en lo esencial. Por lo que importa al caso, que da por identificar el terrorismo como un hijo de la Modernidad, dado que no pudo ir madurando a una definición exacta hasta que no llegó a expli-
89
citarse suficientemente el principio del ataque al medio ambiente y a la de fensa inmunológica de un organismo o de una forma de vida. Esto suce dió por primera vez, como se ha explicado, en los acontecimientos del 2 de abril de 1915, cuando la nube de gas de cloro, producida por el vacia do de 5. 700 botellas de gas, fue llevada por un viento suave desde las posi ciones alemanas a las trincheras francesas entre Bixschoote y Langemarck. Al atardecer de aquel día, entre las 18 y las 19 horas, la manecilla del reloj epocal saltó de la fase vitalista-tardorromántica de la Modernidad al obje tivismo atmoterrorista. Nunca ha habido, desde entonces, una cesura de igual profundidad en ese campo. Los grandes desastres del siglo XX y del incipiente XXI pertenecen, sin excepción, como ha de mostrarse, a la his toria de la explicación que se inauguró aquella tarde de abril en el frente occidental, cuando las sorprendidas unidades franco-canadienses retroce dieron, espantadas de pánico, bajo el efecto de la nube de gas blanqueci- no-amarillenta, que se deslizaba desde el nordeste hacia ellas.
La explicación técnica subsiguiente de este saber procedimental de lu cha climatológica, conseguido en la guerra, tomó, de modo natural, como muy tarde desde noviembre de 1918, el camino de rodeo de su «aprove chamiento pacífico». Ante el inminente fin de la guerra, las chinches, las típulas cantoras comunes, las polillas harineras y, sobre todo, los piojos de los vestidos entran en el punto de mira de los químicos berlineses. Es evi dente que la prohibición del Tratado de Versalles de toda producción de substancias bélicas en territorio alemán no les hizo perder su fascinación profesional. El profesor Ferdinand Flury, uno de los más estrechos cola boradores en el Instituto de Dahlem, pronunció en septiembre de 1918, en Munich, en un congreso de la Sociedad Alemana para Entomología Apli cada, una conferencia programática sobre el tema: «Las actividades del Instituto Kaiser-Wilhelm para Química física y Electroquímica en Berlín- Dahlem al servicio de la lucha antiparasitaria». Durante la discusión Fritz Haber tomó la palabra e informó sobre la actividad de un «Comité Técni co para la Lucha Antiparasitaria» (Tasch: «Technischer Ausschuss für Schádlingsbekámpfung»), que se ocupaba, ante todo, de la introducción del gas de ácido cianhídrico (HCN) en la defensa contra los insectos de los agricultores alemanes. Observó al respecto: «La mayor idea de base, tras la paz restaurada, es hacer aprovechables para el fomento de la agri cultura por la lucha antiparasitaria, además del ácido cianhídrico, otras
90
substancias de combate que produjo la guerra»10. Flury ponía en conside ración en su informe «que en la acción de gases sobre insectos o ácaros se plantean circunstancias completamente diferentes que en el caso de la in halación de gases y vapores a través de los pulmones de los mamíferos, aunque exista un paralelismo con la toxicidad en animales superiores»101. Ya en el año 1920 una revista especializada de la Sociedad Alemana para la Lucha Antiparasitaria S. L. [Deutsche Gesellschaft für Schádlingsbekámp- fung GmbH (Degesch)], fundada poco antes del final de la guerra, pudo dar a conocer que desde 1917 habían sido gaseados cerca de 20 millones de metros cúbicos de «espacio edificado, en molinos, barcos, cuarteles, hospitales de campaña, escuelas, almacenes de grano y semilla», y lugares semejantes, siguiendo los criterios de la técnica avanzada del ácido cian hídrico -según el llamado procedimiento de la cuba-. A ello hay que aña dir, desde 1920, un producto gaseoso, desarrollado por Fleury y otros, que conservaba las ventajas del ácido cianhídrico, su extrema toxicidad, sin asumir sus inconvenientes: la peligrosa no perceptibilidad del gas me diante el olfato, gusto o demás sentidos por el ser humano (con mayor exactitud: por un grupo de seres humanos, ya que parece que la capacidad de percepción o no percepción del olor del gas cianhídrico viene deter minada genéticamente). Lo esencial del nuevo invento consistía en añadir al gas cianhídrico, de efectos tóxicos, un 10 por ciento (después menos) de un gas irritante (por ejemplo «Chlorkohlensáuremethylester»), muy perceptible. El nuevo producto salió al mercado con el nombre de ciclón A y se recomendaba para la «desinfección de estancias infestadas de in sectos». Lo interesante del ciclón A era que se trataba de un gas de diseño, en el que puede observarse ejemplarmente una tarea específica del di seño: la reintroducción en la percepción del usuario de funciones del pro ducto no perceptibles o amortiguadas. Dado que el componente funda mental de la mezcla, el gas cianhídrico, que se evapora a unos 27 grados centígrados, a menudo no es inmediatamente perceptible para los seres humanos, a los creadores de ese material les pareció oportuno pertrechar su producto con un componente provocador, muy llamativo, que por su fuerte efecto aversivo advirtiera de la presencia de la substancia (desde el punto de vista filosófico se hablaría de una refenomenalización de lo no aparente)102. Notemos que la primera «desinsectación de grandes espa cios» fue llevada a cabo casi exactamente el mismo día en que había suce dido, dos años antes, el ataque de Ieper, con ocasión de la fumigación de
91
un molino en Heidingsfeld, cerca de Würzburg, el 21 de abril de 1917. En tre la muerte de Goethe y la introducción de la expresión «desinsectación de grandes espacios» en la lengua alemana sólo habían pasado ochenta y cinco años; también las expresiones «desapolillar» y «desratizar» enrique cieron desde entonces el léxico de los alemanes. El propietario del moli no declaró que su establecimiento permaneció completamente «libre de polillas» incluso durante mucho tiempo después de la fumigación.
La producción civil de nubes de ácido cianhídrico se redujo casi ex clusivamente a espacios cerrados reconstruidos (excepciones fueron árboles frutales al aire libre, que se cubrían con toldos herméticos y a continua ción se fumigaban). En estos casos se podía trabajar con concentraciones que permitieran a los ofertantes de tales servicios asegurar el exterminio total de poblaciones locales de insectos, incluidos sus huevos y liendres, no en último término por la propiedad del gas cianhídrico de introducirse hasta en los últimos rincones y rendijas. En la primera fase de esas prácti cas la relación entre la zona de aire especial, esto es, el volumen espacial a fumigar, y el aire general, la atmósfera pública, no se consideró pro blemática. La consecuencia de esto fue que la finalización de las fumiga ciones consistía normalmente en la simple ventilación, es decir, en la dis tribución del gas tóxico en el aire libre del entorno hasta recuperar «valores inofensivos» dentro. A nadie le preocupaba entonces que la «ven tilación» de los recintos primeros conllevara una carga para los segundos. Parecía resultar indiscutible a priori y para siempre la insignificancia de la relación de los espacios interiores fumigados con el aire exterior no-fumi- gado. La bibliografía especializada del ramo da fe, no sin orgullo, en los primeros años cuarenta, de que se habían «desinsectado» entretanto 142 millones de metros cúbicos, utilizando -nosotros añadiríamos: introdu ciendo desconsideradamente en la atmósfera- para ello millón y medio de kilos de ácido cianhídrico. Con el desarrollo progresivo del problema me dioambiental se invirtió el sentido de la relación entre el aire del entorno y la zona de aire especial, puesto que ahora la zona acomodada artificial mente -nosotros decimos mientras tanto: la climatizada- ofrece condicio nes privilegiadas de aire, mientras que al entorno se le carga con un ries go respiratorio creciente, que puede llegar a la irrespirabilidad aguda y a la inhabitabilidad crónica.
Durante los años veinte una serie de empresas desinsectadoras y desra- tizadoras del norte de Alemania ofrecían fumigaciones rutinarias con ci-
92
Lata de ciclón encontrada en Auschwitz.
clon |). ua barcos, almacenes, albergues ele masas, barracones, vagones de íerrocarril y espacios semejantes. Entre ellas, a partir de 1924, la recién fun dada firma de Hamburgo Tesch & Stabenow (Testa), cuyo principal pro ducto, patentado en 1926, había de alcanzar popularidad bajo el nombre de ciclón BI0S. El hecho de que uno de los fundadores de la firma, el Dr. Bruno Tesch, nacido en 1890, condenado a muerte tras ser procesado an te un tribunal militar británico en la Curio-Haus de Hamburgo en 1946 y ejecutado en la prisión de Hameln, trabajara desde 1915 a 1920 en el insti tuto químico-bélico de Fritz Haber y se ocupara desde el inicio del desa rrollo del gas de guerra, es un caso concreto que confirma la, por lo de más, ampliamente extendida continuidad personal y objetiva de las nuevas
93
prácticas antisépticas más allá de guerra y paz. La ventaja del ciclón B, in ventado o desarrollado por el Dr. Walter Heerdt, consistía en que el ácido cianhídrico, muy volátil, era reabsorbido por substancias portadoras, secas y porosas, como la harina fósil, por lo que las condiciones de transporte y almacenamiento mejoraban decisivamente frente a las que ofrecía su for ma líquida anterior. Apareció en el mercado en latas de 200 gr, 500 gr, 1 kg y 5 kg. Ya en los años treinta el ciclón B, que en principio se producía ex clusivamente en Dessau (después también en Kolin) y se comercializaba, en cooperación, por la firma Testa y la Sociedad Alemana para la Lucha Antiparasitaria, había alcanzado una situación de cuasi-monopolio en el mercado mundial de los medios de lucha antiparasitaria, una posición que sólo hubo de soportar -en el campo de las fumigaciones de barcos- la competencia de un procedimiento más antiguo con gas de sulfuro104. En ese tiempo ya se había introducido la práctica antiséptica en «cámaras de desinsectación» o desapolillamiento, fijas o móviles, en las que se intro ducía el material a tratar, por regla general alfombras, uniformes y textiles de todo tipo, incluso muebles tapizados, y luego se ventilaba.
Después del comienzo de la guerra, en el otoño de 1939, la firma Testa impartió en el este cursillos de desinfectores a miembros del ejército y a ci viles. En ellos también iban incluidas demostraciones en cámaras de gas. Entonces como antes, el despiojamiento tanto de la tropa como de los pri sioneros de guerra constituía una de las tareas más urgentes de que habían de ocuparse los luchadores antiparasitarios. En el cambio de año de 1941 a 1942 la firma Tesch 8c Stabenow editó para sus clientes, entre los que des tacaban, entre otros, el ejército del este y las unidades SS, un folleto con el título de El pequeño abecedario-Testa sobre el ciclón, en el que se podían en contrar expresiones sintomáticas de una militarización de los «procedi mientos de desinsectación», quizá incluso de una posible reaplicación del ácido cianhídrico a entornos humanos. Allí se dice, por ejemplo, que la desinsectación «¡no sólo responde a un imperativo de sensatez, sino que además representa un acto de legítima defensa! »105. En contexto médico esto puede interpretarse como alusión a la epidemia de tifus que se había declarado en 1941 en el ejército alemán del este, en la que casi murió más del 10 por ciento de los infectados; en comparación con la tasa normal de mortalidad del 30 por ciento, todo un éxito de la higiene alemana, puesto que el agente provocador del tifus exantemático, Rickettsia prowazcki, se transmite por los piojos de los vestidos. A la luz de los acontecimientos pos
94
teriores se entiende cómo con el terminus technicus «legítima defensa» se consideraba de antemano, a nivel semántico, el reacercamiento potencial de la técnica de la fumigación al ámbito de objetos humanos. Sólo pocos meses después se puso de manifiesto cómo la forma atmotécnica de la ex terminación de organismos habría de descubrir aplicaciones a un conte nido humano. Cuando en 1941 y 1942 algunos artículos de historiadores de la química de la propia firma celebraron el 25 aniversario de la primera utilización del ácido cianhídrico en la lucha antiparasitaria como un acon tecimiento relevante para todo el mundo cultural, sus autores no sabían aún en qué medida sus hipérboles oportunistas resultarían significativas para la determinación diagnóstica del contexto civilizatorio en general.
El año 1924 desempeña un papel eminente en el drama de la explica ción atmosférica no sólo por la fundación de la firma del ciclón B, la Tesch & Stabenow de Hamburgo; es también el año en el que se introdujo en el derecho penal de un Estado democrático el motivo atmoterrorista de la exterminación de organismos por destrucción de su medio ambiente. El Estado norteamericano de Nevada puso en funcionamiento el 8 de febre ro de 1924 la primera cámara de gas «civil» para la realización de ejecu ciones humanas supuestamente eficaces, con efecto ejemplar en otros 11 Estados norteamericanos, entre ellos el de California, que se hizo famoso por su cámara de gas octogonal de dos plazas, semejante a una cripta, en la cárcel estatal de San Quintín, y tristemente célebre por el posible asesi nato legal en ella de Cheryl Chessman el 2 de mayo de 1960. El primer ajus ticiado según el nuevo método fue Gee Jon, de 29 años, nacido en China, que (sobre el trasfondo de una guerra de bandas en California a comien zos de los años veinte) había sido hallado culpable del asesinato del chino Tom Quong Kee. En las cámaras de gas norteamericanas los delincuentes morían por la inhalación de vapores de ácido cianhídrico, que se pro ducían tras la entrada de los componentes tóxicos en un recipiente. Como la investigación químico-bélica había reconocido en el laboratorio y com probado en el campo de batalla, el gas detiene el transporte de oxígeno en la sangre y produce asfixia interna.
La community internacional de expertos en gas tóxico y diseño de atmósferas fue desde los últimos años de la Primera Guerra Mundial sufi cientemente permeable como para reaccionar dentro del mínimo espacio de tiempo, tanto cisatlántica como transatlánticamente, a las innovaciones
95
Cámara de gas de la State Prison de Nevada en Carson City, 1926.
de la técnica asi como a las fluctuaciones en el clima de la moral de apli cación. Desde la construcción del Edgewood Arsenal cerca de Baltimore, una instalación gigantesca dedicada a la investigación bélica, que tras la entrada en la guerra en 1917 fue promovida enérgicamente con grandes medios, Estados Unidos disponía de un complejo industrial-militar-acadé mico que permitía cooperaciones mucho más estrechas entre las diversas facultades de desarrollo armamentístico de las que conocían las corres pondientes instituciones europeas. Edgewood fue uno de los lugares de nacimiento del teamwork,, superado, en todo caso, por el dream team de Los Alamos National Laboratory, que desde 1943, como en un campo de me ditación del exterminio, trabajaba para conseguir el arma atómica. Debi do al aminoramiento de la coyuntura bélica tras 1918, lo que importó ya a los equipos-Edgewood, compuestos de científicos, oficiales y empresarios, fue encontrar formas civiles de supervivencia. El creador de la cámara de gas de la State Prison de Nevada, en Carson City, D. A. Tumer, había ser vido durante la guerra como comandante del Cuerpo Médico de la US- Army; su contribución consistió en transferir las experiencias de la utiliza ción militar del ácido cianhídrico a las condiciones de una ejecución civil.
96
Frente a la utilización de gas tóxico al aire libre, su uso en una cámara ofrecía la ventaja de eliminar el problema de la concentración mortal ines table en campo abierto. Con ello, frente al diseño de la cámara y del apa rato de gas, el diseño de nubes tóxicas pasó a un segundo plano. Pero que la relación entre cámara y nube puede resultar problemática lo muestran no sólo los percances ocurridos en las ejecuciones en la cámara de gas en Estados Unidos; también el muy diferente desarrollo de los atentados-Sa- rin en varias líneas del metro de Tokyo, el 20 de marzo de 1995, demues tra que las condiciones ideales de una relación controlada entre gas tóxi co y volumen espacial no son fáciles de establecer empíricamente10*’. Esto valdría incluso para autores de atentados que procedieran con mayor pro- fesionalidad que los miembros de la secta Aum Shinríkyo, que depositaron sus bolsas de plástico de Sarin preparadas, envueltas en papel de periódi co, en el suelo del vagón, para, poco antes de llegar a la estación en que se apearon, perforarlas con las puntas de metal afiladas de sus paraguas, mientras los viajeros que continuaban su viaje inhalaban el veneno que de ellas emanaba107.
Lo que asegura a lajusticia de Nevada un puesto en la historia de la ex plicación de la dependencia humana de la atmósfera es su sensibilidad, se rena y adelantada a la vez, para las modernas cualidades de la muerte por gas. En este campo puede valer como moderno lo que promete unir hu manidad y alta eficiencia; en el caso dado, la presunta reducción del su frimiento en los delincuentes por la rápida acción del veneno. El coman dante Turner había recomendado expresamente su cámara como alternativa más suave a la ya entonces tristemente célebre silla eléctrica, en la que fuertes impulsos de corriente podían machacar el cerebro de los de lincuentes bajo un casquete de goma humedecido y muy ajustado. En la idea de la ejecución por gas se manifiesta el hecho de que no sólo la gue rra actúa como explicitador de las cosas; el mismo efecto se sigue tan a menudo de ese humanismo sin recovecos, que constituye desde mitad del siglo XIX la filosofía espontánea americana y que se convierte en pragma tismo en su versión académica. En su voluntad de unir lo efectivo con lo indoloro ese modo de pensar no se deja desconcertar por protocolos de ejecución, que hablan de tormentos sin par de muchos delincuentes en cá maras de gas, descripciones tan drásticas que llevan a pensar que en Esta dos Unidos se ha producido durante el siglo XX, bajo pretextos humani tarios, un retroceso a las torturas de las ejecuciones medievales. Para la
97
Lucinda Devlin, The Omega Suites: Wiiness Room, Broad River Correctional taciiily i. imiiuuia, ooum Carolina, iyyi.
percepción oficial de las cosas la muerte por gas había de valer hasta nue vo aviso como un procedimiento tan práctico como humano; desde ese punto de vista, la cámara de gas de Nevada fue un lugar de culto del hu manismo pragmático. Su instalación fue dictada por esa ley sentimental de la Modernidad, que prescribe mantener libre el espacio público de ac tos de manifiesta crueldad. Nadie ha expresado con tanta pregnancia co mo Elias Canetti esa compulsión de los modernos a ocultar los rasgos crueles del propio obrar: «La suma total de la sensibilidad en el mundo de la cultura se ha hecho muy grande. [. . . ] hoy sería más difícil condenar públicamente a la hoguera a un único ser humano que desencadenar una guerra mundial»,0H.
La idea, técnico-penalmente innovadora, de la ejecución en una cáma ra de gas presupone el pleno control de la diferencia entre el clima inte rior mortal de la cámara y el clima exterior, un motivo que se concreta en la instalación de cristaleras en las celdas de ejecución, por las que a testi gos invitados de las ejecuciones se les había de permitir convencerse de la eficacia de las condiciones atmosféricas en el interior de las cámaras. Se
98
Lucinda Devlin, The Omega Suites: cámara de gas, State Prison de Arizona, Florence, Arizona, 1992.
instala, así. espacialmente una especie de diferencia ontológica: clima mortal en el interior de la celda claramente definida, meticulosamente hermetizada, clima convivial en la zona mundano-vital de los ejecutores y observad*>res; ser y poder-ser fuera, ente y no-poder-ser dentro. En el con texto dado, ser observador significa tanto como ser observador de una agonía, dotado del privilegio de seguir -viéndolo desde fuera- el derrum be de un «sistema» orgánico por haber hecho de su «medio ambiente» un entorno en el que resulta imposible vivir. También las puertas de las cá maras de gas en los campos de exterminio alemanes estaban dotadas en parte de miras de cristal, que permitían a los ejecutores hacer valer su pri vilegio de observadores.
Si se trata de considerar la administración de la muerte como una pro ducción en sentido estricto y, por consiguiente, como explicitación de los procesos que resultan de la presencia de cuerpos muertos, la cámara de gas de Nevada representa una de las piedras miliares en el exterminismo
99
racional del siglo XX, aunque su uso y su imitación en numerosos otros Es tados USA haya sido esporádica (la cámara de Carson City se utilizó 32 ve ces entre 1924 y 1979). Cuando Heidegger, en 1927, en Ser y tiempo, habla ba con prolijidad ontológica del rasgo existencial del ser-para-la-muerte, magistrados y médicos de ejecución norteamericanos ya habían puesto en funcionamiento un aparato que hacía del respirar-para-la-muerte un pro ceso ónticamente controlado. No se trata ya de «avanzar» hacia la muerte propia; ahora se trata de mantener fijo al candidato en la trampa-aire letal.
Lo que importa aquí no es reproducir en detalle cómo se fusionan una en otra las dos ideas de cámara de gas coexistentes desde los años treinta. Baste con retener que el escenario o procesador de esa fusión fue una cierta inteligencia SS, que, por una parte, recibía asesoramiento de la in dustria alemana de la lucha antiparasitaria, y, por otra, podía estar segura de la orden recibida, procedente de la Cancillería del Reich de Berlín, de elegir «medios inusuales», sobre todo después de la decisión, actualizada entonces por Hitler, de la «solución final de la cuestión judía», decisión que, mediante mandato secreto transmitido oralmente, desde el verano de 1941 se instauró en el orden del día de unidades SS escogidas. Pertre chados con ese encargo, que dejaba amplio margen a su propia iniciativa, los ayudantes más fieles de Hitler iniciaron su carrera homicida del cum plimiento del deber. Las matanzas sistemáticas de prisioneros de guerra con ayuda de gases de escape de motor (en campos como Belzec, Chelmno y otras partes), así como las matanzas extensivas de enfermos en psiquiá tricos alemanes por medio de duchas de gas en cámaras montadas en ca miones, actuaron como catalizadores de la unión de la idea de lucha an tiparasitaria y de la de ejecución de seres humanos mediante gas de ácido cianhídrico.
El factor-Hitler entra en juego, como momento de escalada, en este punto relativamente tardío de la explicación de realidades atmosféricas del trasfondo mediante terrorismo técnicamente apoyado. Apenas puede quedar duda alguna de que el agudizamiento extremadamente extermi- nista de la «política de judíos» alemana fue mediado por el metaforismo de los parásitos, que había constituido desde los primeros años veinte un componente esencial de la retórica del partido nacional-socialista, acuña da por Hitler, y que desde 1933 se elevó, por decirlo así, a la categoría de regulación idiomática oficial en un medio público alemán uniformizado.
100
El efecto seudonormalizante del modo de hablar de «parásitos del pue blo» (que cubría un amplio campo semántico, incluyendo derrotismo, co mercio negro, chistes sobre el Führer, crítica al sistema y convicciones in temacionalistas) fue corresponsable de que los apuntadores del movimiento nacional consiguieran, si no popularizar su forma idiosincrá sica de antisemitismo excesivo como una acuñación específicamente ale mana de pretendida higiene, sí, al menos, hacerla soportable o imitable en una amplia base. El metaforismo de insectos y parásitos pertenecía tam bién, al mismo tiempo, a la munición retórica del estalinismo, que produ jo la política más amplia del terror de los campos, sin alcanzar los extre mos de la praxis de «desparasitación» de las SS.
En el núcleo de la factoría de cámaras de gas y crematorios de Ausch- witz y de otros campos estaba inequívocamente la metáfora real de la «lu cha antiparasitaria». La expresión «tratamiento especial» significaba, ante todo, la aplicación terminante de procedimientos de exterminación de in sectos a poblaciones humanas. La transformación práctica de esa opera ción metafórica llegó hasta el empleo del medio de «desparasitación» más usual, el ciclón B, así como a la puesta en práctica, fanáticamente análoga, del procedimiento de la cámara, introducido en muchas partes. En el ex tremo pragmatismo de los ejecutores confluyeron uno en otro, sin apenas roce alguno, la realización psicótica de una metáfora y el cumplimiento, oficialmente impasible, de las disposiciones.
La investigación del holocausto ha reconocido, con razón, en la fusión de locura homicida y rutina la marca de fábrica de Auschwitz. El hecho de que el ciclón B, al parecer, fuera llevado la mayoría de las veces a los cam pos en vehículos de la Cruz Roja corresponde, asimismo, a la tendencia hi gienizante y medicalizadora de las disposiciones, así como a la necesidad de encubrimiento de los responsables de ejecutarlas. En la revista especia lizada Der praktische Desinfektor [El desinfectador práctico] un médico militar hablaba en 1941 de losjudíos casi como de los únicos «portadores de epi demias», lo que en un contexto temporal más amplio suponía casi una afir mación convencional, pero que en el trasfondo de aquel momento preciso expresaba una amenaza apenas codificada. Una anotación aforística del diario del ministro de propaganda del Reich, Goebbels, del 2 de noviem bre del mismo año, confirma la estable asociación entre el ámbito ento mológico y político de representación: «Los judíos son los piojos de la hu manidad civilizada»109. Ese apunte muestra que Goebbels se comunicaba
101
consigo mismo como un agitador frente a una multitud. También el mal, como la idiotez, es autohipnótico.
En enero de 1942, en una casa de campesinos reformada (llamada Bun ker I), dentro del recinto del campo Auschwitz-Birkenau, se instalaron y «pusieron en funcionamiento» dos cámaras de gas. Pronto estuvo claro que era necesario ampliar su capacidad; se añadieron nuevas instalaciones en sucesión rápida. En la noche del 13 al 14 de marzo de 1943 fueron ga seados en el sótano-depósito de cadáveres I del crematorio II de Auschwitz 1. 492judíos, «incapacitados para el trabsyo», del gueto de Cracovia; utili zando 6 kilos de ciclón B se produjo una concentración de aproximada mente 20 gramos de ácido cianhídrico por metro cúbico de aire, que era la aconsejada por Degesch para despiojamientos. En el verano se proveyó el sótano del crematorio III con una puerta hermética al gas y catorce si mulacros de ducha. A comienzos del verano de 1944 hizo su entrada en Auschwitz el progreso técnico con la instalación de un dispositivo eléctrico de despiojamiento por onda corta de ropa'de trabajo y uniformes, desa rrollado por Siemens. El comandante supremo de las SS, Himmler, ordenó en noviembre de ese año el cese de las matanzas por gas tóxico. Según los cálculos serios más bajos, hasta ese momento habían sido sacrificados 750. 000 sereshumanosmedianteesostratamientos;lascifrasrealespodían ser más altas. Durante el invierno de 1944-1945 tropas del campo y prisio neros se ocuparon de destruir las huellas de las instalaciones gas-terroris tas, antes de la llegada de las tropas aliadas. En las firmas Degesch (Frank- furt), Tesch 8c Stabenow (Hamburgo) y Heerdt-Linger (Frankfurt), que habían suministrado su producto a los campos conociendo su uso previsto, se entendió que era necesario eliminar documentos comerciales.
2 Explicitud creciente
Desde las referencias a los procedimientos atmoterroristas de la guerra de gas (1915-1918) y del exterminismo genocida de gas (1941-1945) apare cen los contornos de una climatología especial. Y, con ella, la manipulación del aire respirable se convierte en asunto cultural, aunque en principio só lo en la dimensión más destructiva. Lleva desde el comienzo los rasgos de una intervención diseñadora, por la que se proyectan y producen, lege artis, los microclimas, más o menos exactamente delimitables, donde seres hu
102
manos dan muerte a seres humanos. Desde ese «air conditioning negativo» pueden sacarse conclusiones sobre el proceso de la Modernidad como ex plicación de atmósferas. El atmoterrorismo proporciona el empuje moder nizante decisivo a aquellos recintos humanos de residencia en condiciones de «mundo de la vida» que habían conseguido resistirse durante más tiem po a dar el paso hacia concepciones modernas, desde la relación natural con la atmósfera y desde la tranquilidad de quienes viven y viajan en un me dio de aire incuestionablemente dado y despreocupadamente previsible. El ser-en-el-mundo humano medio -también éste un nombre explicativo mo derno para la «situación» ontológica tras la pérdida de la vieja certeza uni versal europea- había sido hasta entonces un ser-en-el-aire, o más exacta mente un ser-en-lo-respirable, en una medida tan indudable y natural que no podía emerger una tematización pormenorizada de las condiciones de aire y atmósfera, en todo caso en formas poéticas o en contextos físicos y médicos10, pero nunca en las autorrelaciones diarias de los participantes en la cultura, no digamos ya en las definiciones de su forma de vida en gene ral, excepción hecha, quizá, de las intuiciones muy avanzadas del precoz teórico de la culturaJohann Gottfried Herder, que ya en 1784, en sus ina gotablesIdeenzurPhilosophiederGeschichtederMenschheit[Ideasparalafilosofía de la historia de la humanidad/, postuló una nueva ciencia de la «aerología», así como un saber general de la atmósfera, como investigación del «globo de aire» que cobija la vida: «pues el ser humano, como todo lo demás, es un pupilo del aire». Si dispusiéramos, por fin, proclamaba Herder, de una academia que enseñara tales disciplinas, se abriría una nueva luz sobre la conexión del ser cultural humano con la naturaleza y conseguiríamos «ver cómo ese gran invernadero de la naturaleza actúa en mil transformaciones según leyes fundamentales uniformes»1.
Estas frases recuerdan que Herder apadrinó en ese siglo una antropolo gía de gran formato; no pretendemos aquí reivindicarlo otra vez como cre ador de la precaria doctrina de la naturaleza imperfecta del ser humano12, sino como el iniciador de una teoría de las culturas humanas en tanto for mas de organización de la existencia en invernaderos. No obstante, sus an ticipaciones filantrópicas, eutónicamente suspendidas sobre la contraposi ción de naturaleza y cultura, no pueden todavía concebir la conexión dialéctica o tematógena de terrorismo y explicación del trasfondo. También la conocida hipersensibilidad nietzscheana frente a todo lo que tenía que ver con condiciones climáticas de existencia, como presión del aire, hume-
103
Thomas Baldwin, Airopaidia, 1786, detalle, vista desde el globo por encima de las nubes.
dad, viento, nubes y tensiones cuasi-inmateriales, pertenece aún a los últi mos albores de una confianza de la antigua Europa en la naturaleza y en la atmósfera, aunque ya en forma distorsionada. En un arrebato humorístico, Nietzsche, por su condición anormalmente sensible a la atmósfera, se ofrecía a sí mismo como posible objeto de muestra en la exposición de la electricidad en París, en 1881, como un instrumento, digamos, patafísico de medida de la tensión13. Pero lo que significan aire, clima, medio respirato rio y atmósfera, tanto en sentido micro como macroclimatológico y, sobre todo, desde el punto de vista teórico-cultural y teórico-mediático, sólo pue de experimentarse tras el recorrido por los modos y niveles de las prácticas exterminadoras atmoterroristas durante el siglo XX, y ahora ya puede reco nocerse que el siglo XXI avanza hacia nuevas manifestaciones al respecto.
Aerimotos: con la explicitación de las condiciones de aire, clima y atmósfera se atenta contra la ventaja originaria de los existentes en un me dio primario de existencia, y sujuicio a favor de él se pasa a considerarlo ingenuidad. Como se comprende retrospectivamente, cuando los seres humanos en su historia precedente podían situarse bajo cualquier región del cielo al aire libre o bajo techo, confiados en la suposición incuestiona ble de que la atmósfera circundante -exceptuadas las zonas de miasmas- les permitiría respirar, hacían uso de un privilegio de ingenuidad, que se ha perdido para siempre tras el corte del siglo XX. Quien vive después de esta cesura histórica y se mueve en una zona cultural sincronizada con la Modernidad está condenado expresamente al diseño de atmósferas y a la preocupación por el clima, bien sea en formas rudimentarias o elaboradas. Tiene que confesar su disposición a participar en la Modernidad, deján dose capturar por su fuerza explicitante de lo antes calladamente subya cente» o medioambientalmente envolvente-circundante.
Antes de que pudiera estabilizarse en la conciencia de las generaciones posteriores la nueva obligación de preocuparse de lo atmosférico y climá tico, el atmoterrorismo tenía que dar algunos pasos explicativos más. Aquí hay oportunidad de hablar con expresiones filosóficas del desarrollo de la Luftwaffe* moderna, cuyo nombre da fe de su competencia para interven ciones en hechos atmosféricos. En nuestro contexto hay que aclarar que las armas aéreas representan per se un fenómeno central del atmoterroris-
* «Fuerza aérea» (alemana), que significa literalmente «arma aérea». Sejuega con ambos significados. (N. del T. )
105
Comienzo de la guerra de bombas
por lanzamiento manual desde el aire, 1914.
mo desde su lado estatal. Como más tarde la artillería de misiles, los avio nes militares funcionan en primera línea como armas de acceso; suprimen el efecto inmunizador de la distancia espacial entre grupos de ejército; consiguen el acceso a objetos, que en el suelo apenas serían alcanzables o sólo con gran número de bajas. Hacen que pierda importancia la cuestión de si los combatientes son vecinos naturales o no. Sin la explosión de gran alcance, conseguida a través de armas aéreas, resultaría incomprensible la globalización de la guerra mediante sistemas teledestructivos. Por su utili zación, grandes partes del exterminismo específico del siglo XX han de im putarse a una meteorología negra. En esta teoría de las precipitaciones es peciales causadas por seres humanos hablamos de la colonización del espacio aéreo mediante máquinas voladoras y de su puesta en servicio pa ra tareas atmoterroristas y para-artilleras.
Mientras que el atmoterrorismo, en sus formas manifiestas entre 1915 y 1945, operaba siempre en el suelo (excepto en la guerra del Rif en el
106
Marruecos español, 1922-1927, que fue la primera que se condujo como guerra aeroquímica14), los ataques terroristas a mundos de vida enemigos, que utilizan el calor y la radiación, dependen prácticamente siempre, por motivos técnicos y tácticos, de operaciones Air-Force; siguen siendo para digmáticas al respecto (tras los escandalosos ataques de aviones alemanes a Guemica el 26 de abril de 1937, y a Coventry la noche del 14 al 15 de no viembre de 1940), ante todo, la destrucción de Dresde por flotas de bom barderos británicos el 13 y 14 de febrero de 1945, y la liquidación de Hiro shima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, por el lanzamiento de dos únicas bombas nucleares desde aviones de combate norteamericanos. Por mucho que ocuparan el imaginario con escenas caballeresco-románticas de torneos en el aire, históricamente los combates entre unidades de avia dores equivalentes tuvieron más bien importancia marginal; la tristemen te célebre «batalla de Inglaterra» fue una excepción desde el punto de vis ta histórico-militar. Por el contrario, en el ámbito de la «lucha aérea» se ha impuesto defado la praxis de los ataques aéreos unilaterales, irreplicables, en los que o bien aparatos aislados realizan ataques de precisión contra ob jetivos definidos, o bien se utilizan flotas aéreas mayores para bombardeos de superficie, esto último en consonancia con el principio lógico-difuso de la artillería de gas: suficientemente cerca significa operativamente lo mis mo que exacto. Lo que siempre hay que presuponer es el planteamiento exterminista moderno, según el cual vencer significa aniquilar; fuerza aé rea, artillería y asepsia se despliegan a este respecto por caminos análogos.
