En una palabra, la teoría del contrato ya no puede
necesitar
de los coexistentes tal como son antes del contrato o en el momento de hacerlo.
Sloterdijk - Esferas - v3
En el Antiguo Régimen antropológico no hay más que una úni ca red social, y ésta significa el mundo para todos y cada uno de los que penden de ella.
Cuando todos los demás con relevancia son parientes -an tepasados, padres, hermanos, hijos, primos y cuñados-, coexistir significa tanto como: navegar en el espacio de las relaciones familiares y codificadas por leyes de linaje ".
De lo demás ha de encargarse el eterno retorno de lo semejante.
El hecho de que el motivo del parentesco de sangre, de carne, de huesos y de tótem vuelva irrecusables, asimismo, representaciones ar caicas de consubstancialidad entre los miembros del clan o de la línea, contribuye a neutralizar los inicios de una toma de conciencia de la di mensión casi de política exterior y de extranjeros que existe dentro de los matrimonios, incluso de cualquier posible abismo de diferencia entre los emparentados, y, sobre todo, entre los no-emparentados y desemejantes.
Lo exterior, lo que queda más allá del parentesco y de la pertenencia, es al principio y por mucho tiempo lo impensable, a lo que no alcanza mar cación alguna.
Lo desconocido aún no tiene asidero alguno desde el que se pudiera manipular.
En ese estado de cosas permanece en latencia lo problemático de la coexistencia de seres humanos con seres humanos y con el resto de lo existente.
La inconmensurabilidad de los extraños que da tras el horizonte; las comunidades ignoran aún las fuerzas centrífugas del gran número; tampoco los límites entre nosotros y no-nosotros dan mucho que pensar hasta entonces; la secesión de los individuos de sus gru pos conformadores acaba de comenzar imperceptiblemente; la bobina de las implicaciones está aún sólidamente arrollada.
Los arrollados no sospe chan hasta qué estados de des-arrollo y despliegue se llevará un día el aná lisis de los motivos y formas de posibilidad de coexistencia de sujetos aso ciados y libres.
Todavía no tienen idea alguna de que cercanía y parentesco son gotas en un mar de distancias.
La emergencia de lo político provoca el final de aquel «estado de mun do» -expresión de Hegel- en el que la coexistencia podía interpretarse ex clusivamente por el parentesco. Si hubiera que explicar en una palabra qué es lo nuevo en la «política», habría que decir: la política es el invento de la coexistencia como síntesis de lo no-emparentado. A ella va unida la
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creación de un colectivo común que no se agota en lo familiar. La época de los primeros imperios y de los antiguos dominios ciudadanos -por ha blar ahora en términos de historia política- viene señalada por avances ha cia formas ampliadas del nosotros. Desde entonces hay que pensar lo pro pio como resultado: cuando en esa época los seres humanos dicen «nosotros» piensan en una fusión de lo propio y de lo no-propio en un principio englobante. Así encuentra solución el problema temprano de al ta cultura, de cómo integrar grandes espacios de multiplicidad y no-cer canía en algo vinculante. Comienza la producción de paraguas simbólicos, que crean sobre las cabezas de innumerables gentes un coelum nostrum, una bóveda celeste compuesta de cosas compartidas. ¿Qué otra cosa son la me tafísica y la alta religión sino grandes fábricas de paraguas? El estado de mundo emergente será aquel en el que la coexistencia y colaboración de actores haya que entenderla como una mutua relación más allá de los la zos conyugales y de las líneas de ascendencia genealógicas y totémicas. Con el imperativo hacia las grandes formas-nosotros comienza la era de las solidaridades artificiales con sus enigmas y fracturas: la era de los pueblos y metapueblos, de las comunidades totémicas y naciones mágicas, de las identidades corporativas y de los universalismos regionales.
¿Cómo hay que entender, en su totalidad, la vida reunida y el mutuo ajuste de los reunidos en multiplicidades humanas, cuando entre los par ticipantes ya no puede presuponerse, con aquella primera obviedad, la coordinación apriórica que aporta el sistema de sangre y casamiento? ¿Có mo interpretar la coexistencia de seres humanos con sus iguales, junto con sus propiedades y allegados, en un colectivo que suponga una relación vin culante del existir unos con otros, unos en otros y frente a otros, ahora que ya no puede derivarse la compacidad de su asociación de las configura ciones de la comunidad de sangre? ¿Cómo entender la synousia cuando fa llan las orientaciones tribales y el tema de la síntesis ha de ser determinado con independencia de la genealogía? El lazo misterioso -reza la primera información- se anuda mediante participación en la vida de la polis, me diante relaciones de servicio cortesanas e imperiales, mediante alianzas es pirituales, mediante compromisos en una «cosa» común o mediante soli- darizaciones in distans sobre la base de valores y penas compartidos. En última instancia se remite uno a la constitución del cosmos, que rige a to dos, o al misterio del mundo, que engloba a todos. Pero, puesto que es evi dente que la coexistencia de los seres humanos en la polis significa algo di
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ferente de una reunión muda de «ganado, que pasta en el mismo pra do»23, ¿basta realmente con aducir, siguiendo a Aristóteles, una «comuni dad de habla y pensamiento» como motivo de la convivencia entre los mu chos no emparentados? ¿Se comprende adecuadamente la coexistencia, entendiéndola, con el autor de la Etica nicomaquea, como una sinergia de política y amistad?
La Antigüedad europea demuestra su fuerza irradiante por el hecho de suscitar ya esas preguntas, o al menos pre-formulaciones de ellas, con su gestiva inteligibilidad; es más, por el hecho de que las respuestas que supo dar a ellas hayan estado en uso hasta ayer y sólo recientemente hayan po dido ser sustituidas, gracias a un instrumental, básicamente mejorado, de descripción de hechos sociales y políticos. Ambas, tanto respuestas como preguntas, habían sido provocadas por la crisis y la catástrofe de las ciuda- des-Estado griegas en el cambio al siglo IV precristiano: en notable parale lismo con la crisis y el triunfo de la filosofía y las ciencias griegas, que se desarrollaron, al mismo tiempo, en una teoría general de la coexistencia de lo existente con lo existente en general24. La filosofía, que en el siglo de Platón era realmente una nueva, interpretó la cohabitación de seres hu manos con sus iguales, así como con animales, piedras, plantas, máquinas, dioses y planetas, como un todo ordenado al modo matemático, eutónica- mente proporcionado, bajo el prometedor título de kósmos. Pocas veces trataba de esto sin abrirse desde las condiciones impresionantes de orden en lo grande al poder-sentirse-en-orden-y-en-su-sitio de las almas indivi duales y de sus cooperaciones en la polis reformada imaginariamente. En general, los antiguos apenas hablan alguna vez sobre el universo sin tratar al mismo tiempo de la ciudad, y prácticamente nunca discutían sobre la ciu dad sin lanzar su mirada al universo a través de los lentes de la analogía25. Como gran totalidad de lugares, uno es ejemplar para otro en cada caso.
En el contexto de estas consideraciones cosmológico-ciudadanas emer gen dos explicaciones discrepantes, incluso opuestas, del porqué y el có mo del existirjuntos en la república de tantos seres humanos y tan llama tivamente diferentes por su apariencia, situación y origen: explicaciones que, desde el punto de vista de la historia de sus repercusiones, merecen ser llamadas arquetípicas. En ellas, el motivo parentesco, como funda mento de la coexistencia, se sustituye por principios más abstractos. La pri mera interpreta la coexistencia humana como resultado de una asamblea y convenio originarios de individuos, orientados en principio a sí mismos;
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la segunda, con un símil organísmico, interpreta el enigma de la coexis tencia mediante la primacía ontológica yjurídica de una totalidad frente a sus «partes» individuales o miembros. Que ambas explicaciones aparez can en los escritos de Platón, demuestra menos su compatibilidad que la despreocupación del pensamiento filosófico en su época fundacional por sistematizarse.
Por lo que respecta a la explicación de la «sociedad» por reunión o asamblea, que servirá de modelo a las teorías posteriores del contrato, el recurso a las fuentes conduce, entre otras cosas, al tercer libro de las Leyes de Platón, que alude a un posible surgimiento del Estado por la agrupa ción de los pocos supervivientes tras la última gran inundación. El atracti vo de la hipótesis platónica del diluvio universal consiste en que presenta las condiciones iniciales de una conformación social a partir de individuos adultos, sin que el filósofo tuviera que recurrir a abstracciones posesivo-in- dividualistas, que, como es sabido, sólo consiguieron ganar una apariencia de plausibilidad en las construcciones modernas de la sociedad por la te oría del contrato, sobre todo en Thomas Hobbes yJohn Locke. El «estado de naturaleza» de Platón presenta un conjunto de seres humanos después del cataclismo, cuya existencia aislada no se deduce de su naturaleza egoís ta o de su imperioso interés por la autoconservación y autoacreditación, si no del azar de su supervivencia en las cimas de las montañas; de lo que re sulta fácil deducir, por lo demás, que los actores de la primera asamblea hubieron de ser principalmente pastores sodomitas, que vivían solos, quie nes, de repente, tras el ocaso de toda civilización y forma política en los va lles, sintieron la necesidad de reunirse. La cuestión de los sexos queda en segundo plano, como si entre los griegos ilustrados existiera un acuerdo tácito de comprensión de la transformación de la sodomía alpina en pe derastía ciudadana, mientras otro tipo de relaciones se encargara de pro porcionar al Estado los nuevos ciudadanos. Platón no necesita explayarse sobre el resto de los motivos de la formación de comunidad (synoikía), ya que la antropología antigua presupone una sociabilidad natural de los se res humanos y sólo se deja intranquilizar puntualmente por casos concre tos de asocialidad, tal como aparecían en las fatalidades que sufrió Filoc- teto y en las primeras manifestaciones de misantropía. «¿No hubieron de estar deseosos de verse (a menudo) los seres humanos en aquellos tiempos a causa de su escaso número? »26. Por lo demás, en su mito de la asamblea originaria Platón no olvida mencionar que a aquellos primeros socios les
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acompañaban en su nueva comunidad frugal ciertos animales útiles, como cabras y ganado vacuno, que también habrían sobrevivido: algo que, sin embargo, no tiene consecuencias para la teoría de la coexistencia con lo otro en un todo político (otro modo de decir que los animales domestica dos se quedan sin representación en ese régimen2'27) .
El tema del surgimiento de la sociedad por el asentamiento en común de adultos, que viven aislados, no carece de plausibilidad en la tradición griega más antigua: constituye, al menos, un fantasma asimilable en cuan to uno se recuerda de que no pocas entre las ciudades áticas más impor tantes parece que surgieron de un synoikismós, de la decisión de comunas regidas por la nobleza, antes autónomas, de colaborar dentro de muros comunes. Además de esto, los partidarios de la teoría de la asamblea podrían remitirse al fenómeno, documentado de múltiples maneras, de la «géne sis del pueblo a partir de asilos», que -en crasa contradicción con los mo dernos conceptos románticos substanciales de pueblo- permite reconocer cómo gran número de los que más tarde se llamaron pueblos se formaron por una mezcla de poblaciones que daban asilo con otras que recibían asi lo, de la procedencia más dispar28. (Además, figuras como las ciudades de asilo de la Antigüedad y las ciudades libres de la Edad Media demuestran la formación de una población más o menos homogénea a partir de agre gados humanos completamente heterogéneos en principio. ) Pero ambos modos de ver las cosas, que la etnopoiesis suceda por contrato o por mez cla de troncos étnicos diferentes, han de desanimar a etnozoólogos y esen- cialistas étnicos. Así y todo, el sentido de las explicaciones asambleístas de la coexistencia humana no es, sin embargo, histórico. Lo que importa, más bien, a los defensores de tales teorías es interpretar la coexistencia «en so ciedad» como expresión de los intereses de los socios, con el fin de poder someter el estado de la comunidad real a un examen de razonabilidad desde el punto de vista de los intereses de los participantes. Ya los escritos teó ricos del Estado de Platón, la República, el Político y las Leyes, dejaban claro que la polis empírica no resistía un examen así, por lo que hubo de resig narse a una emigración de los más inteligentes y descontentos al extranje ro del racionalismo, a la cosmópolis. Desde entonces los hombres de espí ritu tienen una segunda vivienda en lo universal. Por ello, las ideas de un nuevo despegue de la «sociedad» gracias a una asamblea primitiva de per seguidores de intereses, adultos, razonables y en condiciones de hacer un contrato gustan de articularse bajo la forma de utopías, es decir, de pros
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pectos de viaje que encarecen situaciones fabulosas en islas gobernadas por la razón. Tienen que proporcionar la prueba de que las «sociedades» son posibles en general. En consecuencia, el utopismo, sobre todo en for ma de sueños políticos isleños, es, por decirlo así, el dialecto natural de la Modernidad, que gusta de contratos; dialecto que asimila la empresa de parecido sentido de la Antigüedad como ejercicio preliminar para pro yectos propios. Como hizo notar Gilíes Deleuze en un trabajo temprano, la isla abandonada ofrece un refugio apropiado a la idea de un segundo y más rico nuevo comienzo29.
Sólo desde las nuevas descripciones, que circularon en el siglo XVII, de las asociaciones humanas como resultados de contratos puede reconocer se qué es lo que pretenden las fantasías de una asamblea originaria de los individuos para formar «sociedad». Según ellas, todos los pueblos históri cos -o como quiera llamarse a las unidades de quienes coexisten habitual mente en líneas genealógicas- procederían de un contrato de convivencia, cerrado in illo tempore, renovado implicite en la actualidad entre los miem bros del colectivo, de modo parecido a como una sociedad mercantil resul ta del encuentro de los socios y se convierte en una empresa organizada
jurídicamente y de responsabilidades compartidas. Teorías de ese tipo se formulan al servicio del individualismo, tanto del posesivo como del ex presivo, en tanto lo definamos como la pasión de ser individuo e inde pendiente. La pasión del individuo individual es la de afirmarse como mai- tre etpossesseur de la propia vida en todas sus dimensiones. La autoposesión, tal como la entienden los poseedores modernos, presupone la ruptura con el pasado tanto propio como colectivo, exige la renuncia a los dictados de la genealogía, a todo tipo de cadena que pretenda alcanzar desde lo sido hasta lo actual. El asesinato del padre no tiene sentido si no se extiende al asesinato de los antepasados. En la pizarra borrada de la razón del nuevo despegue no puede haber nombres de ascendientes ni de predecesores, en tanto que éstos pretendan ser más que consejeros lejanos230. Quien ha bla de «sociedad» se refiere, si sabe lo que dice, a una asociación de neo- principiantes que elevan el olvido a primera virtud231.
El modelo de ello es conocido: en el iniciador del contractualismo ra dical más reciente, Thomas Hobbes, individuos llenos de miedo racional a la muerte fundan juntos la firma-Estado Leviatán, con la idea de que sea dirigida por su manager general, el príncipe, como empresa de prestación de servicios, provocadora de miedo, imponente, para la producción de paz
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y seguridadjurídica en una antigua zona de guerra civil. El objeto del con trato es en Hobbes una abismal cesión de la voluntad propia de todos los individuos en conjunto al soberano, que, según ello, sólo tiene poder en tanto que representa un tercero privilegiado. Es un monarca absoluto en tanto que su soberanía no tolera oposición alguna; constitucional, en cuanto que su poder no es más que el efecto acumulativo proveniente de la delegación de las pasiones de autogobierno de los socios de contrato en uno, que ha de disciplinar, amenazar, sobrepasar a todos. La sospechosa fórmula del contrato, que, una vez firmada por todos, funda el absolutis mo constitucional, reza:
I authorize and give up my Right of Goveming my selfe, to this Man, or to this Assembly of men, on this condition, that thou give up thy Right to him, and authorize all his Actions in like manner. This done, the Multitude so united in one Person, is called a COM- MON-WEALTH. . . 232
Lo más notable de estejuramento condicionado reside en el hecho de que el pueblo del Estado es unido por la astucia del contrato en una úni ca persona (o en una única cámara), sin tener que reunirse físicamente; y la renuncia a esa asamblea no es menos importante, desde luego, que el abandono de todas sus violentas pretensiones de autogobierno. Cuando los socios del contrato se vuelvan a empeñar un día en aparecer todosjun tos en asambleas presenciales, se acabó la idea absolutista de delegación racional: el nuevo soberano, el pueblo de los Estados nacionales, a pesar de todos los esfuerzos por una idea democrática de representación, se en tregará desde 1789 una vez y otra al sueño dfe la asamblea con presencia real de los asociados en grandes empresas comunes; y el rastro de violen cia de la voluntad de reunión directa marcará lo que se llama la era de las masas. (Por lo que el grito de los demostrantes anti G8 en Génova enjulio de 2001: «Somos 6. 000 millones» produce una mezcla de sentimientos en tre quienes conocen la historia. )
Por lo que respecta al violento constructivismo del Leviatán, y prescin diendo de motivos sistémicos, resulta, ante todo, de las macabras opinio nes de Hobbes sobre las interacciones originarias de los seres humanos. En su coexistencia meramente natural, preestatal o insuficientemente es- tatalizada, los seres humanos, por motivos en apariencia intemporalmente válidos, constituyen necesariamente pluralidades no pacíficas: quienes vi
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ven simultáneamente están condenados, sin piedad, a guerra y rivalidad incesantes, porque cada uno de los individuos, como un perpetuum motile del egoísmo, se ve obligado a intervenir en su entorno y causar quebranto a los competidores en la lucha por los escasos recursos. En consecuencia, una lucha sin fin por los bienes no compartibles y las posiciones ventajo sas revuelve el campo social. La guerra civil dice la verdad sobre la coexis tencia de los ciudadanos antes del contrato. Como guerra de todos contra todos, es el mecanismo simbiótico más poderoso, en cuanto que crea en tre los combatientes esa proximidad que sólo establece la cordialidad del odio mutuo. Esa guerra significa para Hobbes el efluvio natural del plura lismo espontáneo de las arrogancias, y, en consecuencia, sólo una segun da asamblea o reunión bajo un soberano, que mantuviera enjaque a todos con la misma intensidad, podría establecer relaciones soportables entre los asociados. Un contrato de renuncia a la arrogancia ha de fundar la so ciedad como tal: «sociedad» no es, en principio, otra cosa que un nombre para la asociación de los sujetos que han renunciado a sus presunciones. De ahí se sigue que quienes no tienen posesiones no pertenecen a la so ciedad, porque aún no han conseguido nada a lo que pudieran renunciar; igualmente, los nobles incorregibles no son capaces de vivir en sociedad, porque se ven en la imposibilidad de renunciar a su presunción heredada. Poseídos de su derecho al prestigio que llevan consigo, y a una expansión máxima, son incapaces de ser sujetos en una commonwealth regulada; se ma nifiestan como anarquistas incastrables, eternamente inquietos. Para Hob bes parece indudable que la multiplicidad natural de las presunciones só lo puede ser contenida por la maravillosa artifícialidad de la máquina del Estado.
En su aplicación a la cosa pública, el pensamiento jurídico-contractual constituye una forma temprana de explicación, sugestiva por su unilatera- lidad, de aquello que en el saber primario sobre la coexistencia de seres humanos con sus semejantes viene dado sólo en implicaciones compactas. Si interpreto la asociación humana como resultado de un contrato, dis pongo de un concepto que permite entender a quienes conviven como asociados y su forma de coexistencia como sociedad; y de ese modo me queda claro el principio de su conexión. Si resulta legítimo imaginar una sociedad, en dicho sentido, como una maquinaria de personas propulsada por intereses, entonces su modus operandi ya no es secreto alguno. La «sín tesis social» se efectuaría por eljuego conjunto de voluntades individuales
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contractualmente coordinadas y, en esa medida, transparentes. Quien ha bla de contrato parece tener ante sus ojos, por decirlo así, el plano de construcción o el organigrama de la asociación. Cuando puede contarse con intereses no hay que presumir ninguna solidaridad misteriosa, ningu
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na compenetración profunda antes de la adhesión al contrato, ninguna profundidad prerracional de la comunidad.
De hecho, para un estado de mundo caracterizado cada vez más por empresas industriales, capital financiero, comercio e intercambio, trabajo asalariado, convenios colectivos, prestaciones de servicio, anuncios, me dios y modas, el concepto «sociedad» posee fuerza descriptiva en un enor me número de situaciones. Su ascenso a metáfora dominante del todo de la coexistencia de seres humanos y lo demás fue impulsado durante la era de la transición a las condiciones modernas de mundo por una fuerte su gestión empírica; se le podría saludar, incluso, como una explicación ra cionalmente satisfactoria de colectivos cooperantes en general, si no fuera por un hecho que sólo ahora, contrastado con la película de la afirmación contractual, hubo de resultar sorprendente y maduro él mismo para la ex plicación: que algunas de las dimensiones esenciales de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes no tienen, ni pueden tenerjamás, bajo circunstancia alguna, carácter contractual o calidad de asociación de con veniencia. ¿O es que mis progenitores, por ejemplo, tenían conmigo un contrato de alumbramiento-en-el-mundo? ¿Puedo afirmar que hubiera ce rrado un contrato de parentesco con mis padres y hermanos? El campo de las relaciones «adultas», jamás reconstruibles contractualmente, se extien de a las confesiones religiosas, da igual si son de naturaleza religioso-po pular o si se llega a ellas por profesión de fe y entrada en una comuna es piritual, y abarca también, finalmente, los grupos comunitario-culturales de identificación de tipo nacional o popular, incluso empresarial (como muestra el ejemplo del feudalismo japonés de las empresas). Además de esto, más que cualquier otra cosa son las relaciones de dominio directo o indirecto, que perduran bajo la máscara de la contractualidad, las que des mienten la ficción del contrato. Estas objeciones llegan, sin embargo, de masiado tarde, a la vista de la forma social autoformante de la coexisten cia de seres humanos con seres humanos y de la reflexión que hacen sobre ella las «sociologías» de la Modernidad.
No obstante, va creciendo la irritación por lo inadecuado de esos arre glos lingüísticos. No es de extrañar que durante el desarrollo de la «socie dad burguesa», sobre todo en los epílogos interpretativos de la Revolución Francesa, no pocos pensadores, invocando los aspectos citados referentes a la coexistencia humana, comenzaran a rebelarse contra los absurdos contractualistas llevados al extremo por la «Ilustración» unilateralizada.
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Fue entonces cuando conceptos como tradición, costumbres, pueblo, cul tura y comunidad, llegaron a cargarse de un pathos desconocido hasta el momento; ciertos usuarios de esas expresiones se prometían de ellas nada menos que la sociodicea verdadera. Sobre todo la palabra comunidad se llenó de connotaciones metafísico-grupales, que hasta entonces le habían resultado extrañas. Bajo su signo se formaron, aproximadamente al mismo tiempo, el romanticismo, el conservadurismo y el holismo estatal dialécti co -con el marxismo como variante sociologista más agresiva-, como tres intentos, impregnados de alta modernidad, de defenderse contra las dis torsiones del saber sobre la coexistencia producidas por las ideologías con tractuales, individualistas y atomistas. Pero, como se percibe retrospectiva mente, estos movimientos -se los podría sintetizar como la sublevación de los holistas- no tenían a su disposición un lenguaje suficientemente desa rrollado como para formular sus intuiciones anti-contractualistas, razón por la cual las cabezas de esa tendencia se vieron obligadas la mayoría de las veces a recurrir a los clichés del holismo clásico autoritario, cuyas fuen tes -como la de la teoría de la reunión o de la asamblea- pueden retro traerse una vez más hasta las Leyes de Platón.
Así pues, la hora del pensamiento con pretensiones sociológicas de la to talidad suena, asimismo, dos veces: primero, en las fundamentaciones tem prano-racionalistas de la cosa pública hechas por la filosofía antigua y, de nuevo, en los redescubrimientos tanto modernos como contramodemos de la colectividad en sentido holístico. Sólo si se admite que el principio de la coexistencia de seres humanos con seres humanos y lo demás no puede ser representado propiamente como contrato y en absoluto meramente como arreglo de conveniencia entre individuos mayores de edad, calculadores de intereses, habrá que preguntarse en qué colectivo mayor están «conteni dos» los coexistentes recíprocos y qué nexo une realmente a unos con otros. Evidentemente, lo que se busca aquí es una explicación de una conexión fuerte entre seres humanos, más antigua que la asamblea, el acuerdo, el contrato y la constitución ratificada. Lo que ahora aparece ante la vista y exi ge interpretación es la posibilidad de un poder unificante y mantenedor con una fuerza de troquelaje tan penetrante que se adelante a la autorrefe- rencia de los portadores de intereses y determine a todos los individuos co mo manifestaciones puntuales de una realidad común preeminente.
Se habla, naturalmente, de la totalidad: esa heroína de mil formas, de la que tratan las doctrinas tradicionales de la sabiduría. Como mejor se en
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tiende el holismo clásico es como una primera forma de explicación y cri sis de las expectativas de integración, apenas necesitadas de articulación antes, arcaicamente compactas, automatizadas, por decirlo así, de miem bros de grupos de gran poder reproductor y de grandes tradiciones; ex pectativas, sin embargo, que, en circunstancias de mayor desarrollo, se frustran tan a menudo y necesariamente que se hace inevitable una nueva concepción, más explícita, de la relación entre la polis y sus ciudadanos (nos encontramos ahora en el ámbito de las culturas ciudadanas griegas). La frustración es debida a que los individuos, en cuanto gozan de liberta des locales y confort ciudadano, ya no cumplen, sin más, lo que el así lla mado todo exige de ellos. Esto se manifiesta, normalmente, porque en los sectores de servicios aparece una resistencia frente a las tareas, sacrificios y tributos que reclaman los dominantes. Ya la ciudad clásica es sobrepuja da por los efectos colaterales no deseados de su liberalismo: el primer principio de su síntesis, el compromiso solidario de los muchos, es mina do por el segundo principio, la orientación de los ciudadanos a sus legíti mos intereses propios y familiares; este socavamiento se hace más notorio cuanto mayores son los éxitos políticos de la república. La comuna más próspera es la primera que se topa con el riesgo de malograrse ante su pro pio florecimiento. De esta situación proviene la originaria filosofía política de la totalidad (la primera ontología del conservadurismo, podría decirse también). Ilustra el camino occidental a las formas de pensamiento de los imperios administrativos autoritarios.
El argumento magistral en favor de la reacomodación de individuos des regulados y grupos de intereses separatistas en un así llamado uno y todo lo presentó Platón en el décimo libro de las Leyes, y no por casualidad en el contexto de una disertación sobre las penas que amenazan por la contra vención a la voluntad de los dioses, sobre todo en el caso del delito políti co-religioso capital, llamado ateísmo (que significa, en el fondo, ultraje al todo). El contexto resulta sintomático porque en el discurso del primer po- litólogo los dioses son reconocidos como los medios ciudadanos auténticos y reales y representan eo ipso los garantes ontológicos del espíritu de solida ridad. El interlocutor ateniense en el diálogo platónico concibe un mode lo de discurso, con cuya ayudajóvenes amenazados de ateísmo y anomismo puedan ser recuperados para el ecosistema de la planificación divina del mundo: habría, concluye, que convencer a los delincuentes
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Giuseppe Arcimboldo (contorno), ElcaballodeTroya,comienzos del siglo XVII.
[. . . ] de <i u* el que se ocupa del universo tiene todas las cosas ordenadas con miras a la preserva( ion y a la virtud del todo, mientras que cada una de las partes de és te se limita a ser sujeto y objeto, según sus posibilidades, de lo que le sea propio. Y cada una de* estas cosas, hasta en la más pequeña escala, tienen en cada acto o ex periencia unos regidores encargados de realizar un perfecto acabamiento incluso en la más mínima fracción. «Pues bien, una de éstas es la tuya, necio de ti, que tien de hacia el todo y a él mira siempre, aun siendo tan pequeña como es; pero lo que pasa es que tú no comprendes, en relación con esto mismo, que no hay generación que no se produzca con miras a aquello, para que haya una realidad feliz en la vi da del lo lo. y que la generación no se produce en tu interés, sino que eres tú el
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nacido en beneficio de ello. . . »2TM. [El regidor supremo] tiene ya dispuesto, en rela ción con todo ello, qué clase de disposición debe ir a ocupar y qué lugares a habi tar en cada caso lo que es de una manera o de otra254.
La expresión clave performativa de esa alocución reza: «sigue estando oculto para ti», completada por la advertencia: aquí, sin embargo, se te desvelará de una vez por todas lo oculto durante mucho tiempo. La doc trina de la totalidad se dirige a individuos rebeldes, a quienes hay que sa car del error originario popular de que existe una pluralidad natural de individualidades, más o menos del mismo rango, que, cada una a su mo do, se preocupan legítimamente de lo suyo; de lo que podría deducirse que la cosa pública es sólo, por decirlo así, un subproducto de los juegos de vida individuales e idiosincrásicos en cada caso. Pueden hablar así los sofistas liberales (y sus sucesores modernos, los románticos de la plurali dad y, lo peor de todo, los deleuzianos y latourianos), pero tales declara ciones no son dignas de un ser (platónicamente) pensante. Quien quiere experimentar la verdad tiene que estar dispuesto a misiones superiores: la respuesta platónica supergrande a la gran pregunta por el fundamento de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y con lo demás al canza el nivel de últimos enunciados teocosmológicos con un salto audaz, sin consideración a escrúpulos burgueses. De acuerdo con sus tesis, el todo del mundo constituye una obra de arte perfecta y, según otras versiones, un dios bienaventurado realmente existente235o un hiper-ser sin entorno y eterno236, que, en correspondencia con su constitución omnicomprensi- va, sobrepasa, engloba e integra a todos los seres individuales. La doctrina de Platón sobre la unidad de los seres constituye una información filosófi ca en el preciso sentido de la palabra, en tanto que, de acuerdo con su di seño tradicional, se entienda la filosofía como informe pericial sobre rela ciones de totalidad, e incluso, quizá, en su corriente principal idealista, como un encubierto sacerdocio de la totalidad, consagrado a una religión del consenso. Pero, sea cual sea la definición de la filosofía: es, en primer término, una agencia de sub-ordenaciones hiperbólicas por lo que se re fiere a todo aquello que es el caso. Ordenación significa asignación de si tio. Se entiende fácilmente por qué ha de tratarse aquí de una informa ción edificante, es decir, disipadora de dudas, respecto a tono y tendencia, que confronte a los confusos mortales, a los individuos enredados en el error inicial del pluralismo espontáneo, con un enunciado con autoridad
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sobre las últimas verdades estructurales y profundas, de constitución holís- tica, sólo comprensibles del todo por expertos. No obstante, las relaciones traen consigo que el evangelio de la armonía invisible del todo haya de ser predicado también al profano, e introducido en su repertorio de verdades. Porque quien comprenda esto mostrará voluntad de permanecer tranqui lo en el sitio que se le ha asignado.
El señuelo con el que Platón quiere ganar la conciencia individual dis cordante para la causa de los dioses de la totalidad y para el cosmos cons tituido por ellos no es ninguna tesis que persuada porque agrade. En tan to que retrata el cosmos como una totalidad de sentido perfecta, pensada hasta el último detalle, y al ser humano individual como su parte funcio nal, el filósofo se sirve de un argumento de poder formal de convicción y de elevación enmudecedora: una prueba, si se quiere llamarlo así, cuyas irradiaciones pueden seguirse a través de dos milenios y medio. El apre mio irresistible que procede del razonamiento del ateniense radica en la insinuación a atenerse, a la hora de interpretar la situación del ser huma no en el mundo político, al esquema: el todo organizado y sus partes; es quema del que, una vez aceptado, sólo puede seguirse la sumisión del in dividuo al plan general (suponiendo que no se considera la posibilidad de una abierta secesión en el mal querido y sabido, como lo otro de lo per fecto) .
No asistimos a nada menos que a la escena argumentativa primordial del holismo; y eo ipso a la fundación originaria de los biologismos sociales, organicismos políticos y doctrinas del Estado considerado como una obra de arte. Lo que proporcionó su fuerza a este argumento fue la introduc ción subversiva del principio teleológico en el concepto de mundo, según el cual la coexistencia de las cosas existentes en el universo viene determi nada por un contexto finalista que penetra todo, del mismo modo que en las obras arquitectónicas todo detalle está en su sitio y que en los cuerpos vivos todo órgano contribuye desinteresadamente a la eudaimonía saluda ble del todo. Esta introducción no fue subversiva en el sentido de que hi ciera entrar en el discurso algo tácito, de lo que pretendiera sacar prove cho en el futuro con una estratagema oculta; lo que hizo, más bien, fue fijar en carteles su premisa fundamental, y de un modo tan agresivo que se volvió invisible su estatus precario en medio del brillo de esa exposición hi- perexplícita. De golpe, lo más improbable quiso valer como lo más cierto. La transferencia de la idea de obra de arte u organismo al todo del mun
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do se llevó a cabo con tal energía persuasiva que al destinatario sólo le que daba ya el asentimiento o la resignación. En cuanto he cedido a la subor dinación, que me convierte, con mi existencia entera, en órgano de un ser cósmico viviente o en sillar de un templo integral (o, por cambiar una vez más de metáfora, en voz de un coro universal), me someto a una imagen de mi situación en el todo del mundo, de la que no puede seguirse otra cosa que la obligación de dejarme utilizar dócilmente para los supuestos fines de la totalidad hipostasiada. Siento que estoyjustamente en el lugar al que pertenezco. Con el esquema del todo vivo y sus partes el holismo su blime depara la matriz de las ontologías altamente culturales de coopera ción, servicio, sacrificio, sin las que no funciona hasta hoy ninguna Iglesia romana, ninguna empresajaponesa, tampoco ningún cuerpo de marines USA ni ninguno de los regímenes militares que han mostrado sus violen tos colores sobre los mapas políticos del siglo XX.
La madurez de la hipnosis holística se alcanzó ya en la época de los em peradores romanos. Marco Aurelio proporcionó un testimonio del natu ralismo monolítico del estoicismo al designar como «una tumescencia en el cuerpo del mundo» a cualquiera que se le ocurra escandalizarse por si tuaciones en la naturaleza; estamos creados para cooperar «como el maxi lar superior y el inferior»237. Por lo demás, de acuerdo con este modo de ver las cosas, en el universo no hay sitios equivocados; cualquier lugar en el todo se adecúa a su ocupante; éste, en consecuencia, nunca puede ha cer nada mejor que someterse aljuicio de Dios, que habla desde la propia situación. «Reconoce el lugar» significa aquí: Descubre la tarea que inclu ye tu lugar. Igual que dice Rousseau en el Contrato social«Una vez funda do el Estado, la adhesión reside en el domicilio»238, la divisa de Platón, co mo la de Zenón, podría ser: Una vez organizado el cosmos, la adhesión reside en el ser-ahí mismo.
Que la aplicación de la metáfora del organismo a la coexistencia de mu chos y diferentes en un todo político, integrado cuasi-psicosomáticamente, no sólo fue un invento de la filosofía ateniense, sino que constituye un pen samiento elemental de los primeros pueblos con Estado, puede deducirse de la fábula del estómago y los miembros, introducida en el canon de las leyendas políticas de la antigua Europa por Tito Livio y su elocuente ex cónsul Menenio Agripa. Livio, en el segundo libro de su crónica romana Ab urbe condita, que trata de los acontecimientos sucedidos en el cambio del siglo VI al V antes de Cristo, informa sobre uno de los momentos más oscu
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ros de la historia de Roma, cuando la ciudad, segmentada por luchas de es tamentos, se había hundido en un pánico paralizante por el mutuo temor (mutuo metu) entre los nobles paires y la plebs insurgente. En esta situación desesperada, en la que los pocos capaces de juicio sólo podían prometerse la salvación de la cosa pública por la recuperación de la concordia, surgió el momento crítico para la retórica política edificante. Menenio apuesta el destino de Roma a una comparación organísmica:
En la época -(así se dirige el orador al pueblo irritado)- en la que en el ser hu mano no estaba todo en armonía como ahora, sino que cada uno de los miembros pensaba y hablaba para sí, las demás partes del cuerpo se habrían irritado si toda su solicitud, su esfuerzo y su prestación de servicio hubiera ido para el estómago, mientras el estómago se quedaba tranquilamente en el medio, sin hacer otra cosa que disfrutar de los placeres ofrecidos. Se hubieran conjurado, de modo que las manos ya no llevaran más alimentos a la boca, la boca no aceptara ya más lo que se le ofrece, y los dientes no mordieran ya. Al pretender, con esa ira, domesticar el estómago por hambre, los propios miembros y el cuerpo entero se debilitarían en extremo. De modo que queda claro que también el estómago presta sus servicios diligentemente y que no es alimentado en mayor medida de la que él alimenta, re partiendo proporcionalmente en las venas la sangre, por la que vivimos y que nos hace fuertes, haciendo que vuelva a todas las partes del cuerpo después de haber recibido su fuerza por la digestión del alimento-*'.
Por la analogía entre la rebelión de los miembros contra el estómago y la ira de la plebe contra los patres, Menenio consiguió finalmente calmar los ánimos (flexisse) de la multitud irritada. La imagen del consenso de los órganos flexibiliza a la multitud rebelde y le hace volver de la parálisis ame drentada a la cooperación. Quizá pueda concluirse del suceso que ciertas oscuridades de la coexistencia son clarificables, en principio, por símiles organísmicos, como si la idea de la coexistencia antagonistamente coope radora de elementos disímiles sólo pudiera articularse en una asociación gracias a préstamos tomados de metáforas biológicas compactas. El cuer po vivo es la trampa figurativa, en la que el primer pensamiento holístico no puede dejar de caer. Y cuando aún no se tiene ante los ojos el animal- mundo divino omni-integrador, como el cosmos platónico lo presentará ante discípulos edificados, un animal-res-publica con órganos individuales razonables cumple su misma función en principio.
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Huelga en nuestro contexto presentar con más detalle los sinos de las teorías del contrato, así como las de los organicismos. Que ambas escuelas se hayan mantenido vivas hasta el presente, ensambladas una con otra, una frente a otra, una en otra, hay que interpretarlo como indicio de lo muy su gestivas que fueron las respuestas primarias a las preguntas por el funda mento de la coexistencia. Tampoco tienen por qué ocupamos en este ins tante las modernizaciones del holismo crítico, que interpretan el principio de la conexión social por el proceso de capital con su nexo de intercambio o por la diferenciación de subsistemas dentro de la sociedad mundial. Por ahora resulta mucho más interesante el hecho de que ambas fueran acom pañadas casi desde el comienzo por una desazón, más aún, por una espe cie de incredulidad frente al tirón inverosímil tanto de la explicación con- tractualista como de la holista. Este escepticismo dejó sus primeras huellas, de nuevo, en Platón, quien, como para desmentir sus dos fundamentacio- nes de la comunidad, y haciendo uso de una libertad de pensamiento an terior a toda ortodoxia, bosquejó los contornos de una tercera teoría de la síntesis social: aquella doctrina inexorablemente realista, cuasi-funcionalis- ta, de la mentira noble, mediante la cual, siguiendo los consejos de la Repú blica, debían reafirmarse los sentimientos de afinidad de los ciudadanos, para evitar la sublevación de los desfavorecidos en la división de clases. Según ella, el principio de la coexistencia de seres humanos con sus seme
jantes residiría en una mistificación común o, por hablar anacrónicamen te, en un contexto de ofuscación creado artificialmente, que abarcara, en su propio beneficio, tanto a los mentirosos como a los mentidos240.
Tanto en la teoría del contrato como en el holismo hay que habérselas con hipérboles de una desconsideración marcadamente constructivista, que impresionan porque abjuran de la experiencia cotidiana y la sustitu yen por elaboraciones de una metáfora abstracta. A la mayor parte de las modernas sociologías, politologías y filosofías sociales cabría caracterizar las como una serie de intentos de equilibrar las sobretensiones tanto de un planteamiento como de otro mediante cruzamientos entre ellos, como si fuera posible subsanar dos fallos, combinando uno con otro.
El contractualismo, como el organicismo, son esencialmente deudores de su objeto, sobre todo porque se ofrecen a expresar la razón verdadera de la coexistencia de seres humanos con seres humanos y demás, sin po der formular palabra alguna con sentido sobre el espacio en el que se pro duce la síntesis, más aún, sobre el espacio que abre esa síntesis. Ambos son
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ciegos del ojo espacial, dicho aún de modo más general: del ojo de la si tuación o del ojo del contexto. Consideran esa ceguera como una ventaja, porque pretenden ver en el medio de la teoría algo que se sustrae al pun to de vista preteórico. Con todo, el teórico del contrato ha de admitir aún que sus llamadas sociedades se componen de pluralidades espontánea mente dadas, aunque él sólo describa equívocamente el principio de la composición. Al colocar el fundamento inteligible de la conexión de los asociados en el supuesto contrato entre ellos, hace caso omiso del punto de partida, de la irreducible multiplicidad de familias con su propia idio sincrasia y de la de ejemplos de vida vecinos, motivados análogamente. De los coexistentes fácticamente en espacios propios y tiempos propios no queda más en este modelo que una pluralidad abstracta de voluntades puntuales dotadas de razón, que se transforman en «ciudadanos» en cuan to se han comprometido con una forma de vida cooperadva para la per secución de intereses comunes. El contractualista, con precipitación cons ciente, se refugia en la idea de una configuración voluntaria de unidad, de la que nunca conseguirá decirse dónde, cuándo y en qué medio pudo ha berse llevado a cabo ni cómo logró tomar tierra: por lo que no es de ex trañar que todavía ningún archivero haya conseguido descubrir el armario de actas en el que se conserva la del contrato social. El contractualismo vi ve de alucinaciones, hoy llamadas supuestos contrafácticos: sobre todo de la de una asamblea originaria, en la que los asociados encuentran gusto en abandonar su modo de vida precontractual para ponerse bajo la protec ción de leyes comunes. El exquisito en-ninguna-parte, en el que se cierra el contrato, desvía la vista de la constitución situacional de la coexistencia y de su dinámica espacial propia.
Cuando se reclama expresamente el encubrimiento de la mirada a lo real, como en las más recientes modernizaciones de la teoría del contrato, por ejemplo en la Teoría de lajusticia deJohn Rawls241, se invita a las partes a unjuego sociógeno a la gallinita ciega, en el que tras un «velo de igno rancia» han de estipularse relaciones recíprocas limpias. El contrato ha de proceder aquí de un nirvana topológico, llamado «estado originario», en el que la ceguera ante la situación se declara como virtud:
Ante todo, nadie conoce su puesto en la sociedad, su clase o su estatus; tam poco sus dotes naturales, su inteligencia, fuerza corporal. [. . . ] En el estado origi nario los seres humanos tampoco saben a qué generación pertenecen242.
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En esta construcción filosófico-moral puede apreciarse cómo la teoría del contrato emprende a ojos vistas la huida de la improbabilidad al ab surdo, con la contrafacdeidad como etapa intermedia: postulando una po blación depurada de toda cualidad histórica, psíquica y somática, que se mantenga a disposición como conejillo de Indias de la justicia. Se trata, claramente, de una ideología para países de inmigración, cuyos ciudada nos han de aprender a considerar sus cualidades y posesiones como polvo de ayer: las diferencias son borrables. Tras el velo de la ignorancia han de reunirse seres humanos sin atributos, sin distintivos, sin papeles: un carga mento de emigrantes, por decirlo así, que tras una larga travesía son de sembarcados en una tierra virgen, agotados y agradecidos por todo lo que prometa de algún modo un nuevo comienzo; más aún: un grupo de en- counter,; que hace su entrada, desnudo, en la Gran-Filadelfía para autoexperi- mentarse. En cualquier caso, sólo individuos que han roto consigo mismos parecen apropiados para realizar la tarea asignada a ellos: la negociación de un contratojusto de coexistencia. Sólo seres humanos, que han perdi do el oído y la vista en relación con su situación en el espacio, tiempo, des tino y ánimo, serían aptos para conseguir el derecho de ciudadanía en una comuna de Rawls. Parece que, proveniente de los tiempos de la Revolu ción Francesa, se vuelva a oír la voz del utopista Anarchasis Cloots, que gustaba de considerar los nombres de las naciones (e ipsofado de todas las localidades y propiedades) sólo como «etiquetas góticas». Parece que el mejor filósofo del derecho no tiene nada en contra de presentarse co mo el peor sociólogo, mientras le dejen mano libre para borrar las cuali dades locales y las coloraciones conflictivas de las células de vida coexis tentes: aquellas, en primer lugar, por las que los coexistentes se implican en sus configuraciones espaciales concretas y en sus historias locales.
En una palabra, la teoría del contrato ya no puede necesitar de los coexistentes tal como son antes del contrato o en el momento de hacerlo. Se dirige a seres humanos que, en tanto pecadores, heredaron propieda des y, en tanto penitentes, están dispuestos a comenzar de nuevo más allá de sus propiedades; se nota, en efecto: estamos en terreno protestante y kantiano. En esto, la utopía de Rawls congenia con una cierta teoría de la acción comunicativa, que tampoco tiene aplicación alguna para quienes hablan fuera de situaciones idealizadas de habla. Esta teoría describe a los comunicadores como si sus discursos fueran consecuencia de un convenio de intercambio de frases, que, perdidas las esperanzas en su propio parlo
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teo en estado natural, hubieran acordado unos con otros en el momento de tránsito al estado lingüístico contractual. Aquí como allí: Teoría Pri mera para el Ultimo Hombre’4*.
Por lo que respecta al organicismo político, pierde, desde el lado opuesto, la diversidad de la espacialidad originaria de la coexistencia de se res humanos con sus semejantes y demás. Mientras que la quimera del con trato reúne a individuos falseados y descoloridos en un nexo imaginario, el fantasma del organismo vincula a individuos reales en un «todo» falsea do, grotescamente simplificado. También esta explicación de la síntesis social desfigura las cualidades humano-espaciales, psicoesféricas, conspi radoras y polemógenas de la coexistencia, en tanto que somete las condi ciones de alojamiento, los repartos de tareas y las interpretaciones de la si tuación de los seres humanos a una superintegración violenta, como si hubiera que interpretar sus vecindades y formas de relación análogamente a la cooperación de las células y órganos en un cuerpo animal. La ideo logía organicista destruye, a su manera, el sentido para las originarias es- pacialidades propias de la convivencia; comprime las casas vecinas, las mi- crosferas, las parejas, los equipos y asociaciones, las poblaciones y asambleas, los colectivos y clases en un hipercuerpo simplificado, como si la coexis tencia de cuerpos de tipo humano produjera un compositum vital de rango superior, un Gran Animal político, que si es libre hacia fuera, dentro re tiene, proscritos en su sitio, a sus miembros, como si se tratara de en trañas, carne y huesos. Más drástico aún se hace el imperativo a la ten dencia holística en las metáforas arquitectónicas, según las cuales los individuos habrían de ser empotrados en el Estado como las piedras talla das en una fachada suntuosa. Tampoco el símil del juego de tablas, de acuerdo con el cual los individuos se dejan colocar, como piezas, por un
jugador soberano, mejora las cosas para los movidos hacia un lado u otro. Está claro que las analogías de cuerpos y obras de arte se formulan des de un espíritu de dominio pericial sobre totalidades objetivas, pues es sa
bido que sólo especialistas saben cómo construir una casa como un todo, dirigir un barco como un todo, tratar un cuerpo como un todo, tejer una alfombra como un todo y dirigir un ejército como un todo. Hasta que se llegue a fundar el reino de los filósofos, que administre los Estados lege artis como un todo, hay que conformarse con un reino de tejedores y ar quitectos, mejor aún: con un reino de terapeutas. Por lo demás, las teorías
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liberales del contrato, como todos los discursos contra-intuitivos, que hu millan el common sense, están tan teñidas expertocráticamente como las ho- listas, sólo que sus autores se ciernen, más bien, en una atmósfera de abo- gadocracia. La experiencia enseña que la mayoría de las veces los teóricos del contrato se interesan por las formas democráticas sólo en la medida en que garantizan situaciones de las que lleven el control juristas, periodistas de la corrección y profesores de filosofía moral.
La miseria del organicismo estriba en que su legítima defensa de lajus ticia en relación con los intereses superiores de la cosa pública se convier te la mayoría de las veces en resentimiento contra la idiosincrasia de las unidades más pequeñas, declaradas como «partes». Su típica tonalidad es la de una aristocracia desposeída de poder, que salva su hambre de supe rioridad en el sueño del servicio puro. Por regla general, los holistas no bles están dispuestos de buena gana a servir a la cosa pública en el papel de cerebros sabios o estómagos útiles, en la esperanza de que también el resto de los órganos se mantengan en su sitio. Si quieren salvarse las in tuiciones sociológicas razonables del holismo, hay que desarrollar un pun to de vista alternativo al de las asociaciones: se trata de deducir de sus pro pias condiciones el estar juntos, el comunicarse y el cooperar de las multiplicidades-espacio-propio, que lamentablemente siguen llamándose sociedades, sin utilizar para ello las muletas anti-holistas, con las que se tambalean por el campo individualistas y contractualistas.
Esto podría llevarse a cabo, por ejemplo, como se intenta hacer aquí, con ayuda de una teoría espacial de las multiplicidades, que aborda el enigma de la síntesis social con un arsenal situacionista, pluralista, asocia- cionista, morfológico y, ante todo, psico-topológico de medios de descrip ción. A ello pertenece la decisión filosófica de concebir la unidad como efecto, y desencantar, con ello, cualquier concepto de «sociedad» que per mita que ésta preceda a sus elementos24. Esto significaría no buscar ya su modelo en la unidad ontológica de los seres vivos individuados (hasta lle gar, ascendiendo, al animal-cosmos platónico), sino en la unidad poli- perspectivista de la situación común, vivida a la vez por inteligencias di versas, pero siempre simbolizada de modo diferente. Situaciones son conglomerados (en otro sentido: redes) de actores, configurados recípro camente, sin que ni siquiera uno de ellos, por amor al así llamado todo, pueda salir de su piel y su cerebro.
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Una útil referencia inicial en el camino que ha de andarse aquí puede encontrarse en el más filosófico de los fundadores alemanes de la socio logía, Georg Simmel, que no en vano ha entrado en los anales de las cien cias sociales como el promotor de un análisis no-totalista de unidades so ciales. A él se retrotrae la iniciativa de transferir a las «sociedades» la pregunta kantiana sobre la posibilidad de los objetos del conocimiento en la naturaleza, e impulsar, con ello, una reflexión sobre la constitución cog- nitiva interna de los conjuntos humanos245. Simmel diferencia asistemáti camente tres «condiciones o formas, efectivas (cuasi) aprióricamente, de la socialización»246, la primera de las cuales llama esquematización: por ella, los miembros de un grupo sólo pueden comprenderse mutuamente, en principio, conforme a sus roles o estatus; la segunda la percibe en la no- socialidad parcial de los seres socializados; la tercera en el enrolamiento de los individuos en el «organigrama» de la «sociedad» como si se tratara de una integral de profesionales, «como si cada uno de los elementos estu viera predeterminado para su puesto en ese todo»247.
La reserva más interesante para nosotros frente al holismo sobreten sionado viene expresada en la proposición que afirma «que cada uno de los elementos de un grupo no sólo es parte de la sociedad, sino algo más además de eso»248. Como principio general: «El apriori de la vida social empírica es que la vida no es del todo social. . . »249. Siguiendo al autor, el fundamento de ello habría que buscarlo en la circunstancia «de que las so ciedades son conformaciones de seres, que están a la vez dentro y fuera de ellas»250. Para los sociólogos individualistas parece estipulado que la unidad de base de estas conformaciones ensambladas sólo puede ser el individuo, el alma individual digamos, de la que vale «que no se coloca en un orden, sin encontrar a la vez su enfrente»251. El acento que pone Simmel en la di ferenciación, de tintes filosófico-vitalistas, entre ser-en y estar-enfrente an ticipa la teoría fundamental de Luhmann, en principio desconcertante, agradablemente anti-totalitaria y anti-consensualista, según la cual los in dividuos reales no son partes del sistema social, sino que pertenecen a su entorno. Con mayor razón aún puede reconocerse en la reserva de Sim mel frente a la total comprensión del individuo por la sociología una ac ción paralela alemana al giro monadológico de Gabriel Tarde en las cien cias de los conglomerados.
Podemos conectar con la referencia de Simmel a la extra-socialidad parcial de los componentes individuales de «sociedades» bajo tres presu-
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Frantisek Kupka, Superficies verticales azules y rojas, 1912-1913.
puestos críticos: primero, habría que rechazar la metafísica individualista de la doctrina simmeliana de la socialización y sustituirla por una teoría más radical de la coexistencia y de la asociación, como fue proyectada, por ejemplo, por el coetáneo de Simmel, Gabriel Tarde, en su trabajo de 1893, Monadología y sociología, nunca aceptado por la mayoría de los sociólogos gremiales. Ese texto, el más filosófico del sociólogo más filosófico de la es cuela francesa -utilizamos una caracterización acertada de Eric Alliez-, re presenta un ingenioso intento neo-leibniziano de generalizar las ideas de asociación tan ampliamente que todos los objetos empíricos puedan ser descritos como estados de coexistencia de algo con algo: «toute chose est une société», toda cosa es una sociedad252. Tarde insiste en esta inversión del ho- lismo clásico: la verdad es, más bien, que desde los descubrimientos de la teoría celular los organismos se han convertido en sociedades de estilo propio, en, por decirlo así,
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repúblicas licurguianas o rousseaunianas, exclusivas y salvajes, o, mejor aún, en congregaciones religiosas de una extraña obstinación, sólo comparable a la singu laridad majestuosa e inmutable de sus prácticas de fe; una inmutabilidad, por lo demás, que no dice nada en contra de la multiplicidad individual y del poder de invención de sus miembros25*.
De aquí podría extraerse la conclusión de que no es lícito, en absolu to, entender el ser-algo-más-que-sociedad de los individuos, insinuado por Simmel, como el último ser-para-sí íntimo de un punto-persona atómico, como sugiere la metafísica del sujeto. Si individuos humanos participan de una dimensión extrasocial, es, según Tarde, porque ellos mismos son re sultados de asociaciones prepersonales, de sociedades de células y socie dades de partículas, subordinadas a modalidades del ensamblsye común, que obedecen a leyes propias. Para desligar parcialmente, fuera de la «so ciedad», a seres humanos de sus semejantes no es, pues, necesario acre centar su mismidad al modo que lo hace la metafísica de la soledad. Son parcialmente disociales o asociales (o, por utilizar las expresiones de Tar de, presociales o subsociales) en el plano interpersonal, porque en otros planos y de otros modos son sociales, múltiples y están ensamblados. Di cho de otro modo: para poder ser dentro de un nexo social -es decir, de dicados a un campo común de muñera, tareas, obras, proyectos- los indi viduos han de disponer de su inmunidad específica (de su liberación del servicio social). Lo que actualmente se llama salud pública (mejor hablar de la constitución biopolítica de una población) es el compromiso de hoy entre intereses de communitas y condiciones de immunitas.
Pertenece a las virtudes del planteamiento neo-monadológico en la te oría de la sociedad el hecho de que por la atención que presta a la asocia ción de pequeñas unidades impida la ceguera espacial, inherente a las so ciologías al uso. Desde este punto de vista, «sociedades» son magnitudes que reclaman espacio y que sólo pueden describirse por un análisis ex tensivo apropiado, por una topología, una teoría dimensional y un análi sis de «red» (en caso de que se prefiera la metáfora de la red a la de la es puma254). Tarde insinúa ocasionalmente una dirección posible de tales análisis, en un experimento imaginario: si al instinto de sociabilidad de los seres humanos no se le pusiera un dique mediante limitaciones insupera bles, procedentes de la fuerza de gravedad, más tarde o más temprano se vería crecer, sin duda, junto a los pueblos conocidos en línea horizontal,
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NOX/Lars Spuybroek, del proyecto Beachness.
naciones verticales: asociaciones de uvas-seres-humanos, que se elevarían en el aire y que sólo se apoyarían en el pie de una perpendicular sobre el suelo terrestre, sin desplegarse sobre él.
Apenas tiene sentido explicar por qué esto es imposible. Una nación que fue ra tan alta como ancha, superaría con mucho el ámbito respirable de la atmósfera y la corteza de la tierra no ofrecería materiales suficientemente sólidos para las construcciones titánicas de ese desarrollo vertical de la ciudad"5.
Con esta consideración el analítico de la asociación quiere hacer com prensible por qué configuraciones planas de agregados del tipo de las «so ciedades» humanas (análogas a ciertos musgos y liqúenes) se distinguen por sus contornos imprecisos. Esto nos proporciona un indicio, según el cual nos tenemos que enfrentar (¿se puede decir por primera vez? ) con una acuñación morfológicamente atenta y teórico-espacialmente lúcida de
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Arala Isozaki, Cluster en el aire, ciudad metabólica, 1962.
sociología. Queremos mantener la presunción de que el citado pas¿ye es uno de los escasos lugares en la literatura científico-social en el que las aglomeraciones humanas se interpretan con una mirada de soslayo a las condiciones estáticas, formales y atmosféricas de la coexistencia de seres humanos en el espacio.
(El experimento imaginario tardesiano encuentra continuidad en utopías arquitectónicas del siglo XX, como los bocetos neo-babilónica mente ansiosos de altura de Yona Friedman para la « Yillc cosmií/nc», 1964, o la City in the Air de Arata Isozaki, 1962; su referencia a la asociación pla na se recoge en la rizomática de Deleuze y Guattari; encuentra eco en el concepti >de VUém Flusser de «espacio vital» como una «caja larga y ancha, perobaja» . Deacuerdoconestosapunteslas«sociedades»aparecenco mo alfombrados interconectados. Su dimensión más importante reside siempre en la prolongación lateral. )
Si (lucremos seguir trabajando con la indicación de Simmel, de que las 229
«sociedades» se componen de seres que están a la vez dentro y fuera de su asociación, hemos de pertrecharle con dos correcciones adicionales. Es verdad que el giro monadólogico en la línea de Tarde ayuda ya a disolver la ilusión individualista en la que se reflejan miembros de «sociedades bur guesas», de modo que desde este momento hay que analizar las «socieda des» como composiciones de composiciones. Pero, a nuestro entender, hay que prolongarlo hasta un giro diadológico, por el que aparece el prin cipio de las conformaciones de espacio surreales, específicamente huma nas, en la descripción del contexto social. Hay que recordar que ya hace decenios Béla Grunberger, con su concepto de mónada psíquica, des brozó el camino a un giro así hacia lo diádico. Para el psicoanalista, la ex presión mónada ha de designar una «forma», cuyos contenidos los pro porciona la coexistencia de dos, implicados mutuamente en una interacción psíquica fuerte257. Según ello, las «sociedades» no sólo habrían de comprenderse como comunidades de mónadas de alto rango, como multiplicidades de multiplicidades; en nuestro contexto habrían de en tenderse originariamente como multiplicidades de diadas, cuyas unidades elementales no constituyen individuos, sino parejas, moléculas simbióti cas, hogares, comunidades de resonancia, como hemos descrito en el pri mer volumen de nuestra trilogía. Lo que allí se llama burbuja es un lugar de relación fuerte, cuya característica consiste en que seres humanos en un espacio-cercanía crean una relación psíquica de cobijo recíproco; para ello propusimos la expresión receptáculo autógeno
La idea de una multiplicidad de auto-receptáculos psíquicos conduce por sí misma a la expresión espuma; en relación con ello, recogemos, además, la alusión topológica de Tarde al aplanamiento de las asociacio nes humanas con el fin de conseguir la imagen heterodoxa de una espu ma plana. Espumas son rizomas-espacio-interior, cuyo principio de vecin dad hay que encontrarlo, ante todo, en configuraciones laterales anexas, en condominios planos o asociaciones co-aisladas. Multiplicidades-espacio integradas por co-aislamiento son grupos de islas, comparables a las Cicla das o a las Bahamas, en las que florecen a la vez culturas semejantes y autóctonas. Con todo, la interpretación de la «sociedad» como espuma plana u horizontal no debería inducir a la conclusión de que una colec ción completa de las hojas del catastro comunal deparara la descripción más adecuada de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y demás, por muy estimulante que resulte la parcialización del espacio en
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Marina Abramovic, Inner Skyfor Departure>1992.
los libr< s fundiarios por analogía con la teoría celular. Es verdad que la «sociedacf» sólo puede comprenderse a partir de su multiplicidad y espa- cialidad originarias junto con sus sintagmas de interconexión, pero las imágciu s espaciales geométricas de los registros de la propiedad, a pesar de ello, no proporcionan la imagen válida de la coexistencia de seres hu manos con seres humanos y sus «receptáculos» arquitectónicos; ninguna simplerepresentación-re///^////r/restiha apropiada para articular la tensión idiosincrásica de configuraciones animadas dentro de sus agregaciones. Para disponer de imágenes válidas habría que trabajar con mapas psicoto- pológicos, basados casi en tomas de rayos infrarrojos de estados internos en cuerpos huecos polivalentes.
Por permanecer en las imágenes meteorológicas y climatografías, se podríadecir que las mejores panorámicas de la «sociedad» las ofrecerían
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aphrografías o fotografías de la espuma desde gran altura. Esas imágenes nos transmitirían ya a primera vista la información de que el todo ya no puede ser otra cosa que una síntesis lábil y momentánea de una aglome ración bullente. Nos proporcionarían figuras externas de las relaciones psico-térmicas dentro de las aglomeraciones de burbujas humanas, com parables a las tomas nocturnas de satélites de las naciones industriales, que, en noches sin nubes, nos muestran como puntos irregulares de luz en zonas de aglomeración electrificadas la coexistencia de seres humanos e instalaciones técnicas. Un aphograma, diluyéndose en la altura, de una «sociedad» nos pondría ante los ojos el sistema de alvéolos y vecindad de las burbujas climatizadas y, con ello, nos mostraría gráficamente que las «sociedades» son instalaciones climáticas poliesféricas, tanto en sentido fí sico como psicológico. En el caso de la Modernidad se manifiestan ajustes de temperatura muy diferentes y grandes desigualdades en el saldo de ani mación, inmunización y nivel de confort, que en el interior de los campos se transforman en tensiones psicosemántícas y temas político-sociales. En esta situación, el campo político habría que analizarlo con ayuda de una dinámica de los fluidos para cargas semánticas o vectores de sentido. ¿Qué es la política social sino la lucha formalizada tanto por la nueva distribu ción de las oportunidades de confort como por el acceso a las tecnologías de inmunidad más ventajosas?
Queda, finalmente, por determinar más pormenorizadamente, desde el punto de vista teórico-espacial y lógico-situacional, la observación de Simmel, de que los elementos constitutivos de grupos sociales no son sólo partes de la sociedad, sino también algo más además de eso. Mediante los con ceptos de «burbuja» y «receptáculo autógeno» se hace posible interpretar crítico-espacialmente el sentido de ese además. Si los seres humanos pue den coexistir en «sociedad» es sólo porque ya en otra parte están vincula dos y remitidos uno a otro. «Sociedades» son multiplicidades compuestas de espacialidades propias, en las que los seres humanos sólo son capaces de participar gracias a su diferencia psicotípica, que ya llevan siempre con sigo. Así pues, para estar «en sociedad» al modo típico humano, hay que aportar ya una capacidad psíquica de coexistencia. Sin una previa sintoni zación psicotópica los reunidos no serían reunibles; o sus asociaciones nunca serían más que congresos de autistas, comparables a grupos de eri zos escalofriados, como Schopenhauer caracterizó la «sociedad burguesa». Sólo porque hay una conformación psíquica de espacio, alias comunica-
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Norteamérica y Sudamérica (con Hawai), tomadas en una noche sin nubes. Foto de satélite de la NASA.
ción, antes de la asociación social, es posible la participación en reunio nes ulteriores. Si fuera de otro modo, todo individuo humano, como dijo René ( ievel, tendría que permanecer encapsulado en sí mismo, «como una vieja prostituta, que sólo es ya una ruina para su corsé». ¿Cómo expli car, entonces, los fenómenos indiscutibles de transmisión espiritual, «la riqueza de nuestros dominios indivisos», el «intercambio imponderable, pero real»? 259
En realidad, los individuos se hacen sociables en la medida en que por una especie de esclusa de aire psicosocial se ponen en condiciones de pa sar de un espacio primitivo diádico al espacio polivalente de los contactos «sociales», tanto tempranos como desarrollados, a espumas o redes enri quecidas. finalmente incluso a lazos sin compromiso"’0. Sin embargo, co mo dice Simmel en una consideración esferológica ante littemm, su «socia bilidad» está igualmente condicionada por el hecho de que las personas se
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Stefan Gose/Patrick Teuffel, Tensegrity Skulpíur, una composición con tubos de vidrio de 3-4 metros de longitud.
mantengan en los límites de la «medida de poder y derecho de la esfera propia», en la conciencia, precisamente, «de que poder y derecho no se extienden hasta dentro de la otra esfera»261. El personalismo proporciona la forma filosófica en la que los individuos autocontrolados se ofrecen mu tuamente garantías de no beligerancia. Naturalmente, Simmel habla aquí con la voz del kantiano que sigue a su maestro en el supuesto de que el sentido de un ordenamiento jurídico burgués es el de garantizar la coexis tencia de círculos discrecionales, centrado cada uno en sí mismo262. Con al go más de sentido para las relaciones de fuerza, Novalis, cien años antes, se había percatado de que todo individuo es el centro de un sistema de emanación261.
Sobre el trasfondo de estas consideraciones se muestra que la defini ción de Kant del espacio como posibilidad del estarjuntos ha de ser com pletada o sustituida por su reverso, y por qué264el estarjuntos es lo que po
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sibilita el espacio. Mientras que en la física de Kant las cosas sólo llenan el espacio preexistente (mejor, representado apriori) y subsisten unasjunto a otras al modo de exclusión recíproca, en el espacio psico y socio-esférico los reunidos, por su coexistencia, conforman ellos mismos espacio: están ensamblados unos en otros y configuran un lugar psicosocial de tipo pro pio, a modo de cobijo mutuo y evocación recíproca. Una vez más se hace comprensible, así, la diferencia entre los simples receptáculos acogedores de la concepción física del espacio y los receptáculos autógenos, autoa- bombantes, de la esferología.
Si esta diferencia se hace efectiva, también la conexión temporal entre las generaciones aparece como coexistentes sucesivamente. Si se entien den las culturas como espacios integrados por configuraciones modélicas comunes, surge un concepto de tradición como proceso de conservación colectiva de modelos en el tiempo. En culturas tradicionales el aprendiza
je adquiere el sentido de una acomodación al modelo existente. En una cultura indagadora, que, como la moderna, se ha abierto mediante expli cación progresiva, el aprendizaje significa, por el contrario, participar en procesos de revisión permanente de modelos. Todo lugar de aprendizaje constituye una microsfera temporalizada en la espuma aprendiente.
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Capítulo 1 Insulamientos
Para una teoría de las cápsulas,
islas e invernaderos
Desde la aparición de la novela de Daniel Defoe The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe, of York, Mariner: who lived eight and twenty years all alone in an unhabited island on the coast ofAmerica. . . written by himself de 1719, los europeos admitieron que los humanos son seres que tienen algo que buscar en las islas. Desde ese naufragio ejemplar la isla en el lejano océano sirve de escenario para procesos de revisión de las defi niciones de realidad en térraferma.
Constatar esto significa llegar a percatarse de la asimetría de las rela ciones entre tierra e isla. Habitualmente, la cultura de tierra firme y la exis tencia en la isla se relacionan como regla y excepción; y la primacía de la regla se hace valer ejemplarmente en el caso de Robinson. La historia del sencillo puritano, que creó en una isla solitaria del Pacífico una micro- commonwealth a partir de clichés cristiano-británicos, ha tenido en el transcurso de los siglos más de mil reediciones, adaptaciones y traduccio nes, consiguiendo una difusión que casi iguala a la del Nuevo Testamen to: lo que da a entender que sí es algo más que un mezquino evangelio, in sularmente idealizado, de la propiedad privada. Ofrece una fórmula para la relación del yo y del mundo en la época de la conquista europea del mundo.
Dejaremos de lado la habitual dialéctica del espacio, que relaciona mundo e isla como tesis y antítesis recíprocamente, para superar ambas en una síntesis turístico-civilizada. Lo que nos interesa es una teoría esferoló- gica de la isla, con la que se pueda mostrar cómo resultan posibles mun dos interiores animados y cómo pluralidades de mundo de tipo análogo forman un bloque en forma de archipiélagos o rizomas del mar. En un en sayo temprano sobre la Isla abandonada Gilíes Deleuze estableció una dife rencia entre islas que son separadas del contexto terrestre continental por la acción del agua del mar e islas que surgen sobre el mar por la actividad submarina de la tierra. Esto corresponde a la diferencia entre aislamiento por erosión y aislamiento por emergencia creadora. La estancia de seres
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humanos en la isla ocupa al filósofo en la medida en que la isla no es otra cosa que el sueño de los hombres, y los hombres la mera conciencia de la isla. Esta relación es posible bajo una condición:
Que el hombre se retrotraiga hasta el movimiento que le conduce a la isla, mo vimiento que repite y prolonga el impulso que produjo la isla. De modo que la ge ografía y la imaginación formarían una unidad. Claro que, a la pregunta favorita de los antiguos exploradores -«¿Qué seres existen en la isla desierta? »- sólo cabe responder que allí existe ya el hombre, pero un hombre extraño, absolutamente separado, absolutamente creador, en definitiva una Idea de hombre, un prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería casi una diosa, un gran Amnésico, un Artista puro, consciencia de la Tierra y del Océano, un enorme ciclón, una hermosa hechicera, una estatua de la Isla de Pascua. Esta criatura de la isla desierta sería la propia isla desierta en cuanto que imagina y refleja su movi miento primario. Conciencia de la tierra y del océano, eso es la isla desierta, dis puesta a reiniciar el mundo. [. . . ] es dudoso que la imaginación individual pueda elevarse por sí sola a esta admirable identidad. . . 265
Islas son prototipos de mundo en el mundo. Que puedan convertirse en ello hay que atribuirlo a la acción aislante del elemento líquido, del que están rodeadas por definición. Con razón ha dicho de las islas Bernardin de Saint-Pierre que son «compendios de un pequeño continente». Es la fuerza enmarcadora la que traza un límite al ímpetu sobresaliente de la is la, como si esas superficies sin contexto fueran una especie de obras de ar te emergentes de la naturaleza, a las que ciñe el mar como fragmentos de exhibición de la naturaleza. Como microcontinentes, las islas son ejemplos de mundo, en las que se reúne una antología de unidades configuradoras de mundo: una flora propia, una fauna propia, una población humana propia, un conjunto autóctono de costumbres y recetas. La teoría del lí mite de Georg Simmel en su Sociología del espacio, 1903, confirma con un ejemplo externo la acción enmarcadora del mar:
El marco, el límite que se retrotrae en sí mismo de un cuadro, tiene para el gru po social un significado muy parecido al que tiene para una obra de arte. [. . . ]: ce rrarla frente al mundo que la rodea y encerrarla en sí misma; el marco proclama que dentro de él se encuentra un mundo sólo sumiso a sus propias normas. . . 26
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Haus-Rucker-Co, Estructura enmarcante, 1977.
Así pues, el aislamiento es lo que hace de la isla lo que es. Lo que el marco hace con respecto al cuadro, excluyéndolo del contexto de mundo, y lo que con respecto a los pueblos y grupos efectúan las fronteras ñjadas, eso mismo es lo que consigue llevar a cabo el aislador, el mar, con respec to a la isla. Si las islas son prototipos de mundo es porque están separadas lo suficiente del resto del contexto de mundo como para poder constituir un experimento sobre la presentación de una totalidad en formato redu cido. Así como la obra de arte, siguiendo a Heidegger, presenta un mun do, el mar circunscribe un mundo.
El mar como aislante hace aparecer un prototipo de mundo, cuya ca racterística mayor es el clima insular. Los climas de las islas son climas de compromiso, negociados entre las aportaciones de la masa de tierra, jun to con su biosfera peculiar, y las del mar abierto. Se puede decir, en este
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sentido, que la verdadera experiencia de la isla es de naturaleza climática y viene condicionada por la inmersión del visitante en la atmósfera insu lar. No es sólo la excepcional situación biotópica, la separación casi de in vernadero del proceso de vida en tierra fírme, la que proporciona su co lorido local a las islas, es más bien la diferencia atmosférica la que aporta lo decisivo a la definición de lo insular. Las islas constituyen enclaves climáticos dentro de las condiciones generales de aire; son, dicho con una expresión técnica, atmotopos, que se configuran siguiendo sus propias le yes bajo el efecto de su aislamiento marítimo. Si el clima isleño es un tér mino meteorológico, la expresión isla climática representa un concepto teórico-espacial y esferológico. El primero admite como un hecho dado las condiciones climáticas especiales de la isla, la segunda las introduce en una investigación genética, incitando a preguntar por las condiciones del origen y formación de las islas.
Lo que desde el punto de vista genético significan islas climáticas viene insinuado por el verbo del latín vulgar, después italiano, isolare, puesto que por su carácter verbal sugiere recabar información sobre el generador de la isla, el aislador. Según las reflexiones que hemos hecho hasta ahora, só lo el mar, en principio, entra en consideración como hacedor de islas, de lo que se sigue que hablar de hacer en relación con ese elemento ostenta un carácter alegórico insuperable. Pero resulta cuestionable si se puede continuar hasta el final con esta observación, puesto que la actividad del aislar como delimitación de un ámbito de objetos y como interrupción del continuo de la realidad es una idea general técnica, que sugiere conside rar si unidades insulares más grandes no pueden haber sido producidas también por hacedores inteligentes y no sólo generadas como mera obra de agentes a-subjetivos como el mar, la tierra y el aire. Existen mitos etioló- gicos concretos de la Antigüedad, que tratan de generaciones de islas, que demuestran que esta consideración expresa algo más que hybris técnica. Pensamos en la conocida leyenda de la lucha de los olímpicos contra los gigantes, que se habían conjurado para atacar el cielo, con el fin de ven gar a sus hermanos, los titanes desterrados al Tártaro. En la fase final de la batalla, cuando los gigantes, perseguidos por los olímpicos, se retiraban huyendo a la tierra, comenzó un lanzamiento de fragmentos de roca que produjo islas, como Ranke-Graves señala en sus sobrias acotaciones a his torias griegas de los dioses:
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Atenea lanzó una roca a Encélado. La roca aplastó al que huía. Así surgió la is la de Sicilia. Poseidón rompió con su tridente un trozo de la isla de Cos y se lo arrojó a Polibotes. Este cayó al mar, por lo que surgió la pequeña isla de Nisiro, cer cana a Sicilia, bajo la que está enterrado Polibotes267.
Resulta instructivo en esta fábula de causas que algunas islas represen ten propiamente tumbas de gigantes o tapas de sarcófagos de enemigos de los dioses. Es más impresionante aún que sean descritos como proyectiles que alcanzaron su quietud, como efectos de lanzamientos altísimos y, en consecuencia, como resultados de una praxis. Aquí ya no hay que contar sólo con el mar cuando se trata de poner nombre al aislador. También ac ciones de los dioses pueden producir islas, aunque ahora sólo como efec to colateral. Habrá que esperar hasta la época de las utopías temprano-ilus tradas para ver cómo el lanzamiento arcaico de islas se transforma en un diseño de gran maestría política y técnica. A partir de ese momento, a los ciudadanos de la época moderna se les vuelve cada vez más claro que al lla mado proyecto de la Modernidad le es inherente un ideal nesopoiético, es decir, la tendencia a trasladar la isla, he nésos en griego, del registro de lo inventado al de lo hecho. Los modernos son inteligencias que imaginan y construyen islas, que provienen, por decirlo así, de una declaración to- pológica de derechos humanos, en la que el derecho al aislamiento va uni do al derecho, igualmente originario, a la interconexión; razón por la cual el concepto Connected Isolation, formulado en torno a 1970 por el grupo de arquitectos califomiano Morphosis, expresa con laconismo insuperable el principio del mundo moderno. El proceso de la Modernidad dirige su fuer za explicitante a la relación fundamental del ser-en-el-mundo, el habitar, que ahora ha de valer como la actividad originariamente aislante del ser humano, o bien, por citar la fórmula del fenomenólogo Hermann Sch- mitz, como «cultura de los sentimientos en el espacio cercado».
Queremos describir, a continuación, las tres formas técnicas de expli cación de la formación de islas que han cristalizado por el despliegue del arte moderno del aislamiento: primero, la construcción de las islas sepa radas o absolutas, del carácter de los barcos, aviones y estaciones espaciales, en las que el mar es sustituido, como aislante, por otros medios, primero el aire, luego el espacio vacío; después, la construcción de islas climáticas, es decir, invernáculos en los que la situación atmotópica excepcional de la is la natural se sustituye por una imitación técnica del efecto invernadero; y
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Hieronymi Fabrichii de Aquapendente, Prótesis total para el cuerpo, ilustración de Opera chirurgica Patavii, 1647.
finalmente, la islas antropógenas, en las que la coexistencia de seres hu manos, equipados de herramientas, con sus semejantes y lo demás, desen cadena sobre los habitantes mismos un efecto retroactivo de incubadora. Esta última constituye una forma de insulamiento, de cuyo modelo no puede decirse que la ingeniería social consiguiera imitarlo y reconstruirlo con destreza, aunque los Estados sociales modernos -que entendemos co mo cápsulas integrales de bienestar- impulsaron ampliamente la sustitu ción de la incubadora originaria por la construcción colectiva de servicios maternales de alquiler.
La clasificación propuesta de las islas sigue el principio de Vico: que só lo entendemos lo que podemos hacer nosotros mismos. El hacer técnico
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Robot de ping-pong de la firma Sarcos. Reacciona a la actividad muscular de su contrincante.
es esencialmente un sustituir o protetizar. Quien quiere entender la isla ha de construir prótesis de islas que repitan todos los rasgos esenciales de las islas naturales mediante correspondencias-punto-a-punto en la réplica téc nica. Desde la forma sustitutiva se entiende, al fin, lo que se tiene con la forma primera. Por ello, el desarrollo de la construcción de prótesis -el núcleo del acontecimiento explicativo- es la fenomenología del espíritu auténtico. La repetición de la vida en otro lugar muestra cuánto se enten dió de la vida en su forma primera.
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A. Islas absolutas
Las islas absolutas surgen por la radicalización del principio de la crea ción de enclaves. Esto no lo pueden conseguir meros trozos de tierra en cuadrados por el mar, porque éstos sólo logran un aislamiento horizontal dejando abierta la vertical. En este sentido las islas marinas naturales sólo quedan aisladas relativa y bidimensionalmente, a lo largo y a lo ancho. Aunque poseen un clima especial, las islas naturales están envueltas en las corrientes de las masas de aire. La isla absoluta presupone el aislamiento tridimensional, y con ello el tránsito del marco a la cápsula o, por utilizar la analogía artística, del cuadro pintado sobre madera a la instalación en el espacio. Sin aislamiento vertical no existe encierro alguno.
Para ser absoluta, una isla creada técnicamente tiene que prescindir también de la premisa de la fijación a un lugar y convertirse en una isla móvil. Así pues, la relatividad insuperable de las islas naturales está doble mente condicionada: por la bidimensionalidad de su aislamiento y por la inamovilidad de su situación. Una isla absoluta, tridimensional y móvil ne cesita una revisión de la relación con el elemento del entorno. Ya no está fija en éste, sino que navega en él con relativa libertad de movimiento, na dando o volando. La divisa del capitán Nemo de Julio Verne, mobilis in mo- bili, lleva a su forma más escueta el modo de ser de la isla absoluta: una ex presión lacónica en la que, con razón, Oswald Spengler quiso ver la fórmula de vida de los individuos emprendedores de la civilización «fáus- tica». El hotel submarino, propulsado eléctricamente, Nautilus, surgido del espíritu inventivo del gran misántropo, encarna una primera proyec ción, técnicamente perfecta, de la idea de insularidad absoluta: un proto tipo de mundo de extrema clausura e introversión, con órgano propio y amplia biblioteca a bordo, un enclave climatizado capaz de sumergirse, en huida permanente de seres humanos y barcos, errante y evasivo, como si el desembarco forzoso de Robinson en el islote vacío se hubiera converti do en un exilio voluntario y la isla-prototipo atlántica se hubiera transfor mado en una caverna navegante, llena de los tesoros de la gran cultura y de la sabia amargura de un enigmático eremita del mar. El submarino, con libertad de movimiento, representa una prótesis insular completa, que ex plícita y reconstruye los rasgos fundamentales del ser insular en sus aspec tos esenciales. En la isla tridimensional no sólo se muestra el carácter de enclave de un trozo de espacio así; junto con él, se toma conciencia del
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principio de represión, por el que las islas, como magnitudes acaparado ras de espacio, se sirven de su propia masa para refrenar el elemento que hay alrededor.
No obstante, los submarinos, como prótesis insulares marítimas, siguen estando emparentados con las islas naturales, puesto que comparten con ellas el elemento habitual. El aislamiento absoluto sólo se consigue cuan do se cambia también el elemento del entorno.
La emergencia de lo político provoca el final de aquel «estado de mun do» -expresión de Hegel- en el que la coexistencia podía interpretarse ex clusivamente por el parentesco. Si hubiera que explicar en una palabra qué es lo nuevo en la «política», habría que decir: la política es el invento de la coexistencia como síntesis de lo no-emparentado. A ella va unida la
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creación de un colectivo común que no se agota en lo familiar. La época de los primeros imperios y de los antiguos dominios ciudadanos -por ha blar ahora en términos de historia política- viene señalada por avances ha cia formas ampliadas del nosotros. Desde entonces hay que pensar lo pro pio como resultado: cuando en esa época los seres humanos dicen «nosotros» piensan en una fusión de lo propio y de lo no-propio en un principio englobante. Así encuentra solución el problema temprano de al ta cultura, de cómo integrar grandes espacios de multiplicidad y no-cer canía en algo vinculante. Comienza la producción de paraguas simbólicos, que crean sobre las cabezas de innumerables gentes un coelum nostrum, una bóveda celeste compuesta de cosas compartidas. ¿Qué otra cosa son la me tafísica y la alta religión sino grandes fábricas de paraguas? El estado de mundo emergente será aquel en el que la coexistencia y colaboración de actores haya que entenderla como una mutua relación más allá de los la zos conyugales y de las líneas de ascendencia genealógicas y totémicas. Con el imperativo hacia las grandes formas-nosotros comienza la era de las solidaridades artificiales con sus enigmas y fracturas: la era de los pueblos y metapueblos, de las comunidades totémicas y naciones mágicas, de las identidades corporativas y de los universalismos regionales.
¿Cómo hay que entender, en su totalidad, la vida reunida y el mutuo ajuste de los reunidos en multiplicidades humanas, cuando entre los par ticipantes ya no puede presuponerse, con aquella primera obviedad, la coordinación apriórica que aporta el sistema de sangre y casamiento? ¿Có mo interpretar la coexistencia de seres humanos con sus iguales, junto con sus propiedades y allegados, en un colectivo que suponga una relación vin culante del existir unos con otros, unos en otros y frente a otros, ahora que ya no puede derivarse la compacidad de su asociación de las configura ciones de la comunidad de sangre? ¿Cómo entender la synousia cuando fa llan las orientaciones tribales y el tema de la síntesis ha de ser determinado con independencia de la genealogía? El lazo misterioso -reza la primera información- se anuda mediante participación en la vida de la polis, me diante relaciones de servicio cortesanas e imperiales, mediante alianzas es pirituales, mediante compromisos en una «cosa» común o mediante soli- darizaciones in distans sobre la base de valores y penas compartidos. En última instancia se remite uno a la constitución del cosmos, que rige a to dos, o al misterio del mundo, que engloba a todos. Pero, puesto que es evi dente que la coexistencia de los seres humanos en la polis significa algo di
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ferente de una reunión muda de «ganado, que pasta en el mismo pra do»23, ¿basta realmente con aducir, siguiendo a Aristóteles, una «comuni dad de habla y pensamiento» como motivo de la convivencia entre los mu chos no emparentados? ¿Se comprende adecuadamente la coexistencia, entendiéndola, con el autor de la Etica nicomaquea, como una sinergia de política y amistad?
La Antigüedad europea demuestra su fuerza irradiante por el hecho de suscitar ya esas preguntas, o al menos pre-formulaciones de ellas, con su gestiva inteligibilidad; es más, por el hecho de que las respuestas que supo dar a ellas hayan estado en uso hasta ayer y sólo recientemente hayan po dido ser sustituidas, gracias a un instrumental, básicamente mejorado, de descripción de hechos sociales y políticos. Ambas, tanto respuestas como preguntas, habían sido provocadas por la crisis y la catástrofe de las ciuda- des-Estado griegas en el cambio al siglo IV precristiano: en notable parale lismo con la crisis y el triunfo de la filosofía y las ciencias griegas, que se desarrollaron, al mismo tiempo, en una teoría general de la coexistencia de lo existente con lo existente en general24. La filosofía, que en el siglo de Platón era realmente una nueva, interpretó la cohabitación de seres hu manos con sus iguales, así como con animales, piedras, plantas, máquinas, dioses y planetas, como un todo ordenado al modo matemático, eutónica- mente proporcionado, bajo el prometedor título de kósmos. Pocas veces trataba de esto sin abrirse desde las condiciones impresionantes de orden en lo grande al poder-sentirse-en-orden-y-en-su-sitio de las almas indivi duales y de sus cooperaciones en la polis reformada imaginariamente. En general, los antiguos apenas hablan alguna vez sobre el universo sin tratar al mismo tiempo de la ciudad, y prácticamente nunca discutían sobre la ciu dad sin lanzar su mirada al universo a través de los lentes de la analogía25. Como gran totalidad de lugares, uno es ejemplar para otro en cada caso.
En el contexto de estas consideraciones cosmológico-ciudadanas emer gen dos explicaciones discrepantes, incluso opuestas, del porqué y el có mo del existirjuntos en la república de tantos seres humanos y tan llama tivamente diferentes por su apariencia, situación y origen: explicaciones que, desde el punto de vista de la historia de sus repercusiones, merecen ser llamadas arquetípicas. En ellas, el motivo parentesco, como funda mento de la coexistencia, se sustituye por principios más abstractos. La pri mera interpreta la coexistencia humana como resultado de una asamblea y convenio originarios de individuos, orientados en principio a sí mismos;
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la segunda, con un símil organísmico, interpreta el enigma de la coexis tencia mediante la primacía ontológica yjurídica de una totalidad frente a sus «partes» individuales o miembros. Que ambas explicaciones aparez can en los escritos de Platón, demuestra menos su compatibilidad que la despreocupación del pensamiento filosófico en su época fundacional por sistematizarse.
Por lo que respecta a la explicación de la «sociedad» por reunión o asamblea, que servirá de modelo a las teorías posteriores del contrato, el recurso a las fuentes conduce, entre otras cosas, al tercer libro de las Leyes de Platón, que alude a un posible surgimiento del Estado por la agrupa ción de los pocos supervivientes tras la última gran inundación. El atracti vo de la hipótesis platónica del diluvio universal consiste en que presenta las condiciones iniciales de una conformación social a partir de individuos adultos, sin que el filósofo tuviera que recurrir a abstracciones posesivo-in- dividualistas, que, como es sabido, sólo consiguieron ganar una apariencia de plausibilidad en las construcciones modernas de la sociedad por la te oría del contrato, sobre todo en Thomas Hobbes yJohn Locke. El «estado de naturaleza» de Platón presenta un conjunto de seres humanos después del cataclismo, cuya existencia aislada no se deduce de su naturaleza egoís ta o de su imperioso interés por la autoconservación y autoacreditación, si no del azar de su supervivencia en las cimas de las montañas; de lo que re sulta fácil deducir, por lo demás, que los actores de la primera asamblea hubieron de ser principalmente pastores sodomitas, que vivían solos, quie nes, de repente, tras el ocaso de toda civilización y forma política en los va lles, sintieron la necesidad de reunirse. La cuestión de los sexos queda en segundo plano, como si entre los griegos ilustrados existiera un acuerdo tácito de comprensión de la transformación de la sodomía alpina en pe derastía ciudadana, mientras otro tipo de relaciones se encargara de pro porcionar al Estado los nuevos ciudadanos. Platón no necesita explayarse sobre el resto de los motivos de la formación de comunidad (synoikía), ya que la antropología antigua presupone una sociabilidad natural de los se res humanos y sólo se deja intranquilizar puntualmente por casos concre tos de asocialidad, tal como aparecían en las fatalidades que sufrió Filoc- teto y en las primeras manifestaciones de misantropía. «¿No hubieron de estar deseosos de verse (a menudo) los seres humanos en aquellos tiempos a causa de su escaso número? »26. Por lo demás, en su mito de la asamblea originaria Platón no olvida mencionar que a aquellos primeros socios les
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acompañaban en su nueva comunidad frugal ciertos animales útiles, como cabras y ganado vacuno, que también habrían sobrevivido: algo que, sin embargo, no tiene consecuencias para la teoría de la coexistencia con lo otro en un todo político (otro modo de decir que los animales domestica dos se quedan sin representación en ese régimen2'27) .
El tema del surgimiento de la sociedad por el asentamiento en común de adultos, que viven aislados, no carece de plausibilidad en la tradición griega más antigua: constituye, al menos, un fantasma asimilable en cuan to uno se recuerda de que no pocas entre las ciudades áticas más impor tantes parece que surgieron de un synoikismós, de la decisión de comunas regidas por la nobleza, antes autónomas, de colaborar dentro de muros comunes. Además de esto, los partidarios de la teoría de la asamblea podrían remitirse al fenómeno, documentado de múltiples maneras, de la «géne sis del pueblo a partir de asilos», que -en crasa contradicción con los mo dernos conceptos románticos substanciales de pueblo- permite reconocer cómo gran número de los que más tarde se llamaron pueblos se formaron por una mezcla de poblaciones que daban asilo con otras que recibían asi lo, de la procedencia más dispar28. (Además, figuras como las ciudades de asilo de la Antigüedad y las ciudades libres de la Edad Media demuestran la formación de una población más o menos homogénea a partir de agre gados humanos completamente heterogéneos en principio. ) Pero ambos modos de ver las cosas, que la etnopoiesis suceda por contrato o por mez cla de troncos étnicos diferentes, han de desanimar a etnozoólogos y esen- cialistas étnicos. Así y todo, el sentido de las explicaciones asambleístas de la coexistencia humana no es, sin embargo, histórico. Lo que importa, más bien, a los defensores de tales teorías es interpretar la coexistencia «en so ciedad» como expresión de los intereses de los socios, con el fin de poder someter el estado de la comunidad real a un examen de razonabilidad desde el punto de vista de los intereses de los participantes. Ya los escritos teó ricos del Estado de Platón, la República, el Político y las Leyes, dejaban claro que la polis empírica no resistía un examen así, por lo que hubo de resig narse a una emigración de los más inteligentes y descontentos al extranje ro del racionalismo, a la cosmópolis. Desde entonces los hombres de espí ritu tienen una segunda vivienda en lo universal. Por ello, las ideas de un nuevo despegue de la «sociedad» gracias a una asamblea primitiva de per seguidores de intereses, adultos, razonables y en condiciones de hacer un contrato gustan de articularse bajo la forma de utopías, es decir, de pros
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pectos de viaje que encarecen situaciones fabulosas en islas gobernadas por la razón. Tienen que proporcionar la prueba de que las «sociedades» son posibles en general. En consecuencia, el utopismo, sobre todo en for ma de sueños políticos isleños, es, por decirlo así, el dialecto natural de la Modernidad, que gusta de contratos; dialecto que asimila la empresa de parecido sentido de la Antigüedad como ejercicio preliminar para pro yectos propios. Como hizo notar Gilíes Deleuze en un trabajo temprano, la isla abandonada ofrece un refugio apropiado a la idea de un segundo y más rico nuevo comienzo29.
Sólo desde las nuevas descripciones, que circularon en el siglo XVII, de las asociaciones humanas como resultados de contratos puede reconocer se qué es lo que pretenden las fantasías de una asamblea originaria de los individuos para formar «sociedad». Según ellas, todos los pueblos históri cos -o como quiera llamarse a las unidades de quienes coexisten habitual mente en líneas genealógicas- procederían de un contrato de convivencia, cerrado in illo tempore, renovado implicite en la actualidad entre los miem bros del colectivo, de modo parecido a como una sociedad mercantil resul ta del encuentro de los socios y se convierte en una empresa organizada
jurídicamente y de responsabilidades compartidas. Teorías de ese tipo se formulan al servicio del individualismo, tanto del posesivo como del ex presivo, en tanto lo definamos como la pasión de ser individuo e inde pendiente. La pasión del individuo individual es la de afirmarse como mai- tre etpossesseur de la propia vida en todas sus dimensiones. La autoposesión, tal como la entienden los poseedores modernos, presupone la ruptura con el pasado tanto propio como colectivo, exige la renuncia a los dictados de la genealogía, a todo tipo de cadena que pretenda alcanzar desde lo sido hasta lo actual. El asesinato del padre no tiene sentido si no se extiende al asesinato de los antepasados. En la pizarra borrada de la razón del nuevo despegue no puede haber nombres de ascendientes ni de predecesores, en tanto que éstos pretendan ser más que consejeros lejanos230. Quien ha bla de «sociedad» se refiere, si sabe lo que dice, a una asociación de neo- principiantes que elevan el olvido a primera virtud231.
El modelo de ello es conocido: en el iniciador del contractualismo ra dical más reciente, Thomas Hobbes, individuos llenos de miedo racional a la muerte fundan juntos la firma-Estado Leviatán, con la idea de que sea dirigida por su manager general, el príncipe, como empresa de prestación de servicios, provocadora de miedo, imponente, para la producción de paz
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y seguridadjurídica en una antigua zona de guerra civil. El objeto del con trato es en Hobbes una abismal cesión de la voluntad propia de todos los individuos en conjunto al soberano, que, según ello, sólo tiene poder en tanto que representa un tercero privilegiado. Es un monarca absoluto en tanto que su soberanía no tolera oposición alguna; constitucional, en cuanto que su poder no es más que el efecto acumulativo proveniente de la delegación de las pasiones de autogobierno de los socios de contrato en uno, que ha de disciplinar, amenazar, sobrepasar a todos. La sospechosa fórmula del contrato, que, una vez firmada por todos, funda el absolutis mo constitucional, reza:
I authorize and give up my Right of Goveming my selfe, to this Man, or to this Assembly of men, on this condition, that thou give up thy Right to him, and authorize all his Actions in like manner. This done, the Multitude so united in one Person, is called a COM- MON-WEALTH. . . 232
Lo más notable de estejuramento condicionado reside en el hecho de que el pueblo del Estado es unido por la astucia del contrato en una úni ca persona (o en una única cámara), sin tener que reunirse físicamente; y la renuncia a esa asamblea no es menos importante, desde luego, que el abandono de todas sus violentas pretensiones de autogobierno. Cuando los socios del contrato se vuelvan a empeñar un día en aparecer todosjun tos en asambleas presenciales, se acabó la idea absolutista de delegación racional: el nuevo soberano, el pueblo de los Estados nacionales, a pesar de todos los esfuerzos por una idea democrática de representación, se en tregará desde 1789 una vez y otra al sueño dfe la asamblea con presencia real de los asociados en grandes empresas comunes; y el rastro de violen cia de la voluntad de reunión directa marcará lo que se llama la era de las masas. (Por lo que el grito de los demostrantes anti G8 en Génova enjulio de 2001: «Somos 6. 000 millones» produce una mezcla de sentimientos en tre quienes conocen la historia. )
Por lo que respecta al violento constructivismo del Leviatán, y prescin diendo de motivos sistémicos, resulta, ante todo, de las macabras opinio nes de Hobbes sobre las interacciones originarias de los seres humanos. En su coexistencia meramente natural, preestatal o insuficientemente es- tatalizada, los seres humanos, por motivos en apariencia intemporalmente válidos, constituyen necesariamente pluralidades no pacíficas: quienes vi
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ven simultáneamente están condenados, sin piedad, a guerra y rivalidad incesantes, porque cada uno de los individuos, como un perpetuum motile del egoísmo, se ve obligado a intervenir en su entorno y causar quebranto a los competidores en la lucha por los escasos recursos. En consecuencia, una lucha sin fin por los bienes no compartibles y las posiciones ventajo sas revuelve el campo social. La guerra civil dice la verdad sobre la coexis tencia de los ciudadanos antes del contrato. Como guerra de todos contra todos, es el mecanismo simbiótico más poderoso, en cuanto que crea en tre los combatientes esa proximidad que sólo establece la cordialidad del odio mutuo. Esa guerra significa para Hobbes el efluvio natural del plura lismo espontáneo de las arrogancias, y, en consecuencia, sólo una segun da asamblea o reunión bajo un soberano, que mantuviera enjaque a todos con la misma intensidad, podría establecer relaciones soportables entre los asociados. Un contrato de renuncia a la arrogancia ha de fundar la so ciedad como tal: «sociedad» no es, en principio, otra cosa que un nombre para la asociación de los sujetos que han renunciado a sus presunciones. De ahí se sigue que quienes no tienen posesiones no pertenecen a la so ciedad, porque aún no han conseguido nada a lo que pudieran renunciar; igualmente, los nobles incorregibles no son capaces de vivir en sociedad, porque se ven en la imposibilidad de renunciar a su presunción heredada. Poseídos de su derecho al prestigio que llevan consigo, y a una expansión máxima, son incapaces de ser sujetos en una commonwealth regulada; se ma nifiestan como anarquistas incastrables, eternamente inquietos. Para Hob bes parece indudable que la multiplicidad natural de las presunciones só lo puede ser contenida por la maravillosa artifícialidad de la máquina del Estado.
En su aplicación a la cosa pública, el pensamiento jurídico-contractual constituye una forma temprana de explicación, sugestiva por su unilatera- lidad, de aquello que en el saber primario sobre la coexistencia de seres humanos con sus semejantes viene dado sólo en implicaciones compactas. Si interpreto la asociación humana como resultado de un contrato, dis pongo de un concepto que permite entender a quienes conviven como asociados y su forma de coexistencia como sociedad; y de ese modo me queda claro el principio de su conexión. Si resulta legítimo imaginar una sociedad, en dicho sentido, como una maquinaria de personas propulsada por intereses, entonces su modus operandi ya no es secreto alguno. La «sín tesis social» se efectuaría por eljuego conjunto de voluntades individuales
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contractualmente coordinadas y, en esa medida, transparentes. Quien ha bla de contrato parece tener ante sus ojos, por decirlo así, el plano de construcción o el organigrama de la asociación. Cuando puede contarse con intereses no hay que presumir ninguna solidaridad misteriosa, ningu
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na compenetración profunda antes de la adhesión al contrato, ninguna profundidad prerracional de la comunidad.
De hecho, para un estado de mundo caracterizado cada vez más por empresas industriales, capital financiero, comercio e intercambio, trabajo asalariado, convenios colectivos, prestaciones de servicio, anuncios, me dios y modas, el concepto «sociedad» posee fuerza descriptiva en un enor me número de situaciones. Su ascenso a metáfora dominante del todo de la coexistencia de seres humanos y lo demás fue impulsado durante la era de la transición a las condiciones modernas de mundo por una fuerte su gestión empírica; se le podría saludar, incluso, como una explicación ra cionalmente satisfactoria de colectivos cooperantes en general, si no fuera por un hecho que sólo ahora, contrastado con la película de la afirmación contractual, hubo de resultar sorprendente y maduro él mismo para la ex plicación: que algunas de las dimensiones esenciales de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes no tienen, ni pueden tenerjamás, bajo circunstancia alguna, carácter contractual o calidad de asociación de con veniencia. ¿O es que mis progenitores, por ejemplo, tenían conmigo un contrato de alumbramiento-en-el-mundo? ¿Puedo afirmar que hubiera ce rrado un contrato de parentesco con mis padres y hermanos? El campo de las relaciones «adultas», jamás reconstruibles contractualmente, se extien de a las confesiones religiosas, da igual si son de naturaleza religioso-po pular o si se llega a ellas por profesión de fe y entrada en una comuna es piritual, y abarca también, finalmente, los grupos comunitario-culturales de identificación de tipo nacional o popular, incluso empresarial (como muestra el ejemplo del feudalismo japonés de las empresas). Además de esto, más que cualquier otra cosa son las relaciones de dominio directo o indirecto, que perduran bajo la máscara de la contractualidad, las que des mienten la ficción del contrato. Estas objeciones llegan, sin embargo, de masiado tarde, a la vista de la forma social autoformante de la coexisten cia de seres humanos con seres humanos y de la reflexión que hacen sobre ella las «sociologías» de la Modernidad.
No obstante, va creciendo la irritación por lo inadecuado de esos arre glos lingüísticos. No es de extrañar que durante el desarrollo de la «socie dad burguesa», sobre todo en los epílogos interpretativos de la Revolución Francesa, no pocos pensadores, invocando los aspectos citados referentes a la coexistencia humana, comenzaran a rebelarse contra los absurdos contractualistas llevados al extremo por la «Ilustración» unilateralizada.
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Fue entonces cuando conceptos como tradición, costumbres, pueblo, cul tura y comunidad, llegaron a cargarse de un pathos desconocido hasta el momento; ciertos usuarios de esas expresiones se prometían de ellas nada menos que la sociodicea verdadera. Sobre todo la palabra comunidad se llenó de connotaciones metafísico-grupales, que hasta entonces le habían resultado extrañas. Bajo su signo se formaron, aproximadamente al mismo tiempo, el romanticismo, el conservadurismo y el holismo estatal dialécti co -con el marxismo como variante sociologista más agresiva-, como tres intentos, impregnados de alta modernidad, de defenderse contra las dis torsiones del saber sobre la coexistencia producidas por las ideologías con tractuales, individualistas y atomistas. Pero, como se percibe retrospectiva mente, estos movimientos -se los podría sintetizar como la sublevación de los holistas- no tenían a su disposición un lenguaje suficientemente desa rrollado como para formular sus intuiciones anti-contractualistas, razón por la cual las cabezas de esa tendencia se vieron obligadas la mayoría de las veces a recurrir a los clichés del holismo clásico autoritario, cuyas fuen tes -como la de la teoría de la reunión o de la asamblea- pueden retro traerse una vez más hasta las Leyes de Platón.
Así pues, la hora del pensamiento con pretensiones sociológicas de la to talidad suena, asimismo, dos veces: primero, en las fundamentaciones tem prano-racionalistas de la cosa pública hechas por la filosofía antigua y, de nuevo, en los redescubrimientos tanto modernos como contramodemos de la colectividad en sentido holístico. Sólo si se admite que el principio de la coexistencia de seres humanos con seres humanos y lo demás no puede ser representado propiamente como contrato y en absoluto meramente como arreglo de conveniencia entre individuos mayores de edad, calculadores de intereses, habrá que preguntarse en qué colectivo mayor están «conteni dos» los coexistentes recíprocos y qué nexo une realmente a unos con otros. Evidentemente, lo que se busca aquí es una explicación de una conexión fuerte entre seres humanos, más antigua que la asamblea, el acuerdo, el contrato y la constitución ratificada. Lo que ahora aparece ante la vista y exi ge interpretación es la posibilidad de un poder unificante y mantenedor con una fuerza de troquelaje tan penetrante que se adelante a la autorrefe- rencia de los portadores de intereses y determine a todos los individuos co mo manifestaciones puntuales de una realidad común preeminente.
Se habla, naturalmente, de la totalidad: esa heroína de mil formas, de la que tratan las doctrinas tradicionales de la sabiduría. Como mejor se en
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tiende el holismo clásico es como una primera forma de explicación y cri sis de las expectativas de integración, apenas necesitadas de articulación antes, arcaicamente compactas, automatizadas, por decirlo así, de miem bros de grupos de gran poder reproductor y de grandes tradiciones; ex pectativas, sin embargo, que, en circunstancias de mayor desarrollo, se frustran tan a menudo y necesariamente que se hace inevitable una nueva concepción, más explícita, de la relación entre la polis y sus ciudadanos (nos encontramos ahora en el ámbito de las culturas ciudadanas griegas). La frustración es debida a que los individuos, en cuanto gozan de liberta des locales y confort ciudadano, ya no cumplen, sin más, lo que el así lla mado todo exige de ellos. Esto se manifiesta, normalmente, porque en los sectores de servicios aparece una resistencia frente a las tareas, sacrificios y tributos que reclaman los dominantes. Ya la ciudad clásica es sobrepuja da por los efectos colaterales no deseados de su liberalismo: el primer principio de su síntesis, el compromiso solidario de los muchos, es mina do por el segundo principio, la orientación de los ciudadanos a sus legíti mos intereses propios y familiares; este socavamiento se hace más notorio cuanto mayores son los éxitos políticos de la república. La comuna más próspera es la primera que se topa con el riesgo de malograrse ante su pro pio florecimiento. De esta situación proviene la originaria filosofía política de la totalidad (la primera ontología del conservadurismo, podría decirse también). Ilustra el camino occidental a las formas de pensamiento de los imperios administrativos autoritarios.
El argumento magistral en favor de la reacomodación de individuos des regulados y grupos de intereses separatistas en un así llamado uno y todo lo presentó Platón en el décimo libro de las Leyes, y no por casualidad en el contexto de una disertación sobre las penas que amenazan por la contra vención a la voluntad de los dioses, sobre todo en el caso del delito políti co-religioso capital, llamado ateísmo (que significa, en el fondo, ultraje al todo). El contexto resulta sintomático porque en el discurso del primer po- litólogo los dioses son reconocidos como los medios ciudadanos auténticos y reales y representan eo ipso los garantes ontológicos del espíritu de solida ridad. El interlocutor ateniense en el diálogo platónico concibe un mode lo de discurso, con cuya ayudajóvenes amenazados de ateísmo y anomismo puedan ser recuperados para el ecosistema de la planificación divina del mundo: habría, concluye, que convencer a los delincuentes
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Giuseppe Arcimboldo (contorno), ElcaballodeTroya,comienzos del siglo XVII.
[. . . ] de <i u* el que se ocupa del universo tiene todas las cosas ordenadas con miras a la preserva( ion y a la virtud del todo, mientras que cada una de las partes de és te se limita a ser sujeto y objeto, según sus posibilidades, de lo que le sea propio. Y cada una de* estas cosas, hasta en la más pequeña escala, tienen en cada acto o ex periencia unos regidores encargados de realizar un perfecto acabamiento incluso en la más mínima fracción. «Pues bien, una de éstas es la tuya, necio de ti, que tien de hacia el todo y a él mira siempre, aun siendo tan pequeña como es; pero lo que pasa es que tú no comprendes, en relación con esto mismo, que no hay generación que no se produzca con miras a aquello, para que haya una realidad feliz en la vi da del lo lo. y que la generación no se produce en tu interés, sino que eres tú el
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nacido en beneficio de ello. . . »2TM. [El regidor supremo] tiene ya dispuesto, en rela ción con todo ello, qué clase de disposición debe ir a ocupar y qué lugares a habi tar en cada caso lo que es de una manera o de otra254.
La expresión clave performativa de esa alocución reza: «sigue estando oculto para ti», completada por la advertencia: aquí, sin embargo, se te desvelará de una vez por todas lo oculto durante mucho tiempo. La doc trina de la totalidad se dirige a individuos rebeldes, a quienes hay que sa car del error originario popular de que existe una pluralidad natural de individualidades, más o menos del mismo rango, que, cada una a su mo do, se preocupan legítimamente de lo suyo; de lo que podría deducirse que la cosa pública es sólo, por decirlo así, un subproducto de los juegos de vida individuales e idiosincrásicos en cada caso. Pueden hablar así los sofistas liberales (y sus sucesores modernos, los románticos de la plurali dad y, lo peor de todo, los deleuzianos y latourianos), pero tales declara ciones no son dignas de un ser (platónicamente) pensante. Quien quiere experimentar la verdad tiene que estar dispuesto a misiones superiores: la respuesta platónica supergrande a la gran pregunta por el fundamento de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y con lo demás al canza el nivel de últimos enunciados teocosmológicos con un salto audaz, sin consideración a escrúpulos burgueses. De acuerdo con sus tesis, el todo del mundo constituye una obra de arte perfecta y, según otras versiones, un dios bienaventurado realmente existente235o un hiper-ser sin entorno y eterno236, que, en correspondencia con su constitución omnicomprensi- va, sobrepasa, engloba e integra a todos los seres individuales. La doctrina de Platón sobre la unidad de los seres constituye una información filosófi ca en el preciso sentido de la palabra, en tanto que, de acuerdo con su di seño tradicional, se entienda la filosofía como informe pericial sobre rela ciones de totalidad, e incluso, quizá, en su corriente principal idealista, como un encubierto sacerdocio de la totalidad, consagrado a una religión del consenso. Pero, sea cual sea la definición de la filosofía: es, en primer término, una agencia de sub-ordenaciones hiperbólicas por lo que se re fiere a todo aquello que es el caso. Ordenación significa asignación de si tio. Se entiende fácilmente por qué ha de tratarse aquí de una informa ción edificante, es decir, disipadora de dudas, respecto a tono y tendencia, que confronte a los confusos mortales, a los individuos enredados en el error inicial del pluralismo espontáneo, con un enunciado con autoridad
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sobre las últimas verdades estructurales y profundas, de constitución holís- tica, sólo comprensibles del todo por expertos. No obstante, las relaciones traen consigo que el evangelio de la armonía invisible del todo haya de ser predicado también al profano, e introducido en su repertorio de verdades. Porque quien comprenda esto mostrará voluntad de permanecer tranqui lo en el sitio que se le ha asignado.
El señuelo con el que Platón quiere ganar la conciencia individual dis cordante para la causa de los dioses de la totalidad y para el cosmos cons tituido por ellos no es ninguna tesis que persuada porque agrade. En tan to que retrata el cosmos como una totalidad de sentido perfecta, pensada hasta el último detalle, y al ser humano individual como su parte funcio nal, el filósofo se sirve de un argumento de poder formal de convicción y de elevación enmudecedora: una prueba, si se quiere llamarlo así, cuyas irradiaciones pueden seguirse a través de dos milenios y medio. El apre mio irresistible que procede del razonamiento del ateniense radica en la insinuación a atenerse, a la hora de interpretar la situación del ser huma no en el mundo político, al esquema: el todo organizado y sus partes; es quema del que, una vez aceptado, sólo puede seguirse la sumisión del in dividuo al plan general (suponiendo que no se considera la posibilidad de una abierta secesión en el mal querido y sabido, como lo otro de lo per fecto) .
No asistimos a nada menos que a la escena argumentativa primordial del holismo; y eo ipso a la fundación originaria de los biologismos sociales, organicismos políticos y doctrinas del Estado considerado como una obra de arte. Lo que proporcionó su fuerza a este argumento fue la introduc ción subversiva del principio teleológico en el concepto de mundo, según el cual la coexistencia de las cosas existentes en el universo viene determi nada por un contexto finalista que penetra todo, del mismo modo que en las obras arquitectónicas todo detalle está en su sitio y que en los cuerpos vivos todo órgano contribuye desinteresadamente a la eudaimonía saluda ble del todo. Esta introducción no fue subversiva en el sentido de que hi ciera entrar en el discurso algo tácito, de lo que pretendiera sacar prove cho en el futuro con una estratagema oculta; lo que hizo, más bien, fue fijar en carteles su premisa fundamental, y de un modo tan agresivo que se volvió invisible su estatus precario en medio del brillo de esa exposición hi- perexplícita. De golpe, lo más improbable quiso valer como lo más cierto. La transferencia de la idea de obra de arte u organismo al todo del mun
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do se llevó a cabo con tal energía persuasiva que al destinatario sólo le que daba ya el asentimiento o la resignación. En cuanto he cedido a la subor dinación, que me convierte, con mi existencia entera, en órgano de un ser cósmico viviente o en sillar de un templo integral (o, por cambiar una vez más de metáfora, en voz de un coro universal), me someto a una imagen de mi situación en el todo del mundo, de la que no puede seguirse otra cosa que la obligación de dejarme utilizar dócilmente para los supuestos fines de la totalidad hipostasiada. Siento que estoyjustamente en el lugar al que pertenezco. Con el esquema del todo vivo y sus partes el holismo su blime depara la matriz de las ontologías altamente culturales de coopera ción, servicio, sacrificio, sin las que no funciona hasta hoy ninguna Iglesia romana, ninguna empresajaponesa, tampoco ningún cuerpo de marines USA ni ninguno de los regímenes militares que han mostrado sus violen tos colores sobre los mapas políticos del siglo XX.
La madurez de la hipnosis holística se alcanzó ya en la época de los em peradores romanos. Marco Aurelio proporcionó un testimonio del natu ralismo monolítico del estoicismo al designar como «una tumescencia en el cuerpo del mundo» a cualquiera que se le ocurra escandalizarse por si tuaciones en la naturaleza; estamos creados para cooperar «como el maxi lar superior y el inferior»237. Por lo demás, de acuerdo con este modo de ver las cosas, en el universo no hay sitios equivocados; cualquier lugar en el todo se adecúa a su ocupante; éste, en consecuencia, nunca puede ha cer nada mejor que someterse aljuicio de Dios, que habla desde la propia situación. «Reconoce el lugar» significa aquí: Descubre la tarea que inclu ye tu lugar. Igual que dice Rousseau en el Contrato social«Una vez funda do el Estado, la adhesión reside en el domicilio»238, la divisa de Platón, co mo la de Zenón, podría ser: Una vez organizado el cosmos, la adhesión reside en el ser-ahí mismo.
Que la aplicación de la metáfora del organismo a la coexistencia de mu chos y diferentes en un todo político, integrado cuasi-psicosomáticamente, no sólo fue un invento de la filosofía ateniense, sino que constituye un pen samiento elemental de los primeros pueblos con Estado, puede deducirse de la fábula del estómago y los miembros, introducida en el canon de las leyendas políticas de la antigua Europa por Tito Livio y su elocuente ex cónsul Menenio Agripa. Livio, en el segundo libro de su crónica romana Ab urbe condita, que trata de los acontecimientos sucedidos en el cambio del siglo VI al V antes de Cristo, informa sobre uno de los momentos más oscu
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ros de la historia de Roma, cuando la ciudad, segmentada por luchas de es tamentos, se había hundido en un pánico paralizante por el mutuo temor (mutuo metu) entre los nobles paires y la plebs insurgente. En esta situación desesperada, en la que los pocos capaces de juicio sólo podían prometerse la salvación de la cosa pública por la recuperación de la concordia, surgió el momento crítico para la retórica política edificante. Menenio apuesta el destino de Roma a una comparación organísmica:
En la época -(así se dirige el orador al pueblo irritado)- en la que en el ser hu mano no estaba todo en armonía como ahora, sino que cada uno de los miembros pensaba y hablaba para sí, las demás partes del cuerpo se habrían irritado si toda su solicitud, su esfuerzo y su prestación de servicio hubiera ido para el estómago, mientras el estómago se quedaba tranquilamente en el medio, sin hacer otra cosa que disfrutar de los placeres ofrecidos. Se hubieran conjurado, de modo que las manos ya no llevaran más alimentos a la boca, la boca no aceptara ya más lo que se le ofrece, y los dientes no mordieran ya. Al pretender, con esa ira, domesticar el estómago por hambre, los propios miembros y el cuerpo entero se debilitarían en extremo. De modo que queda claro que también el estómago presta sus servicios diligentemente y que no es alimentado en mayor medida de la que él alimenta, re partiendo proporcionalmente en las venas la sangre, por la que vivimos y que nos hace fuertes, haciendo que vuelva a todas las partes del cuerpo después de haber recibido su fuerza por la digestión del alimento-*'.
Por la analogía entre la rebelión de los miembros contra el estómago y la ira de la plebe contra los patres, Menenio consiguió finalmente calmar los ánimos (flexisse) de la multitud irritada. La imagen del consenso de los órganos flexibiliza a la multitud rebelde y le hace volver de la parálisis ame drentada a la cooperación. Quizá pueda concluirse del suceso que ciertas oscuridades de la coexistencia son clarificables, en principio, por símiles organísmicos, como si la idea de la coexistencia antagonistamente coope radora de elementos disímiles sólo pudiera articularse en una asociación gracias a préstamos tomados de metáforas biológicas compactas. El cuer po vivo es la trampa figurativa, en la que el primer pensamiento holístico no puede dejar de caer. Y cuando aún no se tiene ante los ojos el animal- mundo divino omni-integrador, como el cosmos platónico lo presentará ante discípulos edificados, un animal-res-publica con órganos individuales razonables cumple su misma función en principio.
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Huelga en nuestro contexto presentar con más detalle los sinos de las teorías del contrato, así como las de los organicismos. Que ambas escuelas se hayan mantenido vivas hasta el presente, ensambladas una con otra, una frente a otra, una en otra, hay que interpretarlo como indicio de lo muy su gestivas que fueron las respuestas primarias a las preguntas por el funda mento de la coexistencia. Tampoco tienen por qué ocupamos en este ins tante las modernizaciones del holismo crítico, que interpretan el principio de la conexión social por el proceso de capital con su nexo de intercambio o por la diferenciación de subsistemas dentro de la sociedad mundial. Por ahora resulta mucho más interesante el hecho de que ambas fueran acom pañadas casi desde el comienzo por una desazón, más aún, por una espe cie de incredulidad frente al tirón inverosímil tanto de la explicación con- tractualista como de la holista. Este escepticismo dejó sus primeras huellas, de nuevo, en Platón, quien, como para desmentir sus dos fundamentacio- nes de la comunidad, y haciendo uso de una libertad de pensamiento an terior a toda ortodoxia, bosquejó los contornos de una tercera teoría de la síntesis social: aquella doctrina inexorablemente realista, cuasi-funcionalis- ta, de la mentira noble, mediante la cual, siguiendo los consejos de la Repú blica, debían reafirmarse los sentimientos de afinidad de los ciudadanos, para evitar la sublevación de los desfavorecidos en la división de clases. Según ella, el principio de la coexistencia de seres humanos con sus seme
jantes residiría en una mistificación común o, por hablar anacrónicamen te, en un contexto de ofuscación creado artificialmente, que abarcara, en su propio beneficio, tanto a los mentirosos como a los mentidos240.
Tanto en la teoría del contrato como en el holismo hay que habérselas con hipérboles de una desconsideración marcadamente constructivista, que impresionan porque abjuran de la experiencia cotidiana y la sustitu yen por elaboraciones de una metáfora abstracta. A la mayor parte de las modernas sociologías, politologías y filosofías sociales cabría caracterizar las como una serie de intentos de equilibrar las sobretensiones tanto de un planteamiento como de otro mediante cruzamientos entre ellos, como si fuera posible subsanar dos fallos, combinando uno con otro.
El contractualismo, como el organicismo, son esencialmente deudores de su objeto, sobre todo porque se ofrecen a expresar la razón verdadera de la coexistencia de seres humanos con seres humanos y demás, sin po der formular palabra alguna con sentido sobre el espacio en el que se pro duce la síntesis, más aún, sobre el espacio que abre esa síntesis. Ambos son
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ciegos del ojo espacial, dicho aún de modo más general: del ojo de la si tuación o del ojo del contexto. Consideran esa ceguera como una ventaja, porque pretenden ver en el medio de la teoría algo que se sustrae al pun to de vista preteórico. Con todo, el teórico del contrato ha de admitir aún que sus llamadas sociedades se componen de pluralidades espontánea mente dadas, aunque él sólo describa equívocamente el principio de la composición. Al colocar el fundamento inteligible de la conexión de los asociados en el supuesto contrato entre ellos, hace caso omiso del punto de partida, de la irreducible multiplicidad de familias con su propia idio sincrasia y de la de ejemplos de vida vecinos, motivados análogamente. De los coexistentes fácticamente en espacios propios y tiempos propios no queda más en este modelo que una pluralidad abstracta de voluntades puntuales dotadas de razón, que se transforman en «ciudadanos» en cuan to se han comprometido con una forma de vida cooperadva para la per secución de intereses comunes. El contractualista, con precipitación cons ciente, se refugia en la idea de una configuración voluntaria de unidad, de la que nunca conseguirá decirse dónde, cuándo y en qué medio pudo ha berse llevado a cabo ni cómo logró tomar tierra: por lo que no es de ex trañar que todavía ningún archivero haya conseguido descubrir el armario de actas en el que se conserva la del contrato social. El contractualismo vi ve de alucinaciones, hoy llamadas supuestos contrafácticos: sobre todo de la de una asamblea originaria, en la que los asociados encuentran gusto en abandonar su modo de vida precontractual para ponerse bajo la protec ción de leyes comunes. El exquisito en-ninguna-parte, en el que se cierra el contrato, desvía la vista de la constitución situacional de la coexistencia y de su dinámica espacial propia.
Cuando se reclama expresamente el encubrimiento de la mirada a lo real, como en las más recientes modernizaciones de la teoría del contrato, por ejemplo en la Teoría de lajusticia deJohn Rawls241, se invita a las partes a unjuego sociógeno a la gallinita ciega, en el que tras un «velo de igno rancia» han de estipularse relaciones recíprocas limpias. El contrato ha de proceder aquí de un nirvana topológico, llamado «estado originario», en el que la ceguera ante la situación se declara como virtud:
Ante todo, nadie conoce su puesto en la sociedad, su clase o su estatus; tam poco sus dotes naturales, su inteligencia, fuerza corporal. [. . . ] En el estado origi nario los seres humanos tampoco saben a qué generación pertenecen242.
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En esta construcción filosófico-moral puede apreciarse cómo la teoría del contrato emprende a ojos vistas la huida de la improbabilidad al ab surdo, con la contrafacdeidad como etapa intermedia: postulando una po blación depurada de toda cualidad histórica, psíquica y somática, que se mantenga a disposición como conejillo de Indias de la justicia. Se trata, claramente, de una ideología para países de inmigración, cuyos ciudada nos han de aprender a considerar sus cualidades y posesiones como polvo de ayer: las diferencias son borrables. Tras el velo de la ignorancia han de reunirse seres humanos sin atributos, sin distintivos, sin papeles: un carga mento de emigrantes, por decirlo así, que tras una larga travesía son de sembarcados en una tierra virgen, agotados y agradecidos por todo lo que prometa de algún modo un nuevo comienzo; más aún: un grupo de en- counter,; que hace su entrada, desnudo, en la Gran-Filadelfía para autoexperi- mentarse. En cualquier caso, sólo individuos que han roto consigo mismos parecen apropiados para realizar la tarea asignada a ellos: la negociación de un contratojusto de coexistencia. Sólo seres humanos, que han perdi do el oído y la vista en relación con su situación en el espacio, tiempo, des tino y ánimo, serían aptos para conseguir el derecho de ciudadanía en una comuna de Rawls. Parece que, proveniente de los tiempos de la Revolu ción Francesa, se vuelva a oír la voz del utopista Anarchasis Cloots, que gustaba de considerar los nombres de las naciones (e ipsofado de todas las localidades y propiedades) sólo como «etiquetas góticas». Parece que el mejor filósofo del derecho no tiene nada en contra de presentarse co mo el peor sociólogo, mientras le dejen mano libre para borrar las cuali dades locales y las coloraciones conflictivas de las células de vida coexis tentes: aquellas, en primer lugar, por las que los coexistentes se implican en sus configuraciones espaciales concretas y en sus historias locales.
En una palabra, la teoría del contrato ya no puede necesitar de los coexistentes tal como son antes del contrato o en el momento de hacerlo. Se dirige a seres humanos que, en tanto pecadores, heredaron propieda des y, en tanto penitentes, están dispuestos a comenzar de nuevo más allá de sus propiedades; se nota, en efecto: estamos en terreno protestante y kantiano. En esto, la utopía de Rawls congenia con una cierta teoría de la acción comunicativa, que tampoco tiene aplicación alguna para quienes hablan fuera de situaciones idealizadas de habla. Esta teoría describe a los comunicadores como si sus discursos fueran consecuencia de un convenio de intercambio de frases, que, perdidas las esperanzas en su propio parlo
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teo en estado natural, hubieran acordado unos con otros en el momento de tránsito al estado lingüístico contractual. Aquí como allí: Teoría Pri mera para el Ultimo Hombre’4*.
Por lo que respecta al organicismo político, pierde, desde el lado opuesto, la diversidad de la espacialidad originaria de la coexistencia de se res humanos con sus semejantes y demás. Mientras que la quimera del con trato reúne a individuos falseados y descoloridos en un nexo imaginario, el fantasma del organismo vincula a individuos reales en un «todo» falsea do, grotescamente simplificado. También esta explicación de la síntesis social desfigura las cualidades humano-espaciales, psicoesféricas, conspi radoras y polemógenas de la coexistencia, en tanto que somete las condi ciones de alojamiento, los repartos de tareas y las interpretaciones de la si tuación de los seres humanos a una superintegración violenta, como si hubiera que interpretar sus vecindades y formas de relación análogamente a la cooperación de las células y órganos en un cuerpo animal. La ideo logía organicista destruye, a su manera, el sentido para las originarias es- pacialidades propias de la convivencia; comprime las casas vecinas, las mi- crosferas, las parejas, los equipos y asociaciones, las poblaciones y asambleas, los colectivos y clases en un hipercuerpo simplificado, como si la coexis tencia de cuerpos de tipo humano produjera un compositum vital de rango superior, un Gran Animal político, que si es libre hacia fuera, dentro re tiene, proscritos en su sitio, a sus miembros, como si se tratara de en trañas, carne y huesos. Más drástico aún se hace el imperativo a la ten dencia holística en las metáforas arquitectónicas, según las cuales los individuos habrían de ser empotrados en el Estado como las piedras talla das en una fachada suntuosa. Tampoco el símil del juego de tablas, de acuerdo con el cual los individuos se dejan colocar, como piezas, por un
jugador soberano, mejora las cosas para los movidos hacia un lado u otro. Está claro que las analogías de cuerpos y obras de arte se formulan des de un espíritu de dominio pericial sobre totalidades objetivas, pues es sa
bido que sólo especialistas saben cómo construir una casa como un todo, dirigir un barco como un todo, tratar un cuerpo como un todo, tejer una alfombra como un todo y dirigir un ejército como un todo. Hasta que se llegue a fundar el reino de los filósofos, que administre los Estados lege artis como un todo, hay que conformarse con un reino de tejedores y ar quitectos, mejor aún: con un reino de terapeutas. Por lo demás, las teorías
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liberales del contrato, como todos los discursos contra-intuitivos, que hu millan el common sense, están tan teñidas expertocráticamente como las ho- listas, sólo que sus autores se ciernen, más bien, en una atmósfera de abo- gadocracia. La experiencia enseña que la mayoría de las veces los teóricos del contrato se interesan por las formas democráticas sólo en la medida en que garantizan situaciones de las que lleven el control juristas, periodistas de la corrección y profesores de filosofía moral.
La miseria del organicismo estriba en que su legítima defensa de lajus ticia en relación con los intereses superiores de la cosa pública se convier te la mayoría de las veces en resentimiento contra la idiosincrasia de las unidades más pequeñas, declaradas como «partes». Su típica tonalidad es la de una aristocracia desposeída de poder, que salva su hambre de supe rioridad en el sueño del servicio puro. Por regla general, los holistas no bles están dispuestos de buena gana a servir a la cosa pública en el papel de cerebros sabios o estómagos útiles, en la esperanza de que también el resto de los órganos se mantengan en su sitio. Si quieren salvarse las in tuiciones sociológicas razonables del holismo, hay que desarrollar un pun to de vista alternativo al de las asociaciones: se trata de deducir de sus pro pias condiciones el estar juntos, el comunicarse y el cooperar de las multiplicidades-espacio-propio, que lamentablemente siguen llamándose sociedades, sin utilizar para ello las muletas anti-holistas, con las que se tambalean por el campo individualistas y contractualistas.
Esto podría llevarse a cabo, por ejemplo, como se intenta hacer aquí, con ayuda de una teoría espacial de las multiplicidades, que aborda el enigma de la síntesis social con un arsenal situacionista, pluralista, asocia- cionista, morfológico y, ante todo, psico-topológico de medios de descrip ción. A ello pertenece la decisión filosófica de concebir la unidad como efecto, y desencantar, con ello, cualquier concepto de «sociedad» que per mita que ésta preceda a sus elementos24. Esto significaría no buscar ya su modelo en la unidad ontológica de los seres vivos individuados (hasta lle gar, ascendiendo, al animal-cosmos platónico), sino en la unidad poli- perspectivista de la situación común, vivida a la vez por inteligencias di versas, pero siempre simbolizada de modo diferente. Situaciones son conglomerados (en otro sentido: redes) de actores, configurados recípro camente, sin que ni siquiera uno de ellos, por amor al así llamado todo, pueda salir de su piel y su cerebro.
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Una útil referencia inicial en el camino que ha de andarse aquí puede encontrarse en el más filosófico de los fundadores alemanes de la socio logía, Georg Simmel, que no en vano ha entrado en los anales de las cien cias sociales como el promotor de un análisis no-totalista de unidades so ciales. A él se retrotrae la iniciativa de transferir a las «sociedades» la pregunta kantiana sobre la posibilidad de los objetos del conocimiento en la naturaleza, e impulsar, con ello, una reflexión sobre la constitución cog- nitiva interna de los conjuntos humanos245. Simmel diferencia asistemáti camente tres «condiciones o formas, efectivas (cuasi) aprióricamente, de la socialización»246, la primera de las cuales llama esquematización: por ella, los miembros de un grupo sólo pueden comprenderse mutuamente, en principio, conforme a sus roles o estatus; la segunda la percibe en la no- socialidad parcial de los seres socializados; la tercera en el enrolamiento de los individuos en el «organigrama» de la «sociedad» como si se tratara de una integral de profesionales, «como si cada uno de los elementos estu viera predeterminado para su puesto en ese todo»247.
La reserva más interesante para nosotros frente al holismo sobreten sionado viene expresada en la proposición que afirma «que cada uno de los elementos de un grupo no sólo es parte de la sociedad, sino algo más además de eso»248. Como principio general: «El apriori de la vida social empírica es que la vida no es del todo social. . . »249. Siguiendo al autor, el fundamento de ello habría que buscarlo en la circunstancia «de que las so ciedades son conformaciones de seres, que están a la vez dentro y fuera de ellas»250. Para los sociólogos individualistas parece estipulado que la unidad de base de estas conformaciones ensambladas sólo puede ser el individuo, el alma individual digamos, de la que vale «que no se coloca en un orden, sin encontrar a la vez su enfrente»251. El acento que pone Simmel en la di ferenciación, de tintes filosófico-vitalistas, entre ser-en y estar-enfrente an ticipa la teoría fundamental de Luhmann, en principio desconcertante, agradablemente anti-totalitaria y anti-consensualista, según la cual los in dividuos reales no son partes del sistema social, sino que pertenecen a su entorno. Con mayor razón aún puede reconocerse en la reserva de Sim mel frente a la total comprensión del individuo por la sociología una ac ción paralela alemana al giro monadológico de Gabriel Tarde en las cien cias de los conglomerados.
Podemos conectar con la referencia de Simmel a la extra-socialidad parcial de los componentes individuales de «sociedades» bajo tres presu-
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Frantisek Kupka, Superficies verticales azules y rojas, 1912-1913.
puestos críticos: primero, habría que rechazar la metafísica individualista de la doctrina simmeliana de la socialización y sustituirla por una teoría más radical de la coexistencia y de la asociación, como fue proyectada, por ejemplo, por el coetáneo de Simmel, Gabriel Tarde, en su trabajo de 1893, Monadología y sociología, nunca aceptado por la mayoría de los sociólogos gremiales. Ese texto, el más filosófico del sociólogo más filosófico de la es cuela francesa -utilizamos una caracterización acertada de Eric Alliez-, re presenta un ingenioso intento neo-leibniziano de generalizar las ideas de asociación tan ampliamente que todos los objetos empíricos puedan ser descritos como estados de coexistencia de algo con algo: «toute chose est une société», toda cosa es una sociedad252. Tarde insiste en esta inversión del ho- lismo clásico: la verdad es, más bien, que desde los descubrimientos de la teoría celular los organismos se han convertido en sociedades de estilo propio, en, por decirlo así,
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repúblicas licurguianas o rousseaunianas, exclusivas y salvajes, o, mejor aún, en congregaciones religiosas de una extraña obstinación, sólo comparable a la singu laridad majestuosa e inmutable de sus prácticas de fe; una inmutabilidad, por lo demás, que no dice nada en contra de la multiplicidad individual y del poder de invención de sus miembros25*.
De aquí podría extraerse la conclusión de que no es lícito, en absolu to, entender el ser-algo-más-que-sociedad de los individuos, insinuado por Simmel, como el último ser-para-sí íntimo de un punto-persona atómico, como sugiere la metafísica del sujeto. Si individuos humanos participan de una dimensión extrasocial, es, según Tarde, porque ellos mismos son re sultados de asociaciones prepersonales, de sociedades de células y socie dades de partículas, subordinadas a modalidades del ensamblsye común, que obedecen a leyes propias. Para desligar parcialmente, fuera de la «so ciedad», a seres humanos de sus semejantes no es, pues, necesario acre centar su mismidad al modo que lo hace la metafísica de la soledad. Son parcialmente disociales o asociales (o, por utilizar las expresiones de Tar de, presociales o subsociales) en el plano interpersonal, porque en otros planos y de otros modos son sociales, múltiples y están ensamblados. Di cho de otro modo: para poder ser dentro de un nexo social -es decir, de dicados a un campo común de muñera, tareas, obras, proyectos- los indi viduos han de disponer de su inmunidad específica (de su liberación del servicio social). Lo que actualmente se llama salud pública (mejor hablar de la constitución biopolítica de una población) es el compromiso de hoy entre intereses de communitas y condiciones de immunitas.
Pertenece a las virtudes del planteamiento neo-monadológico en la te oría de la sociedad el hecho de que por la atención que presta a la asocia ción de pequeñas unidades impida la ceguera espacial, inherente a las so ciologías al uso. Desde este punto de vista, «sociedades» son magnitudes que reclaman espacio y que sólo pueden describirse por un análisis ex tensivo apropiado, por una topología, una teoría dimensional y un análi sis de «red» (en caso de que se prefiera la metáfora de la red a la de la es puma254). Tarde insinúa ocasionalmente una dirección posible de tales análisis, en un experimento imaginario: si al instinto de sociabilidad de los seres humanos no se le pusiera un dique mediante limitaciones insupera bles, procedentes de la fuerza de gravedad, más tarde o más temprano se vería crecer, sin duda, junto a los pueblos conocidos en línea horizontal,
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NOX/Lars Spuybroek, del proyecto Beachness.
naciones verticales: asociaciones de uvas-seres-humanos, que se elevarían en el aire y que sólo se apoyarían en el pie de una perpendicular sobre el suelo terrestre, sin desplegarse sobre él.
Apenas tiene sentido explicar por qué esto es imposible. Una nación que fue ra tan alta como ancha, superaría con mucho el ámbito respirable de la atmósfera y la corteza de la tierra no ofrecería materiales suficientemente sólidos para las construcciones titánicas de ese desarrollo vertical de la ciudad"5.
Con esta consideración el analítico de la asociación quiere hacer com prensible por qué configuraciones planas de agregados del tipo de las «so ciedades» humanas (análogas a ciertos musgos y liqúenes) se distinguen por sus contornos imprecisos. Esto nos proporciona un indicio, según el cual nos tenemos que enfrentar (¿se puede decir por primera vez? ) con una acuñación morfológicamente atenta y teórico-espacialmente lúcida de
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Arala Isozaki, Cluster en el aire, ciudad metabólica, 1962.
sociología. Queremos mantener la presunción de que el citado pas¿ye es uno de los escasos lugares en la literatura científico-social en el que las aglomeraciones humanas se interpretan con una mirada de soslayo a las condiciones estáticas, formales y atmosféricas de la coexistencia de seres humanos en el espacio.
(El experimento imaginario tardesiano encuentra continuidad en utopías arquitectónicas del siglo XX, como los bocetos neo-babilónica mente ansiosos de altura de Yona Friedman para la « Yillc cosmií/nc», 1964, o la City in the Air de Arata Isozaki, 1962; su referencia a la asociación pla na se recoge en la rizomática de Deleuze y Guattari; encuentra eco en el concepti >de VUém Flusser de «espacio vital» como una «caja larga y ancha, perobaja» . Deacuerdoconestosapunteslas«sociedades»aparecenco mo alfombrados interconectados. Su dimensión más importante reside siempre en la prolongación lateral. )
Si (lucremos seguir trabajando con la indicación de Simmel, de que las 229
«sociedades» se componen de seres que están a la vez dentro y fuera de su asociación, hemos de pertrecharle con dos correcciones adicionales. Es verdad que el giro monadólogico en la línea de Tarde ayuda ya a disolver la ilusión individualista en la que se reflejan miembros de «sociedades bur guesas», de modo que desde este momento hay que analizar las «socieda des» como composiciones de composiciones. Pero, a nuestro entender, hay que prolongarlo hasta un giro diadológico, por el que aparece el prin cipio de las conformaciones de espacio surreales, específicamente huma nas, en la descripción del contexto social. Hay que recordar que ya hace decenios Béla Grunberger, con su concepto de mónada psíquica, des brozó el camino a un giro así hacia lo diádico. Para el psicoanalista, la ex presión mónada ha de designar una «forma», cuyos contenidos los pro porciona la coexistencia de dos, implicados mutuamente en una interacción psíquica fuerte257. Según ello, las «sociedades» no sólo habrían de comprenderse como comunidades de mónadas de alto rango, como multiplicidades de multiplicidades; en nuestro contexto habrían de en tenderse originariamente como multiplicidades de diadas, cuyas unidades elementales no constituyen individuos, sino parejas, moléculas simbióti cas, hogares, comunidades de resonancia, como hemos descrito en el pri mer volumen de nuestra trilogía. Lo que allí se llama burbuja es un lugar de relación fuerte, cuya característica consiste en que seres humanos en un espacio-cercanía crean una relación psíquica de cobijo recíproco; para ello propusimos la expresión receptáculo autógeno
La idea de una multiplicidad de auto-receptáculos psíquicos conduce por sí misma a la expresión espuma; en relación con ello, recogemos, además, la alusión topológica de Tarde al aplanamiento de las asociacio nes humanas con el fin de conseguir la imagen heterodoxa de una espu ma plana. Espumas son rizomas-espacio-interior, cuyo principio de vecin dad hay que encontrarlo, ante todo, en configuraciones laterales anexas, en condominios planos o asociaciones co-aisladas. Multiplicidades-espacio integradas por co-aislamiento son grupos de islas, comparables a las Cicla das o a las Bahamas, en las que florecen a la vez culturas semejantes y autóctonas. Con todo, la interpretación de la «sociedad» como espuma plana u horizontal no debería inducir a la conclusión de que una colec ción completa de las hojas del catastro comunal deparara la descripción más adecuada de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y demás, por muy estimulante que resulte la parcialización del espacio en
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Marina Abramovic, Inner Skyfor Departure>1992.
los libr< s fundiarios por analogía con la teoría celular. Es verdad que la «sociedacf» sólo puede comprenderse a partir de su multiplicidad y espa- cialidad originarias junto con sus sintagmas de interconexión, pero las imágciu s espaciales geométricas de los registros de la propiedad, a pesar de ello, no proporcionan la imagen válida de la coexistencia de seres hu manos con seres humanos y sus «receptáculos» arquitectónicos; ninguna simplerepresentación-re///^////r/restiha apropiada para articular la tensión idiosincrásica de configuraciones animadas dentro de sus agregaciones. Para disponer de imágenes válidas habría que trabajar con mapas psicoto- pológicos, basados casi en tomas de rayos infrarrojos de estados internos en cuerpos huecos polivalentes.
Por permanecer en las imágenes meteorológicas y climatografías, se podríadecir que las mejores panorámicas de la «sociedad» las ofrecerían
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aphrografías o fotografías de la espuma desde gran altura. Esas imágenes nos transmitirían ya a primera vista la información de que el todo ya no puede ser otra cosa que una síntesis lábil y momentánea de una aglome ración bullente. Nos proporcionarían figuras externas de las relaciones psico-térmicas dentro de las aglomeraciones de burbujas humanas, com parables a las tomas nocturnas de satélites de las naciones industriales, que, en noches sin nubes, nos muestran como puntos irregulares de luz en zonas de aglomeración electrificadas la coexistencia de seres humanos e instalaciones técnicas. Un aphograma, diluyéndose en la altura, de una «sociedad» nos pondría ante los ojos el sistema de alvéolos y vecindad de las burbujas climatizadas y, con ello, nos mostraría gráficamente que las «sociedades» son instalaciones climáticas poliesféricas, tanto en sentido fí sico como psicológico. En el caso de la Modernidad se manifiestan ajustes de temperatura muy diferentes y grandes desigualdades en el saldo de ani mación, inmunización y nivel de confort, que en el interior de los campos se transforman en tensiones psicosemántícas y temas político-sociales. En esta situación, el campo político habría que analizarlo con ayuda de una dinámica de los fluidos para cargas semánticas o vectores de sentido. ¿Qué es la política social sino la lucha formalizada tanto por la nueva distribu ción de las oportunidades de confort como por el acceso a las tecnologías de inmunidad más ventajosas?
Queda, finalmente, por determinar más pormenorizadamente, desde el punto de vista teórico-espacial y lógico-situacional, la observación de Simmel, de que los elementos constitutivos de grupos sociales no son sólo partes de la sociedad, sino también algo más además de eso. Mediante los con ceptos de «burbuja» y «receptáculo autógeno» se hace posible interpretar crítico-espacialmente el sentido de ese además. Si los seres humanos pue den coexistir en «sociedad» es sólo porque ya en otra parte están vincula dos y remitidos uno a otro. «Sociedades» son multiplicidades compuestas de espacialidades propias, en las que los seres humanos sólo son capaces de participar gracias a su diferencia psicotípica, que ya llevan siempre con sigo. Así pues, para estar «en sociedad» al modo típico humano, hay que aportar ya una capacidad psíquica de coexistencia. Sin una previa sintoni zación psicotópica los reunidos no serían reunibles; o sus asociaciones nunca serían más que congresos de autistas, comparables a grupos de eri zos escalofriados, como Schopenhauer caracterizó la «sociedad burguesa». Sólo porque hay una conformación psíquica de espacio, alias comunica-
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Norteamérica y Sudamérica (con Hawai), tomadas en una noche sin nubes. Foto de satélite de la NASA.
ción, antes de la asociación social, es posible la participación en reunio nes ulteriores. Si fuera de otro modo, todo individuo humano, como dijo René ( ievel, tendría que permanecer encapsulado en sí mismo, «como una vieja prostituta, que sólo es ya una ruina para su corsé». ¿Cómo expli car, entonces, los fenómenos indiscutibles de transmisión espiritual, «la riqueza de nuestros dominios indivisos», el «intercambio imponderable, pero real»? 259
En realidad, los individuos se hacen sociables en la medida en que por una especie de esclusa de aire psicosocial se ponen en condiciones de pa sar de un espacio primitivo diádico al espacio polivalente de los contactos «sociales», tanto tempranos como desarrollados, a espumas o redes enri quecidas. finalmente incluso a lazos sin compromiso"’0. Sin embargo, co mo dice Simmel en una consideración esferológica ante littemm, su «socia bilidad» está igualmente condicionada por el hecho de que las personas se
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Stefan Gose/Patrick Teuffel, Tensegrity Skulpíur, una composición con tubos de vidrio de 3-4 metros de longitud.
mantengan en los límites de la «medida de poder y derecho de la esfera propia», en la conciencia, precisamente, «de que poder y derecho no se extienden hasta dentro de la otra esfera»261. El personalismo proporciona la forma filosófica en la que los individuos autocontrolados se ofrecen mu tuamente garantías de no beligerancia. Naturalmente, Simmel habla aquí con la voz del kantiano que sigue a su maestro en el supuesto de que el sentido de un ordenamiento jurídico burgués es el de garantizar la coexis tencia de círculos discrecionales, centrado cada uno en sí mismo262. Con al go más de sentido para las relaciones de fuerza, Novalis, cien años antes, se había percatado de que todo individuo es el centro de un sistema de emanación261.
Sobre el trasfondo de estas consideraciones se muestra que la defini ción de Kant del espacio como posibilidad del estarjuntos ha de ser com pletada o sustituida por su reverso, y por qué264el estarjuntos es lo que po
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sibilita el espacio. Mientras que en la física de Kant las cosas sólo llenan el espacio preexistente (mejor, representado apriori) y subsisten unasjunto a otras al modo de exclusión recíproca, en el espacio psico y socio-esférico los reunidos, por su coexistencia, conforman ellos mismos espacio: están ensamblados unos en otros y configuran un lugar psicosocial de tipo pro pio, a modo de cobijo mutuo y evocación recíproca. Una vez más se hace comprensible, así, la diferencia entre los simples receptáculos acogedores de la concepción física del espacio y los receptáculos autógenos, autoa- bombantes, de la esferología.
Si esta diferencia se hace efectiva, también la conexión temporal entre las generaciones aparece como coexistentes sucesivamente. Si se entien den las culturas como espacios integrados por configuraciones modélicas comunes, surge un concepto de tradición como proceso de conservación colectiva de modelos en el tiempo. En culturas tradicionales el aprendiza
je adquiere el sentido de una acomodación al modelo existente. En una cultura indagadora, que, como la moderna, se ha abierto mediante expli cación progresiva, el aprendizaje significa, por el contrario, participar en procesos de revisión permanente de modelos. Todo lugar de aprendizaje constituye una microsfera temporalizada en la espuma aprendiente.
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Capítulo 1 Insulamientos
Para una teoría de las cápsulas,
islas e invernaderos
Desde la aparición de la novela de Daniel Defoe The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe, of York, Mariner: who lived eight and twenty years all alone in an unhabited island on the coast ofAmerica. . . written by himself de 1719, los europeos admitieron que los humanos son seres que tienen algo que buscar en las islas. Desde ese naufragio ejemplar la isla en el lejano océano sirve de escenario para procesos de revisión de las defi niciones de realidad en térraferma.
Constatar esto significa llegar a percatarse de la asimetría de las rela ciones entre tierra e isla. Habitualmente, la cultura de tierra firme y la exis tencia en la isla se relacionan como regla y excepción; y la primacía de la regla se hace valer ejemplarmente en el caso de Robinson. La historia del sencillo puritano, que creó en una isla solitaria del Pacífico una micro- commonwealth a partir de clichés cristiano-británicos, ha tenido en el transcurso de los siglos más de mil reediciones, adaptaciones y traduccio nes, consiguiendo una difusión que casi iguala a la del Nuevo Testamen to: lo que da a entender que sí es algo más que un mezquino evangelio, in sularmente idealizado, de la propiedad privada. Ofrece una fórmula para la relación del yo y del mundo en la época de la conquista europea del mundo.
Dejaremos de lado la habitual dialéctica del espacio, que relaciona mundo e isla como tesis y antítesis recíprocamente, para superar ambas en una síntesis turístico-civilizada. Lo que nos interesa es una teoría esferoló- gica de la isla, con la que se pueda mostrar cómo resultan posibles mun dos interiores animados y cómo pluralidades de mundo de tipo análogo forman un bloque en forma de archipiélagos o rizomas del mar. En un en sayo temprano sobre la Isla abandonada Gilíes Deleuze estableció una dife rencia entre islas que son separadas del contexto terrestre continental por la acción del agua del mar e islas que surgen sobre el mar por la actividad submarina de la tierra. Esto corresponde a la diferencia entre aislamiento por erosión y aislamiento por emergencia creadora. La estancia de seres
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humanos en la isla ocupa al filósofo en la medida en que la isla no es otra cosa que el sueño de los hombres, y los hombres la mera conciencia de la isla. Esta relación es posible bajo una condición:
Que el hombre se retrotraiga hasta el movimiento que le conduce a la isla, mo vimiento que repite y prolonga el impulso que produjo la isla. De modo que la ge ografía y la imaginación formarían una unidad. Claro que, a la pregunta favorita de los antiguos exploradores -«¿Qué seres existen en la isla desierta? »- sólo cabe responder que allí existe ya el hombre, pero un hombre extraño, absolutamente separado, absolutamente creador, en definitiva una Idea de hombre, un prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería casi una diosa, un gran Amnésico, un Artista puro, consciencia de la Tierra y del Océano, un enorme ciclón, una hermosa hechicera, una estatua de la Isla de Pascua. Esta criatura de la isla desierta sería la propia isla desierta en cuanto que imagina y refleja su movi miento primario. Conciencia de la tierra y del océano, eso es la isla desierta, dis puesta a reiniciar el mundo. [. . . ] es dudoso que la imaginación individual pueda elevarse por sí sola a esta admirable identidad. . . 265
Islas son prototipos de mundo en el mundo. Que puedan convertirse en ello hay que atribuirlo a la acción aislante del elemento líquido, del que están rodeadas por definición. Con razón ha dicho de las islas Bernardin de Saint-Pierre que son «compendios de un pequeño continente». Es la fuerza enmarcadora la que traza un límite al ímpetu sobresaliente de la is la, como si esas superficies sin contexto fueran una especie de obras de ar te emergentes de la naturaleza, a las que ciñe el mar como fragmentos de exhibición de la naturaleza. Como microcontinentes, las islas son ejemplos de mundo, en las que se reúne una antología de unidades configuradoras de mundo: una flora propia, una fauna propia, una población humana propia, un conjunto autóctono de costumbres y recetas. La teoría del lí mite de Georg Simmel en su Sociología del espacio, 1903, confirma con un ejemplo externo la acción enmarcadora del mar:
El marco, el límite que se retrotrae en sí mismo de un cuadro, tiene para el gru po social un significado muy parecido al que tiene para una obra de arte. [. . . ]: ce rrarla frente al mundo que la rodea y encerrarla en sí misma; el marco proclama que dentro de él se encuentra un mundo sólo sumiso a sus propias normas. . . 26
238
Haus-Rucker-Co, Estructura enmarcante, 1977.
Así pues, el aislamiento es lo que hace de la isla lo que es. Lo que el marco hace con respecto al cuadro, excluyéndolo del contexto de mundo, y lo que con respecto a los pueblos y grupos efectúan las fronteras ñjadas, eso mismo es lo que consigue llevar a cabo el aislador, el mar, con respec to a la isla. Si las islas son prototipos de mundo es porque están separadas lo suficiente del resto del contexto de mundo como para poder constituir un experimento sobre la presentación de una totalidad en formato redu cido. Así como la obra de arte, siguiendo a Heidegger, presenta un mun do, el mar circunscribe un mundo.
El mar como aislante hace aparecer un prototipo de mundo, cuya ca racterística mayor es el clima insular. Los climas de las islas son climas de compromiso, negociados entre las aportaciones de la masa de tierra, jun to con su biosfera peculiar, y las del mar abierto. Se puede decir, en este
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sentido, que la verdadera experiencia de la isla es de naturaleza climática y viene condicionada por la inmersión del visitante en la atmósfera insu lar. No es sólo la excepcional situación biotópica, la separación casi de in vernadero del proceso de vida en tierra fírme, la que proporciona su co lorido local a las islas, es más bien la diferencia atmosférica la que aporta lo decisivo a la definición de lo insular. Las islas constituyen enclaves climáticos dentro de las condiciones generales de aire; son, dicho con una expresión técnica, atmotopos, que se configuran siguiendo sus propias le yes bajo el efecto de su aislamiento marítimo. Si el clima isleño es un tér mino meteorológico, la expresión isla climática representa un concepto teórico-espacial y esferológico. El primero admite como un hecho dado las condiciones climáticas especiales de la isla, la segunda las introduce en una investigación genética, incitando a preguntar por las condiciones del origen y formación de las islas.
Lo que desde el punto de vista genético significan islas climáticas viene insinuado por el verbo del latín vulgar, después italiano, isolare, puesto que por su carácter verbal sugiere recabar información sobre el generador de la isla, el aislador. Según las reflexiones que hemos hecho hasta ahora, só lo el mar, en principio, entra en consideración como hacedor de islas, de lo que se sigue que hablar de hacer en relación con ese elemento ostenta un carácter alegórico insuperable. Pero resulta cuestionable si se puede continuar hasta el final con esta observación, puesto que la actividad del aislar como delimitación de un ámbito de objetos y como interrupción del continuo de la realidad es una idea general técnica, que sugiere conside rar si unidades insulares más grandes no pueden haber sido producidas también por hacedores inteligentes y no sólo generadas como mera obra de agentes a-subjetivos como el mar, la tierra y el aire. Existen mitos etioló- gicos concretos de la Antigüedad, que tratan de generaciones de islas, que demuestran que esta consideración expresa algo más que hybris técnica. Pensamos en la conocida leyenda de la lucha de los olímpicos contra los gigantes, que se habían conjurado para atacar el cielo, con el fin de ven gar a sus hermanos, los titanes desterrados al Tártaro. En la fase final de la batalla, cuando los gigantes, perseguidos por los olímpicos, se retiraban huyendo a la tierra, comenzó un lanzamiento de fragmentos de roca que produjo islas, como Ranke-Graves señala en sus sobrias acotaciones a his torias griegas de los dioses:
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Atenea lanzó una roca a Encélado. La roca aplastó al que huía. Así surgió la is la de Sicilia. Poseidón rompió con su tridente un trozo de la isla de Cos y se lo arrojó a Polibotes. Este cayó al mar, por lo que surgió la pequeña isla de Nisiro, cer cana a Sicilia, bajo la que está enterrado Polibotes267.
Resulta instructivo en esta fábula de causas que algunas islas represen ten propiamente tumbas de gigantes o tapas de sarcófagos de enemigos de los dioses. Es más impresionante aún que sean descritos como proyectiles que alcanzaron su quietud, como efectos de lanzamientos altísimos y, en consecuencia, como resultados de una praxis. Aquí ya no hay que contar sólo con el mar cuando se trata de poner nombre al aislador. También ac ciones de los dioses pueden producir islas, aunque ahora sólo como efec to colateral. Habrá que esperar hasta la época de las utopías temprano-ilus tradas para ver cómo el lanzamiento arcaico de islas se transforma en un diseño de gran maestría política y técnica. A partir de ese momento, a los ciudadanos de la época moderna se les vuelve cada vez más claro que al lla mado proyecto de la Modernidad le es inherente un ideal nesopoiético, es decir, la tendencia a trasladar la isla, he nésos en griego, del registro de lo inventado al de lo hecho. Los modernos son inteligencias que imaginan y construyen islas, que provienen, por decirlo así, de una declaración to- pológica de derechos humanos, en la que el derecho al aislamiento va uni do al derecho, igualmente originario, a la interconexión; razón por la cual el concepto Connected Isolation, formulado en torno a 1970 por el grupo de arquitectos califomiano Morphosis, expresa con laconismo insuperable el principio del mundo moderno. El proceso de la Modernidad dirige su fuer za explicitante a la relación fundamental del ser-en-el-mundo, el habitar, que ahora ha de valer como la actividad originariamente aislante del ser humano, o bien, por citar la fórmula del fenomenólogo Hermann Sch- mitz, como «cultura de los sentimientos en el espacio cercado».
Queremos describir, a continuación, las tres formas técnicas de expli cación de la formación de islas que han cristalizado por el despliegue del arte moderno del aislamiento: primero, la construcción de las islas sepa radas o absolutas, del carácter de los barcos, aviones y estaciones espaciales, en las que el mar es sustituido, como aislante, por otros medios, primero el aire, luego el espacio vacío; después, la construcción de islas climáticas, es decir, invernáculos en los que la situación atmotópica excepcional de la is la natural se sustituye por una imitación técnica del efecto invernadero; y
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Hieronymi Fabrichii de Aquapendente, Prótesis total para el cuerpo, ilustración de Opera chirurgica Patavii, 1647.
finalmente, la islas antropógenas, en las que la coexistencia de seres hu manos, equipados de herramientas, con sus semejantes y lo demás, desen cadena sobre los habitantes mismos un efecto retroactivo de incubadora. Esta última constituye una forma de insulamiento, de cuyo modelo no puede decirse que la ingeniería social consiguiera imitarlo y reconstruirlo con destreza, aunque los Estados sociales modernos -que entendemos co mo cápsulas integrales de bienestar- impulsaron ampliamente la sustitu ción de la incubadora originaria por la construcción colectiva de servicios maternales de alquiler.
La clasificación propuesta de las islas sigue el principio de Vico: que só lo entendemos lo que podemos hacer nosotros mismos. El hacer técnico
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Robot de ping-pong de la firma Sarcos. Reacciona a la actividad muscular de su contrincante.
es esencialmente un sustituir o protetizar. Quien quiere entender la isla ha de construir prótesis de islas que repitan todos los rasgos esenciales de las islas naturales mediante correspondencias-punto-a-punto en la réplica téc nica. Desde la forma sustitutiva se entiende, al fin, lo que se tiene con la forma primera. Por ello, el desarrollo de la construcción de prótesis -el núcleo del acontecimiento explicativo- es la fenomenología del espíritu auténtico. La repetición de la vida en otro lugar muestra cuánto se enten dió de la vida en su forma primera.
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A. Islas absolutas
Las islas absolutas surgen por la radicalización del principio de la crea ción de enclaves. Esto no lo pueden conseguir meros trozos de tierra en cuadrados por el mar, porque éstos sólo logran un aislamiento horizontal dejando abierta la vertical. En este sentido las islas marinas naturales sólo quedan aisladas relativa y bidimensionalmente, a lo largo y a lo ancho. Aunque poseen un clima especial, las islas naturales están envueltas en las corrientes de las masas de aire. La isla absoluta presupone el aislamiento tridimensional, y con ello el tránsito del marco a la cápsula o, por utilizar la analogía artística, del cuadro pintado sobre madera a la instalación en el espacio. Sin aislamiento vertical no existe encierro alguno.
Para ser absoluta, una isla creada técnicamente tiene que prescindir también de la premisa de la fijación a un lugar y convertirse en una isla móvil. Así pues, la relatividad insuperable de las islas naturales está doble mente condicionada: por la bidimensionalidad de su aislamiento y por la inamovilidad de su situación. Una isla absoluta, tridimensional y móvil ne cesita una revisión de la relación con el elemento del entorno. Ya no está fija en éste, sino que navega en él con relativa libertad de movimiento, na dando o volando. La divisa del capitán Nemo de Julio Verne, mobilis in mo- bili, lleva a su forma más escueta el modo de ser de la isla absoluta: una ex presión lacónica en la que, con razón, Oswald Spengler quiso ver la fórmula de vida de los individuos emprendedores de la civilización «fáus- tica». El hotel submarino, propulsado eléctricamente, Nautilus, surgido del espíritu inventivo del gran misántropo, encarna una primera proyec ción, técnicamente perfecta, de la idea de insularidad absoluta: un proto tipo de mundo de extrema clausura e introversión, con órgano propio y amplia biblioteca a bordo, un enclave climatizado capaz de sumergirse, en huida permanente de seres humanos y barcos, errante y evasivo, como si el desembarco forzoso de Robinson en el islote vacío se hubiera converti do en un exilio voluntario y la isla-prototipo atlántica se hubiera transfor mado en una caverna navegante, llena de los tesoros de la gran cultura y de la sabia amargura de un enigmático eremita del mar. El submarino, con libertad de movimiento, representa una prótesis insular completa, que ex plícita y reconstruye los rasgos fundamentales del ser insular en sus aspec tos esenciales. En la isla tridimensional no sólo se muestra el carácter de enclave de un trozo de espacio así; junto con él, se toma conciencia del
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principio de represión, por el que las islas, como magnitudes acaparado ras de espacio, se sirven de su propia masa para refrenar el elemento que hay alrededor.
No obstante, los submarinos, como prótesis insulares marítimas, siguen estando emparentados con las islas naturales, puesto que comparten con ellas el elemento habitual. El aislamiento absoluto sólo se consigue cuan do se cambia también el elemento del entorno.
