Pasivamente, y sin saberlo,
registra
los nu?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
<<Cuando por fin me volvi?
vi un v:e~t~do rojo que se acercaba a mi?
; y era ella, era ella, la pequen?
a ntmtera.
A pesar de su descolorido traje me pareci?
a salida de un mundo de ensuen?
o.
Me arme?
de valor y le dije: ?
Quieres que de- mos un paseo, Lisei?
Me miro?
desconfiada con sus ojos negros.
?
Un paseo>, repitio?
parsimoniosa.
?
Ah, pues esta?
s tu?
listo!
?
A do?
nde vas entonces?
- Al tendero.
?
Quieres comprarte un vesti-
do nuevo~, pregunte? sin darme cuenta de mi torpeza. Ella solto? una carcalad~. ,iAh, vamos! - No, esto no son simples harapos. ? Harapos, Lisei? - iClaro! , son restos de los trajes que llevan los mun? ecos; asi? sale ma? s barato. >> La pobreza obliga a Lise? a con- tentarse con lo gastado - los <<haraposs-c,. , aunque le gustari? a llevar otras cosas. Inconscientemente ha de desconfi? ar de todo lo que no se justifique pra? cticamente, vie? ndolo como un exceso. La
fantasi? a es compan? era de la pobreza. Porque lo gastado s610 tiene encanto para elque lo contempla. Pero tambie? n la fantasi? a necesi. ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la felicidad a la que . se abandona la describe con los trazos del sufrimiento. La justina de Sade pasando de un lecho de tortura a otro es aqui? notre inte? restante b e? rome, asi? como Mignon, en el momento en que es azotada, la criatura interesante. La princesa de los suen? os y ~a nin? a de azotes son la misma persona, so? lo que no lo saben. Aun hay huellas de esto en las relaciones de los pueblos no? rdicos con los meridionales: los adinerados puritanos buscan inu? tilmente elcontacto con las morenas que llegan del extranjero, y no es que l~ marcha. ~el mundo que ellos imponen se lo impida so? lo a ellos, SIOO tambi e? n y sobre todo a las vagantes. El sedentario envidia el nomadismo, la bu? squeda de pastos frescos, y el carromato verde
es la casa sobre ruedas, en cuya ruta le acompan? an las estrellas. El cara? ct~r infantil, vertido en movimientos arbitrarios que dan al que vive en una penosa inestabilidad el aliento momenta? neo para seguir viviendo, quiere representar la vida no deformada la plenitud, y, sin embargo, relega a e? sta al a? mbito de la auto- conservacio? n, de cuyas necesidades aparenta estar libre. Tal es el ci? rculo de la nostalgia burguesa de lo ingenuo. El vado de alma de aquellos a los que, al margen de la cultura, 10 cotidiano les prohi? be toda autodeterminacio? n - la delicia y el tormento- se convierte en los bien colocados, que aprendieron de la cultura el
avergonzarse del alma, en fantasmagori? a del a1111n. El lUlllll ~i' 1'1, I de en lo vado de alma cual cifra de lo pleno de e? sta porque 1'11 tI los que viven son especta? culo para los desesperados deseos di' 1111 vacio? n que s610 en lo perdido tienen su objeto: para el amor el brillo del alma es e! de su ausencia. Asi? so? lo parece humana la expresio? n de los ojos ma? s pro? xima a la de! animal, a la de las criaturas alejadas de la reflexio? n del yo. A la postre el alma es el anhelo de salvacio? n de lo carente de alma.
109
L'inutile beaute? . - Las mujeres de singular belleza esta? n con- condenadas a la infelicidad. Incluso aquellas a las que las circuns- tancias benefician, las favorecidas por el nacimiento, la riqueza o el talento, parecen como perseguidas o posei? das por un impulso de destruccio? n de ellas mismas y de todas las relaciones humanas en que entran. Un ora? culo las pone ante una alternativa de fatali- dades. O bien ut ilizan la belleza para conseguir el e? xito , y ento n- ces pagan con la infelicidad esa condicio? n, porque como no pue- den amar envenenan el amor hacia ellas y quedan con las manos
vadas; o bien el privilegio de la belleza les da a? nimo y seguri- dad para asumir el intercambio, se toman en serio la felicidad que se prometen y no escatiman nada de si? mismas, confirmadas por la inclinacio? n que todos sienten hacia ellas, en el sentido de que su valor no deben solamente mostrarlo. En su juventud pue- den elegir. Pero ello las hace volubles: nada es definitivo, todo puede en cualquier momento sustituirse por otra cosa. Muy temo
prano, y sin considerarlo mucho, se casan y se someten asi? a con- diciones pedestres, se despojan en cierto sentido del privilegio de las posibilidades infinitas, se reducen a seres humanos. Pero al mismo tiempo se agarran al suen? o infantil del poder sin li? mites que su vida pareci? a prometerles y no cesan de desden? ar - aunque no a la manera burguesa - lo que man? ana pudiera ser mejor . Tal es su tipo de cara? cter destructivo. Precisamente el hecho de que una vez fueran bors de concosrs las situ? a en un segundo plano de la competencia, a la que ahora se entregan ma? nicamente. Todavi? a les queda el gesto de la irresistible cuando los motivos se han des. vanecido; el encanto se hunde cuando, en lugar de representar una esperanza, se asienta en 10 dome? stico. Pero la vi? ctima es ahora la resistible; queda sometida al orden sobre el que antes
170
171
? ? so? lo se deslizaba. Su generosidad sufre su castigo. Tanto la perdida como la posei? da son ma? rtires de la felicidad. La belleza integrada se ha convertido con e! tiempo en elemento calculable de la exis- tencia, en mero suceda? neo de la vida inexistente sin que rebase mi? nimamente esa nulidad. Ha roto, para si? misma y para los de- ma? s, su promesa de felicidad. Y la que aun aprueba esta situa- cio? n se rodea de un aura de desdicha y es ella misma alcanzada por la desdicha. Aqui? e! mundo ilustrado ha absorbido por com- pleto al mito. So? lo la envidia de los dioses ha sobrevivido.
110
Conrlanze. -En todas partes la sociedad burguesa insiste en el esfuerzo de la voluntad; so? lo el amor es involuntario, pura inme- diacio? n del sentimiento. En el ansia de e? l, que significa la dis- pensa del trabajo, la idea burguesa del amor trasciende la socie- dad burguesa. Pero al insertar directamente lo verdadero en lo falso general trueca aque? l en e? ste. No se trata so? lo de que el puro sentimiento, si es que au? n es posible en un sistema econ6- micamente determi nado , se convierte asi? en coartada para el do- minio del intere? s en la sociedad dejando testimonio de una huma- nidad que no existe. Ocurre tambie? n que el cara? cter involuma- rio del amor mismo, incluso cuando no esta? de antemano mezclado con fines pra? cticos, cont ribuye a aquella totalidad tan pronto como se establece como principio. Si el amor debe ser representacio? n de
una sociedad mejor dentro de la existente, no puede serlo como un enclave de paz, sino so? lo en la oposicio? n consciente. La cual precisamente exige ese momento de voluntad que los burgueses, para los que el amor nunca sera? lo bastante natural, le prohi? ben. Amar significa ser capaz de hacer que la inmediatez no se atrofie por la omni? moda presio? n de la mediacio? n, por la economi? a, y en ese empen? o la inmediatez, mediada consigo misma, se constituye en una tenaz presio? n contraria. So? lo ama el que tiene fuerzas para aferrarse al amor, Cuando la ventaja social, sublimada, con- forma incluso el impulso sexual haciendo esponta? neamente apare- cer atractivos ora II estos ora a aquellos mediante mil rnatizacio- ncs de lo sancionado por el orden, a esa ventaja se opone la in- clinacio? n afectiva, una vez suscitada, al perseverar en si? misma donde la gravitacio? n de la sociedad - antes de toda intriga, que
el senumrento es una prueba que esa actitud, mientras dura, vaya ma? s alla? del sentimiento, aunque sea en la forma de la ob- sesio? n. Pero aquel afecto que, bajo la apariencia de una espon- taneidad irreflexiva y orgullosa de su supuesta sinceridad, se aban- dona por entero a lo que considera la voz del corazo? n y deserta cuando le parece no escuchar esa voz, es, en esa soberana indepen- dencia, precisamente el instrumento de la sociedad.
Pasivamente, y sin saberlo, registra los nu? meros que van saliendo en la ruelta de los intereses. Al traicionar a la persona amada se traiciona a
si? mismo. El mandato de fidelidad que imparte la sociedad es un medio para la privacio? n de libertad, mas so? lo mediante la fidelidad materializa la libertad la insubordinacio? n contra el mandato de la socieda d.
111
Fdemo? n y BauciJ. -EI tirano de la casa deja que su mujer le ayude a ponerse el abrigo. Ella cumple soli? citamente con el servicio del amor acompan? a? ndolo de una mirada que dice: que? le vaya hacer, darle su pequen? a felicidad, asi? es e? l, simplemente un hom- bre. El matrimonio patriarcal se venga del amo con la indulgencia que pone la mujer y que se ha hecho fo? nnula en el iro? nico lamen. to por el descontento y la falta de independencia del marido. Debajo de la falaz ideologi? a que coloca al hombre en un puesto super ior hay otra ideologi? a secreta , no menos falsa, que lo redu- ce a un puesto inferior , a vi? ctima de la manipulacio? n , de la manio- bra, del engan? o. El he? roe en zapatillas es la sombra del que tiene que enfrentarse a una vida hostil. Con la misma obtusa inteligen- cia con que la esposa juzga al esposo, juzgan generalmente los nin? os a los adultos. En la desproporcio? n que hay ent re su actitud autoritaria y su desamparo, desproporcio? n que necesariamente se manifiesta en la esfera privada, bay algo de ridi? culo. Todo matri- monio que interpreta bien su papel resulta co? mico, y esto es lo que trata de equilibrar la paciente comprensio? n de la mujer. Ape- nas hay mujer que lleve suficiente tiempo casada que no desaprue- be con sus cuchicheos las pequen? as debilidades del marido, La falsa proximidad estimula la malignidad, y en el a? mbito del con- sumo el ma? s fuerte es quien tiene la sarte? n por el mango. La dia- le? ctica del sen? or y el siervo de Hegel impera, hoy como ayer, en el orden arcaico de la casa, acentuada adema? s por el hecho de que
173
luego norma lment e pone a su servicio-s- no se lo permit e . 172
Par a
? ? ? ? ? la mujer se aferra tercamente al anacronismo. Como matriarca desplazada, alli? donde debe servir se convierte en patrona, mi? en- tras que el patriarca no necesita ma? s que parecerlo para ser una caricatura. Esta diale? ctica, comu? n a todas las e? pocas, se ha presen- tado siempre ante la visio? n individualista como <<guerra de los se- xos". Pero ninguno de los adversarios tiene razo? n. En el desen- canto del hombre, cuyo poder se basa en el hecho de ganar el dinero, que es lo que decide la jerarqui? a humana, la mujer expresa la falsedad del matrimonio, en elque ella busca su verdad. No hay emancipacio? n posible sin la emancipaci o? n de la sociedad.
112
El dona ? erenles. -Los filisteos alemanes de la libertad siem- pre han celebrado muy especialmente el poema de <<El dios y la bayadera>> * con su fanfarria final de que los inmortales elevara? n hasta el cielo con sus i? gneos brazos a los hijos pecadores . No hay que confiar en la generosidad aprobada. Esta hace suyo sin reser- vas el juicio burgue? s sobre el amor vendido; el efecto de la com- prensio? n y el perdo? n divinos so? lo lo consigue poniendo a la gra- ciosa rescatada , con arrohada inspiracio? n , como descarrriada . El acto de clemencia arrastra unas cautelas que lo hacen ilusorio. Para ganarse la salvacio? n - como si una salvacio? n ganada fuera de verdad tal salvacio? n-s-, a la muchacha se le permite participar de la <<fiesta placentera del ta? lamo>>, mas <\DO por placer ni lucro>>. ? Y por que? asi? ? ? No deshace groseramente el amor puro que a ella se le exige el encamo con que los ritmos de danza de Goethe cin? en la figura del poema y que la referencia a la profunda abyec- ci6n ciertamente no puede destruir? Pero es preciso tambie? n hacer de ella un alma buena que renuncie a lo que es. Para ser read- mitida en la congregacio? n de la humanidad, la hetera, de cuya tole- rancia la humanidad alardea, debe primero dejar de serlo. La di- vinidad se alegra del pecador contrito. Toda la incursio? n al lugar donde se hallan las u? ltimas casas es una especie de slumming
parly metafi? sico, un aman? o de la perversidad patriarcal para pare- cer doblemente grande acentuando hasta el extremo la distancia entre el espi? ritu masculino y la naturaleza femenina y reafirman.
* Der Gott und die Bajadere (lndsscbe Legende), poema de Goetbe al que permanentemente se: hace referencia. [N. dd T. ]
174
do luego, adornado de magnanimidad, lo indiscutible del propio poder, la diferencia creada. El burgue? s necesita a la bayadera no s? lameme para el placer, que al mismo tiempo envidia en ella, srno para sentirse tambie? n dios. Cuanto ma? s se aproxima a la linde de su reino y olvida su dignidad, ma? s craso es el ritual de la vio- lencia. La noche procura su placer, pero la ramera es quemada. El resto es la idea .
113
A guafiestas. - La afinidad entre el ascetismo y In embriaguez que la sabiduri? a psicolo? gica universal siempre ha observado J~ fobofilia de los santos y las prostitutas tiene un fundamento 'ob- jetivamente indiscutible en el hecho de que el ascetismo ofrece mayor posibilidad de satisfaccio? n que las dosificaciones de la cul- tura. La hostilidad hacia el placer no puede separarse de la con- {ormida? con I~. disciplina de una sociedad a cuya esencia perte- nece mas el exrgrr que el conceder. Pero existe tambie? n una des-
confianza ha~ia el placer que procede de la sospecha de que no hay placer rungunc en este mundo. Una construccio? n de Schopen- haue~exp~esainconscie~t~mentealgo de esta sospecha. El paso de la afirmacio? n a la negacton de la voluntad de vivir tiene lugar en el desarrollo de la idea segu? n la cual en toda inhibicio? n de la vo- luntad e? sta sufre por causa de un obsta? culo <<que se interpone e~tre ella y el objetivo que persigue, mientras que, por el contra- n. o, el logro de su objetivo tiene por resultado la satisfaccio? n el ble~estar,. la felicidad>>. Pero si, por una parte, y de acuerdo ~n
I~ tntransrgeme concepcio? n de Schcpenhauer, tal <<sufrimiento>> tiende a acrecentarse al punto que a menudo hace deseable la muerte, por otra el mismo estado de <<satisfaccio? n,. es insatisfacto- rio, ya que <<tan pronto como la necesidad y el sufrimiento con- ceden al hombre una tregua, el tedio esta? tan cerca que le crea
la necesidad del pasatiempo. Lo que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la existencia. Pero con Ja existenci~ una vez asegurada no sabemos que? hacer; de ahi? que el segundo impulso que la pone en movimiento sea el deseo de sa- cudir la carga del existir, de hacerla insensible, de 'matar el tiem- po:' ~s decir,. dc huir del tedio>> (Samlliche W erke, Insel-Verlag Leipeig, 1, DIe W ell als Wille und V orslellung, p. 415). Pero el
concepto del tedio, elevado a tan insospechada dignidad, es --cosa 17'
? ? ? ? ? ? ? ? ? que la enemiga de Schopenhauer a la historia seri? a 10 u? ltimo que concediera - de todo punto un concepto burgue? s. El tedio es un complemento del trabajo alienado en cuanto experiencia del anti- te? tico <<tiempo libre. . , ya sea porque e? ste es el encargado de re- novar la fuerza gastada, ya porque carga con la hipoteca que es la apropiacio? n del trabajo ajeno. El tiempo libre es un reflejo del ritmo de produccio? n hetero? nomamente impuesto al sujeto, ritmo que compulsivamente se mantiene en las pausas de descanso. La consciencia de la esclavitud de la existencia entera , que la presio? n de las exigencias adquisitivas, esto es, de la esclavitud misma, no
permite que se despierte, aparece como un intermeezo de libertad. La nostalgie du dimanche no es la nostalgia de la semana laboral, sino de ese estado de emancipacio? n; el domingo deja insatisfecho no porque en e? l todo sea holgar, sino porque lo que promete no parece inmediatamente cumplirse. Como el ingle? s, todo domingo lo es a medias. Aquel a quien el tiempo se le hace penosamente largo, espera en vano, frustrado de que e! domingo se demora, que man? ana sea otra vez como ayer. Pero el tedio de los que no necesitan trabajar no es esencialmente distinto. La sociedad como totalidad impone a los poderosos lo que ellos aplican a los dema? s, y lo que a e? stos no se les concede apenas se lo permiten a si? mismos. Los burgueses han convertido la saciedad, emparentada con la dicha, en una blasfemia. Como los otros padecen hambre, la ideologi? a decide que la ausencia de! hambre es una ordinariez.
De ese modo los burgueses acusan al burgue? s. Su propia exencio? n del trabajo les prohibe el elogio de la holganza: esta es aburrida. La ecti? tvidad enfermiza a la que se refiere Schopcnhauer tiene menos que ver con la insoportabilidad de la situaci o? n privilegiada que con su ostentacio? n, la cual, segu?
do nuevo~, pregunte? sin darme cuenta de mi torpeza. Ella solto? una carcalad~. ,iAh, vamos! - No, esto no son simples harapos. ? Harapos, Lisei? - iClaro! , son restos de los trajes que llevan los mun? ecos; asi? sale ma? s barato. >> La pobreza obliga a Lise? a con- tentarse con lo gastado - los <<haraposs-c,. , aunque le gustari? a llevar otras cosas. Inconscientemente ha de desconfi? ar de todo lo que no se justifique pra? cticamente, vie? ndolo como un exceso. La
fantasi? a es compan? era de la pobreza. Porque lo gastado s610 tiene encanto para elque lo contempla. Pero tambie? n la fantasi? a necesi. ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la felicidad a la que . se abandona la describe con los trazos del sufrimiento. La justina de Sade pasando de un lecho de tortura a otro es aqui? notre inte? restante b e? rome, asi? como Mignon, en el momento en que es azotada, la criatura interesante. La princesa de los suen? os y ~a nin? a de azotes son la misma persona, so? lo que no lo saben. Aun hay huellas de esto en las relaciones de los pueblos no? rdicos con los meridionales: los adinerados puritanos buscan inu? tilmente elcontacto con las morenas que llegan del extranjero, y no es que l~ marcha. ~el mundo que ellos imponen se lo impida so? lo a ellos, SIOO tambi e? n y sobre todo a las vagantes. El sedentario envidia el nomadismo, la bu? squeda de pastos frescos, y el carromato verde
es la casa sobre ruedas, en cuya ruta le acompan? an las estrellas. El cara? ct~r infantil, vertido en movimientos arbitrarios que dan al que vive en una penosa inestabilidad el aliento momenta? neo para seguir viviendo, quiere representar la vida no deformada la plenitud, y, sin embargo, relega a e? sta al a? mbito de la auto- conservacio? n, de cuyas necesidades aparenta estar libre. Tal es el ci? rculo de la nostalgia burguesa de lo ingenuo. El vado de alma de aquellos a los que, al margen de la cultura, 10 cotidiano les prohi? be toda autodeterminacio? n - la delicia y el tormento- se convierte en los bien colocados, que aprendieron de la cultura el
avergonzarse del alma, en fantasmagori? a del a1111n. El lUlllll ~i' 1'1, I de en lo vado de alma cual cifra de lo pleno de e? sta porque 1'11 tI los que viven son especta? culo para los desesperados deseos di' 1111 vacio? n que s610 en lo perdido tienen su objeto: para el amor el brillo del alma es e! de su ausencia. Asi? so? lo parece humana la expresio? n de los ojos ma? s pro? xima a la de! animal, a la de las criaturas alejadas de la reflexio? n del yo. A la postre el alma es el anhelo de salvacio? n de lo carente de alma.
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L'inutile beaute? . - Las mujeres de singular belleza esta? n con- condenadas a la infelicidad. Incluso aquellas a las que las circuns- tancias benefician, las favorecidas por el nacimiento, la riqueza o el talento, parecen como perseguidas o posei? das por un impulso de destruccio? n de ellas mismas y de todas las relaciones humanas en que entran. Un ora? culo las pone ante una alternativa de fatali- dades. O bien ut ilizan la belleza para conseguir el e? xito , y ento n- ces pagan con la infelicidad esa condicio? n, porque como no pue- den amar envenenan el amor hacia ellas y quedan con las manos
vadas; o bien el privilegio de la belleza les da a? nimo y seguri- dad para asumir el intercambio, se toman en serio la felicidad que se prometen y no escatiman nada de si? mismas, confirmadas por la inclinacio? n que todos sienten hacia ellas, en el sentido de que su valor no deben solamente mostrarlo. En su juventud pue- den elegir. Pero ello las hace volubles: nada es definitivo, todo puede en cualquier momento sustituirse por otra cosa. Muy temo
prano, y sin considerarlo mucho, se casan y se someten asi? a con- diciones pedestres, se despojan en cierto sentido del privilegio de las posibilidades infinitas, se reducen a seres humanos. Pero al mismo tiempo se agarran al suen? o infantil del poder sin li? mites que su vida pareci? a prometerles y no cesan de desden? ar - aunque no a la manera burguesa - lo que man? ana pudiera ser mejor . Tal es su tipo de cara? cter destructivo. Precisamente el hecho de que una vez fueran bors de concosrs las situ? a en un segundo plano de la competencia, a la que ahora se entregan ma? nicamente. Todavi? a les queda el gesto de la irresistible cuando los motivos se han des. vanecido; el encanto se hunde cuando, en lugar de representar una esperanza, se asienta en 10 dome? stico. Pero la vi? ctima es ahora la resistible; queda sometida al orden sobre el que antes
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? ? so? lo se deslizaba. Su generosidad sufre su castigo. Tanto la perdida como la posei? da son ma? rtires de la felicidad. La belleza integrada se ha convertido con e! tiempo en elemento calculable de la exis- tencia, en mero suceda? neo de la vida inexistente sin que rebase mi? nimamente esa nulidad. Ha roto, para si? misma y para los de- ma? s, su promesa de felicidad. Y la que aun aprueba esta situa- cio? n se rodea de un aura de desdicha y es ella misma alcanzada por la desdicha. Aqui? e! mundo ilustrado ha absorbido por com- pleto al mito. So? lo la envidia de los dioses ha sobrevivido.
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Conrlanze. -En todas partes la sociedad burguesa insiste en el esfuerzo de la voluntad; so? lo el amor es involuntario, pura inme- diacio? n del sentimiento. En el ansia de e? l, que significa la dis- pensa del trabajo, la idea burguesa del amor trasciende la socie- dad burguesa. Pero al insertar directamente lo verdadero en lo falso general trueca aque? l en e? ste. No se trata so? lo de que el puro sentimiento, si es que au? n es posible en un sistema econ6- micamente determi nado , se convierte asi? en coartada para el do- minio del intere? s en la sociedad dejando testimonio de una huma- nidad que no existe. Ocurre tambie? n que el cara? cter involuma- rio del amor mismo, incluso cuando no esta? de antemano mezclado con fines pra? cticos, cont ribuye a aquella totalidad tan pronto como se establece como principio. Si el amor debe ser representacio? n de
una sociedad mejor dentro de la existente, no puede serlo como un enclave de paz, sino so? lo en la oposicio? n consciente. La cual precisamente exige ese momento de voluntad que los burgueses, para los que el amor nunca sera? lo bastante natural, le prohi? ben. Amar significa ser capaz de hacer que la inmediatez no se atrofie por la omni? moda presio? n de la mediacio? n, por la economi? a, y en ese empen? o la inmediatez, mediada consigo misma, se constituye en una tenaz presio? n contraria. So? lo ama el que tiene fuerzas para aferrarse al amor, Cuando la ventaja social, sublimada, con- forma incluso el impulso sexual haciendo esponta? neamente apare- cer atractivos ora II estos ora a aquellos mediante mil rnatizacio- ncs de lo sancionado por el orden, a esa ventaja se opone la in- clinacio? n afectiva, una vez suscitada, al perseverar en si? misma donde la gravitacio? n de la sociedad - antes de toda intriga, que
el senumrento es una prueba que esa actitud, mientras dura, vaya ma? s alla? del sentimiento, aunque sea en la forma de la ob- sesio? n. Pero aquel afecto que, bajo la apariencia de una espon- taneidad irreflexiva y orgullosa de su supuesta sinceridad, se aban- dona por entero a lo que considera la voz del corazo? n y deserta cuando le parece no escuchar esa voz, es, en esa soberana indepen- dencia, precisamente el instrumento de la sociedad.
Pasivamente, y sin saberlo, registra los nu? meros que van saliendo en la ruelta de los intereses. Al traicionar a la persona amada se traiciona a
si? mismo. El mandato de fidelidad que imparte la sociedad es un medio para la privacio? n de libertad, mas so? lo mediante la fidelidad materializa la libertad la insubordinacio? n contra el mandato de la socieda d.
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Fdemo? n y BauciJ. -EI tirano de la casa deja que su mujer le ayude a ponerse el abrigo. Ella cumple soli? citamente con el servicio del amor acompan? a? ndolo de una mirada que dice: que? le vaya hacer, darle su pequen? a felicidad, asi? es e? l, simplemente un hom- bre. El matrimonio patriarcal se venga del amo con la indulgencia que pone la mujer y que se ha hecho fo? nnula en el iro? nico lamen. to por el descontento y la falta de independencia del marido. Debajo de la falaz ideologi? a que coloca al hombre en un puesto super ior hay otra ideologi? a secreta , no menos falsa, que lo redu- ce a un puesto inferior , a vi? ctima de la manipulacio? n , de la manio- bra, del engan? o. El he? roe en zapatillas es la sombra del que tiene que enfrentarse a una vida hostil. Con la misma obtusa inteligen- cia con que la esposa juzga al esposo, juzgan generalmente los nin? os a los adultos. En la desproporcio? n que hay ent re su actitud autoritaria y su desamparo, desproporcio? n que necesariamente se manifiesta en la esfera privada, bay algo de ridi? culo. Todo matri- monio que interpreta bien su papel resulta co? mico, y esto es lo que trata de equilibrar la paciente comprensio? n de la mujer. Ape- nas hay mujer que lleve suficiente tiempo casada que no desaprue- be con sus cuchicheos las pequen? as debilidades del marido, La falsa proximidad estimula la malignidad, y en el a? mbito del con- sumo el ma? s fuerte es quien tiene la sarte? n por el mango. La dia- le? ctica del sen? or y el siervo de Hegel impera, hoy como ayer, en el orden arcaico de la casa, acentuada adema? s por el hecho de que
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luego norma lment e pone a su servicio-s- no se lo permit e . 172
Par a
? ? ? ? ? la mujer se aferra tercamente al anacronismo. Como matriarca desplazada, alli? donde debe servir se convierte en patrona, mi? en- tras que el patriarca no necesita ma? s que parecerlo para ser una caricatura. Esta diale? ctica, comu? n a todas las e? pocas, se ha presen- tado siempre ante la visio? n individualista como <<guerra de los se- xos". Pero ninguno de los adversarios tiene razo? n. En el desen- canto del hombre, cuyo poder se basa en el hecho de ganar el dinero, que es lo que decide la jerarqui? a humana, la mujer expresa la falsedad del matrimonio, en elque ella busca su verdad. No hay emancipacio? n posible sin la emancipaci o? n de la sociedad.
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El dona ? erenles. -Los filisteos alemanes de la libertad siem- pre han celebrado muy especialmente el poema de <<El dios y la bayadera>> * con su fanfarria final de que los inmortales elevara? n hasta el cielo con sus i? gneos brazos a los hijos pecadores . No hay que confiar en la generosidad aprobada. Esta hace suyo sin reser- vas el juicio burgue? s sobre el amor vendido; el efecto de la com- prensio? n y el perdo? n divinos so? lo lo consigue poniendo a la gra- ciosa rescatada , con arrohada inspiracio? n , como descarrriada . El acto de clemencia arrastra unas cautelas que lo hacen ilusorio. Para ganarse la salvacio? n - como si una salvacio? n ganada fuera de verdad tal salvacio? n-s-, a la muchacha se le permite participar de la <<fiesta placentera del ta? lamo>>, mas <\DO por placer ni lucro>>. ? Y por que? asi? ? ? No deshace groseramente el amor puro que a ella se le exige el encamo con que los ritmos de danza de Goethe cin? en la figura del poema y que la referencia a la profunda abyec- ci6n ciertamente no puede destruir? Pero es preciso tambie? n hacer de ella un alma buena que renuncie a lo que es. Para ser read- mitida en la congregacio? n de la humanidad, la hetera, de cuya tole- rancia la humanidad alardea, debe primero dejar de serlo. La di- vinidad se alegra del pecador contrito. Toda la incursio? n al lugar donde se hallan las u? ltimas casas es una especie de slumming
parly metafi? sico, un aman? o de la perversidad patriarcal para pare- cer doblemente grande acentuando hasta el extremo la distancia entre el espi? ritu masculino y la naturaleza femenina y reafirman.
* Der Gott und die Bajadere (lndsscbe Legende), poema de Goetbe al que permanentemente se: hace referencia. [N. dd T. ]
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do luego, adornado de magnanimidad, lo indiscutible del propio poder, la diferencia creada. El burgue? s necesita a la bayadera no s? lameme para el placer, que al mismo tiempo envidia en ella, srno para sentirse tambie? n dios. Cuanto ma? s se aproxima a la linde de su reino y olvida su dignidad, ma? s craso es el ritual de la vio- lencia. La noche procura su placer, pero la ramera es quemada. El resto es la idea .
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A guafiestas. - La afinidad entre el ascetismo y In embriaguez que la sabiduri? a psicolo? gica universal siempre ha observado J~ fobofilia de los santos y las prostitutas tiene un fundamento 'ob- jetivamente indiscutible en el hecho de que el ascetismo ofrece mayor posibilidad de satisfaccio? n que las dosificaciones de la cul- tura. La hostilidad hacia el placer no puede separarse de la con- {ormida? con I~. disciplina de una sociedad a cuya esencia perte- nece mas el exrgrr que el conceder. Pero existe tambie? n una des-
confianza ha~ia el placer que procede de la sospecha de que no hay placer rungunc en este mundo. Una construccio? n de Schopen- haue~exp~esainconscie~t~mentealgo de esta sospecha. El paso de la afirmacio? n a la negacton de la voluntad de vivir tiene lugar en el desarrollo de la idea segu? n la cual en toda inhibicio? n de la vo- luntad e? sta sufre por causa de un obsta? culo <<que se interpone e~tre ella y el objetivo que persigue, mientras que, por el contra- n. o, el logro de su objetivo tiene por resultado la satisfaccio? n el ble~estar,. la felicidad>>. Pero si, por una parte, y de acuerdo ~n
I~ tntransrgeme concepcio? n de Schcpenhauer, tal <<sufrimiento>> tiende a acrecentarse al punto que a menudo hace deseable la muerte, por otra el mismo estado de <<satisfaccio? n,. es insatisfacto- rio, ya que <<tan pronto como la necesidad y el sufrimiento con- ceden al hombre una tregua, el tedio esta? tan cerca que le crea
la necesidad del pasatiempo. Lo que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la existencia. Pero con Ja existenci~ una vez asegurada no sabemos que? hacer; de ahi? que el segundo impulso que la pone en movimiento sea el deseo de sa- cudir la carga del existir, de hacerla insensible, de 'matar el tiem- po:' ~s decir,. dc huir del tedio>> (Samlliche W erke, Insel-Verlag Leipeig, 1, DIe W ell als Wille und V orslellung, p. 415). Pero el
concepto del tedio, elevado a tan insospechada dignidad, es --cosa 17'
? ? ? ? ? ? ? ? ? que la enemiga de Schopenhauer a la historia seri? a 10 u? ltimo que concediera - de todo punto un concepto burgue? s. El tedio es un complemento del trabajo alienado en cuanto experiencia del anti- te? tico <<tiempo libre. . , ya sea porque e? ste es el encargado de re- novar la fuerza gastada, ya porque carga con la hipoteca que es la apropiacio? n del trabajo ajeno. El tiempo libre es un reflejo del ritmo de produccio? n hetero? nomamente impuesto al sujeto, ritmo que compulsivamente se mantiene en las pausas de descanso. La consciencia de la esclavitud de la existencia entera , que la presio? n de las exigencias adquisitivas, esto es, de la esclavitud misma, no
permite que se despierte, aparece como un intermeezo de libertad. La nostalgie du dimanche no es la nostalgia de la semana laboral, sino de ese estado de emancipacio? n; el domingo deja insatisfecho no porque en e? l todo sea holgar, sino porque lo que promete no parece inmediatamente cumplirse. Como el ingle? s, todo domingo lo es a medias. Aquel a quien el tiempo se le hace penosamente largo, espera en vano, frustrado de que e! domingo se demora, que man? ana sea otra vez como ayer. Pero el tedio de los que no necesitan trabajar no es esencialmente distinto. La sociedad como totalidad impone a los poderosos lo que ellos aplican a los dema? s, y lo que a e? stos no se les concede apenas se lo permiten a si? mismos. Los burgueses han convertido la saciedad, emparentada con la dicha, en una blasfemia. Como los otros padecen hambre, la ideologi? a decide que la ausencia de! hambre es una ordinariez.
De ese modo los burgueses acusan al burgue? s. Su propia exencio? n del trabajo les prohibe el elogio de la holganza: esta es aburrida. La ecti? tvidad enfermiza a la que se refiere Schopcnhauer tiene menos que ver con la insoportabilidad de la situaci o? n privilegiada que con su ostentacio? n, la cual, segu?
