Por eso los seres humanos no son tanto buscadores de
179
nichos como constructores de ellos.
179
nichos como constructores de ellos.
Sloterdijk - Esferas - v2
De hecho, el autor de las Confesiones
platoniza y cristianiza a la vez su duelo; lo platoniza en tanto inter
preta la pérdida como estímulo para la ascensión del amor de lo pe
recedero a lo imperecedero; lo cristianiza en tanto que traspasa su
lealtad, del amigo, que murió de fiebre, a Cristo, que murió para
matar la muerte con la abundancia de su vida (Confesiones IV, capí
tulo 12, 19).
Ambas cosas -la ascensión platónica de lo sensible perecedero a
lo suprasensible imperecedero y la matanza cristiana de la muerte-,
sin embargo, son ya operaciones típicas de creación de macrosferas,
a saber, de grandes espacios interiores de vivacidad espiritualizada,
159
que se oponen con éxito a los ataques del exterior. La operación
fundamental del «trabajo de duelo» cristiano consiste en sustituir al
compañero de proximidad perdido por el compañero de proximi
dad-lejanía, el Dios vivo. Quien no quiera seguir viviendo como par
te abandonada tiene que buscarse un nuevo complementador, y
cuando en ese asunto interviene la necesidad metafísica, la comple-
mentación se vuelve de naturaleza más espiritualizante, más tras
cendente y más superlativa. Como sucede en la escuela platónica
del amor, el gemelo íntimo ha de presentarse primero como un in
dividuo hermoso, después como la hermosura misma y finalmente
como el Dios superhermoso, superbueno.
El modo y manera en que a mitad de su vida, con ocasión de la
redacción de las Confesiones, san Agustín vuelve la mirada a sí mis
mo, al abandonado un día desconsoladamente, y al amigo, al saca
do de la vida prematuramente y sin embargo a tiempo, ilustra ple
namente el esfuerzo por dar sentido con posterioridad, desde un
punto de vista superior, a lo sin-sentido. El Padre de la Iglesia in
terpreta sin vacilación su progreso en el camino educativo de las se
paraciones como obra de la gracia. Según ello, Dios, el maestro de
todos los maestros, tuvo que separar a los dos discípulos conjurados
en el error, para que el más dotado de ellos siguiera la pista correc
ta; sólo en tanto que alejó a uno de esta vida consiguió que el otro
entendiera paulatinamente que es un error depender tan idolátri
camente de algo mortal como si ello no fuera a perderse nunca.
Apartándose del propio desconsuelo por la muerte del amado, san
Agustín desarrolla a posteriori una teoría crítica del amor: lo que im
porta es diferenciar los objetos de amor y luego elegir correcta
mente. «Porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos
por amigos en aquel que no puede perderse. »72Cuando el amor de
Dios se impone frente a erotismos de miras estrechas se convierte,
en opinión del eclesiástico, en fuerza elástica de una expansión es
férica de dimensiones universales.
Puede interpretarse este informe agustiniano del duelo como
una teoría indirecta de la Iglesia, es decir, como fundamentación de
un reino, radicalmente inclusivo, del corazón. En él quedaría supe
rado el amor preferente, demasiado humanamente caprichoso y
160
vulnerable, en favor de una inclinación no-preferente hacia todas
las criaturas (con los mismos sentimientos). A la vez se reestilizaría
la muerte como un estresor benéfico; de hecho, el pueblo cristiano
eclesial puede, desde antiguo, edificarse con la idea de que en un
concilio general, que convocara a toda la communio sanctorum, los
muertos y los vivos se sentarían en los mismos bancos como una
muldtud solidaria: los muertos, ciertamente, en gran mayoría y un
peldaño más arriba que los vivos, dado que por el hecho de estar
muertos parecen elevados al rango de informales doctores de la
Iglesia.
En la interpretación posterior de san Agustín de su duelo juvenil
llama la atención sobre todo, desde el punto de vista teórico-esféri-
co, el rasgo autoterapéutico y psicagógico. El autor es completa
mente consciente de que el agujero que ha abierto en lo existente
la muerte del otro más querido reclama obstinadamente ser vuelto
a cerrar: por eso habla de que el llanto por el muerto le ha sucedi
do (successerat), por decirlo así, a él mismo y ha tomado su puesto en
su alma. Las lágrimas son el primer sustitutivo, todavía sensible, de
la relación con el objeto de amor, y no en balde llama dulce san
Agustín al llanto: solusfletus dulcís erat mihi La relación de abrazo se
ha convertido en una relación de llanto. Las lágrimas, a su vez, han
de agotarse y han de sustituirse, en tanto se disuelven en una rela
ción de contemplación y veneración con un enfrente superior. Cier
tamente, las lágrimas de san Agustín ya no son las de un animista
que, más allá de la tumba, mantiene una relación convivencial con
el otro arrebatado, sino las de un metafísico que busca alivio en la
mentos, abstracciones y desvíos. Mientras que el amigo muerto, con
vertido en el último momento para desconcierto y asombro de
Agustín, se queda en la tierra de Tagaste, Agustín se traslada a Car-
tago para que el viejo entorno común no le recuerde constante
mente al amigo; pero este traslado no representa un visge épico de
duelo, sino una huida a la dispersión: un movimiento del que más
tarde dirá san Agustín que sólo había llegado a un final feliz diez
años después con la conversión y bautismo del año 386 en Milán. No
obstante, esta huida -por la conversión posterior- habría de adqui
rir una significación salvífica. Pues ¿cuál fue el sentido de la desaso
161
segada supervivencia de Agustín sino el que llegara a poder hablar
un día ejemplarmente del falso amor doloroso a lo pasajero y del
verdadero y dulce a lo permanente?
Así pues, tras el llanto -por el rodeo de la dispersión- la plática
edificante se convirtió en sustituto de lo insustituible. Quien tiene
éxito con su duelo consigue una cátedra; consigue el mandato para
hablar a los cocreyentes sobre la diferencia entre lo temporal y lo
eterno. A la vez, el hablar, hablar, hablar. . . se convierte para san
Agustín en la imagen perfecta del transcurso de la vida y en la cifra
de nuestra sustitución por algo posterior en el tiempo: pues para
que suija una proposición con sentido, las palabras han de aparecer
en fila, contribuir cada una con lo suyo, en corto, al sentido del to
do, y desaparecer para dejar sitio a la palabra siguiente. Si el amigo
muerto era la palabra anterior, Agustín sabe que él tiene ahora la
palabra, en la certeza de que otros seguirán su tumo tras él73. Que
todas las vidas subsecuentes son partículas en la construcción divina
de la frase: éste es el supuesto que proporciona al metafísico la cer
teza de que tanto los muertos como los vivos y los no nacidos están
colocados en sus sitios en el sintagma divino según un plan magis
tral. Con este estado de ánimo san Agustín se sobrepondrá después,
al menos con cierta serenidad, a la muerte de su hijo Adeodato, que
murió más o menos a la misma edad que el amigo de juventud de
Tagaste.
Sólo una vez más fracasará en gran medida el proyecto filosófi-
co-cristiano en serenar el ánimo: con ocasión de la muerte de la ma
dre en Ostia. Es verdad que san Agustín, como describe pormeno-
rizadamente en el libro IX de las Confesiones, consigue dominarse
durante las ceremonias fúnebres, hasta tal punto que sus compañe
ros hubieron de admirarle por su compostura. Pero después, en sus
habitaciones privadas, lejos de las miradas de los demás, san Agus
tín dio rienda suelta a sus lágrimas por última vez (Et dimisi lacrimas).
San Agustín se preciaba de no haber llorado nunca más ya por pér
didas humanas, demasiado humanas, sino sólo por conmoción reli
giosa o moral. Desde entonces vivió lábil, pero decidido, en aquel
espacio interior absoluto de la imaginación religiosa, del que no
puede haber ya destierro alguno; dicho cristianamente: en el reino
162
de Dios. De hecho, según parece, no puede quedar abandonado
quien se ha anclado ya en la esfera del pater orfanorum, del padre de
los huérfanos, como en un último sistema de parentesco74. Según
san Juan Evangelista, Jesús había dicho a los discípulos que no los
dejaría huérfanos: que su partida era sólo la condición externa de
su permanencia definitiva; el Espíritu sería quien con su presencia
permanente ofrecería un sustitutivo del Hijo ausente hasta el final
de los tiempos (Juan 14, 16-s. ). Pensado cristianamente hasta el fi
nal, el interior máximo lo constituye el espacio de todos los santos,
en el que se reúnen aquellas ideas del absoluto que son personas
salvables. Una vez que uno es admitido en esa asamblea, ¿podría to
davía ser arrojado de ella? En caso de que sí, eso no se sabrá antes
de la crisis final, antes del día del Juicio Final, cuando Dios, como
en un inventarío de fin de año, haga cómputo de los suyos y tache
a los no-suyos. Después, Dios formará con los elegidos, como reu
nión pura de los eternamente supervivientes, la definitiva y mayor
de todas las posibles esferas espirituales de almas. Para ella la muer
te ya no puede significar amenaza alguna, sino sólo una conmoción
superada: una vacuna para la vida eterna que se produce en la reac
ción de inmunidad frente a la muerte. La información más fiable so
bre esta sociedad rescatada, que sólo alterna en los mejores círculos
de Dios, la proporcionan los cantos del Paraíso de la Divina comme
dia de Dante. En ellos puede verse qué sucede cuando la inclusivi-
dad más amplia va unida a la exclusividad más estricta: en el cielo
de Dante el rescate de las almas elegidas introduciéndolas en la es
fera divina se ha convertido en un hecho consumado.
Si la muerte es el ampliador originario de esferas, bajo cuya ac
ción estresante se forman las culturas o «sociedades» -cada una de
ellas incluida en el círculo abierto de sus muertos cercano-lejanos-,
el estrés inyectado en las sociedades por la envidia y el mal actúa co
mo consolidador de primera instancia. Con sus ritos cargados de
violencia, con los que se protegen frente al mal e intentan ahuyen
tarlo de su interior, los grupos primitivos se consolidan como jura
mentaciones contra el mal y se aglutinan, por decirlo así, como
equipos para su exclusión y expulsión. En consecuencia, el exterior
163
no es para las sociedades más antiguas tanto un hecho geográfico o
topográfico como una dimensión demónico-moral; significa el es
pacio incontrolado -en terminología etnológica: la exosfera- al que
se expulsan el mal o sus encamaciones humanas y desde el cual es
de temer su retomo. Desde el punto de vista topológico-moral todas
las comunidades humanas arcaicas están rodeadas de un anillo-uni
verso impreciso, que tiene sobre todo el carácter de un exterior
ambivalente. Pues fuera, en el espacio incontrolado, vagan irremisi
blemente, además de innúmeras impredecibilidades de buen, indi
ferente y mal tipo, también los espíritus de los miembros asesinados
y expulsados un día. Potencialmente, de lo inquietante, es decir, del
mundo en tomo maldito, pueden retomar los excluidos y sitiar el
mundo de vida del grupo con un anillo de peligros exosféricos: de
ahí que toda xenofobia, como la religión, comience por el temor
del retomo de los expulsados. (Esto alcanza hasta el temblor de los
cristianos tradicionales ante la segunda venida de su Señor, al que
se imagina en el cielo mientras se teme que lo vuelva a abandonar
en el día más inquietante de todos para ayustar cuentas con los su
yos: unde venturas est indicare vivos et mortuos*5. ) A lo inquietante del
retomo contribuye la circunstancia de que éstos, los expulsados, tie
nen a su disposición todo el exterior, la exosfera indefinida, y que
desde ésta, no se sabe a qué hora ni desde qué dirección, podrían
iniciar su ataque a la comunidad, reunida en su campamento circular.
Junto con la disposición de los muertos en una cercanía-lejanía
protectora-circundante, el esfuerzo fundamental de todas las uni
dades sociales consiste en expulsar el mal de su interior y asegurar
sus fronteras. La diferencia topológica entre interior y exterior tie
ne, por ello, un sentido moral, y la moral uno inmunológico; pro
duce el desnivel entre lo bueno e interior y lo malo y exterior: un
desnivel que a menudo se interpreta, a la vez, como diferencia de lo
puro frente a lo impuro, de lojusto frente a lo injusto. En tanto se
orientan a ese esquema-exclusión entre circunstancias endo- y exos-
féricas, las sociedades, tanto las arcaicas como las modernas, siguen
siendo siempre y ante todo comunidades de esfuerzo y delirio, que
de tiempo en tiempo vibran en agitaciones extáticas, unánimes y
compartidas, contra el supuesto o real autor del mal. Los rituales sa
164
crificiales sobre los que las viejas sociedades, cada una a su modo pe
culiar, fundan su continuidad cultural o religiosa representan arru-
tinamientos de esas agitaciones solidarizantes. (En las sociedades
modernas, aparentemente sin sacrificios, se sustituyen o imitan por
ejercicios de rebeldía y escándalos periódicos. ) Con ello, los espa
cios interiores de las culturas o de las sociedades originarias son cir
cos de afectos que encandilan a los que toman parte en eljuego por
medio de la participación en la empresa comunitaria más excitante,
vinculante e infecciosa de todas: el alejamiento violento del mal de
su propio interior. Santificación del espacio interior y demoniza-
ción del entorno son procesos directamente conexionados; en tan
to que separan la esfera de todo lo que no ha de ser ella misma,
constituyen los primeros hechos sociales y ecológicos.
Los esfuerzos por excluir el mal del espacio interior de la comu
nidad tienen, por ello, un efecto inmediato esférico-ampliador; sig
nifican en primera línea el intento de establecer una distancia de se
guridad entre el espacio de inmunidad del grupo y quienes han
sido expulsados de él por intentar deteriorarlo. Tampoco aquí pue
den separarse ampliación y consolidación -o fortificación- de la es
fera, pues las murallas y fosos morales, tras los cuales se protege el
grupo contra sus perturbadores reales o supuestos, se construyen
siempre a una distancia táctica en tomo al mundo interior íntegro.
Estas consideraciones enlazan sin dificultad, en puntos esencia
les, con las ideas de René Girard sobre el nacimiento de las culturas
del espíritu de la mecánica sacra de violencia. En numerosos traba
jos Girard ha desarrollado la tesis monumental de que todas las so
ciedades humanas no pueden ser en principio otra cosa que siste
mas de envidia y celos -o rivalidad-, animados por imperativos de
imitación. Por motivos inmanentes están sometidas a una fuerte
presión endógena, autoestresante, y, como siguiendo una ley natu
ral dinámico-grupal o morfológico-social, se ven obligadas a purifi
carse por el asesinato común, cometido en un delirio de sed de san
gre, de los supuestos causantes de sus males. En ese sentido, toda
cultura local sería una pandilla constituida en tomo al asesinato
fundacional; su juego de lenguaje central sería en cada ocasión la
acusación y condena colectiva, unánime, de una víctima, que ha de
165
tomar todo el mal sobre sí, y la negación, tan monótona como con
secuente, de la responsabilidad propia en las escaladas desencade-
nadoras de violencia. A una «cultura», en ese sentido de la palabra,
pertenece quien participa real o simbólicamente en el sacrificio del
chivo expiatorio, con cuya expulsión del interior de la comunidad
retoman al grupo la tranquilidad de una conciencia recta y la paz
del postestrés. Para Girard las culturas son formaciones que se suel
dan mediante las energías fusionarías que proporciona la estimula
ción máxima del estrés del linchamiento, y que tras el exceso vuelven
a la línea fundamental de un orden distendido y una solidaridad
acrisolada.
De los sentimientos comunes calmados, edificantes, que siguen
a las orgías de hechos sangrientos fundacionales proceden los ritos
y los mitos de los pueblos: los ritos representan la repetición simbó
lica y limitada de la originaria conmoción asesina, desencadenada
en común, mientras que los mitos proporcionan las narracionesjus
tificativas de ello. Así pues, si Girard tuviera razón, todas las culturas
o etnias descansarían en principio en cooperaciones fusionarías en
crímenes, y luego en acuerdos irrenunciables sobre mentiras comu
nes, es decir, sobre mitos, que imputarían toda la culpa a la violen
cia de sus víctimas. De estas consideraciones se sigue la tesis, socio
lógicamente subversiva, de que nunca puede ser otro que el chivo
expiatorio el integrador involuntario de su grupo, pues las excita
ciones mayores de todos los miembros de la sociedad convergen en
él y sus narraciones gravitan en tomo a su expulsión o a su sacrifi
cio y exaltación salvíficos. A través de ambas cosas, excitaciones y na
rraciones, las sociedades se aglutinan afectivamente de raíz y se aú
nan en un sentimiento inequívoco de unidad y solidaridad. Es la
exclusión del mal la que hace posible la autoinclusión de los no-ma-
los en un espacio-nosotros patéticamente ocupado.
En este sentido, todos los grupos estrechamente integrados por
el culto, sean arcaicos o contemporáneos, descansan en mecanis
mos de discriminación: no pueden existir sin enemigos y víctimas, y
dependen, por ello, de la repetición incesante de las mentiras sobre
el enemigo para producir la medida de estrés autógeno necesaria
para la estabilización interior. Esto significa, a la vez, que no pueden
166
persistir sin Dios y sin dioses, porque los dioses, siguiendo esta de
ducción, no son en principio otra cosa que chivos expiatorios que
se han hecho numinosos e inquietantes. Al principio no hay por
qué «creer» en absoluto en dioses; basta acordarse del asesinato fes
tivo constituyente para saber lo que nos importan. El embarazoso
recuerdo de un crimen encubierto es lo que constituye la así llama
da religiosidad profunda de las culturas primitivas; en su estado de
ánimo religioso los pueblos están cerca de sus fantasmales motivos
para mentir. Dios es la instancia que puede recordar a sus partida
rios la culpa secreta ocultada.
Con este recuerdo, sea como sea míticamente roto y ritualmen
te amortiguado, la relación íntima comunitaria renueva sus fuerzas
incesantemente. Pues ¿qué podría corresponderse más estrecha
mente que un colectivo de cómplices con su víctima, que ha deve
nido su Dios? Como comunidades de narración y comunas de exci
tación -o sea, en el culto- es como más son sí mismas las culturas,
esos grupos de cómplices hechizados por su crimen alevoso. Pues
donde se cruzan excitaciones y narraciones, allí se constituye lo sa
grado (sacre), que es lo que sumerge a los grupos en su clima in
confundiblemente propio de veneración, culpa, temor y disposición
al sacrificio. Por ello se coloca el objeto sacrificado en el medio del
espacio espiritual de una sociedad. Por la representación cultual del
Dios sacrificado la sociedad se experimenta como un cuerpo ho
mogéneo, que siempre ha de vibrar renovadamente en la desazón
sagrada común para permanecer coherente en sí mismo. Es preci
samente el hecho de que, como comunidades de víctima y de culto,
su medio de unificación sean los recuerdos de violencia, siempre
absolutamente peculiares, lo que proporciona a las sociedades pri
mitivas su típica impenetrabilidad. (Por eso no existe posibilidad de
conversión a religiones primitivas: porque está excluido participar
en el crimen constitutivo de un grupo extraño de otro modo que
desde la posición del espectador intruso; por el contrario, es posi
ble el acceso desde un culto cualquiera a religiones altamente cul
turales como el cristianismo o el budismo, porque ambas poseen la
estructura de movimientos emancipatorios que liberan de primiti
vos complejos de culto y culpa, aunque, como sucede en el cristia
167
nismo, el movimiento de liberación quede estancado en nuevas cul
pabilidades autosaboteadoras ante un Dios sacrificado. )
Si a esto se añade lo que Girard cree haber comprobado en in
numerables culturas o grupos sacrificiales, a saber, la exaltación
del chivo expiatorio a la dignidad real sacra, entonces se consolida
además políticamente la síntesis de grupos fundada en conmocio
nes y narraciones, en pánicos y mentiras. El interno estrés de envi
dia y violencia -que, si escala, excita a las sociedades hasta el lími
te de la descomposición y ocasionalmente más allá de ella- se
manifiesta, por ello, a la vez, como el consolidador de esferas más
importante, y precisamente en la medida en que tras la crisis se
consigue poner bajo control ritualmente las tensiones de celos o ri
validad que desencadenan violencia. Esta es exactamente, según el
modelo de Girard, la tarea de los cultos organizados en tomo a
ofrendas de sangre: cuya función civilizatoria consiste en reprimir
por el ejercicio de la violencia ritual las epidemias de violencia rea
les y desbordantes76. (Post Christum crucifixum esto conduce, como
Girard no se cansa de poner de relieve, a la via antiqua de los hom
bres perversos, que todavía se entregan a la violencia sacrificial, a
pesar de que podrían saber hace mucho tiempo que las víctimas no
son más culpables que ellos mismos y que la violencia aparente
mente purificadora no hace más que repetir siempre el mismojue
go maléfico77. )
Se podría comparar la transformación de las hordas prehuma
nas en comunidades humanas de ritual y sacrificio con una reacción
de inmunidad de la sociosfera contra su máxima amenaza inma
nente; aquí, efectivamente, el estresor -la peste mimética, por la
que todos contagian a todos con sus deseos- adquiere la función de
un estabilizador religioso: lo que era malo ha de ser santo. Esa san
tidad tornasolada se manifiesta, por regla general, como divinidad
étnica, con el mandato de garantizar, como vigilante de esferas y
protectora de grupos, la coherencia étnica. Así, grupos que perte
necen a religiones sacrificiales arcaicas tienen la forma de bandas
integristas, que, si ya no cometen actos criminales en común ac
tualmente, sí se identifican mutuamente mediante los signos de los
delitos pasados. Cuando ese integrismo produce síntomas más fuer
168
tes, el deseo de reincidir en la orgía efectiva se vuelve más agudo. Y
los grupos que buscan violencia encuentran por regla general muy
fácilmente su víctima e inventan pronto los pretextos para llevar a
la práctica y festejar su eliminación.
Tales integrismos de grupo cuasi-naturales, junto con su sed de
escaladas, no están inmunizados contra las ilustraciones. En el inte
rior de sociedades ritualmente pacificadas, sobre todo cuando han
crecido hasta hacerse imperios consolidados y echan una mirada re
trospectiva a más amplias experiencias de paz, pueden desarrollar
se reflexiones críticas contra la violencia, que ponen al descubierto
y rompen eljuego fatal de la excitación por rivalidades o celos. Al
gunos de los testimonios más antiguos de la formación de éticas ex
plícitamente antimiméticas, que aminoran la rivalidad, se encuen
tran en los libros de sabiduría del antiguo Egipto; de entre ellos
resaltaremos aquí las máximas de Amenemope, un escriba y supe
rintendente de graneros en la época del Nuevo Imperio. Este texto
es un escrito didáctico moralizante (ca. 1300 a. C. ), cuyos reflejos en
las literaturas de Oriente Próximo, pero sobre todo en los escritos
sapienciales del Antiguo Testamento y no en úldmo término en las
máximas de Salomón, se pueden comprobar inequívocamente.
También la ética del Nuevo Testamento viene anticipada tanto en
esta como en otras muchas muestras de reflexión sapiencial del an
tiguoEgipto. EnlaDoctrinadeAmenemopeparasuhijoKar-nakhtnapa
recen, entre otras, las siguientes máximas:
No te enfades con tu ofensor, dale más bien una respuesta que sejusti
fique por sí misma [. . . ].
[. . . ] No discutas con alguien que esté enfurecido y no le instigues con tus
palabras. Deja que pase la noche antes de responderle, para que tenga tiem
po de calmarse. Mantente lejos, en cualquier caso, del excitado pasional
mente y abandónalo a sí mismo, pues Dios sabrá cómo ha de replicársele.
[. . . ] Respeta los límites de los campos de labranza, pues no se ha de sus
traer a la viuda la mínima parcela.
[. . . ] No pretendas los bienes de los demás y no obligues a rendirse por
el hambre a tu vecino. Pues es, en verdad, indecente estrangular a quien el
169
derecho le confirma en sus bienes, y es un depravado quien intenta deso
llarle para apropiarse de ellos.
[. . . ] No cantes la alabanza del triunfador delante del que se ha quedar
do sin fama. No atormentes al enano, no imites al contrahecho ridiculizán
dolo.
Ofrece la mano al viejo con todos los signos del respeto que se le debe
No maltrates a nadie, pues todos están en la mano de Dios.
Estas máximas podrían interpretarse como testimonio de una re
volución en la discreción. Casi un milenio y medio antes del Ser
món de la Montaña esas ideas del valle del Nilo prohíben la desver
güenza con la que se comportan desde siempre los violentos, como
si no los viera nadie a tener en cuenta. Ya la reflexión egipcia había
llegado a la cuestión decisiva de todas las grandes culturas: ¿Qué
son violencia y barbarie sino signos de la irreverencia de ciertos ac
tores frente al testigo superior? Las máximas del inspector de los ce
reales muestran que en el suave clima de la cultura de los estamen
tos medios del antiguo Egipto alboreaba ya un ánimo sapiencial
semejante a una primera Ilustración: que ya no busca más el funda
mento de la vida en común en ritos que se refieran a actos de vio
lencia sanguinarios y lejanos, sino en el común ser-protegidos-y-
abarcados por el Uno, el Dios atento a todo. Con total lucidez, la
nueva doctrina sapiencial pone en evidencia el mecanismo de la es
calada de la violencia -surgida de la envidia- entre los seres huma
nos y señala el camino a una vida discreta y moderada. El nuevo way
oflifeegipcio se parece a una ascesis de la des-escalada. Ésta se basa
en la presunción de una atención divina que penetra el espacio y a
la que no se le pasan tampoco las conmociones más íntimas de los
actores.
Con ello, la creencia en el observador supremo, que ordena dis
creción, está al comienzo de un desarrollo que fue continuado por
los profetas judíos y por la ética de Jesús, y que desemboca, final
mente, en las modernas formulaciones de los derechos humanos.
En la base de este impulso evolutivo-moral está el reconocimiento
de que las grandes esferas del tipo de los reinos e imperios (y sobre
170
todo de las Iglesias universales) sólo son capaces de salvaguardar du
raderamente su forma cuando cesan de apostar fundamentalmente
por la violencia sacrificial y los horrores divinos. Como muestran las
enseñanzas de Amenemope, los grandes cuerpos políticos adquie
ren inclusividad creciente en tanto se abren paso hasta una ética
que expresamente concede su protección a las víctimas actuales o
potenciales -a los débiles o a los extranjeros-; esta tendencia ya se
había manifestado en el babilónico Código de Hammurabi de la
época en tomo al año 1700 a. C. El tenor de las nuevas doctrinas sa
pienciales reposa en la disuasión de tomar parte en escaladas de
sencadenantes de violencia. Esto corresponde a un clima ético me
nos caracterizado por la capacidad de movilizar al grupo contra
chivos expiatorios y enemigos exteriores que por la preocupación
por la coherencia civil en un gran espacio pacificado. El clima de in
clusión es el comienzo del ethos universal. Pertenece a la política cli
mática de imperios estables prometer asistencia a los necesitados y
hacerse cargo de los amenazados y perjudicados. (Por eso la genea
logía de la moral a partir del resentimiento de los perdedores, tal
como Nietzsche la ha expuesto, es una deducción certera pero par
cial; ha de ser complementada por una genealogía imperial-morfo
lógica. ) Ese ethos conlleva la paradoja de que él mismo produce, a
su vez, efectos exclusivos, ya que ha de declarar como adversarios a
grupos integristas o pueblos obstinados que no quieren diluirse en
la civilizada tibieza del imperio. Así, precisamente el universalismo
ético choca en todos los frentes posibles con los límites estructura
les de la inclusividad generadora de paz. De hecho, climas interio
res suaves sólo se desarrollan en principio y la mayoría de las veces
detrás de muros firmes, y en el intento de exportar los estándares
climáticos suaves la violencia imperial traspasa en mayor o menor
medida la cubierta pacificada.
Con este dilema han de vivir las grandes religiones inclusivas y
doctrinas sapienciales desde que hace tres mil años aparecieron en
el escenario histórico-universal como partners simbióticos de los im
perios y a la vez como disidentes crónicos suyos. Un simbionte disi
dente de los imperios ha sido sobre todo eljudaismo histórico, que
hubo de buscar siempre su oportunidad en los huecos Ínter- e in-
171
traimperiales. Al mismo tiempo, desde la aparición de las grandes
éticas y de las imágenes de mundo cronológicamente axiales, los
imperios tienen ante sí la tarea de entenderse con la estirpe de los se
res humanos buenos que desdeñan la paz armada, lograda a la
fuerza por los Estados y por su jurisprudencia finita, a la que con
traponen la paz de un reino completamente diferente yotrajusticia
infinita, completamente diferente también. Con la diferenciación
de tipos de paz comienza la auténtica guerra mundial: el pleito his-
tórico-universal, llevado hasta la última instancia, de la antítesis en
tre poder (arraigo, afirmación, aparato, cultura) y espíritu (desa
rraigo, oposición, anarquía, arte). Si hubiera un «fin de la historia»
se notaría en la desaparición de estas contradicciones.
172
Capítulo 2
Recuerdos-receptáculo
Sobre elfundamento
de la solidaridad en la forma inclusiva
Créeme, feliz era el tiempo anterior a los arquitectos. . .
L. Anneo Séneca, Epistulae morales 90
Que la naturaleza goza sobre todo en lo redondo es algo que se deduceya
de lasformas que ella misma crea, produce y engendra. El orbe terráqueo, los
astros, los árboles, los animales, sus nidos y qué séyo cuánto más, todo ello
lo quiso redondo.
de dónde
la voz que dice
vive
de otra vida
León Battista Alberti, Los diez libros de arquitectura
El ser humano es un zóon politikón: esta frase de Aristóteles pone
de relieve que la especie de los seres humanos puede caracterizarse
sobre todo como animales que viven su vida en común. Si se fija uno
con mayor detenimiento, el predicado politikós -que tiene aquí un
acento biológico—es demasiado débil, ciertamente, en cualquier
respecto, para designar lo específico de las asociaciones humanas.
En el discurso aristotélico (sobre todo en la Historia animalium I, 1)
esto no designa exclusivamente el modo de ser del ser humano, si
no también el de los insectos que se organizan estatalmente, o el de
animales de manada como lobos y grullas79. La zoología griega ha
bla de los «animales gregarios», que viven en sociedad, como de se
res vivos «políticos», sin preocuparse demasiado en principio por lo
173
Samuel Beckett, Letanías
que tengan que decir otras disciplinas sobre el ser humano como
animal que narra, que hace sacrificios, edifica ciudades y elabora
conceptos.
Con ello, la palabra politikós apunta -sin acertar exactamente- a
motivos prepolíticos y no-urbanos de la asociación humana. Sugie
re que los seres humanos son desde el principio los-vivientes-que-
no-viven-solos y que no sólo se reúnen para el apareamiento, aun
que tampoco únicamente para el negocio ciudadano. Quien habla
de los seres humanos como de animales «políticos» admite que en
tre esos seres actúan fuerzas de ligazón que serían muy difíciles de
entender desde el punto de vista de ideologías individualistas. El in
dividualismo es la forma de pensar que reserva el predicado «real»
para los individuos y que sólo da valor a las comunidades como es
tructuras de partes autónomas -estructuras revocables, secundarias,
reales sólo en segundo término-, es decir, como «sociedades» en
sentido teórico-contractual. Con un planteamiento así se pierde la
sensibilidad por la compacidad irreducible de las relaciones de inti
midad humanas. Excluye el campo de las relaciones fuertes80de la
percepción antropológica. Pero ¿cuál es la «obra» común que lleva
a priori, por decirlo así, a los seres vivos sociables unos hacia otros,
que los ensambla entre ellos y los coloca bajo motivos comunes de
existencia?
Comenzaremos a desarrollar aquí -siguiendo las fundamenta-
dones microsferológicas del primer volumen- una serie de respues
tas macrosferológicas a estas preguntas, respuestas que dependen
todas ellas de una observación fundamental: si los grupos humanos,
desde las viejas culturas de cazadores de la Edad de Piedra hasta el
umbral de la Modernidad, tienden a manifestar fuerzas internas de
coherencia, sumamente fuertes, es porque a todos los niveles de la
escala sistémico-social de magnitudes están sujetos a un imperativo-
forma existencial superpoderoso. Por motivos puramente específi
cos, y mucho antes de que la forma de vida polis aporte sus ideas
comunes determinantes, los pertenecientes al mismo grupo ya esta
ban implicados recíprocamente en relaciones fuertes: más de lo que
ha sido capaz de describir cualquier teoría de la comunicación has
ta ahora, pero también de modo distinto a como lo han fabulado las
174
Renos en el desierto
de nieve de la región ártica siberiana.
conocidas concepciones románticas, comunitarias y organicistas.
No hay por qué suscribir la rebasada teoría de los espíritus del pue
blo para percibir la realidad de comunas compactas y de culturas
con valores propios.
Así como, siguiendo a los teólogos cristianos, las personas de la
Trinidad inmanente no precisan colocar ninguna pared en tomo a
sí para ser en cada caso sí mismas, y compenetrarse, sin embargo,
175
unas con otras81, tampoco los miembros de la sociedad primaria y
primitiva necesitan valla alguna, que los cerque y reúna, para consti
tuir su relación fuerte recíproca. Durante mucho tiempo todavía no
se necesitan muros en tomo a sus poblamientos para manifestar que
tienen que ver unos con otros del modo más radical. También la co
munidad sin muros se reproduce endógenamente a partir de ener
gías de cohesión, que son las causantes de que cada grupo cree en
cada caso su propio espacio existencial y su forma típica, en la que
pueda presentarse a sí mismo y a otros. Cualquier grupo-nosotros, in
cluso sin sólidos refuerzos arquitectónicos, sabe cobijarse en una fi
gura insinuada y, por una especie de tensión centrípeta, instalarse en
una forma de totalidad integradora. Todas las unidades culturales
primarias sólo pueden entenderse como procesos morfogenéticos
autoproductores82. El proyecto inmediato de cualquier sociedad es la
continuidad del autocobijo del grupo en su envoltura morfológica:
todas las «sociedades» concretas, las primitivas como las complejas,
son proyectos esferopoiéticos (para lo cual, en principio, no hace fal
ta todavía contar con los significados geométricos de la expresión
«esfera» y podemos limitamos a vagas espacialidades internas).
Es trivial la constatación de que el mayor número, con mucho,
de las conformaciones de esferas en la historia de la especie huma
na han quedado como pequeños conjuntos, semejantes a clanes y
de cultura tribal, pocos de los cuales logran convertirse en estructu
ras éticas de formato medio: ya un pueblo, efectivamente, es un efec
to morfológico que, pensado desde las hordas originarias, roza lo
imposible, ya que presupone la síntesis cultural, y la mayoría de las
veces también política, de miles de hordas (a partir de ahora: fami
lias o linces). Sólo en mínimos casos esas formaciones crecen, so
brepasando las unidades populares, hasta convertirse en macrosfe-
ras de orden superior, es decir, en ciudades-república e imperios
multiétnicos, incluso en «culturas» en el sentido de Spengler y
Toynbee, que consigan darse polídca y ontológicamente la forma
de mundos. El término «mundo» designa, pues, no «todo lo que es
el caso», sino: todo lo que puede ser contenido por una forma o por
una frontera conocida. Lo podríamos designar también, adecuada
mente, como un contexto autógeno.
176
El símbolo clásico de integración de ese concepto de mundo lo
encontramos, por lo que respecta a la Antigüedad occidental, en la
imagen homérico-hesiódica de la oikuméne rodeada por la corriente
de Océano, es decir, en el lugar visible de residencia de los seres hu
manos que queda protegido dentro de los límites de un misterio
divino circundante. El mundo de la vieja China conocía para esto
mismo el símbolo análogo de t’ien-hsia, «todo-bajo-el-cielo» o «im
perio». En ambas concepciones de ecúmene el concepto de mundo
va unido a la idea de que todas las cosas manifiestas están com
prendidas dentro de un anillo extremo de fuerzas ordenadoras in
visibles83. Este círculo o anillo se hace consciente en el pensar tan
177
pronto como, con el crecimiento cuantitativo crítico, los grupos pri
marios entran en un estrés morfológico que ha de ser dominado
mediante la construcción de muros y por medios simbólicos de au-
toafirmación política y filosófica. Pero también mucho tiempo an
tes, cuando pequeños grupos humanos llevaban todavía la vida de
cazadores nómadas y estaban lejos aún de parapetarse tras murallas
ciudadanas y vallas fronterizas imperiales, existían, en cualquier ca
so, en formas autorredondeantes y autocomprehensivas: nosotros
las denominamos los invernáculos sin paredes de la solidaridad es
férica, que es algo completamente diferente a la solidaridad imagi
naría y programada de los grupos de intereses en las modernas so
ciedades de masas, ya se trate de la así llamada clase trabajadora, o
de la de los viejos yjóvenes que estarían unidos indirectamente, a
través de cajas sociales, en presuntos (poco sólidos, obviamente)
contratos generacionales.
Hablar de solidaridad en forma de invernaderos es algo que de
be indicar, en primera línea, que en el caso de gentes que viven real
mente en común sus relaciones internas poseen una preeminencia
absoluta sobre sus llamadas relaciones con el entorno. Precisamen
te las hordas más primitivas muestran esa tensión al primado de lo
interior: en tanto que, como invernaderos de relación realmente
existentes, procuran a los miembros del grupo una situación relati
vamente óptima, se orientan sobre todo a su autocobijo tras muros
no construidos y paredes no levantadas. Por eso, el principio pared
entra ya enjuego en las formaciones sociales más primitivas, inclu
so allí donde apenas puede hablarse todavía de realizaciones arqui
tectónicas de la figura de inclusión, divisora o repartidora de espa
cio. (En el entorno de asentamientos de tiendas del musteriense se
han encontrado restos de huesos amontonados, como primeros in
dicios de una empalizada mágica84. ) Cuando son paredes -construi
das o no construidas- lo que divide el espacio, se trata siempre de
creaciones físicas y mentales de espacio interior, pues la primera pa
red es siempre la vista desde dentro: la pared para nosotros, el cer
cado constitutivo, la línea de cerramiento trazada por nosotros mis
mos. La diferencia primordial topológica entre interior y exterior
(entre-nosotros y no-entre-nosotros) se impone en principio sin se-
178
Esquema topológico del espacio
primitivo de una aldea, según K. E. Müller,
Das magische Universum der Identitát,
Frankfurt-Nueva York 1987.
ñalizaciones materiales sólidas; sobre ella descansa el mágico uni
verso de las identidades85, que, en la plétora inconmensurable de
sus realizaciones individuales, repite siempre, una y otra vez, la ley
de laproducción de espacio, endosféricamente dominada. Como
grupo autocercado, autopacificado, quienes vivenjuntos separan su
parte de vivienda, su paz, del espacio de disensión, no-cercado. El
efecto de autoalbergue surge de aquella Insulation en la que Hugh
Miller86vio el mecanismo topológico-social más importante: grupos
que vivenjuntos producen por su campo de proximidad un clima
interior que funciona para los habitantes como un nicho ecológico
privilegiado.
Por eso los seres humanos no son tanto buscadores de
179
nichos como constructores de ellos. Es característica suya que ellos
mismos dispongan para sí mismos el lugar donde puedan crecer y
desarrollarse. Dieter Claessens ha resaltado este hecho antropológi
co con el acento oportuno:
Mientras que la evolución que lleva a los mamíferos ha transferido la
función de nicho a un elemento positivo para la supervivencia como es el
agua, después a la inequívoca protección del huevo, y finalmente al ser vivo
mismo de la madre (que, por lo tanto, se convierte directamente en el me
cenas del descendiente, y él mismo desarrolla en sí mismo el clima interior
artificial que precisa un desarrollo con mayores pretensiones), la evolución
que lleva al hombre se invierte en cierto sentido: ahora el útero vuelve a ser
un espacio social, lo que no significa otra cosa que una parte de la función
protectora que había tomado a su cargo el espacio interior materno se vuel
ve a trasladar ahora al exterior, lo que no sería posible si un espacio exterior
así no hubiera sido creado con anterioridad: el «útero social»87.
De ahí se sigue: toda sociedad es un proyecto uterotécnico; tie
ne que extraer de sí misma la protección por la cual ella misma se
hace posible. Habitar, sin embargo, no significa simplemente, como
enseñaba Heidegger, protegerse, sino distinguir entre esferas pro
tegidas y no protegidas. Sí, en tanto que es por esa diferenciación
por la que la endosfera se desmarca de la exosfera, es ella también
la que decide lo que va dentro y lo que son las circun-stancias. Ella
hace que el lugar propio, claroscuro, no-indiferente se recorte en la
extensión indiferente o encantada del espacio inexplorado de ahí
fuera. Esa zona pacificada, cercada, autoprotegida, autocobijante
contrasta a menudo con cercos de demonios y ladrones; en las sen
tencias de los augures romanos, por ejemplo, se pueden reconocer
todavía huellas de una «consagración» o «absolución» (effari) origi
naría de los campos y herbazales, antes salvajes, no cercados, no pa
cificados. En el lugar adecentado, urbanizado y liberado, el mundo
se despeja como nuestro. El lugar propio se convierte en el corazón
de lo existente o en el asiento del alma del mundo (aunque en con
textos como éste, como se ha visto, se trate de un caso particular del
uso del adjetivo «propio»). En tanto que lo habitamos, el lugar ele
180
gido, centrado interiormente, se convierte en el mundo relevante y
se distingue como una región de superior densidad y claridad más
familiar, pero también de mayor peligro. Cuando grupos de seres
humanos forman su espacio de vivienda y de vida, el autocobijo, la
autoclimatización y autorredondeamiento se hacen valer como
creadores de lugar. La tierra puede estar sembrada de millones de
asentamientos extraños, pero este de aquí, en principio y hasta nue
vo aviso, es incomparable, puesto que nos alberga, nos posibilita y
está a nuestra disposición actualmente. Aquí, nosotros, la entidad
comunitaria que somos, recortamos del espacio indiferente, no co
mún, una esfera animada: en ella viviremos como en nuestro habi
táculo cósmico. Aquí sabemos lo que pensamos cuando decimos
que estamos en el mundo como en casa. El recorte es la embajada, la
esfera es el sentido del ser.
Desde estas consideraciones queda abierto el retomo a nuestros
análisis microsferológicos. Ahora puede plantearse la pregunta:
¿Dónde estamos realmente cuando creemos que en una región, en
un paisaje o en una ciudad estamos entre nosotros o en casa? Si esa
pregunta-dónde pretende demostrar algo más que un abuso de la
partícula interrogativa, entonces nos obliga a suponer que el ser-en
(o estar-en) un mundo público, familiar, no puede resultar algo
completamente trivial. Hemos de convencernos una vez más de que
el habitar en común en un lugar-mundo implica más que una ocu
pación egocéntrica de espacio por parte de varios. En el primer vo
lumen, refiriéndonos a los bosquejos de Heidegger de una analítica
del ser-en, explicamos cómo: «En el ser-ahí hay una tendencia esen
cial a la cercanía». Por el habitar, o el cstar-en*, el mundo como tal
desaparece y vuelve a abrirse como espacio del poder-estar-cerca.
Las explicaciones, más bien formalistas, de Heidegger no son muy
esclarecedoras por lo que respecta a la esencia y dinámica de esa
aproximación abridora de mundo. Ciertamente, nada parece más
obvio que un grupo (contemporáneamente: un sistema social sim-
*Traducimos por «estar-en*» la intraducibie verbalización («interiorear», o algo
similar) de la partícula adverbial innen (dentro, en el interior) que propone aquí
P. SI. en referencia a Heidegger. (TV. del T. )
181
pie) esté en el espacio precisamente donde está, y que por el simple
hecho de su estar-aquí se remita al espacio en derredor como a su
entorno (contemporáneamente: a su medio ambiente). Con todo,
hay un aspecto del estar-aquí de cualquier grupo en su lugar que es
capa tanto a los cartógrafos y a los registradores de la propiedad co
mo a los sociólogos de campo: dado que los conjuntos humanos son
de por sí magnitudes uterotécnicas o autocobijantes, nunca ocupan
simplemente un sector en un espacio físico o jurídico dado, sino
que son ellos mismos los que, como esfera propia de relación y ani
mación, crean el espacio que habitan. Da igual adonde lleguen,
dónde se instalen: siempre tienen a mano su capacidad de crear por
sí mismos su peculiar espacio interior y el ambiente general de éste.
Esferopoiesis, atmosferopoiesis y topopoiesis suceden en uno y el
mismo proceso. En tanto producen el corte que significa o consti
tuye el mundo, son el aspecto formal de la creación local de mundo.
Desde ese corte o sector del mundo en general son posibles salidas
al exterior: «El exterior es conquistado como figura del interior; co
mo figura del exterior es sacralizado el interior»88.
Al instalarse en él, los unidos en su mundo común se cobijan en
un círculo propio, sólo perteneciente a ellos, como en un inver
náculo sin paredes, como en una tienda hecha de forma y sonido
endógeno. Por eso -también refiriéndose a grupos claramente esta
blecidos, al menos en apariencia- es lícito repetir la extravagante
pregunta: ¿Dónde están cuando están donde están? La pregunta
despierta respuestas fructíferas en la medida en que se consigue ex
plicar por qué el estar-dentro o el estar-entre-sí de los conjuntos hu
manos está penetrado de una ambigüedad topológica que tensiona
todo «aquí» hacia un «en cualquier otra parte». ¿Qué ha de signifi
car que en todo estar-ahí-dentro, aparentemente inequívoco, válido
aquí y ahora, se inmiscuya la relación a otro interior? , ¿a un pasado
o a un futuro «ahí-dentro», que no puede jamás abstraerse comple
tamente de la situación actual? Ya que la interioridad siempre se
presenta como un hecho de varios niveles, que siempre remite tam
bién a un en-otra-parte, en el discurso del estar-aquí-dentro se ocul
ta una alusión a la diferencia topológica fundamental que no puede
ser reprimida por ningún tipo de fijación a la actualidad inmediata
182
o primitiva. Existan donde existan seres humanos, siempre su lugar
propio remite ya a otros lugares y situaciones. A través de cualquier
aquí-dentro brilla un interior que fue válido en otra parte. Toda pa
red sustituye una pared, todo interior menta otro interior, toda sa
lida de una situación interior provoca otras salidas.
Y precisamente porque esto es así, la diferencia primitiva entre
endosfera y exosfera puede embrollarse desde dentro. Lo que Freud
dice sobre lo inquietante es sólo una alusión psicologizantemente
oscura al vaivén fundamental de la diferencia espacial primaria en
tre interior-propio y exterior-ajeno: antes de toda psicología existe
la experiencia de que ocasionalmente lo interior aparece como sye-
no y lo exterior como propio. Con esta complicación y enriqueci
miento han de arreglárselas desde el comienzo las producciones hu
manas de espacio. Un segundo e inquietante interior pone en
tensión al primero e íntimo, y un segundo y reconfortante exterior
. se infiltra en el exterior primero e inquietante. Los espacios huma
nos son surreales, dado que en cualquier lugar actúa la diferencia
alotópica: somos como somos aquí sólo porque, viniendo siempre
de allí, el allí lo tenemos cerca en el aquí.
Así pues: el ser humano es el animal que,junto con su otro esen
cial, crea endosferas en casi cualquier situación, porque sigue mar
cado por el recuerdo de otro haber-sido-o-estado-dentro y por la an
ticipación de una última envoltura. El es el ser vivo que nace y
muere, que tiene un interior porque cambia de interior. En cual
quier lugar del ser humano actúan tensiones de mudanza. Por este
motivo, su historia es siempre y en todas partes historia de paredes
y de las metamorfosis de éstas.
En la fenomenología de las esferas íntimas del primer volumen
pusimos de relieve algunos rasgos del cobijo originario humano en
un receptáculo viviente: sobre todo aquella «clausura en la madre»
por la cual se estampa en toda vida que viene al mundo el patrón
protoescénico imperecedero del estar-contenido en una caverna re
donda, protectora y estimulante. De esa matrix proceden la mayoría
de las protecciones y estímulos receptaculares posteriores, así como
las grandes fobias a los receptáculos, sin las que los individuos mo-
183
demos, sobre todo, no pueden decir realmente lo que quieren
cuando intentan explicar que lo que querían era la libertad, sin más
adjetivos. Se puede definir la era de la metafísica clásica por el he
cho de que en ella el motivo del autocobijo en una totalidad buena
prima con mucho sobre el de la autoliberación, mientras que la Mo
dernidad se distingue por el primado de la tendencia a la libertad
frente a la necesidad de cueva y por el impulso a rebasar el hori
zonte. Antigüedad y Modernidad se diferencian por procesos de in-
sulación radicalmente opuestos.
Al comienzo de la línea evolutiva está, sin duda, el hecho de que
al ser humano le imprime carácter la experiencia de su inmanencia
en una envoltura viva protectora. Desde el punto de vista psicoge-
nético, el deseo, creador de espacio, del ser humano de cobijo en
receptáculos protectores se desarrolla a partir de esta primordial ex
periencia del espacio: la doble-vida intrauterina y su continuación
en el ámbito madre-hijo posnatal proporcionan el modelo para
cualquier ampliación de la situación íntegra. Ese modelo dirige las
reescenificaciones posteriores del espacio que ha de proporcionar
presencia entre ellos a sus moradores. (Por ello, esta autopresencia
no es ninguna ilusión discursiva de interioridad privada inmediata,
sino el éxtasis primitivo del ser-ahí-en-un-espacio-compartido. ) Ser,
o estar, dentro se experimenta aquí como vivir dentro de un ser vi
vo envolvente. Lo que está dentro de tal modo se convence espon
táneamente de la ventaja de ser donde es, o de estar donde está, ya
que la vida que lo rodea reafirma su propia vida. Con ello, a la ex
periencia de la primera situación en un receptáculo se ligan eviden
cias tempranas de un estado real de seguridad en correspondencias
con quienes comparten con uno la existencia.
El sentido preciso de estar-o-ser-dentro -de interioridad caver
nosa hablaremos más tarde- se manifiesta a la luz de la primera vi
da a dos o vitalidad doble, cuya estructura constituye la clave de la
escena primaría humana y de sus traducciones inagotables en todas
las tonalidades de resonancia intersubjetiva. El aislamiento origina
rio -el flotar fetal en un mar interior, continente y contenido- po
ne a toda posterior geometría social o geografía política ante la tarea
de repetir la estructura fundamental de la clausura en la madre con
184
los medios de la vida que ya se ha hecho pública. Sólo en el continens
puede haber contentura, en lo abarcante fundante lo abarcado satis
fecho, en el receptáculo abierto lo bien liberado (parido).
Lo que los seres humanos socializados reclaman de sus compa
ñeros de mundo de vida, pues, no es en principio otra cosa más que
éstos se unan de una manera que permita volver a satisfacer en co
mún la primera concepción del espacio vital: vida en un círculo de
vida. Se podría decir que en sus módulos más simples los grupos so
ciales son comunas amnióticas: conjuntos que están en situación de
reinterpretar para sus miembros el papel del contorno viviente, re
clamado existencialmente. Así como el amnios o membrana extraem
brionaria, como primera pared matemo-corporal-inmanente, posi
bilita la función de receptáculo de la bolsa amniótica para el feto y
su gemelo placental, así, en los grupos humanos primitivos, los
otros convivientes, en conjunto, han de cumplir el papel de recep
táculo para los individuos y sus compañeros más próximos. Pero en
la evolución más temprana de esas relaciones receptaculares no en
tran en consideración recursos cerámicos, textiles, ni arquitectóni
cos. En principio, son casi exclusivamente los propios miembros del
grupo los que, por decirlo así, se perfilan unos a otros mediante su
presencia física, más o menos crónica. En tanto que en relación con
cada miembro individual del grupo constituyen el entorno sufi
cientemente presente, cumplen el elemental imperativo del recep
táculo: forma la esfera común de tal manera que la máxima de la
convivencia pueda entenderse en todo momento como amonesta
ción a incluir algo vivo en algo vivo diferente.
El psicoanálisis -en la estela de las artes magnetopáticas del siglo
XVIII y XIX- ha ofrecido, al menos, una visión parcial de esto al ha
cer dependiente la curación del alma aislada de affairesamorosos ar
tificialmente escenificados. Tales affaires son, en cierta medida, ex
perimentos sobre el retomo a la integridad sin paredes de la liaison
primaría. Lo que el psicoanálisis malinterpretó en principio, en re
lación con ello, es el hecho de que lo que se reactiva en la llamada
transferencia no son tanto modelos de relación como circunstancias
espaciales, no sólo torsiones individuales del deseo amoroso sino
más bien modos y maneras de formar con el otro un espacio pri-
185
Terapia de grupo en Pune, 1977.
mano común. Esto sí lo han percibido Béla Grunberger, con su teo
ría de la mónada, y Otto Rank, con su doctrina de la situación tera
péutica.
Hoy, la mayoría de las prácticas terapéuticas de grupo, si no todas,
dan fe -con mayor evidencia que el face-á-face de la terapia indivi
dual- del poder potencial del modelo más antiguo de coexistencia:
vida-rodeada-de-vida. Mientras un grupo terapéutico no pierda
completamente el norte, en cada nuevo ensayo se manifiestan las in
clinaciones y aptitudes de los participantes para abrirse y distender
se en euforias compartidas; de esta manera, experimentan el recep
táculo autógeno y, en cuanto que participan en una esferopoiesis
espontánea, sienten de qué modo se manifiesta entre los compo
nentes del campo la función tónica reguladora de la forma inclusiva.
Así pues, en la medida en que los grupos humanos son magni
tudes autocobijantes, forman «círculos» en tomo a sí, y desde sí mis
mos, en todos los planos cuantitativos. Todo «círculo» hace resaltar
186
un interior del exterior. Tales formaciones poseen inevitablemente
cualidades uteromiméticas, ya que han de poner en marcha el im
pulso autocobijante y automatemal de las primitivas configuracio
nes de grupo; en ellas hay que reconocer el proceso sociopoiético
originario. Pero también sociedades estamentadas más complejas
escenifican en sus jerarquías, la mayoría de las veces, una relación
de orden en la cual los gobernantes, al menos en el imaginario so
cial, se presentan como cubiertas o envolturas en tomo al pueblo;
Louis Dumont, en sus estudios de la sociedad india de castas, ha de
finido clásicamente la esencia de lajerarquía como la capacidad de
un polo de relación de englobar a su contrario: englobement du con-
trairem. La coherencia de sociedades de clases no se produce sólo
por efectos de poder directo o estructural, sino también por efectos
conjuntivos del inconsciente morfológico que se encama en la re
lación de lo englobante con lo englobado.
Todo grupo orgánico es, pues, una metáfora viva del querer-ser-
ahí, promotor de forma: ahí, en un interior común. Dado que los
grupos y los pueblos, tanto los tradicionales como los modernos,
son siempre también configuraciones-de-útero-social, toda unidad
cultural vive sobre el suelo de una constitución morfológica, que ha
establecido el derecho fundamental a cobijo formal: un derecho a
habitar en una forma que es más antigua que cualquier ley codifi
cada de los dioses y de los seres humanos. Sí, quizá procedan inclu
so ambos, tanto seres humanos como dioses, de la experiencia de la
forma cobijante. Los dioses son los gemelos de todos, mientras que
todos son el amnios o la bolsa amniótica de cada uno90.
El ser-en-forma del grupo, y el de los individuos en él, deriva,
pues, de modelos protoescénicos de situaciones interiores de inte
gridad. Con profusa evidencia, psicólogos infantiles han cimentado
la tesis de que durante su primer año extrauterino los recién naci
dos sólo consiguen emprender un camino prometedor en la vida
cuando se les ofrece la oportunidad de seguir representando, tam
bién en su nueva situación exterior y con modificaciones, las escenas
familiares del estar-dentro de sus madres. Alfred Tomatis ha escla
recido este motivo morfológico -la propensión natural, por decirlo
así, del ser humano al autocobijo en metamorfosis del círculo ute-
187
riño- con su característica capacidad de exageración, estimulante
del conocimiento:
La madre sigue siendo ese útero ampliado, esa visión, que más tarde se
convertirá en cabaña, iglú, casa, universo. Siempre estamos rodeados de pa
redes. Nunca abandonamos realmente el útero, que, evidentemente, en el
transcurso de la vida se amplía, toma otras formas y otras proporciones91.
Si se prescinde del idealismo matriarcalista del sistema de To-
matis, esa tesis provoca una interpretación de graves consecuencias
en la dinámica transferencial de configuraciones cosmovisionales.
Incluso aunque fuera falsa, habría que estarle agradecido por su ge
nerosa exageración. Efectivamente, lo que se llama una imagen de
mundo no es representable sin una función explícita de pared y de
cerco, y sin una acomodación incesante del cerco a nuevos y más
amplios espacios de experiencia. Para cualquier volumen de mun
do hay que definir un nuevo contorno y una solidez adecuada de las
paredes. Así pues, toda concepción de totalidad responde manifies
ta o latentemente a la pregunta de cómo se las arreglan los habi
tantes de esa totalidad para cobijarse por sí mismos en el interior de
un receptáculo de mundo suficientemente ampliado y suficiente
mente sólido. En la medida en que se interprete ser-ahí como ser-
ahí-dentro, existir significará morar tras pared y cerco.
Por ello, una función primaria de la «imagen de mundo» es ha
cer expresamente visible y perceptible el cerco del todo. Pues ¿dón
de sino en la línea envolvente resaltada, que señala lo exterior, ha de
reconocer el observador que está de hecho ante una «imagen» del
universo? Pero tan pronto como se representa una línea-borde ma
nifiesta, se instala la dialéctica del límite, en la que la permanencia
en la línea entra en competencia con el impulso de sobrepasarla.
Todo límite o frontera dice a la vez «alto» y «sigue», incluso aquella
que se presenta como la última. Para los seres humanos, en tanto
que nacidos como seres de experiencia del límite en ese doble sen
tido, con cada borde-límite que alcanzan comienza de nuevo el dra
ma de su cambio de espacio interior.
Cuando las imágenes de mundo cumplen ingenuamente la pri
188
mera de sus funciones esenciales, a saber, ofrecer la representación
del todo en delimitaciones que proporcionen apoyo y sostén, no
puede faltar el perfil exterior en la percepción sensible. A la imagen
de mundo corresponde irremisiblemente la imagen del perfil del
mundo. Esto se muestra, más plásticamente que en ninguna otra
parte, en la descripción de la obra de arte, e imagen de mundo a la
vez, más antigua que nos ha sido transmitida de la época temprana
de la cultura escrita europea: la famosa descripción del escudo de
Aquiles del canto XVIII de la Riada (versos 474-608)92. La presenta
ción de Homero de ese artificio salido de los talleres de Hefaistos,
el dios del fuego y de la fragua, presentación que constituye el pro
totipo y la pieza más brillante de la literatura descriptiva antigua,
rinde tributo de doble manera al imperativo morfológico de la ima
gen bien delimitada y redonda. Por una parte, el mundo represen
tado en el escudo está compuesto como una colección de escenas
prototípicas, cada una de las cuales posee su propio índice de re
dondez: piénsese en la imagen del mundo descrita en primer lugar,
con la luna llena, el sol infatigable y la constelación del Carro, que
gira siempre en el mismo sitio sin caerse nunca; o en las dos escenas
de la ciudad en paz, en la que, en un caso, la danza en rueda de gen
te que celebraba bodas y festines procura un cierre redondo, inma
nente, plástico a la escena, y, en otro, se trata de una disputa legal
que se resuelve en una especie de arena retórica:
Y los ancianos,
sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo,
tenían en las manos los cetros de los heraldos, de voz potente,
y levantándose uno tras otro publicaban eljuicio que habían formado.
En el centro estaban los dos talentos de oro. . .
(Riada, canto xvill, versos 503-507).
En escenas autorredondeadas de semejante modo el narrador va
deletreando la totalidad de ese mundo englobado en el contorno
del escudo: la ciudad en guerra, cercada por dos ejércitos asedian
tes; los fértiles campos, en los que los labradores, bebiendo vino,
conducen acá y allá sus yuntas; las escenas de la recolección, en tor
189
no a un rey dispuesto a banquetear con corazón alegre; una her
mosa viña de oro, a la que circunda un foso de negruzco acero; un
rebaño de vacas de oro y estaño, rodeado por nueve perros; una
danza en rueda de doncellas cubiertas con velos sutiles y muchachos
con túnicas bien tejidas, todos ellos rodeados por un gentío diverti
do, y en medio de él, formando un círculo que crea el poder de su
voz, un cantor divino. Todos estos detalles escénicos se siguen en el
texto homérico uno de otro, en serie, sin ensambladuras, como si en
su sucesión y cambio hubieran de demostrar la tesis de que es una
imagen la que configura o produce en sí misma el corte o cuadro.
Toda auténtica «mirada», o «vista», es, en virtud propia, comple
ta y redonda: esta propiedad pregnante es lo que constituye la ten
sión peculiar de la concepción griega del eidos. Lo que es una imagen
en ese sentido puede representar el mundo en cualquier momento.
En tomo a esa colección de escenas aisladas, redondeadas o com
pletas en sí mismas, Homero hace que el protoartista Hefaistos tra
ce un marco global, que no sólo añade, como en el moderno cua
dro pintado sobre una plancha de madera, un parergon o apéndice
al motivo fundamental artístico, sino que corresponde a las preten
siones de pregnancia autónoma del cuadro; exactamente en el mis
mo sentido que Georg Simmel había exigido en su ensayo sobre el
marco del cuadro: la función del marco es dar testimonio de la rup
tura ontológica entre la obra y el entorno. Para convertir la obra en
una isla autorreferente, el marco debería conducir una «corriente
encerrándose en sí misma» alrededor del cuadro y excluirlo de su
entorno con los «medios de cierre» más poderosos posible93. En el
caso del escudo homérico, ciertamente, el marco fluyente no es nin
gún marco añadido, sino que reproduce en la imagen misma la fi
gura o la vista de la frontera objetiva del mundo. El Océano fluye al
rededor por virtud propia. Cuando se trata de la imagen del todo
del mundo, borde y marco están muy cerca de la esencia del obje
to. Como dador de forma en última instancia, el marco del cuadro
que representa el escudo de Aquiles va inseparablemente unido al
asunto mismo del cuadro. Sólo él, en tanto cierra el cuadro -mejor:
en tanto permite que el cuadro se cierre a sí mismo-, puede garan
tizar que el cuadro presente ofrezca realmente la imagen de mun
190
do. Ese corte o recorte, que es el mensaje, contiene esta vez el todo.
El poder-ser-entero de esa totalidad en el cuadro hay que agrade
cerlo, sin embargo, a una energía de receptáculo, que es ella misma
una función del cuadro.
En el caso de la imagen de mundo, es por el recorte de lo máxi
mo en el resto del espacio por lo que se difunde la información
morfológica decisiva: que el mundo relevante, nuestro mundo, el
mundo de los vivos, es algo que puede contemplarse bajo la figura
de un último receptáculo y de un límite extremo.
Finalmente, representó la poderosa corriente del rio Océano
en la orla del sólido escudo
(Ilíada, canto XVIII, versos 607-608).
Con ello, el escudo de Aquiles se presenta como la primera acu
ñación de una obra de arte que representa un mundo: el gran mun
do aparece en él como una agregación de pequeños mundos, cuya
suma se recoge en una forma global. En ese sentido la obra de arte
es la realización completa de la idea de ecúmene. La presentación
del mundo en la obra se efectúa por medio de la promesa que pro
cede de la forma: que es posible la reunión y unificación de lo plu
ral en una totalidad dentro de un límite bello. La buena delimita
ción de la vista total es lo que constituye una imagen de derecho
pleno: ésta es la ley fundamental de la eidética griega. Todo lo que
es sólo puede serlo en los límites bien definidos de su contorno. El
contorno habla al ojo de la esencia de la cosa misma.
Por eso los receptáculos, que dispensan algo, los escudos, que
protegen, y las cubiertas de mundo, que reúnen, es mejor que sean
siempre de forma redonda. Pues a lo que se mantiene por sí mismo
como un todo corresponde una forma periférica que con su propia
nitidez reafirme la condición compacta de lo que está dentro. (Por
lo demás, también cumplen esa misión formas tetragonales, sobre
todo cuadrados, tal como sucede, preferentemente, en el urbanismo
mesopotámico, así como en los simbolismos de totalidad asiáticos y
sudamericanos; en los mandalas budistas, que utilizan el círculo y el
cuadrado a la vez, el cuadrado representa a menudo el espacio y
191
el círculo el tiempo. Pertenecen a un estadio del pensamiento en el
que ya la circunspección regia deparaba en el imperio el esquema
espacial dominante, por lo que en innumerables mandalas apare
cen fantasías de palacios-mundo e intimidades-palacios correspon
dientes94. ) Con ello, el perfil de la imagen de mundo es más que un
paréntesis o corchete formal puesto sobre lo desunido, más que un
sobre que envolviera indiferentemente su contenido. La redondez
del escudo duplica la visión panorámica de la mirada de conjunto
épica sobre una totalidad redonda. En esa figura se reflejan, como
en un foco poetológico, todos los demás objetos que están presen
tes narrativamente en otras partes de la sinopsis homérica. Así, el es
cudo, como imagen convincente del todo, nos vuelve a deparar la
visión de todo el universo de la litada, incluyendo al cantor del cen
tro. El escudo es el círculo completo de círculos, el anillo de anillos
retrotraído a sí mismo.
A la figura envolvente le es inherente una doble curiosidad, que
se manifiesta ya en su nombre: el río Océano. En primer lugar, es
curioso para los modernos que Océano no sea el nombre de una
superficie marina, sino que designe un río. Como nombre de río,
Océano recuerda los primeros siglos de la cultura helénica, cuando
parece que los griegos, más o menos como los antiguos pueblos
orientales, se imaginaban la masa continental habitable de la tierra
como un disco llano en tomo al cual corría un ancho río. Tanto en
la imagen del mundo homérica, en tomo al año 700 a. C. , como en
la de Hecateo, de fines del siglo VI, aparece el río Océano rodean
do con su corriente circular todas las naciones del orbe. Natural
mente, en el transcurso de los siglos este primitivo cosmograma hu
bo de sufrir correcciones debido a las experiencias empíricas de los
navegantes, generales y comerciantes. Con el descubrimiento defi
nitivo del carácter de mar interior del Mediterráneo y de los peri-
plos crecientes en el espacio extramediterráneo, el significado del
Océano cambió: pasó de ser un río que sirve de frontera a la ecú-
mene, la tierra habitada, a la representación de un mar exterior que
rodea la tierra firme. Este proceso llegó a su final con el mapa de la
tierra del polígrafo y geógrafo Eratóstenes de Cirene, desde el año
246 director de la biblioteca de Alejandría, que colocó las masas de
192
tierra euro-asiático-norteafricanas dentro de un mar abierto, que
llamó «atlántico». El Atlántico de Eratóstenes, del que afirmaba que
se podía circunnavegar, abarcaba desde Portugal, en Occidente,
hasta la India, en Oriente, y el Ganges tenía el honor de desembo
car en ese mar omnicomprensivo, postulado por un griego. Hay que
recordar que Alejandro el Grande ya había hablado de una vuelta
al mundo en barco por el mar exterior, circunnavegación que sería
equivalente a una primera globalización geopolítica95.
Con el concepto de un mar periférico la cosmografía antigua ge
neró una reserva semántica de la que pudieron sacar provecho las
representaciones modernas del Océano: pues sólo los europeos de
la Modernidad comprendieron los océanos como mares mundiales
reales y los exploraron como medios globales mundiales96. En la his
toria de esa palabra se refleja el cambio de acento histórico que re
legó a un segundo plano los espacios potármeos, las culturas fluvia
les, frente a los centros de poder póntico-oceánicos.
Más curiosa aún en la mención homérica del Océano es su deu
da con las imágenes de mundo que están bajo el signo de la Gran
Madre, pues, como figura omnienvolvente, el río límite del mundo,
Océano, posee inequívocas propiedades líquido-amnióticas. ¿Cómo
podrían adscribirse, si no, cualidades de receptáculo a un agua cir
cundante? Es verdad que el Océano se representa sobre un utensi
lio marcial-masculino, pero por su energía formal sirve de testimo
nio a una concepción del mundo determinada por un motivo más
antiguo, fundamentalmente femenino; concepción de la que es ca
racterístico, no que lo líquido esté circundado por lo sólido, sino
que lo esté lo sólido por lo líquido. Si lo líquido se representa como
lo que proporciona sostén, ha de concedérsele una específica ener
gía de receptáculo: una condición que sólo se cumple si las aguas-
entomo poseen fuerza amniótica formal. Con ello, a este límite del
mundo lo caracterizan rasgos de esa estructura-vida-en-vida origina
ria de la que antes hemos intentado mostrar que -antes de toda ar
quitectura o metalurgia- tenía que procurar el autocobijo en el en-
do-milieu de los grupos-nosotros. Mientras la pared extrema se
represente como una frontera acuosa tiene aún ilimitadamente las
propiedades de lo vivo que contiene algo vivo. (Inversión del re-
193
Reconstrucción de la imagen del mundo de Eratóstenes.
Disco del mundo del Libro sobre las propiedades
de las cosas de Bartolomeo el Inglés, siglo xv.
ceptáculo: no es la pared del cántaro la que hace posible llenarlo de
líquido; es porque el contenido se contiene a sí mismo por lo que
el receptáculo aparece con él en tomo a él. ) Aquí, pues, la pared y
el borde se imaginan bajo el signo de lo femenino; ser significa to
196
davía: ser inmanente a una gran madre, mientras inmanencia, a pe
sar del cambio de lugar, signifique albergue interior. Bajo estas pre
misas pueden coincidir cosmografía y uterografía.
El esquema «inmanencia a pesar del cambio» hace posible el re
cuerdo y la imaginación: sí, sigue siendo incluso el motivo funda
mental de todas las grandes creaciones de imagen de mundo en la
época de la primera ecúmene. En principio, «recuerdo» nunca es
más que la experiencia de que antes de nuestra situación en este es
pacio ha habido otras situaciones en otros mundos interiores. Por
eso, toda pared reemplaza a una pared, todo espacio interior remi
te a otro, toda creación de pared de separación sigue alimentando
una idea anterior de cobijo, todo habitar se remonta a una interio
ridad más antigua. Cuanto más grande se vuelve el riesgo de la vida
exterior, más se ve inclinada la vida en peligro a construir un alma
cén donde se acumulen recuerdos como alimentos para tiempos de
prueba. En el umbral de la gran cultura hubo seres humanos que
definieron lúcida y casi definitivamente lo que es necesario para so
portar malas cosechas y situaciones erróneas en la vida: grano y re
cuerdos de integridad. Para almacenar estos dos bienes resultan in
dispensables edificaciones-receptáculo, depósitos de cereales en el
centro de la ciudad y depósitos de dioses en el centro del espacio
anímico, y dado que cada uno de esos bienes tiene relación con el
principio de vida del grupo, las paredes de los receptáculos (cons
truidos y hablados), que contienen algo tan imprescindible, han de
serguardadasconcuidadosagrado97.
Retengamos: hay un animismo primario de las paredes y una di
visión espacial originaria al servicio de la animación del espacio in
terior. En la medida en que ese principio se hace valer, los muros
de la comunidad, que crean espacio, siguen siendo, a su vez, mag
nitudes vivas, aunque se construyan con material, por así decirlo,
muerto. Mientras todas las paredes esenciales sean experimentadas
como propias, la construcción del muro se produce bsyo la preemi
nencia de lo interior; en este caso, los habitantes, intramurani, pue
den oscilar libremente entre dentro y fuera, y convencerse así repe
tidamente de las ventajas de la vida tras paredes propias. Pero
197
cuando las paredes se hacen extrañas, monumentales, cuando no
sugieren nada, y su coordinación con un espacio interior propio ya
no la consiguen todos, sino unos pocos privilegiados, entonces apa
rece la necesidad de distinguir los muros. Entonces, los muros de
los otros se experimentan como chocantes y repelentes, y provocan
una agresividad históricamente novedosa: el deseo de demostrar al
enemigo que tampoco tras sus muros puede mecerse en seguridad.
Probablemente ésta es la forma originaria histórico-universal del re
sentimiento. Querer procurarse a sí mismo ventajas de seguridad
significa ahora hacer inseguros los muros de los demás. El docu
mento clásico de ello es el informe bíblico sobre la caída de los mu
ros dejericó bsyo el son de las «trompetas» israelitas (Josué 6, 1-21):
documenta el amargo deseo de venganza del pueblo nómada con
tra aquello que experimenta y denuncia como arrogancia de seño
res territoriales sedentarios.
Quedaría por escribir la historia de los pueblos que odian los
muros. Pero en las civilizaciones avanzadas no son sólo los muros
del enemigo los que han de ser experimentados como extrañas y re
pelentes demostraciones de poder. En grandes sociedadesjerarqui
zadas y establecidas aparecen también procesos inevitables de dis-
tanciamiento de las paredes de la cultura propia. En las grandes
casas de vecindad romanas ese distanciamiento se convierte en epi
démico, como registra el millonario-moralista Séneca cuando en sus
desahogos críticos frente a la arquitectura y el lujo hace notar: «Las
casas son hoy (a causa de su peligro de derrumbamiento) una de las
causas fundamentales de nuestro miedo» (Epistulae ad Lucilium, car
ta 90, 43). Yes que lo alto en lo propio resulta más extraño para mu
chos que lo bajo en lo ajeno; por eso en muchas regiones de la tie
rra la gente humilde puede entender mejor a los pobres de pueblos
extranjeros que a sus propios señores, que construyen alto. (Un es
quema de experiencia que ha seguido siendo actual hasta en las
trincheras de la Primera Guerra Mundial y con el que ahora se in
tenta poner en marcha una especie de frente popular mundial de
los perdedores de la globalización. ) Esos distanciamientos de los
muros de los señores y propietarios llevan incluso a la inversión de
la relación entre receptáculo y contenido.
198
Todas las teorías de la alienación o distanciamiento son intentos de comprender la preexistencia de muros que repelen y el sentido de paredes que separan. ¿Qué sucede con la pared de la «cabaña que tú no has construido»? ¿Qué teoría del muro está en la base del le ma: llevar guerra a los palacios y paz a las cabañas? Tales preguntas son reacciones a la agudización de una diferencia arquitectónica en la sociedad corporativa. Sólo en relaciones fuertemente desigualita rias -definidas por la tradición marxista como sociedades de clases- sucede regularmente que la vida de los perdedores se reprime, re fugiándose en una interioridad dominada por el resentimiento. En tonces todo se construye alrededor de ello, de modo que la mayoría se aleja de su entorno-receptáculo. Y comienzan los individuos a no entender ya sus «propias paredes», ni lo comunitario de lo que han sido víctimas: la crisis de la forma de casa como forma de mundo arroja con anticipación sus sombras. Cuando las paredes-envoltura, antes propias, han acabado por desaparecer completamente, la vida encerrada en ellas ya no se experimenta radicalmente consigo mis ma. Ya no se siente cobijada en un ámbito protegido del poder, si no encajonada en una desesperanza tan amplia como el mundo. («Estoy en este samsára como una rana en una fuente cegada». Mai- tranlya Upanisad. ) Entonces surge la metafísica de una inmanencia pánica que sueña con la evasión.
platoniza y cristianiza a la vez su duelo; lo platoniza en tanto inter
preta la pérdida como estímulo para la ascensión del amor de lo pe
recedero a lo imperecedero; lo cristianiza en tanto que traspasa su
lealtad, del amigo, que murió de fiebre, a Cristo, que murió para
matar la muerte con la abundancia de su vida (Confesiones IV, capí
tulo 12, 19).
Ambas cosas -la ascensión platónica de lo sensible perecedero a
lo suprasensible imperecedero y la matanza cristiana de la muerte-,
sin embargo, son ya operaciones típicas de creación de macrosferas,
a saber, de grandes espacios interiores de vivacidad espiritualizada,
159
que se oponen con éxito a los ataques del exterior. La operación
fundamental del «trabajo de duelo» cristiano consiste en sustituir al
compañero de proximidad perdido por el compañero de proximi
dad-lejanía, el Dios vivo. Quien no quiera seguir viviendo como par
te abandonada tiene que buscarse un nuevo complementador, y
cuando en ese asunto interviene la necesidad metafísica, la comple-
mentación se vuelve de naturaleza más espiritualizante, más tras
cendente y más superlativa. Como sucede en la escuela platónica
del amor, el gemelo íntimo ha de presentarse primero como un in
dividuo hermoso, después como la hermosura misma y finalmente
como el Dios superhermoso, superbueno.
El modo y manera en que a mitad de su vida, con ocasión de la
redacción de las Confesiones, san Agustín vuelve la mirada a sí mis
mo, al abandonado un día desconsoladamente, y al amigo, al saca
do de la vida prematuramente y sin embargo a tiempo, ilustra ple
namente el esfuerzo por dar sentido con posterioridad, desde un
punto de vista superior, a lo sin-sentido. El Padre de la Iglesia in
terpreta sin vacilación su progreso en el camino educativo de las se
paraciones como obra de la gracia. Según ello, Dios, el maestro de
todos los maestros, tuvo que separar a los dos discípulos conjurados
en el error, para que el más dotado de ellos siguiera la pista correc
ta; sólo en tanto que alejó a uno de esta vida consiguió que el otro
entendiera paulatinamente que es un error depender tan idolátri
camente de algo mortal como si ello no fuera a perderse nunca.
Apartándose del propio desconsuelo por la muerte del amado, san
Agustín desarrolla a posteriori una teoría crítica del amor: lo que im
porta es diferenciar los objetos de amor y luego elegir correcta
mente. «Porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos
por amigos en aquel que no puede perderse. »72Cuando el amor de
Dios se impone frente a erotismos de miras estrechas se convierte,
en opinión del eclesiástico, en fuerza elástica de una expansión es
férica de dimensiones universales.
Puede interpretarse este informe agustiniano del duelo como
una teoría indirecta de la Iglesia, es decir, como fundamentación de
un reino, radicalmente inclusivo, del corazón. En él quedaría supe
rado el amor preferente, demasiado humanamente caprichoso y
160
vulnerable, en favor de una inclinación no-preferente hacia todas
las criaturas (con los mismos sentimientos). A la vez se reestilizaría
la muerte como un estresor benéfico; de hecho, el pueblo cristiano
eclesial puede, desde antiguo, edificarse con la idea de que en un
concilio general, que convocara a toda la communio sanctorum, los
muertos y los vivos se sentarían en los mismos bancos como una
muldtud solidaria: los muertos, ciertamente, en gran mayoría y un
peldaño más arriba que los vivos, dado que por el hecho de estar
muertos parecen elevados al rango de informales doctores de la
Iglesia.
En la interpretación posterior de san Agustín de su duelo juvenil
llama la atención sobre todo, desde el punto de vista teórico-esféri-
co, el rasgo autoterapéutico y psicagógico. El autor es completa
mente consciente de que el agujero que ha abierto en lo existente
la muerte del otro más querido reclama obstinadamente ser vuelto
a cerrar: por eso habla de que el llanto por el muerto le ha sucedi
do (successerat), por decirlo así, a él mismo y ha tomado su puesto en
su alma. Las lágrimas son el primer sustitutivo, todavía sensible, de
la relación con el objeto de amor, y no en balde llama dulce san
Agustín al llanto: solusfletus dulcís erat mihi La relación de abrazo se
ha convertido en una relación de llanto. Las lágrimas, a su vez, han
de agotarse y han de sustituirse, en tanto se disuelven en una rela
ción de contemplación y veneración con un enfrente superior. Cier
tamente, las lágrimas de san Agustín ya no son las de un animista
que, más allá de la tumba, mantiene una relación convivencial con
el otro arrebatado, sino las de un metafísico que busca alivio en la
mentos, abstracciones y desvíos. Mientras que el amigo muerto, con
vertido en el último momento para desconcierto y asombro de
Agustín, se queda en la tierra de Tagaste, Agustín se traslada a Car-
tago para que el viejo entorno común no le recuerde constante
mente al amigo; pero este traslado no representa un visge épico de
duelo, sino una huida a la dispersión: un movimiento del que más
tarde dirá san Agustín que sólo había llegado a un final feliz diez
años después con la conversión y bautismo del año 386 en Milán. No
obstante, esta huida -por la conversión posterior- habría de adqui
rir una significación salvífica. Pues ¿cuál fue el sentido de la desaso
161
segada supervivencia de Agustín sino el que llegara a poder hablar
un día ejemplarmente del falso amor doloroso a lo pasajero y del
verdadero y dulce a lo permanente?
Así pues, tras el llanto -por el rodeo de la dispersión- la plática
edificante se convirtió en sustituto de lo insustituible. Quien tiene
éxito con su duelo consigue una cátedra; consigue el mandato para
hablar a los cocreyentes sobre la diferencia entre lo temporal y lo
eterno. A la vez, el hablar, hablar, hablar. . . se convierte para san
Agustín en la imagen perfecta del transcurso de la vida y en la cifra
de nuestra sustitución por algo posterior en el tiempo: pues para
que suija una proposición con sentido, las palabras han de aparecer
en fila, contribuir cada una con lo suyo, en corto, al sentido del to
do, y desaparecer para dejar sitio a la palabra siguiente. Si el amigo
muerto era la palabra anterior, Agustín sabe que él tiene ahora la
palabra, en la certeza de que otros seguirán su tumo tras él73. Que
todas las vidas subsecuentes son partículas en la construcción divina
de la frase: éste es el supuesto que proporciona al metafísico la cer
teza de que tanto los muertos como los vivos y los no nacidos están
colocados en sus sitios en el sintagma divino según un plan magis
tral. Con este estado de ánimo san Agustín se sobrepondrá después,
al menos con cierta serenidad, a la muerte de su hijo Adeodato, que
murió más o menos a la misma edad que el amigo de juventud de
Tagaste.
Sólo una vez más fracasará en gran medida el proyecto filosófi-
co-cristiano en serenar el ánimo: con ocasión de la muerte de la ma
dre en Ostia. Es verdad que san Agustín, como describe pormeno-
rizadamente en el libro IX de las Confesiones, consigue dominarse
durante las ceremonias fúnebres, hasta tal punto que sus compañe
ros hubieron de admirarle por su compostura. Pero después, en sus
habitaciones privadas, lejos de las miradas de los demás, san Agus
tín dio rienda suelta a sus lágrimas por última vez (Et dimisi lacrimas).
San Agustín se preciaba de no haber llorado nunca más ya por pér
didas humanas, demasiado humanas, sino sólo por conmoción reli
giosa o moral. Desde entonces vivió lábil, pero decidido, en aquel
espacio interior absoluto de la imaginación religiosa, del que no
puede haber ya destierro alguno; dicho cristianamente: en el reino
162
de Dios. De hecho, según parece, no puede quedar abandonado
quien se ha anclado ya en la esfera del pater orfanorum, del padre de
los huérfanos, como en un último sistema de parentesco74. Según
san Juan Evangelista, Jesús había dicho a los discípulos que no los
dejaría huérfanos: que su partida era sólo la condición externa de
su permanencia definitiva; el Espíritu sería quien con su presencia
permanente ofrecería un sustitutivo del Hijo ausente hasta el final
de los tiempos (Juan 14, 16-s. ). Pensado cristianamente hasta el fi
nal, el interior máximo lo constituye el espacio de todos los santos,
en el que se reúnen aquellas ideas del absoluto que son personas
salvables. Una vez que uno es admitido en esa asamblea, ¿podría to
davía ser arrojado de ella? En caso de que sí, eso no se sabrá antes
de la crisis final, antes del día del Juicio Final, cuando Dios, como
en un inventarío de fin de año, haga cómputo de los suyos y tache
a los no-suyos. Después, Dios formará con los elegidos, como reu
nión pura de los eternamente supervivientes, la definitiva y mayor
de todas las posibles esferas espirituales de almas. Para ella la muer
te ya no puede significar amenaza alguna, sino sólo una conmoción
superada: una vacuna para la vida eterna que se produce en la reac
ción de inmunidad frente a la muerte. La información más fiable so
bre esta sociedad rescatada, que sólo alterna en los mejores círculos
de Dios, la proporcionan los cantos del Paraíso de la Divina comme
dia de Dante. En ellos puede verse qué sucede cuando la inclusivi-
dad más amplia va unida a la exclusividad más estricta: en el cielo
de Dante el rescate de las almas elegidas introduciéndolas en la es
fera divina se ha convertido en un hecho consumado.
Si la muerte es el ampliador originario de esferas, bajo cuya ac
ción estresante se forman las culturas o «sociedades» -cada una de
ellas incluida en el círculo abierto de sus muertos cercano-lejanos-,
el estrés inyectado en las sociedades por la envidia y el mal actúa co
mo consolidador de primera instancia. Con sus ritos cargados de
violencia, con los que se protegen frente al mal e intentan ahuyen
tarlo de su interior, los grupos primitivos se consolidan como jura
mentaciones contra el mal y se aglutinan, por decirlo así, como
equipos para su exclusión y expulsión. En consecuencia, el exterior
163
no es para las sociedades más antiguas tanto un hecho geográfico o
topográfico como una dimensión demónico-moral; significa el es
pacio incontrolado -en terminología etnológica: la exosfera- al que
se expulsan el mal o sus encamaciones humanas y desde el cual es
de temer su retomo. Desde el punto de vista topológico-moral todas
las comunidades humanas arcaicas están rodeadas de un anillo-uni
verso impreciso, que tiene sobre todo el carácter de un exterior
ambivalente. Pues fuera, en el espacio incontrolado, vagan irremisi
blemente, además de innúmeras impredecibilidades de buen, indi
ferente y mal tipo, también los espíritus de los miembros asesinados
y expulsados un día. Potencialmente, de lo inquietante, es decir, del
mundo en tomo maldito, pueden retomar los excluidos y sitiar el
mundo de vida del grupo con un anillo de peligros exosféricos: de
ahí que toda xenofobia, como la religión, comience por el temor
del retomo de los expulsados. (Esto alcanza hasta el temblor de los
cristianos tradicionales ante la segunda venida de su Señor, al que
se imagina en el cielo mientras se teme que lo vuelva a abandonar
en el día más inquietante de todos para ayustar cuentas con los su
yos: unde venturas est indicare vivos et mortuos*5. ) A lo inquietante del
retomo contribuye la circunstancia de que éstos, los expulsados, tie
nen a su disposición todo el exterior, la exosfera indefinida, y que
desde ésta, no se sabe a qué hora ni desde qué dirección, podrían
iniciar su ataque a la comunidad, reunida en su campamento circular.
Junto con la disposición de los muertos en una cercanía-lejanía
protectora-circundante, el esfuerzo fundamental de todas las uni
dades sociales consiste en expulsar el mal de su interior y asegurar
sus fronteras. La diferencia topológica entre interior y exterior tie
ne, por ello, un sentido moral, y la moral uno inmunológico; pro
duce el desnivel entre lo bueno e interior y lo malo y exterior: un
desnivel que a menudo se interpreta, a la vez, como diferencia de lo
puro frente a lo impuro, de lojusto frente a lo injusto. En tanto se
orientan a ese esquema-exclusión entre circunstancias endo- y exos-
féricas, las sociedades, tanto las arcaicas como las modernas, siguen
siendo siempre y ante todo comunidades de esfuerzo y delirio, que
de tiempo en tiempo vibran en agitaciones extáticas, unánimes y
compartidas, contra el supuesto o real autor del mal. Los rituales sa
164
crificiales sobre los que las viejas sociedades, cada una a su modo pe
culiar, fundan su continuidad cultural o religiosa representan arru-
tinamientos de esas agitaciones solidarizantes. (En las sociedades
modernas, aparentemente sin sacrificios, se sustituyen o imitan por
ejercicios de rebeldía y escándalos periódicos. ) Con ello, los espa
cios interiores de las culturas o de las sociedades originarias son cir
cos de afectos que encandilan a los que toman parte en eljuego por
medio de la participación en la empresa comunitaria más excitante,
vinculante e infecciosa de todas: el alejamiento violento del mal de
su propio interior. Santificación del espacio interior y demoniza-
ción del entorno son procesos directamente conexionados; en tan
to que separan la esfera de todo lo que no ha de ser ella misma,
constituyen los primeros hechos sociales y ecológicos.
Los esfuerzos por excluir el mal del espacio interior de la comu
nidad tienen, por ello, un efecto inmediato esférico-ampliador; sig
nifican en primera línea el intento de establecer una distancia de se
guridad entre el espacio de inmunidad del grupo y quienes han
sido expulsados de él por intentar deteriorarlo. Tampoco aquí pue
den separarse ampliación y consolidación -o fortificación- de la es
fera, pues las murallas y fosos morales, tras los cuales se protege el
grupo contra sus perturbadores reales o supuestos, se construyen
siempre a una distancia táctica en tomo al mundo interior íntegro.
Estas consideraciones enlazan sin dificultad, en puntos esencia
les, con las ideas de René Girard sobre el nacimiento de las culturas
del espíritu de la mecánica sacra de violencia. En numerosos traba
jos Girard ha desarrollado la tesis monumental de que todas las so
ciedades humanas no pueden ser en principio otra cosa que siste
mas de envidia y celos -o rivalidad-, animados por imperativos de
imitación. Por motivos inmanentes están sometidas a una fuerte
presión endógena, autoestresante, y, como siguiendo una ley natu
ral dinámico-grupal o morfológico-social, se ven obligadas a purifi
carse por el asesinato común, cometido en un delirio de sed de san
gre, de los supuestos causantes de sus males. En ese sentido, toda
cultura local sería una pandilla constituida en tomo al asesinato
fundacional; su juego de lenguaje central sería en cada ocasión la
acusación y condena colectiva, unánime, de una víctima, que ha de
165
tomar todo el mal sobre sí, y la negación, tan monótona como con
secuente, de la responsabilidad propia en las escaladas desencade-
nadoras de violencia. A una «cultura», en ese sentido de la palabra,
pertenece quien participa real o simbólicamente en el sacrificio del
chivo expiatorio, con cuya expulsión del interior de la comunidad
retoman al grupo la tranquilidad de una conciencia recta y la paz
del postestrés. Para Girard las culturas son formaciones que se suel
dan mediante las energías fusionarías que proporciona la estimula
ción máxima del estrés del linchamiento, y que tras el exceso vuelven
a la línea fundamental de un orden distendido y una solidaridad
acrisolada.
De los sentimientos comunes calmados, edificantes, que siguen
a las orgías de hechos sangrientos fundacionales proceden los ritos
y los mitos de los pueblos: los ritos representan la repetición simbó
lica y limitada de la originaria conmoción asesina, desencadenada
en común, mientras que los mitos proporcionan las narracionesjus
tificativas de ello. Así pues, si Girard tuviera razón, todas las culturas
o etnias descansarían en principio en cooperaciones fusionarías en
crímenes, y luego en acuerdos irrenunciables sobre mentiras comu
nes, es decir, sobre mitos, que imputarían toda la culpa a la violen
cia de sus víctimas. De estas consideraciones se sigue la tesis, socio
lógicamente subversiva, de que nunca puede ser otro que el chivo
expiatorio el integrador involuntario de su grupo, pues las excita
ciones mayores de todos los miembros de la sociedad convergen en
él y sus narraciones gravitan en tomo a su expulsión o a su sacrifi
cio y exaltación salvíficos. A través de ambas cosas, excitaciones y na
rraciones, las sociedades se aglutinan afectivamente de raíz y se aú
nan en un sentimiento inequívoco de unidad y solidaridad. Es la
exclusión del mal la que hace posible la autoinclusión de los no-ma-
los en un espacio-nosotros patéticamente ocupado.
En este sentido, todos los grupos estrechamente integrados por
el culto, sean arcaicos o contemporáneos, descansan en mecanis
mos de discriminación: no pueden existir sin enemigos y víctimas, y
dependen, por ello, de la repetición incesante de las mentiras sobre
el enemigo para producir la medida de estrés autógeno necesaria
para la estabilización interior. Esto significa, a la vez, que no pueden
166
persistir sin Dios y sin dioses, porque los dioses, siguiendo esta de
ducción, no son en principio otra cosa que chivos expiatorios que
se han hecho numinosos e inquietantes. Al principio no hay por
qué «creer» en absoluto en dioses; basta acordarse del asesinato fes
tivo constituyente para saber lo que nos importan. El embarazoso
recuerdo de un crimen encubierto es lo que constituye la así llama
da religiosidad profunda de las culturas primitivas; en su estado de
ánimo religioso los pueblos están cerca de sus fantasmales motivos
para mentir. Dios es la instancia que puede recordar a sus partida
rios la culpa secreta ocultada.
Con este recuerdo, sea como sea míticamente roto y ritualmen
te amortiguado, la relación íntima comunitaria renueva sus fuerzas
incesantemente. Pues ¿qué podría corresponderse más estrecha
mente que un colectivo de cómplices con su víctima, que ha deve
nido su Dios? Como comunidades de narración y comunas de exci
tación -o sea, en el culto- es como más son sí mismas las culturas,
esos grupos de cómplices hechizados por su crimen alevoso. Pues
donde se cruzan excitaciones y narraciones, allí se constituye lo sa
grado (sacre), que es lo que sumerge a los grupos en su clima in
confundiblemente propio de veneración, culpa, temor y disposición
al sacrificio. Por ello se coloca el objeto sacrificado en el medio del
espacio espiritual de una sociedad. Por la representación cultual del
Dios sacrificado la sociedad se experimenta como un cuerpo ho
mogéneo, que siempre ha de vibrar renovadamente en la desazón
sagrada común para permanecer coherente en sí mismo. Es preci
samente el hecho de que, como comunidades de víctima y de culto,
su medio de unificación sean los recuerdos de violencia, siempre
absolutamente peculiares, lo que proporciona a las sociedades pri
mitivas su típica impenetrabilidad. (Por eso no existe posibilidad de
conversión a religiones primitivas: porque está excluido participar
en el crimen constitutivo de un grupo extraño de otro modo que
desde la posición del espectador intruso; por el contrario, es posi
ble el acceso desde un culto cualquiera a religiones altamente cul
turales como el cristianismo o el budismo, porque ambas poseen la
estructura de movimientos emancipatorios que liberan de primiti
vos complejos de culto y culpa, aunque, como sucede en el cristia
167
nismo, el movimiento de liberación quede estancado en nuevas cul
pabilidades autosaboteadoras ante un Dios sacrificado. )
Si a esto se añade lo que Girard cree haber comprobado en in
numerables culturas o grupos sacrificiales, a saber, la exaltación
del chivo expiatorio a la dignidad real sacra, entonces se consolida
además políticamente la síntesis de grupos fundada en conmocio
nes y narraciones, en pánicos y mentiras. El interno estrés de envi
dia y violencia -que, si escala, excita a las sociedades hasta el lími
te de la descomposición y ocasionalmente más allá de ella- se
manifiesta, por ello, a la vez, como el consolidador de esferas más
importante, y precisamente en la medida en que tras la crisis se
consigue poner bajo control ritualmente las tensiones de celos o ri
validad que desencadenan violencia. Esta es exactamente, según el
modelo de Girard, la tarea de los cultos organizados en tomo a
ofrendas de sangre: cuya función civilizatoria consiste en reprimir
por el ejercicio de la violencia ritual las epidemias de violencia rea
les y desbordantes76. (Post Christum crucifixum esto conduce, como
Girard no se cansa de poner de relieve, a la via antiqua de los hom
bres perversos, que todavía se entregan a la violencia sacrificial, a
pesar de que podrían saber hace mucho tiempo que las víctimas no
son más culpables que ellos mismos y que la violencia aparente
mente purificadora no hace más que repetir siempre el mismojue
go maléfico77. )
Se podría comparar la transformación de las hordas prehuma
nas en comunidades humanas de ritual y sacrificio con una reacción
de inmunidad de la sociosfera contra su máxima amenaza inma
nente; aquí, efectivamente, el estresor -la peste mimética, por la
que todos contagian a todos con sus deseos- adquiere la función de
un estabilizador religioso: lo que era malo ha de ser santo. Esa san
tidad tornasolada se manifiesta, por regla general, como divinidad
étnica, con el mandato de garantizar, como vigilante de esferas y
protectora de grupos, la coherencia étnica. Así, grupos que perte
necen a religiones sacrificiales arcaicas tienen la forma de bandas
integristas, que, si ya no cometen actos criminales en común ac
tualmente, sí se identifican mutuamente mediante los signos de los
delitos pasados. Cuando ese integrismo produce síntomas más fuer
168
tes, el deseo de reincidir en la orgía efectiva se vuelve más agudo. Y
los grupos que buscan violencia encuentran por regla general muy
fácilmente su víctima e inventan pronto los pretextos para llevar a
la práctica y festejar su eliminación.
Tales integrismos de grupo cuasi-naturales, junto con su sed de
escaladas, no están inmunizados contra las ilustraciones. En el inte
rior de sociedades ritualmente pacificadas, sobre todo cuando han
crecido hasta hacerse imperios consolidados y echan una mirada re
trospectiva a más amplias experiencias de paz, pueden desarrollar
se reflexiones críticas contra la violencia, que ponen al descubierto
y rompen eljuego fatal de la excitación por rivalidades o celos. Al
gunos de los testimonios más antiguos de la formación de éticas ex
plícitamente antimiméticas, que aminoran la rivalidad, se encuen
tran en los libros de sabiduría del antiguo Egipto; de entre ellos
resaltaremos aquí las máximas de Amenemope, un escriba y supe
rintendente de graneros en la época del Nuevo Imperio. Este texto
es un escrito didáctico moralizante (ca. 1300 a. C. ), cuyos reflejos en
las literaturas de Oriente Próximo, pero sobre todo en los escritos
sapienciales del Antiguo Testamento y no en úldmo término en las
máximas de Salomón, se pueden comprobar inequívocamente.
También la ética del Nuevo Testamento viene anticipada tanto en
esta como en otras muchas muestras de reflexión sapiencial del an
tiguoEgipto. EnlaDoctrinadeAmenemopeparasuhijoKar-nakhtnapa
recen, entre otras, las siguientes máximas:
No te enfades con tu ofensor, dale más bien una respuesta que sejusti
fique por sí misma [. . . ].
[. . . ] No discutas con alguien que esté enfurecido y no le instigues con tus
palabras. Deja que pase la noche antes de responderle, para que tenga tiem
po de calmarse. Mantente lejos, en cualquier caso, del excitado pasional
mente y abandónalo a sí mismo, pues Dios sabrá cómo ha de replicársele.
[. . . ] Respeta los límites de los campos de labranza, pues no se ha de sus
traer a la viuda la mínima parcela.
[. . . ] No pretendas los bienes de los demás y no obligues a rendirse por
el hambre a tu vecino. Pues es, en verdad, indecente estrangular a quien el
169
derecho le confirma en sus bienes, y es un depravado quien intenta deso
llarle para apropiarse de ellos.
[. . . ] No cantes la alabanza del triunfador delante del que se ha quedar
do sin fama. No atormentes al enano, no imites al contrahecho ridiculizán
dolo.
Ofrece la mano al viejo con todos los signos del respeto que se le debe
No maltrates a nadie, pues todos están en la mano de Dios.
Estas máximas podrían interpretarse como testimonio de una re
volución en la discreción. Casi un milenio y medio antes del Ser
món de la Montaña esas ideas del valle del Nilo prohíben la desver
güenza con la que se comportan desde siempre los violentos, como
si no los viera nadie a tener en cuenta. Ya la reflexión egipcia había
llegado a la cuestión decisiva de todas las grandes culturas: ¿Qué
son violencia y barbarie sino signos de la irreverencia de ciertos ac
tores frente al testigo superior? Las máximas del inspector de los ce
reales muestran que en el suave clima de la cultura de los estamen
tos medios del antiguo Egipto alboreaba ya un ánimo sapiencial
semejante a una primera Ilustración: que ya no busca más el funda
mento de la vida en común en ritos que se refieran a actos de vio
lencia sanguinarios y lejanos, sino en el común ser-protegidos-y-
abarcados por el Uno, el Dios atento a todo. Con total lucidez, la
nueva doctrina sapiencial pone en evidencia el mecanismo de la es
calada de la violencia -surgida de la envidia- entre los seres huma
nos y señala el camino a una vida discreta y moderada. El nuevo way
oflifeegipcio se parece a una ascesis de la des-escalada. Ésta se basa
en la presunción de una atención divina que penetra el espacio y a
la que no se le pasan tampoco las conmociones más íntimas de los
actores.
Con ello, la creencia en el observador supremo, que ordena dis
creción, está al comienzo de un desarrollo que fue continuado por
los profetas judíos y por la ética de Jesús, y que desemboca, final
mente, en las modernas formulaciones de los derechos humanos.
En la base de este impulso evolutivo-moral está el reconocimiento
de que las grandes esferas del tipo de los reinos e imperios (y sobre
170
todo de las Iglesias universales) sólo son capaces de salvaguardar du
raderamente su forma cuando cesan de apostar fundamentalmente
por la violencia sacrificial y los horrores divinos. Como muestran las
enseñanzas de Amenemope, los grandes cuerpos políticos adquie
ren inclusividad creciente en tanto se abren paso hasta una ética
que expresamente concede su protección a las víctimas actuales o
potenciales -a los débiles o a los extranjeros-; esta tendencia ya se
había manifestado en el babilónico Código de Hammurabi de la
época en tomo al año 1700 a. C. El tenor de las nuevas doctrinas sa
pienciales reposa en la disuasión de tomar parte en escaladas de
sencadenantes de violencia. Esto corresponde a un clima ético me
nos caracterizado por la capacidad de movilizar al grupo contra
chivos expiatorios y enemigos exteriores que por la preocupación
por la coherencia civil en un gran espacio pacificado. El clima de in
clusión es el comienzo del ethos universal. Pertenece a la política cli
mática de imperios estables prometer asistencia a los necesitados y
hacerse cargo de los amenazados y perjudicados. (Por eso la genea
logía de la moral a partir del resentimiento de los perdedores, tal
como Nietzsche la ha expuesto, es una deducción certera pero par
cial; ha de ser complementada por una genealogía imperial-morfo
lógica. ) Ese ethos conlleva la paradoja de que él mismo produce, a
su vez, efectos exclusivos, ya que ha de declarar como adversarios a
grupos integristas o pueblos obstinados que no quieren diluirse en
la civilizada tibieza del imperio. Así, precisamente el universalismo
ético choca en todos los frentes posibles con los límites estructura
les de la inclusividad generadora de paz. De hecho, climas interio
res suaves sólo se desarrollan en principio y la mayoría de las veces
detrás de muros firmes, y en el intento de exportar los estándares
climáticos suaves la violencia imperial traspasa en mayor o menor
medida la cubierta pacificada.
Con este dilema han de vivir las grandes religiones inclusivas y
doctrinas sapienciales desde que hace tres mil años aparecieron en
el escenario histórico-universal como partners simbióticos de los im
perios y a la vez como disidentes crónicos suyos. Un simbionte disi
dente de los imperios ha sido sobre todo eljudaismo histórico, que
hubo de buscar siempre su oportunidad en los huecos Ínter- e in-
171
traimperiales. Al mismo tiempo, desde la aparición de las grandes
éticas y de las imágenes de mundo cronológicamente axiales, los
imperios tienen ante sí la tarea de entenderse con la estirpe de los se
res humanos buenos que desdeñan la paz armada, lograda a la
fuerza por los Estados y por su jurisprudencia finita, a la que con
traponen la paz de un reino completamente diferente yotrajusticia
infinita, completamente diferente también. Con la diferenciación
de tipos de paz comienza la auténtica guerra mundial: el pleito his-
tórico-universal, llevado hasta la última instancia, de la antítesis en
tre poder (arraigo, afirmación, aparato, cultura) y espíritu (desa
rraigo, oposición, anarquía, arte). Si hubiera un «fin de la historia»
se notaría en la desaparición de estas contradicciones.
172
Capítulo 2
Recuerdos-receptáculo
Sobre elfundamento
de la solidaridad en la forma inclusiva
Créeme, feliz era el tiempo anterior a los arquitectos. . .
L. Anneo Séneca, Epistulae morales 90
Que la naturaleza goza sobre todo en lo redondo es algo que se deduceya
de lasformas que ella misma crea, produce y engendra. El orbe terráqueo, los
astros, los árboles, los animales, sus nidos y qué séyo cuánto más, todo ello
lo quiso redondo.
de dónde
la voz que dice
vive
de otra vida
León Battista Alberti, Los diez libros de arquitectura
El ser humano es un zóon politikón: esta frase de Aristóteles pone
de relieve que la especie de los seres humanos puede caracterizarse
sobre todo como animales que viven su vida en común. Si se fija uno
con mayor detenimiento, el predicado politikós -que tiene aquí un
acento biológico—es demasiado débil, ciertamente, en cualquier
respecto, para designar lo específico de las asociaciones humanas.
En el discurso aristotélico (sobre todo en la Historia animalium I, 1)
esto no designa exclusivamente el modo de ser del ser humano, si
no también el de los insectos que se organizan estatalmente, o el de
animales de manada como lobos y grullas79. La zoología griega ha
bla de los «animales gregarios», que viven en sociedad, como de se
res vivos «políticos», sin preocuparse demasiado en principio por lo
173
Samuel Beckett, Letanías
que tengan que decir otras disciplinas sobre el ser humano como
animal que narra, que hace sacrificios, edifica ciudades y elabora
conceptos.
Con ello, la palabra politikós apunta -sin acertar exactamente- a
motivos prepolíticos y no-urbanos de la asociación humana. Sugie
re que los seres humanos son desde el principio los-vivientes-que-
no-viven-solos y que no sólo se reúnen para el apareamiento, aun
que tampoco únicamente para el negocio ciudadano. Quien habla
de los seres humanos como de animales «políticos» admite que en
tre esos seres actúan fuerzas de ligazón que serían muy difíciles de
entender desde el punto de vista de ideologías individualistas. El in
dividualismo es la forma de pensar que reserva el predicado «real»
para los individuos y que sólo da valor a las comunidades como es
tructuras de partes autónomas -estructuras revocables, secundarias,
reales sólo en segundo término-, es decir, como «sociedades» en
sentido teórico-contractual. Con un planteamiento así se pierde la
sensibilidad por la compacidad irreducible de las relaciones de inti
midad humanas. Excluye el campo de las relaciones fuertes80de la
percepción antropológica. Pero ¿cuál es la «obra» común que lleva
a priori, por decirlo así, a los seres vivos sociables unos hacia otros,
que los ensambla entre ellos y los coloca bajo motivos comunes de
existencia?
Comenzaremos a desarrollar aquí -siguiendo las fundamenta-
dones microsferológicas del primer volumen- una serie de respues
tas macrosferológicas a estas preguntas, respuestas que dependen
todas ellas de una observación fundamental: si los grupos humanos,
desde las viejas culturas de cazadores de la Edad de Piedra hasta el
umbral de la Modernidad, tienden a manifestar fuerzas internas de
coherencia, sumamente fuertes, es porque a todos los niveles de la
escala sistémico-social de magnitudes están sujetos a un imperativo-
forma existencial superpoderoso. Por motivos puramente específi
cos, y mucho antes de que la forma de vida polis aporte sus ideas
comunes determinantes, los pertenecientes al mismo grupo ya esta
ban implicados recíprocamente en relaciones fuertes: más de lo que
ha sido capaz de describir cualquier teoría de la comunicación has
ta ahora, pero también de modo distinto a como lo han fabulado las
174
Renos en el desierto
de nieve de la región ártica siberiana.
conocidas concepciones románticas, comunitarias y organicistas.
No hay por qué suscribir la rebasada teoría de los espíritus del pue
blo para percibir la realidad de comunas compactas y de culturas
con valores propios.
Así como, siguiendo a los teólogos cristianos, las personas de la
Trinidad inmanente no precisan colocar ninguna pared en tomo a
sí para ser en cada caso sí mismas, y compenetrarse, sin embargo,
175
unas con otras81, tampoco los miembros de la sociedad primaria y
primitiva necesitan valla alguna, que los cerque y reúna, para consti
tuir su relación fuerte recíproca. Durante mucho tiempo todavía no
se necesitan muros en tomo a sus poblamientos para manifestar que
tienen que ver unos con otros del modo más radical. También la co
munidad sin muros se reproduce endógenamente a partir de ener
gías de cohesión, que son las causantes de que cada grupo cree en
cada caso su propio espacio existencial y su forma típica, en la que
pueda presentarse a sí mismo y a otros. Cualquier grupo-nosotros, in
cluso sin sólidos refuerzos arquitectónicos, sabe cobijarse en una fi
gura insinuada y, por una especie de tensión centrípeta, instalarse en
una forma de totalidad integradora. Todas las unidades culturales
primarias sólo pueden entenderse como procesos morfogenéticos
autoproductores82. El proyecto inmediato de cualquier sociedad es la
continuidad del autocobijo del grupo en su envoltura morfológica:
todas las «sociedades» concretas, las primitivas como las complejas,
son proyectos esferopoiéticos (para lo cual, en principio, no hace fal
ta todavía contar con los significados geométricos de la expresión
«esfera» y podemos limitamos a vagas espacialidades internas).
Es trivial la constatación de que el mayor número, con mucho,
de las conformaciones de esferas en la historia de la especie huma
na han quedado como pequeños conjuntos, semejantes a clanes y
de cultura tribal, pocos de los cuales logran convertirse en estructu
ras éticas de formato medio: ya un pueblo, efectivamente, es un efec
to morfológico que, pensado desde las hordas originarias, roza lo
imposible, ya que presupone la síntesis cultural, y la mayoría de las
veces también política, de miles de hordas (a partir de ahora: fami
lias o linces). Sólo en mínimos casos esas formaciones crecen, so
brepasando las unidades populares, hasta convertirse en macrosfe-
ras de orden superior, es decir, en ciudades-república e imperios
multiétnicos, incluso en «culturas» en el sentido de Spengler y
Toynbee, que consigan darse polídca y ontológicamente la forma
de mundos. El término «mundo» designa, pues, no «todo lo que es
el caso», sino: todo lo que puede ser contenido por una forma o por
una frontera conocida. Lo podríamos designar también, adecuada
mente, como un contexto autógeno.
176
El símbolo clásico de integración de ese concepto de mundo lo
encontramos, por lo que respecta a la Antigüedad occidental, en la
imagen homérico-hesiódica de la oikuméne rodeada por la corriente
de Océano, es decir, en el lugar visible de residencia de los seres hu
manos que queda protegido dentro de los límites de un misterio
divino circundante. El mundo de la vieja China conocía para esto
mismo el símbolo análogo de t’ien-hsia, «todo-bajo-el-cielo» o «im
perio». En ambas concepciones de ecúmene el concepto de mundo
va unido a la idea de que todas las cosas manifiestas están com
prendidas dentro de un anillo extremo de fuerzas ordenadoras in
visibles83. Este círculo o anillo se hace consciente en el pensar tan
177
pronto como, con el crecimiento cuantitativo crítico, los grupos pri
marios entran en un estrés morfológico que ha de ser dominado
mediante la construcción de muros y por medios simbólicos de au-
toafirmación política y filosófica. Pero también mucho tiempo an
tes, cuando pequeños grupos humanos llevaban todavía la vida de
cazadores nómadas y estaban lejos aún de parapetarse tras murallas
ciudadanas y vallas fronterizas imperiales, existían, en cualquier ca
so, en formas autorredondeantes y autocomprehensivas: nosotros
las denominamos los invernáculos sin paredes de la solidaridad es
férica, que es algo completamente diferente a la solidaridad imagi
naría y programada de los grupos de intereses en las modernas so
ciedades de masas, ya se trate de la así llamada clase trabajadora, o
de la de los viejos yjóvenes que estarían unidos indirectamente, a
través de cajas sociales, en presuntos (poco sólidos, obviamente)
contratos generacionales.
Hablar de solidaridad en forma de invernaderos es algo que de
be indicar, en primera línea, que en el caso de gentes que viven real
mente en común sus relaciones internas poseen una preeminencia
absoluta sobre sus llamadas relaciones con el entorno. Precisamen
te las hordas más primitivas muestran esa tensión al primado de lo
interior: en tanto que, como invernaderos de relación realmente
existentes, procuran a los miembros del grupo una situación relati
vamente óptima, se orientan sobre todo a su autocobijo tras muros
no construidos y paredes no levantadas. Por eso, el principio pared
entra ya enjuego en las formaciones sociales más primitivas, inclu
so allí donde apenas puede hablarse todavía de realizaciones arqui
tectónicas de la figura de inclusión, divisora o repartidora de espa
cio. (En el entorno de asentamientos de tiendas del musteriense se
han encontrado restos de huesos amontonados, como primeros in
dicios de una empalizada mágica84. ) Cuando son paredes -construi
das o no construidas- lo que divide el espacio, se trata siempre de
creaciones físicas y mentales de espacio interior, pues la primera pa
red es siempre la vista desde dentro: la pared para nosotros, el cer
cado constitutivo, la línea de cerramiento trazada por nosotros mis
mos. La diferencia primordial topológica entre interior y exterior
(entre-nosotros y no-entre-nosotros) se impone en principio sin se-
178
Esquema topológico del espacio
primitivo de una aldea, según K. E. Müller,
Das magische Universum der Identitát,
Frankfurt-Nueva York 1987.
ñalizaciones materiales sólidas; sobre ella descansa el mágico uni
verso de las identidades85, que, en la plétora inconmensurable de
sus realizaciones individuales, repite siempre, una y otra vez, la ley
de laproducción de espacio, endosféricamente dominada. Como
grupo autocercado, autopacificado, quienes vivenjuntos separan su
parte de vivienda, su paz, del espacio de disensión, no-cercado. El
efecto de autoalbergue surge de aquella Insulation en la que Hugh
Miller86vio el mecanismo topológico-social más importante: grupos
que vivenjuntos producen por su campo de proximidad un clima
interior que funciona para los habitantes como un nicho ecológico
privilegiado.
Por eso los seres humanos no son tanto buscadores de
179
nichos como constructores de ellos. Es característica suya que ellos
mismos dispongan para sí mismos el lugar donde puedan crecer y
desarrollarse. Dieter Claessens ha resaltado este hecho antropológi
co con el acento oportuno:
Mientras que la evolución que lleva a los mamíferos ha transferido la
función de nicho a un elemento positivo para la supervivencia como es el
agua, después a la inequívoca protección del huevo, y finalmente al ser vivo
mismo de la madre (que, por lo tanto, se convierte directamente en el me
cenas del descendiente, y él mismo desarrolla en sí mismo el clima interior
artificial que precisa un desarrollo con mayores pretensiones), la evolución
que lleva al hombre se invierte en cierto sentido: ahora el útero vuelve a ser
un espacio social, lo que no significa otra cosa que una parte de la función
protectora que había tomado a su cargo el espacio interior materno se vuel
ve a trasladar ahora al exterior, lo que no sería posible si un espacio exterior
así no hubiera sido creado con anterioridad: el «útero social»87.
De ahí se sigue: toda sociedad es un proyecto uterotécnico; tie
ne que extraer de sí misma la protección por la cual ella misma se
hace posible. Habitar, sin embargo, no significa simplemente, como
enseñaba Heidegger, protegerse, sino distinguir entre esferas pro
tegidas y no protegidas. Sí, en tanto que es por esa diferenciación
por la que la endosfera se desmarca de la exosfera, es ella también
la que decide lo que va dentro y lo que son las circun-stancias. Ella
hace que el lugar propio, claroscuro, no-indiferente se recorte en la
extensión indiferente o encantada del espacio inexplorado de ahí
fuera. Esa zona pacificada, cercada, autoprotegida, autocobijante
contrasta a menudo con cercos de demonios y ladrones; en las sen
tencias de los augures romanos, por ejemplo, se pueden reconocer
todavía huellas de una «consagración» o «absolución» (effari) origi
naría de los campos y herbazales, antes salvajes, no cercados, no pa
cificados. En el lugar adecentado, urbanizado y liberado, el mundo
se despeja como nuestro. El lugar propio se convierte en el corazón
de lo existente o en el asiento del alma del mundo (aunque en con
textos como éste, como se ha visto, se trate de un caso particular del
uso del adjetivo «propio»). En tanto que lo habitamos, el lugar ele
180
gido, centrado interiormente, se convierte en el mundo relevante y
se distingue como una región de superior densidad y claridad más
familiar, pero también de mayor peligro. Cuando grupos de seres
humanos forman su espacio de vivienda y de vida, el autocobijo, la
autoclimatización y autorredondeamiento se hacen valer como
creadores de lugar. La tierra puede estar sembrada de millones de
asentamientos extraños, pero este de aquí, en principio y hasta nue
vo aviso, es incomparable, puesto que nos alberga, nos posibilita y
está a nuestra disposición actualmente. Aquí, nosotros, la entidad
comunitaria que somos, recortamos del espacio indiferente, no co
mún, una esfera animada: en ella viviremos como en nuestro habi
táculo cósmico. Aquí sabemos lo que pensamos cuando decimos
que estamos en el mundo como en casa. El recorte es la embajada, la
esfera es el sentido del ser.
Desde estas consideraciones queda abierto el retomo a nuestros
análisis microsferológicos. Ahora puede plantearse la pregunta:
¿Dónde estamos realmente cuando creemos que en una región, en
un paisaje o en una ciudad estamos entre nosotros o en casa? Si esa
pregunta-dónde pretende demostrar algo más que un abuso de la
partícula interrogativa, entonces nos obliga a suponer que el ser-en
(o estar-en) un mundo público, familiar, no puede resultar algo
completamente trivial. Hemos de convencernos una vez más de que
el habitar en común en un lugar-mundo implica más que una ocu
pación egocéntrica de espacio por parte de varios. En el primer vo
lumen, refiriéndonos a los bosquejos de Heidegger de una analítica
del ser-en, explicamos cómo: «En el ser-ahí hay una tendencia esen
cial a la cercanía». Por el habitar, o el cstar-en*, el mundo como tal
desaparece y vuelve a abrirse como espacio del poder-estar-cerca.
Las explicaciones, más bien formalistas, de Heidegger no son muy
esclarecedoras por lo que respecta a la esencia y dinámica de esa
aproximación abridora de mundo. Ciertamente, nada parece más
obvio que un grupo (contemporáneamente: un sistema social sim-
*Traducimos por «estar-en*» la intraducibie verbalización («interiorear», o algo
similar) de la partícula adverbial innen (dentro, en el interior) que propone aquí
P. SI. en referencia a Heidegger. (TV. del T. )
181
pie) esté en el espacio precisamente donde está, y que por el simple
hecho de su estar-aquí se remita al espacio en derredor como a su
entorno (contemporáneamente: a su medio ambiente). Con todo,
hay un aspecto del estar-aquí de cualquier grupo en su lugar que es
capa tanto a los cartógrafos y a los registradores de la propiedad co
mo a los sociólogos de campo: dado que los conjuntos humanos son
de por sí magnitudes uterotécnicas o autocobijantes, nunca ocupan
simplemente un sector en un espacio físico o jurídico dado, sino
que son ellos mismos los que, como esfera propia de relación y ani
mación, crean el espacio que habitan. Da igual adonde lleguen,
dónde se instalen: siempre tienen a mano su capacidad de crear por
sí mismos su peculiar espacio interior y el ambiente general de éste.
Esferopoiesis, atmosferopoiesis y topopoiesis suceden en uno y el
mismo proceso. En tanto producen el corte que significa o consti
tuye el mundo, son el aspecto formal de la creación local de mundo.
Desde ese corte o sector del mundo en general son posibles salidas
al exterior: «El exterior es conquistado como figura del interior; co
mo figura del exterior es sacralizado el interior»88.
Al instalarse en él, los unidos en su mundo común se cobijan en
un círculo propio, sólo perteneciente a ellos, como en un inver
náculo sin paredes, como en una tienda hecha de forma y sonido
endógeno. Por eso -también refiriéndose a grupos claramente esta
blecidos, al menos en apariencia- es lícito repetir la extravagante
pregunta: ¿Dónde están cuando están donde están? La pregunta
despierta respuestas fructíferas en la medida en que se consigue ex
plicar por qué el estar-dentro o el estar-entre-sí de los conjuntos hu
manos está penetrado de una ambigüedad topológica que tensiona
todo «aquí» hacia un «en cualquier otra parte». ¿Qué ha de signifi
car que en todo estar-ahí-dentro, aparentemente inequívoco, válido
aquí y ahora, se inmiscuya la relación a otro interior? , ¿a un pasado
o a un futuro «ahí-dentro», que no puede jamás abstraerse comple
tamente de la situación actual? Ya que la interioridad siempre se
presenta como un hecho de varios niveles, que siempre remite tam
bién a un en-otra-parte, en el discurso del estar-aquí-dentro se ocul
ta una alusión a la diferencia topológica fundamental que no puede
ser reprimida por ningún tipo de fijación a la actualidad inmediata
182
o primitiva. Existan donde existan seres humanos, siempre su lugar
propio remite ya a otros lugares y situaciones. A través de cualquier
aquí-dentro brilla un interior que fue válido en otra parte. Toda pa
red sustituye una pared, todo interior menta otro interior, toda sa
lida de una situación interior provoca otras salidas.
Y precisamente porque esto es así, la diferencia primitiva entre
endosfera y exosfera puede embrollarse desde dentro. Lo que Freud
dice sobre lo inquietante es sólo una alusión psicologizantemente
oscura al vaivén fundamental de la diferencia espacial primaria en
tre interior-propio y exterior-ajeno: antes de toda psicología existe
la experiencia de que ocasionalmente lo interior aparece como sye-
no y lo exterior como propio. Con esta complicación y enriqueci
miento han de arreglárselas desde el comienzo las producciones hu
manas de espacio. Un segundo e inquietante interior pone en
tensión al primero e íntimo, y un segundo y reconfortante exterior
. se infiltra en el exterior primero e inquietante. Los espacios huma
nos son surreales, dado que en cualquier lugar actúa la diferencia
alotópica: somos como somos aquí sólo porque, viniendo siempre
de allí, el allí lo tenemos cerca en el aquí.
Así pues: el ser humano es el animal que,junto con su otro esen
cial, crea endosferas en casi cualquier situación, porque sigue mar
cado por el recuerdo de otro haber-sido-o-estado-dentro y por la an
ticipación de una última envoltura. El es el ser vivo que nace y
muere, que tiene un interior porque cambia de interior. En cual
quier lugar del ser humano actúan tensiones de mudanza. Por este
motivo, su historia es siempre y en todas partes historia de paredes
y de las metamorfosis de éstas.
En la fenomenología de las esferas íntimas del primer volumen
pusimos de relieve algunos rasgos del cobijo originario humano en
un receptáculo viviente: sobre todo aquella «clausura en la madre»
por la cual se estampa en toda vida que viene al mundo el patrón
protoescénico imperecedero del estar-contenido en una caverna re
donda, protectora y estimulante. De esa matrix proceden la mayoría
de las protecciones y estímulos receptaculares posteriores, así como
las grandes fobias a los receptáculos, sin las que los individuos mo-
183
demos, sobre todo, no pueden decir realmente lo que quieren
cuando intentan explicar que lo que querían era la libertad, sin más
adjetivos. Se puede definir la era de la metafísica clásica por el he
cho de que en ella el motivo del autocobijo en una totalidad buena
prima con mucho sobre el de la autoliberación, mientras que la Mo
dernidad se distingue por el primado de la tendencia a la libertad
frente a la necesidad de cueva y por el impulso a rebasar el hori
zonte. Antigüedad y Modernidad se diferencian por procesos de in-
sulación radicalmente opuestos.
Al comienzo de la línea evolutiva está, sin duda, el hecho de que
al ser humano le imprime carácter la experiencia de su inmanencia
en una envoltura viva protectora. Desde el punto de vista psicoge-
nético, el deseo, creador de espacio, del ser humano de cobijo en
receptáculos protectores se desarrolla a partir de esta primordial ex
periencia del espacio: la doble-vida intrauterina y su continuación
en el ámbito madre-hijo posnatal proporcionan el modelo para
cualquier ampliación de la situación íntegra. Ese modelo dirige las
reescenificaciones posteriores del espacio que ha de proporcionar
presencia entre ellos a sus moradores. (Por ello, esta autopresencia
no es ninguna ilusión discursiva de interioridad privada inmediata,
sino el éxtasis primitivo del ser-ahí-en-un-espacio-compartido. ) Ser,
o estar, dentro se experimenta aquí como vivir dentro de un ser vi
vo envolvente. Lo que está dentro de tal modo se convence espon
táneamente de la ventaja de ser donde es, o de estar donde está, ya
que la vida que lo rodea reafirma su propia vida. Con ello, a la ex
periencia de la primera situación en un receptáculo se ligan eviden
cias tempranas de un estado real de seguridad en correspondencias
con quienes comparten con uno la existencia.
El sentido preciso de estar-o-ser-dentro -de interioridad caver
nosa hablaremos más tarde- se manifiesta a la luz de la primera vi
da a dos o vitalidad doble, cuya estructura constituye la clave de la
escena primaría humana y de sus traducciones inagotables en todas
las tonalidades de resonancia intersubjetiva. El aislamiento origina
rio -el flotar fetal en un mar interior, continente y contenido- po
ne a toda posterior geometría social o geografía política ante la tarea
de repetir la estructura fundamental de la clausura en la madre con
184
los medios de la vida que ya se ha hecho pública. Sólo en el continens
puede haber contentura, en lo abarcante fundante lo abarcado satis
fecho, en el receptáculo abierto lo bien liberado (parido).
Lo que los seres humanos socializados reclaman de sus compa
ñeros de mundo de vida, pues, no es en principio otra cosa más que
éstos se unan de una manera que permita volver a satisfacer en co
mún la primera concepción del espacio vital: vida en un círculo de
vida. Se podría decir que en sus módulos más simples los grupos so
ciales son comunas amnióticas: conjuntos que están en situación de
reinterpretar para sus miembros el papel del contorno viviente, re
clamado existencialmente. Así como el amnios o membrana extraem
brionaria, como primera pared matemo-corporal-inmanente, posi
bilita la función de receptáculo de la bolsa amniótica para el feto y
su gemelo placental, así, en los grupos humanos primitivos, los
otros convivientes, en conjunto, han de cumplir el papel de recep
táculo para los individuos y sus compañeros más próximos. Pero en
la evolución más temprana de esas relaciones receptaculares no en
tran en consideración recursos cerámicos, textiles, ni arquitectóni
cos. En principio, son casi exclusivamente los propios miembros del
grupo los que, por decirlo así, se perfilan unos a otros mediante su
presencia física, más o menos crónica. En tanto que en relación con
cada miembro individual del grupo constituyen el entorno sufi
cientemente presente, cumplen el elemental imperativo del recep
táculo: forma la esfera común de tal manera que la máxima de la
convivencia pueda entenderse en todo momento como amonesta
ción a incluir algo vivo en algo vivo diferente.
El psicoanálisis -en la estela de las artes magnetopáticas del siglo
XVIII y XIX- ha ofrecido, al menos, una visión parcial de esto al ha
cer dependiente la curación del alma aislada de affairesamorosos ar
tificialmente escenificados. Tales affaires son, en cierta medida, ex
perimentos sobre el retomo a la integridad sin paredes de la liaison
primaría. Lo que el psicoanálisis malinterpretó en principio, en re
lación con ello, es el hecho de que lo que se reactiva en la llamada
transferencia no son tanto modelos de relación como circunstancias
espaciales, no sólo torsiones individuales del deseo amoroso sino
más bien modos y maneras de formar con el otro un espacio pri-
185
Terapia de grupo en Pune, 1977.
mano común. Esto sí lo han percibido Béla Grunberger, con su teo
ría de la mónada, y Otto Rank, con su doctrina de la situación tera
péutica.
Hoy, la mayoría de las prácticas terapéuticas de grupo, si no todas,
dan fe -con mayor evidencia que el face-á-face de la terapia indivi
dual- del poder potencial del modelo más antiguo de coexistencia:
vida-rodeada-de-vida. Mientras un grupo terapéutico no pierda
completamente el norte, en cada nuevo ensayo se manifiestan las in
clinaciones y aptitudes de los participantes para abrirse y distender
se en euforias compartidas; de esta manera, experimentan el recep
táculo autógeno y, en cuanto que participan en una esferopoiesis
espontánea, sienten de qué modo se manifiesta entre los compo
nentes del campo la función tónica reguladora de la forma inclusiva.
Así pues, en la medida en que los grupos humanos son magni
tudes autocobijantes, forman «círculos» en tomo a sí, y desde sí mis
mos, en todos los planos cuantitativos. Todo «círculo» hace resaltar
186
un interior del exterior. Tales formaciones poseen inevitablemente
cualidades uteromiméticas, ya que han de poner en marcha el im
pulso autocobijante y automatemal de las primitivas configuracio
nes de grupo; en ellas hay que reconocer el proceso sociopoiético
originario. Pero también sociedades estamentadas más complejas
escenifican en sus jerarquías, la mayoría de las veces, una relación
de orden en la cual los gobernantes, al menos en el imaginario so
cial, se presentan como cubiertas o envolturas en tomo al pueblo;
Louis Dumont, en sus estudios de la sociedad india de castas, ha de
finido clásicamente la esencia de lajerarquía como la capacidad de
un polo de relación de englobar a su contrario: englobement du con-
trairem. La coherencia de sociedades de clases no se produce sólo
por efectos de poder directo o estructural, sino también por efectos
conjuntivos del inconsciente morfológico que se encama en la re
lación de lo englobante con lo englobado.
Todo grupo orgánico es, pues, una metáfora viva del querer-ser-
ahí, promotor de forma: ahí, en un interior común. Dado que los
grupos y los pueblos, tanto los tradicionales como los modernos,
son siempre también configuraciones-de-útero-social, toda unidad
cultural vive sobre el suelo de una constitución morfológica, que ha
establecido el derecho fundamental a cobijo formal: un derecho a
habitar en una forma que es más antigua que cualquier ley codifi
cada de los dioses y de los seres humanos. Sí, quizá procedan inclu
so ambos, tanto seres humanos como dioses, de la experiencia de la
forma cobijante. Los dioses son los gemelos de todos, mientras que
todos son el amnios o la bolsa amniótica de cada uno90.
El ser-en-forma del grupo, y el de los individuos en él, deriva,
pues, de modelos protoescénicos de situaciones interiores de inte
gridad. Con profusa evidencia, psicólogos infantiles han cimentado
la tesis de que durante su primer año extrauterino los recién naci
dos sólo consiguen emprender un camino prometedor en la vida
cuando se les ofrece la oportunidad de seguir representando, tam
bién en su nueva situación exterior y con modificaciones, las escenas
familiares del estar-dentro de sus madres. Alfred Tomatis ha escla
recido este motivo morfológico -la propensión natural, por decirlo
así, del ser humano al autocobijo en metamorfosis del círculo ute-
187
riño- con su característica capacidad de exageración, estimulante
del conocimiento:
La madre sigue siendo ese útero ampliado, esa visión, que más tarde se
convertirá en cabaña, iglú, casa, universo. Siempre estamos rodeados de pa
redes. Nunca abandonamos realmente el útero, que, evidentemente, en el
transcurso de la vida se amplía, toma otras formas y otras proporciones91.
Si se prescinde del idealismo matriarcalista del sistema de To-
matis, esa tesis provoca una interpretación de graves consecuencias
en la dinámica transferencial de configuraciones cosmovisionales.
Incluso aunque fuera falsa, habría que estarle agradecido por su ge
nerosa exageración. Efectivamente, lo que se llama una imagen de
mundo no es representable sin una función explícita de pared y de
cerco, y sin una acomodación incesante del cerco a nuevos y más
amplios espacios de experiencia. Para cualquier volumen de mun
do hay que definir un nuevo contorno y una solidez adecuada de las
paredes. Así pues, toda concepción de totalidad responde manifies
ta o latentemente a la pregunta de cómo se las arreglan los habi
tantes de esa totalidad para cobijarse por sí mismos en el interior de
un receptáculo de mundo suficientemente ampliado y suficiente
mente sólido. En la medida en que se interprete ser-ahí como ser-
ahí-dentro, existir significará morar tras pared y cerco.
Por ello, una función primaria de la «imagen de mundo» es ha
cer expresamente visible y perceptible el cerco del todo. Pues ¿dón
de sino en la línea envolvente resaltada, que señala lo exterior, ha de
reconocer el observador que está de hecho ante una «imagen» del
universo? Pero tan pronto como se representa una línea-borde ma
nifiesta, se instala la dialéctica del límite, en la que la permanencia
en la línea entra en competencia con el impulso de sobrepasarla.
Todo límite o frontera dice a la vez «alto» y «sigue», incluso aquella
que se presenta como la última. Para los seres humanos, en tanto
que nacidos como seres de experiencia del límite en ese doble sen
tido, con cada borde-límite que alcanzan comienza de nuevo el dra
ma de su cambio de espacio interior.
Cuando las imágenes de mundo cumplen ingenuamente la pri
188
mera de sus funciones esenciales, a saber, ofrecer la representación
del todo en delimitaciones que proporcionen apoyo y sostén, no
puede faltar el perfil exterior en la percepción sensible. A la imagen
de mundo corresponde irremisiblemente la imagen del perfil del
mundo. Esto se muestra, más plásticamente que en ninguna otra
parte, en la descripción de la obra de arte, e imagen de mundo a la
vez, más antigua que nos ha sido transmitida de la época temprana
de la cultura escrita europea: la famosa descripción del escudo de
Aquiles del canto XVIII de la Riada (versos 474-608)92. La presenta
ción de Homero de ese artificio salido de los talleres de Hefaistos,
el dios del fuego y de la fragua, presentación que constituye el pro
totipo y la pieza más brillante de la literatura descriptiva antigua,
rinde tributo de doble manera al imperativo morfológico de la ima
gen bien delimitada y redonda. Por una parte, el mundo represen
tado en el escudo está compuesto como una colección de escenas
prototípicas, cada una de las cuales posee su propio índice de re
dondez: piénsese en la imagen del mundo descrita en primer lugar,
con la luna llena, el sol infatigable y la constelación del Carro, que
gira siempre en el mismo sitio sin caerse nunca; o en las dos escenas
de la ciudad en paz, en la que, en un caso, la danza en rueda de gen
te que celebraba bodas y festines procura un cierre redondo, inma
nente, plástico a la escena, y, en otro, se trata de una disputa legal
que se resuelve en una especie de arena retórica:
Y los ancianos,
sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo,
tenían en las manos los cetros de los heraldos, de voz potente,
y levantándose uno tras otro publicaban eljuicio que habían formado.
En el centro estaban los dos talentos de oro. . .
(Riada, canto xvill, versos 503-507).
En escenas autorredondeadas de semejante modo el narrador va
deletreando la totalidad de ese mundo englobado en el contorno
del escudo: la ciudad en guerra, cercada por dos ejércitos asedian
tes; los fértiles campos, en los que los labradores, bebiendo vino,
conducen acá y allá sus yuntas; las escenas de la recolección, en tor
189
no a un rey dispuesto a banquetear con corazón alegre; una her
mosa viña de oro, a la que circunda un foso de negruzco acero; un
rebaño de vacas de oro y estaño, rodeado por nueve perros; una
danza en rueda de doncellas cubiertas con velos sutiles y muchachos
con túnicas bien tejidas, todos ellos rodeados por un gentío diverti
do, y en medio de él, formando un círculo que crea el poder de su
voz, un cantor divino. Todos estos detalles escénicos se siguen en el
texto homérico uno de otro, en serie, sin ensambladuras, como si en
su sucesión y cambio hubieran de demostrar la tesis de que es una
imagen la que configura o produce en sí misma el corte o cuadro.
Toda auténtica «mirada», o «vista», es, en virtud propia, comple
ta y redonda: esta propiedad pregnante es lo que constituye la ten
sión peculiar de la concepción griega del eidos. Lo que es una imagen
en ese sentido puede representar el mundo en cualquier momento.
En tomo a esa colección de escenas aisladas, redondeadas o com
pletas en sí mismas, Homero hace que el protoartista Hefaistos tra
ce un marco global, que no sólo añade, como en el moderno cua
dro pintado sobre una plancha de madera, un parergon o apéndice
al motivo fundamental artístico, sino que corresponde a las preten
siones de pregnancia autónoma del cuadro; exactamente en el mis
mo sentido que Georg Simmel había exigido en su ensayo sobre el
marco del cuadro: la función del marco es dar testimonio de la rup
tura ontológica entre la obra y el entorno. Para convertir la obra en
una isla autorreferente, el marco debería conducir una «corriente
encerrándose en sí misma» alrededor del cuadro y excluirlo de su
entorno con los «medios de cierre» más poderosos posible93. En el
caso del escudo homérico, ciertamente, el marco fluyente no es nin
gún marco añadido, sino que reproduce en la imagen misma la fi
gura o la vista de la frontera objetiva del mundo. El Océano fluye al
rededor por virtud propia. Cuando se trata de la imagen del todo
del mundo, borde y marco están muy cerca de la esencia del obje
to. Como dador de forma en última instancia, el marco del cuadro
que representa el escudo de Aquiles va inseparablemente unido al
asunto mismo del cuadro. Sólo él, en tanto cierra el cuadro -mejor:
en tanto permite que el cuadro se cierre a sí mismo-, puede garan
tizar que el cuadro presente ofrezca realmente la imagen de mun
190
do. Ese corte o recorte, que es el mensaje, contiene esta vez el todo.
El poder-ser-entero de esa totalidad en el cuadro hay que agrade
cerlo, sin embargo, a una energía de receptáculo, que es ella misma
una función del cuadro.
En el caso de la imagen de mundo, es por el recorte de lo máxi
mo en el resto del espacio por lo que se difunde la información
morfológica decisiva: que el mundo relevante, nuestro mundo, el
mundo de los vivos, es algo que puede contemplarse bajo la figura
de un último receptáculo y de un límite extremo.
Finalmente, representó la poderosa corriente del rio Océano
en la orla del sólido escudo
(Ilíada, canto XVIII, versos 607-608).
Con ello, el escudo de Aquiles se presenta como la primera acu
ñación de una obra de arte que representa un mundo: el gran mun
do aparece en él como una agregación de pequeños mundos, cuya
suma se recoge en una forma global. En ese sentido la obra de arte
es la realización completa de la idea de ecúmene. La presentación
del mundo en la obra se efectúa por medio de la promesa que pro
cede de la forma: que es posible la reunión y unificación de lo plu
ral en una totalidad dentro de un límite bello. La buena delimita
ción de la vista total es lo que constituye una imagen de derecho
pleno: ésta es la ley fundamental de la eidética griega. Todo lo que
es sólo puede serlo en los límites bien definidos de su contorno. El
contorno habla al ojo de la esencia de la cosa misma.
Por eso los receptáculos, que dispensan algo, los escudos, que
protegen, y las cubiertas de mundo, que reúnen, es mejor que sean
siempre de forma redonda. Pues a lo que se mantiene por sí mismo
como un todo corresponde una forma periférica que con su propia
nitidez reafirme la condición compacta de lo que está dentro. (Por
lo demás, también cumplen esa misión formas tetragonales, sobre
todo cuadrados, tal como sucede, preferentemente, en el urbanismo
mesopotámico, así como en los simbolismos de totalidad asiáticos y
sudamericanos; en los mandalas budistas, que utilizan el círculo y el
cuadrado a la vez, el cuadrado representa a menudo el espacio y
191
el círculo el tiempo. Pertenecen a un estadio del pensamiento en el
que ya la circunspección regia deparaba en el imperio el esquema
espacial dominante, por lo que en innumerables mandalas apare
cen fantasías de palacios-mundo e intimidades-palacios correspon
dientes94. ) Con ello, el perfil de la imagen de mundo es más que un
paréntesis o corchete formal puesto sobre lo desunido, más que un
sobre que envolviera indiferentemente su contenido. La redondez
del escudo duplica la visión panorámica de la mirada de conjunto
épica sobre una totalidad redonda. En esa figura se reflejan, como
en un foco poetológico, todos los demás objetos que están presen
tes narrativamente en otras partes de la sinopsis homérica. Así, el es
cudo, como imagen convincente del todo, nos vuelve a deparar la
visión de todo el universo de la litada, incluyendo al cantor del cen
tro. El escudo es el círculo completo de círculos, el anillo de anillos
retrotraído a sí mismo.
A la figura envolvente le es inherente una doble curiosidad, que
se manifiesta ya en su nombre: el río Océano. En primer lugar, es
curioso para los modernos que Océano no sea el nombre de una
superficie marina, sino que designe un río. Como nombre de río,
Océano recuerda los primeros siglos de la cultura helénica, cuando
parece que los griegos, más o menos como los antiguos pueblos
orientales, se imaginaban la masa continental habitable de la tierra
como un disco llano en tomo al cual corría un ancho río. Tanto en
la imagen del mundo homérica, en tomo al año 700 a. C. , como en
la de Hecateo, de fines del siglo VI, aparece el río Océano rodean
do con su corriente circular todas las naciones del orbe. Natural
mente, en el transcurso de los siglos este primitivo cosmograma hu
bo de sufrir correcciones debido a las experiencias empíricas de los
navegantes, generales y comerciantes. Con el descubrimiento defi
nitivo del carácter de mar interior del Mediterráneo y de los peri-
plos crecientes en el espacio extramediterráneo, el significado del
Océano cambió: pasó de ser un río que sirve de frontera a la ecú-
mene, la tierra habitada, a la representación de un mar exterior que
rodea la tierra firme. Este proceso llegó a su final con el mapa de la
tierra del polígrafo y geógrafo Eratóstenes de Cirene, desde el año
246 director de la biblioteca de Alejandría, que colocó las masas de
192
tierra euro-asiático-norteafricanas dentro de un mar abierto, que
llamó «atlántico». El Atlántico de Eratóstenes, del que afirmaba que
se podía circunnavegar, abarcaba desde Portugal, en Occidente,
hasta la India, en Oriente, y el Ganges tenía el honor de desembo
car en ese mar omnicomprensivo, postulado por un griego. Hay que
recordar que Alejandro el Grande ya había hablado de una vuelta
al mundo en barco por el mar exterior, circunnavegación que sería
equivalente a una primera globalización geopolítica95.
Con el concepto de un mar periférico la cosmografía antigua ge
neró una reserva semántica de la que pudieron sacar provecho las
representaciones modernas del Océano: pues sólo los europeos de
la Modernidad comprendieron los océanos como mares mundiales
reales y los exploraron como medios globales mundiales96. En la his
toria de esa palabra se refleja el cambio de acento histórico que re
legó a un segundo plano los espacios potármeos, las culturas fluvia
les, frente a los centros de poder póntico-oceánicos.
Más curiosa aún en la mención homérica del Océano es su deu
da con las imágenes de mundo que están bajo el signo de la Gran
Madre, pues, como figura omnienvolvente, el río límite del mundo,
Océano, posee inequívocas propiedades líquido-amnióticas. ¿Cómo
podrían adscribirse, si no, cualidades de receptáculo a un agua cir
cundante? Es verdad que el Océano se representa sobre un utensi
lio marcial-masculino, pero por su energía formal sirve de testimo
nio a una concepción del mundo determinada por un motivo más
antiguo, fundamentalmente femenino; concepción de la que es ca
racterístico, no que lo líquido esté circundado por lo sólido, sino
que lo esté lo sólido por lo líquido. Si lo líquido se representa como
lo que proporciona sostén, ha de concedérsele una específica ener
gía de receptáculo: una condición que sólo se cumple si las aguas-
entomo poseen fuerza amniótica formal. Con ello, a este límite del
mundo lo caracterizan rasgos de esa estructura-vida-en-vida origina
ria de la que antes hemos intentado mostrar que -antes de toda ar
quitectura o metalurgia- tenía que procurar el autocobijo en el en-
do-milieu de los grupos-nosotros. Mientras la pared extrema se
represente como una frontera acuosa tiene aún ilimitadamente las
propiedades de lo vivo que contiene algo vivo. (Inversión del re-
193
Reconstrucción de la imagen del mundo de Eratóstenes.
Disco del mundo del Libro sobre las propiedades
de las cosas de Bartolomeo el Inglés, siglo xv.
ceptáculo: no es la pared del cántaro la que hace posible llenarlo de
líquido; es porque el contenido se contiene a sí mismo por lo que
el receptáculo aparece con él en tomo a él. ) Aquí, pues, la pared y
el borde se imaginan bajo el signo de lo femenino; ser significa to
196
davía: ser inmanente a una gran madre, mientras inmanencia, a pe
sar del cambio de lugar, signifique albergue interior. Bajo estas pre
misas pueden coincidir cosmografía y uterografía.
El esquema «inmanencia a pesar del cambio» hace posible el re
cuerdo y la imaginación: sí, sigue siendo incluso el motivo funda
mental de todas las grandes creaciones de imagen de mundo en la
época de la primera ecúmene. En principio, «recuerdo» nunca es
más que la experiencia de que antes de nuestra situación en este es
pacio ha habido otras situaciones en otros mundos interiores. Por
eso, toda pared reemplaza a una pared, todo espacio interior remi
te a otro, toda creación de pared de separación sigue alimentando
una idea anterior de cobijo, todo habitar se remonta a una interio
ridad más antigua. Cuanto más grande se vuelve el riesgo de la vida
exterior, más se ve inclinada la vida en peligro a construir un alma
cén donde se acumulen recuerdos como alimentos para tiempos de
prueba. En el umbral de la gran cultura hubo seres humanos que
definieron lúcida y casi definitivamente lo que es necesario para so
portar malas cosechas y situaciones erróneas en la vida: grano y re
cuerdos de integridad. Para almacenar estos dos bienes resultan in
dispensables edificaciones-receptáculo, depósitos de cereales en el
centro de la ciudad y depósitos de dioses en el centro del espacio
anímico, y dado que cada uno de esos bienes tiene relación con el
principio de vida del grupo, las paredes de los receptáculos (cons
truidos y hablados), que contienen algo tan imprescindible, han de
serguardadasconcuidadosagrado97.
Retengamos: hay un animismo primario de las paredes y una di
visión espacial originaria al servicio de la animación del espacio in
terior. En la medida en que ese principio se hace valer, los muros
de la comunidad, que crean espacio, siguen siendo, a su vez, mag
nitudes vivas, aunque se construyan con material, por así decirlo,
muerto. Mientras todas las paredes esenciales sean experimentadas
como propias, la construcción del muro se produce bsyo la preemi
nencia de lo interior; en este caso, los habitantes, intramurani, pue
den oscilar libremente entre dentro y fuera, y convencerse así repe
tidamente de las ventajas de la vida tras paredes propias. Pero
197
cuando las paredes se hacen extrañas, monumentales, cuando no
sugieren nada, y su coordinación con un espacio interior propio ya
no la consiguen todos, sino unos pocos privilegiados, entonces apa
rece la necesidad de distinguir los muros. Entonces, los muros de
los otros se experimentan como chocantes y repelentes, y provocan
una agresividad históricamente novedosa: el deseo de demostrar al
enemigo que tampoco tras sus muros puede mecerse en seguridad.
Probablemente ésta es la forma originaria histórico-universal del re
sentimiento. Querer procurarse a sí mismo ventajas de seguridad
significa ahora hacer inseguros los muros de los demás. El docu
mento clásico de ello es el informe bíblico sobre la caída de los mu
ros dejericó bsyo el son de las «trompetas» israelitas (Josué 6, 1-21):
documenta el amargo deseo de venganza del pueblo nómada con
tra aquello que experimenta y denuncia como arrogancia de seño
res territoriales sedentarios.
Quedaría por escribir la historia de los pueblos que odian los
muros. Pero en las civilizaciones avanzadas no son sólo los muros
del enemigo los que han de ser experimentados como extrañas y re
pelentes demostraciones de poder. En grandes sociedadesjerarqui
zadas y establecidas aparecen también procesos inevitables de dis-
tanciamiento de las paredes de la cultura propia. En las grandes
casas de vecindad romanas ese distanciamiento se convierte en epi
démico, como registra el millonario-moralista Séneca cuando en sus
desahogos críticos frente a la arquitectura y el lujo hace notar: «Las
casas son hoy (a causa de su peligro de derrumbamiento) una de las
causas fundamentales de nuestro miedo» (Epistulae ad Lucilium, car
ta 90, 43). Yes que lo alto en lo propio resulta más extraño para mu
chos que lo bajo en lo ajeno; por eso en muchas regiones de la tie
rra la gente humilde puede entender mejor a los pobres de pueblos
extranjeros que a sus propios señores, que construyen alto. (Un es
quema de experiencia que ha seguido siendo actual hasta en las
trincheras de la Primera Guerra Mundial y con el que ahora se in
tenta poner en marcha una especie de frente popular mundial de
los perdedores de la globalización. ) Esos distanciamientos de los
muros de los señores y propietarios llevan incluso a la inversión de
la relación entre receptáculo y contenido.
198
Todas las teorías de la alienación o distanciamiento son intentos de comprender la preexistencia de muros que repelen y el sentido de paredes que separan. ¿Qué sucede con la pared de la «cabaña que tú no has construido»? ¿Qué teoría del muro está en la base del le ma: llevar guerra a los palacios y paz a las cabañas? Tales preguntas son reacciones a la agudización de una diferencia arquitectónica en la sociedad corporativa. Sólo en relaciones fuertemente desigualita rias -definidas por la tradición marxista como sociedades de clases- sucede regularmente que la vida de los perdedores se reprime, re fugiándose en una interioridad dominada por el resentimiento. En tonces todo se construye alrededor de ello, de modo que la mayoría se aleja de su entorno-receptáculo. Y comienzan los individuos a no entender ya sus «propias paredes», ni lo comunitario de lo que han sido víctimas: la crisis de la forma de casa como forma de mundo arroja con anticipación sus sombras. Cuando las paredes-envoltura, antes propias, han acabado por desaparecer completamente, la vida encerrada en ellas ya no se experimenta radicalmente consigo mis ma. Ya no se siente cobijada en un ámbito protegido del poder, si no encajonada en una desesperanza tan amplia como el mundo. («Estoy en este samsára como una rana en una fuente cegada». Mai- tranlya Upanisad. ) Entonces surge la metafísica de una inmanencia pánica que sueña con la evasión.
