Sevenden como
corazones
ca?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
-EI intelectual, y sobre todo el filoso?
fica.
mente orientado, se halla desconectado de la praxis material: la repugnancia que le causa lo impulsa a ocuparse de las llamadas cosas del espi?
ritu.
Pero la praxis material no so?
lo es el supuesto de su propia existencia, sino que constituye tambie?
n la base del mundo con cuya cri?
tica su trabajo coincide.
Si nada sabe de la base, su ocupacio?
n sera?
vana.
Se encuentra ante la alternativa de o informarse o volver la espalda a 10 que detesta.
Si se informa, se hace violencia a si mismo, piensa en centra de sus impulsos y encima se expone al peligro de volverse e?
l mismo tan vulgar como aquello de lo que se ocupa; porque la economi?
a no se anda con brom as, y quien qu iera compren derla tiene que pensar <<econe?
mi- camente>>.
Pero si hace caso omiso, hipostatiza su espi?
ritu, con- formado despue?
s de todo por la realidad econo?
mica, por la abs- tracta relacio?
n de cambio, como algo absoluto, cuando u?
nicamente puede constituirse como tal espi?
ritu en la reflexio?
n sobre su propio cara?
cter condicionado.
El hombre espiritual se ve asl inducido a confundir de forma vana e inconexa el reflejo con la cosa.
La im- portancia simplistamente falaz que se atribuye a los productos del espi?
ritu en la actividad cultural pu?
blica no hace sino an?
adir ma?
s sillares al muro que obtura el conocimiento de la brutalidad econo?
mica.
El aislamiento del espi?
ritu de la ocupacio?
n econo?
mica lleva a la ocupacio?
n espiritual a la co?
moda ideologi?
a.
Esre dilema se transmite a las formas de comportamiento intelectual hasta en las ma?
s sutiles de sus reacciones.
So?
lo en el que hasta cierto punto se mantiene puro hay suficiente aversio?
n, nervio, libertad y movi- lidad para oponerse al mundo; mas precisamente por esa ilusio?
n de pureza - pues e?
l vive como un <<tercer hombres-e- no ya so?
lo permite que el mundo triunfe fuera, sino incluso en lo ma?
s i?
ntimo de sus pensamientos.
Pero el que conoce demasiado bien el meca- nismo tiende a ignorarlo; en e?
l disminuyen las capacidades para la diferencia, y, como al otro el fetichismo de la cultura, le ame- naza la recai?
da en la barbarie.
Que los intelectuales sean los bene.
ficiarios de la mala sociedad y a la vez aquellos de cuyo inu?
til trabajo social en gran medida depende la realizacio?
n de una socie- dad emancipada de la utilidad, no es una contradiccio?
n que haya que aceptar de una vez para siempre y, por ende, irrelevante.
El modo de proceder el intelectual es un mal proceder.
Experimenta
" Ti? tulo de una popular cancio? n infantil alemana. [N. del r. ] 132
de una manera dra? stica como cuestio? n vital la lamentable alter- nativa ante la que disimuladamente coloca el capitalismo tardi? o a todos sus implicados: convertirse en adulto o permanecer en la infancia.
87
Club de lucha. - Existe un tipo de intelectual del que tanto ma? s hay que desconfiar cuantas ma? s adhesiones suscita por la honradez de su labor, por su . . seriedad intelectual. y a menudo tambie? n temperado realismo. Son los hombres combativos que viven en permanente lucha consigo mismos, en medio de decisio- nes que comprometen a toda su persona. Pero la cosa no es tan terrible. Para este tan radical juego tienen a su disposicio? n una
segura armadura cuyo fa? cil empleo desmiente su <<lucha con el a? ngel>>: basta con hojear los libros del edictor Eugen Diederieh o los de cierta especie de teo? logos santones-emancipados. El enjun- dioso vocabulario despiert a dud as sobre la limpieza en esas luchas que se organizan y resuelven en la intimidad. Las expresiones es- ta? n todas ellas tomadas de la guerra, del peligro Hsi? co, de la ani- quilacio? n, pero meramente describen procesos de reflexio? n, pro- cesos que en Kierkegaard o Nietzsche, por quienes estos lucha- dores muestran predileccio? n, si? que llevaron aparejado el resultado mortal, lo que desde luego no ocurre con sus resistentes seguido- res, que tanto invocan el riesgo. Mientras se atribuyen la subli? - mecie? n de la lucha por la existencia como una doble honra, la de la espiritualizacio? n y la de la valenti? a, el momento de peligro que- da neutralizado por la interiorizacio? n y reducido a la condicio? n de ingrediente de una cosmovisio? n vanidosamente radical y per- fectamente sana. La actitud ante el mundo exterior es de indife- rente superioridad, no cuenta para nada ante la seriedad de la decisio? n; de ese modo se lo deja como esta? y se acaba por acepo
rarlc. Las expresiones incontroladas son ornamentos reproduci- bles, como los caurfes de las gimnastas con las que los luchadores tanto gustan de encontrarse. La danza de las espadas esta? pre- viamente decidida. Es igual si vence el imperativo o el derecho del individuo; si el candidato consigue liberarse de la creencia personal en Dios o si la recupera; si se encuentra con el abismo del ser o con la conmovida vivencia del sentido : siempre se mano tienen en pie. Pues el poder que dirige el conflicto -el etbos
133
? ? ? de la responsabilidad y la sinceridad- es siempre de i? ndole auto- ritaria, una ma? scara del estado. Si optan por los valores reconoci- dos, entonces todo esta? en orden. y si llegan a determinaciones de cara? cter rebelde, entonces responden triunfadores a la demanda de hombres vistosos e independientes. En todos los ca50S recono- cen como hijos legftlmos los pasajes que pudieran hacerles con- traer una responsabilidad, y en cuyo nombre se inicio? propiamente
todo el proceso interno: la mirada bajo la cual parecen pelearse como dos escolares revoltosos es desde el principio la mirada severa. Ningu? n combate sin a? rbitro: toda la pelea esta? escenifi- cada por la sociedad que torna cuerpo en el individuo, la cual vigila el combate a la vez que participa en e? l. La sociedad triunfa de modo tanto ma? s fatal cuanto ma? s se le oponen los resultados: los cle? rigos y los maestros cuya conciencia les obligaba a hacer confesiones ideolo? gicas que les creaban problemas con las autori- dades, siempre han simpatizado con la persecucio? n y la cont rarre-
volucie? n. As! como e! conflicto autoconfirmado lleva asociado un elemento delirante, en el inicio de la dina? mica del autotormento esta? la represio? n. Ellos despliegan toda su actividad ani? mica so? lo porque no les fue permitido dar salida al delirio y al enojo y esta? n dispuestos a traducir en la accio? n la lucha con el enemigo interior, pues en su opinio? n en el principio fue la accio? n. Su pro-
totipo es Lutero, e! inventor de la interioridad, el que arrojaba su tintero a la cabeza del demonio encarnado, que no existe, alu- diendo ya a los campesinos y a los judi? os. So? lo el espi? ritu defor- me necesita de! odio hacia si? mismo para, con una fuerza braquial, manifestar su modo de ser espiritual, que es el de la falsedad.
88
Payaso AugU. fto. - Au? n se contempla con excesivo optimismo la liquidacio? n total y definitiva del individuo. En su simple ncga- cio? n en la eliminacio? n de la mo? nada por obra de la solidaridad, estari? a a la vez la salvacio? n del ser individual, ya que so? lo por su relacio? n a lo general es un particular. La situacio? n actual esta? muy lejos de ello. Los males no sobrevienen como expiacio? n radical de lo pasado, sino cuando lo histo? ricamente sentenciado es arrastra- do como algo muerto, neutralizado e impotente y denigrado de
modo indigno. En medio de las unidades humanas estandarizadas y administradas, el individuo continu? a existiendo. Incluso esta?
bajo proteccio? n y adquiere el valor de un bien de monopolio. Pero la verdad es que no tiene otra funcio? n que la de su propia singularidad, no es ma? s que una pieza de exposicio? n, como los fetos que antan? o suscitaban el asombro o la risa de los nin? os. Como ya no lleva una existencia econo? micamente independiente, su cara? cter entra en contradiccio? n con su papel social objetivo. Pre. clsamenre por mantener esta contradiccio? n vive protegido en un parque natural disfrutando de una ociosa contemplacio? n. En Ame? rica, a las individualidades importadas --que al ser importa- das dejan de ser tale s - se las llama color/ul personalities. Su temperamemo marcadamente impulsivo, sus chispeantes ocurren- cias, su <<originalidad>>, aunque so? lo consista en una especial Ieal- dad, y hasta sus galimati? as utilizan lo humano como un traje de clown. Como esta? n sometidos al mecanismo universal de la como petencia y no pueden amoldarse al mercado'ni arreglarse en e? l sino valie? ndose de su fijo modo de ser diferente, se agarran con pasio? n al privilegio de su yo exagerando sus notas en tal grado que aniquilan completamente lo que son. Astutamente alardean de su ingenuidad, que, como ra? pidamente adivinan, tanto agrada a los que dictan las normas.
Sevenden como corazones ca? lidos dentro ~e la fria~dad comercial, se ganan la simpati? a general por sus gracias agresivas, de las que sus protectores disfrutan maso. quistamenre, y ratifican con su burlona falta de dignidad la seria dignidad del pueblo que los acoge. De modo parecido debieron habc~se compo~ad. o. 105 ~raeculi en el imperio romano. Los que prostituyen su individualidad aceptan de grado, jueces de sf mis- mos, la condena que la sociedad les ha impuesto. De ese modo justifican tambie? n objetivamente la injusticia que padecieron. La re~resio? n ~e~eral la redu:en a regresio? n privada, y hasta su pu? - blica OpoSICIo? n la mayori? a de las veces es so? lo un medio ma? s
disimulado de adaptacio? n por debilidad.
l1egro. - A
134
135
89
no se le puede
Correo
se le puede ayudar, deci? an los burgueses, que con el consejo, que nada cuesta, se libraban de prestar ayuda a la vez que obteni? an poder sobre el desvalido que acudi? a a ellos. Pero por lo menos ahl lati? a una apelacio? n a la razo? n, que en el que pedi? a y en el que nada concedi? a apareci? a como una cosa ide? ntica y recordaba
quien
aconsejar ,
tampo co
? ? ? ? de lejos a la justicia: quien segui? a un consejo podi? a, en ocasiones, hallar una salida. Esro es cosa pasada. Quien no puede ayudar, por lo mismo no deberi? a aconsejar: en un orden donde todas las ratoneras esta? n taponadas, cualquier consejo se conviene inmedia- tamente en un juicio condenatorio. Inevitablemente lleva a que el que pide tenga que hacer exactamente aquello a lo que ma? s ene? r- gicamente se resiste cuando esta resistencia es lo u? nico que le queda de su yo. Aleccionado por las mil situaciones en que se ve, acaba sabiendo ya todo lo que le pueden aconsejar, y so? lo se presenta cuando ha agotado toda sensatez y algo tiene que pasar. Eso no mejora su situacio? n. El que una vez quiso consejo y no encuentra ya ninguna ayuda, el ma? s de? bil en definitiva, aparece desde el principio como un extorsionista, cuya forma de actuar esta? de hecho extendie? ndose imparablemente con la trusrii? icacio? n. Esto puede observarse del modo ma? s ni? tido en un determinado tipo de altruistas que defienden los intereses de amigos necesita- dos e impotentes, pero en cuyo celo aceptan un oscuro elemento de coaccio? n. Incluso su virtud u? ltima, el desintere? s, es ambigua. Mientras intervienen de forma justa en favor del que no permiten que se hunda, tras el [irme <<debes ayudar>> se oculta ya la ta? cita invocacio? n a la prepotencia de grupos y colectivos con los que ya nadie puede tener desavenencias. Al no poder eludir a los incom- pasivos, los compasivos se convierten en mensajeros de la incom- pasibilidad .
90
Institucio? n para sOTdomuJor. - Mientras las escuelas instruyen a los hombres en el hablar igual que lo hacen en los primeros auxilios a las vi? ctimas de los accidentes de tra? fico y en la cons- truccio? n de planeadores, los instruidos se vuelven cada vez ma? s mudos. Pueden da r conferencia s, y cada frase los cualifica para el micro? fono ame el que se les pone como representantes del te? r- mino medio, pero la capacidad de hablar entre ellos se estanca. Esta suponi? a la experiencia digna de comunicarse, la libertad en la expresio? n y la independencia sin excluir la relacio? n. Pero den. tro del sistema cmnlebarcedor la conversacio? n se convierte en ventriloquia. Cada cual es su propio Cberlie McCarthy: de ahi su popularidad. Todas las expresiones se asemejan a las fo? rmulas que antan? o se reservaban para el saludo y la despedida. Asi? , una
136
joven perfectamente educada conforme a los ma? s recientes desi? - demta debe en ceda momento decir lo adecuado a la <<situacio? n>> correspondiente, para lo cual existen instrucciones ido? neas. Pero semejante determinismo del lenguaje a trave? s de la adaptacio? n significa su final: la relacio? n entre la cosa y la expresio? n queda rota, y del mismo 10000 que los conceptos de los positivistas son meras fichas, los de la humanidad positivista 'han llegado a con. vertirse literalmente en monedas. A las voces de los hablantes les sucede lo mismo que, segu? n considera la psicologi? a a las de la conciencia, de cuya resonancia vive todo discurso: 'hasta en su ma? s imperceptible cadencia son reemplazadas por un mecanismo socialmente dispuesto. En cuanto deja e? ste de funcionar y se pro- ducen pausas que no estaban previstas en los co? digos no escritos
cunde el pa? nico. Y para remediarlo todo el mundo se ha dedicado a. juegos. complicados y otras ocupaciones del tiempo libre cuyo fin es dispensarse de la carga de conciencia que provoca el len- guaje. Pero la sombra de la angustia se proyecta fatalmente sobre lo que au? n queda del discurso. La imparcialidad y el realismo en la discusio? n sobre cualquier asunto desaparecen hasta en los ci? rcu- los ma? s estrechos, igual que en la poli? tica hace tiempo que la dis- cusio? n se ha sustituido por la palabra del poder. El hablar adopta un gesto a? spero. Se hace del mismo un deporte. Se desea lograr las mayores puntuaciones: no hay conversacio? n en la que no pe- netre como un veneno L1 ocasio? n de apostar. Los afectos, que en un dia? logo dignamente humano contaban en lo tratado, se encua-
dran tenazmente en el puro tener razo? n fuera de toda relacio? n con la relevancia de lo enunciado. Mas como medios del poder, las palabras desencantadas ejercen una fuerza ma? gica sobre los que las usan. Constantemente puede observarse que 10 dicho en una ocasio? n, por absurdo, casual o desacertado que sea, so? lo por. que fue dicho tiraniza al que lo dijo de tal manera que, cual una posesio? n suya, le es imposible desprenderse de ello. Palabras, nu? . meros, te? rm inos, una vez invent ados y emitidos, se hacen indepen- dientes trayendo la desgracia a todo el que este? cerca. Crean una zona de contagio paranoico, y hace (aira la totalidad de la razo? n para romper su hechizo. La conversio? n de las consignas politicas, grandes o nimias, en algo ma? gico se reproduce en 10 privado en relacio? n con los objetos aparentemente ma? s neutrales: la rigidez cadave? rica de la sociedad llega a afectar a la ce? lula de la intimidad, que se crei? a a salvo de ella. Nada le sucede a la humanidad s610
por fuera: el enmudecimiento es el espi? ritu objetivo. 137
? ? 91
Va? ndalos. -Lo que desde el surgimiento de las grandes ciuda- des apareci? a como premura, nerviosismo, inestabilidad, se extiende ahora de un modo epide? mico, como antes la peste o el co? lera. Adema? s hacen su aparicio? n fuerzas con las que los apresurados viandantes del siglo XIX no podi? an ni son? ar. Todos tienen siempre algo que hacer. El tiempo libre hay que aprovecharlo como sea. Se hacen planes respecto a e? l, se invierte en empresas que hay que realizar, se lo llena con asistencias a todos los actos posibles o simplemente yendo de aqui? para alla? en ra? pidos movimientos. La sombra de todo esto se proyecta sobre el trabajo intelectual. Este se lleva a cabo con mala conciencia, como si fuese algo robado a alguna ocupacio? n urgente, aunque so? lo sea imaginaria. Para jus-
tificarse a si? mismo, el intelectual se acompan? a de gestos de ago- tamiento, de sobreesfuerzo, de actividad contra reloj que impiden todo tipo de reflexio? n; que impiden, por tanto, el trabajo intelec- tual mismo. A menudo parece como si los intelectuales reservasen para su propia produccio? n justamente las horas que les quedan libres de las obligaciones, de las salidas, de las citas y de las inevi- tables celebraciones . Es algo detes table, mas hasta cierto punto racional, la ganancia de prestigio del que puede presentarse como un hombre tan importante que le es forzoso estar en todas partes. E? l estiliza su vida con un descontento intencionadamente mal re- presentado como u? nico acto de pre? sence. El placer con que rechaza una invitacio? n alegando haber aceptado ya otra testimonia su triu nfo en el seno de la competencia. Como en e? sta, las formas del proceso de la produccio? n generalmente se repiten en la vida privada o en los a? mbitos del trabajo ajenos a dichas formas. La vida entera debe parecerse a la profesio? n, y mediante esta apa- riencia ocultar 10 que no esta? directamente consagrado a la ga- nancia. Pero la angustia que ello genera es so? lo un reflejo de otra ma? s profunda.
" Ti? tulo de una popular cancio? n infantil alemana. [N. del r. ] 132
de una manera dra? stica como cuestio? n vital la lamentable alter- nativa ante la que disimuladamente coloca el capitalismo tardi? o a todos sus implicados: convertirse en adulto o permanecer en la infancia.
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Club de lucha. - Existe un tipo de intelectual del que tanto ma? s hay que desconfiar cuantas ma? s adhesiones suscita por la honradez de su labor, por su . . seriedad intelectual. y a menudo tambie? n temperado realismo. Son los hombres combativos que viven en permanente lucha consigo mismos, en medio de decisio- nes que comprometen a toda su persona. Pero la cosa no es tan terrible. Para este tan radical juego tienen a su disposicio? n una
segura armadura cuyo fa? cil empleo desmiente su <<lucha con el a? ngel>>: basta con hojear los libros del edictor Eugen Diederieh o los de cierta especie de teo? logos santones-emancipados. El enjun- dioso vocabulario despiert a dud as sobre la limpieza en esas luchas que se organizan y resuelven en la intimidad. Las expresiones es- ta? n todas ellas tomadas de la guerra, del peligro Hsi? co, de la ani- quilacio? n, pero meramente describen procesos de reflexio? n, pro- cesos que en Kierkegaard o Nietzsche, por quienes estos lucha- dores muestran predileccio? n, si? que llevaron aparejado el resultado mortal, lo que desde luego no ocurre con sus resistentes seguido- res, que tanto invocan el riesgo. Mientras se atribuyen la subli? - mecie? n de la lucha por la existencia como una doble honra, la de la espiritualizacio? n y la de la valenti? a, el momento de peligro que- da neutralizado por la interiorizacio? n y reducido a la condicio? n de ingrediente de una cosmovisio? n vanidosamente radical y per- fectamente sana. La actitud ante el mundo exterior es de indife- rente superioridad, no cuenta para nada ante la seriedad de la decisio? n; de ese modo se lo deja como esta? y se acaba por acepo
rarlc. Las expresiones incontroladas son ornamentos reproduci- bles, como los caurfes de las gimnastas con las que los luchadores tanto gustan de encontrarse. La danza de las espadas esta? pre- viamente decidida. Es igual si vence el imperativo o el derecho del individuo; si el candidato consigue liberarse de la creencia personal en Dios o si la recupera; si se encuentra con el abismo del ser o con la conmovida vivencia del sentido : siempre se mano tienen en pie. Pues el poder que dirige el conflicto -el etbos
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? ? ? de la responsabilidad y la sinceridad- es siempre de i? ndole auto- ritaria, una ma? scara del estado. Si optan por los valores reconoci- dos, entonces todo esta? en orden. y si llegan a determinaciones de cara? cter rebelde, entonces responden triunfadores a la demanda de hombres vistosos e independientes. En todos los ca50S recono- cen como hijos legftlmos los pasajes que pudieran hacerles con- traer una responsabilidad, y en cuyo nombre se inicio? propiamente
todo el proceso interno: la mirada bajo la cual parecen pelearse como dos escolares revoltosos es desde el principio la mirada severa. Ningu? n combate sin a? rbitro: toda la pelea esta? escenifi- cada por la sociedad que torna cuerpo en el individuo, la cual vigila el combate a la vez que participa en e? l. La sociedad triunfa de modo tanto ma? s fatal cuanto ma? s se le oponen los resultados: los cle? rigos y los maestros cuya conciencia les obligaba a hacer confesiones ideolo? gicas que les creaban problemas con las autori- dades, siempre han simpatizado con la persecucio? n y la cont rarre-
volucie? n. As! como e! conflicto autoconfirmado lleva asociado un elemento delirante, en el inicio de la dina? mica del autotormento esta? la represio? n. Ellos despliegan toda su actividad ani? mica so? lo porque no les fue permitido dar salida al delirio y al enojo y esta? n dispuestos a traducir en la accio? n la lucha con el enemigo interior, pues en su opinio? n en el principio fue la accio? n. Su pro-
totipo es Lutero, e! inventor de la interioridad, el que arrojaba su tintero a la cabeza del demonio encarnado, que no existe, alu- diendo ya a los campesinos y a los judi? os. So? lo el espi? ritu defor- me necesita de! odio hacia si? mismo para, con una fuerza braquial, manifestar su modo de ser espiritual, que es el de la falsedad.
88
Payaso AugU. fto. - Au? n se contempla con excesivo optimismo la liquidacio? n total y definitiva del individuo. En su simple ncga- cio? n en la eliminacio? n de la mo? nada por obra de la solidaridad, estari? a a la vez la salvacio? n del ser individual, ya que so? lo por su relacio? n a lo general es un particular. La situacio? n actual esta? muy lejos de ello. Los males no sobrevienen como expiacio? n radical de lo pasado, sino cuando lo histo? ricamente sentenciado es arrastra- do como algo muerto, neutralizado e impotente y denigrado de
modo indigno. En medio de las unidades humanas estandarizadas y administradas, el individuo continu? a existiendo. Incluso esta?
bajo proteccio? n y adquiere el valor de un bien de monopolio. Pero la verdad es que no tiene otra funcio? n que la de su propia singularidad, no es ma? s que una pieza de exposicio? n, como los fetos que antan? o suscitaban el asombro o la risa de los nin? os. Como ya no lleva una existencia econo? micamente independiente, su cara? cter entra en contradiccio? n con su papel social objetivo. Pre. clsamenre por mantener esta contradiccio? n vive protegido en un parque natural disfrutando de una ociosa contemplacio? n. En Ame? rica, a las individualidades importadas --que al ser importa- das dejan de ser tale s - se las llama color/ul personalities. Su temperamemo marcadamente impulsivo, sus chispeantes ocurren- cias, su <<originalidad>>, aunque so? lo consista en una especial Ieal- dad, y hasta sus galimati? as utilizan lo humano como un traje de clown. Como esta? n sometidos al mecanismo universal de la como petencia y no pueden amoldarse al mercado'ni arreglarse en e? l sino valie? ndose de su fijo modo de ser diferente, se agarran con pasio? n al privilegio de su yo exagerando sus notas en tal grado que aniquilan completamente lo que son. Astutamente alardean de su ingenuidad, que, como ra? pidamente adivinan, tanto agrada a los que dictan las normas.
Sevenden como corazones ca? lidos dentro ~e la fria~dad comercial, se ganan la simpati? a general por sus gracias agresivas, de las que sus protectores disfrutan maso. quistamenre, y ratifican con su burlona falta de dignidad la seria dignidad del pueblo que los acoge. De modo parecido debieron habc~se compo~ad. o. 105 ~raeculi en el imperio romano. Los que prostituyen su individualidad aceptan de grado, jueces de sf mis- mos, la condena que la sociedad les ha impuesto. De ese modo justifican tambie? n objetivamente la injusticia que padecieron. La re~resio? n ~e~eral la redu:en a regresio? n privada, y hasta su pu? - blica OpoSICIo? n la mayori? a de las veces es so? lo un medio ma? s
disimulado de adaptacio? n por debilidad.
l1egro. - A
134
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no se le puede
Correo
se le puede ayudar, deci? an los burgueses, que con el consejo, que nada cuesta, se libraban de prestar ayuda a la vez que obteni? an poder sobre el desvalido que acudi? a a ellos. Pero por lo menos ahl lati? a una apelacio? n a la razo? n, que en el que pedi? a y en el que nada concedi? a apareci? a como una cosa ide? ntica y recordaba
quien
aconsejar ,
tampo co
? ? ? ? de lejos a la justicia: quien segui? a un consejo podi? a, en ocasiones, hallar una salida. Esro es cosa pasada. Quien no puede ayudar, por lo mismo no deberi? a aconsejar: en un orden donde todas las ratoneras esta? n taponadas, cualquier consejo se conviene inmedia- tamente en un juicio condenatorio. Inevitablemente lleva a que el que pide tenga que hacer exactamente aquello a lo que ma? s ene? r- gicamente se resiste cuando esta resistencia es lo u? nico que le queda de su yo. Aleccionado por las mil situaciones en que se ve, acaba sabiendo ya todo lo que le pueden aconsejar, y so? lo se presenta cuando ha agotado toda sensatez y algo tiene que pasar. Eso no mejora su situacio? n. El que una vez quiso consejo y no encuentra ya ninguna ayuda, el ma? s de? bil en definitiva, aparece desde el principio como un extorsionista, cuya forma de actuar esta? de hecho extendie? ndose imparablemente con la trusrii? icacio? n. Esto puede observarse del modo ma? s ni? tido en un determinado tipo de altruistas que defienden los intereses de amigos necesita- dos e impotentes, pero en cuyo celo aceptan un oscuro elemento de coaccio? n. Incluso su virtud u? ltima, el desintere? s, es ambigua. Mientras intervienen de forma justa en favor del que no permiten que se hunda, tras el [irme <<debes ayudar>> se oculta ya la ta? cita invocacio? n a la prepotencia de grupos y colectivos con los que ya nadie puede tener desavenencias. Al no poder eludir a los incom- pasivos, los compasivos se convierten en mensajeros de la incom- pasibilidad .
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Institucio? n para sOTdomuJor. - Mientras las escuelas instruyen a los hombres en el hablar igual que lo hacen en los primeros auxilios a las vi? ctimas de los accidentes de tra? fico y en la cons- truccio? n de planeadores, los instruidos se vuelven cada vez ma? s mudos. Pueden da r conferencia s, y cada frase los cualifica para el micro? fono ame el que se les pone como representantes del te? r- mino medio, pero la capacidad de hablar entre ellos se estanca. Esta suponi? a la experiencia digna de comunicarse, la libertad en la expresio? n y la independencia sin excluir la relacio? n. Pero den. tro del sistema cmnlebarcedor la conversacio? n se convierte en ventriloquia. Cada cual es su propio Cberlie McCarthy: de ahi su popularidad. Todas las expresiones se asemejan a las fo? rmulas que antan? o se reservaban para el saludo y la despedida. Asi? , una
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joven perfectamente educada conforme a los ma? s recientes desi? - demta debe en ceda momento decir lo adecuado a la <<situacio? n>> correspondiente, para lo cual existen instrucciones ido? neas. Pero semejante determinismo del lenguaje a trave? s de la adaptacio? n significa su final: la relacio? n entre la cosa y la expresio? n queda rota, y del mismo 10000 que los conceptos de los positivistas son meras fichas, los de la humanidad positivista 'han llegado a con. vertirse literalmente en monedas. A las voces de los hablantes les sucede lo mismo que, segu? n considera la psicologi? a a las de la conciencia, de cuya resonancia vive todo discurso: 'hasta en su ma? s imperceptible cadencia son reemplazadas por un mecanismo socialmente dispuesto. En cuanto deja e? ste de funcionar y se pro- ducen pausas que no estaban previstas en los co? digos no escritos
cunde el pa? nico. Y para remediarlo todo el mundo se ha dedicado a. juegos. complicados y otras ocupaciones del tiempo libre cuyo fin es dispensarse de la carga de conciencia que provoca el len- guaje. Pero la sombra de la angustia se proyecta fatalmente sobre lo que au? n queda del discurso. La imparcialidad y el realismo en la discusio? n sobre cualquier asunto desaparecen hasta en los ci? rcu- los ma? s estrechos, igual que en la poli? tica hace tiempo que la dis- cusio? n se ha sustituido por la palabra del poder. El hablar adopta un gesto a? spero. Se hace del mismo un deporte. Se desea lograr las mayores puntuaciones: no hay conversacio? n en la que no pe- netre como un veneno L1 ocasio? n de apostar. Los afectos, que en un dia? logo dignamente humano contaban en lo tratado, se encua-
dran tenazmente en el puro tener razo? n fuera de toda relacio? n con la relevancia de lo enunciado. Mas como medios del poder, las palabras desencantadas ejercen una fuerza ma? gica sobre los que las usan. Constantemente puede observarse que 10 dicho en una ocasio? n, por absurdo, casual o desacertado que sea, so? lo por. que fue dicho tiraniza al que lo dijo de tal manera que, cual una posesio? n suya, le es imposible desprenderse de ello. Palabras, nu? . meros, te? rm inos, una vez invent ados y emitidos, se hacen indepen- dientes trayendo la desgracia a todo el que este? cerca. Crean una zona de contagio paranoico, y hace (aira la totalidad de la razo? n para romper su hechizo. La conversio? n de las consignas politicas, grandes o nimias, en algo ma? gico se reproduce en 10 privado en relacio? n con los objetos aparentemente ma? s neutrales: la rigidez cadave? rica de la sociedad llega a afectar a la ce? lula de la intimidad, que se crei? a a salvo de ella. Nada le sucede a la humanidad s610
por fuera: el enmudecimiento es el espi? ritu objetivo. 137
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Va? ndalos. -Lo que desde el surgimiento de las grandes ciuda- des apareci? a como premura, nerviosismo, inestabilidad, se extiende ahora de un modo epide? mico, como antes la peste o el co? lera. Adema? s hacen su aparicio? n fuerzas con las que los apresurados viandantes del siglo XIX no podi? an ni son? ar. Todos tienen siempre algo que hacer. El tiempo libre hay que aprovecharlo como sea. Se hacen planes respecto a e? l, se invierte en empresas que hay que realizar, se lo llena con asistencias a todos los actos posibles o simplemente yendo de aqui? para alla? en ra? pidos movimientos. La sombra de todo esto se proyecta sobre el trabajo intelectual. Este se lleva a cabo con mala conciencia, como si fuese algo robado a alguna ocupacio? n urgente, aunque so? lo sea imaginaria. Para jus-
tificarse a si? mismo, el intelectual se acompan? a de gestos de ago- tamiento, de sobreesfuerzo, de actividad contra reloj que impiden todo tipo de reflexio? n; que impiden, por tanto, el trabajo intelec- tual mismo. A menudo parece como si los intelectuales reservasen para su propia produccio? n justamente las horas que les quedan libres de las obligaciones, de las salidas, de las citas y de las inevi- tables celebraciones . Es algo detes table, mas hasta cierto punto racional, la ganancia de prestigio del que puede presentarse como un hombre tan importante que le es forzoso estar en todas partes. E? l estiliza su vida con un descontento intencionadamente mal re- presentado como u? nico acto de pre? sence. El placer con que rechaza una invitacio? n alegando haber aceptado ya otra testimonia su triu nfo en el seno de la competencia. Como en e? sta, las formas del proceso de la produccio? n generalmente se repiten en la vida privada o en los a? mbitos del trabajo ajenos a dichas formas. La vida entera debe parecerse a la profesio? n, y mediante esta apa- riencia ocultar 10 que no esta? directamente consagrado a la ga- nancia. Pero la angustia que ello genera es so? lo un reflejo de otra ma? s profunda.
