Así pues, si la tierra, precisamente por estar situada en
el centro mundano, está condenada irremisiblemente a permane
cer en el lugar ínfimo y más desagradecido -en una favela del cos
mos, como si dijéramos-, más pronto o más tarde sus habitantes
tienen que darse cuenta del fallo de la construcción inmunológica
de ese modelo de mundo, por más que los teólogos se empeñen en
aducir las promesas de salvación que quieran.
el centro mundano, está condenada irremisiblemente a permane
cer en el lugar ínfimo y más desagradecido -en una favela del cos
mos, como si dijéramos-, más pronto o más tarde sus habitantes
tienen que darse cuenta del fallo de la construcción inmunológica
de ese modelo de mundo, por más que los teólogos se empeñen en
aducir las promesas de salvación que quieran.
Sloterdijk - Esferas - v2
Pues con el airojamiento de los impíos fuera
del todo bueno surgen paradojas que tendrían consecuencias de
vastadoras para la seguridad de la construcción con sólo hacerse ex
plícitas al instante. Para su explicitación bastaría preguntar a dónde
van a parar -en la tópica del ente en su totalidad- los cadáveres de
los ateos cuando son arrojados fuera de las fronteras y qué sentido
topológico tiene su falta de enterramiento. Pues, o bien la esfera es
inclusiva, y entonces tampoco los ateos pueden ser excluidos de
ella, o bien es no-inclusiva, en cuyo caso tendrían razón precisamen
344
te aquellos que afirman que hay cuerpos sin alma y un exterior sin
dioses. La curiosidad de la drástica excomunión es, ciertamente,
que se expulsa a los herejes justamente a un exterior que según la
convicción de susjueces y adversarios teístas no puede haber. No in
humar en tierra patria, según la sacrosanta costumbre de los grie
gos, a los ateos que no quieran cambiar de opinión, incluso bajo el
efecto del argumento para la demostración de la existencia de Dios:
¿no sería eso establecer un ejemplo con ellos de que, efectivamen
te, ciertos cuerpos acaban en el espacio inanimado? Sus cadáveres
insepultos no cesarían de pregonar la insolente doctrina del exte
rior: bastaría que alguien se acercara a ellos para escuchar y trans
mitir esas prédicas provenientes del frío.
Tanto en este como en otros innumerables lugares del corpus tex
tual platónico se reconoce que las manifestaciones completas de
Platón están lejos de formar un sistema; incluso la contraposición
de principio entre tendencias monistas y dualistas no está saldada
en absoluto en Platón, y en modo alguno puede hablarse de una
armonía del vocabulario determinante o del campo conceptual bá
sico. El caso presente habla por sí mismo: excomulgar del todo ani
mado a quienes niegan el todo animado es una paradoja suficien
temente devastadora como para desmentir la omniinclusividad (que
remite a opciones monistas) de la esfera divina. Pero se entiende in
mediatamente que aquí no sólo se trata de verdad teórica, sino más
bien de funciones inmunizadoras de una gran concepción del mun
do. Así como la ciudad no puede vivir si no se le permite excomul
gar ultima ratione a enemigos irreconciliables de la polisy la esfera,
que todo lo contiene, no podría permanecer en forma si no pudie
ra excluir in extremis lo que no consigue integrar. Tampoco el cos
mos-uno puede pensarse en redondo sin discriminación del otro.
En el punto crítico, en el que la paradoja podría aparecer, el le
gislador-teólogo introduce una prohibición de pensar: aquí, en for
ma de una disuasión explícita de tomar partido por el ateo muerto.
Bajo ninguna circunstancia se permite articular a otro, en su lugar,
lo que el muerto arrojado fuera objetaría al teólogo; si no, volvería
a comenzar la disputa, ahora calmada, entre teístas y ateos. Desde el
punto de vista procedimental, la prohibición de enterrar ateos es
345
equivalente al mandato de no hablar para nada del asunto ateo. No
has de relacionarte con representantes de la tesis de la impiedad; y
no has de hacer preguntas que vayan más allá del uno, el bien, el to
do, el interior. Para que al monstruo analítico no le crezcan nuevas
cabezas, quienes otorgan al ateo muerto el honor de la inhumación
en tierra patria han de ser inculpados ellos mismos de asébeia. (Por
lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad. )
Si se hubiera necesitado un testimonio de que los discursos uni
versalistas son creaciones que se resfrían con facilidad en la corrien
te de aire de sus paradojas inmanentes, bastaría para ello la lección
intuitiva que dio Platón en la parte práctica de su argumento de
Dios. No se necesita una prueba así donde, como sucede en nues
tros análisis esferológicos, se acentúa desde el principio la cualidad
inmunológica de conformaciones de totalidad y figuras de inclusión:
sean éstas ritualistas, como en los cultos tradicionales, arquitectóni
cas, como en la construcción de murallas de la antigua Mesopota-
mia, o argumentativas, como en la nueva ontoteología ateniense167.
Como Platón, también su sucesor Aristóteles atribuyó al movi
miento circular la prioridad sobre todas las demás clases (lineal,
curva, compuesta) de movimiento. Sin embargo, en corresponden
cia con la rápida construcción de losjuegos discursivos posplatóni
cos -se dice, también, que un tanto precipitadamente, debido al
progreso científico-, Aristóteles hubo de eliminar el ropsye mitológi
co con el que el fundador de la Academia había revestido sus doctri
nas cosmológicas. Si en el Timeo se había hecho todavía responsable
a un demiurgo divino de la constitución esférica y de la movilidad
circular del sistema del universo, Aristóteles se vio obligado a pres
cindir del mito de un constructor y a establecer un fundamento in
manente, estructural o material, que proporcionara su forma re
donda y su rotación al universo. Dado el estado de las cosas, ello no
346
era tarea fácil, puesto que a ninguno de los elementos definidos des
de Empédocles -tierra, agua, aire y fuego-, de los que parecían es
tar constituidos todos los cuerpos naturales, le correspondía por sí
mismo la rotación como característica cinética. A todos ellos perte
necen sólo movimientos rectilíneos, bien elevándose desde un pun
to dado, como en el caso de los elementos sutiles aire y fuego, o
bien cayendo, como en el caso de los elementos pesados tierra y
agua. A partir de las propiedades de los elementos canónicos es im
posible explicar la rotación del cielo, que parece comprobarse por
simple evidencia empírica. Con gran sensatez, Aristóteles reconoce
que con los triviales elementos básicos de la naturaleza no puede
constituirse orden cosmológico alguno. Todos ellos, en su conjun
to, sólo son capaces de movimientos finitos, lineales, agotables; el
movimiento del cielo, por el contrario, tiene que ser infinito, rota
tivo e inagotable si quiere mantener lo que la razón interesada cos-
moteológicamente espera de él. Ni desde la tierra ni desde el fuego,
ni desde el agua ni desde el aire conduce físicamente camino algu
no a la sublime contemplación de un cielo perfectamente redondo
y que se mueve en círculo.
Así pues, para explicar el cielo, su forma y su movimiento -y por
caminos que respeten y superen los presupuestos platónicos-, Aris
tóteles recurre a una de las hipótesis más poderosas y sugestivas que
se hayan hecho en la historia del pensamiento científico. Postula la
existencia de un quinto elemento o de un quinto cuerpo, al que por
su naturaleza corresponde ese movimiento circular que falta esen
cialmente en los demás cuerpos. Aristóteles, acogiéndose a tradi
ciones más antiguas, llama aithéra ese cuerpo circulante, por sí mis
mo esferogénico y rotativo.
Ya entre los poetas antiguos era conocido el éter como la subs
tancia sutil que llena el cielo: parece que le dieron ese nombre por
que «corre constantemente (aeítheí)en un tiempo eterno»168. Platón
mismo, en su ensayo tardío Epinomis, una especie de apostilla astro
nómica a los doce libros sobre las leyes, supuso un quinto elemen
to, una quinta essentia, que también se llamaba éter: una región cla
ra por encima del aire, poblada de demonios y seres divinos
intermedios. Pero en Aristóteles el éter se convierte en el Primer
347
Elemento, próton soma. Es la materia de la que está hecho lo acaba
do y perfecto, la substancia del cielo y de las estrellas, prima materia
de todas las gigantescas órbitas imperecederas. A los mortales, na
turalmente, les resulta imposible la contemplación directa del éter,
porque, de acuerdo con su organización sensible, sólo pueden te
ner trato empírico con los cuatro elementos terrenos. De éstos está
hecho el mundo inferior, el núcleo oscuro del cosmos sublunar,
mientras que las cubiertas de éter, sustraídas a la contemplación y
contacto humanos, llenan las inmensas alturas por encima de la lu
na, desde las cubiertas de los planetas hasta la bóveda más alta: el
cielo de las estrellas fijas.
Por eso el éter, según cantidad y dignidad, es con mucho el pri
mer elemento en el cosmos. Desde una perspectiva sublunar no es
fácil conseguir una imagen de su constitución, dado que los seres
humanos apenas logran captar de él más de lo que se delata en el
titileo de las estrellas. Materialmente es más ligero que el fuego, más
vaporoso que el aire, sutil como oro espumado a la luz del sol, res
plandeciente como niebla matutina sobre el Olimpo. Pero ante to
do posee la cualidad ciclofórica requerida: es el soporte natural de
los movimientos circulares, comparable en esto a una idea divina re
currente en sí misma. Así pues, si cabe concebir el cielo como cuer
po universal, es sólo porque en sus estratos altos está entretejido por
el primer elemento, por esa materia maravillosa, vivida, que rota en
sí misma.
A causa de su enorme extensión en el ámbito supralunar, el
mundo etéreo de Aristóteles comprende casi todo lo que existe, ra
zón por la cual al cosmos le competen, casi por todas partes, excep
to en el espacio próximo a la tierra, propiedades maravillosas co
rrespondientes. El cuerpo etéreo, movido circularmente, del cielo
no es capaz de «experimentar incremento o decrecimiento»169; por
eso, según Aristóteles, tiene que ser también inalterable, ingénito,
eterno, sin edad, simple, libre de contrarios y fatigas, y ha de con
sistir inviolablemente en sí mismo.
Aunque forma parte de la naturaleza corporal, el primer o quin
to elemento, recién identificado, brilla con toda una cola de come
ta de predicados metafísicos: como si a lo divino, aunque todavía no
348
haya de hacerse hombre, le compitiera corporeizarse en éter cuan
to antes. Una vez que se admite la existencia del elemento fabuloso,
con él se explica también la forma esférica del kósmos uranós, dado
que precisamente el éter, por su propiedad de ejecutar movimien
tos rotatorios, toma a su cargo el negocio entero de la esferogéne-
sis. Si se cuenta con el éter, se cuenta también con el movimiento
rotatorio, y si se cuenta con éste, se cuenta a su vez con la esfera: así
como, por introducir una analogía, basta contar con capital para
que se establezca la circulación dinero-mercancía-dinero y, con ella,
la globalización terrestre. La mitología aristotélica del éter impre
sionó a la posteridad por su solidez parafísica, que le permitió fun
damentar las rotaciones cosmológicas filosófico-naturalmente y ya
no teológicamente, como había hecho Platón en el Timeo cuando
atribuyó a un mundo hecho por Dios la forma de movimiento más
semejante a Dios.
En su trascendental tratado Del cielo, Aristóteles emplea mucho
ingenio para la demostración de la tesis, ya afirmada por Platón, de
que sólo puede haber un único cielo o cosmos. Es de suponer que
esto no se entienda en principio, porque cielo es un concepto ge
neral que podría abarcar varios objetos concretos de ese nombre.
Así, hay esferas de bronce y esferas de oro, o círculos de bronce y
círculos de oro; un círculo concreto, una esfera concreta son lógi
camente del todo diferentes del círculo y de la esfera en general.
Incluso ese cielo que está ahí, el que vemos, si se juzga desde el
punto de vista lógico, no es idéntico a priori al cielo por antonoma
sia: y, sin embargo, es uno con él, dado que el cielo en general, el
que pensamos, y este cielo ahí, bajo el que vivimos, han de ser uno
y el mismo por razones lógicas y ontológicas. Pero esto hay que de
mostrarlo. A partir del argumento de que ese cielo que está ahí es
al mismo tiempo el cielo por antonomasia -porque de hecho no
puede haber más que uno real-, Aristóteles desarrolla su demos
tración específica de la completud y unidad del universo. Si ese cie
lo abarca todo lo que físicamente es el caso, hay que rechazar toda
ilusión de un lugar o un cuerpo fuera del todo. Pensar el cielo como
uno y único significa postular la inmanencia de todo lo existente.
349
Ahora bien: el cielo es un ser singular y consta de materia; pero aunque
conste no de una parte de materia, sino de toda la materia, sigue siendo
una cosa distinta el ser del cielo en sí y el ser de este cielo concreto, y, no
obstante, no existe otro cielo ni puede haber más, puesto que este cielo
abarca toda la materia [. . . ]. Es, pues, imposible que haya ningún cuerpo
simple fuera del cielo [. . . ]. Por consiguiente, con lo dicho queda claro que
fuera del cielo no existe ni puede existir la masa de un cuerpo cualquiera
[. . . ]. Por tanto, ni existen ahora varios cielos, ni existieron antes, ni pueden
existir; antes bien, este cielo es único y perfecto.
Es evidente, a la vez, que fuera del cielo no hay lugar, ni vacío, ni tiem
p o 170.
Por lo demás, al suponerse que el universo mismo está en rotación, y
también el verse que ello es así, y al haberse demostrado que fuera del lí
mite de la rotación más extrema no hay lugar ni vacío, también por estos
motivos es necesario que el mismo universo sea esférico [. . . ].
De estas cosas, pues, resulta evidente que el mundo es esférico, y con tal
exactitud que ninguna de las cosas hechas a mano, ni otra alguna de las co
sas que entre nosotros tenemos ante la vista, es tan perfectamente esférica.
Pues ninguna de las cosas que lo componen puede recibir una esfericidad
tan exacta y una uniformidad tan perfecta como la naturaleza misma del
cuerpo que los rodea a todos171.
En nuestro contexto se entiende con facilidad que con este ar
gumento Aristóteles no sólo articula el estado del desarrollo teórico
de la cosmología de su tiempo, sino que con ello satisface a la vez su
sentimiento del deber cosmopolita. Puede que a él, el meteco, que
nunca echó raíces en Atenas, se le hayan vuelto extrañas las sobre
tensiones de Platón en vistas a cimentar la ciudad, pero como apolo
gista del universo consolidado el estagirita tiene también que afron
tar las cosas. En caso de peligro tampoco él puede eludir la tarea
que desde la Antigüedad obliga a todo pensador leal al ser: es mi
sión suya defender las murallas del cosmos entero frente al vacío, la
exterioridad y la nada. No en vano el cielo supremo, al que están su
jetas las estrellas fijas -ese firmamento que ha perdurado hasta en
las creencias infantiles y en la lírica del siglo XIX-, posee las propie
dades de una sólida frontera exterior; y cuando Aristóteles se aferra
350
apasionadamente a la tesis de que la gigantesca cubierta del cielo es
un cuerpo único y finito, en ese argumento, junto a consideracio
nes físicas y geométricas, desempeñan también un papel decisivo
otras referentes a la misión inmunológica y uterotécnica de la cos
mología. ¿Cómo podrían vivir seres humanos en la ciudad-cosmos,
si ésta fuera un monstruo difuso que se extendiera hasta lo amorfo,
hasta lo infinito? Un cuerpo infinitamente grande sería una quime
ra amorfa, y tendría tanto sentido real como un pie infinitamente
grande (con el que nadie podría andar) o un vientre materno infi
nitamente grande (en el que ningún hijo podría gestarse).
Sólo la finitud de la esfera máxima garantiza su cualidad cobi
jante, igual que la esfericidad suprasensiblemente perfecta asegura
su carácter inteligible. Ni siquiera los dioses podrían construir en el
infinito; ni en lo amorfo podrían reunirse en tomo a sus bienaven
turadas mesas de gala. Por lo demás, según Aristóteles, la finitud de
la esfera no peijudica a su divinidad; pues la finitud de la extensión
se compensa brillantemente por la infinitud del movimiento rota
torio, que en los cuerpos supremos retrocede a sí en sí mismo, sin
principio ni fin. Por ello, tampoco el cuerpo del mundo, rodeado
de una buena frontera, ha de carecer del predicado divino «infini
to». La buena infinitud circular reclama límites formales bien defi
nidos, mientras que una mala infinitud lineal se perdería en lo ili
mitado, amorfo, inconsistente; todavía Hegel fundamentará en esa
diferencia su defensa del círculo-espíritu omnicomprensor (y eo ipso
su animadversión frente al racionalizar puntual, abierto, fragmen
tario). En cierto sentido, los filósofos uranométricos de Grecia con
tinúan, así, con medios argumentativos, el proyecto de la política
inclusiva babilónica; pero si los reyes-dioses de la antigua Mesopo-
tamia hicieron levantar murallas hipertróficas de ladrillo en tomo a
un espacio interior ciudad-mundo, los filósofos construyen el borde
del cosmos en general con cuerpos etéreos rotativos.
Serán los filósofos estoicos quienes conceptualicen el sentido ar
quitectónico o urbanístico de la cosmología filosófica al declarar
abiertamente como programa suyo la equivalencia metafísica, hasta
entonces latente, entre mundo y ciudad. Con hermosa sinceridad
351
denominan a la ciudad, que se llama mundo, cosmópolis, y hacen
del derecho de ciudadanía en esa morada un ideal ético inagotable.
Esa ciudad-mundo moral adoptó perfiles experimentables después
de la época de Alejandro, cuando los estratos móviles de la ecúme-
ne circunmediterránea se habían hecho numerosos y comenzaron
a buscar una lógica y ética plausibles de la mezcla. Tras su victoria
sobre los persas, Alejandro había impulsado vigorosamente la re
moción del melting-pot de la política, la praxis, el «crisol de los pue
blos»; organizó ofensivamente una política de matrimonios mixtos,
fomentó la transferencia de costumbres y saberes en todas las di
recciones, y creó con ello los presupuestos bajo los cuales el estoi
cismo de Zenón pudo convertirse en el lenguaje universal de una
internacional mestiza y migratoria172. Surge la demanda de modelos
de soberanía que ayuden a los individuos a salir a flote en caso de
revoluciones crónicas. Incluso los primeros Estados filosóficos bro
taron del suelo arado por la guerra; warlords y utopistas viven fron
tera con frontera; en la península de Atos surge en torno al año 300
el Estado ideal Uranópolis, regido por un príncipe que se presenta
como dios del sol y cuyos súbditos se dirigen a él llamándole el Ce
leste. También entre los administradores romanos la plausibilidad
de la idea de que la humanidad sea una única familia en una única
ciudad entre España y el Éufrates fue creciendo continuamente, de
modo que el rétor Aelio Arístides pudo exclamar en torno al año
150 d. C. en su gran «Elogio de Roma»: «El universo entero es una
única ciudad». Agudizado todo ello filosóficamente, de tales supe-
rurbanismos se siguieron también consecuencias adversas para los
templos, puesto que los sabios, elucubrando libremente, se resistían
a entender por más tiempo por qué se encerraba a los dioses en ca
sas cuando el cielo entero era un único panteón.
Aunque con significado muy distinto, ese impulso urbano-hu
manitario cobró rabiosa actualidad cuando en tomo al año 1500 los
europeos emprendieron su aventura epocal, la globalización terres
tre. Si la filosofía, junto con su pathos humanitario en las democra
cias modernas, consiguió de nuevo derechos de ciudadanía y pudo
granjearse, finalmente, su emancipación de la teología y de la Igle
sia, fue sobre todo porque, frente a todas las patrias positivas, podía
352
despertar el recuerdo de un plus cosmopolita y de un evangelio
igualitario y comunicativo, apenas oculto en él. Pero lo que el con
cepto de cosmópolis había significado en las circunstancias antiguas
ya no está presente en los cosmopolitas modernos, y aunque se pre
senten con la escarapela de ciudadanos del mundo, confunden el
cosmos antiguo con la tierra moderna, urbanizada por el tráfico co
lonialista internacional. En las habladurías de uso corriente sobre el
cosmopolitismo es donde puede pervivir con buena conciencia ideo
lógica la no-diferenciación entre globalización metafísica y terrestre.
No obstante, de la antigua concepción ilustrada de la forma del
mundo salta una auténtica chispa a la Modernidad: ya el Mundo An
tiguo codificó experiencias de libertad que resultaron inolvidables
para los europeos. Por eso los modernos no soportan forma de vida
alguna que no acepte lo abierto, lo otro, lo comparable, como críti
ca suya. Pero lo que en la Antigüedad más temprana se consideraba
como el peor destino, el exilio obligado de la ciudad propia, es con
siderado positivamente por la Modernidad como derecho humano
a viajar y a emigrar: no sin entremezclar esto con un derecho a la in
vasión del libre comercio en todas las aún-no-sociedades-de-merca-
do. Si el cosmopolitismo helenístico fue el intento de hacer capaz al
alma de exilio ilimitado por medio de ejercicios de deshabituación
presurosos, el moderno significa el empeño en deparar por todas
partes el mismo confort a la masa de turistas. Pero quien describe al
ser humano simplemente como el animal emigrante-inmigrante se
arriesga a comprometerse con imprudencia poco política en una
mala apertura, que ignora el imperativo de forma de las comunas
reales. El cosmopolitismo posmoderno no es la mayoría de las veces
más que la superestructura filosófica de vuelos baratos entre las ca
pitales europeas y americanas. Quien se toma en serio el tema de la
invasión del mundo más amplio en los mundos de vida locales tiene
que hacer lo mismo también con la crisis espacial de las «sociedades
abiertas». En la búsqueda de una fórmula para la mejor cosmopolí-
tica en la era de la segunda ecúmene es aconsejable orientarse por
la máxima de que lo que hay que hacer es encontrar la mezcla co
rrecta de mezcla y no-mezcla173.
353
El éxito epocal de los impulsos platónico-aristotélicos en la cos
mología de las esferas habla a favor de que los grandes maestros del
pensamiento griego consiguieron formular un diseño de inmuni
dad altamente efectivo para los seres humanos en la era de la ima
gen del mundo racionalizada. Está claro que, idealmente, el nuevo
afianzamiento de la frontera cósmica exterior por medio de la doc
trina de las cubiertas esféricas se adecuaba a las ampliaciones del
horizonte debidas a la comunicación ecuménica y a las primeras
ciencias naturales. Cuando las generaciones posteriores utilizaron
la expresión griega para la totalidad del mundo, el concepto de cos
mos, ésta ya estaba cargada con el encanto de la devoción circular y
esférica, filosóficamente determinada. El hecho de que desde Pla
tón las palabras para mundo y cielo, kósmosy uranós, se hubieran he
cho sinónimas arroja una luz desde arriba sobre todos los discursos
posteriores de mundo. Desde entonces la palabra cosmos misma so
naba como una confesión de fe geométrica: como un símbolo de su
puestos últimos de organización y como una contraseña que ratifi
caba a los mortales su legitimidad de acceso a los mejores círculos.
Expresa la autoridad avasalladora que el esferismo platónico fue ca
paz de mantener durante épocas, hasta el punto de que ni siquiera
Copémico osó atentar contra la enseñanza filosófica de la forma
circular de las órbitas planetarias cuando compuso sus argumentos
en favor de la tesis heliocéntrica. Kepler sólo superó las incongruen
cias que Copémico había dejado cuando se decidió a considerar
como forma de revolución de los planetas, que «circulan» en tomo
al sol, la elipse, metafísicamente decepcionante pero convincente
desde el punto de vista matemático y astrofísico.
El hecho de que, en la doctrina del círculo ideal, de lo que efec
tivamente se tratara desde el principio fuera más bien de las virtu
des inmuno-morfológicas del idealismo geométrico que de las ven
tajas científicas de los modelos esféricos es algo que se había
mostrado ya muy pronto, cuando los astrónomos platonizantes, so
bre todo Eudoxo de Cnido, que había trabajado colegialmentejun
to con Platón, toparon con dificultades prácticamente insuperables
en la reconstrucción racional de los movimientos reales de los pla
netas, claramente no-circulares. Esas dificultades no fueron supe
354
radas por revisión o abandono del modelo esférico, falto de placi
bilidad desde el punto de vista mecánico, sino por construcciones
auxiliares -que dan la impresión más bien de intentos desespera
dos- sobre la base de las indicaciones platónicas. Ya Eudoxo se vio
obligado a elevar a 26 el número de las cubiertas, y eso sólo para ex
plicar las irregularidades en las revoluciones de las siete cubiertas
principales: además de las cubiertas en las que están fijas las estre
llas errantes o planetas había que imaginar, movidas con ellas, to
da una plétora añadida de cubiertas adicionales de movimientos gi
ratorios enfrentados -para Saturno, Júpiter, Marte, Venus y
Mercurio: cuatro para cada uno; para el sol y la luna: tres para ca
da uno-, cuya única legitimación existencial era interpretar la des
viación de las estrellas de su simple órbita idealizada sobre su cu
bierta soporte en consonancia con el dogma esférico. Aristóteles
llegó mucho más lejos en este punto y propuso finalmente un sis
tema para el que se necesitaban 55 cubiertas esféricas, rotando
unas en contra de la dirección de otras, para hacer más o menos
justicia a los datos empíricos.
La sátira epistemológica compuesta por Platón, y que se dio a co nocer bajo el título «Salvación de los fenómenos», lo que pretendía en verdad era la salvación de un sistema de inmunidad psicocos- mológico, que llegó a hacerse imprescindible rápidamente y cuyo capital activo más importante era la geometrización de la frontera exterior de lo existente.
Esa teoría-comedia, que se mantuvo durante toda una era en los programas académicos bajo estricta interdicción de la risa, sólo fue superada por la hermenéutica cristiana, que, como «salvación del sentido de la Escritura», había de cumplir análogas tareas in- munizadoras. Por los éxitos de la Ilustración filosófica el círculo y la esfera se habían convertido en las figuras ontoinmunológicas de cisivas, sin las que ya no se podían responder con suficiencia las preguntas por la imagen de mundo -y más aún por la imagen del borde del mundo-, por más que los costes epistemológicos adicio nales de ese modelo de mundo, al menos a ojos de los expertos, se elevaran peligrosamente. Con buenos motivos, Aristóteles hubiera podido dirigir también contra sus propias presentaciones su sar-
355
Rueda de carro del mundo,
templo dei Soi de ivonarak, india, sigio xiu.
casmo frente a ciertas extravagantes teorías de sus predecesores y
colegas físicos:
Uno se asombra, con todo, de que las soluciones aportadas no les pare
cieran más extrañas que el problema mismo174.
Así pues, el rey Alfonso de Castilla, promotor y conocedor de la
356
astronomía medieval, que reinó desde 1252 hasta 1284, tenía buenas
razones para su conocido dicho de que «si Dios le hubiera pedido
consejo para la creación del mundo, le habría propuesto un sistema
más sencillo».
La historia triunfal del modelo filosófico-cosmológico de cubier tas celestes muestra de modo muy claro que cuestiones de costes cognitivos entraban poco en consideración frente al superior valor de uso morfológico de una construcción sublime. Precisamente para el público profano, que no había de preocuparse de la salvación de los fenómenos, la idea de un universo compuesto nada más que de esferas encajadas concéntricamente unas en otras, con la tierra en el centro, se mostraba irresistiblemente plausible y, en cierta me dida, incluso psicológicamente atractiva. Permitió a los seres huma nos entre la Antigüedad clásica tardía y la edad moderna temprana alcanzar el grado imprescindible de aclimatación patria en un uni verso cuyas dimensiones, sin embargo, parecían distendidas ya has ta lo gigantesco-inquietante. A lo largo de dos mil años demostró su eficacia como técnica determinante de familiarización con el mun do de la cultura europea. Interpretaba el cosmos como la ciudad en cuyas murallas invulnerables mantienen su existencia los morta les175. En él reconocían lo más exterior que era posible alcanzar por medio de la transferencia de la uterotécnica al universo.
La hiperesfera autónoma proporcionaba una visión preponde- rantemente satisfactoria, después de sopesar ventajas y desventajas, de la forma de la totalidad cósmica, y además de ello una respuesta sugestiva, aunque también problemática, a la pregunta por el lugar de la tierra. De hecho, ésta no podía colocarse en ninguna otra par te que en el centro de las cubiertas situadas concéntricamente unas sobre otras. A pesar de algunas hipótesis no-concéntricas de los pi tagóricos, que habían planteado un fuego central cósmico, y a pesar de la apertura puntual al heliocentrismo en el caso del gran astró nomo del siglo III a. C. Aristarco de Samos, el geocentrismo aristo télico se impuso sin reticencias. Fue Aristóteles quien, bajo el lema de la imagen tolemaica del mundo, estableció durante cerca de dos mil años las líneas directrices de la cosmografía europea (si excep tuamos el confuso e indeciso retomo de la Edad Media a una con
357
cepción discoidea de la tierra) ; pero incluso en el milenio que dis
curre entre la decadencia del Imperio romano de Occidente y las
investigaciones de Copémico nunca se borró completamente el re
cuerdo de la globositas de la tierra. No es necesario ocupamos aquí
en detalle de los destinos medievales de la cosmología aristotélica y
de sus lábiles compromisos con la concepción bíblica del Génesis,
así como con el Apocalipsis de san Juan176. El hecho de que nume
rosos datos métricos supuestos, sobre los que parecía que descansa
ba el sistema de Claudio Tolomeo (100-178 d. C. . ), no fueran otra
cosa que cómodas falsificaciones y adopciones tomadas de autores
más tempranos, no influyó para nada, por lo demás, en la marcha
triunfal del sistema aristotélico-tolemaico. Más bien puede deducir
se de la historia de éxitos del tolomeo-aristotelismo que imágenes
de mundo y cosmografías, precisamente cuando aparecen como
dogmas científicamente consolidados, son en primera línea siste
mas de persuasión autosugestivos, que sólo encuentran amplia re
sonancia cuando demuestran su eficacia en el ecosistema imagina
tivo de sus sociedades. Bajo este punto de vista, la persuasión con
respecto a las cubiertas de los antiguos europeos se perfila como
una de las autohipnosis cognitivas más brillantes de la historia de la
teoría y de la cultura. Durante toda una era los iconos ontológicos
del círculo y la esfera mantuvieron piadosamente congelada la in
vestigación empírica del cielo, justificando, además, del modo más
efectivo, el estancamiento de la investigación por la fe en los resul
tados de una pretendida investigación anterior. Se necesitaba una
revolución total de la imagen de mundo, y con ella a la vez un re
formateo radical de las dinámicas de creencia y condiciones psico-
cósmicas de inmunidad, como los que se produjeron en el ser hu
mano europeo a partir del siglo XVI, para que las ciencias naturales
y las concepciones religiosas del espacio pudieran liberarse del es-
ferismo inmemorial.
La superficie, movida histórico-dogmáticamente, donde se dio
este paso ha sido presentada ejemplarmente por el historiador de
las ideas Alexandre Koyré bajo el título programático Del mundo ce
rrado al universo infinite/77. Por lo que respecta a una exposición bsyo
358
puntos de vista sistémicos e inmuno-esferológicos del cambio de la imagen de mundo, nunca ha sido hecha, y las insinuaciones lacóni cas en esa dirección que aparecen en este libro no pueden sustituir en modo alguno a una detallada historia discursiva y sistémica de la gran extraversión. En una investigación así tendría que hacerse comprensible el proyecto de la Modernidad como gran experimen to de cobijo de sociedades de masas en tecnologías de salvación y es tructuras de inmunidad no-teológicas. Si una presentación así qui siera hacer justicia a su objeto en el punto decisivo, tendría que elaborar expresamente la toma de poder del exterior como el acon tecimiento fundamental de lo que Heidegger llamó la «época de la imagen del mundo». De todos modos, en el último capítulo de este volumen, que trata sobre la última esfera, es decir, sobre la tierra circunvalada, cartografiada, ocupada y utilizada, haremos algunas indicaciones someras de cómo esa revolución del modo de pensar exterior ha ido unida a los procesos de globalización de la era mo derna.
Pertenece a las consecuencias adicionales de la cosmología geo céntrica de cubiertas, además de complicaciones insuperables en la aplicación empírica del modelo, una ambivalencia fundamental, por no decir ruinosa, en la determinación del lugar humano y de su rango en el cosmos. Pues colocar la tierra en el centro: eso, a pri mera vista, no es más que una concesión al supuesto narcisismo cosmológico de sus habitantes humanos. Pero la circunstancia de que con el giro copernicano la tierra fuera descentrada por fin, y fe lizmente, tras una fijación de milenios en el centro de la imagen del universo, no conllevó en absoluto para los seres humanos agravio narcisista alguno, como sugieren Freud178y sus repetidores sin co nocimiento de las relaciones históricas de la imagen de mundo, si no la liberación largamente esperada de una pesadilla cosmológica contumaz y devenida absurda. Por eso el heliocentrismo encontró entre el público una resonancia que oscilaba entre la indiferencia y el asentimiento entusiasta, y cuando fue rechazado explícitamente, como en ciertos círculos del catolicismo oficial romano, fue más bien porque no se estaba dispuesto sin más a renunciar a la tierra- centro como lugar-humilitas, y sobre todo porque en un mundo co-
359
pemicano ya no se sabría dónde localizar el infierno, sin el que no
se podía mantener el régimen psicopolítico del catolicismo contra-
rreformista (o, en general, la imagen de mundo cristiana en tres es
tratos: infierno, tierra, supramundo).
A muchos contemporáneos razonables les parecía incluso exce
siva la promoción de la tierra beyo las estrellas, que se seguía del li
bro de Copémico sobre las revoluciones celestes. La exclamación
de Philipp Melanchthon contra los innovadores heliocentristas, seis
años después de la aparición de De revolutionibus orbium celestium, de
signa típicamente la perplejidad de un lector crítico con respecto a
una sobrevaloración tan audaz de la tierra: Terram etiam ínter sidera
collocant [¡Colocan incluso la tierra bsyo los astros celestes! ]179. La fá
bula freudiana del agravio narcisista resulta, pues, vacía según la his
toria de la imagen de mundo y pertenece exclusivamente a la estra
tegia de autoexaltación del movimiento psicoanalítico (por más que
le preparara el terreno la observación magníficamente ingenua de
Goethe de que la revolución de la imagen de mundo habría obliga
do a los seres humanos «a renunciar al enorme privilegio de ser el
centro del universo»). No obstante, esa pequeña fabulación es inte
resante porque, desde perspectivas no-freudianas, permite seguir
pensando productivamente en dirección a una ecología general de
los agravios, que se ocupa de las consecuencias colaterales psicoló-
gico-sociales de invenciones teóricas e introducciones de nuevas téc
nicas. Porque ¿dónde se obtienen, por ejemplo, los propios éxitos
del psicoanálisis y de todos los demás sistemas del «yo-veo-algo-que-
tú-no-ves», sino en el mercado libre de los diferentes niveles de agra
vio que se producen entre los que afirman ver algo nuevo y los cie
goscorrespondientes? 180
Por lo que respecta al agravio u ofensa hecha a un hipotético
narcisismo de la humanidad, si es que puede hablarse de tal ofensa,
no se produjo por la descentralización copemicana de la tierra, si
no dos mil años antes por la centralización aristotélica que desarro
lló un precario sentido colateral antropológico. En realidad fue la
colocación de la tierra en el centro la que acarreó a ésta y al ser hu
mano una desvalorización ontotopológica fatal. Sus motivos, que
presentamos sumariamente antes, únicamente los conocía muy po
360
ca gente culta, mientras que la gran masa del pueblo en la Edad Me
dia sólo llegaba a percibir las consecuencias atmosféricas de esa de
gradación: el pueblo pagó durante toda una era el precio de aque
lla omnipresente retórica-del-valle-de-lágrimas, que caracteriza al
miserabilismo crisdano. Pero, desde el punto de vista cosmológico,
éste había sido una conclusión perfectamente legítima sacada del
modelo aristotélico de mundo. Cómo se pudo llegar a la concep
ción inevitablemente depresiva de que la situación del ser humano
en el universo era algo oscuro por regla general para los crisdanos
y que se asociaba la mayoría de las veces, y de modo confuso, úni
camente a las consecuencias del pecado original. Una conexión así
puede que antropológica y moralmente sea de importancia, pero
desde el punto de vista de la historia de la imagen de mundo se ca
racteriza por su ceguera. El pecado original no interviene para na
da en la degradación de la derra que procuraron los antiguos filó
sofos y cosmólogos. El desdén cosmológico por la tierra no es
propiedad de la doctrina cristiana, y menos su invención típica, si
no una consecuencia ineludible de la idealización de la periferia-
éter en la cosmografía aristotélica. Si lo perfecto-envolvente se en
cuentra arriba, entonces -por muy extraño que suene- el centro
queda irremisiblemente abajo, yjustamente ahí está situada la tierra
junto con sus habitantes mortales, sujetos a error, perdidos en la
ambigüedad. Si el centro fuera un lugar distinguido en la esfera cós
mica, su preeminencia sería más bien una abismalmente irónica: los
habitantes del punto medio gozarían del negativo privilegio de re
sidir en el final más oscuro del todo. Dado que, como hemos visto,
lo mejor ha de estar en el margen alto, lo peor se reúne inexora
blemente en el medio.
Así pues, quien busca el punto débil del grandioso proyecto aris
totélico de universo sólo tiene que hacer el esfuerzo de mirar a la
tierra, supuestamente privilegiada por su posición central: este pla
neta, señalado por la muerte y el error, es el miasma del cosmos, la
mancha negra en el claro chaleco del cosmos. Sólo las partes subte
rráneas de la tierra son capaces de superar, aún en falta de luz y dis
tancia a Dios, el lugar de los seres humanos, la superficie terráquea:
por eso en la imagen de mundo de cubiertas cosmológicas las re
361
giones del Hades y del infierno se suponen situadas bajo la superfi cie de la tierra, en el último asiento y excusado del todo. Es esto lo que conceptualiza el triste cosmopolitismo del estoico Aristipo de Cirene cuando explica que el camino al Hades es igualmente largo desde cualquier parte del mundo. El centro más íntimo del cuerpo del mundo es el corazón de la oscuridad: y los seres humanos son sus vecinos expuestos a riesgos. No otra cosa llevó a concepto e ima gen Dante en sus espantosas visiones del infierno. El cosmos cristia no está constituido en tomo al infiemo como punto central, al igual que el mundo de vida primitivo de los pueblos sedentarios había de estar centrado irrecusablemente en tomo a las letrinas. Pero así como todas las ontocosmologías occidentales manifiestan una es tructura bifocal -un centro superior en Dios, un centro infame en lo terreno-subterreno-, también las ordenaciones espaciales de las civilizaciones sedentarias en la era agraria pagaron tributo al bifo- calismo con la dicotomía de centro de esplendor (templo y palacio) y centro miasmático (letrina, desolladero, cárcel)181. Si se toma bue na nota de esas relaciones topológicas fundamentales de las cons trucciones de la imagen de mundo en la antigua Europa, resulta evi dente que hablar de un agravio, ofensa o humillación copemicanos sólo puede significar o bien un malentendido o bien un engaño in teresado.
No sin sustituir el depravado centro físico-material por otro cen tro noble, incorrupto, Aristóteles, en su libro Del cielo, manifestó, im pávido, la inevitabilidad de desvalorizar el centro físico y geométri co del cosmos de cubiertas:
[. . . ] como si el concepto de centro sólo tuviera un significado y el pun
to medio de la magnitud fuera a la vez el punto medio de la cosa y de la na
turaleza. Pero así como en los seres vivos el centro del ser vivo no es idénti
co al centro del cuerpo, lo mismo hay que suponer, sobre todo, del cielo
entero. Así pues, por esta razón aquéllos [los pitagóricos, que habían su
puesto un fuego central en el medio como «vigía de Zeus», P. SI. ] no de
bían dejarse confundir con respecto al todo [. . . ], sino más bien buscar
aquel otro centro [realzado en cursiva por nosotros], qué sea y cómo sea.
Pues aquel centro es el origen y lo venerable, mientras que el punto medio
362
espacial se parece más bien a un final que a un comienzo [. . . ]. Pero más ve
nerable es lo circundante y delimitante que lo limitado. Pues esto es la ma
teria, aquello la esencialidad del todo182.
De este argumento, en el que se mezclan distinción ontológica y
subterfugio astuto, vivió el catolicismo intelectual durante más de
un milenio.
Así pues, si la tierra, precisamente por estar situada en
el centro mundano, está condenada irremisiblemente a permane
cer en el lugar ínfimo y más desagradecido -en una favela del cos
mos, como si dijéramos-, más pronto o más tarde sus habitantes
tienen que darse cuenta del fallo de la construcción inmunológica
de ese modelo de mundo, por más que los teólogos se empeñen en
aducir las promesas de salvación que quieran. La recepción cristia
na del esquema aristotélico-tolemaico deja esto claro al resaltar por
todos los medios la humilitas de la posición humana, y no sólo en un
sentido antropológico-religioso sino también desde una perspectiva
cosmológica. Alanus de Insulis: «El ser humano es como un adve
nedizo que vive en el suburbio del mundo»183. Es precisamente su si
tuación interior -privilegiada en apariencia-, en el núcleo del siste
ma cósmico jerarquizado de cubiertas, la que acarrea a los seres
humanos una desventaja espacial, que la cristiandad medieval sufrió
hasta el fondo más amargo y contra la que sólo podía servir de ayu
da un cambio radical de situación producido por la aplicación de
nuevos medios cosmológicos.
Conseguir esto es el sentido inmunológico e histórico (en lo re
lativo a la imagen de mundo) de la revolución copemicana. Pues lo
que aparentemente representa la posición ideal en una estructura
herméticamente impermeabilizada frente al exterior, de paredes só
lidas aunque también sutiles y transparentes, desde el punto de vis
ta ontotopológico se manifiesta para sus pobladores como un de
fecto fatal e irreparable. La perfecta inclusión de la tierra y de sus
habitantes en el centro fosco del cosmos había de arrebatarles la
proximidad a lo más alto y supremo en el orden del ser. Ya en la An
tigüedad y más aún en la Edad Media los efectos colaterales y ries
gos metafísicos del geocentrismo se mostraron tan gravosos para los
europeos que éstos sólo fueron capaces de sobrevivir espiritualmen
363
te mediante la creación de caminos de huida de la zona oscura del cosmos.
Poresolaominosapalabra«cosmopolitismo»,queparece haber introducido Diógenes de Sínope en el debate antiguo, tenía ya un to no concomitante sarcástico, aunque más tarde los estoicos se esfor zaran en utilizarla sin ironía: en la ciudad llamada mundo lo que im porta a los sabios no es en absoluto vivir en el centro de la ciudad venida a menos, la tierra, sino en los extrarradios nobles, donde tie nen sus villas los mejores círculos de éter. Quien habla de cosmópo- lis piensa siempre un poco también en la salida del concreto local te rreno o al menos en la estetización del espacio lejano. Todavía Hegel se recordará lejos de esas condiciones espaciales aristotélicas de la an tigua Europa, cuando pretende llevar el espíritu a sí mismo en el éter del concepto; cosa que, sin embargo, no significa tanto un procedi miento de hacer de menos a la tierra evadiéndose espiritualmente de ella hacia arriba cuanto un programa para incorporar el cielo, vía Es tado y cultura, a las circunstancias de la superficie de la tierra.
Si el estoicismo, platonismo y cristianismo han podido generar puntualmente en sus psicagogias intereses estratégicos comunes, ello se debe no en último término a que los tres ofrecieron reme diar por medio de programas atractivos de transcendencia la des ventaja de los seres humanos de residir en el centro malo de la ma teria. Sí, quizá la capacidad de los europeos de la Antigüedad tardía, de la Edad Media y de la temprana edad moderna de dejarse sedu cir por todos los tipos posibles de auxilios idealistas de evasión y de doctrinas filosóficas de trascendencia se explique por la necesidad de encontrar remedios contra el agravio geocéntrico.
Sólo mucho tiempo después de que se hicieran saltar las cubier tas celestes y de que se elevara a la tierra a la igualdad de derechos cosmológica con otros cuerpos celestes, pudo el Zaratustra de Nietzs- che llegar a la particular idea de predicar a sus amigos la fidelidad a la tierra. En el imperio bimilenario del aristotelismo ello hubiera resultado absurdo, puesto que habría significado directamente la renuncia a participar en cualquier vida superior esférica; bajo tales premisas, fidelidad a la tierra significa tanto como fidelidad del pri sionero a su mazmorra.
364
Clásico cosmos de cubiertas de Peter Apian,
Cosmographicus líber, 1524; el empíreo inmóvil, en el margen
extremo del cosmos graduado, se hace resaltar aquí mediante la
inscripción, frente a los diez cielos rotantes, entre los que también
se pone de relieve el octavo (el cielo de las estrellas fijas o firmamento):
esa inscripción subraya la idea de que los elegidos (electi) encuentran
en la paz de la suprema altura su última forma de inmunidad
o su último habitáculo (habitaculum).
Pero ya Aristóteles, como Platón antes de él, había pergeñado
exactamente el camino real de huida de la zona central sublunar a
lo superior y mejor: se trata justamente del acceso a ese otro centro
del que se hablaba en el pasaje de De cáelo que citamos antes y que
no se refiere a otra cosa que al topos utópico del Dios supramunda-
no, cuyo reflejo psíquico, el alma del mundo, había sido implanta
do por el demiurgo en el centro del cosmos. En la cercanía de aquel
otro centro bueno, sublime, sólo puede dirigir a los seres humanos
el impulso del alma-espíritu propia, el pensar reflexivo, que, si se
entiende correctamente, reconoce en sí mismo una irradiación del
bien primero.
A ello corresponde el que el centro del mundo de cuerpos y el
centro del bien no coincidan. En eljuego basal de toda espirituali
dad, ¡busca el centro! , se oculta un doble sentido esferológico que
la propia era metafísica no consiguió esclarecer. En la cuestión del
punto medio o centro los maestros de la filosofía griega legaron a la
posteridad una confusión patética, que en adelante presentaremos
como el sistema-de-dos-centros de la antigua Europa, y con tan exa
gerada claridad que en cierta medida se descomponga por la pro
pia luz de la presentación, del mismo modo que hubo pinturas de
catacumbas que al parecer se desvanecieron ante los focos de los
descubridores. Al hacerlo, quedará claro de nuevo, y de otro modo,
lo que ya se sabía de diversas fuentes: que la metafísica griega, aun
cuando intenta mantener la ilusión cosmoteísta, se convierte en una
teología de la trascendencia más o menos explícita.
Pensar trascendentemente es el anuncio formal de que encima
del centro inferior se ha colocado uno superior. Nota bene: aun des
pués de la pérdida de valor del centro inferior en el geocentrismo,
sigue en vigor una idea monárquica del punto medio; idea que, sin
embargo, sólo puede defenderse con argumentos teológicos y espi
rituales, y que sólo sigue teniendo sentido en contextos no-físicos y
no-cosmológicos. Inútil para narcisismos humanos, esa idea se re
fiere al centro en el que precisamente no están los mortales, los exis-
tentes-en-el-mundo. Con ello sigue abierto el problema de que en
el mundo concebido geocéntricamente hay que concebir, a su vez,
el centro bueno como extramundano y supramundano, y, por con
366
siguiente, como trascendente, espiritual y, por hablar espacialmen te, como situado arriba, por más que el Timeo afirme con tacto me*
tafísico que el alma del mundo (provista con el noüs) ha sido im plantada en el centro del cuerpo del mundo. Se entiende que este modo de hablar era una clave cortés para referirse a la supramun- daneidad, de modo que estaría mal aconsejado quien pretendiera buscar el alma en el centro físico del mundo, allí donde debería re sidir según el dicho ambiguo de Platón: pues, consecuentemente, ese centro cae en el núcleo de la tierra, ya que la tierra reside en el centro del cosmos de cubiertas; y precisamente ahí, con toda co rrección desde el punto de vista topológico, supusieron que estaba el infierno los infemólogos medievales, que entendían más de la di ferencia entre centro divino y terreno que los filósofos edificantes. Más adelante, en el capítulo «Antiesferas», explicitaremos con ma yor detenimiento la convergencia entre ser-en-el-mundo y ser-en-el- infiemo.
Para mantener la conexión entre hombre y Dios en la interpre tación clásicamente metafísica del espacio hay abiertos esencial mente dos caminos: o bien ha de ascender el ser humano desde su mazmorra central al aire libre, por una escalera inteligible que le comunique con el mundo superior; o bien ha de descender Dios hasta los seres humanos, presumiblemente por la misma escalera, sea por medio de signos o milagros, sea por la asunción de un cuer po. Por ello, trascendencia y encamación son movimientos vertica les simétricos; ambos tienen el sentido de mantener abierto el enla ce amenazado entre el centro malo (del existente cuantitativo) y el otro centro (del existente esencial).
En estas tensiones verticales se muestra que en la «época de la
imagen del mundo» no puede ayudarse al ser humano colocándolo
meramente en un receptáculo espacial, por muy bien aislado que esté. Por eso todos los discursos holísticos han de quedar desvalidos, ya que los seres humanos no quieren ser sólo depositados o alma cenados en un container-totalidad, en un aniXXo-continens metafísico, quieren también, en una experiencia interior viva, toparse con el Gran Otro del centro opuesto, que les posibilita por complementa- ción íntima. Es verdad que en los dilatados espacios de realidad de
367
la era imperial la vida de las sociedades no puede existir sin conso lidaciones de fronteras e inmunizaciones eficaces, pero por lo que respecta a la integridad microsférica de los seres humanos, tampo co puede conseguirse sólo mediante cobijo en grandes receptáculos sociopolíticos y cósmicos. Más importante que el blindaje del cam po anímico frente al exterior sigue siendo la complementación ínti ma psicogónica. Sólo ella puede conseguir que la estancia en un gran mundo no acabe en exanimación amarga o surfismo insustancial.
Por eso no lo es todo la inmunización macrosférica (podría de cirse también, abreviando: por eso no lo es todo la filosofía o, con mayor exactitud, la filosofía de la trascendencia). La certeza de es tar contenido en algo extremadamente grande puede proporcionar tranquilidad; si sus escritos publicitarios no mienten por todas par tes, los sabios tradicionales la consiguieron ocasionalmente. Pero la paz anímica sería una meta falsa si se separara del contento y es pontaneidad que provienen de la comunión con el otro íntimo, da igual si uno se lo representa como compañero inseparable, presen te en la cercanía, o como un enfrente lejano-sublime. En conse cuencia, en la época de la gran cultura no sólo han de reformatear se los receptáculos cósmicos en tomo a las comunidades políticas. También hay que determinar con contornos más fuertes al otro ín timo del individuo, al gemelo divino próximo-lejano. Cuando se cuenta con él en versiones acomodadas al momento histórico, los seres humanos pueden reorientarse desde la búsqueda de tranqui lidad en el receptáculo supremo a agitados asuntos amorosos con el absoluto. De éstos se hablará, entre otras cosas, cuando en el próxi mo capítulo se abra el libro de la teología de la estructura o de la forma*, no leído desde hace mucho tiempo. En él se encuentran las necesarias aclaraciones con respecto a aquel otro centro, que si bien postuló Aristóteles, no pudo desarrollar convincentemente con sus medios.
’ Gestalt-Theologie es la expresión del autor. (TV. del T. )
368
Excurso 3
Autocoprofagia
Sobre el recycling platónico
En la historia de la recepción de Platón se ha hecho mucho hin capié en la preferencia del maestro por las figuras geométricas del círculo y la esfera; pero apenas se ha hecho caso de que en un pun to de su obra Platón aparece con un argumento en relación con el movimiento circular que deja tras de sí el abstracto idealismo mate mático de la esferofilia y aventura el salto a una biología del todo
(hoy diríamos: a una ecología general). Mientras que las ciencias modernas de la vida y la muerte sólo pueden emprender el estudio de procesos circulares parciales sobre el trasfondo de entornos que permanecen exteriores al círculo, Platón, en un instante arriesgado, rozó la cuestión de las condiciones de una ecología en el absoluto. De lo que se trata con ello es de un ecosistema del ser, que habría de entenderse como proceso circular cerrado, y de modo que ya no pudiera haber mundo-entorno o mundo exterior alguno que cons tituyera el trasfondo del círculo de la vida. Esta ecología absoluta só lo puede realizarse como biología absoluta, y ésta, a su vez, sólo co mo descripción de un animal absoluto, que sea una singularidad y que atienda al nombre de cosmos si alguien lo llama. El lugar clási co se encuentra al comienzo del discurso de Timeo, cuando se tra ta precisamente de explicar («por muchos motivos diferentes») por qué el demiurgo había dado una forma «completamente lisa» al globo del mundo por fuera:
No necesitaba de ojos ni de oídos, pues no quedaba nada visible ni au
dible más que él; tampoco ya había aire que le rodeara y que le hubiera he
cho falta inhalar; ni necesitaba hechura alguna mediante la cual ingerir ali
mento o volver a eliminar el ya ingerido, una vez succionado el auténtico
jugo de su quilo; pues nada se distinguía de él y nada se le añadía desde nin
guna parte, pues nada había [sino él]; más bien está configurado ingenio-
369
sámente, de modo que sus propias eliminaciones le vuelven a servir de ali
mento, y de manera que todo lo experimenta dentro de sí mismo y todo lo
hace por sí mismo184.
Con ello se menciona el precio de la perfección: el animal abso
luto ha de ser un autocoprófago; en idioma romance: un consumi
dor de sus propios excrementos. Además -y en esto consiste la confi
guración ingeniosa citada-, la diferencia de boca y ano, importante
y necesaria en animales que tienen un entorno, y en él comedores
y letrinas, ha de ser anulada en este ser supematural; así, en él, las
aberturas del cuerpo, por las que se realizan los dramas del meta
bolismo, están colocadas del todo hacia dentro y cortocircuitadas
recíprocamente: lo que corresponde a la estructura -ecológica
mente impresionante, aunque desde el punto de vista psicoanalíti-
co y gastronómico más bien desconcertante- de una oral-analidad
integrada. (La genitalidad, naturalmente, no existe en este supera-
nimal, dado que, por su modo de ser, su condición no es la de en
gendrar ni la de ser engendrado. )
El ser vivo, que todo lo experimenta en sí mismo y todo lo hace
por sí mismo, cumple un atributo divino que en el tiempo de los
doctores se reproducía con el término aseitas, aseidad, aunque nin
guno de los teólogos escolásticos se atreviera a dar muestras de la
frialdad platónica ocupándose de los pormenores del metabolismo
del animal divino: una omisión que parece perdonable cuando se
considera que para el cristiano culto el cosmos no valía como ani
mal absoluto sino como creación. Pero, dado que la doctrina cristia
na atribuye a lo absoluto el hecho de hacerse hombre pero no el de
hacerse mundo, el lugar crítico en el ser sólo se desplaza, puesto que
con Cristo aparece un ser divino que ha tomado sobre sí la natura
leza humana y, en consecuencia, ha consentido en vivir con la dife
rencia entre boca y ano. Comienza su carrera, consecuentemente,
entre precariedades metabólicas («lo encontraréis envuelto en pa
ñales»). Pero a la larga no puede eludir la cuestión de si asume y eli
mina lo exterior, o si vive de lo propio sin entorno alguno: pues del
mismo modo que como Dios auténtico es necesariamente no-meta-
bolizador, es con necesidad consumidor de alimentos y depositor de
370
Uroboros: el Uno-Todo.
heces en tanto hombre auténtico. Dos hechos, ante todo, de la his
toria de la recepción testimonian que en él, no obstante, y a despe
cho de la doctrina de las dos naturalezas, el Dios verdadero obtuvo
la victoria sobre el hombre verdadero: primero, el hecho de que, si
es verdad que se han transmitido palabras del Señor, no se mencio
nan ni conservan excreciones físicas suyas; y, segundo, el hecho de
que, si es verdad que su cuerpo transfigurado ascendió a los cielos,
no se habla para nada de heces transfiguradas. En consecuencia, el
Hombre-Dios está sujeto decididamente a la diferencia entre sistema
y entorno, no como el cosmos platónico, que es sistema sin entorno.
Sobre el trasfondo de estas consideraciones aparece más clara la
diferencia entre el camino griego y el cristiano hacia una ecología
371
del absoluto. Mientras que el hacerse mundo de Dios genera un ani mal absoluto, que gracias a su autocoprofagia recorre un proceso vi tal sin exterioridad, por el hacerse hombre de Dios surge un híbri do metafísico, del que una parte ni come ni bebe desde la eternidad mientras que la otra crea, mediante comida y bebida terrenas, los presupuestos para excreciones correspondientes, de las que no es lí cito hablar en la inmanencia del culto. El animal-mundo griego es, pues, un ser que ni ingiere alimentos sacados del entorno ni hace deposiciones en él, dado que no dene entorno o, dicho de otro mo do, dado que renuncia a toda extemalización en beneficio de su au tonomía; mientras que el Hombre-Dios cristiano, si es verdad que fustiga al mundo, deja en él, sin duda alguna, las inmencionables deposiciones mencionadas. (Es posible que la objeción de algunos teólogos medievales de que Cristo comía pero no defecaba merezca citarse, pero no, desde luego, discutirse. ) El animal-mundo es suje to-objeto de una ecología absoluta, que consume todo sin dejar res to y no permite que nada salga hacia fuera (igual que -por citar un ejemplo casi actual todavía- hasta comienzos del siglo XX en el bu dismo tibetano gozaban de la mayor consideración como amuletos médicos píldoras de coprolitos del Dalai Lama, y hasta es posible que se tragaran realmente como medicinas en caso de necesidad ex trema, dado que los desechos del Dios vivo no pueden ser desecho alguno), mientras que el Hombre-Dios se ha obligado a una ecolo gía parcial, en la que hay que contar con restos perdidos y en la que se extemalizan desechos enérgicamente.
Con ello aparece con claridad la diferencia entre un recycling grie go y uno cristiano. Mientras que el Mundo-Dios está inevitablemen te estructurado autocoprofágicamente (esto es a lo que se remiten los holismos en definitiva, aunque no quieran ni puedan decirlo), el Hombre-Dios tiene que ser o bien anoréxico («no sólo de pan», por eso tan poco pan como sea posible), o bien dualista (la mesa de la cena y la letrina no están en el mismo mundo). En el recycling plató nico todo se convierte en alimento de Dios: esto significa que en el sistema oral-anal cósmico, o bien las excrecencias mismas tienen ca- rácter-de-haute-cuisine, o bien la boca del globo divino no tiene pala dar y no es capaz de diferenciar entre ambrosía y materias fecales.
372
Más importante aún que esa indiferencia de gusto es la inmunidad del cosmos (la tersura absoluta de su bóveda por el exterior), que no permite abertura alguna por la que pudiera evacuarse cualquier co sa afuera, a la nada. Del lado cristiano, el Hombre-Dios viene al mun do como a un penoso exilio, pero no para mostrar cómo se constru yen casas ecológicas y cómo se fertilizan los campos con estiércol animal y humano. Su misión recicladora se refiere exclusivamente a las almas. Baja para demostrar que es posible un mundo de absti nencia; según su doctrina, los seres humanos no están llamados al metabolismo ni a la deposición, y mucho menos a ser omnívoros tan to en la línea autocoprofágica como en la heterocoprofágica. La re lación cristiana con lo que procura salvación y redondez no está orientada cosmológica, sino pneumáticamente. Los pneumáticos comparten con los nómadas el privilegio de conservar un estilo fe- cófugo de vida en medio de poblaciones sedentarias; evitan las obli gaciones que encadenan a los seres humanos a habitáculos fijos; elu den la atmósfera que rodea la fidelidad a las letrinas. (En general: el Cristo ha de vivir de modo que jamás haya de utilizar un excusado propia; deja que las deposiciones evacúen sus deposiciones. )
La ecología pneumática se conforma con devolver las almas (in cluidos los cuerpos resucitados, si es preciso) a la casa paterna su- pranatural; el resto lo externaliza sin pesar alguno. La ecología cos mológica, por el contrario, está tan interesada en la internalización que sólo permite que el animal absoluto coma y deponga en sí mis mo. En consecuencia, las dos doctrinas más grandes de la economía doméstica no pueden ayudar a la tierra real: una, porque sólo se in teresa por el rescate de almas y considera el mundo como bastidor y desecho; otra, porque lo estima absoluto y niega así la posibilidad de todo desecho.
Pero las discretas concepciones ecológicas del recycling; que afir man venir en ayuda de la tierra desde la revolución de la higiene en el siglo XIX, siempre permanecerán fragmentarias porque les falta el valor y la fuerza para exigir la circulación o reciclaje total. La socie dad ecológica siempre será saboteada por un humanismo que se empeña en la imposibilidad de superación de la diferencia entre boca y ano.
373
Y la brisa resbala
[. . . ]
Entre un rigor de rayas
Que al mediodía ciñen
De exactitud. /Desierta
Refulgencia! La esfera,
Tan abstracta, se aflige.
Excurso 4
Panteón
Sobre la teoría de la cúpula
No hay nada en la gran técnica que antes no estuviera en la me
tafísica: una prueba de la capacidad de diagnosis cultural de esta fra
se, con la que la teoría de la técnica se convierte en filosófica, la
ofrece el edificio redondo más representativo del Viejo Mundo, el
Panteón de Roma, cuya construcción fue objeto de discusión entre
los años 115 y 125 d. C. , bayo el imperio de Trajano (98-117), y se ter
minó bajo el de Adriano (117-138); una maravilla del mundo de la
arquitectura en estricto sentido literal, cuya cúpula, con un vano de
más de 43 metros de diámetro interior, representó en la tierra a lo
largo de toda una era la primera y más grande construcción autén
ticamente esférica: ni siquiera los arquitectos de San Pedro se atre
vieron a superar el diámetro de luz de la gigantesca cúpula anti
gua185. La historia de las desafortunadas edificaciones anteriores que
se levantaron en el mismo lugar muestra que en el caso del Panteón
se trataba de construir un templo con cubierta teológico-celeste
muy delicada, sobreelevada: el templo de los Siete Dioses de los Pla
netas, construido a comienzos de siglo por el cuñado de Augusto,
Agripa, fue destruido por el gran incendio del año 80, y la recons
trucción de Domiciano que le sucedió, por un rayo en el año 110. Si
375
Jorge Guillén, Cántico
Trajano y Adriano emprendieron en tan corto plazo un tercer in
tento de renovar el santuario central de la teología romana de los
dioses del destino, es porque estaba en el aire la intención de cons
truir esta vez un edificio que afrontara los humores de los elemen
tos con más éxito que sus predecesores y que arrancara el beneplá
cito del todo para su construcción y conservación de modo más
convincente que las edificaciones anteriores.
De este modo, en el lugar, en la dedicación y en la prehistoria
-rodeada de dudosos omina- del Panteón confluyeron los ingre
dientes para que surgiera un extraordinario programa de arquitec
tura y teología. Que el monumentalismo imperial quiso ofrecerse
aquí un monumento es algo que el propio resultado manifiesta de
manera imponente y que lo que se pretendía construir era, además,
un edificio que se alzara ante los ciudadanos de la ecúmene como
lección política y como manifestación arquitectónica de una con
cepción del mundo insuperable: eso era asunto decidido en el
acuerdo entre los dos emperadores que encargaron la obra y su ar
quitecto, el sirio Apolodoro de Damasco. La operación del Panteón
se aprovechó del favor de un momento en el que la arquitectura y
la teología querían aventurarse juntas en un proyecto inaudito.
Las premisas generales del compromiso se remitían a mucho
tiempo atrás: los griegos habían matematizado el cielo y lo habían
entreverado con el simbolismo interconector de una geometría es
férica precisa; los romanos habían reunido en un grupo los dioses
de los planetas y los habían elevado a la categoría de protectores y
vigilantes de la asignación del destino a cada uno de los mortales;
los emperadores, finalmente, habían incautado el cielo como re
curso de fortuna para el imperio y completado el mare nostrum con
un coelum nostrum. De la síntesis de estos requerimientos a lo envol
vente nació el acontecimiento-edificio Panteón, que ha de ser con
siderado todavía como la introducción más resuelta a la esencia,
problema y logros de la philosophia perennis. Presenta un caso de eso
que -según la feliz formulación de un autor contemporáneo- me
rece ser descrito como «soluciones romanas a problemas griegos»186.
La translatio philosophiae ad romanos se convierte en el Panteón en un
hecho plausiblemente consumado, por más que a Heidegger se le
376
ocurriera que podía tratar peyorativamente la contribución romana a la historia del pensamiento, y por más que la mayoría de los re presentantes gremiales se complazcan en la idea de que se puede ig norar el Panteón y seguir siendo filósofo. Puede mostrarse fácil mente que se trata de un error, puesto que para ello sólo es necesario probar que la idea filosófica del todo puede explicitarse no sólo en escritos, sino también en forma de edificio. Hasta la in novación del platonismo por Plotino, la panteología romana, como teoría inmanente del edificio singular, representaba la cumbre del pensamiento en su época.
El Panteón es el resultado del encuentro de dos ambiciones de soberanía: una de ellas cesarista y la otra académica. Por lo que res pecta a la pretensión de los filósofos de pensar el todo en los con tornos de una forma clara, invulnerable, concluyentemente bella, ya Platón y sus sucesores y rivales, hasta el estoicismo, dijeron lo ne cesario. Incluso en la época de su mayor éxito político, los romanos tuvieron que dejarse instruir por el pensar heleno del círculo y la es fera. Por lo que respecta a los Césares, que habían asumido la he rencia de la victoriosa, demasiado victoriosa, República romana, fueron obligados por el espíritu de su cargo a reflexionar sobre el mantenimiento de la cohesión de una gigantesca periferia a través de un centro que reuniera e irradiara poder, y el resultado de esas meditaciones cesaristas sobre la analogía entre ciudad y orbe terrá queo suponía una disposición creciente a compenetrarse con el sol, o el Dios, que actúa, omnivivificante y omnirresponsablemente, de rramándose en derredor.
El Panteón consdtuye el punto medio entre esas dos fórmulas de soberanía. Pues si el extraordinario edificio, de un lado, atestigua con medios geométricos y macrosferológicos algo del misterio de la producción filosófica de espacio, se atribuye, de otro, a una crea ción urbano-imperial de espacio que entiende todavía el dominio del mundo como éxito de expansión doméstica y considera la vida del César como una misión de guardia o de vigía del ámbito del mundo dominado por los romanos.
Cuando, bajo tales premisas, los Césares discutieran con los filó sofos sobre el mayor signo posible del mundo, tuvo que entrar en
377
Corte transversal del Panteón.
juego una tercera fuerza, cuyo cometido fuera ofrecer a ambos par
tidos representaciones sensibles de sus pretensiones teológico-espa-
ciales y ontopolíticas. Esa fuerza no podía ser otra que la arquitec
tura, que más que aprehender en ideas su tiempo, lo que hace es
aprehender en edificios las ideas del tiempo. El ingeniero militar y
arquitecto Apolodoro de Damasco hizo posible el momento estelar
del pensamiento constructor cuando consiguió ganar a Trajano, y
más aún a su sucesor Adriano, para la causa de la edificación de un
templo esférico sin par. La proposición hegeliana de que lo racio
nal es real y lo real es racional tiene validez en la arquitectura con
preeminencia respecto a cualquier otro ámbito, pues es en ella
donde adquieren por primera vez espesor material las ideas de or
den de estructura lógica y geométrico-ideal. En el cemento romano
(opus caementitium), del que está hecho el núcleo de los muros y la
cúpula del Panteón, se realizó concretamente el concepto esférico.
Más allá de todos los modos nacional-romanos de sentir, Apolo
doro, el oriental filosóficamente formado, había entendido que des
pués del hacerse-imperio del mundo le correspondía el turno al ha
378
cerse-edificio del globo perfecto, y que sólo con esta realización ló gico-arquitectónica la imperialidad del imperio podía llegar a su plena expresión. En alianza con el helenófilo Adriano, y aplicando medios arquitectónicos, Apolodoro consiguió lo mismo que, según san Agustín, había conseguido un siglo antes Virgilio con su epope ya: el rearme simbólico de un gran espacio político, que se había consolidado militarmente antes de que ningún romano pudiera de cir qué habría de significar metafísicamente ese monstruo de poder.
Así, el arte del arquitecto preparaba el foro donde pudiera cele brarse la cumbre bilateral entre cesarismo y filosofía. Gracias a su audacia arquitectónica, que impresiona aún después de milenios, Apolodoro aventuró la tesis de que la arquitectura estaba en ese mo mento tan adelantada que podía medirse a la misma altura con las dos cumbres de la idea del mundo a la vez. Contentaba el lado ce sáreo con una idea arquitectónica que correspondía a las preocu paciones domésticas del imperio y de su guardián con formas es trictas y monumentales; al concepto filosófico le daba lo suyo al aceptar el reto de demostrar que la esfera ya no sólo podía ser cons truida como modelo a mano para estudios matemáticos y astronó micos, sino que también podía realizarse como gran templo y como símbolo formal construido de la amplitud cósmica. Sin duda fue Apolodoro el genio de la empresa, porque entendió cómo explicar la metafísica de la esfera a los señores del Palatino y dio ánimos a su emperador Trajano y a su sucesor para el gesto sin par de hacer ve nir a Roma el universojunto con todos sus dioses. (Parece que hu bo tensiones con Adriano, que llevó adelante la obra y la completó; algo comprensible después de que el emperador se identificara tan to con el proyecto que pretendía que le consideraran como el au téntico arquitecto; Dion Casio asegura incluso que Adriano hizo sgusticiar al gran arquitecto tras la terminación del Panteón; pero otras fuentes parecen contradecirlo. ) La necesaria sangre fría para esa sugestión no la habría logrado Apolodoro si no hubiera podido asegurar con buenos motivos al emperador, que acometió la em presa, que entretanto ya era técnicamente posible (con ayuda del hormigón y de una técnica avanzada de encofrado187) construir el cielo mismo, en tanto cielo-cobertura.
379
A la vista del edificio del Panteón hay que tomar en sentido lite
ral el giro «construir el cielo». Con la cúpula no sólo realizó Apolo-
doro la semiesfera más perfecta que se hubiera intentado jamás en
ese orden de magnitud, sino que, además, perfiló la invisible se
miesfera inferior del cielo, cuyo polo sur roza exactamente el suelo
de la nave, de modo que el diámetro de la cúpula de 43,30 metros
define también la altura de la sala. En estas proporciones métricas
se manifiesta la esencia filosófica del edificio: también el concepto
aristotélico de uranós o de cosmos se consigue abstrayendo de la vi
sión la semiesfera azul claro que hay sobre nuestras cabezas, y com
pletándola hasta convertirla en la representación del globo total del
mundo, tal como lo vería un Dios externo. Exactamente esto es lo
que se cumple en el Panteón por eljuego de conjunto de la cúpula
superior, visible y construida, y la inferior, invisible y no construida:
la primera, tomada ella sola en sí misma, representa el cielo de la vi
sión ingenua, y ambas en conjunto, el cielo de los filósofos, el uni
verso. Quien quiera entender el Panteón tiene que hacerse cargo de
ambas cúpulas simultáneamente: hay que apreciar su diferencia y
considerarla, a la vez, superada. Entonces consigue el ojo espiritual
la perfecta esferoscopia en ese templo de la geometría del ser.
Así pues, en su vista interior, el Panteón no es otra cosa que el
globo que soporta en sus hombros el Atlas Farnesio, traducido a un
formato que corresponde a la idea de que el cosmos divino es su lu
gar propio, el que se soporta a sí mismo, y a nosotros en él. Con es
to desaparecen las ingenuas figuras de estrellas de la sphaira griega,
que estaba concebida como una vista exterior, y dejan espacio a un
cielo en escalones, totalmente geometrizado, cuya vista se consigue
desde dentro de modo enteramente parmenídeo y anfiscópico. Un
mundo que produce arquitectos y emperadores con tales ideas y
medios ya no necesita atlantes míticos: el globo, que es el todo, se
adapta ahora a la forma sacra de la casa; y por voluntad de los dio
ses, que hablan a los seres humanos a través de éxitos, el nombre de
la casa, que también es el universo, reza en la época de los Césares:
Roma aetema. Por lo que respecta a la linterna, la atrevida abertura
redonda de 9 metros de diámetro en el vértice de la cúpula, hay que
decir que pone en ejercicio un momento platónico triunfal, ya que
380
durante el día deja entrar en la esfera una avalancha de luz, desde arriba y desde fuera, que hay que considerar como el simbolismo per fecto de la trascendencia. Este opeion no pretende ser una ventana por la que miren, seguros, los seres humanos a un mundo enmarcado; es el calvero [Lichtung] del espacio que significa el mundo18.
El Panteón no es sólo una tesis monumental que resume en sí misma el resultado de la cosmoteología antigua; remite también, con tanta claridad como discreción, a la diferencia entre esotérico y exotérico, sin la que en el mundo antiguo no podría haber sabi duría ni saber auténtico alguno. A la maravilla del Panteón perte nece el hecho de que desde fuera no pueda sospecharse lo que muestra dentro; y eso sucede porque, si es verdad que como todo edificio exento ofrece también una vista exterior, ésta es una, sin embargo, que no manifiesta la idea formal interior, sin que por ello pueda acusarse al arquitecto de camuflaje. A la mirada externa apa rece el Panteón como un edificio circular rechoncho, sobre cuya ba se cilindrica se tiende una cúpula rasa, señalada en el tránsito entre pared lateral y casquete por siete anillos escalonados; ante ese nú mero siete no resulta extraño acordarse de los dioses de los plane tas a quienes estaban dedicados los templos predecesores situados en ese mismo lugar. Hay que conceder que tampoco engaña la vis ta exotérica y que ésta mantiene una validez de derecho propio aun que no fuera corregida por la auténtica perspectiva: la contraria, la que ofrece desde dentro. El edificio de Apolodoro paga tributo al hecho de que en Roma, como antes en Atenas y en todas partes, en la época del pensamiento las grandes mayorías se contentan con pa sar por delante de los lugares de la verdad, con no hacer preguntas a las bocas de la verdad y con llegar tarde a las horas de la verdad. La diferencia interior-exterior del Panteón reformula profunda mente la famosa inscripción sobre la entrada de la Academia: que no entrara en ella quien no fuera geómetra. Pero en este caso -qui zá de modo diferente a como sucedía en el jardín platónico- basta con entrar con ojos abiertos en el edificio para, mediante una sim ple mirada en derredor a ese acontecimiento redondo sin par, con vertirse a una vida bajo el signo de la geometría universal.
Desde fuera no puede reconocerse en manera alguna que en el
381
interior se ha consumado algo que habría de cambiar para siempre,
desde la base misma, el estatus del cierre superior del espacio en los
edificios, el sentido mismo de tejados, techos y espacios abovedados.
Aquí no ha sucedido menos que la completa metafisicización de te
jado y techo; al cielo real le ha salido una competencia seria en for
ma de cúpula. Sólo quien entra en el templo abovedado se da cuen
ta de que la cúpula se ha convertido en el mensaje. Ya en el caso de
antiguas construcciones redondas y abovedadas en el Oriente Pró
ximo se había abierto paso la idea de que los tejados pretenden y
pueden llegar a ser más que meras cerraduras herméticas hacia
arriba del espacio construido189. Como demuestran numerosos mo
numentos paleoarquitectónicos, el motivo de la autoenvoltura en
formas uteromiméticas de cobijo es casi tan antiguo como la idea
misma de tejado. Que las casas significan siempre también meta
morfosis del espacio materno: eso es lo que proporciona a la arqui
tectura un puesto tan eminente como el que tiene en el desarrollo
histórico de las fuerzas espaciales de transferencia. Pero sólo con la
cúpula del Panteón se produjo la brecha que lleva a la poética ra
cional y a la metafísica del espacio abovedado de modo tan triunfal
y concluyente que a nadie que no haya contemplado y comprendi
do el cielo de cajitas del templo-cosmos romano se le permite ya la
pretensión de saber qué pueda ser altura espacial construida.
Todas las construcciones posteriores de cúpulas en la cultura
europea, desde la cúpula de Brunelleschi de la catedral de Floren
cia, o la cúpula de San Pedro de Roma y San Pablo de Londres, has
ta las salas de lectura abovedadas de la Bibliothéque Nationale y de
la British Library, sólo pueden comprenderse como comentarios y
contrapropuestas a la tesis filosófico-espacial de la cúpula del Pan
teón. No es casualidad que la discusión sobre cúpulas más intensa
de la historia de la humanidad, la controversia sobre la coronación
del nuevo edificio de San Pedro, cuya construcción comenzó en
1506 con la colocación de la primera piedra y (por lo que respecta
a la cúpula) fue terminado por Giacomo della Porta y Domenico
Fontana en 1592 según planos de Miguel Ángel (1475-1564), comien
ce con bosquejos arcaizantes del primer arquitecto Donato Bra
mante: en ellos puede reconocerse una réplica directa de la maciza
382
Grietas antiguas en la cúpula del Panteón.
cúpula del Panteón, asentada sobre columnas; algo que, a causa del
peso, hubiera resultado técnicamente irrealizable. La historia del
problema de la cúpula de San Pedro es la marcha o banco de prue
bas del racionalismo constructivo moderno. Bajo el punto de vista
de la moderna producción de espacio, no es menos interesante que
el giro copemicano simultáneo en cosmología. Pues la deslimita
ción del espacio hacia fuera no es en absoluto más dramática que su
embovedamiento en los grandiosos simbolismos espaciales de la
edad moderna incipiente. Mientras que la vieja cúpula del Panteón
podía reposar todavía sobre un cilindro mural de dimensiones casi
telúricas, las cúpulas de la edad moderna tienen que contar con el
agravante de no poder apoyarse en muros macizos cercanos al sue-
383
lo, sino, lejos de la tierra y artificialmente, elevarse a alturas gigan
tescas sobre atrevidas construcciones de pilares. En ello puede me
dirse la diferencia entre las pretensiones del constructivismo anti
guo y el moderno.
Pero lo que la Antigüedad y la edad moderna tienen en común
con respecto a las grandes edificaciones al borde de lo imposible es
la experiencia de que nada elevado puede sostenerse o perdurar sin
grietas y peligros de hundimiento. Ya pocos años después del cola
do de la cúpula del Panteón hubo que tapar anchas grietas meri
dianas en ella; la historia de la cúpula de San Pedro es desde el si
glo XVII hasta hoy una historia de experimentos de apoyo. Para
arquitectos e inmunólogos esta experiencia es menos irritante que
para filósofos, pues aquéllos saben de antemano que precisamente
el intento logrado de edificar el cielo conlleva el compromiso de te
ner que apuntalar más pronto o más tarde el cielo construido. (Es
ta es la idea pragmática fundamental del catolicismo de la Contra
rreforma: si Dios quiere que siga existiendo la Iglesia, no dejará que
se derrumbe, a pesar de sus grietas, el edificio romano; y si no quie
re, lo notaremos en que no seremos capaces de superar nuestros
problemas estáticos. ) La temprana ciencia de la estática de la cons
trucción se desarrolló como una cábala matemática para la atención
y cuidado de cúpulas en peligro. Por el contrario, a causa de la fri
volidad y marginalidad específicas de su profesión, los filósofos, des
de que ya no construyen ellos mismos, caen fácilmente en la tenta
ción de sacar de las grietas en los edificios del todo, hechos por otros
arquitectos, conclusiones no conservadoras, sino de«con»structoras.
Si se comprende el Panteón desde su programática esotérica re
sulta admisible la constatación de que sólo la arquitectura romana
realizó en la práctica el pathos de la filosofía griega, consistente en
representar el cosmos como todo bajo el signo de la domesticidad,
debido a que asimiló la casa al cosmos de un modo que los griegos
no hubieran podido conseguir con sus medios. Si el genio griego
-como hizo notar Hegel, elogiándolo- había logrado hacer del
cosmos algo casero, los constructores romanos de la época imperial
lograron hacer de la casa algo cósmico. En el Panteón, cualquier vi
sitante sin previa instrucción ontológica puede meditar sobre la idea
384
tirtiTnui
timS*rr'
r. 'rtintSurlm
Roma como centro del mundo, 1527, grabado.
fundamental de la filosofía antigua: que el ser-ahí del sabio signifi
ca la mudanza de la casa local a la universal. Ycon igual claridad res
plandece desde las cajitas de la cúpula la enseñanza fundamental de
la Antigüedad: que conocer y clasificar es lo mismo.
Con la construcción del Panteón, Apolodoro y Adriano repitie
ron y aclararon a su modo el enigma de la historia de éxitos romana.
Como han acentuado de muchas maneras conocedores de la situa
ción antigua, el dominio universal de los romanos no fue expresión
de un instinto ofensivo imperial, sino el resultado, más bien invo
luntariamente asumido, de un sentimiento de seguridad y domesti-
cidad hipertrofiado, unido a una voluntad histerizada de lealtad (fi-
des) a los aliados en las fronteras del imperio [Cicerón: «Nuestro
pueblo se ha apoderado ya de todas las naciones para defender pue
blos amigos (sociis defendendis)» (De república III, 23)]. Así pues, el im
385
Jtrk StKidif
pedo surgió de una orgía de domesticidad y sentido de lealtad: en
ello se asemeja a un sistema de filosofía que sólo se aventura al mun
do para vivir tranquila entre las habladurías. Entre los romanos, el
imperialismo es el síntoma de una exofobia general, que se trata te
rapéuticamente a sí misma internalizando todo lo que pudiera es
torbar del exterior.
De modo semejante, el Panteón pretendía terminar con las fuer
zas numinosas de los pueblos extranjeros expidiendo un pasaporte
romano a todos los dioses esenciales de fuera. Mucho antes de que
las universidades europeas y americanas inventaran el título de pro
fesor asociado, losjefes de los teólogos romanos habían descubier
to la función del Dios asociado. El otorgaría las fuerzas numinosas,
reconocidas interreligiosamente, con las que no estar conectado no
parecía aconsejable a los custodios de la estabilidad romana. Como
antes en Mesopotamia, en Roma se desarrolló un sentido de la ne
cesidad de una diplomacia religiosa que mediara entre las diversas
configuraciones del mundo de los dioses. El Panteón fue construido
para todas ellas, ecuménico y con forma de cielo, como una sala de
plenos, con el fin de conjurar en torno a la idea romana de casa to
dos los poderes que merecieran el nombre de Dios.
Este construir-mundo transforma el sentido de inmanencia con
consecuencias permanentes, ya que muestra hasta dónde llega una
imperiotécnica como cosmotécnica. Tal modo de construir a lo
grande y máximo no tiene aún nada que ver con lajactancia arqui
tectónica de la metrópoli en los posteriores Estados nacionales eu
ropeos, que amontonan fachadas cuando les falta una idea real de
mundo y una técnica efectiva de potencia mundial. El Panteón es la
prueba de que el universo se amoldó a la forma de casa, después de
que la casa supiera acomodarse a la forma de universo. Desde en
tonces, la totalidad es actual como tema de una historia técnica uni
versal; es esojustamente lo que actualmente se discute bajo la rúbri
ca de globalización (terrestre). En esa palabra se oculta la cuestión
de si el globo «es» o «sucede» o «se hace».
Enlazando con esas consideraciones, el sentido cosmotécnico de
la cúpula en la antigua Europa puede definirse concisamente: con
fiere perfiles arquitectónicos a la idea de inmanencia universal y de
386
para un lugar en la visibilidad al tema inmunitario de la metafísica
clásica: la mirada a lo gran envolvente, a lo que se cuida de todo y
todo lo mantiene unido. La cúpula sostiene el enunciado de que la
vida humana se desarrolla bajo un principio cooperativo y el cielo
se interesa por los fenómenos que él recubre. Con las cúpulas los
poderosos construyen la utopía de la atención con la que lo claro
superior se vuelve a lo inferior oscuro.
Lo que realmente triunfa en la cúpula del Panteón es una idea
de mundo, orden e inmanencia, cuya alta tensión ontoteológica
pronto contrasta fuertemente con los nuevos sentimientos religio
sos, que desde la periferia del imperio invaden en forma creciente
el centro. Mientras que todavía el emperador hace que se constru
ya un templo de todos los dioses, en el que todo lo que era mero
Dios regional o fuerza natural divinizada ha de poderse incorporar
a una forma de divinidad de rango máximo, por todas partes en el
imperio la gente va abandonando la religión filosófica de la trans
parencia (se podría decir también: la asamblea racional del pueblo
sous Vceil de Vempereur) y entregando su vida a las nuevas religiones
de poca claridad.
Esto es lo que incluye al Panteón, a su modo, en el amplio fra
caso de la filosofía tardoantigua. Pues con su luminosa creencia es
férica, con su totalismo festívojovial, con la sutil distribución de las
cajitas en el interior de la cúpula, que parece anticipar el concepto
pseudo-areopagita de jerarquía, el Panteón representa un verdade
ro sistema de emanación de cemento, que contenía en sí mismo
más inteligencia realizada que la que todos sus visitantes posteriores
aportaron juntos. Poco después de su conclusión el edificio se le
vanta ante los participantes en el culto como una máquina de sentí-
do, que si es verdad que puede utilizarse ritualmente, no podría vol
ver a construirse una segunda vez.
Oswald Spengler captó algo del aura de soledad esotérica que
rodea este edificio, magnífico por sus altas miras y totalmente acce
sible a la vez, en su genial observación de que el Panteón habría si
do la primera de todas las mezquitas190. Spengler conectaba con esa ex
presión su oscura tesis de que en el año 125 Roma ya hacía tiempo
que estaba en vías de salir del círculo del antiguo mundo anímico y
387
de caer en la sugestión de aquella «mágica cultura» que comenzaba
a desarrollarse en Oriente Próximo bajo numerosas asimilaciones
seudomorfóticas de pueblos y culturas extrañas. (Los conocedores
de la obra capital de Spengler saben que el autor dedicó a este com
plejo temático, bajo el título de «Problemas de la cultura árabe», un
libro dentro del libro, del que no se dice demasiado si se califica co
mo culminación de la filosofía especulativa de la cultura en el siglo
XX. ) El cambio de acento del mundo anímico antiguo al mágico ha
bría sido, en definitiva, el responsable de la penetración del Impe
rio romano por una religión seudomorfótica: el cristianismo en su
forma helenizada (que, a su vez, representaba un hermano anímico
del islam posterior, del prototipo de una religión de poca claridad,
que exige sumisión y ofrece devoción y entrega). Lo ciertamente co
rrecto en la indicación de Spengler es al menos esto: que, en la épo
ca del Panteón, Roma experimentaba una transformación del sen
tido de inmanencia y que el modo en el que los dioses manifestaban
su presencia intramundana se veía sometido a un cambio de gran
des consecuencias.
Hay mucho que hablar a favor de que en la visita al Panteón las
masas tardoantiguas ya sólo experimentaban un poco de lo que se
había deliberado y conseguido en la conversación en la cumbre en
tre cesarismo, filosofía y arquitectura. La época pertenecía cada vez
más a los mistagogos y apóstoles, que se dedicaban a la desmatema-
tización del cielo: hoy se hablaría de un reencantamiento del mundo.
A esos agentes de un sentimiento de inmanencia completamen
te transformado, profesamente alógico, telepático, milagro-depen
diente, hay que agradecer que las cúpulas posteriores, sobre todo
las del Oriente bizantino, no repitan ya la forma de construcción
panteológica, que quería erigir un monumento -duradero como
opus caementitiumr- a la participación noéüca del ser humano en el op-
timum formal de la casa del mundo, sino que vayan manifestando de
forma progresiva el cerco por todas partes del espacio humano por
un secreto impenetrable del mundo; Oswald Spengler ha glosado
esto de modo sugestivo por medio del símbolo central, filosófico-es-
pacialmente relevante, de la cultura mágica: la experiencia del
mundo como cueva. Este cambio aclara completamente la diferen-
388
Ceremonia en San Pedro el año jubilar de 1700.
cia entre el Panteón y la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla.
Mientras que el templo esférico romano había proporcionado a la
idea de mundo de la filosofía antigua su autoaclaración última en
forma de cristalización técnico-arquitectónica (en un edificio en el
que se entraba como ciudadano del mundo, procedente de una pro
vincia cualquiera, para salir de él como griego y neófito de la filo
sofía) , la iglesia de la Santa Sabiduría creó una sensación de inma
nencia numinosamente transfigurada y mágicamente cercada (de
modo que no se podía entrar en ella sin convertirse en el acto en
389
árabe ante litteram, en arrebatado debutante en asuntos de encanto
divino, de efecto mágico de Dios).
La suerte que corrió posteriormente el Panteón proporciona al
motivo de la redondez del cielo una nueva interpretación, que apa
rece como una retracción irónico-psicognóstica de la esfera a las
madres del origen: como regalo del emperador Focas de Bizancio,
el Panteón recayó en el obispo romano Bonifacio IV, a quien no se
le ocurrió nada mejor que convertir el edificio en una iglesia ma-
riana, consagrándola bajo la advocación de Sancta Maña ad martyresr,
suceso tan solemne tuvo lugar un día del año del Señor 609.
del todo bueno surgen paradojas que tendrían consecuencias de
vastadoras para la seguridad de la construcción con sólo hacerse ex
plícitas al instante. Para su explicitación bastaría preguntar a dónde
van a parar -en la tópica del ente en su totalidad- los cadáveres de
los ateos cuando son arrojados fuera de las fronteras y qué sentido
topológico tiene su falta de enterramiento. Pues, o bien la esfera es
inclusiva, y entonces tampoco los ateos pueden ser excluidos de
ella, o bien es no-inclusiva, en cuyo caso tendrían razón precisamen
344
te aquellos que afirman que hay cuerpos sin alma y un exterior sin
dioses. La curiosidad de la drástica excomunión es, ciertamente,
que se expulsa a los herejes justamente a un exterior que según la
convicción de susjueces y adversarios teístas no puede haber. No in
humar en tierra patria, según la sacrosanta costumbre de los grie
gos, a los ateos que no quieran cambiar de opinión, incluso bajo el
efecto del argumento para la demostración de la existencia de Dios:
¿no sería eso establecer un ejemplo con ellos de que, efectivamen
te, ciertos cuerpos acaban en el espacio inanimado? Sus cadáveres
insepultos no cesarían de pregonar la insolente doctrina del exte
rior: bastaría que alguien se acercara a ellos para escuchar y trans
mitir esas prédicas provenientes del frío.
Tanto en este como en otros innumerables lugares del corpus tex
tual platónico se reconoce que las manifestaciones completas de
Platón están lejos de formar un sistema; incluso la contraposición
de principio entre tendencias monistas y dualistas no está saldada
en absoluto en Platón, y en modo alguno puede hablarse de una
armonía del vocabulario determinante o del campo conceptual bá
sico. El caso presente habla por sí mismo: excomulgar del todo ani
mado a quienes niegan el todo animado es una paradoja suficien
temente devastadora como para desmentir la omniinclusividad (que
remite a opciones monistas) de la esfera divina. Pero se entiende in
mediatamente que aquí no sólo se trata de verdad teórica, sino más
bien de funciones inmunizadoras de una gran concepción del mun
do. Así como la ciudad no puede vivir si no se le permite excomul
gar ultima ratione a enemigos irreconciliables de la polisy la esfera,
que todo lo contiene, no podría permanecer en forma si no pudie
ra excluir in extremis lo que no consigue integrar. Tampoco el cos
mos-uno puede pensarse en redondo sin discriminación del otro.
En el punto crítico, en el que la paradoja podría aparecer, el le
gislador-teólogo introduce una prohibición de pensar: aquí, en for
ma de una disuasión explícita de tomar partido por el ateo muerto.
Bajo ninguna circunstancia se permite articular a otro, en su lugar,
lo que el muerto arrojado fuera objetaría al teólogo; si no, volvería
a comenzar la disputa, ahora calmada, entre teístas y ateos. Desde el
punto de vista procedimental, la prohibición de enterrar ateos es
345
equivalente al mandato de no hablar para nada del asunto ateo. No
has de relacionarte con representantes de la tesis de la impiedad; y
no has de hacer preguntas que vayan más allá del uno, el bien, el to
do, el interior. Para que al monstruo analítico no le crezcan nuevas
cabezas, quienes otorgan al ateo muerto el honor de la inhumación
en tierra patria han de ser inculpados ellos mismos de asébeia. (Por
lo demás, recuérdese que en el Body of Liberties de la teocracia de
Massachusetts, todavía a mitad del siglo XVII, estaba prevista la pena
de muerte para el delito de ateísmo; en Europa, hasta el final del si
glo XIX, y en ciertas zonas incluso más tarde, las opiniones ateas
eran un pretexto seguro para la excomunión, no tanto de las co
munidades eclesiales cuanto de la buena sociedad. )
Si se hubiera necesitado un testimonio de que los discursos uni
versalistas son creaciones que se resfrían con facilidad en la corrien
te de aire de sus paradojas inmanentes, bastaría para ello la lección
intuitiva que dio Platón en la parte práctica de su argumento de
Dios. No se necesita una prueba así donde, como sucede en nues
tros análisis esferológicos, se acentúa desde el principio la cualidad
inmunológica de conformaciones de totalidad y figuras de inclusión:
sean éstas ritualistas, como en los cultos tradicionales, arquitectóni
cas, como en la construcción de murallas de la antigua Mesopota-
mia, o argumentativas, como en la nueva ontoteología ateniense167.
Como Platón, también su sucesor Aristóteles atribuyó al movi
miento circular la prioridad sobre todas las demás clases (lineal,
curva, compuesta) de movimiento. Sin embargo, en corresponden
cia con la rápida construcción de losjuegos discursivos posplatóni
cos -se dice, también, que un tanto precipitadamente, debido al
progreso científico-, Aristóteles hubo de eliminar el ropsye mitológi
co con el que el fundador de la Academia había revestido sus doctri
nas cosmológicas. Si en el Timeo se había hecho todavía responsable
a un demiurgo divino de la constitución esférica y de la movilidad
circular del sistema del universo, Aristóteles se vio obligado a pres
cindir del mito de un constructor y a establecer un fundamento in
manente, estructural o material, que proporcionara su forma re
donda y su rotación al universo. Dado el estado de las cosas, ello no
346
era tarea fácil, puesto que a ninguno de los elementos definidos des
de Empédocles -tierra, agua, aire y fuego-, de los que parecían es
tar constituidos todos los cuerpos naturales, le correspondía por sí
mismo la rotación como característica cinética. A todos ellos perte
necen sólo movimientos rectilíneos, bien elevándose desde un pun
to dado, como en el caso de los elementos sutiles aire y fuego, o
bien cayendo, como en el caso de los elementos pesados tierra y
agua. A partir de las propiedades de los elementos canónicos es im
posible explicar la rotación del cielo, que parece comprobarse por
simple evidencia empírica. Con gran sensatez, Aristóteles reconoce
que con los triviales elementos básicos de la naturaleza no puede
constituirse orden cosmológico alguno. Todos ellos, en su conjun
to, sólo son capaces de movimientos finitos, lineales, agotables; el
movimiento del cielo, por el contrario, tiene que ser infinito, rota
tivo e inagotable si quiere mantener lo que la razón interesada cos-
moteológicamente espera de él. Ni desde la tierra ni desde el fuego,
ni desde el agua ni desde el aire conduce físicamente camino algu
no a la sublime contemplación de un cielo perfectamente redondo
y que se mueve en círculo.
Así pues, para explicar el cielo, su forma y su movimiento -y por
caminos que respeten y superen los presupuestos platónicos-, Aris
tóteles recurre a una de las hipótesis más poderosas y sugestivas que
se hayan hecho en la historia del pensamiento científico. Postula la
existencia de un quinto elemento o de un quinto cuerpo, al que por
su naturaleza corresponde ese movimiento circular que falta esen
cialmente en los demás cuerpos. Aristóteles, acogiéndose a tradi
ciones más antiguas, llama aithéra ese cuerpo circulante, por sí mis
mo esferogénico y rotativo.
Ya entre los poetas antiguos era conocido el éter como la subs
tancia sutil que llena el cielo: parece que le dieron ese nombre por
que «corre constantemente (aeítheí)en un tiempo eterno»168. Platón
mismo, en su ensayo tardío Epinomis, una especie de apostilla astro
nómica a los doce libros sobre las leyes, supuso un quinto elemen
to, una quinta essentia, que también se llamaba éter: una región cla
ra por encima del aire, poblada de demonios y seres divinos
intermedios. Pero en Aristóteles el éter se convierte en el Primer
347
Elemento, próton soma. Es la materia de la que está hecho lo acaba
do y perfecto, la substancia del cielo y de las estrellas, prima materia
de todas las gigantescas órbitas imperecederas. A los mortales, na
turalmente, les resulta imposible la contemplación directa del éter,
porque, de acuerdo con su organización sensible, sólo pueden te
ner trato empírico con los cuatro elementos terrenos. De éstos está
hecho el mundo inferior, el núcleo oscuro del cosmos sublunar,
mientras que las cubiertas de éter, sustraídas a la contemplación y
contacto humanos, llenan las inmensas alturas por encima de la lu
na, desde las cubiertas de los planetas hasta la bóveda más alta: el
cielo de las estrellas fijas.
Por eso el éter, según cantidad y dignidad, es con mucho el pri
mer elemento en el cosmos. Desde una perspectiva sublunar no es
fácil conseguir una imagen de su constitución, dado que los seres
humanos apenas logran captar de él más de lo que se delata en el
titileo de las estrellas. Materialmente es más ligero que el fuego, más
vaporoso que el aire, sutil como oro espumado a la luz del sol, res
plandeciente como niebla matutina sobre el Olimpo. Pero ante to
do posee la cualidad ciclofórica requerida: es el soporte natural de
los movimientos circulares, comparable en esto a una idea divina re
currente en sí misma. Así pues, si cabe concebir el cielo como cuer
po universal, es sólo porque en sus estratos altos está entretejido por
el primer elemento, por esa materia maravillosa, vivida, que rota en
sí misma.
A causa de su enorme extensión en el ámbito supralunar, el
mundo etéreo de Aristóteles comprende casi todo lo que existe, ra
zón por la cual al cosmos le competen, casi por todas partes, excep
to en el espacio próximo a la tierra, propiedades maravillosas co
rrespondientes. El cuerpo etéreo, movido circularmente, del cielo
no es capaz de «experimentar incremento o decrecimiento»169; por
eso, según Aristóteles, tiene que ser también inalterable, ingénito,
eterno, sin edad, simple, libre de contrarios y fatigas, y ha de con
sistir inviolablemente en sí mismo.
Aunque forma parte de la naturaleza corporal, el primer o quin
to elemento, recién identificado, brilla con toda una cola de come
ta de predicados metafísicos: como si a lo divino, aunque todavía no
348
haya de hacerse hombre, le compitiera corporeizarse en éter cuan
to antes. Una vez que se admite la existencia del elemento fabuloso,
con él se explica también la forma esférica del kósmos uranós, dado
que precisamente el éter, por su propiedad de ejecutar movimien
tos rotatorios, toma a su cargo el negocio entero de la esferogéne-
sis. Si se cuenta con el éter, se cuenta también con el movimiento
rotatorio, y si se cuenta con éste, se cuenta a su vez con la esfera: así
como, por introducir una analogía, basta contar con capital para
que se establezca la circulación dinero-mercancía-dinero y, con ella,
la globalización terrestre. La mitología aristotélica del éter impre
sionó a la posteridad por su solidez parafísica, que le permitió fun
damentar las rotaciones cosmológicas filosófico-naturalmente y ya
no teológicamente, como había hecho Platón en el Timeo cuando
atribuyó a un mundo hecho por Dios la forma de movimiento más
semejante a Dios.
En su trascendental tratado Del cielo, Aristóteles emplea mucho
ingenio para la demostración de la tesis, ya afirmada por Platón, de
que sólo puede haber un único cielo o cosmos. Es de suponer que
esto no se entienda en principio, porque cielo es un concepto ge
neral que podría abarcar varios objetos concretos de ese nombre.
Así, hay esferas de bronce y esferas de oro, o círculos de bronce y
círculos de oro; un círculo concreto, una esfera concreta son lógi
camente del todo diferentes del círculo y de la esfera en general.
Incluso ese cielo que está ahí, el que vemos, si se juzga desde el
punto de vista lógico, no es idéntico a priori al cielo por antonoma
sia: y, sin embargo, es uno con él, dado que el cielo en general, el
que pensamos, y este cielo ahí, bajo el que vivimos, han de ser uno
y el mismo por razones lógicas y ontológicas. Pero esto hay que de
mostrarlo. A partir del argumento de que ese cielo que está ahí es
al mismo tiempo el cielo por antonomasia -porque de hecho no
puede haber más que uno real-, Aristóteles desarrolla su demos
tración específica de la completud y unidad del universo. Si ese cie
lo abarca todo lo que físicamente es el caso, hay que rechazar toda
ilusión de un lugar o un cuerpo fuera del todo. Pensar el cielo como
uno y único significa postular la inmanencia de todo lo existente.
349
Ahora bien: el cielo es un ser singular y consta de materia; pero aunque
conste no de una parte de materia, sino de toda la materia, sigue siendo
una cosa distinta el ser del cielo en sí y el ser de este cielo concreto, y, no
obstante, no existe otro cielo ni puede haber más, puesto que este cielo
abarca toda la materia [. . . ]. Es, pues, imposible que haya ningún cuerpo
simple fuera del cielo [. . . ]. Por consiguiente, con lo dicho queda claro que
fuera del cielo no existe ni puede existir la masa de un cuerpo cualquiera
[. . . ]. Por tanto, ni existen ahora varios cielos, ni existieron antes, ni pueden
existir; antes bien, este cielo es único y perfecto.
Es evidente, a la vez, que fuera del cielo no hay lugar, ni vacío, ni tiem
p o 170.
Por lo demás, al suponerse que el universo mismo está en rotación, y
también el verse que ello es así, y al haberse demostrado que fuera del lí
mite de la rotación más extrema no hay lugar ni vacío, también por estos
motivos es necesario que el mismo universo sea esférico [. . . ].
De estas cosas, pues, resulta evidente que el mundo es esférico, y con tal
exactitud que ninguna de las cosas hechas a mano, ni otra alguna de las co
sas que entre nosotros tenemos ante la vista, es tan perfectamente esférica.
Pues ninguna de las cosas que lo componen puede recibir una esfericidad
tan exacta y una uniformidad tan perfecta como la naturaleza misma del
cuerpo que los rodea a todos171.
En nuestro contexto se entiende con facilidad que con este ar
gumento Aristóteles no sólo articula el estado del desarrollo teórico
de la cosmología de su tiempo, sino que con ello satisface a la vez su
sentimiento del deber cosmopolita. Puede que a él, el meteco, que
nunca echó raíces en Atenas, se le hayan vuelto extrañas las sobre
tensiones de Platón en vistas a cimentar la ciudad, pero como apolo
gista del universo consolidado el estagirita tiene también que afron
tar las cosas. En caso de peligro tampoco él puede eludir la tarea
que desde la Antigüedad obliga a todo pensador leal al ser: es mi
sión suya defender las murallas del cosmos entero frente al vacío, la
exterioridad y la nada. No en vano el cielo supremo, al que están su
jetas las estrellas fijas -ese firmamento que ha perdurado hasta en
las creencias infantiles y en la lírica del siglo XIX-, posee las propie
dades de una sólida frontera exterior; y cuando Aristóteles se aferra
350
apasionadamente a la tesis de que la gigantesca cubierta del cielo es
un cuerpo único y finito, en ese argumento, junto a consideracio
nes físicas y geométricas, desempeñan también un papel decisivo
otras referentes a la misión inmunológica y uterotécnica de la cos
mología. ¿Cómo podrían vivir seres humanos en la ciudad-cosmos,
si ésta fuera un monstruo difuso que se extendiera hasta lo amorfo,
hasta lo infinito? Un cuerpo infinitamente grande sería una quime
ra amorfa, y tendría tanto sentido real como un pie infinitamente
grande (con el que nadie podría andar) o un vientre materno infi
nitamente grande (en el que ningún hijo podría gestarse).
Sólo la finitud de la esfera máxima garantiza su cualidad cobi
jante, igual que la esfericidad suprasensiblemente perfecta asegura
su carácter inteligible. Ni siquiera los dioses podrían construir en el
infinito; ni en lo amorfo podrían reunirse en tomo a sus bienaven
turadas mesas de gala. Por lo demás, según Aristóteles, la finitud de
la esfera no peijudica a su divinidad; pues la finitud de la extensión
se compensa brillantemente por la infinitud del movimiento rota
torio, que en los cuerpos supremos retrocede a sí en sí mismo, sin
principio ni fin. Por ello, tampoco el cuerpo del mundo, rodeado
de una buena frontera, ha de carecer del predicado divino «infini
to». La buena infinitud circular reclama límites formales bien defi
nidos, mientras que una mala infinitud lineal se perdería en lo ili
mitado, amorfo, inconsistente; todavía Hegel fundamentará en esa
diferencia su defensa del círculo-espíritu omnicomprensor (y eo ipso
su animadversión frente al racionalizar puntual, abierto, fragmen
tario). En cierto sentido, los filósofos uranométricos de Grecia con
tinúan, así, con medios argumentativos, el proyecto de la política
inclusiva babilónica; pero si los reyes-dioses de la antigua Mesopo-
tamia hicieron levantar murallas hipertróficas de ladrillo en tomo a
un espacio interior ciudad-mundo, los filósofos construyen el borde
del cosmos en general con cuerpos etéreos rotativos.
Serán los filósofos estoicos quienes conceptualicen el sentido ar
quitectónico o urbanístico de la cosmología filosófica al declarar
abiertamente como programa suyo la equivalencia metafísica, hasta
entonces latente, entre mundo y ciudad. Con hermosa sinceridad
351
denominan a la ciudad, que se llama mundo, cosmópolis, y hacen
del derecho de ciudadanía en esa morada un ideal ético inagotable.
Esa ciudad-mundo moral adoptó perfiles experimentables después
de la época de Alejandro, cuando los estratos móviles de la ecúme-
ne circunmediterránea se habían hecho numerosos y comenzaron
a buscar una lógica y ética plausibles de la mezcla. Tras su victoria
sobre los persas, Alejandro había impulsado vigorosamente la re
moción del melting-pot de la política, la praxis, el «crisol de los pue
blos»; organizó ofensivamente una política de matrimonios mixtos,
fomentó la transferencia de costumbres y saberes en todas las di
recciones, y creó con ello los presupuestos bajo los cuales el estoi
cismo de Zenón pudo convertirse en el lenguaje universal de una
internacional mestiza y migratoria172. Surge la demanda de modelos
de soberanía que ayuden a los individuos a salir a flote en caso de
revoluciones crónicas. Incluso los primeros Estados filosóficos bro
taron del suelo arado por la guerra; warlords y utopistas viven fron
tera con frontera; en la península de Atos surge en torno al año 300
el Estado ideal Uranópolis, regido por un príncipe que se presenta
como dios del sol y cuyos súbditos se dirigen a él llamándole el Ce
leste. También entre los administradores romanos la plausibilidad
de la idea de que la humanidad sea una única familia en una única
ciudad entre España y el Éufrates fue creciendo continuamente, de
modo que el rétor Aelio Arístides pudo exclamar en torno al año
150 d. C. en su gran «Elogio de Roma»: «El universo entero es una
única ciudad». Agudizado todo ello filosóficamente, de tales supe-
rurbanismos se siguieron también consecuencias adversas para los
templos, puesto que los sabios, elucubrando libremente, se resistían
a entender por más tiempo por qué se encerraba a los dioses en ca
sas cuando el cielo entero era un único panteón.
Aunque con significado muy distinto, ese impulso urbano-hu
manitario cobró rabiosa actualidad cuando en tomo al año 1500 los
europeos emprendieron su aventura epocal, la globalización terres
tre. Si la filosofía, junto con su pathos humanitario en las democra
cias modernas, consiguió de nuevo derechos de ciudadanía y pudo
granjearse, finalmente, su emancipación de la teología y de la Igle
sia, fue sobre todo porque, frente a todas las patrias positivas, podía
352
despertar el recuerdo de un plus cosmopolita y de un evangelio
igualitario y comunicativo, apenas oculto en él. Pero lo que el con
cepto de cosmópolis había significado en las circunstancias antiguas
ya no está presente en los cosmopolitas modernos, y aunque se pre
senten con la escarapela de ciudadanos del mundo, confunden el
cosmos antiguo con la tierra moderna, urbanizada por el tráfico co
lonialista internacional. En las habladurías de uso corriente sobre el
cosmopolitismo es donde puede pervivir con buena conciencia ideo
lógica la no-diferenciación entre globalización metafísica y terrestre.
No obstante, de la antigua concepción ilustrada de la forma del
mundo salta una auténtica chispa a la Modernidad: ya el Mundo An
tiguo codificó experiencias de libertad que resultaron inolvidables
para los europeos. Por eso los modernos no soportan forma de vida
alguna que no acepte lo abierto, lo otro, lo comparable, como críti
ca suya. Pero lo que en la Antigüedad más temprana se consideraba
como el peor destino, el exilio obligado de la ciudad propia, es con
siderado positivamente por la Modernidad como derecho humano
a viajar y a emigrar: no sin entremezclar esto con un derecho a la in
vasión del libre comercio en todas las aún-no-sociedades-de-merca-
do. Si el cosmopolitismo helenístico fue el intento de hacer capaz al
alma de exilio ilimitado por medio de ejercicios de deshabituación
presurosos, el moderno significa el empeño en deparar por todas
partes el mismo confort a la masa de turistas. Pero quien describe al
ser humano simplemente como el animal emigrante-inmigrante se
arriesga a comprometerse con imprudencia poco política en una
mala apertura, que ignora el imperativo de forma de las comunas
reales. El cosmopolitismo posmoderno no es la mayoría de las veces
más que la superestructura filosófica de vuelos baratos entre las ca
pitales europeas y americanas. Quien se toma en serio el tema de la
invasión del mundo más amplio en los mundos de vida locales tiene
que hacer lo mismo también con la crisis espacial de las «sociedades
abiertas». En la búsqueda de una fórmula para la mejor cosmopolí-
tica en la era de la segunda ecúmene es aconsejable orientarse por
la máxima de que lo que hay que hacer es encontrar la mezcla co
rrecta de mezcla y no-mezcla173.
353
El éxito epocal de los impulsos platónico-aristotélicos en la cos
mología de las esferas habla a favor de que los grandes maestros del
pensamiento griego consiguieron formular un diseño de inmuni
dad altamente efectivo para los seres humanos en la era de la ima
gen del mundo racionalizada. Está claro que, idealmente, el nuevo
afianzamiento de la frontera cósmica exterior por medio de la doc
trina de las cubiertas esféricas se adecuaba a las ampliaciones del
horizonte debidas a la comunicación ecuménica y a las primeras
ciencias naturales. Cuando las generaciones posteriores utilizaron
la expresión griega para la totalidad del mundo, el concepto de cos
mos, ésta ya estaba cargada con el encanto de la devoción circular y
esférica, filosóficamente determinada. El hecho de que desde Pla
tón las palabras para mundo y cielo, kósmosy uranós, se hubieran he
cho sinónimas arroja una luz desde arriba sobre todos los discursos
posteriores de mundo. Desde entonces la palabra cosmos misma so
naba como una confesión de fe geométrica: como un símbolo de su
puestos últimos de organización y como una contraseña que ratifi
caba a los mortales su legitimidad de acceso a los mejores círculos.
Expresa la autoridad avasalladora que el esferismo platónico fue ca
paz de mantener durante épocas, hasta el punto de que ni siquiera
Copémico osó atentar contra la enseñanza filosófica de la forma
circular de las órbitas planetarias cuando compuso sus argumentos
en favor de la tesis heliocéntrica. Kepler sólo superó las incongruen
cias que Copémico había dejado cuando se decidió a considerar
como forma de revolución de los planetas, que «circulan» en tomo
al sol, la elipse, metafísicamente decepcionante pero convincente
desde el punto de vista matemático y astrofísico.
El hecho de que, en la doctrina del círculo ideal, de lo que efec
tivamente se tratara desde el principio fuera más bien de las virtu
des inmuno-morfológicas del idealismo geométrico que de las ven
tajas científicas de los modelos esféricos es algo que se había
mostrado ya muy pronto, cuando los astrónomos platonizantes, so
bre todo Eudoxo de Cnido, que había trabajado colegialmentejun
to con Platón, toparon con dificultades prácticamente insuperables
en la reconstrucción racional de los movimientos reales de los pla
netas, claramente no-circulares. Esas dificultades no fueron supe
354
radas por revisión o abandono del modelo esférico, falto de placi
bilidad desde el punto de vista mecánico, sino por construcciones
auxiliares -que dan la impresión más bien de intentos desespera
dos- sobre la base de las indicaciones platónicas. Ya Eudoxo se vio
obligado a elevar a 26 el número de las cubiertas, y eso sólo para ex
plicar las irregularidades en las revoluciones de las siete cubiertas
principales: además de las cubiertas en las que están fijas las estre
llas errantes o planetas había que imaginar, movidas con ellas, to
da una plétora añadida de cubiertas adicionales de movimientos gi
ratorios enfrentados -para Saturno, Júpiter, Marte, Venus y
Mercurio: cuatro para cada uno; para el sol y la luna: tres para ca
da uno-, cuya única legitimación existencial era interpretar la des
viación de las estrellas de su simple órbita idealizada sobre su cu
bierta soporte en consonancia con el dogma esférico. Aristóteles
llegó mucho más lejos en este punto y propuso finalmente un sis
tema para el que se necesitaban 55 cubiertas esféricas, rotando
unas en contra de la dirección de otras, para hacer más o menos
justicia a los datos empíricos.
La sátira epistemológica compuesta por Platón, y que se dio a co nocer bajo el título «Salvación de los fenómenos», lo que pretendía en verdad era la salvación de un sistema de inmunidad psicocos- mológico, que llegó a hacerse imprescindible rápidamente y cuyo capital activo más importante era la geometrización de la frontera exterior de lo existente.
Esa teoría-comedia, que se mantuvo durante toda una era en los programas académicos bajo estricta interdicción de la risa, sólo fue superada por la hermenéutica cristiana, que, como «salvación del sentido de la Escritura», había de cumplir análogas tareas in- munizadoras. Por los éxitos de la Ilustración filosófica el círculo y la esfera se habían convertido en las figuras ontoinmunológicas de cisivas, sin las que ya no se podían responder con suficiencia las preguntas por la imagen de mundo -y más aún por la imagen del borde del mundo-, por más que los costes epistemológicos adicio nales de ese modelo de mundo, al menos a ojos de los expertos, se elevaran peligrosamente. Con buenos motivos, Aristóteles hubiera podido dirigir también contra sus propias presentaciones su sar-
355
Rueda de carro del mundo,
templo dei Soi de ivonarak, india, sigio xiu.
casmo frente a ciertas extravagantes teorías de sus predecesores y
colegas físicos:
Uno se asombra, con todo, de que las soluciones aportadas no les pare
cieran más extrañas que el problema mismo174.
Así pues, el rey Alfonso de Castilla, promotor y conocedor de la
356
astronomía medieval, que reinó desde 1252 hasta 1284, tenía buenas
razones para su conocido dicho de que «si Dios le hubiera pedido
consejo para la creación del mundo, le habría propuesto un sistema
más sencillo».
La historia triunfal del modelo filosófico-cosmológico de cubier tas celestes muestra de modo muy claro que cuestiones de costes cognitivos entraban poco en consideración frente al superior valor de uso morfológico de una construcción sublime. Precisamente para el público profano, que no había de preocuparse de la salvación de los fenómenos, la idea de un universo compuesto nada más que de esferas encajadas concéntricamente unas en otras, con la tierra en el centro, se mostraba irresistiblemente plausible y, en cierta me dida, incluso psicológicamente atractiva. Permitió a los seres huma nos entre la Antigüedad clásica tardía y la edad moderna temprana alcanzar el grado imprescindible de aclimatación patria en un uni verso cuyas dimensiones, sin embargo, parecían distendidas ya has ta lo gigantesco-inquietante. A lo largo de dos mil años demostró su eficacia como técnica determinante de familiarización con el mun do de la cultura europea. Interpretaba el cosmos como la ciudad en cuyas murallas invulnerables mantienen su existencia los morta les175. En él reconocían lo más exterior que era posible alcanzar por medio de la transferencia de la uterotécnica al universo.
La hiperesfera autónoma proporcionaba una visión preponde- rantemente satisfactoria, después de sopesar ventajas y desventajas, de la forma de la totalidad cósmica, y además de ello una respuesta sugestiva, aunque también problemática, a la pregunta por el lugar de la tierra. De hecho, ésta no podía colocarse en ninguna otra par te que en el centro de las cubiertas situadas concéntricamente unas sobre otras. A pesar de algunas hipótesis no-concéntricas de los pi tagóricos, que habían planteado un fuego central cósmico, y a pesar de la apertura puntual al heliocentrismo en el caso del gran astró nomo del siglo III a. C. Aristarco de Samos, el geocentrismo aristo télico se impuso sin reticencias. Fue Aristóteles quien, bajo el lema de la imagen tolemaica del mundo, estableció durante cerca de dos mil años las líneas directrices de la cosmografía europea (si excep tuamos el confuso e indeciso retomo de la Edad Media a una con
357
cepción discoidea de la tierra) ; pero incluso en el milenio que dis
curre entre la decadencia del Imperio romano de Occidente y las
investigaciones de Copémico nunca se borró completamente el re
cuerdo de la globositas de la tierra. No es necesario ocupamos aquí
en detalle de los destinos medievales de la cosmología aristotélica y
de sus lábiles compromisos con la concepción bíblica del Génesis,
así como con el Apocalipsis de san Juan176. El hecho de que nume
rosos datos métricos supuestos, sobre los que parecía que descansa
ba el sistema de Claudio Tolomeo (100-178 d. C. . ), no fueran otra
cosa que cómodas falsificaciones y adopciones tomadas de autores
más tempranos, no influyó para nada, por lo demás, en la marcha
triunfal del sistema aristotélico-tolemaico. Más bien puede deducir
se de la historia de éxitos del tolomeo-aristotelismo que imágenes
de mundo y cosmografías, precisamente cuando aparecen como
dogmas científicamente consolidados, son en primera línea siste
mas de persuasión autosugestivos, que sólo encuentran amplia re
sonancia cuando demuestran su eficacia en el ecosistema imagina
tivo de sus sociedades. Bajo este punto de vista, la persuasión con
respecto a las cubiertas de los antiguos europeos se perfila como
una de las autohipnosis cognitivas más brillantes de la historia de la
teoría y de la cultura. Durante toda una era los iconos ontológicos
del círculo y la esfera mantuvieron piadosamente congelada la in
vestigación empírica del cielo, justificando, además, del modo más
efectivo, el estancamiento de la investigación por la fe en los resul
tados de una pretendida investigación anterior. Se necesitaba una
revolución total de la imagen de mundo, y con ella a la vez un re
formateo radical de las dinámicas de creencia y condiciones psico-
cósmicas de inmunidad, como los que se produjeron en el ser hu
mano europeo a partir del siglo XVI, para que las ciencias naturales
y las concepciones religiosas del espacio pudieran liberarse del es-
ferismo inmemorial.
La superficie, movida histórico-dogmáticamente, donde se dio
este paso ha sido presentada ejemplarmente por el historiador de
las ideas Alexandre Koyré bajo el título programático Del mundo ce
rrado al universo infinite/77. Por lo que respecta a una exposición bsyo
358
puntos de vista sistémicos e inmuno-esferológicos del cambio de la imagen de mundo, nunca ha sido hecha, y las insinuaciones lacóni cas en esa dirección que aparecen en este libro no pueden sustituir en modo alguno a una detallada historia discursiva y sistémica de la gran extraversión. En una investigación así tendría que hacerse comprensible el proyecto de la Modernidad como gran experimen to de cobijo de sociedades de masas en tecnologías de salvación y es tructuras de inmunidad no-teológicas. Si una presentación así qui siera hacer justicia a su objeto en el punto decisivo, tendría que elaborar expresamente la toma de poder del exterior como el acon tecimiento fundamental de lo que Heidegger llamó la «época de la imagen del mundo». De todos modos, en el último capítulo de este volumen, que trata sobre la última esfera, es decir, sobre la tierra circunvalada, cartografiada, ocupada y utilizada, haremos algunas indicaciones someras de cómo esa revolución del modo de pensar exterior ha ido unida a los procesos de globalización de la era mo derna.
Pertenece a las consecuencias adicionales de la cosmología geo céntrica de cubiertas, además de complicaciones insuperables en la aplicación empírica del modelo, una ambivalencia fundamental, por no decir ruinosa, en la determinación del lugar humano y de su rango en el cosmos. Pues colocar la tierra en el centro: eso, a pri mera vista, no es más que una concesión al supuesto narcisismo cosmológico de sus habitantes humanos. Pero la circunstancia de que con el giro copernicano la tierra fuera descentrada por fin, y fe lizmente, tras una fijación de milenios en el centro de la imagen del universo, no conllevó en absoluto para los seres humanos agravio narcisista alguno, como sugieren Freud178y sus repetidores sin co nocimiento de las relaciones históricas de la imagen de mundo, si no la liberación largamente esperada de una pesadilla cosmológica contumaz y devenida absurda. Por eso el heliocentrismo encontró entre el público una resonancia que oscilaba entre la indiferencia y el asentimiento entusiasta, y cuando fue rechazado explícitamente, como en ciertos círculos del catolicismo oficial romano, fue más bien porque no se estaba dispuesto sin más a renunciar a la tierra- centro como lugar-humilitas, y sobre todo porque en un mundo co-
359
pemicano ya no se sabría dónde localizar el infierno, sin el que no
se podía mantener el régimen psicopolítico del catolicismo contra-
rreformista (o, en general, la imagen de mundo cristiana en tres es
tratos: infierno, tierra, supramundo).
A muchos contemporáneos razonables les parecía incluso exce
siva la promoción de la tierra beyo las estrellas, que se seguía del li
bro de Copémico sobre las revoluciones celestes. La exclamación
de Philipp Melanchthon contra los innovadores heliocentristas, seis
años después de la aparición de De revolutionibus orbium celestium, de
signa típicamente la perplejidad de un lector crítico con respecto a
una sobrevaloración tan audaz de la tierra: Terram etiam ínter sidera
collocant [¡Colocan incluso la tierra bsyo los astros celestes! ]179. La fá
bula freudiana del agravio narcisista resulta, pues, vacía según la his
toria de la imagen de mundo y pertenece exclusivamente a la estra
tegia de autoexaltación del movimiento psicoanalítico (por más que
le preparara el terreno la observación magníficamente ingenua de
Goethe de que la revolución de la imagen de mundo habría obliga
do a los seres humanos «a renunciar al enorme privilegio de ser el
centro del universo»). No obstante, esa pequeña fabulación es inte
resante porque, desde perspectivas no-freudianas, permite seguir
pensando productivamente en dirección a una ecología general de
los agravios, que se ocupa de las consecuencias colaterales psicoló-
gico-sociales de invenciones teóricas e introducciones de nuevas téc
nicas. Porque ¿dónde se obtienen, por ejemplo, los propios éxitos
del psicoanálisis y de todos los demás sistemas del «yo-veo-algo-que-
tú-no-ves», sino en el mercado libre de los diferentes niveles de agra
vio que se producen entre los que afirman ver algo nuevo y los cie
goscorrespondientes? 180
Por lo que respecta al agravio u ofensa hecha a un hipotético
narcisismo de la humanidad, si es que puede hablarse de tal ofensa,
no se produjo por la descentralización copemicana de la tierra, si
no dos mil años antes por la centralización aristotélica que desarro
lló un precario sentido colateral antropológico. En realidad fue la
colocación de la tierra en el centro la que acarreó a ésta y al ser hu
mano una desvalorización ontotopológica fatal. Sus motivos, que
presentamos sumariamente antes, únicamente los conocía muy po
360
ca gente culta, mientras que la gran masa del pueblo en la Edad Me
dia sólo llegaba a percibir las consecuencias atmosféricas de esa de
gradación: el pueblo pagó durante toda una era el precio de aque
lla omnipresente retórica-del-valle-de-lágrimas, que caracteriza al
miserabilismo crisdano. Pero, desde el punto de vista cosmológico,
éste había sido una conclusión perfectamente legítima sacada del
modelo aristotélico de mundo. Cómo se pudo llegar a la concep
ción inevitablemente depresiva de que la situación del ser humano
en el universo era algo oscuro por regla general para los crisdanos
y que se asociaba la mayoría de las veces, y de modo confuso, úni
camente a las consecuencias del pecado original. Una conexión así
puede que antropológica y moralmente sea de importancia, pero
desde el punto de vista de la historia de la imagen de mundo se ca
racteriza por su ceguera. El pecado original no interviene para na
da en la degradación de la derra que procuraron los antiguos filó
sofos y cosmólogos. El desdén cosmológico por la tierra no es
propiedad de la doctrina cristiana, y menos su invención típica, si
no una consecuencia ineludible de la idealización de la periferia-
éter en la cosmografía aristotélica. Si lo perfecto-envolvente se en
cuentra arriba, entonces -por muy extraño que suene- el centro
queda irremisiblemente abajo, yjustamente ahí está situada la tierra
junto con sus habitantes mortales, sujetos a error, perdidos en la
ambigüedad. Si el centro fuera un lugar distinguido en la esfera cós
mica, su preeminencia sería más bien una abismalmente irónica: los
habitantes del punto medio gozarían del negativo privilegio de re
sidir en el final más oscuro del todo. Dado que, como hemos visto,
lo mejor ha de estar en el margen alto, lo peor se reúne inexora
blemente en el medio.
Así pues, quien busca el punto débil del grandioso proyecto aris
totélico de universo sólo tiene que hacer el esfuerzo de mirar a la
tierra, supuestamente privilegiada por su posición central: este pla
neta, señalado por la muerte y el error, es el miasma del cosmos, la
mancha negra en el claro chaleco del cosmos. Sólo las partes subte
rráneas de la tierra son capaces de superar, aún en falta de luz y dis
tancia a Dios, el lugar de los seres humanos, la superficie terráquea:
por eso en la imagen de mundo de cubiertas cosmológicas las re
361
giones del Hades y del infierno se suponen situadas bajo la superfi cie de la tierra, en el último asiento y excusado del todo. Es esto lo que conceptualiza el triste cosmopolitismo del estoico Aristipo de Cirene cuando explica que el camino al Hades es igualmente largo desde cualquier parte del mundo. El centro más íntimo del cuerpo del mundo es el corazón de la oscuridad: y los seres humanos son sus vecinos expuestos a riesgos. No otra cosa llevó a concepto e ima gen Dante en sus espantosas visiones del infierno. El cosmos cristia no está constituido en tomo al infiemo como punto central, al igual que el mundo de vida primitivo de los pueblos sedentarios había de estar centrado irrecusablemente en tomo a las letrinas. Pero así como todas las ontocosmologías occidentales manifiestan una es tructura bifocal -un centro superior en Dios, un centro infame en lo terreno-subterreno-, también las ordenaciones espaciales de las civilizaciones sedentarias en la era agraria pagaron tributo al bifo- calismo con la dicotomía de centro de esplendor (templo y palacio) y centro miasmático (letrina, desolladero, cárcel)181. Si se toma bue na nota de esas relaciones topológicas fundamentales de las cons trucciones de la imagen de mundo en la antigua Europa, resulta evi dente que hablar de un agravio, ofensa o humillación copemicanos sólo puede significar o bien un malentendido o bien un engaño in teresado.
No sin sustituir el depravado centro físico-material por otro cen tro noble, incorrupto, Aristóteles, en su libro Del cielo, manifestó, im pávido, la inevitabilidad de desvalorizar el centro físico y geométri co del cosmos de cubiertas:
[. . . ] como si el concepto de centro sólo tuviera un significado y el pun
to medio de la magnitud fuera a la vez el punto medio de la cosa y de la na
turaleza. Pero así como en los seres vivos el centro del ser vivo no es idénti
co al centro del cuerpo, lo mismo hay que suponer, sobre todo, del cielo
entero. Así pues, por esta razón aquéllos [los pitagóricos, que habían su
puesto un fuego central en el medio como «vigía de Zeus», P. SI. ] no de
bían dejarse confundir con respecto al todo [. . . ], sino más bien buscar
aquel otro centro [realzado en cursiva por nosotros], qué sea y cómo sea.
Pues aquel centro es el origen y lo venerable, mientras que el punto medio
362
espacial se parece más bien a un final que a un comienzo [. . . ]. Pero más ve
nerable es lo circundante y delimitante que lo limitado. Pues esto es la ma
teria, aquello la esencialidad del todo182.
De este argumento, en el que se mezclan distinción ontológica y
subterfugio astuto, vivió el catolicismo intelectual durante más de
un milenio.
Así pues, si la tierra, precisamente por estar situada en
el centro mundano, está condenada irremisiblemente a permane
cer en el lugar ínfimo y más desagradecido -en una favela del cos
mos, como si dijéramos-, más pronto o más tarde sus habitantes
tienen que darse cuenta del fallo de la construcción inmunológica
de ese modelo de mundo, por más que los teólogos se empeñen en
aducir las promesas de salvación que quieran. La recepción cristia
na del esquema aristotélico-tolemaico deja esto claro al resaltar por
todos los medios la humilitas de la posición humana, y no sólo en un
sentido antropológico-religioso sino también desde una perspectiva
cosmológica. Alanus de Insulis: «El ser humano es como un adve
nedizo que vive en el suburbio del mundo»183. Es precisamente su si
tuación interior -privilegiada en apariencia-, en el núcleo del siste
ma cósmico jerarquizado de cubiertas, la que acarrea a los seres
humanos una desventaja espacial, que la cristiandad medieval sufrió
hasta el fondo más amargo y contra la que sólo podía servir de ayu
da un cambio radical de situación producido por la aplicación de
nuevos medios cosmológicos.
Conseguir esto es el sentido inmunológico e histórico (en lo re
lativo a la imagen de mundo) de la revolución copemicana. Pues lo
que aparentemente representa la posición ideal en una estructura
herméticamente impermeabilizada frente al exterior, de paredes só
lidas aunque también sutiles y transparentes, desde el punto de vis
ta ontotopológico se manifiesta para sus pobladores como un de
fecto fatal e irreparable. La perfecta inclusión de la tierra y de sus
habitantes en el centro fosco del cosmos había de arrebatarles la
proximidad a lo más alto y supremo en el orden del ser. Ya en la An
tigüedad y más aún en la Edad Media los efectos colaterales y ries
gos metafísicos del geocentrismo se mostraron tan gravosos para los
europeos que éstos sólo fueron capaces de sobrevivir espiritualmen
363
te mediante la creación de caminos de huida de la zona oscura del cosmos.
Poresolaominosapalabra«cosmopolitismo»,queparece haber introducido Diógenes de Sínope en el debate antiguo, tenía ya un to no concomitante sarcástico, aunque más tarde los estoicos se esfor zaran en utilizarla sin ironía: en la ciudad llamada mundo lo que im porta a los sabios no es en absoluto vivir en el centro de la ciudad venida a menos, la tierra, sino en los extrarradios nobles, donde tie nen sus villas los mejores círculos de éter. Quien habla de cosmópo- lis piensa siempre un poco también en la salida del concreto local te rreno o al menos en la estetización del espacio lejano. Todavía Hegel se recordará lejos de esas condiciones espaciales aristotélicas de la an tigua Europa, cuando pretende llevar el espíritu a sí mismo en el éter del concepto; cosa que, sin embargo, no significa tanto un procedi miento de hacer de menos a la tierra evadiéndose espiritualmente de ella hacia arriba cuanto un programa para incorporar el cielo, vía Es tado y cultura, a las circunstancias de la superficie de la tierra.
Si el estoicismo, platonismo y cristianismo han podido generar puntualmente en sus psicagogias intereses estratégicos comunes, ello se debe no en último término a que los tres ofrecieron reme diar por medio de programas atractivos de transcendencia la des ventaja de los seres humanos de residir en el centro malo de la ma teria. Sí, quizá la capacidad de los europeos de la Antigüedad tardía, de la Edad Media y de la temprana edad moderna de dejarse sedu cir por todos los tipos posibles de auxilios idealistas de evasión y de doctrinas filosóficas de trascendencia se explique por la necesidad de encontrar remedios contra el agravio geocéntrico.
Sólo mucho tiempo después de que se hicieran saltar las cubier tas celestes y de que se elevara a la tierra a la igualdad de derechos cosmológica con otros cuerpos celestes, pudo el Zaratustra de Nietzs- che llegar a la particular idea de predicar a sus amigos la fidelidad a la tierra. En el imperio bimilenario del aristotelismo ello hubiera resultado absurdo, puesto que habría significado directamente la renuncia a participar en cualquier vida superior esférica; bajo tales premisas, fidelidad a la tierra significa tanto como fidelidad del pri sionero a su mazmorra.
364
Clásico cosmos de cubiertas de Peter Apian,
Cosmographicus líber, 1524; el empíreo inmóvil, en el margen
extremo del cosmos graduado, se hace resaltar aquí mediante la
inscripción, frente a los diez cielos rotantes, entre los que también
se pone de relieve el octavo (el cielo de las estrellas fijas o firmamento):
esa inscripción subraya la idea de que los elegidos (electi) encuentran
en la paz de la suprema altura su última forma de inmunidad
o su último habitáculo (habitaculum).
Pero ya Aristóteles, como Platón antes de él, había pergeñado
exactamente el camino real de huida de la zona central sublunar a
lo superior y mejor: se trata justamente del acceso a ese otro centro
del que se hablaba en el pasaje de De cáelo que citamos antes y que
no se refiere a otra cosa que al topos utópico del Dios supramunda-
no, cuyo reflejo psíquico, el alma del mundo, había sido implanta
do por el demiurgo en el centro del cosmos. En la cercanía de aquel
otro centro bueno, sublime, sólo puede dirigir a los seres humanos
el impulso del alma-espíritu propia, el pensar reflexivo, que, si se
entiende correctamente, reconoce en sí mismo una irradiación del
bien primero.
A ello corresponde el que el centro del mundo de cuerpos y el
centro del bien no coincidan. En eljuego basal de toda espirituali
dad, ¡busca el centro! , se oculta un doble sentido esferológico que
la propia era metafísica no consiguió esclarecer. En la cuestión del
punto medio o centro los maestros de la filosofía griega legaron a la
posteridad una confusión patética, que en adelante presentaremos
como el sistema-de-dos-centros de la antigua Europa, y con tan exa
gerada claridad que en cierta medida se descomponga por la pro
pia luz de la presentación, del mismo modo que hubo pinturas de
catacumbas que al parecer se desvanecieron ante los focos de los
descubridores. Al hacerlo, quedará claro de nuevo, y de otro modo,
lo que ya se sabía de diversas fuentes: que la metafísica griega, aun
cuando intenta mantener la ilusión cosmoteísta, se convierte en una
teología de la trascendencia más o menos explícita.
Pensar trascendentemente es el anuncio formal de que encima
del centro inferior se ha colocado uno superior. Nota bene: aun des
pués de la pérdida de valor del centro inferior en el geocentrismo,
sigue en vigor una idea monárquica del punto medio; idea que, sin
embargo, sólo puede defenderse con argumentos teológicos y espi
rituales, y que sólo sigue teniendo sentido en contextos no-físicos y
no-cosmológicos. Inútil para narcisismos humanos, esa idea se re
fiere al centro en el que precisamente no están los mortales, los exis-
tentes-en-el-mundo. Con ello sigue abierto el problema de que en
el mundo concebido geocéntricamente hay que concebir, a su vez,
el centro bueno como extramundano y supramundano, y, por con
366
siguiente, como trascendente, espiritual y, por hablar espacialmen te, como situado arriba, por más que el Timeo afirme con tacto me*
tafísico que el alma del mundo (provista con el noüs) ha sido im plantada en el centro del cuerpo del mundo. Se entiende que este modo de hablar era una clave cortés para referirse a la supramun- daneidad, de modo que estaría mal aconsejado quien pretendiera buscar el alma en el centro físico del mundo, allí donde debería re sidir según el dicho ambiguo de Platón: pues, consecuentemente, ese centro cae en el núcleo de la tierra, ya que la tierra reside en el centro del cosmos de cubiertas; y precisamente ahí, con toda co rrección desde el punto de vista topológico, supusieron que estaba el infierno los infemólogos medievales, que entendían más de la di ferencia entre centro divino y terreno que los filósofos edificantes. Más adelante, en el capítulo «Antiesferas», explicitaremos con ma yor detenimiento la convergencia entre ser-en-el-mundo y ser-en-el- infiemo.
Para mantener la conexión entre hombre y Dios en la interpre tación clásicamente metafísica del espacio hay abiertos esencial mente dos caminos: o bien ha de ascender el ser humano desde su mazmorra central al aire libre, por una escalera inteligible que le comunique con el mundo superior; o bien ha de descender Dios hasta los seres humanos, presumiblemente por la misma escalera, sea por medio de signos o milagros, sea por la asunción de un cuer po. Por ello, trascendencia y encamación son movimientos vertica les simétricos; ambos tienen el sentido de mantener abierto el enla ce amenazado entre el centro malo (del existente cuantitativo) y el otro centro (del existente esencial).
En estas tensiones verticales se muestra que en la «época de la
imagen del mundo» no puede ayudarse al ser humano colocándolo
meramente en un receptáculo espacial, por muy bien aislado que esté. Por eso todos los discursos holísticos han de quedar desvalidos, ya que los seres humanos no quieren ser sólo depositados o alma cenados en un container-totalidad, en un aniXXo-continens metafísico, quieren también, en una experiencia interior viva, toparse con el Gran Otro del centro opuesto, que les posibilita por complementa- ción íntima. Es verdad que en los dilatados espacios de realidad de
367
la era imperial la vida de las sociedades no puede existir sin conso lidaciones de fronteras e inmunizaciones eficaces, pero por lo que respecta a la integridad microsférica de los seres humanos, tampo co puede conseguirse sólo mediante cobijo en grandes receptáculos sociopolíticos y cósmicos. Más importante que el blindaje del cam po anímico frente al exterior sigue siendo la complementación ínti ma psicogónica. Sólo ella puede conseguir que la estancia en un gran mundo no acabe en exanimación amarga o surfismo insustancial.
Por eso no lo es todo la inmunización macrosférica (podría de cirse también, abreviando: por eso no lo es todo la filosofía o, con mayor exactitud, la filosofía de la trascendencia). La certeza de es tar contenido en algo extremadamente grande puede proporcionar tranquilidad; si sus escritos publicitarios no mienten por todas par tes, los sabios tradicionales la consiguieron ocasionalmente. Pero la paz anímica sería una meta falsa si se separara del contento y es pontaneidad que provienen de la comunión con el otro íntimo, da igual si uno se lo representa como compañero inseparable, presen te en la cercanía, o como un enfrente lejano-sublime. En conse cuencia, en la época de la gran cultura no sólo han de reformatear se los receptáculos cósmicos en tomo a las comunidades políticas. También hay que determinar con contornos más fuertes al otro ín timo del individuo, al gemelo divino próximo-lejano. Cuando se cuenta con él en versiones acomodadas al momento histórico, los seres humanos pueden reorientarse desde la búsqueda de tranqui lidad en el receptáculo supremo a agitados asuntos amorosos con el absoluto. De éstos se hablará, entre otras cosas, cuando en el próxi mo capítulo se abra el libro de la teología de la estructura o de la forma*, no leído desde hace mucho tiempo. En él se encuentran las necesarias aclaraciones con respecto a aquel otro centro, que si bien postuló Aristóteles, no pudo desarrollar convincentemente con sus medios.
’ Gestalt-Theologie es la expresión del autor. (TV. del T. )
368
Excurso 3
Autocoprofagia
Sobre el recycling platónico
En la historia de la recepción de Platón se ha hecho mucho hin capié en la preferencia del maestro por las figuras geométricas del círculo y la esfera; pero apenas se ha hecho caso de que en un pun to de su obra Platón aparece con un argumento en relación con el movimiento circular que deja tras de sí el abstracto idealismo mate mático de la esferofilia y aventura el salto a una biología del todo
(hoy diríamos: a una ecología general). Mientras que las ciencias modernas de la vida y la muerte sólo pueden emprender el estudio de procesos circulares parciales sobre el trasfondo de entornos que permanecen exteriores al círculo, Platón, en un instante arriesgado, rozó la cuestión de las condiciones de una ecología en el absoluto. De lo que se trata con ello es de un ecosistema del ser, que habría de entenderse como proceso circular cerrado, y de modo que ya no pudiera haber mundo-entorno o mundo exterior alguno que cons tituyera el trasfondo del círculo de la vida. Esta ecología absoluta só lo puede realizarse como biología absoluta, y ésta, a su vez, sólo co mo descripción de un animal absoluto, que sea una singularidad y que atienda al nombre de cosmos si alguien lo llama. El lugar clási co se encuentra al comienzo del discurso de Timeo, cuando se tra ta precisamente de explicar («por muchos motivos diferentes») por qué el demiurgo había dado una forma «completamente lisa» al globo del mundo por fuera:
No necesitaba de ojos ni de oídos, pues no quedaba nada visible ni au
dible más que él; tampoco ya había aire que le rodeara y que le hubiera he
cho falta inhalar; ni necesitaba hechura alguna mediante la cual ingerir ali
mento o volver a eliminar el ya ingerido, una vez succionado el auténtico
jugo de su quilo; pues nada se distinguía de él y nada se le añadía desde nin
guna parte, pues nada había [sino él]; más bien está configurado ingenio-
369
sámente, de modo que sus propias eliminaciones le vuelven a servir de ali
mento, y de manera que todo lo experimenta dentro de sí mismo y todo lo
hace por sí mismo184.
Con ello se menciona el precio de la perfección: el animal abso
luto ha de ser un autocoprófago; en idioma romance: un consumi
dor de sus propios excrementos. Además -y en esto consiste la confi
guración ingeniosa citada-, la diferencia de boca y ano, importante
y necesaria en animales que tienen un entorno, y en él comedores
y letrinas, ha de ser anulada en este ser supematural; así, en él, las
aberturas del cuerpo, por las que se realizan los dramas del meta
bolismo, están colocadas del todo hacia dentro y cortocircuitadas
recíprocamente: lo que corresponde a la estructura -ecológica
mente impresionante, aunque desde el punto de vista psicoanalíti-
co y gastronómico más bien desconcertante- de una oral-analidad
integrada. (La genitalidad, naturalmente, no existe en este supera-
nimal, dado que, por su modo de ser, su condición no es la de en
gendrar ni la de ser engendrado. )
El ser vivo, que todo lo experimenta en sí mismo y todo lo hace
por sí mismo, cumple un atributo divino que en el tiempo de los
doctores se reproducía con el término aseitas, aseidad, aunque nin
guno de los teólogos escolásticos se atreviera a dar muestras de la
frialdad platónica ocupándose de los pormenores del metabolismo
del animal divino: una omisión que parece perdonable cuando se
considera que para el cristiano culto el cosmos no valía como ani
mal absoluto sino como creación. Pero, dado que la doctrina cristia
na atribuye a lo absoluto el hecho de hacerse hombre pero no el de
hacerse mundo, el lugar crítico en el ser sólo se desplaza, puesto que
con Cristo aparece un ser divino que ha tomado sobre sí la natura
leza humana y, en consecuencia, ha consentido en vivir con la dife
rencia entre boca y ano. Comienza su carrera, consecuentemente,
entre precariedades metabólicas («lo encontraréis envuelto en pa
ñales»). Pero a la larga no puede eludir la cuestión de si asume y eli
mina lo exterior, o si vive de lo propio sin entorno alguno: pues del
mismo modo que como Dios auténtico es necesariamente no-meta-
bolizador, es con necesidad consumidor de alimentos y depositor de
370
Uroboros: el Uno-Todo.
heces en tanto hombre auténtico. Dos hechos, ante todo, de la his
toria de la recepción testimonian que en él, no obstante, y a despe
cho de la doctrina de las dos naturalezas, el Dios verdadero obtuvo
la victoria sobre el hombre verdadero: primero, el hecho de que, si
es verdad que se han transmitido palabras del Señor, no se mencio
nan ni conservan excreciones físicas suyas; y, segundo, el hecho de
que, si es verdad que su cuerpo transfigurado ascendió a los cielos,
no se habla para nada de heces transfiguradas. En consecuencia, el
Hombre-Dios está sujeto decididamente a la diferencia entre sistema
y entorno, no como el cosmos platónico, que es sistema sin entorno.
Sobre el trasfondo de estas consideraciones aparece más clara la
diferencia entre el camino griego y el cristiano hacia una ecología
371
del absoluto. Mientras que el hacerse mundo de Dios genera un ani mal absoluto, que gracias a su autocoprofagia recorre un proceso vi tal sin exterioridad, por el hacerse hombre de Dios surge un híbri do metafísico, del que una parte ni come ni bebe desde la eternidad mientras que la otra crea, mediante comida y bebida terrenas, los presupuestos para excreciones correspondientes, de las que no es lí cito hablar en la inmanencia del culto. El animal-mundo griego es, pues, un ser que ni ingiere alimentos sacados del entorno ni hace deposiciones en él, dado que no dene entorno o, dicho de otro mo do, dado que renuncia a toda extemalización en beneficio de su au tonomía; mientras que el Hombre-Dios cristiano, si es verdad que fustiga al mundo, deja en él, sin duda alguna, las inmencionables deposiciones mencionadas. (Es posible que la objeción de algunos teólogos medievales de que Cristo comía pero no defecaba merezca citarse, pero no, desde luego, discutirse. ) El animal-mundo es suje to-objeto de una ecología absoluta, que consume todo sin dejar res to y no permite que nada salga hacia fuera (igual que -por citar un ejemplo casi actual todavía- hasta comienzos del siglo XX en el bu dismo tibetano gozaban de la mayor consideración como amuletos médicos píldoras de coprolitos del Dalai Lama, y hasta es posible que se tragaran realmente como medicinas en caso de necesidad ex trema, dado que los desechos del Dios vivo no pueden ser desecho alguno), mientras que el Hombre-Dios se ha obligado a una ecolo gía parcial, en la que hay que contar con restos perdidos y en la que se extemalizan desechos enérgicamente.
Con ello aparece con claridad la diferencia entre un recycling grie go y uno cristiano. Mientras que el Mundo-Dios está inevitablemen te estructurado autocoprofágicamente (esto es a lo que se remiten los holismos en definitiva, aunque no quieran ni puedan decirlo), el Hombre-Dios tiene que ser o bien anoréxico («no sólo de pan», por eso tan poco pan como sea posible), o bien dualista (la mesa de la cena y la letrina no están en el mismo mundo). En el recycling plató nico todo se convierte en alimento de Dios: esto significa que en el sistema oral-anal cósmico, o bien las excrecencias mismas tienen ca- rácter-de-haute-cuisine, o bien la boca del globo divino no tiene pala dar y no es capaz de diferenciar entre ambrosía y materias fecales.
372
Más importante aún que esa indiferencia de gusto es la inmunidad del cosmos (la tersura absoluta de su bóveda por el exterior), que no permite abertura alguna por la que pudiera evacuarse cualquier co sa afuera, a la nada. Del lado cristiano, el Hombre-Dios viene al mun do como a un penoso exilio, pero no para mostrar cómo se constru yen casas ecológicas y cómo se fertilizan los campos con estiércol animal y humano. Su misión recicladora se refiere exclusivamente a las almas. Baja para demostrar que es posible un mundo de absti nencia; según su doctrina, los seres humanos no están llamados al metabolismo ni a la deposición, y mucho menos a ser omnívoros tan to en la línea autocoprofágica como en la heterocoprofágica. La re lación cristiana con lo que procura salvación y redondez no está orientada cosmológica, sino pneumáticamente. Los pneumáticos comparten con los nómadas el privilegio de conservar un estilo fe- cófugo de vida en medio de poblaciones sedentarias; evitan las obli gaciones que encadenan a los seres humanos a habitáculos fijos; elu den la atmósfera que rodea la fidelidad a las letrinas. (En general: el Cristo ha de vivir de modo que jamás haya de utilizar un excusado propia; deja que las deposiciones evacúen sus deposiciones. )
La ecología pneumática se conforma con devolver las almas (in cluidos los cuerpos resucitados, si es preciso) a la casa paterna su- pranatural; el resto lo externaliza sin pesar alguno. La ecología cos mológica, por el contrario, está tan interesada en la internalización que sólo permite que el animal absoluto coma y deponga en sí mis mo. En consecuencia, las dos doctrinas más grandes de la economía doméstica no pueden ayudar a la tierra real: una, porque sólo se in teresa por el rescate de almas y considera el mundo como bastidor y desecho; otra, porque lo estima absoluto y niega así la posibilidad de todo desecho.
Pero las discretas concepciones ecológicas del recycling; que afir man venir en ayuda de la tierra desde la revolución de la higiene en el siglo XIX, siempre permanecerán fragmentarias porque les falta el valor y la fuerza para exigir la circulación o reciclaje total. La socie dad ecológica siempre será saboteada por un humanismo que se empeña en la imposibilidad de superación de la diferencia entre boca y ano.
373
Y la brisa resbala
[. . . ]
Entre un rigor de rayas
Que al mediodía ciñen
De exactitud. /Desierta
Refulgencia! La esfera,
Tan abstracta, se aflige.
Excurso 4
Panteón
Sobre la teoría de la cúpula
No hay nada en la gran técnica que antes no estuviera en la me
tafísica: una prueba de la capacidad de diagnosis cultural de esta fra
se, con la que la teoría de la técnica se convierte en filosófica, la
ofrece el edificio redondo más representativo del Viejo Mundo, el
Panteón de Roma, cuya construcción fue objeto de discusión entre
los años 115 y 125 d. C. , bayo el imperio de Trajano (98-117), y se ter
minó bajo el de Adriano (117-138); una maravilla del mundo de la
arquitectura en estricto sentido literal, cuya cúpula, con un vano de
más de 43 metros de diámetro interior, representó en la tierra a lo
largo de toda una era la primera y más grande construcción autén
ticamente esférica: ni siquiera los arquitectos de San Pedro se atre
vieron a superar el diámetro de luz de la gigantesca cúpula anti
gua185. La historia de las desafortunadas edificaciones anteriores que
se levantaron en el mismo lugar muestra que en el caso del Panteón
se trataba de construir un templo con cubierta teológico-celeste
muy delicada, sobreelevada: el templo de los Siete Dioses de los Pla
netas, construido a comienzos de siglo por el cuñado de Augusto,
Agripa, fue destruido por el gran incendio del año 80, y la recons
trucción de Domiciano que le sucedió, por un rayo en el año 110. Si
375
Jorge Guillén, Cántico
Trajano y Adriano emprendieron en tan corto plazo un tercer in
tento de renovar el santuario central de la teología romana de los
dioses del destino, es porque estaba en el aire la intención de cons
truir esta vez un edificio que afrontara los humores de los elemen
tos con más éxito que sus predecesores y que arrancara el beneplá
cito del todo para su construcción y conservación de modo más
convincente que las edificaciones anteriores.
De este modo, en el lugar, en la dedicación y en la prehistoria
-rodeada de dudosos omina- del Panteón confluyeron los ingre
dientes para que surgiera un extraordinario programa de arquitec
tura y teología. Que el monumentalismo imperial quiso ofrecerse
aquí un monumento es algo que el propio resultado manifiesta de
manera imponente y que lo que se pretendía construir era, además,
un edificio que se alzara ante los ciudadanos de la ecúmene como
lección política y como manifestación arquitectónica de una con
cepción del mundo insuperable: eso era asunto decidido en el
acuerdo entre los dos emperadores que encargaron la obra y su ar
quitecto, el sirio Apolodoro de Damasco. La operación del Panteón
se aprovechó del favor de un momento en el que la arquitectura y
la teología querían aventurarse juntas en un proyecto inaudito.
Las premisas generales del compromiso se remitían a mucho
tiempo atrás: los griegos habían matematizado el cielo y lo habían
entreverado con el simbolismo interconector de una geometría es
férica precisa; los romanos habían reunido en un grupo los dioses
de los planetas y los habían elevado a la categoría de protectores y
vigilantes de la asignación del destino a cada uno de los mortales;
los emperadores, finalmente, habían incautado el cielo como re
curso de fortuna para el imperio y completado el mare nostrum con
un coelum nostrum. De la síntesis de estos requerimientos a lo envol
vente nació el acontecimiento-edificio Panteón, que ha de ser con
siderado todavía como la introducción más resuelta a la esencia,
problema y logros de la philosophia perennis. Presenta un caso de eso
que -según la feliz formulación de un autor contemporáneo- me
rece ser descrito como «soluciones romanas a problemas griegos»186.
La translatio philosophiae ad romanos se convierte en el Panteón en un
hecho plausiblemente consumado, por más que a Heidegger se le
376
ocurriera que podía tratar peyorativamente la contribución romana a la historia del pensamiento, y por más que la mayoría de los re presentantes gremiales se complazcan en la idea de que se puede ig norar el Panteón y seguir siendo filósofo. Puede mostrarse fácil mente que se trata de un error, puesto que para ello sólo es necesario probar que la idea filosófica del todo puede explicitarse no sólo en escritos, sino también en forma de edificio. Hasta la in novación del platonismo por Plotino, la panteología romana, como teoría inmanente del edificio singular, representaba la cumbre del pensamiento en su época.
El Panteón es el resultado del encuentro de dos ambiciones de soberanía: una de ellas cesarista y la otra académica. Por lo que res pecta a la pretensión de los filósofos de pensar el todo en los con tornos de una forma clara, invulnerable, concluyentemente bella, ya Platón y sus sucesores y rivales, hasta el estoicismo, dijeron lo ne cesario. Incluso en la época de su mayor éxito político, los romanos tuvieron que dejarse instruir por el pensar heleno del círculo y la es fera. Por lo que respecta a los Césares, que habían asumido la he rencia de la victoriosa, demasiado victoriosa, República romana, fueron obligados por el espíritu de su cargo a reflexionar sobre el mantenimiento de la cohesión de una gigantesca periferia a través de un centro que reuniera e irradiara poder, y el resultado de esas meditaciones cesaristas sobre la analogía entre ciudad y orbe terrá queo suponía una disposición creciente a compenetrarse con el sol, o el Dios, que actúa, omnivivificante y omnirresponsablemente, de rramándose en derredor.
El Panteón consdtuye el punto medio entre esas dos fórmulas de soberanía. Pues si el extraordinario edificio, de un lado, atestigua con medios geométricos y macrosferológicos algo del misterio de la producción filosófica de espacio, se atribuye, de otro, a una crea ción urbano-imperial de espacio que entiende todavía el dominio del mundo como éxito de expansión doméstica y considera la vida del César como una misión de guardia o de vigía del ámbito del mundo dominado por los romanos.
Cuando, bajo tales premisas, los Césares discutieran con los filó sofos sobre el mayor signo posible del mundo, tuvo que entrar en
377
Corte transversal del Panteón.
juego una tercera fuerza, cuyo cometido fuera ofrecer a ambos par
tidos representaciones sensibles de sus pretensiones teológico-espa-
ciales y ontopolíticas. Esa fuerza no podía ser otra que la arquitec
tura, que más que aprehender en ideas su tiempo, lo que hace es
aprehender en edificios las ideas del tiempo. El ingeniero militar y
arquitecto Apolodoro de Damasco hizo posible el momento estelar
del pensamiento constructor cuando consiguió ganar a Trajano, y
más aún a su sucesor Adriano, para la causa de la edificación de un
templo esférico sin par. La proposición hegeliana de que lo racio
nal es real y lo real es racional tiene validez en la arquitectura con
preeminencia respecto a cualquier otro ámbito, pues es en ella
donde adquieren por primera vez espesor material las ideas de or
den de estructura lógica y geométrico-ideal. En el cemento romano
(opus caementitium), del que está hecho el núcleo de los muros y la
cúpula del Panteón, se realizó concretamente el concepto esférico.
Más allá de todos los modos nacional-romanos de sentir, Apolo
doro, el oriental filosóficamente formado, había entendido que des
pués del hacerse-imperio del mundo le correspondía el turno al ha
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cerse-edificio del globo perfecto, y que sólo con esta realización ló gico-arquitectónica la imperialidad del imperio podía llegar a su plena expresión. En alianza con el helenófilo Adriano, y aplicando medios arquitectónicos, Apolodoro consiguió lo mismo que, según san Agustín, había conseguido un siglo antes Virgilio con su epope ya: el rearme simbólico de un gran espacio político, que se había consolidado militarmente antes de que ningún romano pudiera de cir qué habría de significar metafísicamente ese monstruo de poder.
Así, el arte del arquitecto preparaba el foro donde pudiera cele brarse la cumbre bilateral entre cesarismo y filosofía. Gracias a su audacia arquitectónica, que impresiona aún después de milenios, Apolodoro aventuró la tesis de que la arquitectura estaba en ese mo mento tan adelantada que podía medirse a la misma altura con las dos cumbres de la idea del mundo a la vez. Contentaba el lado ce sáreo con una idea arquitectónica que correspondía a las preocu paciones domésticas del imperio y de su guardián con formas es trictas y monumentales; al concepto filosófico le daba lo suyo al aceptar el reto de demostrar que la esfera ya no sólo podía ser cons truida como modelo a mano para estudios matemáticos y astronó micos, sino que también podía realizarse como gran templo y como símbolo formal construido de la amplitud cósmica. Sin duda fue Apolodoro el genio de la empresa, porque entendió cómo explicar la metafísica de la esfera a los señores del Palatino y dio ánimos a su emperador Trajano y a su sucesor para el gesto sin par de hacer ve nir a Roma el universojunto con todos sus dioses. (Parece que hu bo tensiones con Adriano, que llevó adelante la obra y la completó; algo comprensible después de que el emperador se identificara tan to con el proyecto que pretendía que le consideraran como el au téntico arquitecto; Dion Casio asegura incluso que Adriano hizo sgusticiar al gran arquitecto tras la terminación del Panteón; pero otras fuentes parecen contradecirlo. ) La necesaria sangre fría para esa sugestión no la habría logrado Apolodoro si no hubiera podido asegurar con buenos motivos al emperador, que acometió la em presa, que entretanto ya era técnicamente posible (con ayuda del hormigón y de una técnica avanzada de encofrado187) construir el cielo mismo, en tanto cielo-cobertura.
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A la vista del edificio del Panteón hay que tomar en sentido lite
ral el giro «construir el cielo». Con la cúpula no sólo realizó Apolo-
doro la semiesfera más perfecta que se hubiera intentado jamás en
ese orden de magnitud, sino que, además, perfiló la invisible se
miesfera inferior del cielo, cuyo polo sur roza exactamente el suelo
de la nave, de modo que el diámetro de la cúpula de 43,30 metros
define también la altura de la sala. En estas proporciones métricas
se manifiesta la esencia filosófica del edificio: también el concepto
aristotélico de uranós o de cosmos se consigue abstrayendo de la vi
sión la semiesfera azul claro que hay sobre nuestras cabezas, y com
pletándola hasta convertirla en la representación del globo total del
mundo, tal como lo vería un Dios externo. Exactamente esto es lo
que se cumple en el Panteón por eljuego de conjunto de la cúpula
superior, visible y construida, y la inferior, invisible y no construida:
la primera, tomada ella sola en sí misma, representa el cielo de la vi
sión ingenua, y ambas en conjunto, el cielo de los filósofos, el uni
verso. Quien quiera entender el Panteón tiene que hacerse cargo de
ambas cúpulas simultáneamente: hay que apreciar su diferencia y
considerarla, a la vez, superada. Entonces consigue el ojo espiritual
la perfecta esferoscopia en ese templo de la geometría del ser.
Así pues, en su vista interior, el Panteón no es otra cosa que el
globo que soporta en sus hombros el Atlas Farnesio, traducido a un
formato que corresponde a la idea de que el cosmos divino es su lu
gar propio, el que se soporta a sí mismo, y a nosotros en él. Con es
to desaparecen las ingenuas figuras de estrellas de la sphaira griega,
que estaba concebida como una vista exterior, y dejan espacio a un
cielo en escalones, totalmente geometrizado, cuya vista se consigue
desde dentro de modo enteramente parmenídeo y anfiscópico. Un
mundo que produce arquitectos y emperadores con tales ideas y
medios ya no necesita atlantes míticos: el globo, que es el todo, se
adapta ahora a la forma sacra de la casa; y por voluntad de los dio
ses, que hablan a los seres humanos a través de éxitos, el nombre de
la casa, que también es el universo, reza en la época de los Césares:
Roma aetema. Por lo que respecta a la linterna, la atrevida abertura
redonda de 9 metros de diámetro en el vértice de la cúpula, hay que
decir que pone en ejercicio un momento platónico triunfal, ya que
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durante el día deja entrar en la esfera una avalancha de luz, desde arriba y desde fuera, que hay que considerar como el simbolismo per fecto de la trascendencia. Este opeion no pretende ser una ventana por la que miren, seguros, los seres humanos a un mundo enmarcado; es el calvero [Lichtung] del espacio que significa el mundo18.
El Panteón no es sólo una tesis monumental que resume en sí misma el resultado de la cosmoteología antigua; remite también, con tanta claridad como discreción, a la diferencia entre esotérico y exotérico, sin la que en el mundo antiguo no podría haber sabi duría ni saber auténtico alguno. A la maravilla del Panteón perte nece el hecho de que desde fuera no pueda sospecharse lo que muestra dentro; y eso sucede porque, si es verdad que como todo edificio exento ofrece también una vista exterior, ésta es una, sin embargo, que no manifiesta la idea formal interior, sin que por ello pueda acusarse al arquitecto de camuflaje. A la mirada externa apa rece el Panteón como un edificio circular rechoncho, sobre cuya ba se cilindrica se tiende una cúpula rasa, señalada en el tránsito entre pared lateral y casquete por siete anillos escalonados; ante ese nú mero siete no resulta extraño acordarse de los dioses de los plane tas a quienes estaban dedicados los templos predecesores situados en ese mismo lugar. Hay que conceder que tampoco engaña la vis ta exotérica y que ésta mantiene una validez de derecho propio aun que no fuera corregida por la auténtica perspectiva: la contraria, la que ofrece desde dentro. El edificio de Apolodoro paga tributo al hecho de que en Roma, como antes en Atenas y en todas partes, en la época del pensamiento las grandes mayorías se contentan con pa sar por delante de los lugares de la verdad, con no hacer preguntas a las bocas de la verdad y con llegar tarde a las horas de la verdad. La diferencia interior-exterior del Panteón reformula profunda mente la famosa inscripción sobre la entrada de la Academia: que no entrara en ella quien no fuera geómetra. Pero en este caso -qui zá de modo diferente a como sucedía en el jardín platónico- basta con entrar con ojos abiertos en el edificio para, mediante una sim ple mirada en derredor a ese acontecimiento redondo sin par, con vertirse a una vida bajo el signo de la geometría universal.
Desde fuera no puede reconocerse en manera alguna que en el
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interior se ha consumado algo que habría de cambiar para siempre,
desde la base misma, el estatus del cierre superior del espacio en los
edificios, el sentido mismo de tejados, techos y espacios abovedados.
Aquí no ha sucedido menos que la completa metafisicización de te
jado y techo; al cielo real le ha salido una competencia seria en for
ma de cúpula. Sólo quien entra en el templo abovedado se da cuen
ta de que la cúpula se ha convertido en el mensaje. Ya en el caso de
antiguas construcciones redondas y abovedadas en el Oriente Pró
ximo se había abierto paso la idea de que los tejados pretenden y
pueden llegar a ser más que meras cerraduras herméticas hacia
arriba del espacio construido189. Como demuestran numerosos mo
numentos paleoarquitectónicos, el motivo de la autoenvoltura en
formas uteromiméticas de cobijo es casi tan antiguo como la idea
misma de tejado. Que las casas significan siempre también meta
morfosis del espacio materno: eso es lo que proporciona a la arqui
tectura un puesto tan eminente como el que tiene en el desarrollo
histórico de las fuerzas espaciales de transferencia. Pero sólo con la
cúpula del Panteón se produjo la brecha que lleva a la poética ra
cional y a la metafísica del espacio abovedado de modo tan triunfal
y concluyente que a nadie que no haya contemplado y comprendi
do el cielo de cajitas del templo-cosmos romano se le permite ya la
pretensión de saber qué pueda ser altura espacial construida.
Todas las construcciones posteriores de cúpulas en la cultura
europea, desde la cúpula de Brunelleschi de la catedral de Floren
cia, o la cúpula de San Pedro de Roma y San Pablo de Londres, has
ta las salas de lectura abovedadas de la Bibliothéque Nationale y de
la British Library, sólo pueden comprenderse como comentarios y
contrapropuestas a la tesis filosófico-espacial de la cúpula del Pan
teón. No es casualidad que la discusión sobre cúpulas más intensa
de la historia de la humanidad, la controversia sobre la coronación
del nuevo edificio de San Pedro, cuya construcción comenzó en
1506 con la colocación de la primera piedra y (por lo que respecta
a la cúpula) fue terminado por Giacomo della Porta y Domenico
Fontana en 1592 según planos de Miguel Ángel (1475-1564), comien
ce con bosquejos arcaizantes del primer arquitecto Donato Bra
mante: en ellos puede reconocerse una réplica directa de la maciza
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Grietas antiguas en la cúpula del Panteón.
cúpula del Panteón, asentada sobre columnas; algo que, a causa del
peso, hubiera resultado técnicamente irrealizable. La historia del
problema de la cúpula de San Pedro es la marcha o banco de prue
bas del racionalismo constructivo moderno. Bajo el punto de vista
de la moderna producción de espacio, no es menos interesante que
el giro copemicano simultáneo en cosmología. Pues la deslimita
ción del espacio hacia fuera no es en absoluto más dramática que su
embovedamiento en los grandiosos simbolismos espaciales de la
edad moderna incipiente. Mientras que la vieja cúpula del Panteón
podía reposar todavía sobre un cilindro mural de dimensiones casi
telúricas, las cúpulas de la edad moderna tienen que contar con el
agravante de no poder apoyarse en muros macizos cercanos al sue-
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lo, sino, lejos de la tierra y artificialmente, elevarse a alturas gigan
tescas sobre atrevidas construcciones de pilares. En ello puede me
dirse la diferencia entre las pretensiones del constructivismo anti
guo y el moderno.
Pero lo que la Antigüedad y la edad moderna tienen en común
con respecto a las grandes edificaciones al borde de lo imposible es
la experiencia de que nada elevado puede sostenerse o perdurar sin
grietas y peligros de hundimiento. Ya pocos años después del cola
do de la cúpula del Panteón hubo que tapar anchas grietas meri
dianas en ella; la historia de la cúpula de San Pedro es desde el si
glo XVII hasta hoy una historia de experimentos de apoyo. Para
arquitectos e inmunólogos esta experiencia es menos irritante que
para filósofos, pues aquéllos saben de antemano que precisamente
el intento logrado de edificar el cielo conlleva el compromiso de te
ner que apuntalar más pronto o más tarde el cielo construido. (Es
ta es la idea pragmática fundamental del catolicismo de la Contra
rreforma: si Dios quiere que siga existiendo la Iglesia, no dejará que
se derrumbe, a pesar de sus grietas, el edificio romano; y si no quie
re, lo notaremos en que no seremos capaces de superar nuestros
problemas estáticos. ) La temprana ciencia de la estática de la cons
trucción se desarrolló como una cábala matemática para la atención
y cuidado de cúpulas en peligro. Por el contrario, a causa de la fri
volidad y marginalidad específicas de su profesión, los filósofos, des
de que ya no construyen ellos mismos, caen fácilmente en la tenta
ción de sacar de las grietas en los edificios del todo, hechos por otros
arquitectos, conclusiones no conservadoras, sino de«con»structoras.
Si se comprende el Panteón desde su programática esotérica re
sulta admisible la constatación de que sólo la arquitectura romana
realizó en la práctica el pathos de la filosofía griega, consistente en
representar el cosmos como todo bajo el signo de la domesticidad,
debido a que asimiló la casa al cosmos de un modo que los griegos
no hubieran podido conseguir con sus medios. Si el genio griego
-como hizo notar Hegel, elogiándolo- había logrado hacer del
cosmos algo casero, los constructores romanos de la época imperial
lograron hacer de la casa algo cósmico. En el Panteón, cualquier vi
sitante sin previa instrucción ontológica puede meditar sobre la idea
384
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Roma como centro del mundo, 1527, grabado.
fundamental de la filosofía antigua: que el ser-ahí del sabio signifi
ca la mudanza de la casa local a la universal. Ycon igual claridad res
plandece desde las cajitas de la cúpula la enseñanza fundamental de
la Antigüedad: que conocer y clasificar es lo mismo.
Con la construcción del Panteón, Apolodoro y Adriano repitie
ron y aclararon a su modo el enigma de la historia de éxitos romana.
Como han acentuado de muchas maneras conocedores de la situa
ción antigua, el dominio universal de los romanos no fue expresión
de un instinto ofensivo imperial, sino el resultado, más bien invo
luntariamente asumido, de un sentimiento de seguridad y domesti-
cidad hipertrofiado, unido a una voluntad histerizada de lealtad (fi-
des) a los aliados en las fronteras del imperio [Cicerón: «Nuestro
pueblo se ha apoderado ya de todas las naciones para defender pue
blos amigos (sociis defendendis)» (De república III, 23)]. Así pues, el im
385
Jtrk StKidif
pedo surgió de una orgía de domesticidad y sentido de lealtad: en
ello se asemeja a un sistema de filosofía que sólo se aventura al mun
do para vivir tranquila entre las habladurías. Entre los romanos, el
imperialismo es el síntoma de una exofobia general, que se trata te
rapéuticamente a sí misma internalizando todo lo que pudiera es
torbar del exterior.
De modo semejante, el Panteón pretendía terminar con las fuer
zas numinosas de los pueblos extranjeros expidiendo un pasaporte
romano a todos los dioses esenciales de fuera. Mucho antes de que
las universidades europeas y americanas inventaran el título de pro
fesor asociado, losjefes de los teólogos romanos habían descubier
to la función del Dios asociado. El otorgaría las fuerzas numinosas,
reconocidas interreligiosamente, con las que no estar conectado no
parecía aconsejable a los custodios de la estabilidad romana. Como
antes en Mesopotamia, en Roma se desarrolló un sentido de la ne
cesidad de una diplomacia religiosa que mediara entre las diversas
configuraciones del mundo de los dioses. El Panteón fue construido
para todas ellas, ecuménico y con forma de cielo, como una sala de
plenos, con el fin de conjurar en torno a la idea romana de casa to
dos los poderes que merecieran el nombre de Dios.
Este construir-mundo transforma el sentido de inmanencia con
consecuencias permanentes, ya que muestra hasta dónde llega una
imperiotécnica como cosmotécnica. Tal modo de construir a lo
grande y máximo no tiene aún nada que ver con lajactancia arqui
tectónica de la metrópoli en los posteriores Estados nacionales eu
ropeos, que amontonan fachadas cuando les falta una idea real de
mundo y una técnica efectiva de potencia mundial. El Panteón es la
prueba de que el universo se amoldó a la forma de casa, después de
que la casa supiera acomodarse a la forma de universo. Desde en
tonces, la totalidad es actual como tema de una historia técnica uni
versal; es esojustamente lo que actualmente se discute bajo la rúbri
ca de globalización (terrestre). En esa palabra se oculta la cuestión
de si el globo «es» o «sucede» o «se hace».
Enlazando con esas consideraciones, el sentido cosmotécnico de
la cúpula en la antigua Europa puede definirse concisamente: con
fiere perfiles arquitectónicos a la idea de inmanencia universal y de
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para un lugar en la visibilidad al tema inmunitario de la metafísica
clásica: la mirada a lo gran envolvente, a lo que se cuida de todo y
todo lo mantiene unido. La cúpula sostiene el enunciado de que la
vida humana se desarrolla bajo un principio cooperativo y el cielo
se interesa por los fenómenos que él recubre. Con las cúpulas los
poderosos construyen la utopía de la atención con la que lo claro
superior se vuelve a lo inferior oscuro.
Lo que realmente triunfa en la cúpula del Panteón es una idea
de mundo, orden e inmanencia, cuya alta tensión ontoteológica
pronto contrasta fuertemente con los nuevos sentimientos religio
sos, que desde la periferia del imperio invaden en forma creciente
el centro. Mientras que todavía el emperador hace que se constru
ya un templo de todos los dioses, en el que todo lo que era mero
Dios regional o fuerza natural divinizada ha de poderse incorporar
a una forma de divinidad de rango máximo, por todas partes en el
imperio la gente va abandonando la religión filosófica de la trans
parencia (se podría decir también: la asamblea racional del pueblo
sous Vceil de Vempereur) y entregando su vida a las nuevas religiones
de poca claridad.
Esto es lo que incluye al Panteón, a su modo, en el amplio fra
caso de la filosofía tardoantigua. Pues con su luminosa creencia es
férica, con su totalismo festívojovial, con la sutil distribución de las
cajitas en el interior de la cúpula, que parece anticipar el concepto
pseudo-areopagita de jerarquía, el Panteón representa un verdade
ro sistema de emanación de cemento, que contenía en sí mismo
más inteligencia realizada que la que todos sus visitantes posteriores
aportaron juntos. Poco después de su conclusión el edificio se le
vanta ante los participantes en el culto como una máquina de sentí-
do, que si es verdad que puede utilizarse ritualmente, no podría vol
ver a construirse una segunda vez.
Oswald Spengler captó algo del aura de soledad esotérica que
rodea este edificio, magnífico por sus altas miras y totalmente acce
sible a la vez, en su genial observación de que el Panteón habría si
do la primera de todas las mezquitas190. Spengler conectaba con esa ex
presión su oscura tesis de que en el año 125 Roma ya hacía tiempo
que estaba en vías de salir del círculo del antiguo mundo anímico y
387
de caer en la sugestión de aquella «mágica cultura» que comenzaba
a desarrollarse en Oriente Próximo bajo numerosas asimilaciones
seudomorfóticas de pueblos y culturas extrañas. (Los conocedores
de la obra capital de Spengler saben que el autor dedicó a este com
plejo temático, bajo el título de «Problemas de la cultura árabe», un
libro dentro del libro, del que no se dice demasiado si se califica co
mo culminación de la filosofía especulativa de la cultura en el siglo
XX. ) El cambio de acento del mundo anímico antiguo al mágico ha
bría sido, en definitiva, el responsable de la penetración del Impe
rio romano por una religión seudomorfótica: el cristianismo en su
forma helenizada (que, a su vez, representaba un hermano anímico
del islam posterior, del prototipo de una religión de poca claridad,
que exige sumisión y ofrece devoción y entrega). Lo ciertamente co
rrecto en la indicación de Spengler es al menos esto: que, en la épo
ca del Panteón, Roma experimentaba una transformación del sen
tido de inmanencia y que el modo en el que los dioses manifestaban
su presencia intramundana se veía sometido a un cambio de gran
des consecuencias.
Hay mucho que hablar a favor de que en la visita al Panteón las
masas tardoantiguas ya sólo experimentaban un poco de lo que se
había deliberado y conseguido en la conversación en la cumbre en
tre cesarismo, filosofía y arquitectura. La época pertenecía cada vez
más a los mistagogos y apóstoles, que se dedicaban a la desmatema-
tización del cielo: hoy se hablaría de un reencantamiento del mundo.
A esos agentes de un sentimiento de inmanencia completamen
te transformado, profesamente alógico, telepático, milagro-depen
diente, hay que agradecer que las cúpulas posteriores, sobre todo
las del Oriente bizantino, no repitan ya la forma de construcción
panteológica, que quería erigir un monumento -duradero como
opus caementitiumr- a la participación noéüca del ser humano en el op-
timum formal de la casa del mundo, sino que vayan manifestando de
forma progresiva el cerco por todas partes del espacio humano por
un secreto impenetrable del mundo; Oswald Spengler ha glosado
esto de modo sugestivo por medio del símbolo central, filosófico-es-
pacialmente relevante, de la cultura mágica: la experiencia del
mundo como cueva. Este cambio aclara completamente la diferen-
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Ceremonia en San Pedro el año jubilar de 1700.
cia entre el Panteón y la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla.
Mientras que el templo esférico romano había proporcionado a la
idea de mundo de la filosofía antigua su autoaclaración última en
forma de cristalización técnico-arquitectónica (en un edificio en el
que se entraba como ciudadano del mundo, procedente de una pro
vincia cualquiera, para salir de él como griego y neófito de la filo
sofía) , la iglesia de la Santa Sabiduría creó una sensación de inma
nencia numinosamente transfigurada y mágicamente cercada (de
modo que no se podía entrar en ella sin convertirse en el acto en
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árabe ante litteram, en arrebatado debutante en asuntos de encanto
divino, de efecto mágico de Dios).
La suerte que corrió posteriormente el Panteón proporciona al
motivo de la redondez del cielo una nueva interpretación, que apa
rece como una retracción irónico-psicognóstica de la esfera a las
madres del origen: como regalo del emperador Focas de Bizancio,
el Panteón recayó en el obispo romano Bonifacio IV, a quien no se
le ocurrió nada mejor que convertir el edificio en una iglesia ma-
riana, consagrándola bajo la advocación de Sancta Maña ad martyresr,
suceso tan solemne tuvo lugar un día del año del Señor 609.
