En la
violencia
se da la misma duplicidad que la cri?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
Cuanto ma?
s pro?
ximos a la muerte se hallan los organismos, ma?
s tienden a involucionar hacia los movimientos espasmo?
dicos.
Segu?
n esto, las tendencias destructivas de las masas, que estallan en los estados totalitarios de ambas modalidades, no son tanto deseos de muerte
como manifestaciones de lo que e? stas han llegado a ser. Asesinan a fin de que lo que encuentran vivo se les asemeje.
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Matadero. -Las categori? as metafi? sicas no constituyen simple- mente la ideologi? a encubridora del sistema social, sino que en cada caso expresan a la vez la esencia de e? ste, la verdad sobre e? l, y en sus variaciones quedan plasmadas las de las experiencias ma? s sustanciales. Tal acontece con la muerte en la historia; y, a
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? ? la inversa, e? sta se deja comprender por aque? lla. La dignidad de la muerte equivali? a a la del individuo. Cuya autonomi? a, econo? mica- mente originada, se consumo? en la representacio? n de su cara? cter absoluto tan pronto como la esperanza teolo? gica en su inmortali- dad, que lo relativizaba empi? ricamente, empezo? a palidecer. Ello estaba en relacio? n con la imagen enfa? tica de la muerte, que borra por completo al individuo, al sustrato de todo el comportamiento y el pensar burgueses. Era el precio absoluto del valor absoluto. Ahora entra en declive con el individuo socialmente disuelto. Don- de aparece revestida de la antigua dignidad, su efecto es chirriante, como la mentira que siempre ha estado contenida en su concepto, la mentira que supone dar un nombre a 10 inescrutable, un predi- cado a 10 carente de sujeto y recomponer 10 ausente. Peto en la conciencia prevaleciente, la verdad y la falsedad de su dignidad han desaparecido, y no por el vigor de la esperanza en el ma? s alla? , sino por la desesperanzada falta de vigor del ma? s aca? . <<Le monde modeme - apunt aba ya en 1907 el cato? lico radical Charles Pe? guy- a re? ussi ti aoilir ce qu' il y a peut -e? tre de plus d ifficile ti avilir au monde, paree que c'est quelque cbose qui a en soi, commc dans sa texture, une sorte porticalie? rc de dignite? , comme une incapacite? singulle? re d'e? tre aoili: il avilit la mort>> (Men and Saints, Nueva York, 1944, p. 98). Si el individuo al que la muerte ha aniquilado es algo nulo, despojado de todo dominio sobre si? y del propio ser, entonces sera? tambie? n nulo el poder aniquilador, diri? amos como haciendo broma de la fo? rmula heideggeriana de que la nada anihila. La radical sustituibilidad del individuo hace de su muerte, con un desprecio total de la misma, algo anulable, tal como antan? o la concibio? el cristianismo con un patbos parado? jico. Pero la muerte aparece perfectamente integrada como quantite? ne? gligeahle. Para cada bombre la sociedad tiene dispuesto, con to- das sus funciones, un siguiente a la espera, para el que el primero es desde el principio un molesto ocupante del puesto de trabajo, un candidato a la muerte. De ese modo la experiencia de la muerte se transmuta en un recambio de funcionarios, y todo cuanto de la relacio? n natural que es la muerte no pasa a formar parte por en- tero de la relacio? n social, es relegado a la higiene. Al no concebirse la muerte ma? s que como la exclusio? n de un ser natural de la trama de la sociedad, e? sta ha terminado domestica? ndola: el morir mera- mente confirma la absoluta irrelevancia del ser natural frente a lo absoluto social. Si bay algu? n modo en que la industria cultural deja testimonio de los cambios en la composicio? n orga? nica de la sociedad, es mediante la confesio? n apenas velada de este estado
de cosas. Bajo su lupa, la muerte empieza a parecer algo co? mico. Mas la risa con que la saluda cierto ge? nero de producciones ('S ambigua. Denuncia todavi? a el miedo a lo amorfo que hay bajo la red con que la sociedad ha cubierto a la naturaleza entera. Pero la cubierta es ya tan amplia y espesa, que la memoria de lo des- nudo tiene un aspecto ridi? culo y sentimental. Desde que la novela polici? aca decayo? en los libros de Edgar Wal1ace, que con su mi? - nima construccio? n racional, sus enigmas no resueltos y su burda exageracio? n pareci? an burlarse de los lectores y que, sin embargo, tan grandiosamente anticipaban la imago colectiva del horror tota- litario, ha ido constituye? ndose un tipo de comedia criminal. Mien- tras e? sta pretende todavi? a hacer broma del falso horror, demuele las ima? genes de la muerte. Presenta el cada? ver como aquello en lo que se ha convertido , como requisi to . Au? n tiene la apariencia de un hombre, pero so? lo es una cosa, como en la peli? cula A slight case 01 morder, donde los cada? veres son continuamente transpor- tados de un sitio a otro como alegori? as de lo que ya antes eran. Lo co? mico saborea la falsa eliminacio? n de la muerte, que ya Kefke habi? a descrito con pa? nico en la historia del cazador Gracchus: por esa misma eliminacio? n, la mu? sica empieza tambie? n a resultar comi? - ca. Lo que los nacionalsocialistas hicieron con millones de hom- bres, la catalogacio? n de los vivos como muertos, y lo que despue? s
han hecho la produccio? n en masa y el abaratamiento de la muerte, proyecta su sombra sobre los que para hacer rei? r se inspiran en los cada? veres. Es fundamental introducir la descomposicio? n biolo? - gica entre las representaciones sociales conscientes. So? lo una huma- nidad a la que la muerte le resulta tan indiferente como sus miembros, una humanidad que ha muerto, puede sentenciar a muerte po r vi? a admin istra tiva a incont ables seres . La oracio? n de Ri1ke por una muerte propia representa el lamentable engan? o de creer que los hombres simplemente fallecen.
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Medias tintas. - A la cri? tica de las tendencias de la sociedad actual se le replica automa? ticamente, aun antes de haber dicho su u? ltima palabra, que las cosas siempre han sido asi? . La incomodi- dad de la que quien asi? responde busca en seguida librarse , es sen- cillamente la prueba de una visio? n defectuosa de la invariancia de la historia; de una sinrazo? n que todos orgullosamente diagnostican
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? ? como histeria. Adema? s, al acusador se le reprocha que lo que busca con sus ataques es figurar, acceder al privilegio de lo especial, cuando aquello que le hace sublevarse es algo trivial y de lodos conocido, de modo que a nadie puede cree? rsele que se tome intere? s por ello. La evidencia del infortunio favorece su apologi? a: puesto que lodos lo saben, nadie tiene derecho a decirlo; y asi? , al amparo del silencio, puede continuar inalterado. Se guarda la obediencia a aquello con que las filosofi? as de todos los pelajes han aturdido las cabezas de los hombres: que lo que tiene de su parte la fuerza impositiva y persistente de la existencia, por 10 mismo prueba su razo? n. Basta con mostrarse descontento para resultar sospechoso de ser un mejoredor del mundo. El consenso se vale del truco consistente en atribuir al oponente la tesis reaccionaria de la deca- dencia, una tesis que no puede mantenerse - ? pues no perenniza de hecho el horror? - , desacreditar con su supuesto error la
visio? n concreta de lo negativo y calificar de oscurantista a quien le irrita la oscuridad. Pero si todo ha sido siempre asi? - aunque ni Timur ni Gengis Khan ni la administracio? n colonia! de la India llegaron a destrozar de forma planificada con gas los pul- mones de millones de hombres-e, entonces la eternidad del terror se manifiesta en que cada una de sus formas nuevas supera a la anterior. Lo que persiste no es un quantum invariable del sufri? - miento, sino su evolucio? n hacia el infierno: tal es el sentido que encierra el hablar de un crecimiento de los antagonismos. Todo otro sent ido seri? a ingenuo y acabarla expresa? ndose en frases con- ciliadoras, renunciando al salto cualitativo. El que clasifica a los campos de extermino como un percance en la marcha triunfal de la civilizacio? n y el martirio de los judi? os como algo indiferente desde el punto de vista histo? rico-universal, no so? lo se queda detr e? s de la visio? n diale? ctica, sino que tambie? n pervierte el sentido de la propia poli? tica: reprimir lo extrema do. No so? lo en el desarrollo de las fuerzas productivas acontece la transformacio? n de la cantidad en cualidad, sino tambie? n en el aumento de la presio? n del domi- nio. Cuando los judi? os como grupo social son exterminados mien-
tras la sociedad continu? a reproduciendo la vida de los trabajado- res, la observacio? n de que aque? llos son burgueses y su destino carece de importancia para la gran dina? mica se convierte en mani? a economi? clsra, toda vez que el crimen en masa bebrfe que expli- carlo por el descenso de la tasa de ganancia. El espanto radica en el hecho de permanecer siempre ide? nt ico - la perduracio? n de la eprehlstories-c-, pero realiza? ndose cada vez de modo distinto, insospechado y superior a toda previsio? n - sombra fiel de las fuer.
zas productivas en su desarrollo.
En la violencia se da la misma duplicidad que la cri? tica de la economi? a poli? tica sen? alaba en la produccio? n material: <<En todos los estadios de la produccio? n exis- ten determinaciones comunes que son fijadas por el pensamiento como universales, pero las llamadas condiciones universales de toda produccio? n no son sino. . . momentos abstractos con los que no se puede inteligir ningu? n estadio real de la produccio? ne, En otras palabras: la abstraccio? n total de lo histo? ricamente invariable no es neutral respecto a su objeto por virtud de la objetividad cienti? fica, sino que se utiliza, aun donde resulta oportuna, como una niebla en la que se pierde 10 inteligible-atacable (Gre i? iber- Angreilbare). Este es precisamente lo que no quieren reconocer los apologetes. Por una parte se aferran a la dem i? e? re nouoeaut e? , y por otra niegan la ma? quina infernal que es la historia. No se puede poner a Ausschwitz en analogi? a con la aniquilacio? n de las ciudades-estado griegas no viendo ma? s que un mero aumento grao dual del horror, una analogi? a con la que conservar la paz del alma. Pero es innegable que los martirios y humillaciones jama? s experimentados antes de los que fueron transportados en vagones para el ganado arrojan una intensa y mortal luz sobre aquel terno- to pasado, en cuya violencia obsrusa y no planificada estaba ya teleolo? gicamente impli? cita la violencia cienti? ficamente concebida. La identidad reposa en la no identidad, en lo au? n no acontecido, que lo acontecido anuncia. Decir que siempre ha sucedido 10 mis- mo es falso en su inmediatez, mas verdadero considerado a Ira- ve? s de la dina? mica de la totalidad. Quien se sustrae a la evidencia del crecimiento del espanto no so? lo cae en la fri? a contemplacio? n, sino que adema? s se le escapa, junto con la diferencia especi? fica de lo ma? s reciente respecto a lo acaecido anteriormente, la verde- dera identidad del todo, del terror sin fin.
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Edicio? n eXlro. -En algunos pasajes centrales de Poe }'Baudc- lalre se yergue el concepto de lo nuevo. En el primero en su des- cripcio? n del maelnrom, de cuyo espanto, asociado allf con tbc novel, ninguna de las referencias comunes puede dar una idea; en el segundo en la u? ltima li? nea del ciclo La mort, donde elige la precipitacio? n en el abismo - no importa si ciclo o inficrno-c-, au iond de l'i? nconnu pour trouoer du nouvcau, En ambos casos se
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? ? trata de una amenaza desconocida a la que el sujeto se encomienda y que en su vertiginosa alteracio? n promete el placer. Lo nuevo, un agujero de la conciencia, algo que se espera con los ojos cerrados, parece la fo? rmula en la que el horror y la desesperacio? n adquieren valor de esti? mulo. Ella hace del mal una flor. Pero su liso perfil es un criptograma de la ma? s uni? voca de las reacciones. Encierra la respuesta precisa del sujeto a un mundo que se ha vuelto abs- tracto, como es el de la era industrial. En el culto de lo nuevo, y, por ende, en la idea de la modernidad, alienta la rebelio? n con- tra el hecho de no haber nada nuevo. La indistincio? n de los bie- nes producidos por las ma? quinas, la red de la socializacio? n, que atrapa por igual a los objetos y a la visio? n que de ellos se tiene asimila? ndolos, transforman todo cuanto encuentran en algo que estaba ya ahi? , en eventual ejemplar de una especie, en <<duplica. do>> del modelo. El estrato de 10 no pensado con anterioridad, de lo carente de intencio? n e-u? nico lugar donde las intenciones pros- peran- parece exhausto. Con e? l suen? a la idea de 10 nuevo. In- asequible, ocupa el lugar del Dios derribado en respuesta a la pri- mera consciencia del ocaso de la experiencia. Pero su concepto per- manece dentro del ci? rculo de la enfermedad que padece la expe- riencia, y de ello da fe su cara? cter abstracto, irnporentemente vuelto hacia la concrecio? n que se le escapa. Sobre la <<prehistoria de la modernidad>> puede ser ilustrativo el ana? lisis del cambio de significado operado en la palabra <<sensacio? n>>, sino? nimo exote? rico del nouveau baudelairiano. La palabra se generalizo? en [a cultura europea a trave? s de la teori? a del conocimiento. En Loke significa la simple e inmediata percepcio? n, lo contrario de la reflexio? n. Despue? s se convirtio? en el gran enigma, y finalmente en Jo excitador de las masas, 10 destructivamente embriagador, el shock como bien de consumo. El percibir algo, 10 que fuere, sin preocuparse de la calidad, sustituye a la felicidad, porque la omnipotente cuantifica- cio? n ha eliminado la posibilidad de la percepcio? n misma. La plena referencia de la experiencia a la cosa ha sido reemplazada por 10 meramente subjetivo a la vez que fi? sicamente aislado, por una sensacio? n que se agota en la oscilacio? n del mano? metro. De esta suerte, la emancipacio? n histo? rica respecto del ser en si? se decanta en la forma de la intuicio? n, un proceso del que dio cuenta la psico- logi? a de las sensaciones del siglo XIX reduciendo el substrato de la experiencia a mero <<esti? mulo>>, de cuya peculiar naturaleza las energi? as especi? ficas de los sentidos seri? an independientes. Pero la poesi? a de Baudelaire esta? llena de ese destello que el ojo cerrado ve cuando recibe un golpe. Tan fantasmago? rica como es esa luz
10 es tambie? n la idea misma de 10 nuevo. Mientras la pcrn'p cio? n serena tan so? lo alcance al molde socialmente preformado d(' las cosas, lo que destella no sera? sino repeticio? n. Lo nuevo busca- do por si? mismo, producido, por asi? decirlo, en el laboratorio y solidificado en un esquema conceptual, acaba siendo en su su? bita aparicio? n un compulsivo retorno de 10 antiguo, no de modo dife- rente a como sucede en las neurosis trauma? ticas. Al deslumbrado se le rasga e! velo de la sucesio? n temporal que tapa los arquetipos de lo invariable: por eso el descubrimiento de lo nuevo es sata? - nico, eleterno retorno como maldicio? n. La alegori? a de lo novel de Poe es el movimiento circular vertiginoso, pero en cierto modo tambie? n esta? tico, de! indefenso bote en el torbellino del macis- trom. Las sensaciones con las que el masoquista se abandona a lo nuevo son otras tantas regresiones. En la medida de 10 que pueda haber de cierto en el psicoana? lisis, la ontologi? a del moder- nismo baudelairiano, como de todos los que 10 siguen, responde a impulsos en parte infantiles. Su pluralismo es la deslumbrante [ata morgana en la que al monismo de la razo? n burguesa se le promete capciosamente su autodestruccio? n como base de su esperanza. Esta promesa constituye la idea de la modernidad, y su nu? cleo, la inva-
riabilidad, hace que todo lo moderno adquiera, sin apenas enve- jecer, la expresio? n de lo arcaico. El Tristsn. que se yergue en me- dio del siglo XIX cual obelisco del modernismo, es a la vez el monumento ma? s destacado al impulso de repeticio? n. Desde su entronizacio? n, 10 nuevo resulta ambiguo. Mientras en e? l se con- voca todo 10 que va ma? s alla? de la unidad de lo cada vez ma? s ri? gidamente establecido, es la absorcio? n de 10 nuevo 10 que, bajo la presio? n de aquella unidad, estimula de forma decisiva la des- composicio? n del sujeto en los instantes de convulsio? n en Jos que cree estar viviendo; y, con e? l, de la sociedad total, que, a fuer de moderna, desaloja lo nuevo. El poema de Baude! aire sobre la ma? r- tir del sexo, vi? ctima del crimen, celebra alego? ricamente la santidad del placer en la naturaleza muerta terriblemente liberadora del de- lito, pero la embriaguez a la vista de! cuerpo desnudo y decapitado es ya parecida a la que impulsaba a las futuras vi? ctimas del re? gimen de Hitler a comprar, ansiosas y paralizadas, los perio? dicos en que apareci? an las medidas que les anunciaban su ocaso. El fascismo fue la sensacio? n absoluta: en una declaracio? n de la o? poca del pri- mer pogrom se jactaba Goebbels de que los nacionalsocialistas por lo menos no estaban aburr idos. En el T ercer Rei? ch se saborea- ba el terror abstracto a la noticia y al rumor como u? nico esti? mulo, que bastaba pata encender momenta? neamente el debilitado sonso-
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? ? ? ? ? rium de las masas. Sin la casi irresistible violencia del hambre de titulares, que en su sofoco hace retroceder al corazo? n estremecido al mundo primitivo, aquel crimen indecible no lo hubieran sopor- tado los espectadores, ni siquiera los autores. En el transcurso de la guerra se les oi?
como manifestaciones de lo que e? stas han llegado a ser. Asesinan a fin de que lo que encuentran vivo se les asemeje.
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Matadero. -Las categori? as metafi? sicas no constituyen simple- mente la ideologi? a encubridora del sistema social, sino que en cada caso expresan a la vez la esencia de e? ste, la verdad sobre e? l, y en sus variaciones quedan plasmadas las de las experiencias ma? s sustanciales. Tal acontece con la muerte en la historia; y, a
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? ? la inversa, e? sta se deja comprender por aque? lla. La dignidad de la muerte equivali? a a la del individuo. Cuya autonomi? a, econo? mica- mente originada, se consumo? en la representacio? n de su cara? cter absoluto tan pronto como la esperanza teolo? gica en su inmortali- dad, que lo relativizaba empi? ricamente, empezo? a palidecer. Ello estaba en relacio? n con la imagen enfa? tica de la muerte, que borra por completo al individuo, al sustrato de todo el comportamiento y el pensar burgueses. Era el precio absoluto del valor absoluto. Ahora entra en declive con el individuo socialmente disuelto. Don- de aparece revestida de la antigua dignidad, su efecto es chirriante, como la mentira que siempre ha estado contenida en su concepto, la mentira que supone dar un nombre a 10 inescrutable, un predi- cado a 10 carente de sujeto y recomponer 10 ausente. Peto en la conciencia prevaleciente, la verdad y la falsedad de su dignidad han desaparecido, y no por el vigor de la esperanza en el ma? s alla? , sino por la desesperanzada falta de vigor del ma? s aca? . <<Le monde modeme - apunt aba ya en 1907 el cato? lico radical Charles Pe? guy- a re? ussi ti aoilir ce qu' il y a peut -e? tre de plus d ifficile ti avilir au monde, paree que c'est quelque cbose qui a en soi, commc dans sa texture, une sorte porticalie? rc de dignite? , comme une incapacite? singulle? re d'e? tre aoili: il avilit la mort>> (Men and Saints, Nueva York, 1944, p. 98). Si el individuo al que la muerte ha aniquilado es algo nulo, despojado de todo dominio sobre si? y del propio ser, entonces sera? tambie? n nulo el poder aniquilador, diri? amos como haciendo broma de la fo? rmula heideggeriana de que la nada anihila. La radical sustituibilidad del individuo hace de su muerte, con un desprecio total de la misma, algo anulable, tal como antan? o la concibio? el cristianismo con un patbos parado? jico. Pero la muerte aparece perfectamente integrada como quantite? ne? gligeahle. Para cada bombre la sociedad tiene dispuesto, con to- das sus funciones, un siguiente a la espera, para el que el primero es desde el principio un molesto ocupante del puesto de trabajo, un candidato a la muerte. De ese modo la experiencia de la muerte se transmuta en un recambio de funcionarios, y todo cuanto de la relacio? n natural que es la muerte no pasa a formar parte por en- tero de la relacio? n social, es relegado a la higiene. Al no concebirse la muerte ma? s que como la exclusio? n de un ser natural de la trama de la sociedad, e? sta ha terminado domestica? ndola: el morir mera- mente confirma la absoluta irrelevancia del ser natural frente a lo absoluto social. Si bay algu? n modo en que la industria cultural deja testimonio de los cambios en la composicio? n orga? nica de la sociedad, es mediante la confesio? n apenas velada de este estado
de cosas. Bajo su lupa, la muerte empieza a parecer algo co? mico. Mas la risa con que la saluda cierto ge? nero de producciones ('S ambigua. Denuncia todavi? a el miedo a lo amorfo que hay bajo la red con que la sociedad ha cubierto a la naturaleza entera. Pero la cubierta es ya tan amplia y espesa, que la memoria de lo des- nudo tiene un aspecto ridi? culo y sentimental. Desde que la novela polici? aca decayo? en los libros de Edgar Wal1ace, que con su mi? - nima construccio? n racional, sus enigmas no resueltos y su burda exageracio? n pareci? an burlarse de los lectores y que, sin embargo, tan grandiosamente anticipaban la imago colectiva del horror tota- litario, ha ido constituye? ndose un tipo de comedia criminal. Mien- tras e? sta pretende todavi? a hacer broma del falso horror, demuele las ima? genes de la muerte. Presenta el cada? ver como aquello en lo que se ha convertido , como requisi to . Au? n tiene la apariencia de un hombre, pero so? lo es una cosa, como en la peli? cula A slight case 01 morder, donde los cada? veres son continuamente transpor- tados de un sitio a otro como alegori? as de lo que ya antes eran. Lo co? mico saborea la falsa eliminacio? n de la muerte, que ya Kefke habi? a descrito con pa? nico en la historia del cazador Gracchus: por esa misma eliminacio? n, la mu? sica empieza tambie? n a resultar comi? - ca. Lo que los nacionalsocialistas hicieron con millones de hom- bres, la catalogacio? n de los vivos como muertos, y lo que despue? s
han hecho la produccio? n en masa y el abaratamiento de la muerte, proyecta su sombra sobre los que para hacer rei? r se inspiran en los cada? veres. Es fundamental introducir la descomposicio? n biolo? - gica entre las representaciones sociales conscientes. So? lo una huma- nidad a la que la muerte le resulta tan indiferente como sus miembros, una humanidad que ha muerto, puede sentenciar a muerte po r vi? a admin istra tiva a incont ables seres . La oracio? n de Ri1ke por una muerte propia representa el lamentable engan? o de creer que los hombres simplemente fallecen.
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Medias tintas. - A la cri? tica de las tendencias de la sociedad actual se le replica automa? ticamente, aun antes de haber dicho su u? ltima palabra, que las cosas siempre han sido asi? . La incomodi- dad de la que quien asi? responde busca en seguida librarse , es sen- cillamente la prueba de una visio? n defectuosa de la invariancia de la historia; de una sinrazo? n que todos orgullosamente diagnostican
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? ? como histeria. Adema? s, al acusador se le reprocha que lo que busca con sus ataques es figurar, acceder al privilegio de lo especial, cuando aquello que le hace sublevarse es algo trivial y de lodos conocido, de modo que a nadie puede cree? rsele que se tome intere? s por ello. La evidencia del infortunio favorece su apologi? a: puesto que lodos lo saben, nadie tiene derecho a decirlo; y asi? , al amparo del silencio, puede continuar inalterado. Se guarda la obediencia a aquello con que las filosofi? as de todos los pelajes han aturdido las cabezas de los hombres: que lo que tiene de su parte la fuerza impositiva y persistente de la existencia, por 10 mismo prueba su razo? n. Basta con mostrarse descontento para resultar sospechoso de ser un mejoredor del mundo. El consenso se vale del truco consistente en atribuir al oponente la tesis reaccionaria de la deca- dencia, una tesis que no puede mantenerse - ? pues no perenniza de hecho el horror? - , desacreditar con su supuesto error la
visio? n concreta de lo negativo y calificar de oscurantista a quien le irrita la oscuridad. Pero si todo ha sido siempre asi? - aunque ni Timur ni Gengis Khan ni la administracio? n colonia! de la India llegaron a destrozar de forma planificada con gas los pul- mones de millones de hombres-e, entonces la eternidad del terror se manifiesta en que cada una de sus formas nuevas supera a la anterior. Lo que persiste no es un quantum invariable del sufri? - miento, sino su evolucio? n hacia el infierno: tal es el sentido que encierra el hablar de un crecimiento de los antagonismos. Todo otro sent ido seri? a ingenuo y acabarla expresa? ndose en frases con- ciliadoras, renunciando al salto cualitativo. El que clasifica a los campos de extermino como un percance en la marcha triunfal de la civilizacio? n y el martirio de los judi? os como algo indiferente desde el punto de vista histo? rico-universal, no so? lo se queda detr e? s de la visio? n diale? ctica, sino que tambie? n pervierte el sentido de la propia poli? tica: reprimir lo extrema do. No so? lo en el desarrollo de las fuerzas productivas acontece la transformacio? n de la cantidad en cualidad, sino tambie? n en el aumento de la presio? n del domi- nio. Cuando los judi? os como grupo social son exterminados mien-
tras la sociedad continu? a reproduciendo la vida de los trabajado- res, la observacio? n de que aque? llos son burgueses y su destino carece de importancia para la gran dina? mica se convierte en mani? a economi? clsra, toda vez que el crimen en masa bebrfe que expli- carlo por el descenso de la tasa de ganancia. El espanto radica en el hecho de permanecer siempre ide? nt ico - la perduracio? n de la eprehlstories-c-, pero realiza? ndose cada vez de modo distinto, insospechado y superior a toda previsio? n - sombra fiel de las fuer.
zas productivas en su desarrollo.
En la violencia se da la misma duplicidad que la cri? tica de la economi? a poli? tica sen? alaba en la produccio? n material: <<En todos los estadios de la produccio? n exis- ten determinaciones comunes que son fijadas por el pensamiento como universales, pero las llamadas condiciones universales de toda produccio? n no son sino. . . momentos abstractos con los que no se puede inteligir ningu? n estadio real de la produccio? ne, En otras palabras: la abstraccio? n total de lo histo? ricamente invariable no es neutral respecto a su objeto por virtud de la objetividad cienti? fica, sino que se utiliza, aun donde resulta oportuna, como una niebla en la que se pierde 10 inteligible-atacable (Gre i? iber- Angreilbare). Este es precisamente lo que no quieren reconocer los apologetes. Por una parte se aferran a la dem i? e? re nouoeaut e? , y por otra niegan la ma? quina infernal que es la historia. No se puede poner a Ausschwitz en analogi? a con la aniquilacio? n de las ciudades-estado griegas no viendo ma? s que un mero aumento grao dual del horror, una analogi? a con la que conservar la paz del alma. Pero es innegable que los martirios y humillaciones jama? s experimentados antes de los que fueron transportados en vagones para el ganado arrojan una intensa y mortal luz sobre aquel terno- to pasado, en cuya violencia obsrusa y no planificada estaba ya teleolo? gicamente impli? cita la violencia cienti? ficamente concebida. La identidad reposa en la no identidad, en lo au? n no acontecido, que lo acontecido anuncia. Decir que siempre ha sucedido 10 mis- mo es falso en su inmediatez, mas verdadero considerado a Ira- ve? s de la dina? mica de la totalidad. Quien se sustrae a la evidencia del crecimiento del espanto no so? lo cae en la fri? a contemplacio? n, sino que adema? s se le escapa, junto con la diferencia especi? fica de lo ma? s reciente respecto a lo acaecido anteriormente, la verde- dera identidad del todo, del terror sin fin.
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Edicio? n eXlro. -En algunos pasajes centrales de Poe }'Baudc- lalre se yergue el concepto de lo nuevo. En el primero en su des- cripcio? n del maelnrom, de cuyo espanto, asociado allf con tbc novel, ninguna de las referencias comunes puede dar una idea; en el segundo en la u? ltima li? nea del ciclo La mort, donde elige la precipitacio? n en el abismo - no importa si ciclo o inficrno-c-, au iond de l'i? nconnu pour trouoer du nouvcau, En ambos casos se
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? ? trata de una amenaza desconocida a la que el sujeto se encomienda y que en su vertiginosa alteracio? n promete el placer. Lo nuevo, un agujero de la conciencia, algo que se espera con los ojos cerrados, parece la fo? rmula en la que el horror y la desesperacio? n adquieren valor de esti? mulo. Ella hace del mal una flor. Pero su liso perfil es un criptograma de la ma? s uni? voca de las reacciones. Encierra la respuesta precisa del sujeto a un mundo que se ha vuelto abs- tracto, como es el de la era industrial. En el culto de lo nuevo, y, por ende, en la idea de la modernidad, alienta la rebelio? n con- tra el hecho de no haber nada nuevo. La indistincio? n de los bie- nes producidos por las ma? quinas, la red de la socializacio? n, que atrapa por igual a los objetos y a la visio? n que de ellos se tiene asimila? ndolos, transforman todo cuanto encuentran en algo que estaba ya ahi? , en eventual ejemplar de una especie, en <<duplica. do>> del modelo. El estrato de 10 no pensado con anterioridad, de lo carente de intencio? n e-u? nico lugar donde las intenciones pros- peran- parece exhausto. Con e? l suen? a la idea de 10 nuevo. In- asequible, ocupa el lugar del Dios derribado en respuesta a la pri- mera consciencia del ocaso de la experiencia. Pero su concepto per- manece dentro del ci? rculo de la enfermedad que padece la expe- riencia, y de ello da fe su cara? cter abstracto, irnporentemente vuelto hacia la concrecio? n que se le escapa. Sobre la <<prehistoria de la modernidad>> puede ser ilustrativo el ana? lisis del cambio de significado operado en la palabra <<sensacio? n>>, sino? nimo exote? rico del nouveau baudelairiano. La palabra se generalizo? en [a cultura europea a trave? s de la teori? a del conocimiento. En Loke significa la simple e inmediata percepcio? n, lo contrario de la reflexio? n. Despue? s se convirtio? en el gran enigma, y finalmente en Jo excitador de las masas, 10 destructivamente embriagador, el shock como bien de consumo. El percibir algo, 10 que fuere, sin preocuparse de la calidad, sustituye a la felicidad, porque la omnipotente cuantifica- cio? n ha eliminado la posibilidad de la percepcio? n misma. La plena referencia de la experiencia a la cosa ha sido reemplazada por 10 meramente subjetivo a la vez que fi? sicamente aislado, por una sensacio? n que se agota en la oscilacio? n del mano? metro. De esta suerte, la emancipacio? n histo? rica respecto del ser en si? se decanta en la forma de la intuicio? n, un proceso del que dio cuenta la psico- logi? a de las sensaciones del siglo XIX reduciendo el substrato de la experiencia a mero <<esti? mulo>>, de cuya peculiar naturaleza las energi? as especi? ficas de los sentidos seri? an independientes. Pero la poesi? a de Baudelaire esta? llena de ese destello que el ojo cerrado ve cuando recibe un golpe. Tan fantasmago? rica como es esa luz
10 es tambie? n la idea misma de 10 nuevo. Mientras la pcrn'p cio? n serena tan so? lo alcance al molde socialmente preformado d(' las cosas, lo que destella no sera? sino repeticio? n. Lo nuevo busca- do por si? mismo, producido, por asi? decirlo, en el laboratorio y solidificado en un esquema conceptual, acaba siendo en su su? bita aparicio? n un compulsivo retorno de 10 antiguo, no de modo dife- rente a como sucede en las neurosis trauma? ticas. Al deslumbrado se le rasga e! velo de la sucesio? n temporal que tapa los arquetipos de lo invariable: por eso el descubrimiento de lo nuevo es sata? - nico, eleterno retorno como maldicio? n. La alegori? a de lo novel de Poe es el movimiento circular vertiginoso, pero en cierto modo tambie? n esta? tico, de! indefenso bote en el torbellino del macis- trom. Las sensaciones con las que el masoquista se abandona a lo nuevo son otras tantas regresiones. En la medida de 10 que pueda haber de cierto en el psicoana? lisis, la ontologi? a del moder- nismo baudelairiano, como de todos los que 10 siguen, responde a impulsos en parte infantiles. Su pluralismo es la deslumbrante [ata morgana en la que al monismo de la razo? n burguesa se le promete capciosamente su autodestruccio? n como base de su esperanza. Esta promesa constituye la idea de la modernidad, y su nu? cleo, la inva-
riabilidad, hace que todo lo moderno adquiera, sin apenas enve- jecer, la expresio? n de lo arcaico. El Tristsn. que se yergue en me- dio del siglo XIX cual obelisco del modernismo, es a la vez el monumento ma? s destacado al impulso de repeticio? n. Desde su entronizacio? n, 10 nuevo resulta ambiguo. Mientras en e? l se con- voca todo 10 que va ma? s alla? de la unidad de lo cada vez ma? s ri? gidamente establecido, es la absorcio? n de 10 nuevo 10 que, bajo la presio? n de aquella unidad, estimula de forma decisiva la des- composicio? n del sujeto en los instantes de convulsio? n en Jos que cree estar viviendo; y, con e? l, de la sociedad total, que, a fuer de moderna, desaloja lo nuevo. El poema de Baude! aire sobre la ma? r- tir del sexo, vi? ctima del crimen, celebra alego? ricamente la santidad del placer en la naturaleza muerta terriblemente liberadora del de- lito, pero la embriaguez a la vista de! cuerpo desnudo y decapitado es ya parecida a la que impulsaba a las futuras vi? ctimas del re? gimen de Hitler a comprar, ansiosas y paralizadas, los perio? dicos en que apareci? an las medidas que les anunciaban su ocaso. El fascismo fue la sensacio? n absoluta: en una declaracio? n de la o? poca del pri- mer pogrom se jactaba Goebbels de que los nacionalsocialistas por lo menos no estaban aburr idos. En el T ercer Rei? ch se saborea- ba el terror abstracto a la noticia y al rumor como u? nico esti? mulo, que bastaba pata encender momenta? neamente el debilitado sonso-
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? ? ? ? ? rium de las masas. Sin la casi irresistible violencia del hambre de titulares, que en su sofoco hace retroceder al corazo? n estremecido al mundo primitivo, aquel crimen indecible no lo hubieran sopor- tado los espectadores, ni siquiera los autores. En el transcurso de la guerra se les oi?
