La verdad de Jesús, por el
contrario, implicaba, a la vez, una figura macrosférica de alianza y
una oferta de relación de intimidad esférica.
contrario, implicaba, a la vez, una figura macrosférica de alianza y
una oferta de relación de intimidad esférica.
Sloterdijk - Esferas - v2
La historia de Conrad confirma, en principio, los exóticos
clichés del ingenuo europeo al que habría vencido lajungla y con
vertido en uno de aquellos monstruos que él mismo pretendía civi
lizar. En las diferentes estaciones comerciales corren rumores de sus
crímenes sin escrúpulos, de sus magias esclavizantes y sus libertina
jes orgiásticos. Cuando Kurtz es encontrado finalmente por el na
rrador, ya está marcado por una enfermedad mortal; en el lecho de
muerte pelea con algo horrible, que parece que le reveló su estan
cia en la selva; muere en medio de una amarga agonía susurrando:
The horror, the horror.
Si a primera vista parece que Kurtz se hubiera infectado en la
soledad del continente extranjero con una especie de fiebre afri
cana -con el desenfreno de estímulos precivilizatorios, que tam
bién están presentes en el ser civilizado-, una segunda mirada li
bera ideas de naturaleza completamente distinta sobre su
enfermedad. Lo que Kurtz experimenta en el escenario africano es
una fiebre europea y filosófica, pero no una dionisíaca, sino una
ontológico-fundamental. Su horror no proviene de la infectabili-
dad del educado, instruido, bien intencionado, por la ebriedad y
delirio que hacen saltar la envoltura civilizada, sino de la indefen
sión frente a la propia intuición de la absoluta falta de sentido de
lo fáctico. En el shock de la colisión con el nudo y simple hedió de
las cosas, el individuo caído de todas las esferas cobijantes descubre
que todo lo que él mismo encuentra y deja en este universo de pro
574
liferante multiplicidad no tiene la menor importancia y significa
do. Algo semejante pondrá de manifiesto Hermán Melville en su
novela MobyDick, al interpretar el color blanco como manifestación
del absurdo, de la falta de sentido, como el «todo-color sin color
del ateísmo»277. A la vista del inconmensurable absurdo verde, el
aventurero del Congo se siente vomitado por todas las envolturas y
abandonado a su inanidad. Descubre que el mundo, en el que in
merecidamente permanece, es el infierno mismo. El mundo no es
otra cosa que la indiferente máquina del devenir, que se mueve im
perturbablemente en sí misma, inaccesible a razón de ser y sentido
algunos.
Si el descubrimiento del puro y simple hecho del mundo pudo
sacar de sus casillas a un europeo solo y aislado, fue porque en el
exótico infierno de los hechos vio reflejada la realidad de su falta de
seguridad y cobijo. Es su sentimiento existencial de inmanencia pá
nica, que había traído consigo, lo que aflora en la soledad africana.
El aventurero descubre en lajungla la segunda antiesfera: el espa
cio depresivo en su máximo cósmico. Indignado, dirige fijamente su
mirada al Moloc originariamente dado de lo real, humillado y roto
a la vista del proceso de la vida que prosigue su rodada absoluta
mente indiferente. El mínimo antiesférico, la rotación del desespe
ranzado en el más íntimo círculo demoníaco del pensarse perdido,
y el máximo antiesférico, el verse rodeado de absoluta exterioridad
irreferente, se interpelan mutuamente como los dos polos necesa
rios de una ontología depresiva. Pertenecen uno a otro como el
punto aislado casual y todo su entorno casual. También lo gigantes
co de la antiesfera depresiva es experimentado por el desesperan
zado como un asedio del entorno. El aventurero moribundo se in
corpora por última vez y grita a lajungla: «¡Te arrancaré el corazón! »,
como si estuviera preso aún bajo el cielo del continente extraño en
una caverna palpitante.
Así pues, no es la percepción de la existencia en un espacio cir
cundante en cuanto tal, fáctícamente presente, lo que conmueve
al descubridor de la facticidad. Más bien, dado que el espacio cir
cundante devuelve al individuo su aislamiento cósmico, ya exis
tente, y le revela su ser-desde-siempre-en-el-infierno, su cogito ha
575
de llevarle al «Pienso que estoy en el infierno». Lo que parecía ser
lajungla se manifiesta como el espacio de la vivencia antiesférica:
alrededor y por todas partes el mundo sólido, fáctico, que se mue
ve sin sentido, percibido por la mirada panorámica del individuo
aislado.
Por eso, para quien se encuentra en él, el infierno de lo fáctico
ya no necesita ser ningún más allá; ya no tiene que ser imaginado
simbólica y visionariamente, como en el poema de Dante; no es nin
guna región al otro lado, que se pudiera alcanzar y atravesar me
diante un impulso anímico especial, sino que se encuentra siempre
ahí, como más acá absoluto, inevitablemente absurdo, sin sentido.
En él está prisionero el sujeto depresivo, como ser vivo sin acceso al
buen espacio compartido. Naturalmente, para Conrad también la
antigua diferencia entre infierno y purgatorio perdió todo signifi
cado. Lo que aportó la aventura africana al apocalipsis ontológico
fueron sólo los escenarios romántico-coloniales y la imagen de un
en-otra-parte, en el que las verdades horribles parecen más favora
bles a revelarse que en el felpudo europeo de 1900.
El descubrimiento de la nuda facticidad es un proceso que sólo
se puede entender a partir del movimiento más avanzado de en
tonces de relaciones europeas de producción de sentido: él señala
una fase de tránsito entre las conformaciones metafísicas de esferas
de la antigua Europa y las conformaciones posmetafísicas moder
nas. Pertenece a los comienzos del espumaje. Si en el régimen me-
tafísico el sentido sólo podía generarse mediante fundamentación
sobre el sentido originario, la necesidad y la providencia, la Moder
nidad pasó a generarlo mediante proyectos sobre el trasfondo de
no-sentido, azar y prognosis. Esta transformación sin par la experi
mentan los implicados como una crisis nihilista; sus derivaciones se
rán en adelante agudas; pues, aunque las principales naciones de la
nueva economía de sentido, no en último término a través de los
omnipresentes sedativos mediales de masas, se han acostumbrado a
un estado precario de cotidianidad posmetafísica, en las zonas de
transición y en las culturas de resistencia se anuncian convulsiones
dramáticas. En las culturas nucleares, posmetafísicamente correctas,
de Occidente se mantiene una cierta dieta de sentido (no tiene por
576
qué tratarse siempre de la historia de la salvación), mientras que las
marginales y reactivas se vuelven a atiborrar, o siguén atiborrándo
se, de dulces trascendentes.
Pero si la nuda factícidad descubierta pudiera ya adoptar, en
cuanto tal, el sentido de infierno, a éste se lo encontraría pronto, in
cluso sin exotismo colonial. El rudo héroe de Conrad en el Congo
siguió siendo europeo hasta en su agonía, dado que no era capaz de
pensar la nuda factícidad de lo existente en su totalidad sin sentirla
como el horror: se trata de un último héroe de la búsqueda de sen
tido, de un teólogo extraviado. Como si fuera por última vez, tribu
ta homenaje al genio metafísico de Europa, en tanto se convierte en
el exterior en un demonio que rechaza el infierno.
Apenas dos generaciones después, los autores del existencialis-
mo, con tono frío, asentarán la equivalencia de ser-en-el-mundo y
ser-en-el-infiemo como trasfondo de sus enseñanzas sobre la exis
tencia comprometida. Para ellos la meditación sobre el nudo he
cho del mundo se convierte en la llave maestra de un primer pen
sar, todavía inseguro e histerizado, sobre el exterior. Ciertamente,
antes de su opción pensamental, la máquina de la factícidad ya ha
bía girado algunas tums más, las guerras mundiales habían genera
lizado tanto el gris (Grau) como el horror (Granen). Que el ser hu
mano no está pensado por el todo fue una lección que pudo
aprender cualquier europeo en el engranaje del propio mecanis
mo civilizatorio. Los pensadores y narradores del viejo continente
ya no necesitaban colonias para llevar adelante sus sondeos en el
corazón de las tinieblas.
En la pieza teatral de Sartre de 1944, A puerta cerrada, la infemo-
logía contemporánea se había instalado en el sofocante salón estilo
second empire de un hotel cualquiera de provincia. Que el corazón falto de corazón de la factícidad no tenía que buscarse en escena rios exóticos, sino que penetraba todas las existencias locales en su determinación y finitud rebelde, era algo tan evidente ahora como el hecho de que el pensar en general y el pensar del exterior habían de convertirse en la misma cosa. Que el exterior es lo más próximo, más íntimo, lo propio y que todo interior sólo representa una con formación o pliegue del exterior: una de las vías fundamentales de
577
fn circuito impii ambulabunt, Salmos 12, 8.
la filosofía postexistencialista y posfenomenológica puede enten
derse como ejecución de este programa. Conduce el pensamiento
del exterior a su segunda ola, cuya tonalidad ha establecido Michel
Foucault278.
La estructura y el azar, la máquina y el acontecimiento, el hard
warey el código: estos motivos directrices se unen en el pensamien
to contemporáneo para enseñar a los seres humanos su posición
extática al borde de algo que los posibilita y se les escapa. Sólo los
jamás-equivocados y los no-expuestos-a-ningún-peligro siguen pro
tegiendo el secreto, aparentemente menospreciable, de cómo se in
muniza uno contra las devastaciones debidas a la nuda facticidad.
Conservan en tiempos de penuria el sentido de la necesidad de con
formación positiva de esferas en medio de la depresión y exteriori-
zación universal. Demasiado indolentes para la desesperanza, de
masiado anodinos para la filosofía, son los únicos que representan
578
aún el motivo del filosofar clásico: existir en un espacio autoprotec-
tor, con un pequeño excedente de participación en cosas que que
dan un tanto fuera de la privacidad nuclear. Quedan, hasta nuevo
aviso, los pequeñoburgueses de buena voluntad, que resultan útiles
tanto para la filosofía como para la vida profana, como retardado
res del fin.
579
Capítulo 7
Cómo a través del medio puro
el centro de las esferas actúa en la lejanía
Para una metafísica de la telecomunicación
Quien es enviado a la ciudad con una carta no tiene que ver con su con
tenido, sino sólo con su entrega; igual que el embajador enviado a una cor
te extranjera no es responsable del contenido de la misiva, sino sólo de su
despacho; exactamente igual un apóstol ha de ser ante todo, única y exclu
sivamente, fiel a su misión, que consiste en cumplir el encargo [. . . ].
No he de escuchar a san Pablo porque sea ingenioso o incomparablemen
te ingenioso, sino que he de inclinarme ante san Pablo porque tiene poder de
legado divino [. . . ], es propio del apóstol que tenga poder delegado por Dios
para dar órdenes tanto a la masa como al público.
S0ren Kierkegaard, Sobre la diferencia entre un genio y un apóstol279
Es soberano quien puede hacerse representar como si él estu
viera presente en su representante. Por eso las grandes esferas en
globantes -se conciban como imperios políticos o como espacios de
irradiación de la verdad según el modelo de ekklesia o academia- ne
cesitan desarrollar la posibilidad de representación. Representación
es el caso crítico y el caso normal de telecomunicación del poder.
Desde el punto de vista típicamente ideal, en la representación se
trata siempre de la subrogación del centro de poder en un punto
distante, como si el centro de las esferas poseyera la capacidad de
comunicarse a través de representantes o emisarios con cada punto
de su perímetro como en presencia real. En ese «comoen presencia
real» se expresa el privilegio del centro soberano de permanecercabe
sí280y, sin embargo, hacerse valer en tomo, en un lugar alejado so
bre uno de sus radios. Así pues, la posibilidad de representación de
pende completamente de ese «como». Que la representación tenga
lugar es algo que se decide ante la pregunta de si y cómo en el re
581
presentante se produce la presencia del principio soberano: y ha de
ser mediata e inmediatamente a la vez. Soberanía es inseparable de
su efecto a distancia.
Cuando se habla de presencia real en este tono y desde esta pers
pectiva se piensa en una doble relación. En principio, real por na
turaleza es una presencia sólo si el centro o la fuente de poder está
presente inmediatamente él mismo en el lugar de su acción. Cuan
do los reyes se instalan en las ciudades -una escena originaria de la
representación del poder antes de las residencias fijas- dan ocasión
a los pueblos de comprobar, con la boca abierta o con los puños ce
rrados, la presencia del poder, quizá incluso la cercanía de la salva
ción. Del faraón de los primeros tiempos se dice que tenía que apa
recer físicamente cada dos años en cada una de las 42 secciones del
Nilo, cada una de las cuales ocultaba un miembro del Osiris despe
dazado281. En su barco, acompañado por los grandes del imperio y
las divinidades de Horus, realizaba la procesión como epifanía ante
el pueblo. La procesión es el arquetipo del poder en viaje; en pro
cesiones no sólo se mueven los monarcas mismos, también sus imá
genes representativas son conducidas de modo festivo semejante.
Los romanos del tiempo del imperio, los indios y los católicos apor
taron el mayor fasto a tales procesiones de imágenes. Todavía en
1764, de niño, Goethe experimentó en Frankfurt in praesentia el bri
llo -aunque sus reflejos fueran irónicos- de una coronación real282.
Cuando el vencedor del ejército prusiano, Napoleón Bonaparte, en
el otoño de 1806se detuvo en las cercanías deJena, Hegel pudo con
ceptuar aquella presencia hablando del alma del mundo que se ha
bía dejado ver a caballo.
Pero, dado que a la esencia del centro dominante pertenece la
capacidad de actuar a distancia, como si él mismo estuviera allí, la fi
guración o la imagen del poderoso in absentia es la piedra de toque
de su presencia real. Creando signos mayestáticos de sí mismo, el
poder envía representaciones que están presentes en su lugar allí
donde él no está, sin que de ello se siga ninguna pérdida de solem
nidad. Precisamente donde no está es donde tiene que poder estar
como si estuviera plenamente allP83. Kierkegaard caracterizó esta re
lación con el concepto de plenipotencia, una expresión que bajo
582
Praesentia nocet, emblema del siglo XVII.
Cuerpos resplandecientes no han de acercarse
demasiado unos a otros.
una formajurídica articula un estado de cosas ontológico, o más bien uno ontosemiológico (porque nunca se trata sólo del puro ser -sea eso lo que sea-, sino siempre, también, de una alianza del ser con sus signos preferidos). La fórmula de la ontosemiología positiva di ce que cuando el ser es el remitente sigue estando presente en las misivas del representante. (Viceversa vale para la negativa: si no hay un remitente pleno no hay una presencia plena en el representante. )
Para la cultura cristiana el paradigma de un encuentro positivo entre ser y signo se encuentra en el ritual eucarístico, católicamen te interpretado: efectivamente, en ese ceremonial se considera in mediatamente real la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo ba
jo las formas del pan y el vino284. También para el concepto de icono verdadero o auténtico resulta constitutiva la relación privilegiada entre signo y ser presente. Ese modelo concierne, en general, a las comunicaciones oficiales de los reyes y a las manifestaciones de los dioses en forma de oráculos codificados, y, en gradación conve niente, también a los «guiños» del ser, de cuya legibilidad estaba convencido Martin Heidegger todavía en nuestro siglo. Finalmente, la religión moderna del arte enseña que en las obras del genio se manifiesta la plenitud del poder creador del mundo. Si, por regla general, los signos normales sólo designan algo ausente y es por ello, justamente, por lo que pueden representarlo, los signos emi nentes, de plenos poderes delegados, realmente representativos -digamos en adelante: los signos del ser- poseen no sólo el privile gio de representar el centro de poder irt absentia, sino también el de testimoniar e irradiar su presencia. Los signos del ser participan en el ser mismo; tienen, a su vez, el poder del ser en tanto representan y hacen presente a la vez el poder que les ha enviado.
Sólo gracias a esa participación real del signo pleno y del men sajero plenipotenciario, el centro de poder se revela, en el rebosan te depósito del ser-remitente, con capacidad de expansión y trans- portabilidad: sí, sólo por emisión de mensajeros y signos puede llegar a conseguir una conformación efectiva de espacio en unida des de gran formato. Cuando ser y signo constituyen una cantidad común, de lo que se trata es del poder del todo de estar ahí\ impo nente, en signos. Signos del ser son signos del poder, no sólo por-
584
Procesión de iconos en Athos,
Procesión faraónica con estandartes placentarios.
que mentan lo que representan, sino porque son lo que represen
tan; A real siga must not mean but be. Pero ¿cómo puede algo, que re
presenta, ser a la vez lo representado? ¿Es posible siquiera la pre
sencia de lo designado en el signo mismo?
El ejemplo de la misión apostólica en los primeros tiempos del
cristianismo permite reconocer cómo a esas preguntas, en un caso
de gran trascendencia, se les dio una respuesta incondicionalmente
afirmativa, aunque radicalmente problemática. Podría llegarse in
cluso a ver en el apóstol san Pablo, por cómo da relieve y resalta el
sentido, de un modo efectivo hasta hoy, el descubridor clásico del
principio de presencia real Por eso, la discusión sobre la posibilidad
de presencia real en obras de arte o escritos sagrados es, de acuer
do con su estructura profunda, una disputa en tomo a san Pablo.
El verdadero emisario sólo puede representar de modo patente
al señor soberano si, como portador de signos, participa a la vez de
la substancia del señor y la manifiesta en presencia real; exacta-
586
Imágenes de Lenin en el desfile
del 1de mayo en la Plaza Roja de Moscú, 1985.
mente en ese sentido Kierkegaard hace que el apóstol san Pablo di ga en un diálogo interior, fingido, con un escéptico:
Tienes que pensar que lo que digo me ha sido confiado por una reve
lación, de modo que el hablante es aquí Dios mismo o el SeñorJesucristo285.
La expresión «revelación» designa, pues, un estado de cosas que supone la referencia fundamental de todas las telecomunicaciones metafísicas: al confiarse el centro, lejano y discreto a la vez, de modo especial a su mensajero elegido, le habilita como mandatario suyo. En tanto tiene plenos poderes delegados, este representante ha de poder enlazar con los destinatarios de la misiva y hacerlos responsa bles de sus reacciones frente a ella, como si el centro divino estuvie ra presente aquí inmediatamente. Escuchar al mensajero ha de sig nificar lo mismo que escuchar al propio señor, y rechazar al mensajero ha de ser tan significativo como la decisión de rechazar al señor.
Así pues, en una primera lectura, la plenipotencia paulina sólo puede realizarse gracias a la carga de incondicionalidad que al men sajero le aporta su misiva; su praxis no consistirá en adelante sino en la transmisión clara y precisa de ésta a los destinatarios. Produce en el médium un estado que, antes de todo trabsyo o esfuerzo mediador, se manifiesta como presencia real del señor en el mensajero elegi do. Sólo gracias a esa supuesta presencia en él del remitente puede transmitir el mensajero el menssye, olvidándose de sí mismo y sin desfigurarlo, como si él fuera completamente diáfano y como si sus propios aditamentos o limitaciones no fueran traba alguna para el paso o curso de la misiva. Por tanto, de acuerdo con el modelo ide alizado, sólo cuando el mensajero es un médium claro puede la mi siva ir a través de él sin que haya por qué suponer, de su parte, un complemento esencial de sentido o una coautoría incluso; en cier to modo, el embajador ha de convertirse en un neutrum, como si fuera un mero canal; desde siempre la construcción de canales fue cosa de señores, y la limpieza de canales, la primera obligación de un sirviente (comenzando por la autolimpieza). En este contexto resulta imprescindible recordar la sumisión de María, paradigmáti-
588
Johann von Kalkar, Efusión
delEspíritu Santo, iglesia de San Nicolás
de Kalkar, siglo xvi, detalle.
ca para la idea católica de obediencia y mediación: el vientre de Ma
ría, se dice en los documentos correspondientes, fue un mero canal
por el que pasó el Dios-Hombre «como agua a través de un tubo»:
tanquam aqua per tubam.
La medialidad del medio no es diferenciable, pues, del altruismo
u olvido de sí que se le presume: que Moisés tenga una lengua pesa
da o que san Pablo componga la prosa más ingeniosa, ambas cosas
son igualmente insignificantes para la utilización de esas figuras en
la telecomunicación de Dios. Pues aunque Moisés fuera aún más tor
pe de lo que era en realidad, habría tenido igual que bzyar del mon
te la Ley en las dos tablas, escritas (incluso en la segunda redacción
traselaccesodeiradeMoisés)porelauténdcodedodeDios;ysisan
Pablo hubiera sido más elocuente de lo que era realmente, y pudie
ra rivalizar como pensador con Platón y como poeta con Shakespea
re, sus ingeniosos y poéticos complementos al Evangelio no habrían
tenido relevancia alguna para el cumplimiento de su mandato, pues,
aun como gran autor, no tendría más que decir que Cristo es el Hi
589
jo de Dios y que el camino de la salvación conduce a través de él.
Mientras se limite a llevar la misiva a sus destinatarios y a legiti
marse apelando a su encargo, el apóstol ejemplar no puede acre
centar la substancia de su mandato con ingredientes de sus talentos
personales ni oscurecerla por limitaciones idiosincrásicas. Pero el
hecho de que transmita la misiva y de que ésta llegue por mediación
suya a oídos de un círculo de escuchantes: ése es el acto creador de
historia por antonomasia, porque, considerado inmanentemente,
es él el que desencadena en los receptores el momento crítico de la
decisión religiosa.
Si se mira más de cerca, el puro ser-médium del apóstol no es en
absoluto, pues, un mero asunto de cartero o de enviado, como quie
ren hacer creer los ejemplos kierkegaardianos. Pues cuando el car
tero lleva a la ciudad un escrito o cuando el enviado a una corte
extranjera cumple una misión, es verdad que actúan con un poder
delegado específico, pero su mandato puede remitirse a un remi
tente realmente existente, localizable y, por hablar filosóficamente,
finito, que, por lo que a él respecta, tiene la plena libertad de revo
car su orden; en circunstancias especiales tal remitente podría tam
bién tomar la decisión de satisfacer su interés en realizar él mismo,
en persona, un acto comunicativo determinado. En caso de necesi
dad, el remitente puede explicar él mismo su misiva postal al recep
tor, reconvirtiendo en oral el asunto escrito286. Un rey real sería libre
de aparecer en persona en una corte extranjera y, en confrontación
directa de majestad a majestad, hacer superfluo al intermediario.
El mandato del apóstol, por el contrario, no puede revisarse por
una vuelta a lo inmediato; el cielo -si lo hizo alguna vez antes- ya no
remite envíos personales tras la ascensión a él del menszyero; la vi
sita estatal del superior al inferior ha devenido histórica y quedará
ya como algo irrepetible para todos los tiempos. (Algo análogo vale
del vacío profetológico a través del cual, directamente al dictado, se
manifestó Alá, o más bien su portavoz Gabriel, a un escribiente hu
mano, un analfabeto de nombre Mahoma, y que se cerró para
siempre tras este suceso inolvidable287. )
En otras palabras, en el caso del apostolado se trata de un asun
to trascendente de mensajería, que nunca puede solventarse del to-
590
Ilustración de las Theosophische Wercke,
Amsterdam 1682, de Jacob Bóhme.
do en analogías con telecomunicaciones inmanentes. Dado que la
misiva, enviada de más allá, recibida aquí, es singular y paradójica,
el mensajero también se coloca en una situación paradójica singu
lar. El mensajero apostólico se convierte para las comunicaciones de
Dios en un agens insustituible, porque el Dios remitente, si ese men
sajero sufriera un accidente, no podría ya presentarse en el mundo
en propia presencia real para concluir su asunto. Esto se aplica ya al
único mediador por naturaleza, el Dios-Hombre mismo, pero tam
bién a su primera selección apostólica, de Pedro y Pablo sobre todo.
El encuentro en la cumbre entre el más allá y el más acá se desa
rrolla ahora y para siempre al nivel de representantes. Post Christum
resurrectum el remitente se puso en manos totalmente del proceso
evangélico y desde su retirada de la carne se convirtió plenamente
en ser noticiable (predicación), plenamente en sociedad mediática
(iglesia), plenamente en procesamiento informativo (teología). Por
ello, las dos magnitudes subordinadas a la predicación, iglesia y teo
logía, dependen completamente de la plenipotencia apostólica y,
por circunstancias comprensibles, no pueden estar fundadas más
sólidamente que ésta.
Pero ¿se puede fundamentar siquiera suficientemente una dele
gación de poderes como la apostólica, en el sentido, al menos, en
que el juego conceptual de «fundamentar» se entiende normal
mente? Por lo que respecta a la certificación de la plenipotencia, és
ta, según su estructura interna, sólo puede sostenerse autofundante
o circularmente, e incluso su impresionante éxito histórico, como
documento justificativo de su verdad, sólo entra en consideración
indicativa, pero no decisivamente. El único criterio que identifica al
apóstol como apóstol es la circunstancia de que él mismo lo dice: de
lo que se sigue que el riesgo de creer al mensajero sigue siendo
siempre incompartible y no aminorable por nada. Considerado des
de el punto de vista de la teoría de la verdad, no es verdad que mi
les de millones de cristianos no pudieran estar equivocados. Aunque
fueran aún más numerosos, muy bien podría tratarse nada más que
de un colectivo que ha organizado con éxito su ilusión o autoenga-
ño; todos juntos podrían haber hecho demasiado caso a un com
plejo de testimonios mal entendidos. Todos ellos no poseen más
592
que el testimonio del apóstol, mientras que el apóstol, a su vez, no
puede hacer otra cosa que repetir siempre que dice lo que le ha si
do encargado, y que le ha sido encargado decir eso. En ese círculo
tiene que moverse, y ese círculo es el que le hace fuerte. En un
círculo análogo estaba ya presa la existencia del Mesías mismo -lle
gado según declaración propia-, pues a la pregunta de cómo re
frendar su calidad de mesías nunca podía contestarse otra cosa,
igualmente, que: «El mismo lo dice», o: «Lo soy».
En el caso del apóstol, que se presenta como mandatario, si se
piensa en esa frase concluyente: «El mismo lo dice», uno se topa
con una situación todavía mucho más enredada, ya que el apóstol
no habla en propio nombre, sino que ejecuta el encargo de otro. Lo
que él mismo dice es que es el enviado de uno que a su vez dijo
que era el prometido. No habla por sí mismo, sino pore1otro y, más
bien, desde él. Aquí aparece ahora la diferencia que decide sobre el
estatuto de tales discursos: no es, en definitiva, el apóstol mismo
quien habla, sino otro quien habla, «como en presencia real», a tra
vés de él. Por eso, decir que él habla de otro y por otro no basta pa
ra caracterizar lo peculiar de la posición de habla apostólica. Si só
lo hablara por el remitente no sería más que un transmisor normal
de signos, un porte-parole, como un portavoz de gobierno o un jefe
de prensa de una gran empresa, y sólo se vería en él un agente o una
laringe alquilada. Nunca podría reclamar él mismo plenos poderes
para el asunto de su misiva. Como empleado de una instancia que
compra discursos, no sería un signo del ser, un portador poderha
biente de la verdad ausente-presente, sino sólo el representante de
un poder que, a su vez, sólo representa a otro poder, como un por
tavoz de una multinacional representa a una dirección de empresa,
que representa a un consejo de administración, que representa a los
accionistas, que representan su codicia o su perfecto derecho a una
prima por su inversión.
Por lo tanto: el discurso apostólico sólo puede hacerse valer por
una forma nueva, específicamente cristiana, de médium*smo. El gi
ro mediumnista supone, en suma, que el apóstol, en un cambio on-
tológico de sujeto, intercambia también su propia voz con la voz del
otro. De esto se dio cuenta Kierkegaard cuando hace decir a su san
593
Pablo que «Dios mismo. . . es el hablante». El san Pablo real propor
cionó en un famoso pasaje de su epístola a los gálatas (2, 20) la fór
mula para ese cambio de sujeto: «Y no vivo yo, sino Cristo vive en
mí». En el magníficamente falseado discurso de Jesús a sus apósto
les al enviarlos por el mundo, tal como aparece en el evangelio de
san Mateo, se presenta retrospectivamente esta estructura medium-
nista como una concepción apostólica planificada desde el princi
pio, pues allí pronostica el Mesías, al enviar a los doce, sus apuros
venideros ante tribunales judíos o romanos:
Se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los
que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Ma
teo 10, 19-20).
En el texto de san Mateo también se remite la fecha de la pro
blemática exhortación al martirio al propio Jesús, remitente-en-
viante, que, sin falsas reservas, parece planificar la estrategia de pu-
blic-relations de una secta de suicidas.
El fundamento de posibilidad de la apostolicidad reside, pues,
claramente en una relación mediumnista, en la que el agente apos
tólico se inserta en la subjetividad del emisor como si fuera su bo
quilla, por formularlo anacrónicamente, su sound-track, su caja de
resonancia. «Y no vivo yo, sino Cristo vive en mí», «el Espíritu de
vuestro Padre es el que habla en vosotros»: la piadosa historia de la
recepción de estas palabras fantasmales ha contribuido lo suyo a re
ducir el carácter excéntrico de estos modelos de discurso a una ex
presión de sumisión, de modo que la pregunta por la compartición
del sujeto no pudo plantearse en serio con respecto a la relación
apóstoles-mesías. Si tenemos razón con nuestro análisis fundamen
tal, según el cual toda historia es historia de relaciones o circuns
tancias de animación, y si relaciones de animación representan
arrangenients del reparto de subjetividad, entonces está fundamenta
do el supuesto de que con ese acuerdo evangélico entre subjetivi
dad mesiánica y apostólica ha quedado de manifiesto un nuevo sta-
tu quo de la animación en las grandes culturas.
Durante toda una era ese nuevo arrangement entre mensajeros
594
-podría decirse: el contrato apostólico- marcó los estándares de
conformaciones intensas de yo en el ámbito cristiano de apostolado.
A la vista de los testimonios presentados es evidente que de lo que
se trata aquí es de una forma monoteísta de mediumnismo. Si al
guien ha escuchado vociferar alguna vez a un predicador america
no de los estados del sur, sabe hasta dónde llega todavía en nuestra
época el desenfreno pneumático. No obstante, la creencia en el
Dios único y en Cristo se había fundado ella misma en confronta
ción polémica con las formas más antiguas de mediumnismo, con el
entusiasmo de los poetas, las prácticas de trance de las religiones ex
táticas arcaicas y las hermenéuticas oraculares del politeísmo. Si los
primeros teólogos cristianos, Justino, Tatiano y Teófilo de Antio-
quía, evocan preferentemente la monarquía de Dios, es sobre todo
porque la ventaja de ser cristiano como mejor se podía explicar pa
ra ellos era en contraposición a la desventaja de los delirios paga
nos. El servicio al Uno se entiende como garantía de la emancipa
ción del alma de su ocupación por demonios locales, dicho más
modernamente: por impulsos parciales subpersonales. Erik Peter-
son ha repetido sin descanso afirmativamente esta concepción des
de la perspectiva del siglo XX: «La doctrina de la monarquía de Dios
es un signo de sensatez de espíritu; la proclama politeísta, al con
trario, la expresión de una “posesión” del alma del poeta. En el en
tusiasmo poético se expresa un pluralismo metafíisico que tiene, en
definitiva, un origen demoníaco»2**.
Resistiéndose a estas vigorosas palabras, la oposición rehúsa ha
blar de sensatez versus posesión cuando se trata de determinar el ca
rácter dinámico del cambio apostólico de sujeto. Pues la apostolici-
dad se presenta a sí misma, en sus enunciados clave, como una forma
de obsesión especialmente atractiva y escogida, cuya peculiaridad
consiste en que la total penetración por el único Señor no puede
ser reflejada (o sólo muy tarde y suplementariamente2*9) precisa
mente como posesión heterónoma y enajenada: se presenta, más
bien, negativamente, como liberación de demonios subalternos; po
sitivamente, como oportunidad de cooperación en el proyecto del
monarca del ser. (Ysólo cuando los carismas se vuelven demasiado
ruidosos y los pneumáticos saltan demasiado indiscretamente al
595
proscenio resulta evidente que en su estructura profunda el mono teísmo es vudú del logos. Sus fieles y sostenes son individuos en tran ce sin trance: es decir, lo que en el humanismo se llaman persona lidades. «El Espíritu de vuestro Padre [to pnéuma tou patrós, Spiritus Patris] es el que habla en vosotros. » Es curioso que hasta hoy a los teólogos les haya chocado tan poco esta frase, y ello se debe a que en la institución más importante de la cultura intelectual de la vieja Europa, la universidad, venció el Homo académicas sobre el Homo apostólicas, también los teólogos son, desde hace mucho tiempo, más teóricos que anunciadores o pregoneros, y los pocos que no lo son llaman incluso la atención desde sus cátedras de dogmática co mo lo que Max Weber llamó «profetas de cátedra». El academicis mo es la instancia más efectiva de contención de las manías, y no en último término en las facultades de teología. Pero la dinámica psi- comonoteísta, la obsesión por el Uno necesario, sigue siendo pode rosa aún después de tales sujeciones y refrenamientos. Incluso la po sesión, el estar poseído, por lo mediano, por el término medio, posesión que funda el individualismo, pertenece inequívocamente a ese orden, puesto que cuando vosotros habláis por vosotros mis mos es el sensus communis el que habla en vosotros. Hasta en las teo rías contemporáneas de la situación ideal de comunicación y de la justicia como faimess intervienen derivaciones del modelo mono teísta de comunicación: sin vudú-minimal posmonoteísta, ninguna comunicación que produzca verdad. )
El Dios del apóstol es, pues, soberano porque se deja represen tar por él como si estuviera presente inmediatamente en él y habla ra a través de él. El apóstol, por su parte, participa de esa soberanía porque él, un elegido y señalado por Dios, ha hipotecado comple tamente la unidad de su existencia a la unidad y unicidad de su emi sor. En el apóstol la soberanía del Señor se convierte en la obsesión del mensajero, pero ésta se presenta con éxito como la forma más elevada posible de identidad desobsesionada del yo y como auto- captación desde el fundamento del ser razonablemente persona.
Resulta natural colocar en paralelo esta coincidencia, funda mental en estructuras de personalidad en el monoteísmo, entre au-
596
toposesión y posesión por otro con la diferencia, debida al derecho romano, entre posesión y propiedad, pues también un individuo que se posee a sí mismo y posee su vida defado puede muy bien ser propiedad de otro: esto lo muestra el antiguo sistema de esclavos, así como la postura cristiana frente al Dios al que no por casualidad se le invoca hasta en tiempos modernos con los títulos litúrgicos de Kyriey Domine. Por eso en el código deJustiniano se puede inculpar al esclavo huido de un delito de autorrobo, furíum sui, es decir: me diante la huida de la esclavitud el mero poseedor de sí mismo que ría elevarse injustamente a la categoría de propietario de sí mismo (lo que, como es sabido, sólo consiguieron los proletarios de la tem prana edad moderna)290. Del mismo modo, los no creyentes pueden considerarse delincuentes que se han robado a Dios, a su creador y propietario. En el código de Justiniano podían comprobar que el producto humano de robo no puede ser posesión de nadie, tampo co del propio ladrón, y siempre puede ser reclamado por el verda dero propietario291. Considerada bajo esta óptica, también la rebe lión de Satán cumple los requisitos fácticos del autorrobo, dado que se hurtó al Dador del ser huyendo y llevando consigo un bien de otro.
Estas circunstancias son las más favorables para la situación del apóstol cristiano, que pertenece a su Dios pero que puede esperar en el más allá ser copropietario de sí mismo: en ese condominio que la tradición llama paraíso. Menos favorable es la situación de servicio militar obligatorio de los mozos en la era del Estado Nacional bur gués, que -como auténtico Leviatán- en caso de guerra hace valer sus derechos como propietario de sus 'idas y puede exigirles morir por la patria, como si se tratara del auténtico dador de vida, que pue de reclamar lo que había prestado; de lo que se puede deducir, a propósito, una persistencia latente de las más toscas relaciones de posesión en el centro de la Modernidad política292.
Así pues, la misiva del mensajero apostólico transmite, a la vez, dos impulsos potencialmente muy infecciosos: habla, por una parte, del hecho de que por el reconocimiento del nuevo Señor único éste te va a liberar de antiguas servidumbres; manifiesta, por otra, la re comendación de entrar en el círculo constantemente creciente de
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los mensajeros poseídos por ella y a su favor. El mensajero tiene éxi
to sólo cuando consigue convocar y motivar a mensajeros de segun
do grado, cosa que sucede cuando convence al receptor de la misi
va de la ventaja de convertirse él mismo en transmisor de ella. El hoy
llamado efecto-red ya fue ejercitado por las comunicaciones ecle-
siógenas más tempranas. Sin estas infecciones no podría surgir de
un mero proceso de información un mundo en el mundo; sin el
efecto-bola-de-nieve apostólico no se llevaría a cabo un imperio en
el imperio, ninguna iglesia operante en todo el ámbito imperial,
ninguna Cristosfera293organizada, ningún gran interior animado,
en el que los privilegiados de ese imperio de la participación -según
la insuperable formulación paulino-luterana del proprium de la exis
tencia esférica- «tejen, viven y son».
Sobre el trasfondo de estas consideraciones puede darse ahora
una definición esferológica de la apostolicidad: la actuación apos
tólica es una praxis esferopoiética que contribuye a la construcción
de la macrosfera monoteísta: la Cristosfera o Eclesiosfera con todas
sus subdivisiones en episcopados y parroquias (distritos de asper
sión de agua bendita)294. Por ello, para el efecto-apóstol es constitu
tiva una anticipación del estado final macrosférico integrado. Para
que aparezca éste se necesita un lanzarse hacia delante convencido,
camino del presunto resultado final de la evangelización, a saber, la
expansión de la misiva en todo el orbe terrestre habitado por seres
humanos. El apóstol anticipa con toda prisa el regnum o imperium
Christi, para él ya actual, para el resto del mundo todavía oculto. En
virtud de ello funciona como el heraldo de un emperador, de cuyo
acceso al poder la mayoría no ha oído todavía nada, y cuyo imperio,
no obstante, junto con la nueva de él, está al llegar. La gravedad y
embriaguez de su misión residen para el apóstol en que, como un
mensajero del futuro, abre brecha en el mundo aún no informado,
como representante plenipotenciario de una majestad oculta, de la
que hasta entonces sólo se habla en su propia misiva.
La misión del apóstol implica, pues, como toda telecomunica
ción al principio, un monopolio o, al menos, un derecho de repre
sentación única. Quien desea entrar por primera vez en una mo-
nosfera creada evangélicamente tiene que abonarse a las noticias
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directamente en el distribuidor apostólico; quien, por el contrario,
no sabe aún nada de la nueva majestad, tendrá alguna noticia pron
to o tarde de ella a través de la agresiva propaganda de sus mensaje
ros. La Iglesia misionera temprana produce un torbellino esferopoié-
tico que anticipa con brío sus éxitos venideros. (Por el contrario, la
Iglesia posterior a la Ilustración es una que resulta hábil, sobre to
do, en la dilación del balance de sus fracasos. )
La característica determinante de la misión paulina es su muy
comentado giro desde el enclave judío hacia los pueblos del arbis
terrarurm un gesto expansivo que sólo puede comprenderse a la luz
de un análisis macrosferológico relativo a la forma del mundo. San
Pablo, como cabeza política de la comunidad cristiana temprana y
como estrategajefe de esa disidente teocracia telecomunicativa que
se desmembró del judaismo, comprendió antes que nadie que era
inmanente al evangelio cristiano un concepto propio de mundo, di
cho filosóficamente: un horizonte ontológico, y que la validez obje
tiva del mensaje dependía de su expansión fáctica universal o de lo
que fuera válido para ella.
La razón de ello estaba en la circunstancia de que la verdad que
había encamado Jesús no era un teorema como, por ejemplo, la hi
pótesis heliocéntrica de Aristarco de Samos, contra cuyo valor de
verdad no atentó el hecho de que durante dos mil años no encon
trara prácticamente partidario alguno.
La verdad de Jesús, por el
contrario, implicaba, a la vez, una figura macrosférica de alianza y
una oferta de relación de intimidad esférica. Relaciones, alianzas,
compromisos matrimoniales, no pueden exponerse como hipótesis,
sino que han de actualizarse enjuicio sumarísimo, por decirlo así,
si quieren ser «verdaderos». Ontológicamente la verdad cristiana te
níala estructura deuna verdad universal y,precisamente por ello,
de una verdad imperial, y de ahí que, para ser válida, tuviera que ha
cerse presente actualmente en todo el ámbito del imperio. En ese
sentido era realmente una noticia, pues las noticias tienen su mo
mento de verdad en la actualidad de la emisión y en el efecto que
causen en el receptor. Si el acontecimiento Cristo no había de que
dar como un asunto intemo a losjudíos, que se diluyera en una pe
queña guerra entre partidarios y negadores del Mesías en tomo a
599
las sinagogas de Palestina y de las ciudades del imperio, tenía que
demostrarse en el centro del mundo la virtualidad universal de los
discursos sobre ese Señor venido de la periferia. Con la misión pau
lina se pone de manifiesto el anhelo expansivo de un cristianismo
realmente existente, y con él, el problema de un sistema eficiente,
universal, de propaganda.
De la inquietud y empeño del apóstol por tareas especiales y de
su propósito de llegar en persona, a ser posible, a todas partes,
puede deducirse la pretensión de universalidad que tiene para el
anuncio de su buena nueva. Los «pueblos» a los que se apresura a
ir san Pablo -parece que recorrió más de 10. 000 kilómetros en sus
viajes misioneros- representan el «cosmos» ontológico-político,
realmente instruido, en el que se concretizan la quintaesencia de
la idea helenística de ecúmene y la quintaesencia del círculo uni
versal romano-augustal que se acababa de establecer. Si, frente a
todos esos hechos imperiales consumados, no hubiera un ámbito
imperial de predicación de la misma amplitud, en el que se escu
chara el otro evangelion, no habría entonces ningún señor que pu
diera dirigir este segundo imperio reconocidamente, y, a falta de
un auténtico señor, tampoco habría ningún comisionado que pu
diera hacerse presente in nomine domini en todos los puntos estra
tégicamente importantes tanto del centro como de la periferia.
Así, el impulso apostólico actúa como una batería de sentido que
se carga a sí misma.
También las dos palabras fundamentales de la nueva telecomu
nicación apostólica, ekklesia y evangelion, son modelos o patrones que
imitan la acción imperial a distancia, dado que la ekklesia -que lue
go se convirtió en la Iglesia- no significaba en principio otra cosa
que la reunión de los oyentes que eran «convocados» por la llegada
de un heraldo imperial para la recepción de un bando. Por lo que
respecta a la noticia misma del emperador, a veces era considerada
y apreciada directamente como buena noticia o como comunica
do dichoso, por ejemplo cuando lo que se anunciaba era una victo
ria o una feliz descendencia, y en esos casos se llamaba «evangélica».
La red apostólica paralela pudo orientarse de acuerdo con estas
600
normas hasta que fue capaz de convertirse ella misma en directriz del mercado en el campo de las buenas nuevas295.
En la afirmación de Jesús de que el reino de Dios estaba presente entre losjudíos, san Pablo vio la oportunidad de ir avanzando desde el enclave judío hasta el interior del cosmos político de Roma. Con ello liquidó, a la ofensiva, el latente complejo imperial del judaismo: salió de la provincia mesiánica para reclamar para un señor de pro cedenciajudía, por fin, un imperio real propio: uno, por cierto, en el que, como se vería más tarde, la identidad de imperialidad y co municaciones se elaboraría más intensamente de lo que se hizo en el imperio de los romanos, de los persas o de los seleúcidas. Un día no tan lejano este segundo imperio se dará su constitución específica co mo Iglesia: cosa que para san Pablo estaba realmente más allá del ho rizonte actual de lo pensable y deseable, dado que, como es sabido, él contaba con un plazo muy corto hasta la reaparición de Cristo.
Prescindiendo de su precipitación, la pretensión de universali dad de san Pablo incluye también una demanda de imperialidad in tegral. Como tal, bajo las circunstancias dadas, sólo puede explicar se teniendo en cuenta el cosmograma político del Imperium romanum. No fue casual que san Pablo se imaginara -aunque no lo realizara así, consecuentemente- su itinerario misionero como una especie de periplo, de viaje circular en tomo al mundo entero habitado por seres humanos y dominado por los romanos: la ecúmene medite rránea. Aunque sus viajes tácticos fueran más bien desasosegados trayectos lineales de un lado para otro, en su imaginario, y en el de sus sucesores, se les asigna la importancia de vueltas al mundo. (Por motivos desconocidos ignoró el trozo de arco norteafricano del círculo terrestre. ) Hasta cierto punto, pues, la historia apostólica paulina es también una periégesis cristiana: un recorrido en tomo a lo digno de verse según el esquema de la descripción antigua de periplos o viajes circulares; es, a la vez, una expedición como la de Alejandro, pero cristiana. Por eso la preeminencia típico-turística del lugar cede completamente ante la consideración típico-misio- nera de las posibilidades de prédica: el apóstol no está de camino para hacer experiencias y fotos, sino para someter todos los lugares a su programa: viaja, por decirlo así, en su propia caravana y sólo ve
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el entorno a través del color de los cristales de su convicción. Fuera
no tiene nada que buscar, a no ser la oportunidad de anunciar su
nueva. Esto lleva al concepto de mundo del ontólogo en toumée. el
mundo es para él el compendio de ocasiones para salidas a escena
propagandísticas. En el lugar citado -hacia el final de la carta a los
romanos-, san Pablo expresa la afirmación de que «ha cumplido
plenamente, en círculo», su misión (griego: kyklo, latín: per circuí-
tum) (Romanos 15, 19): una tesis atrevida que dio ocasión a los his
toriadores de la Iglesia a preguntarse si san Pablo, cuando escribió
esto, ya había realizado el viaje «que falta» al más extremo Oeste, a
la España romana; en el contexto dado hay que leerla como índice
del esquema básico geopolítico, sí, ontológico-esferológico, de los
movimientos paulinos.
Efectivamente, como se ha dicho, la demanda de espacio del
apóstol para la misiva al mundo entero tuvo que seguir, mal que
bien, «en círculo» los contornos de la ecúmene romana. En el ejer
cicio de esa misión san Pablo tenía razón en apoyarse no sólo en su
derecho de ciudadanía romano (civis romanus sum), sino también en
su comprensión, tan adecuada como subversiva, del imperium, pues
para él, el querigmático estratega, estaba claro bajo cualquier cir
cunstancia que imperium, como concepto, significaba en primera lí
nea mando y, con ello, plenipotencia, y que el imperio, como espa
cio político, no era otra cosa que un sistema de distribución de
órdenes romanas y un catálogo de direcciones de gentes con obli
gación de obedecer. De sí mismo sabía el apóstol que era el repar
tidor de órdenes provenientes del absoluto: así pues, que él, all
things considered, estaba de camino en el ámbito de poder del otro
emperador como un delegado o vicario imperial o como un gene
ral de derecho propio. De ahí se siguen con necesidad todos los
conflictos debidos a la coexistencia antagónica de un imperio con
otro: protoescenas del dualismo Iglesia-Estado de la antigua Euro
pa. Si el apóstol quería hacer uso coherente de sus plenos poderes
delegados, es decir de su imperium evangélico, tenía que presentar
se como representante del Señor escatológico y cuidarse de que la
entrega fáctica del evangelio quedara archivada en actas como ac
ción llevada a cabo con fuerza legal.
602
No en vano las acta apostolorum se convierten en el género litera rio normativamente más importante de los primeros siglos cristia nos: son la literatura eclesiógena por antonomasia. Por su causa la Iglesia entera se llamaba apostólica: con esa palabra enarboló pron to su estandarte telecomunicativo. Nunca puede tomarse suficien temente en serio ese adjetivo: la demanda cristiano-macrosférica de espacio sólo era realizable concretamente como imperio apostólico, narrativa apostólica, red apostólica. Como es sabido, las actas de los apóstoles no repiten la misiva misma, sino que archivan dónde y con qué éxito ésta fue anunciada y cómo les fue en ello a los portadores de la misiva. Por eso, la historia de los apóstoles, más aún que la his toria de los mártires (por no hablar de la posterior historia de los santos), es el género central de los discursos cristianos del imperio escatológico paralelo, alias Iglesia, precisamente porque registra la historia de los repartos de la misiva: la historia de la Iglesia trata de la rutinización de un correo de gracia. Para esas actas el punto de vista de los plenos poderes delegados desempeña el papel rector, porque las prédicas del apóstol equivalían a acciones salvíficas vin culantes, oficiales, dirigidas a los pueblos respectivos, de modo que toda nota de acta sobre un hecho de un apóstol presenta una noti cia sobre la entrega de un documento a un receptor misionado.
Así como el Imperio o el Estado moderno, en lo que se refiere a sus transmisiones de órdenes entre señores y vasallos (o entre insti tuciones públicas y ciudadanos), aseguran postalmente la absoluta accesibilidad del receptor a noticias de los señores o de las autori dades administrativas (de modo que, por ejemplo, un mozo no pue da no recibir la orden de enrolamiento), también el apóstol tiene que amarrar a sus oyentes para siempre y hacerlos responsables pa ra la eternidad de su respuesta al mensaje escuchado; el anuncio de esta responsabilidad sigue siendo -hasta la intervención de la Ilus tración contra el régimen eclesiástico de miedo- el acto de habla de última instancia del apostolado y de la psicagogía eclesial. El men saje cristiano llega siempre como carta certificada, y el haberlo acep tado, aunque sólo fuera distraídamente y con reservas, significa lo mismo que la firma del receptor en un recibo de entrega.
No en último término es esto lo que piensa Kierkegaard cuando
603
atribuye al apóstol la plenipotencia de dar órdenes tanto a la masa «como al público». Se entiende por qué esa tesis contiene un sim pático y travieso anacronismo, ya que Kierkegaard sabía mejor que nadie lo que es un público moderno: a saber, el prototipo de gente privada cuyo comportamiento al hojear los libros viene marcado por un desahogo estético y que no admitiría en su vida órdenes de un autor, por mucho que adoptara la actitud de un comisionado plenipotenciario escatológico o de un médium arrebatadamente ar tista. El autor moderno es per se un espíquer sin plenipotencia. La incapacidad o falta de gana para dar órdenes distingue al escritor en el mercado de libros del apóstol en la comunidad, sobre todo al autor llamado genial, que con la generosidad de la inteligencia in vita a los lectores a mundos creados por él. «¿Quién, lector indeter minable, sino el héroe de una historia os ha hecho alguna vez una propuesta en la vida? » (Peter Handke). Él no demanda fe o adhe sión especial alguna, se contenta con que se le cite. Y precisamente en esa interacción relativamente libre de poder, hospitalaria en cier ta medida, entre escritores extraordinarios y no tan del todo ex traordinarios lectores, busca la sociedad moderna su libertad como balance entre obligaciones y exoneración de obligaciones.
Cuando el lector recibe novelas o poemas sucede en la certeza de que esos «textos» no son órdenes de presentarse a filas ni por el lado del Estado ni por el lado de la verdad, y que los libros no obli gan a tomar ninguna decisión escatológica. Por eso los libros, por regla general, son comprables y su comprador puede considerarse, al menos dentro de los límites de la protección del derecho de au tor, como su poseedor y usuario. ¿No es el lector per se el ser huma no que está contento de seguir adelante sin decisión alguna? Se siente libre en la medida que comprende que alguien que parece dar órdenes la mayoría de las veces sólo es alguien que aporta citas. Y realmente, ¿es libertad algo diferente a la comprensión de la di ferencia entre una orden y una cita?
Por lo que respecta a Kierkegaard, un semiapóstol melancólico reducido por sí mismo a mero autor (porque siente que puede ci tar a Cristo, pero que no puede dar órdenes en su nombre), se burla
604
de la ilusión del público de poderjuzgar todo con despreocupación estética, en privacidad libérrima, sin poder alguno: también lo ab soluto y su comunicación paradójica. Pero nunca llegó tan lejos co mo para decir que la moderna alfabetización de masas representa sólo una treta del poder, que con la capacidad de leer endosa a la vez a las poblaciones de los Estados nacionales burgueses la obliga ción de la lectura de las órdenes de sus señores ocultos o manifies tos; con lo cual, para ser más exactos, sólo el soberano manifiesto aparece ordenando, mientras que el oculto, por el contrario, guar da su incógnito apostando por la seducción. Que la Modernidad só lo ha conseguido defado un cambio de estructura de la posesión ob sesiva por algo o alguien: esa idea la entendió bien el siglo XX, que hubo de hacer sus propias, absolutamente propias, experiencias con el totalitarismo de las telecomunicaciones en liza. Sólo sobre ese trasfondo pudo aparecer una teoría general de los medios296.
Que el espacio global de anuncio y proclamación del mensaje cristiano fuera concebido efectivamente como imitación escatológi- ca de la esfera imperial del mundo y de la presencia romana del po der en el «orbe terrestre» mediterráneo lo demuestra prácticamen te toda la temprana literatura cristiana desde el Apocalipsis de san
Juan hasta la doctrina agustiniana de La ciudad de Dios. El sistema in formativo de Dios copia y se sobrepone por doquier al sistema me diático del poder universal dominante. No sólo coutilizaron los apóstoles los medios y canales romanos: sus famosos pies ligeros se guramente no habrían avanzado con tanto éxito sin las calzadas ro manas, las «líneas estructurales del poder»297, y sin la traducción del arameo a las dos lenguas universales, latín y griego, el mensaje de un cierto Ungido procedente del Este no habría llegado jamás al mundo relevante, al Oeste mediterráneo.
La telecomunicación católica comienza con las traducciones y el paso de Asia hacia Europa. Los autores tempranos, Cipriano, Lac- tancio, Amobio, Augustio, Aponio y muchos otros, no vacilaron en adscribir a Cristo el título de imperator;que en el contexto de la his toria cristiana de la militancia hay que traducir más bien como «ge neral» y en el de manifestaciones o pruebas de majestad, como «em
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perador»298. El título romano de emperador no es una simple ex presión política de rango, sino, a la vez, una categoría teológica, sí, incluso ontológica, ya que no se refiere a otra cosa que al centro re gente de la cosmosfera imperial. En el discurso de las teologías de casa y Estado de la época imperial, el imperator es el centro de irra diación de la potestas misma en su extensión universal, conformado- ra de gran mundo, y con ello, en uno, la representación teofánica en forma humana del fundamento del mundo, helenístico-romana- mente interpretado. Frente a una grandeza así había que introducir un Christus imperator como figura sobrepujante, ya que también él está al frente de un imperio, llámese regnum o imperium, que es ver dad que no pretende ser de este mundo, pero que también exige, efectivamente, respeto en este mundo y se hace anunciar en un pe culiar imperium de noticias, en un imperio eclesial paralelo.
En eljuego de lenguaje del cristianismo temprano que habla de Christus imperator, el imperiomorfismo del espacio eclesial de anun cio se perfila al máximo. Imita inequívocamente la tesis teológico- imperial de Virgilio de que con el dominio augusto surgió un impe rium sirtefine sobre la tierra, con la diferencia de que el imperio de Cristo también promete una continuación celestial.
Las dos biografías apostólicas decisivas, la de san Pedro y la de san Pablo, acercan al máximo al complejo imperial cristiano y a su ontología política, porque en esos casos el martirio de los mensajeros delegados en la capital del imperio había que ponerlo en las Actas. Las notas de las actas que se refieren a san Pedro y a san Pablo tie nen casi rango de historia del ser, porque señalan oficialmente el traspaso de la pretensión imperial de Jerusalén a Roma, y latente mente aún más: del césar romano al obispo romano.
Vista desde la óptica geopolítica de Roma, la muerte del mila groso rabino Jesús no fue más que un acontecimiento sin impor tancia en la periferia, una pequeña noticia insensata de la crónica mente agitada zona fronteriza oriental, de la que en la capital se podía pasar, sin más, al orden del día. La gran mayoría de los ro manos no habían oído hablar de Jesús, del mismo modo que de la derrota de Varo en el bosque de Teutoburgo supieron también mu
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cho menos de lo que la leyenda alemana quiere reconocer; el im perio comunicaba prácticamente sólo sus éxitos y casi nunca sus problemas: la comunicación imperial estaba organizada amplia mente en tomo al estándar de las aclamaciones-semper-victor (mien tras que, al contrario, los actuales Estados nacionales postimperiales sólo pueden comunicar sus problemas y casi nunca sus éxitos; la cul tura dominante de la corrección ha relegado el enaltecimiento del héroe a la información deportiva, a las noticias económicas y a los charts).
Sólo los dos martirios apostólicos fueron acontecimientos en el centro político, en los que se vio obligada a reparar la metrópolis misma, aunque nada más fuera por un breve momento, puesto que el que se dieran precisamente allí era parte de una intuitiva campa ña cristiana en tomo a Roma, en la que también desempeñaron su papel el azar y los hábitos procesales romanos: según la prácticaju rídica romana, los casos principales de las provincias se acababan de ver en Roma, lo que llevó al traslado de Pablo de Cesárea a Roma y también a su martirio, sucedido posiblemente en el contexto de los excesos nerónicos después del incendio de la ciudad. El cristianis mo naciente no podía prescindir de la capital del imperio como es tación emisora de su mensaje, porque sólo lo que se decía desde Ro ma era capaz de demostrar la relevancia ontológica del nuevo imperio de noticias. Para implantar en la capital la emisora pirata eran imprescindibles actas apostólicas de Roma. Sólo los más pro minentes portadores del mensaje podían proporcionarlas, Pedro por sus últimas salidas a escena romanas, Pablo por su proceso transferido a Roma. Que las actas de Pedro y Pablo se cierren en Ro ma: ésa es la piedra final, totalmente ajustada, del proyecto arqui tectónico evangélico y el indicio central de la demanda de un im perio propio paralelo y trascendente29. La tumba de san Pedro en el centro de la capital del mundo: no se sabe qué aspecto hubiera podido tener el catolicismo institucionalizado sin ese signo.
Las consecuencias de esa subversión martirológico-apostólica de la capital fueron extraordinarias; por ellas el Gólgota se trasladó ti pológicamente a Roma, el acontecimiento marginal se repitió en el centro, y para los cristianos el cielo sobre Roma estaba ahora tan
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abierto como el cielo sobre Jerusalén (y éste poseía post ascensionem
la apertura máxima), aunque el romano tendría que aparecer to
davía durante mucho tiempo como catacumba. Las actas de los már
tires, las que se refieren a Roma en primer lugar, constituyen según
las ideas políticas la parte más importante de las actas apostólicas, ya
que consignan la marcha al centro así como la pluralidad de las ciu
dades imperiales, a la vez que registran la historia de injusticias a lo
largo de la cual el imperio real se va enredando cada vez más pro
fundamente, frente al imperio de la verdad, en deudas y culpa. La
contabilidad cristiana fue desde pronto minuciosa aquí: sí, sólo su
fiabilidad proporcionó al imperio evangélico paralelo un mínimo
de coherencia administrativa y semiosférica.
Las deudas del imperio con los cristianos se convierten en el ca
pital de la Iglesia católica: éste es el sentido primario del nuevo gé
nero literario Martirología. Todo martirio narrado es un pagaré, un
certificado de deuda, que el mundo ha de hacer efectivo al sobre
mundo. En forma de montañas crecientes de actas de mártires se va
acumulando un capital de historias narrables, que como un segun
do anillo de predicación se colocan en tomo a la primera predica
ción. Este proceso querigmático de capital -la explotación de la
predicación o la remunerativa repetición en narrar historias convin
centes- produce una «historia» universal alternativa e introduce
una era universal de comunicaciones, en las que los cristianos sólo
podían departir unos con otros sobre lo que había ocurrido a com
pañeros ejemplares de fe en este mundo.
La suma tardía de estas narraciones la sacó Santiago de la Vorá
gine en su Leyenda dorada, que apareció antes de 1273 bajo el título
Vitae sanctorum a praedicatore quodam y que fue durante siglos el libro
más popular de Europa. Sólo a comienzos de la edad moderna se
consiguió, a contracorriente, romper el monopolio martirológico-
apostólico de las actas y hacer presentables en sociedad narraciones
sobre no-mártires y no-santos. Sí, se puede ser de la opinión de que
fue la revolución de la novela corta o del cuento la que posibilitó el
proceso telecomunicativo de la Modernidad, en tanto que inició la
emancipación de las corrientes narrativas mundanas de las acta. La
edad moderna es la forma de mundo cuya buena nueva consiste en
608
que hay también otros acontecimientos dignos de narrar y no sólo
los de la historia sagrada.
Con las novelas, los cuentos, las nuevas historias, comienza pro
piamente lo que puede llamarse un proceso de información; pues,
mientras la comunicación medieval significa, ante todo, la vibración
de las sociedades en redundancia evangélica, la corriente moderna de
información inaugura la confrontación esencial de las inteligencias
con lo desconocido, lo exterior y lo hasta ahora no dado; el con
cepto matemático de información del siglo XXsaca de esta orienta
ción a la innovación la última consecuencia, en tanto que determi
na la información como lo nuevo, sistemáticamente relativo, por
antonomasia y la conduce, así, a la cuantificación. En las comunica
ciones posmedievales los héroes de las novelas aventajan en rango a
los santos de las leyendas, y mientras que la narrativa cristiana in
forma sobre san Cristóbal en el río y sobre el martirio de las santas
Perpetua y Felicitas de Cartago, la narrativa moderna presenta his
torias turbulentas de monjes lascivos en el arca de la ropa o los ex
travíos de un picaro caminante.
Por lo que respecta al Evangelio, sin embargo, posee en todos los
entornos posibles su propio criterio de novedad, porque, como in
formación escatológica, hubo de causar, en definitiva, en todos los
contextos un efecto igualmente increíble, igualmente paradójico,
incluso allí donde, en redundancia eclesial y trivialidad del entorno,
parecía reducido a la obviedad. Fue necesario el genio apostólico
negativo de Kierkegaard para defender la locura cristiana de la fe
frente a la tentación de la normalidad cristiana, así como en nues
tro tiempo el genio rabínico negativo de Derrida pareció necesario
para proteger la locura mesiánica del seguir esperando algo que no
puede tener presencia o actualidad alguna de la tentación de una
normalidad filosófica y teórico-comunicativa.
Como se ha dicho, la Ecclesia apostólica hubo de convertirse en
una especie de fotocopia estructural del Imperio romano, dado que
éste proporcionaba el único modelo estructural para la existencia
de un gran espacio de serio carácter universal, traspasado por el
centro dominante. En este «calco heliográfico» eclesial las líneas es-
609
Estela solar de la acrópolis
de Susa, fin del tercer milenio a. C. ,
libación ante un dios.
tructurales de la imperialidad como tal aparecieron con mayor cla
ridad que en el original, ya que la Iglesia pudo limitarse a un corte
de la macrosfera política: a su sistema nervioso telecomunicativo o
al cuerpo etéreo informático del imperio. En esas estructuras había
que buscar la respuesta a la pregunta de cómo presencializar al se
ñor en los innumerables puntos del orbe terráqueo y de qué signos
del ser eran necesarios para garantizar su presencia real en repre
sentantes plenipotenciarios.
Efectivamente, un imperio real existente, por el mero hecho de
610
su existencia en el espacio y el tiempo, es la respuesta a la pregunta
por su presencia en signos, ya que para el imperio ser significa tan
to como mantener coherencia y unidad, y esto quiere decir tanto
como poder alcanzar el centro desde la periferia por medio del
transporte de signos y poder reunir las misivas que pretenden llegar
al centro. El imperio es una coherencia semiosférica. Los signos del
imperio unen el centro con la periferia, ciertamente no sin lugares
de conexión, pero siempre de modo que pueda ser mantenida con
éxito la representación de la presencia real del centro en el punto
distante. Con ello, el Imperio -como la Iglesia, en paralelo a él- es
un sistema de distribución de signos de magnificencia de los que
disfrutan los receptores; porque la periferia no puede ligarse al cen
tro sólo por medio de violencia física, es decir en virtud de un prin
cipio que repela; para ser atractivo en presencia real en el punto
alejado, el centro debe hacerse notar por medio de la emisión de
participaciones en el deseo de poder: es decir, por medio de signos
del ser que puedan ser considerados como acciones del poder cen
tral por el representante del mismo en la periferia.
En consecuencia, la esencia de la telecomunicación imperial y
eclesial sólo puede entenderse desde su modus de emisión, efusión
o irradiación. La actualización o presencialización del centro en el
punto distante implica una especie de telepatía, se podría decir tam
bién: una técnica telecrática de emisión de signos del ser. En el re
presentante hay que percibir el calor distante del ser como una im
ponente irradiación actual, y la voz del señor tiene que hacerse
audible a mil leguas de distancia de la sala del trono y de la canci
llería del imperio mediante sistemas adecuados de tele-fonía, que,
en correspondencia al statu quo de la historia de los medios, aquí
son todavía escritos autentificados y misivas postales selladas. (Sólo
la moderna «radio»difusión consiguió llevar a cabo el cortocircuito
audiófono entre la voz del dirigente y los oídos del pueblo: con re
sultados de los que intenta dar cuenta la investigación mediológica
del fascismo300. ) El escuchar a distancia la voz del señor en sus edic
tos y decretos ha de provocar inmediatamente en el oyente el au
téntico efecto de representante, en tanto éste, por su parte, es capaz
ahora de magnificencia y se siente energetizado para obrar in nomi-
611
Apolo-cosmocrátor de la Casa
de Apolline de Pompeya.
ne domini por el goce del poder compartido. Al tele-oír en la escri
tura se añade siempre una cierta tele-visión, que, en virtud del de
recho de imagen de los emperadores, reparte sus efigies por todo el
imperio y reclama por todas partes la reverencia cultual ante ellas
como ante una substancia imperial presente.
Si se quiere entender con mayor exactitud la energética del do-
612
H elio con cuadriga, m etopa del tem plo
de Atenea en Troya, primera mitad del siglo III,
Museos Estatales de Berlín.
minio de la distancia por el envío de signos del ser, hay que ocu
parse expresamente del modus del aislamiento y envío de signos
desde el centro de poder. Lo que, al hacerlo, aparece en el foco de
análisis es un proceso radiocrático nuclear, en el que se llega a una
repartición del ser mediante irradiación y envío de imágenes.
El neoplatonismo formuló este en principio algo misterioso
procedimiento con el no menos misterioso concepto de emanation
(arópoía), que se traduce normalmente por irradiación o emana
613
ción. Si se remite uno al esquema de representación heliológico, la
extravagante idea de una causación por radiación pierde mucho de
su apariencia esotérica. ¿No puede imaginarse el sol del ser como
un punto que estalla, que por su explosio continua irradia y sostiene
todo lo existente en torno a sí? La dificultad que el concepto de
emanación plantea al pensamiento vulgar está en la exigencia de la
ontología platonizante de comprender que el sol superior no sólo
envía rayos de luz que caen sobre un mundo de objetos conforma
do con independencia de él, sino que con la luz se irradian y des
pliegan, a la vez, las formas de los objetos: según ello, la donación
de luz consuma la donación de esencia a la cosa y la capacita, ade
más, para ser reconocible por el intelecto. Antes, al considerar el sí
mil platónico del sol, ya tratamos de este hecho bajo otro ángulo
de proyección301.
Con ello, el emanar, en tanto hecho del centro donante de ser
-concebido por Píotino como hiperexistente—, es análogo al mode
lo de la irradiación solar. La «exteriorización» de la fuente de luz con
siste en el envío de una totalidad de cantidades discretas de luz que
se individualizan como rayos y como imágenes puras. Con el rayo
solar puede explicarse más fácilmente que con nada cómo el ser en
un signo que procede de él sigue estando presente, a la vez, como
él mismo. De ahí que apenas haya alguna idea ontosemiológica que
no implique un componente fotorradiológico. Del mismo modo,
tampoco falta, por regla general, la referencia a una complejidad
mayestática, en la que acompañantes y delegados del príncipe apa
recen como presencias subordinadas que se bañan en el brillo del
señor. El servidor es el signo efectivo de la majestad. Píotino no va
ciló en ilustrar con imágenes feudales la idea de la participación de
los representantes en el Uno verdadero; con su ayuda explica cómo,
por regla general, se ve lo representante y segundo antes de lo su
premo y primero:
. . . así como en los desfiles van delante de un gran rey lasjerarquías más
bajas, y van siguiendo puestos de mayor consideración y dignidad cada vez,
después la corte, que ya es real, después los más altos dignatarios tras el rey:
y sólo después de todos ellos aparece de repente el rey, él, el grande en per
614
sona; y quienes le rodean le invocan y se arrojan al suelo ante él, si es que
no se han marchado antes, contentos ya de haberle visto (Enéadasv, 5,3,23).
Este passus deja claro que la majestad conforma su aura como
una corona de luces de poder escalonadas en torno a sí, corona en
la que representación y participación significan lo mismo.
A la vez que de la heliología, las fuentes más importantes de imá
genes para signos del ser procedían del ámbito pneumático y del
cardiosanguíneo: algo que tiene su lógica medial, dado que tam
bién el hálito de Dios puede imaginarse como un continuum de
aliento, cuyo frente permanece unido a través de la corriente at
mosférica con la fuente originaria de exhalación; sólo el descenso a
borbotones de la sangre desde el corazón del ser hasta los órganos
cosustentados por ella es de verdad un modelo de participación sos
tenida del enviado en el principio remisor: en tanto el río como tal
es el continuum entre fuente y desembocadura302.
Luz, aire y sangre son medios por los que se puede representar
coherentemente el autotransporte del principio dominante desde
la fuente de emisión a los puntos distantes. Los tres convergen, es
piritualizados y logicificados, en la palabra del señor, que puede ma
nifestarse como orden, advertencia y enseñanza. Tras su salida de la
boca del emisor esta palabra ha de provocar en el oyente mandata
rio, poderhabiente, una resonancia sincrónica, de modo que éste si
ga diciendo y siga ordenando lo que en él se introdujo de palabra
magisterialmente: un proceso que se repite hasta alcanzar la perife
ria, en la que la palabra del señor ya no puede ser repetida, sino ya
sólo ejecutada y seguida, o, si actualmente no hay nada que hacer,
memorizada y almacenada para más tarde.
De este modo, el lengusye que habla el señor se convierte en
cumplimiento y en modelo de todo lo que comunican sangre, aire
y luz en sus emanaciones. En la palabra del señor se concentra la su
ma de todo lo que puede ser signo del ser, articulado en la gargan
ta del señor, transmitido a través del sistema emisor real, percibido
en el corazón transmutado del mensajero, repetido por el apóstol
móvil o por los funcionarios de la luz, y puesto en práctica en la pe
riferia por manos obedientes, que, por muy lejos que estén, siempre
615
estarán seguras de que hacen lo absolutamente correcto. Si se resu
me el proceso de emanación, da como resultado lo siguiente: una
única conmoción en el centro, por decirlo así, solar, que comienza
como rayo, atraviesa el espacio como proceso de signos y acaba en
un movimiento de mano.
La representación más temprana, más precisa y hermosa de la
idea de emanación procede de la época del faraón Amenofis IV,
que intentó sustituir el «Olimpo» del antiguo Egipto por el culto de
un único Dios, el sol todopoderoso, Atón, y que bajo el nombre de
Akenatón, «el que agrada a Atón», ocupa un lugar sobresaliente en
la historia de los experimentos sacroimperiales protomonoteístas.
Durante el reinado de Akenatón aparecieron representaciones en
bajorrelieve de un sol dominante que se dirige a los seres humanos
de modo desconcertante: ¡desde su cuerpo redondo envía una plé
tora de rayos individualizados a la tierra, cada uno de los cuales aca
ba en una mano humana! Ninguna teoría posterior, ni la plotínica
ni la pseudo-dionísica, alcanzójamás el poder de sugestión de esta
protoimagen de todos los emanacionismos: si el Uno, efectivamen
te, ha de donar y dominar todo, su emanación -traducida en ideas-
ha de terminar en manos operativas, da igual que se las interprete
como manos dadivosas de arriba o como manos de sirviente en la
periferia humana. Mientras valga la definición de que es soberano
quien puede hacerse representar como si él mismo estuviera pre
sente en el representante, el modelo de toda soberanía sigue sien
do el sol akenatónico, que brilla sobre el imperio como si todo rayo
procedente de él acabara en una mano humana. Nunca un princi
pio fue representado mejor sobre la tierra que ese sol, y nunca es
tuvo más claro que los representantes del sol, las manos al final del
rayo, siguen siendo el sol mismo en otro estado. Por las manos-rayo
la fuente del ser está presente idóneamente en lo terreno, y cada
mano, como poderhabiente, es, a la vez, señorial y servicial, donan
te y receptora. Es la imagen prototípica de las manos posteriores de
sacerdotes, que bendicen, y de las de funcionarios, que escriben
(también, es verdad, de las manos del fisco, que saquean sociedades
enteras y se justifican, al hacerlo, como recaudadores enviados por
Dios). Lo que, en representación, hace esa mano al final del rayo,
616
Akenatón y Nefertiti
bajo el disco solar, Amarna, siglo xiv a. C.
lo hace el sol mismo. Es mi luz la que es irradiada por vosotros, pa
ra el esclarecimiento de vuestra oscura vida: la eucaristía solar. La
mano de sol demuestra que el signo vive. Para alcanzar la dimensión
entera de posibilidades ontosemiológicas de autorrepresentación,
lo único que falta es que el ser convertido en mano pudiera también
hablar: pero la doctrina del ser que deviene lenguaje se hará espe
rar hasta la metafísica del lógosde Filón de Alejandría y la del Evan
gelio de san Juan, de él dependiente.
La tele-manuabilidad y tele-oralidad del emisor sublime, que se
hace entender desde lejos, ya se reflejó perspicazmente en la onto-
teología filosófica en un momento temprano de la historia de la teo
ría. En ninguna parte se muestra esto más claro que en la famosa
comparación pseudo-aristotélica de Dios con el emperador persa,
que desde su palacio, oculto al mundo, se entera constantemente,
por medio de un sistema de signos y correos que abarca todo el im
perio, de todo lo que sucede en su ámbito de poder. Esta analogía
del gran rey ilustra expresivamente ese concepto de monarquía te-
lecrática a partir de un centro soberano, que tanto en la lógica mi-
617
sionaria del cristianismo primitivo como en la teología imperial
claudiajuliana, aunque sobre todo en la domiciana, se había con
vertido en el modelo de pensamiento y de acción de verdadera im
pronta política.
Para la lectura del siguiente passye del escrito pseudo-aristotéli-
co períkósmouserá de utilidad recordar la fecha probable de su com
posición: los años ochenta del siglo I d. C. , en los que se había lle
gado por primera vez a que el emperador regente, Domiciano, que
ocupó el poder del año 81 al 96, se hiciera tratar con el título de do-
minus et deus en el contexto de una autocracia subida de tono de la
corte frente al Senado y al pueblo. El autor anónimo del tratado
Sobre el mundo adopta esta fórmula en lugar prominente y supone
que era el tratamiento persa para el soberano. A su reflexión sobre
el estilo de soberanía del Dios superior al mundo, hace preceder la
consideración de que es imposible que éste pudiera ocuparse per
sonalmente de todo, sino que lo propio suyo -a semejanza de un
motor inmóvil- es poner en movimiento mediante un único signo
poderoso todo el aparato de dominio, por cuya actuación, final
mente, todo suceda, hasta en su menor detalle, tal como correspon
de a las intenciones de la sabiduría omnipenetrante del soberano.
Tampoco es propio de señores que dominan sobre seres humanos [. . . ]
tener que preocuparse de cualquier trabajo [. . . ], no, tiene que ser algo así
como se cuenta del gran rey. Para conseguir el máximo de dignidad y ma
jestad, la instalación y organización de la corte de Cambises, Jeijes y Darío
era suntuosa. Se cuenta de él mismo que reinaba en Susa o Ecbatana, invi
sible para todos, en un maravilloso palacio y recinto palaciego, reluciente
de oro, ámbar y marfil. Muchos portalones, uno tras otro, vestíbulos dis
tantes muchos estadios uno de otro, fortificados con puertas de bronce y
poderosas murallas. Fuera, en formación, estaban los hombres más nota
bles y distinguidos, en parte guardia personal y séquito del rey, en parte
guardas de las diferentes dependencias, los llamados porteros y escuchas,
para que el rey mismo, llamado dios y señor, todo lo vea y todo lo oiga [. . . ].
Todo el dominio de Asia, limitado por la parte oeste del imperio por el He-
lesponto, por el Indo al este, estaba repartido, según los pueblos, entre ge
nerales, gobernadores y reyes, los servidores del gran rey. De éstos depen
618
dían corredores, emisarios, mensajeros y observadores de signos de fuego.
Tan impresionante era la organización e instalaciones, sobre todo los pues
tos para señales de fuego, que se enviaban señales unos a otros en estafetas
desde las fronteras del imperio hasta Susa y Ecbatana, que el rey se entera
ba el mismo día de cualquier novedad que ocurriera en Asia [. . . ]. Así pues,
si era indigna la idea de que Jeijes se preocupara él mismo de todo, actua
ra él mismo, se encargara de la vigilancia y gobierno en todas partes, más
impropio aún sería todo esto de Dios (Sobreelmundo, capítulo 6, 398a-b).
En este modelo telecrático es definitiva la sublime acirugía del
señor: su obligación de abstenerse de cualquier intervención pro
pia. Este repercutir sin actuar suyo sólo es compatible con su sobe
ranía bajo la condición de que su ser y su voluntad de algún modo
confluyan consustancialmente en el sistema de representación y eje
cución, de modo que el soberano, sin moverse, como el motor aris
totélico, con una palabra apenas perceptible consiga inducir una
equilibrada e irresistible marcha correcta de las cosas. Es verdad que
aquí cada cosa sigue también su camino propio, como correspon
diendo a una entelequia inmanente o a una finalidad interior, pero
la coincidencia de todos los rumbos viene determinada al máximo
por un plan general premeditado por el intelecto regio.
El hecho de que este rey persa, romano-helenísticamente estili
zado, a causa de su sistema de correos y señales (que fue copiado
por Augusto celosamente) esté en condiciones no sólo de alcanzar
cualquier punto del imperio, sino de observar asimismo los sucesos
más lejanos de su imperio casi al mismo tiempo que ocurren, le
identifica como un pariente topológico de aquel «Dios omniscien
te» que ha proporcionado el molde lógico de la concepción especí
ficamente monoteísta de Dios303. El encama la cultura infocrática de
poder de una imperialidad madura que domina porque sabe, y que
sabe cómo conseguir saber de todo. El contexto delata que esa in-
focracia no es todavía realmente entendida por el autor, puesto que
hace del gran rey un motor inmóvil y un Dios casi-no-operante, an
ticipando el esquema Dieu régne mais il ne gouveme pas. Por eso, los
ejemplos plásticos del Pseudo-Aristóteles tienen más contenido ob
jetivo que sus comentarios reflexivos, pues en aquéllos la base tele
619
comunicativa del poder es transparente mientras que el comentario
anda a tientas en la niebla filosófico-originaria. El argumento no de
sarrolla un modelo explícito de emanación, pero, a cambio, el ca
rácter semiótico-telepático del modo de dominio representado está
tanto más claramente señalado. Estojustifica ante todo el símil ine
quívoco del trompetista situado en el mismo contexto:
Cuando el dirigente y creador [. . . ] hace un signo a cualquier criatura, to
das y cada una de ellas se mueven incesantemente en su derrotero y límites
[. . . ]. Este acontecimiento se asemeja [. . . ] plenamente a lo que sucede sobre
todo en tiempos de guerra, cuando la trompeta da la señal al ejército. En
tonces, todo el que escucha su llamada o bien coge su escudo o se pone la
coraza, el tercero se ciñe las espinilleras, el casco y el cinturón, allí uno em
brida su caballo, aquí otro sube a su carro de guerra y otro más divulga la
consigna [. . . ].
clichés del ingenuo europeo al que habría vencido lajungla y con
vertido en uno de aquellos monstruos que él mismo pretendía civi
lizar. En las diferentes estaciones comerciales corren rumores de sus
crímenes sin escrúpulos, de sus magias esclavizantes y sus libertina
jes orgiásticos. Cuando Kurtz es encontrado finalmente por el na
rrador, ya está marcado por una enfermedad mortal; en el lecho de
muerte pelea con algo horrible, que parece que le reveló su estan
cia en la selva; muere en medio de una amarga agonía susurrando:
The horror, the horror.
Si a primera vista parece que Kurtz se hubiera infectado en la
soledad del continente extranjero con una especie de fiebre afri
cana -con el desenfreno de estímulos precivilizatorios, que tam
bién están presentes en el ser civilizado-, una segunda mirada li
bera ideas de naturaleza completamente distinta sobre su
enfermedad. Lo que Kurtz experimenta en el escenario africano es
una fiebre europea y filosófica, pero no una dionisíaca, sino una
ontológico-fundamental. Su horror no proviene de la infectabili-
dad del educado, instruido, bien intencionado, por la ebriedad y
delirio que hacen saltar la envoltura civilizada, sino de la indefen
sión frente a la propia intuición de la absoluta falta de sentido de
lo fáctico. En el shock de la colisión con el nudo y simple hedió de
las cosas, el individuo caído de todas las esferas cobijantes descubre
que todo lo que él mismo encuentra y deja en este universo de pro
574
liferante multiplicidad no tiene la menor importancia y significa
do. Algo semejante pondrá de manifiesto Hermán Melville en su
novela MobyDick, al interpretar el color blanco como manifestación
del absurdo, de la falta de sentido, como el «todo-color sin color
del ateísmo»277. A la vista del inconmensurable absurdo verde, el
aventurero del Congo se siente vomitado por todas las envolturas y
abandonado a su inanidad. Descubre que el mundo, en el que in
merecidamente permanece, es el infierno mismo. El mundo no es
otra cosa que la indiferente máquina del devenir, que se mueve im
perturbablemente en sí misma, inaccesible a razón de ser y sentido
algunos.
Si el descubrimiento del puro y simple hecho del mundo pudo
sacar de sus casillas a un europeo solo y aislado, fue porque en el
exótico infierno de los hechos vio reflejada la realidad de su falta de
seguridad y cobijo. Es su sentimiento existencial de inmanencia pá
nica, que había traído consigo, lo que aflora en la soledad africana.
El aventurero descubre en lajungla la segunda antiesfera: el espa
cio depresivo en su máximo cósmico. Indignado, dirige fijamente su
mirada al Moloc originariamente dado de lo real, humillado y roto
a la vista del proceso de la vida que prosigue su rodada absoluta
mente indiferente. El mínimo antiesférico, la rotación del desespe
ranzado en el más íntimo círculo demoníaco del pensarse perdido,
y el máximo antiesférico, el verse rodeado de absoluta exterioridad
irreferente, se interpelan mutuamente como los dos polos necesa
rios de una ontología depresiva. Pertenecen uno a otro como el
punto aislado casual y todo su entorno casual. También lo gigantes
co de la antiesfera depresiva es experimentado por el desesperan
zado como un asedio del entorno. El aventurero moribundo se in
corpora por última vez y grita a lajungla: «¡Te arrancaré el corazón! »,
como si estuviera preso aún bajo el cielo del continente extraño en
una caverna palpitante.
Así pues, no es la percepción de la existencia en un espacio cir
cundante en cuanto tal, fáctícamente presente, lo que conmueve
al descubridor de la facticidad. Más bien, dado que el espacio cir
cundante devuelve al individuo su aislamiento cósmico, ya exis
tente, y le revela su ser-desde-siempre-en-el-infierno, su cogito ha
575
de llevarle al «Pienso que estoy en el infierno». Lo que parecía ser
lajungla se manifiesta como el espacio de la vivencia antiesférica:
alrededor y por todas partes el mundo sólido, fáctico, que se mue
ve sin sentido, percibido por la mirada panorámica del individuo
aislado.
Por eso, para quien se encuentra en él, el infierno de lo fáctico
ya no necesita ser ningún más allá; ya no tiene que ser imaginado
simbólica y visionariamente, como en el poema de Dante; no es nin
guna región al otro lado, que se pudiera alcanzar y atravesar me
diante un impulso anímico especial, sino que se encuentra siempre
ahí, como más acá absoluto, inevitablemente absurdo, sin sentido.
En él está prisionero el sujeto depresivo, como ser vivo sin acceso al
buen espacio compartido. Naturalmente, para Conrad también la
antigua diferencia entre infierno y purgatorio perdió todo signifi
cado. Lo que aportó la aventura africana al apocalipsis ontológico
fueron sólo los escenarios romántico-coloniales y la imagen de un
en-otra-parte, en el que las verdades horribles parecen más favora
bles a revelarse que en el felpudo europeo de 1900.
El descubrimiento de la nuda facticidad es un proceso que sólo
se puede entender a partir del movimiento más avanzado de en
tonces de relaciones europeas de producción de sentido: él señala
una fase de tránsito entre las conformaciones metafísicas de esferas
de la antigua Europa y las conformaciones posmetafísicas moder
nas. Pertenece a los comienzos del espumaje. Si en el régimen me-
tafísico el sentido sólo podía generarse mediante fundamentación
sobre el sentido originario, la necesidad y la providencia, la Moder
nidad pasó a generarlo mediante proyectos sobre el trasfondo de
no-sentido, azar y prognosis. Esta transformación sin par la experi
mentan los implicados como una crisis nihilista; sus derivaciones se
rán en adelante agudas; pues, aunque las principales naciones de la
nueva economía de sentido, no en último término a través de los
omnipresentes sedativos mediales de masas, se han acostumbrado a
un estado precario de cotidianidad posmetafísica, en las zonas de
transición y en las culturas de resistencia se anuncian convulsiones
dramáticas. En las culturas nucleares, posmetafísicamente correctas,
de Occidente se mantiene una cierta dieta de sentido (no tiene por
576
qué tratarse siempre de la historia de la salvación), mientras que las
marginales y reactivas se vuelven a atiborrar, o siguén atiborrándo
se, de dulces trascendentes.
Pero si la nuda factícidad descubierta pudiera ya adoptar, en
cuanto tal, el sentido de infierno, a éste se lo encontraría pronto, in
cluso sin exotismo colonial. El rudo héroe de Conrad en el Congo
siguió siendo europeo hasta en su agonía, dado que no era capaz de
pensar la nuda factícidad de lo existente en su totalidad sin sentirla
como el horror: se trata de un último héroe de la búsqueda de sen
tido, de un teólogo extraviado. Como si fuera por última vez, tribu
ta homenaje al genio metafísico de Europa, en tanto se convierte en
el exterior en un demonio que rechaza el infierno.
Apenas dos generaciones después, los autores del existencialis-
mo, con tono frío, asentarán la equivalencia de ser-en-el-mundo y
ser-en-el-infiemo como trasfondo de sus enseñanzas sobre la exis
tencia comprometida. Para ellos la meditación sobre el nudo he
cho del mundo se convierte en la llave maestra de un primer pen
sar, todavía inseguro e histerizado, sobre el exterior. Ciertamente,
antes de su opción pensamental, la máquina de la factícidad ya ha
bía girado algunas tums más, las guerras mundiales habían genera
lizado tanto el gris (Grau) como el horror (Granen). Que el ser hu
mano no está pensado por el todo fue una lección que pudo
aprender cualquier europeo en el engranaje del propio mecanis
mo civilizatorio. Los pensadores y narradores del viejo continente
ya no necesitaban colonias para llevar adelante sus sondeos en el
corazón de las tinieblas.
En la pieza teatral de Sartre de 1944, A puerta cerrada, la infemo-
logía contemporánea se había instalado en el sofocante salón estilo
second empire de un hotel cualquiera de provincia. Que el corazón falto de corazón de la factícidad no tenía que buscarse en escena rios exóticos, sino que penetraba todas las existencias locales en su determinación y finitud rebelde, era algo tan evidente ahora como el hecho de que el pensar en general y el pensar del exterior habían de convertirse en la misma cosa. Que el exterior es lo más próximo, más íntimo, lo propio y que todo interior sólo representa una con formación o pliegue del exterior: una de las vías fundamentales de
577
fn circuito impii ambulabunt, Salmos 12, 8.
la filosofía postexistencialista y posfenomenológica puede enten
derse como ejecución de este programa. Conduce el pensamiento
del exterior a su segunda ola, cuya tonalidad ha establecido Michel
Foucault278.
La estructura y el azar, la máquina y el acontecimiento, el hard
warey el código: estos motivos directrices se unen en el pensamien
to contemporáneo para enseñar a los seres humanos su posición
extática al borde de algo que los posibilita y se les escapa. Sólo los
jamás-equivocados y los no-expuestos-a-ningún-peligro siguen pro
tegiendo el secreto, aparentemente menospreciable, de cómo se in
muniza uno contra las devastaciones debidas a la nuda facticidad.
Conservan en tiempos de penuria el sentido de la necesidad de con
formación positiva de esferas en medio de la depresión y exteriori-
zación universal. Demasiado indolentes para la desesperanza, de
masiado anodinos para la filosofía, son los únicos que representan
578
aún el motivo del filosofar clásico: existir en un espacio autoprotec-
tor, con un pequeño excedente de participación en cosas que que
dan un tanto fuera de la privacidad nuclear. Quedan, hasta nuevo
aviso, los pequeñoburgueses de buena voluntad, que resultan útiles
tanto para la filosofía como para la vida profana, como retardado
res del fin.
579
Capítulo 7
Cómo a través del medio puro
el centro de las esferas actúa en la lejanía
Para una metafísica de la telecomunicación
Quien es enviado a la ciudad con una carta no tiene que ver con su con
tenido, sino sólo con su entrega; igual que el embajador enviado a una cor
te extranjera no es responsable del contenido de la misiva, sino sólo de su
despacho; exactamente igual un apóstol ha de ser ante todo, única y exclu
sivamente, fiel a su misión, que consiste en cumplir el encargo [. . . ].
No he de escuchar a san Pablo porque sea ingenioso o incomparablemen
te ingenioso, sino que he de inclinarme ante san Pablo porque tiene poder de
legado divino [. . . ], es propio del apóstol que tenga poder delegado por Dios
para dar órdenes tanto a la masa como al público.
S0ren Kierkegaard, Sobre la diferencia entre un genio y un apóstol279
Es soberano quien puede hacerse representar como si él estu
viera presente en su representante. Por eso las grandes esferas en
globantes -se conciban como imperios políticos o como espacios de
irradiación de la verdad según el modelo de ekklesia o academia- ne
cesitan desarrollar la posibilidad de representación. Representación
es el caso crítico y el caso normal de telecomunicación del poder.
Desde el punto de vista típicamente ideal, en la representación se
trata siempre de la subrogación del centro de poder en un punto
distante, como si el centro de las esferas poseyera la capacidad de
comunicarse a través de representantes o emisarios con cada punto
de su perímetro como en presencia real. En ese «comoen presencia
real» se expresa el privilegio del centro soberano de permanecercabe
sí280y, sin embargo, hacerse valer en tomo, en un lugar alejado so
bre uno de sus radios. Así pues, la posibilidad de representación de
pende completamente de ese «como». Que la representación tenga
lugar es algo que se decide ante la pregunta de si y cómo en el re
581
presentante se produce la presencia del principio soberano: y ha de
ser mediata e inmediatamente a la vez. Soberanía es inseparable de
su efecto a distancia.
Cuando se habla de presencia real en este tono y desde esta pers
pectiva se piensa en una doble relación. En principio, real por na
turaleza es una presencia sólo si el centro o la fuente de poder está
presente inmediatamente él mismo en el lugar de su acción. Cuan
do los reyes se instalan en las ciudades -una escena originaria de la
representación del poder antes de las residencias fijas- dan ocasión
a los pueblos de comprobar, con la boca abierta o con los puños ce
rrados, la presencia del poder, quizá incluso la cercanía de la salva
ción. Del faraón de los primeros tiempos se dice que tenía que apa
recer físicamente cada dos años en cada una de las 42 secciones del
Nilo, cada una de las cuales ocultaba un miembro del Osiris despe
dazado281. En su barco, acompañado por los grandes del imperio y
las divinidades de Horus, realizaba la procesión como epifanía ante
el pueblo. La procesión es el arquetipo del poder en viaje; en pro
cesiones no sólo se mueven los monarcas mismos, también sus imá
genes representativas son conducidas de modo festivo semejante.
Los romanos del tiempo del imperio, los indios y los católicos apor
taron el mayor fasto a tales procesiones de imágenes. Todavía en
1764, de niño, Goethe experimentó en Frankfurt in praesentia el bri
llo -aunque sus reflejos fueran irónicos- de una coronación real282.
Cuando el vencedor del ejército prusiano, Napoleón Bonaparte, en
el otoño de 1806se detuvo en las cercanías deJena, Hegel pudo con
ceptuar aquella presencia hablando del alma del mundo que se ha
bía dejado ver a caballo.
Pero, dado que a la esencia del centro dominante pertenece la
capacidad de actuar a distancia, como si él mismo estuviera allí, la fi
guración o la imagen del poderoso in absentia es la piedra de toque
de su presencia real. Creando signos mayestáticos de sí mismo, el
poder envía representaciones que están presentes en su lugar allí
donde él no está, sin que de ello se siga ninguna pérdida de solem
nidad. Precisamente donde no está es donde tiene que poder estar
como si estuviera plenamente allP83. Kierkegaard caracterizó esta re
lación con el concepto de plenipotencia, una expresión que bajo
582
Praesentia nocet, emblema del siglo XVII.
Cuerpos resplandecientes no han de acercarse
demasiado unos a otros.
una formajurídica articula un estado de cosas ontológico, o más bien uno ontosemiológico (porque nunca se trata sólo del puro ser -sea eso lo que sea-, sino siempre, también, de una alianza del ser con sus signos preferidos). La fórmula de la ontosemiología positiva di ce que cuando el ser es el remitente sigue estando presente en las misivas del representante. (Viceversa vale para la negativa: si no hay un remitente pleno no hay una presencia plena en el representante. )
Para la cultura cristiana el paradigma de un encuentro positivo entre ser y signo se encuentra en el ritual eucarístico, católicamen te interpretado: efectivamente, en ese ceremonial se considera in mediatamente real la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo ba
jo las formas del pan y el vino284. También para el concepto de icono verdadero o auténtico resulta constitutiva la relación privilegiada entre signo y ser presente. Ese modelo concierne, en general, a las comunicaciones oficiales de los reyes y a las manifestaciones de los dioses en forma de oráculos codificados, y, en gradación conve niente, también a los «guiños» del ser, de cuya legibilidad estaba convencido Martin Heidegger todavía en nuestro siglo. Finalmente, la religión moderna del arte enseña que en las obras del genio se manifiesta la plenitud del poder creador del mundo. Si, por regla general, los signos normales sólo designan algo ausente y es por ello, justamente, por lo que pueden representarlo, los signos emi nentes, de plenos poderes delegados, realmente representativos -digamos en adelante: los signos del ser- poseen no sólo el privile gio de representar el centro de poder irt absentia, sino también el de testimoniar e irradiar su presencia. Los signos del ser participan en el ser mismo; tienen, a su vez, el poder del ser en tanto representan y hacen presente a la vez el poder que les ha enviado.
Sólo gracias a esa participación real del signo pleno y del men sajero plenipotenciario, el centro de poder se revela, en el rebosan te depósito del ser-remitente, con capacidad de expansión y trans- portabilidad: sí, sólo por emisión de mensajeros y signos puede llegar a conseguir una conformación efectiva de espacio en unida des de gran formato. Cuando ser y signo constituyen una cantidad común, de lo que se trata es del poder del todo de estar ahí\ impo nente, en signos. Signos del ser son signos del poder, no sólo por-
584
Procesión de iconos en Athos,
Procesión faraónica con estandartes placentarios.
que mentan lo que representan, sino porque son lo que represen
tan; A real siga must not mean but be. Pero ¿cómo puede algo, que re
presenta, ser a la vez lo representado? ¿Es posible siquiera la pre
sencia de lo designado en el signo mismo?
El ejemplo de la misión apostólica en los primeros tiempos del
cristianismo permite reconocer cómo a esas preguntas, en un caso
de gran trascendencia, se les dio una respuesta incondicionalmente
afirmativa, aunque radicalmente problemática. Podría llegarse in
cluso a ver en el apóstol san Pablo, por cómo da relieve y resalta el
sentido, de un modo efectivo hasta hoy, el descubridor clásico del
principio de presencia real Por eso, la discusión sobre la posibilidad
de presencia real en obras de arte o escritos sagrados es, de acuer
do con su estructura profunda, una disputa en tomo a san Pablo.
El verdadero emisario sólo puede representar de modo patente
al señor soberano si, como portador de signos, participa a la vez de
la substancia del señor y la manifiesta en presencia real; exacta-
586
Imágenes de Lenin en el desfile
del 1de mayo en la Plaza Roja de Moscú, 1985.
mente en ese sentido Kierkegaard hace que el apóstol san Pablo di ga en un diálogo interior, fingido, con un escéptico:
Tienes que pensar que lo que digo me ha sido confiado por una reve
lación, de modo que el hablante es aquí Dios mismo o el SeñorJesucristo285.
La expresión «revelación» designa, pues, un estado de cosas que supone la referencia fundamental de todas las telecomunicaciones metafísicas: al confiarse el centro, lejano y discreto a la vez, de modo especial a su mensajero elegido, le habilita como mandatario suyo. En tanto tiene plenos poderes delegados, este representante ha de poder enlazar con los destinatarios de la misiva y hacerlos responsa bles de sus reacciones frente a ella, como si el centro divino estuvie ra presente aquí inmediatamente. Escuchar al mensajero ha de sig nificar lo mismo que escuchar al propio señor, y rechazar al mensajero ha de ser tan significativo como la decisión de rechazar al señor.
Así pues, en una primera lectura, la plenipotencia paulina sólo puede realizarse gracias a la carga de incondicionalidad que al men sajero le aporta su misiva; su praxis no consistirá en adelante sino en la transmisión clara y precisa de ésta a los destinatarios. Produce en el médium un estado que, antes de todo trabsyo o esfuerzo mediador, se manifiesta como presencia real del señor en el mensajero elegi do. Sólo gracias a esa supuesta presencia en él del remitente puede transmitir el mensajero el menssye, olvidándose de sí mismo y sin desfigurarlo, como si él fuera completamente diáfano y como si sus propios aditamentos o limitaciones no fueran traba alguna para el paso o curso de la misiva. Por tanto, de acuerdo con el modelo ide alizado, sólo cuando el mensajero es un médium claro puede la mi siva ir a través de él sin que haya por qué suponer, de su parte, un complemento esencial de sentido o una coautoría incluso; en cier to modo, el embajador ha de convertirse en un neutrum, como si fuera un mero canal; desde siempre la construcción de canales fue cosa de señores, y la limpieza de canales, la primera obligación de un sirviente (comenzando por la autolimpieza). En este contexto resulta imprescindible recordar la sumisión de María, paradigmáti-
588
Johann von Kalkar, Efusión
delEspíritu Santo, iglesia de San Nicolás
de Kalkar, siglo xvi, detalle.
ca para la idea católica de obediencia y mediación: el vientre de Ma
ría, se dice en los documentos correspondientes, fue un mero canal
por el que pasó el Dios-Hombre «como agua a través de un tubo»:
tanquam aqua per tubam.
La medialidad del medio no es diferenciable, pues, del altruismo
u olvido de sí que se le presume: que Moisés tenga una lengua pesa
da o que san Pablo componga la prosa más ingeniosa, ambas cosas
son igualmente insignificantes para la utilización de esas figuras en
la telecomunicación de Dios. Pues aunque Moisés fuera aún más tor
pe de lo que era en realidad, habría tenido igual que bzyar del mon
te la Ley en las dos tablas, escritas (incluso en la segunda redacción
traselaccesodeiradeMoisés)porelauténdcodedodeDios;ysisan
Pablo hubiera sido más elocuente de lo que era realmente, y pudie
ra rivalizar como pensador con Platón y como poeta con Shakespea
re, sus ingeniosos y poéticos complementos al Evangelio no habrían
tenido relevancia alguna para el cumplimiento de su mandato, pues,
aun como gran autor, no tendría más que decir que Cristo es el Hi
589
jo de Dios y que el camino de la salvación conduce a través de él.
Mientras se limite a llevar la misiva a sus destinatarios y a legiti
marse apelando a su encargo, el apóstol ejemplar no puede acre
centar la substancia de su mandato con ingredientes de sus talentos
personales ni oscurecerla por limitaciones idiosincrásicas. Pero el
hecho de que transmita la misiva y de que ésta llegue por mediación
suya a oídos de un círculo de escuchantes: ése es el acto creador de
historia por antonomasia, porque, considerado inmanentemente,
es él el que desencadena en los receptores el momento crítico de la
decisión religiosa.
Si se mira más de cerca, el puro ser-médium del apóstol no es en
absoluto, pues, un mero asunto de cartero o de enviado, como quie
ren hacer creer los ejemplos kierkegaardianos. Pues cuando el car
tero lleva a la ciudad un escrito o cuando el enviado a una corte
extranjera cumple una misión, es verdad que actúan con un poder
delegado específico, pero su mandato puede remitirse a un remi
tente realmente existente, localizable y, por hablar filosóficamente,
finito, que, por lo que a él respecta, tiene la plena libertad de revo
car su orden; en circunstancias especiales tal remitente podría tam
bién tomar la decisión de satisfacer su interés en realizar él mismo,
en persona, un acto comunicativo determinado. En caso de necesi
dad, el remitente puede explicar él mismo su misiva postal al recep
tor, reconvirtiendo en oral el asunto escrito286. Un rey real sería libre
de aparecer en persona en una corte extranjera y, en confrontación
directa de majestad a majestad, hacer superfluo al intermediario.
El mandato del apóstol, por el contrario, no puede revisarse por
una vuelta a lo inmediato; el cielo -si lo hizo alguna vez antes- ya no
remite envíos personales tras la ascensión a él del menszyero; la vi
sita estatal del superior al inferior ha devenido histórica y quedará
ya como algo irrepetible para todos los tiempos. (Algo análogo vale
del vacío profetológico a través del cual, directamente al dictado, se
manifestó Alá, o más bien su portavoz Gabriel, a un escribiente hu
mano, un analfabeto de nombre Mahoma, y que se cerró para
siempre tras este suceso inolvidable287. )
En otras palabras, en el caso del apostolado se trata de un asun
to trascendente de mensajería, que nunca puede solventarse del to-
590
Ilustración de las Theosophische Wercke,
Amsterdam 1682, de Jacob Bóhme.
do en analogías con telecomunicaciones inmanentes. Dado que la
misiva, enviada de más allá, recibida aquí, es singular y paradójica,
el mensajero también se coloca en una situación paradójica singu
lar. El mensajero apostólico se convierte para las comunicaciones de
Dios en un agens insustituible, porque el Dios remitente, si ese men
sajero sufriera un accidente, no podría ya presentarse en el mundo
en propia presencia real para concluir su asunto. Esto se aplica ya al
único mediador por naturaleza, el Dios-Hombre mismo, pero tam
bién a su primera selección apostólica, de Pedro y Pablo sobre todo.
El encuentro en la cumbre entre el más allá y el más acá se desa
rrolla ahora y para siempre al nivel de representantes. Post Christum
resurrectum el remitente se puso en manos totalmente del proceso
evangélico y desde su retirada de la carne se convirtió plenamente
en ser noticiable (predicación), plenamente en sociedad mediática
(iglesia), plenamente en procesamiento informativo (teología). Por
ello, las dos magnitudes subordinadas a la predicación, iglesia y teo
logía, dependen completamente de la plenipotencia apostólica y,
por circunstancias comprensibles, no pueden estar fundadas más
sólidamente que ésta.
Pero ¿se puede fundamentar siquiera suficientemente una dele
gación de poderes como la apostólica, en el sentido, al menos, en
que el juego conceptual de «fundamentar» se entiende normal
mente? Por lo que respecta a la certificación de la plenipotencia, és
ta, según su estructura interna, sólo puede sostenerse autofundante
o circularmente, e incluso su impresionante éxito histórico, como
documento justificativo de su verdad, sólo entra en consideración
indicativa, pero no decisivamente. El único criterio que identifica al
apóstol como apóstol es la circunstancia de que él mismo lo dice: de
lo que se sigue que el riesgo de creer al mensajero sigue siendo
siempre incompartible y no aminorable por nada. Considerado des
de el punto de vista de la teoría de la verdad, no es verdad que mi
les de millones de cristianos no pudieran estar equivocados. Aunque
fueran aún más numerosos, muy bien podría tratarse nada más que
de un colectivo que ha organizado con éxito su ilusión o autoenga-
ño; todos juntos podrían haber hecho demasiado caso a un com
plejo de testimonios mal entendidos. Todos ellos no poseen más
592
que el testimonio del apóstol, mientras que el apóstol, a su vez, no
puede hacer otra cosa que repetir siempre que dice lo que le ha si
do encargado, y que le ha sido encargado decir eso. En ese círculo
tiene que moverse, y ese círculo es el que le hace fuerte. En un
círculo análogo estaba ya presa la existencia del Mesías mismo -lle
gado según declaración propia-, pues a la pregunta de cómo re
frendar su calidad de mesías nunca podía contestarse otra cosa,
igualmente, que: «El mismo lo dice», o: «Lo soy».
En el caso del apóstol, que se presenta como mandatario, si se
piensa en esa frase concluyente: «El mismo lo dice», uno se topa
con una situación todavía mucho más enredada, ya que el apóstol
no habla en propio nombre, sino que ejecuta el encargo de otro. Lo
que él mismo dice es que es el enviado de uno que a su vez dijo
que era el prometido. No habla por sí mismo, sino pore1otro y, más
bien, desde él. Aquí aparece ahora la diferencia que decide sobre el
estatuto de tales discursos: no es, en definitiva, el apóstol mismo
quien habla, sino otro quien habla, «como en presencia real», a tra
vés de él. Por eso, decir que él habla de otro y por otro no basta pa
ra caracterizar lo peculiar de la posición de habla apostólica. Si só
lo hablara por el remitente no sería más que un transmisor normal
de signos, un porte-parole, como un portavoz de gobierno o un jefe
de prensa de una gran empresa, y sólo se vería en él un agente o una
laringe alquilada. Nunca podría reclamar él mismo plenos poderes
para el asunto de su misiva. Como empleado de una instancia que
compra discursos, no sería un signo del ser, un portador poderha
biente de la verdad ausente-presente, sino sólo el representante de
un poder que, a su vez, sólo representa a otro poder, como un por
tavoz de una multinacional representa a una dirección de empresa,
que representa a un consejo de administración, que representa a los
accionistas, que representan su codicia o su perfecto derecho a una
prima por su inversión.
Por lo tanto: el discurso apostólico sólo puede hacerse valer por
una forma nueva, específicamente cristiana, de médium*smo. El gi
ro mediumnista supone, en suma, que el apóstol, en un cambio on-
tológico de sujeto, intercambia también su propia voz con la voz del
otro. De esto se dio cuenta Kierkegaard cuando hace decir a su san
593
Pablo que «Dios mismo. . . es el hablante». El san Pablo real propor
cionó en un famoso pasaje de su epístola a los gálatas (2, 20) la fór
mula para ese cambio de sujeto: «Y no vivo yo, sino Cristo vive en
mí». En el magníficamente falseado discurso de Jesús a sus apósto
les al enviarlos por el mundo, tal como aparece en el evangelio de
san Mateo, se presenta retrospectivamente esta estructura medium-
nista como una concepción apostólica planificada desde el princi
pio, pues allí pronostica el Mesías, al enviar a los doce, sus apuros
venideros ante tribunales judíos o romanos:
Se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los
que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Ma
teo 10, 19-20).
En el texto de san Mateo también se remite la fecha de la pro
blemática exhortación al martirio al propio Jesús, remitente-en-
viante, que, sin falsas reservas, parece planificar la estrategia de pu-
blic-relations de una secta de suicidas.
El fundamento de posibilidad de la apostolicidad reside, pues,
claramente en una relación mediumnista, en la que el agente apos
tólico se inserta en la subjetividad del emisor como si fuera su bo
quilla, por formularlo anacrónicamente, su sound-track, su caja de
resonancia. «Y no vivo yo, sino Cristo vive en mí», «el Espíritu de
vuestro Padre es el que habla en vosotros»: la piadosa historia de la
recepción de estas palabras fantasmales ha contribuido lo suyo a re
ducir el carácter excéntrico de estos modelos de discurso a una ex
presión de sumisión, de modo que la pregunta por la compartición
del sujeto no pudo plantearse en serio con respecto a la relación
apóstoles-mesías. Si tenemos razón con nuestro análisis fundamen
tal, según el cual toda historia es historia de relaciones o circuns
tancias de animación, y si relaciones de animación representan
arrangenients del reparto de subjetividad, entonces está fundamenta
do el supuesto de que con ese acuerdo evangélico entre subjetivi
dad mesiánica y apostólica ha quedado de manifiesto un nuevo sta-
tu quo de la animación en las grandes culturas.
Durante toda una era ese nuevo arrangement entre mensajeros
594
-podría decirse: el contrato apostólico- marcó los estándares de
conformaciones intensas de yo en el ámbito cristiano de apostolado.
A la vista de los testimonios presentados es evidente que de lo que
se trata aquí es de una forma monoteísta de mediumnismo. Si al
guien ha escuchado vociferar alguna vez a un predicador america
no de los estados del sur, sabe hasta dónde llega todavía en nuestra
época el desenfreno pneumático. No obstante, la creencia en el
Dios único y en Cristo se había fundado ella misma en confronta
ción polémica con las formas más antiguas de mediumnismo, con el
entusiasmo de los poetas, las prácticas de trance de las religiones ex
táticas arcaicas y las hermenéuticas oraculares del politeísmo. Si los
primeros teólogos cristianos, Justino, Tatiano y Teófilo de Antio-
quía, evocan preferentemente la monarquía de Dios, es sobre todo
porque la ventaja de ser cristiano como mejor se podía explicar pa
ra ellos era en contraposición a la desventaja de los delirios paga
nos. El servicio al Uno se entiende como garantía de la emancipa
ción del alma de su ocupación por demonios locales, dicho más
modernamente: por impulsos parciales subpersonales. Erik Peter-
son ha repetido sin descanso afirmativamente esta concepción des
de la perspectiva del siglo XX: «La doctrina de la monarquía de Dios
es un signo de sensatez de espíritu; la proclama politeísta, al con
trario, la expresión de una “posesión” del alma del poeta. En el en
tusiasmo poético se expresa un pluralismo metafíisico que tiene, en
definitiva, un origen demoníaco»2**.
Resistiéndose a estas vigorosas palabras, la oposición rehúsa ha
blar de sensatez versus posesión cuando se trata de determinar el ca
rácter dinámico del cambio apostólico de sujeto. Pues la apostolici-
dad se presenta a sí misma, en sus enunciados clave, como una forma
de obsesión especialmente atractiva y escogida, cuya peculiaridad
consiste en que la total penetración por el único Señor no puede
ser reflejada (o sólo muy tarde y suplementariamente2*9) precisa
mente como posesión heterónoma y enajenada: se presenta, más
bien, negativamente, como liberación de demonios subalternos; po
sitivamente, como oportunidad de cooperación en el proyecto del
monarca del ser. (Ysólo cuando los carismas se vuelven demasiado
ruidosos y los pneumáticos saltan demasiado indiscretamente al
595
proscenio resulta evidente que en su estructura profunda el mono teísmo es vudú del logos. Sus fieles y sostenes son individuos en tran ce sin trance: es decir, lo que en el humanismo se llaman persona lidades. «El Espíritu de vuestro Padre [to pnéuma tou patrós, Spiritus Patris] es el que habla en vosotros. » Es curioso que hasta hoy a los teólogos les haya chocado tan poco esta frase, y ello se debe a que en la institución más importante de la cultura intelectual de la vieja Europa, la universidad, venció el Homo académicas sobre el Homo apostólicas, también los teólogos son, desde hace mucho tiempo, más teóricos que anunciadores o pregoneros, y los pocos que no lo son llaman incluso la atención desde sus cátedras de dogmática co mo lo que Max Weber llamó «profetas de cátedra». El academicis mo es la instancia más efectiva de contención de las manías, y no en último término en las facultades de teología. Pero la dinámica psi- comonoteísta, la obsesión por el Uno necesario, sigue siendo pode rosa aún después de tales sujeciones y refrenamientos. Incluso la po sesión, el estar poseído, por lo mediano, por el término medio, posesión que funda el individualismo, pertenece inequívocamente a ese orden, puesto que cuando vosotros habláis por vosotros mis mos es el sensus communis el que habla en vosotros. Hasta en las teo rías contemporáneas de la situación ideal de comunicación y de la justicia como faimess intervienen derivaciones del modelo mono teísta de comunicación: sin vudú-minimal posmonoteísta, ninguna comunicación que produzca verdad. )
El Dios del apóstol es, pues, soberano porque se deja represen tar por él como si estuviera presente inmediatamente en él y habla ra a través de él. El apóstol, por su parte, participa de esa soberanía porque él, un elegido y señalado por Dios, ha hipotecado comple tamente la unidad de su existencia a la unidad y unicidad de su emi sor. En el apóstol la soberanía del Señor se convierte en la obsesión del mensajero, pero ésta se presenta con éxito como la forma más elevada posible de identidad desobsesionada del yo y como auto- captación desde el fundamento del ser razonablemente persona.
Resulta natural colocar en paralelo esta coincidencia, funda mental en estructuras de personalidad en el monoteísmo, entre au-
596
toposesión y posesión por otro con la diferencia, debida al derecho romano, entre posesión y propiedad, pues también un individuo que se posee a sí mismo y posee su vida defado puede muy bien ser propiedad de otro: esto lo muestra el antiguo sistema de esclavos, así como la postura cristiana frente al Dios al que no por casualidad se le invoca hasta en tiempos modernos con los títulos litúrgicos de Kyriey Domine. Por eso en el código deJustiniano se puede inculpar al esclavo huido de un delito de autorrobo, furíum sui, es decir: me diante la huida de la esclavitud el mero poseedor de sí mismo que ría elevarse injustamente a la categoría de propietario de sí mismo (lo que, como es sabido, sólo consiguieron los proletarios de la tem prana edad moderna)290. Del mismo modo, los no creyentes pueden considerarse delincuentes que se han robado a Dios, a su creador y propietario. En el código de Justiniano podían comprobar que el producto humano de robo no puede ser posesión de nadie, tampo co del propio ladrón, y siempre puede ser reclamado por el verda dero propietario291. Considerada bajo esta óptica, también la rebe lión de Satán cumple los requisitos fácticos del autorrobo, dado que se hurtó al Dador del ser huyendo y llevando consigo un bien de otro.
Estas circunstancias son las más favorables para la situación del apóstol cristiano, que pertenece a su Dios pero que puede esperar en el más allá ser copropietario de sí mismo: en ese condominio que la tradición llama paraíso. Menos favorable es la situación de servicio militar obligatorio de los mozos en la era del Estado Nacional bur gués, que -como auténtico Leviatán- en caso de guerra hace valer sus derechos como propietario de sus 'idas y puede exigirles morir por la patria, como si se tratara del auténtico dador de vida, que pue de reclamar lo que había prestado; de lo que se puede deducir, a propósito, una persistencia latente de las más toscas relaciones de posesión en el centro de la Modernidad política292.
Así pues, la misiva del mensajero apostólico transmite, a la vez, dos impulsos potencialmente muy infecciosos: habla, por una parte, del hecho de que por el reconocimiento del nuevo Señor único éste te va a liberar de antiguas servidumbres; manifiesta, por otra, la re comendación de entrar en el círculo constantemente creciente de
597
los mensajeros poseídos por ella y a su favor. El mensajero tiene éxi
to sólo cuando consigue convocar y motivar a mensajeros de segun
do grado, cosa que sucede cuando convence al receptor de la misi
va de la ventaja de convertirse él mismo en transmisor de ella. El hoy
llamado efecto-red ya fue ejercitado por las comunicaciones ecle-
siógenas más tempranas. Sin estas infecciones no podría surgir de
un mero proceso de información un mundo en el mundo; sin el
efecto-bola-de-nieve apostólico no se llevaría a cabo un imperio en
el imperio, ninguna iglesia operante en todo el ámbito imperial,
ninguna Cristosfera293organizada, ningún gran interior animado,
en el que los privilegiados de ese imperio de la participación -según
la insuperable formulación paulino-luterana del proprium de la exis
tencia esférica- «tejen, viven y son».
Sobre el trasfondo de estas consideraciones puede darse ahora
una definición esferológica de la apostolicidad: la actuación apos
tólica es una praxis esferopoiética que contribuye a la construcción
de la macrosfera monoteísta: la Cristosfera o Eclesiosfera con todas
sus subdivisiones en episcopados y parroquias (distritos de asper
sión de agua bendita)294. Por ello, para el efecto-apóstol es constitu
tiva una anticipación del estado final macrosférico integrado. Para
que aparezca éste se necesita un lanzarse hacia delante convencido,
camino del presunto resultado final de la evangelización, a saber, la
expansión de la misiva en todo el orbe terrestre habitado por seres
humanos. El apóstol anticipa con toda prisa el regnum o imperium
Christi, para él ya actual, para el resto del mundo todavía oculto. En
virtud de ello funciona como el heraldo de un emperador, de cuyo
acceso al poder la mayoría no ha oído todavía nada, y cuyo imperio,
no obstante, junto con la nueva de él, está al llegar. La gravedad y
embriaguez de su misión residen para el apóstol en que, como un
mensajero del futuro, abre brecha en el mundo aún no informado,
como representante plenipotenciario de una majestad oculta, de la
que hasta entonces sólo se habla en su propia misiva.
La misión del apóstol implica, pues, como toda telecomunica
ción al principio, un monopolio o, al menos, un derecho de repre
sentación única. Quien desea entrar por primera vez en una mo-
nosfera creada evangélicamente tiene que abonarse a las noticias
598
directamente en el distribuidor apostólico; quien, por el contrario,
no sabe aún nada de la nueva majestad, tendrá alguna noticia pron
to o tarde de ella a través de la agresiva propaganda de sus mensaje
ros. La Iglesia misionera temprana produce un torbellino esferopoié-
tico que anticipa con brío sus éxitos venideros. (Por el contrario, la
Iglesia posterior a la Ilustración es una que resulta hábil, sobre to
do, en la dilación del balance de sus fracasos. )
La característica determinante de la misión paulina es su muy
comentado giro desde el enclave judío hacia los pueblos del arbis
terrarurm un gesto expansivo que sólo puede comprenderse a la luz
de un análisis macrosferológico relativo a la forma del mundo. San
Pablo, como cabeza política de la comunidad cristiana temprana y
como estrategajefe de esa disidente teocracia telecomunicativa que
se desmembró del judaismo, comprendió antes que nadie que era
inmanente al evangelio cristiano un concepto propio de mundo, di
cho filosóficamente: un horizonte ontológico, y que la validez obje
tiva del mensaje dependía de su expansión fáctica universal o de lo
que fuera válido para ella.
La razón de ello estaba en la circunstancia de que la verdad que
había encamado Jesús no era un teorema como, por ejemplo, la hi
pótesis heliocéntrica de Aristarco de Samos, contra cuyo valor de
verdad no atentó el hecho de que durante dos mil años no encon
trara prácticamente partidario alguno.
La verdad de Jesús, por el
contrario, implicaba, a la vez, una figura macrosférica de alianza y
una oferta de relación de intimidad esférica. Relaciones, alianzas,
compromisos matrimoniales, no pueden exponerse como hipótesis,
sino que han de actualizarse enjuicio sumarísimo, por decirlo así,
si quieren ser «verdaderos». Ontológicamente la verdad cristiana te
níala estructura deuna verdad universal y,precisamente por ello,
de una verdad imperial, y de ahí que, para ser válida, tuviera que ha
cerse presente actualmente en todo el ámbito del imperio. En ese
sentido era realmente una noticia, pues las noticias tienen su mo
mento de verdad en la actualidad de la emisión y en el efecto que
causen en el receptor. Si el acontecimiento Cristo no había de que
dar como un asunto intemo a losjudíos, que se diluyera en una pe
queña guerra entre partidarios y negadores del Mesías en tomo a
599
las sinagogas de Palestina y de las ciudades del imperio, tenía que
demostrarse en el centro del mundo la virtualidad universal de los
discursos sobre ese Señor venido de la periferia. Con la misión pau
lina se pone de manifiesto el anhelo expansivo de un cristianismo
realmente existente, y con él, el problema de un sistema eficiente,
universal, de propaganda.
De la inquietud y empeño del apóstol por tareas especiales y de
su propósito de llegar en persona, a ser posible, a todas partes,
puede deducirse la pretensión de universalidad que tiene para el
anuncio de su buena nueva. Los «pueblos» a los que se apresura a
ir san Pablo -parece que recorrió más de 10. 000 kilómetros en sus
viajes misioneros- representan el «cosmos» ontológico-político,
realmente instruido, en el que se concretizan la quintaesencia de
la idea helenística de ecúmene y la quintaesencia del círculo uni
versal romano-augustal que se acababa de establecer. Si, frente a
todos esos hechos imperiales consumados, no hubiera un ámbito
imperial de predicación de la misma amplitud, en el que se escu
chara el otro evangelion, no habría entonces ningún señor que pu
diera dirigir este segundo imperio reconocidamente, y, a falta de
un auténtico señor, tampoco habría ningún comisionado que pu
diera hacerse presente in nomine domini en todos los puntos estra
tégicamente importantes tanto del centro como de la periferia.
Así, el impulso apostólico actúa como una batería de sentido que
se carga a sí misma.
También las dos palabras fundamentales de la nueva telecomu
nicación apostólica, ekklesia y evangelion, son modelos o patrones que
imitan la acción imperial a distancia, dado que la ekklesia -que lue
go se convirtió en la Iglesia- no significaba en principio otra cosa
que la reunión de los oyentes que eran «convocados» por la llegada
de un heraldo imperial para la recepción de un bando. Por lo que
respecta a la noticia misma del emperador, a veces era considerada
y apreciada directamente como buena noticia o como comunica
do dichoso, por ejemplo cuando lo que se anunciaba era una victo
ria o una feliz descendencia, y en esos casos se llamaba «evangélica».
La red apostólica paralela pudo orientarse de acuerdo con estas
600
normas hasta que fue capaz de convertirse ella misma en directriz del mercado en el campo de las buenas nuevas295.
En la afirmación de Jesús de que el reino de Dios estaba presente entre losjudíos, san Pablo vio la oportunidad de ir avanzando desde el enclave judío hasta el interior del cosmos político de Roma. Con ello liquidó, a la ofensiva, el latente complejo imperial del judaismo: salió de la provincia mesiánica para reclamar para un señor de pro cedenciajudía, por fin, un imperio real propio: uno, por cierto, en el que, como se vería más tarde, la identidad de imperialidad y co municaciones se elaboraría más intensamente de lo que se hizo en el imperio de los romanos, de los persas o de los seleúcidas. Un día no tan lejano este segundo imperio se dará su constitución específica co mo Iglesia: cosa que para san Pablo estaba realmente más allá del ho rizonte actual de lo pensable y deseable, dado que, como es sabido, él contaba con un plazo muy corto hasta la reaparición de Cristo.
Prescindiendo de su precipitación, la pretensión de universali dad de san Pablo incluye también una demanda de imperialidad in tegral. Como tal, bajo las circunstancias dadas, sólo puede explicar se teniendo en cuenta el cosmograma político del Imperium romanum. No fue casual que san Pablo se imaginara -aunque no lo realizara así, consecuentemente- su itinerario misionero como una especie de periplo, de viaje circular en tomo al mundo entero habitado por seres humanos y dominado por los romanos: la ecúmene medite rránea. Aunque sus viajes tácticos fueran más bien desasosegados trayectos lineales de un lado para otro, en su imaginario, y en el de sus sucesores, se les asigna la importancia de vueltas al mundo. (Por motivos desconocidos ignoró el trozo de arco norteafricano del círculo terrestre. ) Hasta cierto punto, pues, la historia apostólica paulina es también una periégesis cristiana: un recorrido en tomo a lo digno de verse según el esquema de la descripción antigua de periplos o viajes circulares; es, a la vez, una expedición como la de Alejandro, pero cristiana. Por eso la preeminencia típico-turística del lugar cede completamente ante la consideración típico-misio- nera de las posibilidades de prédica: el apóstol no está de camino para hacer experiencias y fotos, sino para someter todos los lugares a su programa: viaja, por decirlo así, en su propia caravana y sólo ve
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el entorno a través del color de los cristales de su convicción. Fuera
no tiene nada que buscar, a no ser la oportunidad de anunciar su
nueva. Esto lleva al concepto de mundo del ontólogo en toumée. el
mundo es para él el compendio de ocasiones para salidas a escena
propagandísticas. En el lugar citado -hacia el final de la carta a los
romanos-, san Pablo expresa la afirmación de que «ha cumplido
plenamente, en círculo», su misión (griego: kyklo, latín: per circuí-
tum) (Romanos 15, 19): una tesis atrevida que dio ocasión a los his
toriadores de la Iglesia a preguntarse si san Pablo, cuando escribió
esto, ya había realizado el viaje «que falta» al más extremo Oeste, a
la España romana; en el contexto dado hay que leerla como índice
del esquema básico geopolítico, sí, ontológico-esferológico, de los
movimientos paulinos.
Efectivamente, como se ha dicho, la demanda de espacio del
apóstol para la misiva al mundo entero tuvo que seguir, mal que
bien, «en círculo» los contornos de la ecúmene romana. En el ejer
cicio de esa misión san Pablo tenía razón en apoyarse no sólo en su
derecho de ciudadanía romano (civis romanus sum), sino también en
su comprensión, tan adecuada como subversiva, del imperium, pues
para él, el querigmático estratega, estaba claro bajo cualquier cir
cunstancia que imperium, como concepto, significaba en primera lí
nea mando y, con ello, plenipotencia, y que el imperio, como espa
cio político, no era otra cosa que un sistema de distribución de
órdenes romanas y un catálogo de direcciones de gentes con obli
gación de obedecer. De sí mismo sabía el apóstol que era el repar
tidor de órdenes provenientes del absoluto: así pues, que él, all
things considered, estaba de camino en el ámbito de poder del otro
emperador como un delegado o vicario imperial o como un gene
ral de derecho propio. De ahí se siguen con necesidad todos los
conflictos debidos a la coexistencia antagónica de un imperio con
otro: protoescenas del dualismo Iglesia-Estado de la antigua Euro
pa. Si el apóstol quería hacer uso coherente de sus plenos poderes
delegados, es decir de su imperium evangélico, tenía que presentar
se como representante del Señor escatológico y cuidarse de que la
entrega fáctica del evangelio quedara archivada en actas como ac
ción llevada a cabo con fuerza legal.
602
No en vano las acta apostolorum se convierten en el género litera rio normativamente más importante de los primeros siglos cristia nos: son la literatura eclesiógena por antonomasia. Por su causa la Iglesia entera se llamaba apostólica: con esa palabra enarboló pron to su estandarte telecomunicativo. Nunca puede tomarse suficien temente en serio ese adjetivo: la demanda cristiano-macrosférica de espacio sólo era realizable concretamente como imperio apostólico, narrativa apostólica, red apostólica. Como es sabido, las actas de los apóstoles no repiten la misiva misma, sino que archivan dónde y con qué éxito ésta fue anunciada y cómo les fue en ello a los portadores de la misiva. Por eso, la historia de los apóstoles, más aún que la his toria de los mártires (por no hablar de la posterior historia de los santos), es el género central de los discursos cristianos del imperio escatológico paralelo, alias Iglesia, precisamente porque registra la historia de los repartos de la misiva: la historia de la Iglesia trata de la rutinización de un correo de gracia. Para esas actas el punto de vista de los plenos poderes delegados desempeña el papel rector, porque las prédicas del apóstol equivalían a acciones salvíficas vin culantes, oficiales, dirigidas a los pueblos respectivos, de modo que toda nota de acta sobre un hecho de un apóstol presenta una noti cia sobre la entrega de un documento a un receptor misionado.
Así como el Imperio o el Estado moderno, en lo que se refiere a sus transmisiones de órdenes entre señores y vasallos (o entre insti tuciones públicas y ciudadanos), aseguran postalmente la absoluta accesibilidad del receptor a noticias de los señores o de las autori dades administrativas (de modo que, por ejemplo, un mozo no pue da no recibir la orden de enrolamiento), también el apóstol tiene que amarrar a sus oyentes para siempre y hacerlos responsables pa ra la eternidad de su respuesta al mensaje escuchado; el anuncio de esta responsabilidad sigue siendo -hasta la intervención de la Ilus tración contra el régimen eclesiástico de miedo- el acto de habla de última instancia del apostolado y de la psicagogía eclesial. El men saje cristiano llega siempre como carta certificada, y el haberlo acep tado, aunque sólo fuera distraídamente y con reservas, significa lo mismo que la firma del receptor en un recibo de entrega.
No en último término es esto lo que piensa Kierkegaard cuando
603
atribuye al apóstol la plenipotencia de dar órdenes tanto a la masa «como al público». Se entiende por qué esa tesis contiene un sim pático y travieso anacronismo, ya que Kierkegaard sabía mejor que nadie lo que es un público moderno: a saber, el prototipo de gente privada cuyo comportamiento al hojear los libros viene marcado por un desahogo estético y que no admitiría en su vida órdenes de un autor, por mucho que adoptara la actitud de un comisionado plenipotenciario escatológico o de un médium arrebatadamente ar tista. El autor moderno es per se un espíquer sin plenipotencia. La incapacidad o falta de gana para dar órdenes distingue al escritor en el mercado de libros del apóstol en la comunidad, sobre todo al autor llamado genial, que con la generosidad de la inteligencia in vita a los lectores a mundos creados por él. «¿Quién, lector indeter minable, sino el héroe de una historia os ha hecho alguna vez una propuesta en la vida? » (Peter Handke). Él no demanda fe o adhe sión especial alguna, se contenta con que se le cite. Y precisamente en esa interacción relativamente libre de poder, hospitalaria en cier ta medida, entre escritores extraordinarios y no tan del todo ex traordinarios lectores, busca la sociedad moderna su libertad como balance entre obligaciones y exoneración de obligaciones.
Cuando el lector recibe novelas o poemas sucede en la certeza de que esos «textos» no son órdenes de presentarse a filas ni por el lado del Estado ni por el lado de la verdad, y que los libros no obli gan a tomar ninguna decisión escatológica. Por eso los libros, por regla general, son comprables y su comprador puede considerarse, al menos dentro de los límites de la protección del derecho de au tor, como su poseedor y usuario. ¿No es el lector per se el ser huma no que está contento de seguir adelante sin decisión alguna? Se siente libre en la medida que comprende que alguien que parece dar órdenes la mayoría de las veces sólo es alguien que aporta citas. Y realmente, ¿es libertad algo diferente a la comprensión de la di ferencia entre una orden y una cita?
Por lo que respecta a Kierkegaard, un semiapóstol melancólico reducido por sí mismo a mero autor (porque siente que puede ci tar a Cristo, pero que no puede dar órdenes en su nombre), se burla
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de la ilusión del público de poderjuzgar todo con despreocupación estética, en privacidad libérrima, sin poder alguno: también lo ab soluto y su comunicación paradójica. Pero nunca llegó tan lejos co mo para decir que la moderna alfabetización de masas representa sólo una treta del poder, que con la capacidad de leer endosa a la vez a las poblaciones de los Estados nacionales burgueses la obliga ción de la lectura de las órdenes de sus señores ocultos o manifies tos; con lo cual, para ser más exactos, sólo el soberano manifiesto aparece ordenando, mientras que el oculto, por el contrario, guar da su incógnito apostando por la seducción. Que la Modernidad só lo ha conseguido defado un cambio de estructura de la posesión ob sesiva por algo o alguien: esa idea la entendió bien el siglo XX, que hubo de hacer sus propias, absolutamente propias, experiencias con el totalitarismo de las telecomunicaciones en liza. Sólo sobre ese trasfondo pudo aparecer una teoría general de los medios296.
Que el espacio global de anuncio y proclamación del mensaje cristiano fuera concebido efectivamente como imitación escatológi- ca de la esfera imperial del mundo y de la presencia romana del po der en el «orbe terrestre» mediterráneo lo demuestra prácticamen te toda la temprana literatura cristiana desde el Apocalipsis de san
Juan hasta la doctrina agustiniana de La ciudad de Dios. El sistema in formativo de Dios copia y se sobrepone por doquier al sistema me diático del poder universal dominante. No sólo coutilizaron los apóstoles los medios y canales romanos: sus famosos pies ligeros se guramente no habrían avanzado con tanto éxito sin las calzadas ro manas, las «líneas estructurales del poder»297, y sin la traducción del arameo a las dos lenguas universales, latín y griego, el mensaje de un cierto Ungido procedente del Este no habría llegado jamás al mundo relevante, al Oeste mediterráneo.
La telecomunicación católica comienza con las traducciones y el paso de Asia hacia Europa. Los autores tempranos, Cipriano, Lac- tancio, Amobio, Augustio, Aponio y muchos otros, no vacilaron en adscribir a Cristo el título de imperator;que en el contexto de la his toria cristiana de la militancia hay que traducir más bien como «ge neral» y en el de manifestaciones o pruebas de majestad, como «em
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perador»298. El título romano de emperador no es una simple ex presión política de rango, sino, a la vez, una categoría teológica, sí, incluso ontológica, ya que no se refiere a otra cosa que al centro re gente de la cosmosfera imperial. En el discurso de las teologías de casa y Estado de la época imperial, el imperator es el centro de irra diación de la potestas misma en su extensión universal, conformado- ra de gran mundo, y con ello, en uno, la representación teofánica en forma humana del fundamento del mundo, helenístico-romana- mente interpretado. Frente a una grandeza así había que introducir un Christus imperator como figura sobrepujante, ya que también él está al frente de un imperio, llámese regnum o imperium, que es ver dad que no pretende ser de este mundo, pero que también exige, efectivamente, respeto en este mundo y se hace anunciar en un pe culiar imperium de noticias, en un imperio eclesial paralelo.
En eljuego de lenguaje del cristianismo temprano que habla de Christus imperator, el imperiomorfismo del espacio eclesial de anun cio se perfila al máximo. Imita inequívocamente la tesis teológico- imperial de Virgilio de que con el dominio augusto surgió un impe rium sirtefine sobre la tierra, con la diferencia de que el imperio de Cristo también promete una continuación celestial.
Las dos biografías apostólicas decisivas, la de san Pedro y la de san Pablo, acercan al máximo al complejo imperial cristiano y a su ontología política, porque en esos casos el martirio de los mensajeros delegados en la capital del imperio había que ponerlo en las Actas. Las notas de las actas que se refieren a san Pedro y a san Pablo tie nen casi rango de historia del ser, porque señalan oficialmente el traspaso de la pretensión imperial de Jerusalén a Roma, y latente mente aún más: del césar romano al obispo romano.
Vista desde la óptica geopolítica de Roma, la muerte del mila groso rabino Jesús no fue más que un acontecimiento sin impor tancia en la periferia, una pequeña noticia insensata de la crónica mente agitada zona fronteriza oriental, de la que en la capital se podía pasar, sin más, al orden del día. La gran mayoría de los ro manos no habían oído hablar de Jesús, del mismo modo que de la derrota de Varo en el bosque de Teutoburgo supieron también mu
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cho menos de lo que la leyenda alemana quiere reconocer; el im perio comunicaba prácticamente sólo sus éxitos y casi nunca sus problemas: la comunicación imperial estaba organizada amplia mente en tomo al estándar de las aclamaciones-semper-victor (mien tras que, al contrario, los actuales Estados nacionales postimperiales sólo pueden comunicar sus problemas y casi nunca sus éxitos; la cul tura dominante de la corrección ha relegado el enaltecimiento del héroe a la información deportiva, a las noticias económicas y a los charts).
Sólo los dos martirios apostólicos fueron acontecimientos en el centro político, en los que se vio obligada a reparar la metrópolis misma, aunque nada más fuera por un breve momento, puesto que el que se dieran precisamente allí era parte de una intuitiva campa ña cristiana en tomo a Roma, en la que también desempeñaron su papel el azar y los hábitos procesales romanos: según la prácticaju rídica romana, los casos principales de las provincias se acababan de ver en Roma, lo que llevó al traslado de Pablo de Cesárea a Roma y también a su martirio, sucedido posiblemente en el contexto de los excesos nerónicos después del incendio de la ciudad. El cristianis mo naciente no podía prescindir de la capital del imperio como es tación emisora de su mensaje, porque sólo lo que se decía desde Ro ma era capaz de demostrar la relevancia ontológica del nuevo imperio de noticias. Para implantar en la capital la emisora pirata eran imprescindibles actas apostólicas de Roma. Sólo los más pro minentes portadores del mensaje podían proporcionarlas, Pedro por sus últimas salidas a escena romanas, Pablo por su proceso transferido a Roma. Que las actas de Pedro y Pablo se cierren en Ro ma: ésa es la piedra final, totalmente ajustada, del proyecto arqui tectónico evangélico y el indicio central de la demanda de un im perio propio paralelo y trascendente29. La tumba de san Pedro en el centro de la capital del mundo: no se sabe qué aspecto hubiera podido tener el catolicismo institucionalizado sin ese signo.
Las consecuencias de esa subversión martirológico-apostólica de la capital fueron extraordinarias; por ellas el Gólgota se trasladó ti pológicamente a Roma, el acontecimiento marginal se repitió en el centro, y para los cristianos el cielo sobre Roma estaba ahora tan
607
abierto como el cielo sobre Jerusalén (y éste poseía post ascensionem
la apertura máxima), aunque el romano tendría que aparecer to
davía durante mucho tiempo como catacumba. Las actas de los már
tires, las que se refieren a Roma en primer lugar, constituyen según
las ideas políticas la parte más importante de las actas apostólicas, ya
que consignan la marcha al centro así como la pluralidad de las ciu
dades imperiales, a la vez que registran la historia de injusticias a lo
largo de la cual el imperio real se va enredando cada vez más pro
fundamente, frente al imperio de la verdad, en deudas y culpa. La
contabilidad cristiana fue desde pronto minuciosa aquí: sí, sólo su
fiabilidad proporcionó al imperio evangélico paralelo un mínimo
de coherencia administrativa y semiosférica.
Las deudas del imperio con los cristianos se convierten en el ca
pital de la Iglesia católica: éste es el sentido primario del nuevo gé
nero literario Martirología. Todo martirio narrado es un pagaré, un
certificado de deuda, que el mundo ha de hacer efectivo al sobre
mundo. En forma de montañas crecientes de actas de mártires se va
acumulando un capital de historias narrables, que como un segun
do anillo de predicación se colocan en tomo a la primera predica
ción. Este proceso querigmático de capital -la explotación de la
predicación o la remunerativa repetición en narrar historias convin
centes- produce una «historia» universal alternativa e introduce
una era universal de comunicaciones, en las que los cristianos sólo
podían departir unos con otros sobre lo que había ocurrido a com
pañeros ejemplares de fe en este mundo.
La suma tardía de estas narraciones la sacó Santiago de la Vorá
gine en su Leyenda dorada, que apareció antes de 1273 bajo el título
Vitae sanctorum a praedicatore quodam y que fue durante siglos el libro
más popular de Europa. Sólo a comienzos de la edad moderna se
consiguió, a contracorriente, romper el monopolio martirológico-
apostólico de las actas y hacer presentables en sociedad narraciones
sobre no-mártires y no-santos. Sí, se puede ser de la opinión de que
fue la revolución de la novela corta o del cuento la que posibilitó el
proceso telecomunicativo de la Modernidad, en tanto que inició la
emancipación de las corrientes narrativas mundanas de las acta. La
edad moderna es la forma de mundo cuya buena nueva consiste en
608
que hay también otros acontecimientos dignos de narrar y no sólo
los de la historia sagrada.
Con las novelas, los cuentos, las nuevas historias, comienza pro
piamente lo que puede llamarse un proceso de información; pues,
mientras la comunicación medieval significa, ante todo, la vibración
de las sociedades en redundancia evangélica, la corriente moderna de
información inaugura la confrontación esencial de las inteligencias
con lo desconocido, lo exterior y lo hasta ahora no dado; el con
cepto matemático de información del siglo XXsaca de esta orienta
ción a la innovación la última consecuencia, en tanto que determi
na la información como lo nuevo, sistemáticamente relativo, por
antonomasia y la conduce, así, a la cuantificación. En las comunica
ciones posmedievales los héroes de las novelas aventajan en rango a
los santos de las leyendas, y mientras que la narrativa cristiana in
forma sobre san Cristóbal en el río y sobre el martirio de las santas
Perpetua y Felicitas de Cartago, la narrativa moderna presenta his
torias turbulentas de monjes lascivos en el arca de la ropa o los ex
travíos de un picaro caminante.
Por lo que respecta al Evangelio, sin embargo, posee en todos los
entornos posibles su propio criterio de novedad, porque, como in
formación escatológica, hubo de causar, en definitiva, en todos los
contextos un efecto igualmente increíble, igualmente paradójico,
incluso allí donde, en redundancia eclesial y trivialidad del entorno,
parecía reducido a la obviedad. Fue necesario el genio apostólico
negativo de Kierkegaard para defender la locura cristiana de la fe
frente a la tentación de la normalidad cristiana, así como en nues
tro tiempo el genio rabínico negativo de Derrida pareció necesario
para proteger la locura mesiánica del seguir esperando algo que no
puede tener presencia o actualidad alguna de la tentación de una
normalidad filosófica y teórico-comunicativa.
Como se ha dicho, la Ecclesia apostólica hubo de convertirse en
una especie de fotocopia estructural del Imperio romano, dado que
éste proporcionaba el único modelo estructural para la existencia
de un gran espacio de serio carácter universal, traspasado por el
centro dominante. En este «calco heliográfico» eclesial las líneas es-
609
Estela solar de la acrópolis
de Susa, fin del tercer milenio a. C. ,
libación ante un dios.
tructurales de la imperialidad como tal aparecieron con mayor cla
ridad que en el original, ya que la Iglesia pudo limitarse a un corte
de la macrosfera política: a su sistema nervioso telecomunicativo o
al cuerpo etéreo informático del imperio. En esas estructuras había
que buscar la respuesta a la pregunta de cómo presencializar al se
ñor en los innumerables puntos del orbe terráqueo y de qué signos
del ser eran necesarios para garantizar su presencia real en repre
sentantes plenipotenciarios.
Efectivamente, un imperio real existente, por el mero hecho de
610
su existencia en el espacio y el tiempo, es la respuesta a la pregunta
por su presencia en signos, ya que para el imperio ser significa tan
to como mantener coherencia y unidad, y esto quiere decir tanto
como poder alcanzar el centro desde la periferia por medio del
transporte de signos y poder reunir las misivas que pretenden llegar
al centro. El imperio es una coherencia semiosférica. Los signos del
imperio unen el centro con la periferia, ciertamente no sin lugares
de conexión, pero siempre de modo que pueda ser mantenida con
éxito la representación de la presencia real del centro en el punto
distante. Con ello, el Imperio -como la Iglesia, en paralelo a él- es
un sistema de distribución de signos de magnificencia de los que
disfrutan los receptores; porque la periferia no puede ligarse al cen
tro sólo por medio de violencia física, es decir en virtud de un prin
cipio que repela; para ser atractivo en presencia real en el punto
alejado, el centro debe hacerse notar por medio de la emisión de
participaciones en el deseo de poder: es decir, por medio de signos
del ser que puedan ser considerados como acciones del poder cen
tral por el representante del mismo en la periferia.
En consecuencia, la esencia de la telecomunicación imperial y
eclesial sólo puede entenderse desde su modus de emisión, efusión
o irradiación. La actualización o presencialización del centro en el
punto distante implica una especie de telepatía, se podría decir tam
bién: una técnica telecrática de emisión de signos del ser. En el re
presentante hay que percibir el calor distante del ser como una im
ponente irradiación actual, y la voz del señor tiene que hacerse
audible a mil leguas de distancia de la sala del trono y de la canci
llería del imperio mediante sistemas adecuados de tele-fonía, que,
en correspondencia al statu quo de la historia de los medios, aquí
son todavía escritos autentificados y misivas postales selladas. (Sólo
la moderna «radio»difusión consiguió llevar a cabo el cortocircuito
audiófono entre la voz del dirigente y los oídos del pueblo: con re
sultados de los que intenta dar cuenta la investigación mediológica
del fascismo300. ) El escuchar a distancia la voz del señor en sus edic
tos y decretos ha de provocar inmediatamente en el oyente el au
téntico efecto de representante, en tanto éste, por su parte, es capaz
ahora de magnificencia y se siente energetizado para obrar in nomi-
611
Apolo-cosmocrátor de la Casa
de Apolline de Pompeya.
ne domini por el goce del poder compartido. Al tele-oír en la escri
tura se añade siempre una cierta tele-visión, que, en virtud del de
recho de imagen de los emperadores, reparte sus efigies por todo el
imperio y reclama por todas partes la reverencia cultual ante ellas
como ante una substancia imperial presente.
Si se quiere entender con mayor exactitud la energética del do-
612
H elio con cuadriga, m etopa del tem plo
de Atenea en Troya, primera mitad del siglo III,
Museos Estatales de Berlín.
minio de la distancia por el envío de signos del ser, hay que ocu
parse expresamente del modus del aislamiento y envío de signos
desde el centro de poder. Lo que, al hacerlo, aparece en el foco de
análisis es un proceso radiocrático nuclear, en el que se llega a una
repartición del ser mediante irradiación y envío de imágenes.
El neoplatonismo formuló este en principio algo misterioso
procedimiento con el no menos misterioso concepto de emanation
(arópoía), que se traduce normalmente por irradiación o emana
613
ción. Si se remite uno al esquema de representación heliológico, la
extravagante idea de una causación por radiación pierde mucho de
su apariencia esotérica. ¿No puede imaginarse el sol del ser como
un punto que estalla, que por su explosio continua irradia y sostiene
todo lo existente en torno a sí? La dificultad que el concepto de
emanación plantea al pensamiento vulgar está en la exigencia de la
ontología platonizante de comprender que el sol superior no sólo
envía rayos de luz que caen sobre un mundo de objetos conforma
do con independencia de él, sino que con la luz se irradian y des
pliegan, a la vez, las formas de los objetos: según ello, la donación
de luz consuma la donación de esencia a la cosa y la capacita, ade
más, para ser reconocible por el intelecto. Antes, al considerar el sí
mil platónico del sol, ya tratamos de este hecho bajo otro ángulo
de proyección301.
Con ello, el emanar, en tanto hecho del centro donante de ser
-concebido por Píotino como hiperexistente—, es análogo al mode
lo de la irradiación solar. La «exteriorización» de la fuente de luz con
siste en el envío de una totalidad de cantidades discretas de luz que
se individualizan como rayos y como imágenes puras. Con el rayo
solar puede explicarse más fácilmente que con nada cómo el ser en
un signo que procede de él sigue estando presente, a la vez, como
él mismo. De ahí que apenas haya alguna idea ontosemiológica que
no implique un componente fotorradiológico. Del mismo modo,
tampoco falta, por regla general, la referencia a una complejidad
mayestática, en la que acompañantes y delegados del príncipe apa
recen como presencias subordinadas que se bañan en el brillo del
señor. El servidor es el signo efectivo de la majestad. Píotino no va
ciló en ilustrar con imágenes feudales la idea de la participación de
los representantes en el Uno verdadero; con su ayuda explica cómo,
por regla general, se ve lo representante y segundo antes de lo su
premo y primero:
. . . así como en los desfiles van delante de un gran rey lasjerarquías más
bajas, y van siguiendo puestos de mayor consideración y dignidad cada vez,
después la corte, que ya es real, después los más altos dignatarios tras el rey:
y sólo después de todos ellos aparece de repente el rey, él, el grande en per
614
sona; y quienes le rodean le invocan y se arrojan al suelo ante él, si es que
no se han marchado antes, contentos ya de haberle visto (Enéadasv, 5,3,23).
Este passus deja claro que la majestad conforma su aura como
una corona de luces de poder escalonadas en torno a sí, corona en
la que representación y participación significan lo mismo.
A la vez que de la heliología, las fuentes más importantes de imá
genes para signos del ser procedían del ámbito pneumático y del
cardiosanguíneo: algo que tiene su lógica medial, dado que tam
bién el hálito de Dios puede imaginarse como un continuum de
aliento, cuyo frente permanece unido a través de la corriente at
mosférica con la fuente originaria de exhalación; sólo el descenso a
borbotones de la sangre desde el corazón del ser hasta los órganos
cosustentados por ella es de verdad un modelo de participación sos
tenida del enviado en el principio remisor: en tanto el río como tal
es el continuum entre fuente y desembocadura302.
Luz, aire y sangre son medios por los que se puede representar
coherentemente el autotransporte del principio dominante desde
la fuente de emisión a los puntos distantes. Los tres convergen, es
piritualizados y logicificados, en la palabra del señor, que puede ma
nifestarse como orden, advertencia y enseñanza. Tras su salida de la
boca del emisor esta palabra ha de provocar en el oyente mandata
rio, poderhabiente, una resonancia sincrónica, de modo que éste si
ga diciendo y siga ordenando lo que en él se introdujo de palabra
magisterialmente: un proceso que se repite hasta alcanzar la perife
ria, en la que la palabra del señor ya no puede ser repetida, sino ya
sólo ejecutada y seguida, o, si actualmente no hay nada que hacer,
memorizada y almacenada para más tarde.
De este modo, el lengusye que habla el señor se convierte en
cumplimiento y en modelo de todo lo que comunican sangre, aire
y luz en sus emanaciones. En la palabra del señor se concentra la su
ma de todo lo que puede ser signo del ser, articulado en la gargan
ta del señor, transmitido a través del sistema emisor real, percibido
en el corazón transmutado del mensajero, repetido por el apóstol
móvil o por los funcionarios de la luz, y puesto en práctica en la pe
riferia por manos obedientes, que, por muy lejos que estén, siempre
615
estarán seguras de que hacen lo absolutamente correcto. Si se resu
me el proceso de emanación, da como resultado lo siguiente: una
única conmoción en el centro, por decirlo así, solar, que comienza
como rayo, atraviesa el espacio como proceso de signos y acaba en
un movimiento de mano.
La representación más temprana, más precisa y hermosa de la
idea de emanación procede de la época del faraón Amenofis IV,
que intentó sustituir el «Olimpo» del antiguo Egipto por el culto de
un único Dios, el sol todopoderoso, Atón, y que bajo el nombre de
Akenatón, «el que agrada a Atón», ocupa un lugar sobresaliente en
la historia de los experimentos sacroimperiales protomonoteístas.
Durante el reinado de Akenatón aparecieron representaciones en
bajorrelieve de un sol dominante que se dirige a los seres humanos
de modo desconcertante: ¡desde su cuerpo redondo envía una plé
tora de rayos individualizados a la tierra, cada uno de los cuales aca
ba en una mano humana! Ninguna teoría posterior, ni la plotínica
ni la pseudo-dionísica, alcanzójamás el poder de sugestión de esta
protoimagen de todos los emanacionismos: si el Uno, efectivamen
te, ha de donar y dominar todo, su emanación -traducida en ideas-
ha de terminar en manos operativas, da igual que se las interprete
como manos dadivosas de arriba o como manos de sirviente en la
periferia humana. Mientras valga la definición de que es soberano
quien puede hacerse representar como si él mismo estuviera pre
sente en el representante, el modelo de toda soberanía sigue sien
do el sol akenatónico, que brilla sobre el imperio como si todo rayo
procedente de él acabara en una mano humana. Nunca un princi
pio fue representado mejor sobre la tierra que ese sol, y nunca es
tuvo más claro que los representantes del sol, las manos al final del
rayo, siguen siendo el sol mismo en otro estado. Por las manos-rayo
la fuente del ser está presente idóneamente en lo terreno, y cada
mano, como poderhabiente, es, a la vez, señorial y servicial, donan
te y receptora. Es la imagen prototípica de las manos posteriores de
sacerdotes, que bendicen, y de las de funcionarios, que escriben
(también, es verdad, de las manos del fisco, que saquean sociedades
enteras y se justifican, al hacerlo, como recaudadores enviados por
Dios). Lo que, en representación, hace esa mano al final del rayo,
616
Akenatón y Nefertiti
bajo el disco solar, Amarna, siglo xiv a. C.
lo hace el sol mismo. Es mi luz la que es irradiada por vosotros, pa
ra el esclarecimiento de vuestra oscura vida: la eucaristía solar. La
mano de sol demuestra que el signo vive. Para alcanzar la dimensión
entera de posibilidades ontosemiológicas de autorrepresentación,
lo único que falta es que el ser convertido en mano pudiera también
hablar: pero la doctrina del ser que deviene lenguaje se hará espe
rar hasta la metafísica del lógosde Filón de Alejandría y la del Evan
gelio de san Juan, de él dependiente.
La tele-manuabilidad y tele-oralidad del emisor sublime, que se
hace entender desde lejos, ya se reflejó perspicazmente en la onto-
teología filosófica en un momento temprano de la historia de la teo
ría. En ninguna parte se muestra esto más claro que en la famosa
comparación pseudo-aristotélica de Dios con el emperador persa,
que desde su palacio, oculto al mundo, se entera constantemente,
por medio de un sistema de signos y correos que abarca todo el im
perio, de todo lo que sucede en su ámbito de poder. Esta analogía
del gran rey ilustra expresivamente ese concepto de monarquía te-
lecrática a partir de un centro soberano, que tanto en la lógica mi-
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sionaria del cristianismo primitivo como en la teología imperial
claudiajuliana, aunque sobre todo en la domiciana, se había con
vertido en el modelo de pensamiento y de acción de verdadera im
pronta política.
Para la lectura del siguiente passye del escrito pseudo-aristotéli-
co períkósmouserá de utilidad recordar la fecha probable de su com
posición: los años ochenta del siglo I d. C. , en los que se había lle
gado por primera vez a que el emperador regente, Domiciano, que
ocupó el poder del año 81 al 96, se hiciera tratar con el título de do-
minus et deus en el contexto de una autocracia subida de tono de la
corte frente al Senado y al pueblo. El autor anónimo del tratado
Sobre el mundo adopta esta fórmula en lugar prominente y supone
que era el tratamiento persa para el soberano. A su reflexión sobre
el estilo de soberanía del Dios superior al mundo, hace preceder la
consideración de que es imposible que éste pudiera ocuparse per
sonalmente de todo, sino que lo propio suyo -a semejanza de un
motor inmóvil- es poner en movimiento mediante un único signo
poderoso todo el aparato de dominio, por cuya actuación, final
mente, todo suceda, hasta en su menor detalle, tal como correspon
de a las intenciones de la sabiduría omnipenetrante del soberano.
Tampoco es propio de señores que dominan sobre seres humanos [. . . ]
tener que preocuparse de cualquier trabajo [. . . ], no, tiene que ser algo así
como se cuenta del gran rey. Para conseguir el máximo de dignidad y ma
jestad, la instalación y organización de la corte de Cambises, Jeijes y Darío
era suntuosa. Se cuenta de él mismo que reinaba en Susa o Ecbatana, invi
sible para todos, en un maravilloso palacio y recinto palaciego, reluciente
de oro, ámbar y marfil. Muchos portalones, uno tras otro, vestíbulos dis
tantes muchos estadios uno de otro, fortificados con puertas de bronce y
poderosas murallas. Fuera, en formación, estaban los hombres más nota
bles y distinguidos, en parte guardia personal y séquito del rey, en parte
guardas de las diferentes dependencias, los llamados porteros y escuchas,
para que el rey mismo, llamado dios y señor, todo lo vea y todo lo oiga [. . . ].
Todo el dominio de Asia, limitado por la parte oeste del imperio por el He-
lesponto, por el Indo al este, estaba repartido, según los pueblos, entre ge
nerales, gobernadores y reyes, los servidores del gran rey. De éstos depen
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dían corredores, emisarios, mensajeros y observadores de signos de fuego.
Tan impresionante era la organización e instalaciones, sobre todo los pues
tos para señales de fuego, que se enviaban señales unos a otros en estafetas
desde las fronteras del imperio hasta Susa y Ecbatana, que el rey se entera
ba el mismo día de cualquier novedad que ocurriera en Asia [. . . ]. Así pues,
si era indigna la idea de que Jeijes se preocupara él mismo de todo, actua
ra él mismo, se encargara de la vigilancia y gobierno en todas partes, más
impropio aún sería todo esto de Dios (Sobreelmundo, capítulo 6, 398a-b).
En este modelo telecrático es definitiva la sublime acirugía del
señor: su obligación de abstenerse de cualquier intervención pro
pia. Este repercutir sin actuar suyo sólo es compatible con su sobe
ranía bajo la condición de que su ser y su voluntad de algún modo
confluyan consustancialmente en el sistema de representación y eje
cución, de modo que el soberano, sin moverse, como el motor aris
totélico, con una palabra apenas perceptible consiga inducir una
equilibrada e irresistible marcha correcta de las cosas. Es verdad que
aquí cada cosa sigue también su camino propio, como correspon
diendo a una entelequia inmanente o a una finalidad interior, pero
la coincidencia de todos los rumbos viene determinada al máximo
por un plan general premeditado por el intelecto regio.
El hecho de que este rey persa, romano-helenísticamente estili
zado, a causa de su sistema de correos y señales (que fue copiado
por Augusto celosamente) esté en condiciones no sólo de alcanzar
cualquier punto del imperio, sino de observar asimismo los sucesos
más lejanos de su imperio casi al mismo tiempo que ocurren, le
identifica como un pariente topológico de aquel «Dios omniscien
te» que ha proporcionado el molde lógico de la concepción especí
ficamente monoteísta de Dios303. El encama la cultura infocrática de
poder de una imperialidad madura que domina porque sabe, y que
sabe cómo conseguir saber de todo. El contexto delata que esa in-
focracia no es todavía realmente entendida por el autor, puesto que
hace del gran rey un motor inmóvil y un Dios casi-no-operante, an
ticipando el esquema Dieu régne mais il ne gouveme pas. Por eso, los
ejemplos plásticos del Pseudo-Aristóteles tienen más contenido ob
jetivo que sus comentarios reflexivos, pues en aquéllos la base tele
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comunicativa del poder es transparente mientras que el comentario
anda a tientas en la niebla filosófico-originaria. El argumento no de
sarrolla un modelo explícito de emanación, pero, a cambio, el ca
rácter semiótico-telepático del modo de dominio representado está
tanto más claramente señalado. Estojustifica ante todo el símil ine
quívoco del trompetista situado en el mismo contexto:
Cuando el dirigente y creador [. . . ] hace un signo a cualquier criatura, to
das y cada una de ellas se mueven incesantemente en su derrotero y límites
[. . . ]. Este acontecimiento se asemeja [. . . ] plenamente a lo que sucede sobre
todo en tiempos de guerra, cuando la trompeta da la señal al ejército. En
tonces, todo el que escucha su llamada o bien coge su escudo o se pone la
coraza, el tercero se ciñe las espinilleras, el casco y el cinturón, allí uno em
brida su caballo, aquí otro sube a su carro de guerra y otro más divulga la
consigna [. . . ].
