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El caballero de la rosa.
El caballero de la rosa.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
, el que en una con- versacio?
n habla de cosas fuera del alcance de uno solo, comete una falta de tacto.
La conversacio?
n se limita, por motivos de hu- manidad, a lo ma?
s pro?
ximo, chato y banal cuando esta?
presente un solo <<inhumano>>.
Desde que el mundo le ha cortado al hom- bre el habla, el incapaz de argumentar ostenta la razo?
n, No nece- sita ma?
s que ser pertinaz en su intere?
s y en su condicio?
n para prevalecer.
Basta con que el otro, en un vano esfuerzo por esta- blecer contacto, adopte un tono argumentativo o divulgatorio para convertirse en la parte ma?
s de?
bil.
Como el bottleneck no conoce ninguna instancia que este?
por encima de lo fa?
ctico, cuando el pensamiento y el discurso no pueden menos de remitir a una tal instancia, la inteligencia se torna ingenuidad, yeso lo perciben al punto los imbe?
ciles.
La conjura con lo positivo actu?
a como una fuerza gravitatoria que todo 10 atrae hacia abajo.
Se muestra su- perior al movimiento que se le opone cuando cesa todo debate con e?
l.
El diferenciado que no quiere pasar inadvertido mantiene una actitud estricta de consideracio?
n a todos los desconsiderados.
Estos ya ni necesitan sentir ninguna intranquilidad de conciencia.
La debilidad de espi?
ritu, confirmada como principio universal, aparece como fuerza para vivir.
El expediente formalista-adminis- trativo, la separacio?
n en compartimientos de todo cuanto por su sentido es inseparable, la insistencia fana?
tica en la opinio?
n casual con ausencia de fundamento alguno, la pra?
ctica, en suma, de la cosificacio?
n de todo rasgo en la frustrada formacio?
n del yo, de la desviacio?
n del proceso de la experiencia y la afirmacio?
n del <<asi?
soy yo>> como algo definitivo, es suficiente para conquistar posi-
ciones inexpugnables. Se puede estar seguro JI: In WI1(OI'll1idl1'I . In los dema? s, perejamente deformados, como de la propfu vrllt! ll,l, 1111 la ci? nica reivindicacio? n del propio defecto late la SOSP Cdlll dI" ']! '! ' el espi? ritu objetivo en su estadio actual esta? liquidando al slIl,jt-ll, va. Se vive down to earth, como los antepasados zoolo? gicos anles de que comenzaran a alzarse,
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Espejo de virtudes. -La correspondencia entre la represton y la moral como renuncia a los impulsos es universalmente cono- cida. Pero las ideas morales no solamente reprimen a los otros, sino que adema? s se derivan directamente de la existencia de los represores. Desde Homero la lengua griega usaba los conceptos de bueno y rico como si fuesen convertibles. La kalokagathi? a, que los humanistas de la sociedad moderna proponi? an como modelo de armoni? a este? tica y moral, siempre ha colocado los acentos sobre la propiedad, y la Poli? tica de Aristo? teles reconoce sin ambages la fusio? n del valor interior con el status en la caracterizacio? n de la nobleza cuando dice que <<la excelencia esta? unida a la riqueza he- redada>>. La concepcio? n de la polis en la e? poca cla? sica, en la que veni? an afirmados tanto 10 interior como 10 exterior, el valor del individuo en la ciudad-estado y su yo como unidad de e? sta, hizo posible la atribucio? n de rango moral a la riqueza sin exponerse a las fa? ciles sospechas que esta doctrina ya entonce s hubier a desper- tado. Si en aquella forma de Estado el efecto visible era la medida del hombre, nada ma? s consecuente que valorar la riqueza mate- rial, que creaba de un modo tangible ese efecto, como una cuali- dad, puesto que su propia sustancia moral debi? a constituirla, no de otro modo como ma? s tarde en la filosofi? a de Hegel, su partici- pacio? n en la social y objetiva. So? lo el cristianismo nego? esa iden- tificacio? n en la sentencia de que es ma? s fa? cil que un camello pase por el ojo de una aguja que no que un rico entre en el reino de los cielos. Pero su singular valoracio? n teolo? gica de la pobreza voluntaria muestra cua? n profundamente estaba marcada por la conciencia universal de la moralidad de la posesio? n. La propiedad fija difiere del desorden no? mada, al que toda norma se enfrenta; ser hueno y tener bienes coinciden desde el principio. El bueno es el que se domina a si? mismo igual que domina su posesio? n: su autonomi? a es un trasunto de su disposicio? n material. De ahi?
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11 I !
que no haya que acusar a los ricos de inmoralidad -cuando tal reproche ha servido desde siempre de escudo a la represio? n polf- tica- tanto como adquirir conciencia de que ellos son los que re- presentan la moral para los dema? s. En ella se refleja la fortuna. La riqueza como bondad es un elemento aglutinante del mundo: el aspecto so? lido de esa identidad obstaculiza la confrontacio? n de las ideas morales con un orden en el que los ricos tienen razo? n al tiempo que otras determinaciones concretas de Jo moral que las derivadas de la riqueza son imposibles de concebir. Conforme posteriormente se vayan separando cada vez ma? s individuo y sa- ciedad en la concurrencia de los intereses y cada vez ma? s el indi- viduo se repliegue en sI mismo, tanto ma? s tenazmente se aferrara? e? ste a la idea de la esencia moral de la riqueza. Esta habra? de ga- rantizar dentro y fuera la reunificacio? n de lo escindido. Tal es el secreto del ascetismo intramundano, del esfuerzo ilimitado, falsa- mente hipostasiado por Max Weber, del negociante ad majorem Dei gloriam. El e? xito material une individuo y sociedad no mera- mente en el co? modo y cada vez ma? s dudoso sentido de que el rico puede escapar de su soledad, sino en otro mucho ma? s radical: cuando el inte re? s pan icular ciego y aislado se lleva suficientemen- te lejos, el poder econo? mico pasa a poder social, manifesta? ndose como encamacio? n del principio unificador del todo. El que es rico u obtiene riquezas se siente como el que <<con sus solas fuerzas. realiza como Yo lo que quiere el espi? ritu objetivo, la verdadera, e irracional, predestinacio? n de una sociedad cuya cohesio? n radica en la brutal desigualdad econo? mica. Asi? puede el rico atribuirse como bondad lo que, sin embargo, no testifica ma? s que su ausencia. SI ve en si? mismo, y los dema? s en e? l, la realizacio? n del principio uni- versal. Y como tal principio es la injusticia, el injusto se torna regularmente justo, mas ya no con ilusio? n, sino llevado por el po- der universal de la ley conforme a la. cual la sociedad se repro- duce. La riqueza del individuo es inseparable del progreso en la sociedad de la <<prehistoria>>. Los ricos disponen de los medios de produccio? n. Los progresos te? cnicos, de los que participa la socie- dad entera, son por eso primariamente <<sus>> progresos, hoy caro gados a la industria, y los Pords necesariamente han de parecer tanto ma? s bienhechores, como en efecto lo son en el marco de las relaciones de produccio? n existentes. Su privilegio preestable- cido crea la apariencia de que dan mucho de lo suyo - lo que no es sino el crecimiento por el lado del valor de uso - , cuando las bendiciones que reparte no consisten sino en hacer que refluya parte del beneficio. Tal es la razo? n del cara? cter deslumbrador de
la jerarqui? a moral. Por algo ha sido siempre ma? s dignificada la pobreza como ascetismo - la condicio? n social para la adquisicio? n de la riqueza- , que es donde se manifiesta la moralidad; y sin embargo, como se sabe, <<what aman is worth>> significa su cuen- ta bancaria, y en la jerga del tra? fico comercial alema? n <<der Mann i? st sa>>. que puede pagar. Lo que la Razo? n de Estado de la todo- poderosa economi? a ran ci? nicamente declara alcanza, Incoofeseda- mente, a los modos de comportarse los individuos. En las rela- ciones privadas, la generosidad de la que supuestamente son capa- ces los ricos, la aureola de felicidad que les envuelve, una parte de la cual se transmite a quienes consienten en hacer parti? cipes, actu? an como un velo. Los ricos aparecen como personas agrada- bles, tbe right peopi? e , la gente bien, los buenos. La riqueza distan- cia de la inmediara injusticia. El guardia disuelve con su porra de goma a los huelguistas; el hijo del fabricante puede de vez en cuando tomar un whisky con el escritor progresista. De acuerdo con rodas los desiderata de la moral privada, y aun de los ma? s avanzados, el rico de hecho podri? a, si quisiera, ser mejor que el pobre. Esa posibilidad real, sin duda desperdiciada, juega su papel en la ideologi? a de los que no la tienen: aun al estafador descu- bierto, que despue? s de todo se le puede preferir a los grandes empresarios legi? timos, hay que reconocerle el me? rito de haber te- nido una bonita casa, y el ejecutivo bien pagado despide calor huma no cuando sirve sus opulenta s cenas. La ba? rba ra religio? n ac- tual del e? xito no es, segu? n esto, simplemente contraria a la moral; es que adema? s el Occidente encuentra en ella un camino para re- tornar a las honorables cosrumbres de sus padres. Hasta las nor- mas que reprueban la organizacio? n del mundo son deudoras de su deformidad. Toda moral se ha adecuado siempre al modelo de 10 inmoral, y hasta hoy no ha hecho ma? s que reproducirlo en todas sus fases. La moral de los esclavos es, efectivamente, mala: es todavi? a la moral de los sen? ores.
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El caballero de la rosa. - De la gente elegante se supone que en su vida privada esta? libre del ansia de beneficios, que, por su posicio? n, afluyen a ella de uno u otro modo, y de la permanente confusio? n de las circunstancias ma? s inmediatas, que su limitacio? n
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? ? ? crea. De ella se espera el gusto aventurero por las ideas, la sobe- rani? a respecto de la situacio? n de sus intereses particulares, el refi- namiento en sus formas de reaccionar, y se supone que su scnsibi- lidad es contraria, al menos en espi? ritu, a la brutalidad de la que su prop io privilegio depende, mient ras que las vi? ctimas apenas cuentan con la posibilidad de saber que? es lo que las convierte en tales. Mas cuando la separacio? n entre la esfera privada y la pta- duccio? n acaba manifesta? ndose como una apariencia social necesa- ria, esa expectativa de espiritualidad libre se ve defraudada. Ni en el ma? s sutil esnobismo hay nada de de? ? ,out por su condicio? n obje- va, sino que ma? s bien se cierra a su conocimiento. Au? n esta? por saber en que? medida la nobleza francesa del siglo XVIII tuvo efec- tivamente en el proceso de la Ilustracio? n y en los preparativos de la Revoludo? n aquella participacio? n fri? volo-suicida que la repug- nancia por los terroristas de la virtud gusta tanto imaginar. En todo caso la burguesi? a se ha mantenido, tambie? n en su fase tardi? a, pura de tales inclinaciones. Ya nadie sale a danzar sobre el volca? n como no sea un desclasado. La societv esta? , tambie? n subjetivamen- te, tan modelada por el principio econo? mico, cuyo tipo de raciona- lidad conforma el todo, que su emancipacio? n del intere? s, aun como mero lujo intelectual, le esta? vedada. Como sus miembros se ven incapaces de disfrutar de la riqueza misma, enormemente acrecen. teda, al mismo tiempo se ven igualmente incapaces de pensar con- tra si? mismos. Es inu? til buscar la frivolidad. A la eternizacio? n de la diferencia real entre el arriba y el abajo coadyuva el hecho de que e? sta, tanto aqui? como alla? , se desvanezca en una mera dife- rencia de formas de consciencia. A los pobres la disciplina de los otros les impide pensar, y a los ricos la suya propia. La consclen- cia de los dominadores hace con todo espi? ritu lo que antes haci? a con la religio? n. La cultura se convierte para la gran burguesi? a en un elemento de representacio? n. Que uno sea culto o inteligente figura entre las cualidades que lo hacen apto para el matrimonio o la vida social, como ser buen jinete, amar la naturaleza, tener
encanto o vestir un frac impecable. Carecen de curiosidad intelec- tual. En su mayori? a, los libres de preocupaciones se sumergen en lo cotidiano como los pequen? os burgueses. Ordenan sus casas, or- ganizan reuniones, se procuran escrupulosamente las reservas para el hotel o el avio? n. En otros casos se alimentan de los residuos del irracionalismo europeo. Dan una tosca justificacio? n de su hostilidad al espi? ri tu, que ya en el pensamiento mismo, en la independencia de todo cuanto venga dado, de lo existente, huelen la subversio? n,
y no sin motivo. Asi? como en los tiempos de Nietzsche los (IIJM' teas de la cultura crei? an en el progreso, en el desarrollo [ninre. rrumpido de la formacio? n de las masas y en la felicidad mayor posible para el nu? mero mayor posible, ahor a creen , sin saberlo bien ellos mismos, en lo contrario, en la derogacio? n de 1789, en la inmelorabili? dad de la naturaleza humana y en la imposibilidad antropolo? gica de la felicidad ---o so? lo en que e? sta en todo caso seri? a buena para los trabajadores. La profundidad de anteayer se ha transformado en extrema banalidad. De Nietzsche y Bergson, de las u? ltimas filosofi? as recibidas, no queda ma? s que el turbio antiintelectualismo en nombre de una naturaleza secuestrada por sus apologetas. <<Nada me molesta tanto del Tercer Reich - deci? a en 1933 una mujer judi? a, esposa de un director general, que des- pue? s moriri? a asesinada en Polonia- como el que ahora no poda- mos usar la palabra telu? rico porque los nacionalsocialistas se la han apropiado>>; y au? n despue? s de la derrota fascista, una enva- rada dama austriaca propietaria de un castillo, al encontrar en un cocktail party a un dirigente obrero tenido equivocadamente por radical, no se le ocurrio? , fascinada por su personalidad, cosa mejor que repetir bestialmente: <<y adema? s es ini? ntclectual, totalmente inintelectua]>>. Todavi? a recuerdo mi espanto cuando una joven aristo? crata de vaga ascendencia, que apenas podi? a hablar alema? n sin un afectado acento extranjero, me confeso? su simpati? a por Hitler, tan incompatible como su figura pareci? a con la de e? ste. Entonces pense? que su encantadora imbecilidad le impedi? a darse cuenta de quie? n era ella. Pero era ma? s lista que yo, pues lo que ella representaba ya no existi? a, y borrando su consciencia de clase su destino individual lograba que su ser en si? , su condicio? n social, quedase patente. Resulta tan duro integrarse arriba, que la posi- bilidad de la divergencia subjetiva se anula y no hay modo de buscar la diferencia ma? s alla? del corte distinguido del vestido de noche.
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Re? quiem por Odette. - La anglomani? a de las capas superiores de la Europa continental proviene de que en la isla se han ritua- lizedo ciertas pra? cticas feudales que se bastan a si mismas. Alli? la cultura se afirma no como una esfera escindida del espi? ritu obje- tivo, como participacio? n en el arte o la filosofi? a, sino como forma
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? ? ? ? de la existencia cmpmca. La bigb lile quiere ser la vida bella. A quienes participan de ella les proporciona un placer ideolo? gico. Debido a que la configuracio? n de la existencia se torna una tarea en la que es preciso respetar las reglas de juego, conservar artifi- cialmente un estilo y mantener un delicado equilibrio entre la correccio? n y la independencia, la existencia misma parece llena de sentido y tranquiliza la mala conciencia de los socialmente su- perfluos. L1 constante exigencia de hacer y decir exactamente lo adecuado al status y a la situacio? n reclama una especie de esfuerzo moral. Uno mismo se pone dificultades para ser 10 que es, y asi? cree cumplir con el patriarcal noblesse oblige. Al mismo tiempo el desplazamiento de la cultura de sus manifestaciones objetivas a la vida inmediata evita el riesgo de trastorno de la propia inme- diatez por el espi? ritu. A e? ste se le rechaza como perturbador del estilo seguro, como carente de gusto, mas no con la penosa rus.
ricidad del ]unker al Este del Elba, sino conforme a un criterio, espiritual en cierto modo, de esretizacio? n de la vida cotidiana. Se crea asi? la halagu? en? a ilusio? n de haber superado la disociacio? n entre superestructura e infraestructura, cultura y realidad corpo? rea. Pero en los modales aristocra? ticos el ritual cae en la costumbre burgue- sa tardi? a de hiposresiar como sentido la ejecucio? n de algo en si? carente de sentido, de debilitar el espi? ritu en la duplicacio? n de lo que sin ma? s existe . La norma que se sigue es ficticia, su supuesto social, asi? como su modelo, el ceremonial de corte, han desapareo cido, y si la norma se acepta no es debido a que se experimente en ella obligatoriedad alguna, sino porque legitima un orden de cuya ilegitimidad se saca ventaja. Proust observo? , con la integridad del fa? cilmente seducible, que la anglomani? a se encuentra menos entre los aristo? cratas que entre los que desean ascender: del snob al
paroenn so? lo hay un paso. De ahi? la afinidad del esnobismo con el ]ugendstil, con el intento de la clase definida por el intercambio de proyectarse en una imagen de belleza no contaminada por el intercambio, de belleza por asi? decirlo vegetal. Que la vida que se organiza a si? misma no es un ma? s de vida, lo demuestra el aburrimiento de los cocktail porties y los ioeeiz-e-uls en el campo, del para toda la esfera simbo? lico golf y de la organizacio? n de social alfairs-privilcgios en los que nadie encuentra verdadera diversio? n y con los que los privilegiados no hacen sino ocultarse la realidad de que en la totalidad desventurada tambie? n ellos carecen de la
posibilidad de la alegri? a. En su estadio ma? s reciente, la vida bella se reduce a lo que Veblen ha querido ver a trave? s de todas las
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e? pocas: la ostentacio? n, el mero <<pertenecer a>>; y el parque no procura ya otro placer que el de los muros contra los que los de afuera aplastan la nariz. Las capas superiores, cuyas maldades se han ido democratizando sin cesar, dejan ver crudamente lo que desde hace tiempo es aplicable a la sociedad: que la vida se ha convertido en la ideologi? a de su propia ausencia.
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Monogramas. -Odi profanum vulgus et erceo>>, deci? a el hijo
de un liberto.
Esdifi?
ciones inexpugnables. Se puede estar seguro JI: In WI1(OI'll1idl1'I . In los dema? s, perejamente deformados, como de la propfu vrllt! ll,l, 1111 la ci? nica reivindicacio? n del propio defecto late la SOSP Cdlll dI" ']! '! ' el espi? ritu objetivo en su estadio actual esta? liquidando al slIl,jt-ll, va. Se vive down to earth, como los antepasados zoolo? gicos anles de que comenzaran a alzarse,
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Espejo de virtudes. -La correspondencia entre la represton y la moral como renuncia a los impulsos es universalmente cono- cida. Pero las ideas morales no solamente reprimen a los otros, sino que adema? s se derivan directamente de la existencia de los represores. Desde Homero la lengua griega usaba los conceptos de bueno y rico como si fuesen convertibles. La kalokagathi? a, que los humanistas de la sociedad moderna proponi? an como modelo de armoni? a este? tica y moral, siempre ha colocado los acentos sobre la propiedad, y la Poli? tica de Aristo? teles reconoce sin ambages la fusio? n del valor interior con el status en la caracterizacio? n de la nobleza cuando dice que <<la excelencia esta? unida a la riqueza he- redada>>. La concepcio? n de la polis en la e? poca cla? sica, en la que veni? an afirmados tanto 10 interior como 10 exterior, el valor del individuo en la ciudad-estado y su yo como unidad de e? sta, hizo posible la atribucio? n de rango moral a la riqueza sin exponerse a las fa? ciles sospechas que esta doctrina ya entonce s hubier a desper- tado. Si en aquella forma de Estado el efecto visible era la medida del hombre, nada ma? s consecuente que valorar la riqueza mate- rial, que creaba de un modo tangible ese efecto, como una cuali- dad, puesto que su propia sustancia moral debi? a constituirla, no de otro modo como ma? s tarde en la filosofi? a de Hegel, su partici- pacio? n en la social y objetiva. So? lo el cristianismo nego? esa iden- tificacio? n en la sentencia de que es ma? s fa? cil que un camello pase por el ojo de una aguja que no que un rico entre en el reino de los cielos. Pero su singular valoracio? n teolo? gica de la pobreza voluntaria muestra cua? n profundamente estaba marcada por la conciencia universal de la moralidad de la posesio? n. La propiedad fija difiere del desorden no? mada, al que toda norma se enfrenta; ser hueno y tener bienes coinciden desde el principio. El bueno es el que se domina a si? mismo igual que domina su posesio? n: su autonomi? a es un trasunto de su disposicio? n material. De ahi?
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que no haya que acusar a los ricos de inmoralidad -cuando tal reproche ha servido desde siempre de escudo a la represio? n polf- tica- tanto como adquirir conciencia de que ellos son los que re- presentan la moral para los dema? s. En ella se refleja la fortuna. La riqueza como bondad es un elemento aglutinante del mundo: el aspecto so? lido de esa identidad obstaculiza la confrontacio? n de las ideas morales con un orden en el que los ricos tienen razo? n al tiempo que otras determinaciones concretas de Jo moral que las derivadas de la riqueza son imposibles de concebir. Conforme posteriormente se vayan separando cada vez ma? s individuo y sa- ciedad en la concurrencia de los intereses y cada vez ma? s el indi- viduo se repliegue en sI mismo, tanto ma? s tenazmente se aferrara? e? ste a la idea de la esencia moral de la riqueza. Esta habra? de ga- rantizar dentro y fuera la reunificacio? n de lo escindido. Tal es el secreto del ascetismo intramundano, del esfuerzo ilimitado, falsa- mente hipostasiado por Max Weber, del negociante ad majorem Dei gloriam. El e? xito material une individuo y sociedad no mera- mente en el co? modo y cada vez ma? s dudoso sentido de que el rico puede escapar de su soledad, sino en otro mucho ma? s radical: cuando el inte re? s pan icular ciego y aislado se lleva suficientemen- te lejos, el poder econo? mico pasa a poder social, manifesta? ndose como encamacio? n del principio unificador del todo. El que es rico u obtiene riquezas se siente como el que <<con sus solas fuerzas. realiza como Yo lo que quiere el espi? ritu objetivo, la verdadera, e irracional, predestinacio? n de una sociedad cuya cohesio? n radica en la brutal desigualdad econo? mica. Asi? puede el rico atribuirse como bondad lo que, sin embargo, no testifica ma? s que su ausencia. SI ve en si? mismo, y los dema? s en e? l, la realizacio? n del principio uni- versal. Y como tal principio es la injusticia, el injusto se torna regularmente justo, mas ya no con ilusio? n, sino llevado por el po- der universal de la ley conforme a la. cual la sociedad se repro- duce. La riqueza del individuo es inseparable del progreso en la sociedad de la <<prehistoria>>. Los ricos disponen de los medios de produccio? n. Los progresos te? cnicos, de los que participa la socie- dad entera, son por eso primariamente <<sus>> progresos, hoy caro gados a la industria, y los Pords necesariamente han de parecer tanto ma? s bienhechores, como en efecto lo son en el marco de las relaciones de produccio? n existentes. Su privilegio preestable- cido crea la apariencia de que dan mucho de lo suyo - lo que no es sino el crecimiento por el lado del valor de uso - , cuando las bendiciones que reparte no consisten sino en hacer que refluya parte del beneficio. Tal es la razo? n del cara? cter deslumbrador de
la jerarqui? a moral. Por algo ha sido siempre ma? s dignificada la pobreza como ascetismo - la condicio? n social para la adquisicio? n de la riqueza- , que es donde se manifiesta la moralidad; y sin embargo, como se sabe, <<what aman is worth>> significa su cuen- ta bancaria, y en la jerga del tra? fico comercial alema? n <<der Mann i? st sa>>. que puede pagar. Lo que la Razo? n de Estado de la todo- poderosa economi? a ran ci? nicamente declara alcanza, Incoofeseda- mente, a los modos de comportarse los individuos. En las rela- ciones privadas, la generosidad de la que supuestamente son capa- ces los ricos, la aureola de felicidad que les envuelve, una parte de la cual se transmite a quienes consienten en hacer parti? cipes, actu? an como un velo. Los ricos aparecen como personas agrada- bles, tbe right peopi? e , la gente bien, los buenos. La riqueza distan- cia de la inmediara injusticia. El guardia disuelve con su porra de goma a los huelguistas; el hijo del fabricante puede de vez en cuando tomar un whisky con el escritor progresista. De acuerdo con rodas los desiderata de la moral privada, y aun de los ma? s avanzados, el rico de hecho podri? a, si quisiera, ser mejor que el pobre. Esa posibilidad real, sin duda desperdiciada, juega su papel en la ideologi? a de los que no la tienen: aun al estafador descu- bierto, que despue? s de todo se le puede preferir a los grandes empresarios legi? timos, hay que reconocerle el me? rito de haber te- nido una bonita casa, y el ejecutivo bien pagado despide calor huma no cuando sirve sus opulenta s cenas. La ba? rba ra religio? n ac- tual del e? xito no es, segu? n esto, simplemente contraria a la moral; es que adema? s el Occidente encuentra en ella un camino para re- tornar a las honorables cosrumbres de sus padres. Hasta las nor- mas que reprueban la organizacio? n del mundo son deudoras de su deformidad. Toda moral se ha adecuado siempre al modelo de 10 inmoral, y hasta hoy no ha hecho ma? s que reproducirlo en todas sus fases. La moral de los esclavos es, efectivamente, mala: es todavi? a la moral de los sen? ores.
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El caballero de la rosa. - De la gente elegante se supone que en su vida privada esta? libre del ansia de beneficios, que, por su posicio? n, afluyen a ella de uno u otro modo, y de la permanente confusio? n de las circunstancias ma? s inmediatas, que su limitacio? n
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? ? ? crea. De ella se espera el gusto aventurero por las ideas, la sobe- rani? a respecto de la situacio? n de sus intereses particulares, el refi- namiento en sus formas de reaccionar, y se supone que su scnsibi- lidad es contraria, al menos en espi? ritu, a la brutalidad de la que su prop io privilegio depende, mient ras que las vi? ctimas apenas cuentan con la posibilidad de saber que? es lo que las convierte en tales. Mas cuando la separacio? n entre la esfera privada y la pta- duccio? n acaba manifesta? ndose como una apariencia social necesa- ria, esa expectativa de espiritualidad libre se ve defraudada. Ni en el ma? s sutil esnobismo hay nada de de? ? ,out por su condicio? n obje- va, sino que ma? s bien se cierra a su conocimiento. Au? n esta? por saber en que? medida la nobleza francesa del siglo XVIII tuvo efec- tivamente en el proceso de la Ilustracio? n y en los preparativos de la Revoludo? n aquella participacio? n fri? volo-suicida que la repug- nancia por los terroristas de la virtud gusta tanto imaginar. En todo caso la burguesi? a se ha mantenido, tambie? n en su fase tardi? a, pura de tales inclinaciones. Ya nadie sale a danzar sobre el volca? n como no sea un desclasado. La societv esta? , tambie? n subjetivamen- te, tan modelada por el principio econo? mico, cuyo tipo de raciona- lidad conforma el todo, que su emancipacio? n del intere? s, aun como mero lujo intelectual, le esta? vedada. Como sus miembros se ven incapaces de disfrutar de la riqueza misma, enormemente acrecen. teda, al mismo tiempo se ven igualmente incapaces de pensar con- tra si? mismos. Es inu? til buscar la frivolidad. A la eternizacio? n de la diferencia real entre el arriba y el abajo coadyuva el hecho de que e? sta, tanto aqui? como alla? , se desvanezca en una mera dife- rencia de formas de consciencia. A los pobres la disciplina de los otros les impide pensar, y a los ricos la suya propia. La consclen- cia de los dominadores hace con todo espi? ritu lo que antes haci? a con la religio? n. La cultura se convierte para la gran burguesi? a en un elemento de representacio? n. Que uno sea culto o inteligente figura entre las cualidades que lo hacen apto para el matrimonio o la vida social, como ser buen jinete, amar la naturaleza, tener
encanto o vestir un frac impecable. Carecen de curiosidad intelec- tual. En su mayori? a, los libres de preocupaciones se sumergen en lo cotidiano como los pequen? os burgueses. Ordenan sus casas, or- ganizan reuniones, se procuran escrupulosamente las reservas para el hotel o el avio? n. En otros casos se alimentan de los residuos del irracionalismo europeo. Dan una tosca justificacio? n de su hostilidad al espi? ri tu, que ya en el pensamiento mismo, en la independencia de todo cuanto venga dado, de lo existente, huelen la subversio? n,
y no sin motivo. Asi? como en los tiempos de Nietzsche los (IIJM' teas de la cultura crei? an en el progreso, en el desarrollo [ninre. rrumpido de la formacio? n de las masas y en la felicidad mayor posible para el nu? mero mayor posible, ahor a creen , sin saberlo bien ellos mismos, en lo contrario, en la derogacio? n de 1789, en la inmelorabili? dad de la naturaleza humana y en la imposibilidad antropolo? gica de la felicidad ---o so? lo en que e? sta en todo caso seri? a buena para los trabajadores. La profundidad de anteayer se ha transformado en extrema banalidad. De Nietzsche y Bergson, de las u? ltimas filosofi? as recibidas, no queda ma? s que el turbio antiintelectualismo en nombre de una naturaleza secuestrada por sus apologetas. <<Nada me molesta tanto del Tercer Reich - deci? a en 1933 una mujer judi? a, esposa de un director general, que des- pue? s moriri? a asesinada en Polonia- como el que ahora no poda- mos usar la palabra telu? rico porque los nacionalsocialistas se la han apropiado>>; y au? n despue? s de la derrota fascista, una enva- rada dama austriaca propietaria de un castillo, al encontrar en un cocktail party a un dirigente obrero tenido equivocadamente por radical, no se le ocurrio? , fascinada por su personalidad, cosa mejor que repetir bestialmente: <<y adema? s es ini? ntclectual, totalmente inintelectua]>>. Todavi? a recuerdo mi espanto cuando una joven aristo? crata de vaga ascendencia, que apenas podi? a hablar alema? n sin un afectado acento extranjero, me confeso? su simpati? a por Hitler, tan incompatible como su figura pareci? a con la de e? ste. Entonces pense? que su encantadora imbecilidad le impedi? a darse cuenta de quie? n era ella. Pero era ma? s lista que yo, pues lo que ella representaba ya no existi? a, y borrando su consciencia de clase su destino individual lograba que su ser en si? , su condicio? n social, quedase patente. Resulta tan duro integrarse arriba, que la posi- bilidad de la divergencia subjetiva se anula y no hay modo de buscar la diferencia ma? s alla? del corte distinguido del vestido de noche.
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Re? quiem por Odette. - La anglomani? a de las capas superiores de la Europa continental proviene de que en la isla se han ritua- lizedo ciertas pra? cticas feudales que se bastan a si mismas. Alli? la cultura se afirma no como una esfera escindida del espi? ritu obje- tivo, como participacio? n en el arte o la filosofi? a, sino como forma
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? ? ? ? de la existencia cmpmca. La bigb lile quiere ser la vida bella. A quienes participan de ella les proporciona un placer ideolo? gico. Debido a que la configuracio? n de la existencia se torna una tarea en la que es preciso respetar las reglas de juego, conservar artifi- cialmente un estilo y mantener un delicado equilibrio entre la correccio? n y la independencia, la existencia misma parece llena de sentido y tranquiliza la mala conciencia de los socialmente su- perfluos. L1 constante exigencia de hacer y decir exactamente lo adecuado al status y a la situacio? n reclama una especie de esfuerzo moral. Uno mismo se pone dificultades para ser 10 que es, y asi? cree cumplir con el patriarcal noblesse oblige. Al mismo tiempo el desplazamiento de la cultura de sus manifestaciones objetivas a la vida inmediata evita el riesgo de trastorno de la propia inme- diatez por el espi? ritu. A e? ste se le rechaza como perturbador del estilo seguro, como carente de gusto, mas no con la penosa rus.
ricidad del ]unker al Este del Elba, sino conforme a un criterio, espiritual en cierto modo, de esretizacio? n de la vida cotidiana. Se crea asi? la halagu? en? a ilusio? n de haber superado la disociacio? n entre superestructura e infraestructura, cultura y realidad corpo? rea. Pero en los modales aristocra? ticos el ritual cae en la costumbre burgue- sa tardi? a de hiposresiar como sentido la ejecucio? n de algo en si? carente de sentido, de debilitar el espi? ritu en la duplicacio? n de lo que sin ma? s existe . La norma que se sigue es ficticia, su supuesto social, asi? como su modelo, el ceremonial de corte, han desapareo cido, y si la norma se acepta no es debido a que se experimente en ella obligatoriedad alguna, sino porque legitima un orden de cuya ilegitimidad se saca ventaja. Proust observo? , con la integridad del fa? cilmente seducible, que la anglomani? a se encuentra menos entre los aristo? cratas que entre los que desean ascender: del snob al
paroenn so? lo hay un paso. De ahi? la afinidad del esnobismo con el ]ugendstil, con el intento de la clase definida por el intercambio de proyectarse en una imagen de belleza no contaminada por el intercambio, de belleza por asi? decirlo vegetal. Que la vida que se organiza a si? misma no es un ma? s de vida, lo demuestra el aburrimiento de los cocktail porties y los ioeeiz-e-uls en el campo, del para toda la esfera simbo? lico golf y de la organizacio? n de social alfairs-privilcgios en los que nadie encuentra verdadera diversio? n y con los que los privilegiados no hacen sino ocultarse la realidad de que en la totalidad desventurada tambie? n ellos carecen de la
posibilidad de la alegri? a. En su estadio ma? s reciente, la vida bella se reduce a lo que Veblen ha querido ver a trave? s de todas las
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e? pocas: la ostentacio? n, el mero <<pertenecer a>>; y el parque no procura ya otro placer que el de los muros contra los que los de afuera aplastan la nariz. Las capas superiores, cuyas maldades se han ido democratizando sin cesar, dejan ver crudamente lo que desde hace tiempo es aplicable a la sociedad: que la vida se ha convertido en la ideologi? a de su propia ausencia.
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Monogramas. -Odi profanum vulgus et erceo>>, deci? a el hijo
de un liberto.
Esdifi?
