Q uien todo lo
encuentr
a bello esta?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
Co?
mo embrido?
Nietzsche por la cola los caballos a cuyos lomos emprendio?
sus ataques, y co?
mo Karl Kraus, o Kafka, o el mismo Prousr.
confundidos, falsearon, cada uno a su manera, la imagen del mundo con la intencio?
n de sacu- dirse la falsedad y la confusio?
n!
La diale?
ctica no puede detenerse ante los conceptos de 10 sano y lo enfermo, como tampoco ante los de lo racional y lo irracional hermanados con los primeros.
Una vez ha reconocido como enfermas la generalidad dominante y sus proporciones - y las ha identificado, en sentido literal, con la paranoia, con la <<proyeccio?
n pa?
tica>>-, aquello mismo que con.
forme a las medidas del orden aparece como enfermo, desviado, paranoide y hasta dis-locado (<<ver-ru? ckl>>) se convierte en el e? ni- co germen de aute? ntica curacio? n, y tan cierto es hoy como en la Edad Media que so? lo los locos dicen la verdad a la cara del po- der. Bajo este aspecto es un deber del diale? ctico llevar esa verdad del loco a la consciencia de su propia razo? n, una consciencia sin la cual e? sta de seguro se hundiri? a en el abismo de aquella enfer- medad que el sano sentido comu? n dicta inmisericorde a los dema? s.
46
Para una moral del pensam;en'o. -Lo ingenuo y 10no ingenuo son conceptos tan infinitamente entrelazados que no sirve de nada enfrentarlos uno a airo. La defensa de lo ingenuo por parte de todo tipo de irracionalistas y devoradores de intelectuales es in. digna. La reflexio? n que toma partido por la ingenuidad se rige por esta idea: el oscurantismo y la astucia siempre han sido la misma cosa. Afirmar la inmediatez de forma mediata en lugar de concebirla como mediada en si? misma, cambia el pensamiento en apologi? a de su anti? tesis misma, en inmediata mentira. Esta sirve a todo lo malo, desde la indolencia de <<las cosas-son-asi? >> hasta la
justificacio? n de la injusticia social como algo natural. Si por todo ello se quisiera elevar lo opuesto a principio y definir la filoso- fi? a --como una vez yo mismo he hecho- como el terminante imperativo de no ingenuidad, apenas se ganari? a algo. No es so? lo que la no ingenuidad en elsentido de ser ducho, estar escarmen- tado o haberse vuelto precavido sea un dudoso medio de cono-
cimiento que por su afinidad con los o? rdenes pra? cticos de la vida predisponga a toda clase de reservas mentales hacia la teori? a y a rechazar en la ingenuidad todo aferramiento a unos fines. Tam- bie? n donde la no ingenuidad se concibe en el sentido reore? rlca- mente responsable de lo que mira ma? s alla? , de 10 que no se de- tiene en el feno? meno aislado, de lo que piensa la totalidad, hay una zona oscura . Es simplement e aquel seguir sin poder detener- se, aquel ta? cito reconocimiento del primado de lo general frente a lo particular en que consiste no solamente el engan? o del idealis- mo que hipostatiza los conceptos, sino tambie? n su inhumanidad
que, apenas captado, rebaja 10 particular a estacio? n de tra? nsito para finalmente resignarse con demasiada rapidez, no sin dolor y muerte, en aras de una conciliacio? n que meramente existe en
70
71
? ? ? ? ? la reflexio? n -es, en u? ltima instancia, la frialdad burguesa, que con excesiva complacencia suscribe lo inevitable. El conocimiento so? lo puede extenderse hasta donde de tal modo se aferra al indi- viduo que, por efecto de la insistencia, su aislamiento se quiebra. Ello tambie? n supone, desde luego, una relacio? n con 10 general, mas no una relacio? n de subsuncio? n, sino casi su contraria. La mediacio? n diale? ctica no es el recurso a algo ma? s abstracto, sino el proceso de disolucio? n de lo concreto en lo concreto mismo. Nietz- sche, que con frecuencia pensaba dentro de muy vastos horizon- tes, 10 sabi? a sin embargo muy bien. <<Quien intenta mediar entre dos pensadores audaces ---dice en la Gaya ci? encie-<<, se identifica como mediocre: carece de ojos para ver lo u? nico; el andar buscan- do parecidos y similitudes es caracteri? stico de los ojos de? biles. ? La moral del pensamiento consiste en no proceder ni de forma testaruda ni soberana, ni ciega ni vacua, ni atomista ni conse- cuente. Ln duplicidad de me? todo que le valio? a la Fenomenolo- gi? a de Hegel la fama de obra de abisma? tica dificultad entre las gentes razonables, esto es, la exigencia de dejar hablar a los feno? - menos como tales -el <<puro contemplars-e- y a la vez tener en todo momento presente su relacio? n a la conciencia como sujeto, a la reflexio? n, expresa esa moral del modo ma? s preciso y en toda la profundidad de su contradiccio? n. Pero cua? nto ma? s difi? cil se ha hecho querer seguirla desde que ya no es posible pretender la
identidad de sujeto y objeto, esa identidad con cuya aceptacio? n fi- nal dio Hegel cobijo a las exigencias antag o? nicas del contemplar y el construir. Hoy no se le pide al pensador sino que sepa estar en todo momento en las cosas y fucra de las cosas. El gesto de Mu? nchhausen tira? ndose de la coleta para salir del pozo se con- vierte en esquema de todo conocimiento que quiere ser ma? s que comprobacio? n o proyecto. Y au? n vienen los filo? sofos a sueldo y nos reprochan la falta de un punto de vista so? lido.
47
De gustibus est disputandum. -lncluso el que se halla con- vencido de la incomparabilidad de las obras de arte siempre se vera? complicado en debates en los que las obras de arte, y preci- samente aquellas del ma? s alto, y por ende incomparable, rango, son comparadas unas con otras y valoradas unas frente a otras. La objecio? n de que en tales consideraciones, hechas de manera
72
particularmente obsesiva, se trata de instintos mercaderiles de medir con vara, la mayori? a de las veces no tiene otro sentido que el deseo de los so? lidos burgueses, para quienes el arte nunca es lo suficiente irracional, de mantener lejos de las obras todo sen- ti~o y pretensi o? n de la verdad. Pero la fuerza que empuja a tales
discurrimientcs esta? dentro de las propias obras de arte. En la medida en que es esto verdad no admiten el ser comparadas. Pero si? quieren anularse unas a otras. No en vano reservaron los anti- guos el panteo? n de lo conciliable a los dioses o a las ideas mien- tras que a l~sobras. de arte, entre si? enemigas mortales, las . impul- sar~n al ag~n. La Idea de un <<panteo? n del clasicismo>>, que au? n abClgaba Ki? erkegaard, es una ficcio? n de la cultura neutralizada. Pues al representar la idea de 10bello repartida en mu? ltiples obras,
cada una en particular necesariamente referira? la idea total recla- mara? la belleza para si misma en su particularidad y jama? s'podra? reconocer su condicio? n pardal sin anularse a si? misma. En cuanto una, verdadera e ineparente, en cuanto libre de tal individuacio? n la belleza no se representa en la si? ntesis de todas las obras en 1; unidad de las artes y del arte, sino de forma viva y real;' en el
ocaso del propio arte. Toda obra de arte aspira a tal ocaso cuando quiere llevar la muerte a todas las dema? s. Asegurar que todo arte tiene en si? su propio final es otra expresio? n para el mismo hecho. Este impulso de autoaniquiIaci6n de las obras de arte - su ma? s intima rendenci? a-c. , que las empuja hacia la forma inaparente de lo bello, es el que incesantemente excita las supuestamente inu? ti- les disputas este? ticas. Estas, mientras desean obstinada y tenaz. mente encontrar la razo? n este? tica, enzarza? ndose asi? en una inaca- bable diale? ctica, hallan contra su voluntad su mejor razo? n, porque
de ese modo esta? n utilizando la fuerza de las obras de arte que las absorben y elevan a concepto para fijar los limites de cada una colaborando as? a la destruccio? n del arte, que es su salvacio? n. La tolerancia este? tica, que valora directamente las obras artisticas en su limitacio? n sin romperla, lleva a e? stas al falso ocaso, el de figu- rar unas al lado de otras, en el que a cada una le es negada su
particular pretensio? n de verdad.
48
. . Para Anatol~ France. - Inc1uso virtudes tales como la recep-
tividad, la capacidad de reconocer lo bello dondequiera que se pre- 73
? ? ? sente, hasta en lo ma? s cotidiano e insignificante, y gozarse en ello, empiezan a exhibir un momento problema? tico. En otro tiempo, en la e? poca de rebosante plenitud subjetiva, la indiferencia este? . tica respecto a la eleccio? n del objeto expresaba, junto con la fuer- za para arrancar su sentido a todo lo experimentado, la relacio? n con el mundo objetivo mismo, el cual, aunque en todas sus por- ciones todavi? a antago? nico al sujeto, le era pro? ximo y con significa- do. En la fase en que el sujeto abdica ante el enajenado predomi- nio de las cosas, su disposicio? n para percibir dondequiera lo posi-
tivo o lo bello muestra la resignacio? n tanto de su capacidad cri? ti- ca como de su fantasi? a interpretativa inseparable de la primera.
Q uien todo lo encuentr a bello esta? en peligro de no encont rar nada bello. Lo universal de la belleza no puede comunicarse al sujeto de otra forma que en la obsesio? n por lo particular. Nin- guna mirada alcanza lo bello si no va acompan? ada de indiferencia
y hasta de desprecio por todo cuanto sea externo al objeto con- templado. Es so? lo por el deslumbramiento, por el injusto cerrarse de la mirada a la pretensio? n de todo lo existente como se hace justicia a lo existente. Al romarlo en su parcialidad como lo que es, esta su parcialidad es concebida - y reconciliada - como su esencia. La mirada que se pierde en una belleza u? nica es una mi- rada saba? tica. Obtiene del objeto un momento de descanso en su jornada creadora. Pero si esta parcialidad es superada por la con- ciencia de lo universal introducida desde fuera y lo particular es afectado, sustituido o equilibrado por e? sta, entonces la justa vi- sio? n de la totalidad hace suya la injusticia universal radicada en la alteracio? n y sustitucio? n mismas. Esa justa visio? n se convierte en introductora del mito en lo creado. Ningu? n pensamiento esta? dis- pensado de esa complicacio? n, por 10 que no debe mantenerse torpemente a toda costa. Pero todo radica en la manera de efec- tuarse la transicio? n. La corrupcio? n proviene del pensamiento como acto de violencia, de acortar el camino que so? lo a trave? s de 10
impenetrable encuentra lo universal, cuyo contenido se conserva en la impenetrabilidad misma, no en una coincidencia abstracta de diferentes objetos. Casi podri? a decirse que la verdad depende del lempo, de la perseverancia y duracio? n del permanecer en el individuo: lo que va ma? s alla? sin haberse antes perdido roralmen- te, lo que avanza ya hacia el juicio sin haberse hecho antes cul- pable de la injusticia que hay en la contemplacio? n, al final se pierde en el vaci? o. La liberalidad que concede a los hombres su derecho de forma indiscriminada desemboca en su aniquilacio? n, igual que la voluntad de la mayori? a va en detrimento de la mino-
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tia, burla? ndose asi? de la democracia a cuyo principio se atiene. De la bondad . indiscriminada respecto a todos nace tambie? n la frialdad y el desentendimiento respecto a cada uno, comunlce? n- dose asl a la totalidad. La injusticia es el medio de la efectiva justicia. La bondad ilimitada se roma justificacio? n de todo lo que de malo existe al reducir su diferencia con los vestigios de lo bueno nivela? ndose en aquella generalidad que cobra expre- sio? n desesperanzada en la sabiduri? a mefistofe? lico-burguesa segu? n la cual todo cuanto existe merece su destruccio? n *. La salvacio? n de lo bello, aun en el embotamiento o la indiferencia, parece asi?
ma? s noble que la tenaz persistencia en la critica y la especifica- cio? n, que en verdad muestra una mayor inclinacio? n por las orde- naciones de la vida.
A esto se suele oponer la sacralidad de lo viviente, que se refleja hasta en lo ma? s feo y deforme. Pero su reflejo no es in- mediato, sino fragmentario: que algo sea bello so? lo porque vive, por lo mismo implica ya fealdad. El concepto de la vida en su abstraccio? n, al que se recurre, es imposible de separar de lo opre- sivo, de lo despiadado, de lo propiamente morti? fero y destructivo. El culto de la vida en si? lleva siempre al culto de dichos poderes. Lo que es as! manifestacio? n de vida, desde la fecundidad inagota- ble y los vivaces impulsos de los nin? os hasta la aptitud de aque- 1Ios que llevan a cabo algo notable o el temperamento de la mu-
jer, que es deificada a causa de que en ella el apetito se presenta en estado puro, todo ello, considerado absolutamente, tiene algo del acto de quitarle a un posible otro la luz en un gesto de ciega autoafirmacio? n. La proliferacio? n de 10 sano trae inmedia- tamente consigo la proliferacio? n de la enfermedad. Su ami? doro es la enfermedad consciente de si misma, la restriccio? n de la vida propiamente tal. Esa enfermedad curativa es lo bello. Este pone freno a la vida, y, de ese modo, a su colapso. Mas si se niega la enfermedad en nombre de la vida, la vida hipostasiada, por su ciego afa? n de independencia de ese otro momento se entrega a e? ste de lo pernicioso y destructivo, de lo ci? nico y lo arrogante. Quien odia lo destructivo tiene que odiar tambie? n la vida: so? lo lo
muerto se asemeja a lo viviente no deformado. Anatole France IiUpO, a su lu? cida manera, de tal contradiccio? n. <<No - hace decir al bene? volo sen? or Bergeret- , prefiero creer que la vida orga? nica es una enfermedad especi? fica de nuestro feo planeta. Seri? a biso- porteble creer que tambie? n en el universo infinito todo fuera
" Fausto, J, 1380. [N. del T. }
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r.
? ? ? ? ? de hecho se evaporan en la nada. No so? lo han sido, como sabi? a Nietzsche, todas las cosas buenas alguna vez malas: las ma? s deli- cadas, abandonadas a su propio peso, tienen la tendencia a ter- minar en una brutalidad insospechada.
Seri? a inu? til pretender indicar la salida de semejante encerrona. Sin embargo, es posible sen? alar el desdichado momento que roda aquella diale? ctica pone en juego. Se encuentra en el cara? cter ex- cluyente de Jo primero. La relacio? n primitiva supone ya, en su mera inmediatez, aquel orden temporal abstracto. El propio con- cepto del tiempo se ha formado histo? ricamente sobre la base del orden de la propiedad. Pero la voluntad de posesio? n refleja el tiempo como temor a la pe? rdida, a la irrecuperabilidad. Lo que es, es experimentado en relacio? n a su posible no-ser. Motivo de sobra para convertirlo en posesio? n, y, en virtud de su rigidez, en una posesio? n funcional capaz de intercambiarse por otra equi- valente. Una vez convertida en posesio? n, a la persona amada no se la ve ya como tal. En el amor, la abstraccio? n es el complemento de la exclusividad , que engan? osamente aparece como lo contrario, como el agarrarse a este u? nico existente. En este asimiento, elob- jeto se escurre de las manos en tanto es convertido en objeto, y se pierde a la persona al agotarla en su <<ser mi? a>>. Si las personas dejasen de ser una posesio? n, dejari? an tambie? n de ser objeto de intercambio. El verdadero afecto seri? a aquel que se dirigiese al otro de forma especificada, fija? ndose en los rasgos preferidos y no en el Idolo de la personalidad, reflejo de la posesio? n. 10 especi? - fico no es exclusivo: le falta la direccio? n hacia la totalidad. Mas en otro sentido si? es exclusivo: cuando ciertamente no prohi? be la sustitucio? n de la experiencia indisolublemente unida a e? l, pero tampoco la tolera su concepto puto. La proteccio? n con que cuen- ta lo completamente determinado consiste en que no puede ser repetido, y por eso resiste lo otro. La relacio? n de posesio? n entre los hombres, el derecho exclusivo de prioridad esta? en consonancia con la sabiduri? a que proclama: ? Por Dios, todos son seres huma- nos, poco importa de quie? n se trate! Una disposicio? n que nada sepa de tal sabiduri? a no necesita temer la infidelidad, porque es- tara? inmunizada contra la ausencia de fidelidad.
toria irresistible que va de la aversio? n del nin? o al hermanito re-
cie? n nacido y el desprecio del estudiante avanzado hacia el novato, 50 y pasando por las leyes de inmigracio? n que en la Australia social-
demo? crata excluyen a quien no sea de raza cauca? sica, al exterminio
fascista de la minori? a racial, con lo cual todo calor y todo amparo
devorar o ser devoeedo. >> La repugnancia al nihilismo que hay en sus palabras no es so? lo la condicio? n psicolo? gica, sino tambie? n la condicio? n material de la humanidad como utopia.
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Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad.
forme a las medidas del orden aparece como enfermo, desviado, paranoide y hasta dis-locado (<<ver-ru? ckl>>) se convierte en el e? ni- co germen de aute? ntica curacio? n, y tan cierto es hoy como en la Edad Media que so? lo los locos dicen la verdad a la cara del po- der. Bajo este aspecto es un deber del diale? ctico llevar esa verdad del loco a la consciencia de su propia razo? n, una consciencia sin la cual e? sta de seguro se hundiri? a en el abismo de aquella enfer- medad que el sano sentido comu? n dicta inmisericorde a los dema? s.
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Para una moral del pensam;en'o. -Lo ingenuo y 10no ingenuo son conceptos tan infinitamente entrelazados que no sirve de nada enfrentarlos uno a airo. La defensa de lo ingenuo por parte de todo tipo de irracionalistas y devoradores de intelectuales es in. digna. La reflexio? n que toma partido por la ingenuidad se rige por esta idea: el oscurantismo y la astucia siempre han sido la misma cosa. Afirmar la inmediatez de forma mediata en lugar de concebirla como mediada en si? misma, cambia el pensamiento en apologi? a de su anti? tesis misma, en inmediata mentira. Esta sirve a todo lo malo, desde la indolencia de <<las cosas-son-asi? >> hasta la
justificacio? n de la injusticia social como algo natural. Si por todo ello se quisiera elevar lo opuesto a principio y definir la filoso- fi? a --como una vez yo mismo he hecho- como el terminante imperativo de no ingenuidad, apenas se ganari? a algo. No es so? lo que la no ingenuidad en elsentido de ser ducho, estar escarmen- tado o haberse vuelto precavido sea un dudoso medio de cono-
cimiento que por su afinidad con los o? rdenes pra? cticos de la vida predisponga a toda clase de reservas mentales hacia la teori? a y a rechazar en la ingenuidad todo aferramiento a unos fines. Tam- bie? n donde la no ingenuidad se concibe en el sentido reore? rlca- mente responsable de lo que mira ma? s alla? , de 10 que no se de- tiene en el feno? meno aislado, de lo que piensa la totalidad, hay una zona oscura . Es simplement e aquel seguir sin poder detener- se, aquel ta? cito reconocimiento del primado de lo general frente a lo particular en que consiste no solamente el engan? o del idealis- mo que hipostatiza los conceptos, sino tambie? n su inhumanidad
que, apenas captado, rebaja 10 particular a estacio? n de tra? nsito para finalmente resignarse con demasiada rapidez, no sin dolor y muerte, en aras de una conciliacio? n que meramente existe en
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? ? ? ? ? la reflexio? n -es, en u? ltima instancia, la frialdad burguesa, que con excesiva complacencia suscribe lo inevitable. El conocimiento so? lo puede extenderse hasta donde de tal modo se aferra al indi- viduo que, por efecto de la insistencia, su aislamiento se quiebra. Ello tambie? n supone, desde luego, una relacio? n con 10 general, mas no una relacio? n de subsuncio? n, sino casi su contraria. La mediacio? n diale? ctica no es el recurso a algo ma? s abstracto, sino el proceso de disolucio? n de lo concreto en lo concreto mismo. Nietz- sche, que con frecuencia pensaba dentro de muy vastos horizon- tes, 10 sabi? a sin embargo muy bien. <<Quien intenta mediar entre dos pensadores audaces ---dice en la Gaya ci? encie-<<, se identifica como mediocre: carece de ojos para ver lo u? nico; el andar buscan- do parecidos y similitudes es caracteri? stico de los ojos de? biles. ? La moral del pensamiento consiste en no proceder ni de forma testaruda ni soberana, ni ciega ni vacua, ni atomista ni conse- cuente. Ln duplicidad de me? todo que le valio? a la Fenomenolo- gi? a de Hegel la fama de obra de abisma? tica dificultad entre las gentes razonables, esto es, la exigencia de dejar hablar a los feno? - menos como tales -el <<puro contemplars-e- y a la vez tener en todo momento presente su relacio? n a la conciencia como sujeto, a la reflexio? n, expresa esa moral del modo ma? s preciso y en toda la profundidad de su contradiccio? n. Pero cua? nto ma? s difi? cil se ha hecho querer seguirla desde que ya no es posible pretender la
identidad de sujeto y objeto, esa identidad con cuya aceptacio? n fi- nal dio Hegel cobijo a las exigencias antag o? nicas del contemplar y el construir. Hoy no se le pide al pensador sino que sepa estar en todo momento en las cosas y fucra de las cosas. El gesto de Mu? nchhausen tira? ndose de la coleta para salir del pozo se con- vierte en esquema de todo conocimiento que quiere ser ma? s que comprobacio? n o proyecto. Y au? n vienen los filo? sofos a sueldo y nos reprochan la falta de un punto de vista so? lido.
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De gustibus est disputandum. -lncluso el que se halla con- vencido de la incomparabilidad de las obras de arte siempre se vera? complicado en debates en los que las obras de arte, y preci- samente aquellas del ma? s alto, y por ende incomparable, rango, son comparadas unas con otras y valoradas unas frente a otras. La objecio? n de que en tales consideraciones, hechas de manera
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particularmente obsesiva, se trata de instintos mercaderiles de medir con vara, la mayori? a de las veces no tiene otro sentido que el deseo de los so? lidos burgueses, para quienes el arte nunca es lo suficiente irracional, de mantener lejos de las obras todo sen- ti~o y pretensi o? n de la verdad. Pero la fuerza que empuja a tales
discurrimientcs esta? dentro de las propias obras de arte. En la medida en que es esto verdad no admiten el ser comparadas. Pero si? quieren anularse unas a otras. No en vano reservaron los anti- guos el panteo? n de lo conciliable a los dioses o a las ideas mien- tras que a l~sobras. de arte, entre si? enemigas mortales, las . impul- sar~n al ag~n. La Idea de un <<panteo? n del clasicismo>>, que au? n abClgaba Ki? erkegaard, es una ficcio? n de la cultura neutralizada. Pues al representar la idea de 10bello repartida en mu? ltiples obras,
cada una en particular necesariamente referira? la idea total recla- mara? la belleza para si misma en su particularidad y jama? s'podra? reconocer su condicio? n pardal sin anularse a si? misma. En cuanto una, verdadera e ineparente, en cuanto libre de tal individuacio? n la belleza no se representa en la si? ntesis de todas las obras en 1; unidad de las artes y del arte, sino de forma viva y real;' en el
ocaso del propio arte. Toda obra de arte aspira a tal ocaso cuando quiere llevar la muerte a todas las dema? s. Asegurar que todo arte tiene en si? su propio final es otra expresio? n para el mismo hecho. Este impulso de autoaniquiIaci6n de las obras de arte - su ma? s intima rendenci? a-c. , que las empuja hacia la forma inaparente de lo bello, es el que incesantemente excita las supuestamente inu? ti- les disputas este? ticas. Estas, mientras desean obstinada y tenaz. mente encontrar la razo? n este? tica, enzarza? ndose asi? en una inaca- bable diale? ctica, hallan contra su voluntad su mejor razo? n, porque
de ese modo esta? n utilizando la fuerza de las obras de arte que las absorben y elevan a concepto para fijar los limites de cada una colaborando as? a la destruccio? n del arte, que es su salvacio? n. La tolerancia este? tica, que valora directamente las obras artisticas en su limitacio? n sin romperla, lleva a e? stas al falso ocaso, el de figu- rar unas al lado de otras, en el que a cada una le es negada su
particular pretensio? n de verdad.
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. . Para Anatol~ France. - Inc1uso virtudes tales como la recep-
tividad, la capacidad de reconocer lo bello dondequiera que se pre- 73
? ? ? sente, hasta en lo ma? s cotidiano e insignificante, y gozarse en ello, empiezan a exhibir un momento problema? tico. En otro tiempo, en la e? poca de rebosante plenitud subjetiva, la indiferencia este? . tica respecto a la eleccio? n del objeto expresaba, junto con la fuer- za para arrancar su sentido a todo lo experimentado, la relacio? n con el mundo objetivo mismo, el cual, aunque en todas sus por- ciones todavi? a antago? nico al sujeto, le era pro? ximo y con significa- do. En la fase en que el sujeto abdica ante el enajenado predomi- nio de las cosas, su disposicio? n para percibir dondequiera lo posi-
tivo o lo bello muestra la resignacio? n tanto de su capacidad cri? ti- ca como de su fantasi? a interpretativa inseparable de la primera.
Q uien todo lo encuentr a bello esta? en peligro de no encont rar nada bello. Lo universal de la belleza no puede comunicarse al sujeto de otra forma que en la obsesio? n por lo particular. Nin- guna mirada alcanza lo bello si no va acompan? ada de indiferencia
y hasta de desprecio por todo cuanto sea externo al objeto con- templado. Es so? lo por el deslumbramiento, por el injusto cerrarse de la mirada a la pretensio? n de todo lo existente como se hace justicia a lo existente. Al romarlo en su parcialidad como lo que es, esta su parcialidad es concebida - y reconciliada - como su esencia. La mirada que se pierde en una belleza u? nica es una mi- rada saba? tica. Obtiene del objeto un momento de descanso en su jornada creadora. Pero si esta parcialidad es superada por la con- ciencia de lo universal introducida desde fuera y lo particular es afectado, sustituido o equilibrado por e? sta, entonces la justa vi- sio? n de la totalidad hace suya la injusticia universal radicada en la alteracio? n y sustitucio? n mismas. Esa justa visio? n se convierte en introductora del mito en lo creado. Ningu? n pensamiento esta? dis- pensado de esa complicacio? n, por 10 que no debe mantenerse torpemente a toda costa. Pero todo radica en la manera de efec- tuarse la transicio? n. La corrupcio? n proviene del pensamiento como acto de violencia, de acortar el camino que so? lo a trave? s de 10
impenetrable encuentra lo universal, cuyo contenido se conserva en la impenetrabilidad misma, no en una coincidencia abstracta de diferentes objetos. Casi podri? a decirse que la verdad depende del lempo, de la perseverancia y duracio? n del permanecer en el individuo: lo que va ma? s alla? sin haberse antes perdido roralmen- te, lo que avanza ya hacia el juicio sin haberse hecho antes cul- pable de la injusticia que hay en la contemplacio? n, al final se pierde en el vaci? o. La liberalidad que concede a los hombres su derecho de forma indiscriminada desemboca en su aniquilacio? n, igual que la voluntad de la mayori? a va en detrimento de la mino-
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tia, burla? ndose asi? de la democracia a cuyo principio se atiene. De la bondad . indiscriminada respecto a todos nace tambie? n la frialdad y el desentendimiento respecto a cada uno, comunlce? n- dose asl a la totalidad. La injusticia es el medio de la efectiva justicia. La bondad ilimitada se roma justificacio? n de todo lo que de malo existe al reducir su diferencia con los vestigios de lo bueno nivela? ndose en aquella generalidad que cobra expre- sio? n desesperanzada en la sabiduri? a mefistofe? lico-burguesa segu? n la cual todo cuanto existe merece su destruccio? n *. La salvacio? n de lo bello, aun en el embotamiento o la indiferencia, parece asi?
ma? s noble que la tenaz persistencia en la critica y la especifica- cio? n, que en verdad muestra una mayor inclinacio? n por las orde- naciones de la vida.
A esto se suele oponer la sacralidad de lo viviente, que se refleja hasta en lo ma? s feo y deforme. Pero su reflejo no es in- mediato, sino fragmentario: que algo sea bello so? lo porque vive, por lo mismo implica ya fealdad. El concepto de la vida en su abstraccio? n, al que se recurre, es imposible de separar de lo opre- sivo, de lo despiadado, de lo propiamente morti? fero y destructivo. El culto de la vida en si? lleva siempre al culto de dichos poderes. Lo que es as! manifestacio? n de vida, desde la fecundidad inagota- ble y los vivaces impulsos de los nin? os hasta la aptitud de aque- 1Ios que llevan a cabo algo notable o el temperamento de la mu-
jer, que es deificada a causa de que en ella el apetito se presenta en estado puro, todo ello, considerado absolutamente, tiene algo del acto de quitarle a un posible otro la luz en un gesto de ciega autoafirmacio? n. La proliferacio? n de 10 sano trae inmedia- tamente consigo la proliferacio? n de la enfermedad. Su ami? doro es la enfermedad consciente de si misma, la restriccio? n de la vida propiamente tal. Esa enfermedad curativa es lo bello. Este pone freno a la vida, y, de ese modo, a su colapso. Mas si se niega la enfermedad en nombre de la vida, la vida hipostasiada, por su ciego afa? n de independencia de ese otro momento se entrega a e? ste de lo pernicioso y destructivo, de lo ci? nico y lo arrogante. Quien odia lo destructivo tiene que odiar tambie? n la vida: so? lo lo
muerto se asemeja a lo viviente no deformado. Anatole France IiUpO, a su lu? cida manera, de tal contradiccio? n. <<No - hace decir al bene? volo sen? or Bergeret- , prefiero creer que la vida orga? nica es una enfermedad especi? fica de nuestro feo planeta. Seri? a biso- porteble creer que tambie? n en el universo infinito todo fuera
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? ? ? ? ? de hecho se evaporan en la nada. No so? lo han sido, como sabi? a Nietzsche, todas las cosas buenas alguna vez malas: las ma? s deli- cadas, abandonadas a su propio peso, tienen la tendencia a ter- minar en una brutalidad insospechada.
Seri? a inu? til pretender indicar la salida de semejante encerrona. Sin embargo, es posible sen? alar el desdichado momento que roda aquella diale? ctica pone en juego. Se encuentra en el cara? cter ex- cluyente de Jo primero. La relacio? n primitiva supone ya, en su mera inmediatez, aquel orden temporal abstracto. El propio con- cepto del tiempo se ha formado histo? ricamente sobre la base del orden de la propiedad. Pero la voluntad de posesio? n refleja el tiempo como temor a la pe? rdida, a la irrecuperabilidad. Lo que es, es experimentado en relacio? n a su posible no-ser. Motivo de sobra para convertirlo en posesio? n, y, en virtud de su rigidez, en una posesio? n funcional capaz de intercambiarse por otra equi- valente. Una vez convertida en posesio? n, a la persona amada no se la ve ya como tal. En el amor, la abstraccio? n es el complemento de la exclusividad , que engan? osamente aparece como lo contrario, como el agarrarse a este u? nico existente. En este asimiento, elob- jeto se escurre de las manos en tanto es convertido en objeto, y se pierde a la persona al agotarla en su <<ser mi? a>>. Si las personas dejasen de ser una posesio? n, dejari? an tambie? n de ser objeto de intercambio. El verdadero afecto seri? a aquel que se dirigiese al otro de forma especificada, fija? ndose en los rasgos preferidos y no en el Idolo de la personalidad, reflejo de la posesio? n. 10 especi? - fico no es exclusivo: le falta la direccio? n hacia la totalidad. Mas en otro sentido si? es exclusivo: cuando ciertamente no prohi? be la sustitucio? n de la experiencia indisolublemente unida a e? l, pero tampoco la tolera su concepto puto. La proteccio? n con que cuen- ta lo completamente determinado consiste en que no puede ser repetido, y por eso resiste lo otro. La relacio? n de posesio? n entre los hombres, el derecho exclusivo de prioridad esta? en consonancia con la sabiduri? a que proclama: ? Por Dios, todos son seres huma- nos, poco importa de quie? n se trate! Una disposicio? n que nada sepa de tal sabiduri? a no necesita temer la infidelidad, porque es- tara? inmunizada contra la ausencia de fidelidad.
toria irresistible que va de la aversio? n del nin? o al hermanito re-
cie? n nacido y el desprecio del estudiante avanzado hacia el novato, 50 y pasando por las leyes de inmigracio? n que en la Australia social-
demo? crata excluyen a quien no sea de raza cauca? sica, al exterminio
fascista de la minori? a racial, con lo cual todo calor y todo amparo
devorar o ser devoeedo. >> La repugnancia al nihilismo que hay en sus palabras no es so? lo la condicio? n psicolo? gica, sino tambie? n la condicio? n material de la humanidad como utopia.
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Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad.
