ndoles incluso la
justicia
que la pala- bra auto?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
d' E?
pi?
cure, en me- dio de toda la gratitud por sus iluminaciones no puede uno librar- se de cierta sensacio?
n penosa que no llega a explicarse sufi?
clen-
temente ni por la faceta anticuada, que los renegados irracionalistas franceses tan celosamente resaltan, ni por la vanidad personal. Pero por servir e? sta de pretexto a la envidia - porque necesariamente en todo espi? ritu se da un momento de vanidad- , tan pronto como aparece se revela la razo? n de la penosidad. Esta acompa- n? a a lo contemplativo, al tomarse tiempo, a la normalmente dispersa homili? a, al i? ndice indulgentemente alzado. El contenido cri? tico de las ideas es desmentido por el gesto divagatorio, ya fa-
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? ? ? miliar desde la aparicio? n de los profesores al serVICIO del estado, y la ironi? a con que el imitador de Voltaire revela en las portadas de sus libros su pertenencia a la Acade? m i? e Francaise se vuelve contra el sarca? stico. Su exposicio? n oculta en toda acentuada huma- nidad un elemento de violencia: puede permitirse hablar asi? , nadie interrumpe al maestro. Algo de la usurpacio? n latente en toda do- cencia y en toda lectura de viva voz se halla concentrado en la lu? cida construccio? n de los peri? odos, que tanta ociosidad reserva para las cosas ma? s fastidiosas. Inequi? voco signo de latente despre- cio de lo humano en el u? ltimo abogado de la dignidad humana es la impavidez con que escribe trivialidades, como si nadie pudiera atreverse a advertirlas: <<L'aniste doit aimer la vie et nous mon- trer qu'elle est belle. Saos lui, nous en douterions. >> Pero 10 que en las meditaciones arcaicamente estilizadas de France es manifies- to afecta larvadarnente a toda reflexio? n que defiende el privilegio de rehuir la inmediatez de los objetivos. La tranquilidad se con- vierte en la misma mentira en que despue? s de todo incurre la pre- mura de la inmediatez. Mientras el pensamiento, en su contenido, se opone a la incontenible marea del horror, pueden los nervios, el a? rgano ta? ctil de la conciencia histo? rica, percibir en la forma del pensamiento mismo, ma? s au? n, en el hecho de que todavi? a se per- mita ser pensamiento, el rastro de la complicidad con el mundo, al cual se le hacen ya concesiones en el mismo instante en que uno se retira lejos de e? l para hacerlo objeto de filosofi? a. En esa soberani? a, sin la cual es imposible pensar, se enfatiza el privilegio que a uno se le concede. La aversio? n al mismo se ha ido poco a poco convirtiendo en el ma? s grave impedimento para la teori? a: si uno se mantiene en ella, tiene que enmudecer, y si no, se vuel- ve tosco y vulgar por la confianza en la propia cultura. Incluso el aborrecible desdoblamiento del hablar en la conversacio? n profe- sional y la estrictamente convencional hace sospechar la imposi- bilidad de decir 10 que se piensa sin arrogancia y sin asesinar el
tiempo del otro. La ma? s urgente exigencia que como mi? nimo debe mantenerse para cualquier forma de exposicio? n es la de no cerrar los ojos a tales experiencias, sino evidenciarlas por medio del lem- po, la concisio? n, la densidad y hasta la descortesi? a misma.
63
Muerte de la inmortalidad. - Flaubert, de quien se refiere la
afirmacio? n de que e? l despreciaba la fama, sobre la que asento? 98
toda su vida, se encontraba en la conciencia de semejante contra. diccio? n tan a gusto como el burgue? s acomodado que una vez escri. bio? Madame Bovary. Frente a la corrupta opinio? n pu? blica, frente a la prensa, contra la que ya reaccionaba a la manera de Kraus, creyo? poder confiar en la posteridad, la de una burguesi? a liberada del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute? ntico cri? - tico. Pero subestimo? la estupidez: la sociedad que e? l defendi? a no puede llamarse tal, y con su despliegue hacia la totalidad ha des- plegado tambie? n la estupidez de la inteligencia al grado de lo absoluto. Ello esta? consumiendo las reservas de energi? a del inre- lecrual. Ya no puede esperar en la posteridad sin caer, aunque fuera en la forma de una concordancia con los grandes espi? ritus, en el conformismo. Pero en cuanto renuncia 11 tal esperanza, se introduce en su labor un elemento de fanatismo e intransigencia dispuesto desde el principio a trocarse en ci? nica capitulacio? n. La fama, en cuanto resultado de procesos objetivos dentro de la so- ciedad de mercado, que teni? a algo de contingente y a menudo versa? til, mas tambie? n el halo de la justicia y la libre eleccio? n, esta? liquidada. Se ha transformado por entero en una funcio? n de los o? rganos de propaganda a sueldo y se mide por la inversio? n que arriesga el portador del nombre o los grupos interesados que hay tras e? l. El claquer, que todavi? a pareci? a a los ojos de Daumier una aberracio? n, ha perdido mientras tanto como agente oficial del sis- tema cultural su irrespetabilidad. Los escritores que quieren hacer carrera hablan de sus agentes con tanta naturalidad como sus ano repasados del editor, que ya se vali? a hasta cierto punto de la pu- blicidad. Se toma el ser conocido, y, por tanto, la posibilidad en la perduracio? n - ? pues que? probabilidad de ser recordado tiene en la sociedad hiperorganizada 10 que no hubiese sido antes conoci- dov-c-, como asunto de personal gestio? n, y como antes en la Igle- sia se compra ahora a los lacayos de Jos trusts la expectativa de la inmortalidad. Vana ilusio? n. Como la memoria caprichosa y el com- pleto olvido siempre han ido juntos, la disposicio? n planificada so- bre la fama y el recuerdo conduce irremisiblemente a la nada, cuyo sabor puede ya anticipadamente norarse en la condicio? n he? ctica de todas las celebridades. Los ce? lebres no se sienten del todo bien. Hacen de si mismos arti? culos de mercado y se ven a si mismos extran? os e incomprensibles, como ima? genes de muertos vivientes. En el pretencioso cuidado de sus nimbos desperdician la energi? a eficaz, u? nica que podri? a perdurar. La inhumana i? ndlferen- ele y el desprecio que automa? ticamente cae sobre las derrumba-
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? ? ? ? ? ? das grandezas de la industria cultural desvelan la verdad sobre su celebridad sin que por ello deban abrigar aquellos que rehu? san tener parte en esa industria mayores esperanzas respecto a la pos? teridad. De ese modo experimenta el intelectual la fragilidad de su secreta motivacio? n, y frente a ello no puede hacer otra cosa que subrayar esta evidencia.
\
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Moral y estilo. -El escritor siempre podra? hacer la experien- cia de que cuanto ma? s precisa, esmerada y adecuadamente se expresa, ma? s difi? cil de entender es e! resultado literario, mien-
tras que cuando lo hace de forma laxa e irresponsable se ve recompensado con una segura inteligibilidad. De nada sirve evi- rar asce? ticamente todos Ios elementos de! lenguaje especializado y todas las alusiones a esferas culturales no establecidas. El ri- gor y la pureza de la trama discursiva, aun en la extrema senci- llez, ma? s bien crean un vaci? o. El abandono, el nadar con la co- rriente familiar del discurso, es un signo de vinculacio? n y ron- tacto: se sabe lo que se quiere porque se sabe lo que el otro quiere. Centrar la expresio? n en la cosa en lugar de la comu- nicacio? n es sospechoso: lo especi? fico, lo que no esta? acogido al esquematismo, parece una desconsideracio? n, una sen? al de boe- quedad, casi de desequilibrio. La lo? gica de nuestro tiempo, tan envanecida de su claridad, ingenuamente ha dado recibimiento a tal perversio? n dentro de la categori? a del lenguaje cotidiano. La expresio? n vaga permite al que la oye hacerse una idea eproxi- mada de que? es lo que le agrada y lo que en definitiva opina. La rigurosa contrae una obligacio? n con la univocidad de la con- cepcio? n, con el esfuerzo del concepto, cualidades a las que a los hombres conscientemente se desacostumbra pidie? ndoles la sus- pensio? n de los juicios corrientes respecto a todo contenido y, con ello , una autom arginacio? n a la que ene? rgicamente se resis- ten. $610 lo que no necesitan entender les es inteligible; s610 lo en verdad enajenado , la palabra acun? ada por el comercio, les hace efecto como familiar que es. Pocas cosas hay que contri- buyan tanto a la desmoralizacio? n de los intelectuales. Quien quie- ra evitarla debera? ver en todo consejo de atender sobre todo a la comunicacio? n una traicio? n a lo comunicado.
65
Gazuza. -O poner el argot de los trabajadores al lenguaje culto es reaccionario. El ocio, y aun el orgullo y la arrogancia, han prestado al lenguaje del estrato superior algo de independencia y autodisciplina. De ese modo entra en contradiccio? n con su pro- pio a? mbito social. Al querer dar o? rdenes se vuelve contra los se- n? ores que lo utilizan para ordenar y dimite del servicio a sus inte- reses. Pero en el lenguaje de los sometidos so? lo el dominio ha dejado su expresio? n, arrebata?
ndoles incluso la justicia que la pala- bra auto? noma y no mutilada promete a cuantos son lo bastante libres para pronunciarla sin rencor. El lenguaje proletario obedece al dictado del hambre. El pobre mastica las palabras para saciarse con ellas. Espera obtener de su espi? ritu objetivo el poderoso ali- mento que la sociedad le niega; llena de ellas una boca que no tiene nada que morder. Se venga as? en el lenguaje. Ultraja el cuerpo de la lengua que no le dejan amar repitiendo con sorda vio- lencia el ultraje que a e? l mismo se le hizo. Incluso lo mejor de los modismos del norte berline? s o de los cockneys, la facundia y la gracia natural, se resiente del efecto de, para poder sobreponerse sin desesperacio? n a situaciones desesperadas, rei? rse, a la vez que del enemigo, de si mismo, dando asi? la rezo? n al curso del mundo.
Si el lenguaje escrito codifica la alienacio? n de las clases, bita no puede eliminarse con la regresio? n al lenguaje hablado, sino so? lo como consecuencia de la ma? s rigurosa objetividad del lenguaje. So? lo el hablar que conserva en si? el lenguaje escrito libera al habla humana de la mentira de que e? sta es ya humana.
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Me? lange. - E I usual argumento de la tolerancia, de que todos los hombres y todas las razas son iguales, es un boomerang. Se expone a una fa? cil refutacio? n por los sentidos, y hasta las ma? s concluyentes pruebas antropolo? gicas de que los judi? os no consti- tuyen ninguna raza apenas podra? n modificar, en el caso del po- grom, el hecho de que los totalitarios sepan perfectamente II quie? - nes quieren eliminar y a quie? nes no. De poco serviri? a querer proclamar frente a ello como un ideal la igualdad de todo lo que tiene rostro humano en lugar de darla por supuesta como un he- cho. La utopi? a abstracta seri? a demasiado fa? cilmente compatible con las ma? s astutas tendencias de la sociedad. Que todos los hom-
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101
? . r
? ? bres sean iguales es precisamente lo que mejor se ajusta a ella. Considera las diferencias reales o imaginarias como estigmas que testimonian que las cosas no se han llevado todavi? a demasiado lejos, que algo hay libre de la maquinaria, algo no del todo deter- minado por la totalidad. La te? cnica del campo de concentracio? n acaba haciendo a los confinados como sus vigilantes, a los asesina- dos asesinos. La diferencia racial se lleva II lo absoluto a fin de poder eliminarla absolutamente, lo que sucederi? a cuando no que- dase ya nada diferente. Una sociedad emancipada no seri? a, sin embargo, un estado de uniformidad, sino la realizacio? n de lo ge- neral en la conciliacio? n de las diferencias. La poli? tica, que ha de tomarse esto bien en serio, no deberi? a por eso propagar la igualdad abstracta de los hombres ni siquiera como idea. En lugar de ello deberi? a sen? alar la mala igualdad existente hoy, la identidad de los interesados en las filmaciones y en los armamentos, pero conci- biendo la mejor siruacio? n como aquella en la que se pueda ser diferente sin temor. Cuando se le certifica al negro que e? l es exactamente igual que el blanco cuando no lo es, se le vuelve a hacer injusticia de forma larvada. Se le humilla de manera amis- tosa mediante una norma con la que necesariamente quedara? atra? s bajo la presio? n del sistema y cuyo cumplimiento seri? a adema? s de dudoso me? rito. Los partidarios de la tolerancia unitarista estara? n asi? siempre inclinados a volverse intolerantes con todo grupo que no se amolde a ellos: el pujante entusiasmo por los negros se hace compatible con la indignacio? n respecto a las maneras de los judi? os. El melting pot fue una disposicio? n del capitalismo indus- trial desatado. La idea de caer en e? l suscita la del martirio, no la de la democracia.
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Exceso por exceso. - Lo que han hecho los alemanes escapa
a la comprensio? n, y ma? s au? n a la psicolo? gica, pues las atrocidades parecen de hecho haber sido practicadas ma? s como medidas ena- jenadas de terror en una forma planificada y ciega que como actos realizados con esponta? nea complacencia. Segu? n los relatos de algu- nos testigos, se torturaba sin placer, se asesinaba sin placer, y acaso por tal motivo ma? s alla? de toda medida. Sin embargo, la conciencia que quiera resistir 10 indecible se vera? una y otra vez abocada a intentar explicarlo, si no desea caer subjetivamente en la demencia que objetivamente domina. Entonces se impone la
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idea de que el horror alema? n es una venganza anticipada. El si? s- tema basado en el cre? dito, en el que todo puede anticiparse, hasta la conquista del mundo, determina igualmente las acciones que preparan su propio final y el de toda la economi? a de mercado hasta llegar al suicidio de la dictadura. En los campos de con- centracio? n y las ca? maras de gas se negociaba en cierto modo el derrumbe de Alemania. A nadie que hubiera asistido en Berli? n a los primeros meses del dominio nacionalsocialista en 1933 pudo pasarle inadvertido el momento de mortal tristeza, el abandono semi? lnconsci? enre a los aires fati? dicos que acompan? aban a la em- briaguez desatada, a los desfiles de antorchas y al retumbar de los tambores. ? Con que? acentos de desesperanza sonaba la can- cio? n del <<pueblo a las armas>>, la favorita cancio? n alemana de aque- llos meses, en la avenida Unter den Linden! La de un di? a para otro anunciada salvacio? n de la patria llevaba desde el primer mo- mento la expresio? n de la cata? strofe, y e? sta se ensayaba en los
campos de concentracio? n mientras el triunfo ahogaba en las calles su presentimiento. Este presentimiento no pide una explicacio? n basada en el inconsciente colectivo, que sin duda pudo haber inter- venido de forma bien perceptible. La situacio? n alemana en el seno de la concurrencia imperialista era, en la guerra y en la paz, deses- perada tanto en lo tocante a las materias primas disponibles como al potencial industrial. Todos y ninguno fueron demasiado estu? pi- dos para reconocerlo. Mezclarse en la lucha final de la concurrencia significaba saltar al abismo, y antes se opto? por empujar a los dema? s al mismo en la creencia de poder asi? disuadirse. La proba. bilidad de la empresa nacionalscclali? sra de compensar mediante un frente del terror y una prioridad temporal la desventaja en el volumen total de la produccio? n, era minu? scula. Los dema? s cre- yeron en ella ma? s que los alemanes, que ni siquiera se alegraron por la toma de Pari? s. A medida que iban ganando haci? an sus es- tragos como quien no tiene nada que perder. En los comienzos
del imperialismo alema? n aparece el <<Crepu? sculo de los di? oses>> wagneriano, la inspirada profeci? a del propio ocaso, cuya compo- sicio? n fue emprendida simulta? neamente con la victoria en la guerra del setenta. En el mismo espi? ritu, dos an? os antes de la segunda guerra mundial se exhibia al pueblo alema? n la peli? cula de la cai? da de su zepeli? n en Lakehurst . Tran quila, impert urbable sigue la nave su rumbo cuando, de repente, se precipita en picado. Cuando no queda salida, al impulso de aniquilacio? n le es totalmente indi.
ferente otros o
lo que cont ra
nunca distin guio? claramente: si se dirige contr a
el
prop io
sujeto. 103
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Hombres que te miTIJn. - La indignacio? n por las atrocidades cometidas se hace menor cuanto menos parecidos son los afectados al lector normal, cuanto ma? s oscuros, <<sucios>> y dagos. Esto dice tanto del crimen en si como de los que lo presencian. En los anti- semitas quiza? el esquema social de la percepcio? n este? configurado de tal modo que no les permite ver a los judi? os como hombres. La tan oi? da afirmacio? n de que los salvajes, los negros o los japo- neses parecen animales, casi monos, contiene ya la clave del po- gramoSu posibilidad queda ya establecida desde el momento en que el ojo de un animal mortalmente herido da con elhombre. El empen? o que e? ste pone en evitar esa mirada - <<no es ma? s que un animals-c- se repite fatalmente en las crueldades infligidas a los hombres. en las que los ejecutores tienen continuamente que persuadirse del <<so? lo es un animal. porque ni en el caso del ani- mal podi? an ya cre e? rselo. En la sociedad represiva, el propio con- cepto del hombre es una parodia de la semejanza humana. El he- cho de que los detcnmdores del poder vean como hombres lo que es so? lo su propia imagen reflejada, en lugar de ver reflejado lo humano como lo diferenciado, se debe al mecanismo de la <<pro- yeccio? n pe? tica>>. El crimen es entonces el intento reiterado de ajustar a la razo? n el trastorno de esa falsa percepcio?
temente ni por la faceta anticuada, que los renegados irracionalistas franceses tan celosamente resaltan, ni por la vanidad personal. Pero por servir e? sta de pretexto a la envidia - porque necesariamente en todo espi? ritu se da un momento de vanidad- , tan pronto como aparece se revela la razo? n de la penosidad. Esta acompa- n? a a lo contemplativo, al tomarse tiempo, a la normalmente dispersa homili? a, al i? ndice indulgentemente alzado. El contenido cri? tico de las ideas es desmentido por el gesto divagatorio, ya fa-
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? ? ? miliar desde la aparicio? n de los profesores al serVICIO del estado, y la ironi? a con que el imitador de Voltaire revela en las portadas de sus libros su pertenencia a la Acade? m i? e Francaise se vuelve contra el sarca? stico. Su exposicio? n oculta en toda acentuada huma- nidad un elemento de violencia: puede permitirse hablar asi? , nadie interrumpe al maestro. Algo de la usurpacio? n latente en toda do- cencia y en toda lectura de viva voz se halla concentrado en la lu? cida construccio? n de los peri? odos, que tanta ociosidad reserva para las cosas ma? s fastidiosas. Inequi? voco signo de latente despre- cio de lo humano en el u? ltimo abogado de la dignidad humana es la impavidez con que escribe trivialidades, como si nadie pudiera atreverse a advertirlas: <<L'aniste doit aimer la vie et nous mon- trer qu'elle est belle. Saos lui, nous en douterions. >> Pero 10 que en las meditaciones arcaicamente estilizadas de France es manifies- to afecta larvadarnente a toda reflexio? n que defiende el privilegio de rehuir la inmediatez de los objetivos. La tranquilidad se con- vierte en la misma mentira en que despue? s de todo incurre la pre- mura de la inmediatez. Mientras el pensamiento, en su contenido, se opone a la incontenible marea del horror, pueden los nervios, el a? rgano ta? ctil de la conciencia histo? rica, percibir en la forma del pensamiento mismo, ma? s au? n, en el hecho de que todavi? a se per- mita ser pensamiento, el rastro de la complicidad con el mundo, al cual se le hacen ya concesiones en el mismo instante en que uno se retira lejos de e? l para hacerlo objeto de filosofi? a. En esa soberani? a, sin la cual es imposible pensar, se enfatiza el privilegio que a uno se le concede. La aversio? n al mismo se ha ido poco a poco convirtiendo en el ma? s grave impedimento para la teori? a: si uno se mantiene en ella, tiene que enmudecer, y si no, se vuel- ve tosco y vulgar por la confianza en la propia cultura. Incluso el aborrecible desdoblamiento del hablar en la conversacio? n profe- sional y la estrictamente convencional hace sospechar la imposi- bilidad de decir 10 que se piensa sin arrogancia y sin asesinar el
tiempo del otro. La ma? s urgente exigencia que como mi? nimo debe mantenerse para cualquier forma de exposicio? n es la de no cerrar los ojos a tales experiencias, sino evidenciarlas por medio del lem- po, la concisio? n, la densidad y hasta la descortesi? a misma.
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Muerte de la inmortalidad. - Flaubert, de quien se refiere la
afirmacio? n de que e? l despreciaba la fama, sobre la que asento? 98
toda su vida, se encontraba en la conciencia de semejante contra. diccio? n tan a gusto como el burgue? s acomodado que una vez escri. bio? Madame Bovary. Frente a la corrupta opinio? n pu? blica, frente a la prensa, contra la que ya reaccionaba a la manera de Kraus, creyo? poder confiar en la posteridad, la de una burguesi? a liberada del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute? ntico cri? - tico. Pero subestimo? la estupidez: la sociedad que e? l defendi? a no puede llamarse tal, y con su despliegue hacia la totalidad ha des- plegado tambie? n la estupidez de la inteligencia al grado de lo absoluto. Ello esta? consumiendo las reservas de energi? a del inre- lecrual. Ya no puede esperar en la posteridad sin caer, aunque fuera en la forma de una concordancia con los grandes espi? ritus, en el conformismo. Pero en cuanto renuncia 11 tal esperanza, se introduce en su labor un elemento de fanatismo e intransigencia dispuesto desde el principio a trocarse en ci? nica capitulacio? n. La fama, en cuanto resultado de procesos objetivos dentro de la so- ciedad de mercado, que teni? a algo de contingente y a menudo versa? til, mas tambie? n el halo de la justicia y la libre eleccio? n, esta? liquidada. Se ha transformado por entero en una funcio? n de los o? rganos de propaganda a sueldo y se mide por la inversio? n que arriesga el portador del nombre o los grupos interesados que hay tras e? l. El claquer, que todavi? a pareci? a a los ojos de Daumier una aberracio? n, ha perdido mientras tanto como agente oficial del sis- tema cultural su irrespetabilidad. Los escritores que quieren hacer carrera hablan de sus agentes con tanta naturalidad como sus ano repasados del editor, que ya se vali? a hasta cierto punto de la pu- blicidad. Se toma el ser conocido, y, por tanto, la posibilidad en la perduracio? n - ? pues que? probabilidad de ser recordado tiene en la sociedad hiperorganizada 10 que no hubiese sido antes conoci- dov-c-, como asunto de personal gestio? n, y como antes en la Igle- sia se compra ahora a los lacayos de Jos trusts la expectativa de la inmortalidad. Vana ilusio? n. Como la memoria caprichosa y el com- pleto olvido siempre han ido juntos, la disposicio? n planificada so- bre la fama y el recuerdo conduce irremisiblemente a la nada, cuyo sabor puede ya anticipadamente norarse en la condicio? n he? ctica de todas las celebridades. Los ce? lebres no se sienten del todo bien. Hacen de si mismos arti? culos de mercado y se ven a si mismos extran? os e incomprensibles, como ima? genes de muertos vivientes. En el pretencioso cuidado de sus nimbos desperdician la energi? a eficaz, u? nica que podri? a perdurar. La inhumana i? ndlferen- ele y el desprecio que automa? ticamente cae sobre las derrumba-
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? ? ? ? ? ? das grandezas de la industria cultural desvelan la verdad sobre su celebridad sin que por ello deban abrigar aquellos que rehu? san tener parte en esa industria mayores esperanzas respecto a la pos? teridad. De ese modo experimenta el intelectual la fragilidad de su secreta motivacio? n, y frente a ello no puede hacer otra cosa que subrayar esta evidencia.
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Moral y estilo. -El escritor siempre podra? hacer la experien- cia de que cuanto ma? s precisa, esmerada y adecuadamente se expresa, ma? s difi? cil de entender es e! resultado literario, mien-
tras que cuando lo hace de forma laxa e irresponsable se ve recompensado con una segura inteligibilidad. De nada sirve evi- rar asce? ticamente todos Ios elementos de! lenguaje especializado y todas las alusiones a esferas culturales no establecidas. El ri- gor y la pureza de la trama discursiva, aun en la extrema senci- llez, ma? s bien crean un vaci? o. El abandono, el nadar con la co- rriente familiar del discurso, es un signo de vinculacio? n y ron- tacto: se sabe lo que se quiere porque se sabe lo que el otro quiere. Centrar la expresio? n en la cosa en lugar de la comu- nicacio? n es sospechoso: lo especi? fico, lo que no esta? acogido al esquematismo, parece una desconsideracio? n, una sen? al de boe- quedad, casi de desequilibrio. La lo? gica de nuestro tiempo, tan envanecida de su claridad, ingenuamente ha dado recibimiento a tal perversio? n dentro de la categori? a del lenguaje cotidiano. La expresio? n vaga permite al que la oye hacerse una idea eproxi- mada de que? es lo que le agrada y lo que en definitiva opina. La rigurosa contrae una obligacio? n con la univocidad de la con- cepcio? n, con el esfuerzo del concepto, cualidades a las que a los hombres conscientemente se desacostumbra pidie? ndoles la sus- pensio? n de los juicios corrientes respecto a todo contenido y, con ello , una autom arginacio? n a la que ene? rgicamente se resis- ten. $610 lo que no necesitan entender les es inteligible; s610 lo en verdad enajenado , la palabra acun? ada por el comercio, les hace efecto como familiar que es. Pocas cosas hay que contri- buyan tanto a la desmoralizacio? n de los intelectuales. Quien quie- ra evitarla debera? ver en todo consejo de atender sobre todo a la comunicacio? n una traicio? n a lo comunicado.
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Gazuza. -O poner el argot de los trabajadores al lenguaje culto es reaccionario. El ocio, y aun el orgullo y la arrogancia, han prestado al lenguaje del estrato superior algo de independencia y autodisciplina. De ese modo entra en contradiccio? n con su pro- pio a? mbito social. Al querer dar o? rdenes se vuelve contra los se- n? ores que lo utilizan para ordenar y dimite del servicio a sus inte- reses. Pero en el lenguaje de los sometidos so? lo el dominio ha dejado su expresio? n, arrebata?
ndoles incluso la justicia que la pala- bra auto? noma y no mutilada promete a cuantos son lo bastante libres para pronunciarla sin rencor. El lenguaje proletario obedece al dictado del hambre. El pobre mastica las palabras para saciarse con ellas. Espera obtener de su espi? ritu objetivo el poderoso ali- mento que la sociedad le niega; llena de ellas una boca que no tiene nada que morder. Se venga as? en el lenguaje. Ultraja el cuerpo de la lengua que no le dejan amar repitiendo con sorda vio- lencia el ultraje que a e? l mismo se le hizo. Incluso lo mejor de los modismos del norte berline? s o de los cockneys, la facundia y la gracia natural, se resiente del efecto de, para poder sobreponerse sin desesperacio? n a situaciones desesperadas, rei? rse, a la vez que del enemigo, de si mismo, dando asi? la rezo? n al curso del mundo.
Si el lenguaje escrito codifica la alienacio? n de las clases, bita no puede eliminarse con la regresio? n al lenguaje hablado, sino so? lo como consecuencia de la ma? s rigurosa objetividad del lenguaje. So? lo el hablar que conserva en si? el lenguaje escrito libera al habla humana de la mentira de que e? sta es ya humana.
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Me? lange. - E I usual argumento de la tolerancia, de que todos los hombres y todas las razas son iguales, es un boomerang. Se expone a una fa? cil refutacio? n por los sentidos, y hasta las ma? s concluyentes pruebas antropolo? gicas de que los judi? os no consti- tuyen ninguna raza apenas podra? n modificar, en el caso del po- grom, el hecho de que los totalitarios sepan perfectamente II quie? - nes quieren eliminar y a quie? nes no. De poco serviri? a querer proclamar frente a ello como un ideal la igualdad de todo lo que tiene rostro humano en lugar de darla por supuesta como un he- cho. La utopi? a abstracta seri? a demasiado fa? cilmente compatible con las ma? s astutas tendencias de la sociedad. Que todos los hom-
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? ? bres sean iguales es precisamente lo que mejor se ajusta a ella. Considera las diferencias reales o imaginarias como estigmas que testimonian que las cosas no se han llevado todavi? a demasiado lejos, que algo hay libre de la maquinaria, algo no del todo deter- minado por la totalidad. La te? cnica del campo de concentracio? n acaba haciendo a los confinados como sus vigilantes, a los asesina- dos asesinos. La diferencia racial se lleva II lo absoluto a fin de poder eliminarla absolutamente, lo que sucederi? a cuando no que- dase ya nada diferente. Una sociedad emancipada no seri? a, sin embargo, un estado de uniformidad, sino la realizacio? n de lo ge- neral en la conciliacio? n de las diferencias. La poli? tica, que ha de tomarse esto bien en serio, no deberi? a por eso propagar la igualdad abstracta de los hombres ni siquiera como idea. En lugar de ello deberi? a sen? alar la mala igualdad existente hoy, la identidad de los interesados en las filmaciones y en los armamentos, pero conci- biendo la mejor siruacio? n como aquella en la que se pueda ser diferente sin temor. Cuando se le certifica al negro que e? l es exactamente igual que el blanco cuando no lo es, se le vuelve a hacer injusticia de forma larvada. Se le humilla de manera amis- tosa mediante una norma con la que necesariamente quedara? atra? s bajo la presio? n del sistema y cuyo cumplimiento seri? a adema? s de dudoso me? rito. Los partidarios de la tolerancia unitarista estara? n asi? siempre inclinados a volverse intolerantes con todo grupo que no se amolde a ellos: el pujante entusiasmo por los negros se hace compatible con la indignacio? n respecto a las maneras de los judi? os. El melting pot fue una disposicio? n del capitalismo indus- trial desatado. La idea de caer en e? l suscita la del martirio, no la de la democracia.
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Exceso por exceso. - Lo que han hecho los alemanes escapa
a la comprensio? n, y ma? s au? n a la psicolo? gica, pues las atrocidades parecen de hecho haber sido practicadas ma? s como medidas ena- jenadas de terror en una forma planificada y ciega que como actos realizados con esponta? nea complacencia. Segu? n los relatos de algu- nos testigos, se torturaba sin placer, se asesinaba sin placer, y acaso por tal motivo ma? s alla? de toda medida. Sin embargo, la conciencia que quiera resistir 10 indecible se vera? una y otra vez abocada a intentar explicarlo, si no desea caer subjetivamente en la demencia que objetivamente domina. Entonces se impone la
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idea de que el horror alema? n es una venganza anticipada. El si? s- tema basado en el cre? dito, en el que todo puede anticiparse, hasta la conquista del mundo, determina igualmente las acciones que preparan su propio final y el de toda la economi? a de mercado hasta llegar al suicidio de la dictadura. En los campos de con- centracio? n y las ca? maras de gas se negociaba en cierto modo el derrumbe de Alemania. A nadie que hubiera asistido en Berli? n a los primeros meses del dominio nacionalsocialista en 1933 pudo pasarle inadvertido el momento de mortal tristeza, el abandono semi? lnconsci? enre a los aires fati? dicos que acompan? aban a la em- briaguez desatada, a los desfiles de antorchas y al retumbar de los tambores. ? Con que? acentos de desesperanza sonaba la can- cio? n del <<pueblo a las armas>>, la favorita cancio? n alemana de aque- llos meses, en la avenida Unter den Linden! La de un di? a para otro anunciada salvacio? n de la patria llevaba desde el primer mo- mento la expresio? n de la cata? strofe, y e? sta se ensayaba en los
campos de concentracio? n mientras el triunfo ahogaba en las calles su presentimiento. Este presentimiento no pide una explicacio? n basada en el inconsciente colectivo, que sin duda pudo haber inter- venido de forma bien perceptible. La situacio? n alemana en el seno de la concurrencia imperialista era, en la guerra y en la paz, deses- perada tanto en lo tocante a las materias primas disponibles como al potencial industrial. Todos y ninguno fueron demasiado estu? pi- dos para reconocerlo. Mezclarse en la lucha final de la concurrencia significaba saltar al abismo, y antes se opto? por empujar a los dema? s al mismo en la creencia de poder asi? disuadirse. La proba. bilidad de la empresa nacionalscclali? sra de compensar mediante un frente del terror y una prioridad temporal la desventaja en el volumen total de la produccio? n, era minu? scula. Los dema? s cre- yeron en ella ma? s que los alemanes, que ni siquiera se alegraron por la toma de Pari? s. A medida que iban ganando haci? an sus es- tragos como quien no tiene nada que perder. En los comienzos
del imperialismo alema? n aparece el <<Crepu? sculo de los di? oses>> wagneriano, la inspirada profeci? a del propio ocaso, cuya compo- sicio? n fue emprendida simulta? neamente con la victoria en la guerra del setenta. En el mismo espi? ritu, dos an? os antes de la segunda guerra mundial se exhibia al pueblo alema? n la peli? cula de la cai? da de su zepeli? n en Lakehurst . Tran quila, impert urbable sigue la nave su rumbo cuando, de repente, se precipita en picado. Cuando no queda salida, al impulso de aniquilacio? n le es totalmente indi.
ferente otros o
lo que cont ra
nunca distin guio? claramente: si se dirige contr a
el
prop io
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Hombres que te miTIJn. - La indignacio? n por las atrocidades cometidas se hace menor cuanto menos parecidos son los afectados al lector normal, cuanto ma? s oscuros, <<sucios>> y dagos. Esto dice tanto del crimen en si como de los que lo presencian. En los anti- semitas quiza? el esquema social de la percepcio? n este? configurado de tal modo que no les permite ver a los judi? os como hombres. La tan oi? da afirmacio? n de que los salvajes, los negros o los japo- neses parecen animales, casi monos, contiene ya la clave del po- gramoSu posibilidad queda ya establecida desde el momento en que el ojo de un animal mortalmente herido da con elhombre. El empen? o que e? ste pone en evitar esa mirada - <<no es ma? s que un animals-c- se repite fatalmente en las crueldades infligidas a los hombres. en las que los ejecutores tienen continuamente que persuadirse del <<so? lo es un animal. porque ni en el caso del ani- mal podi? an ya cre e? rselo. En la sociedad represiva, el propio con- cepto del hombre es una parodia de la semejanza humana. El he- cho de que los detcnmdores del poder vean como hombres lo que es so? lo su propia imagen reflejada, en lugar de ver reflejado lo humano como lo diferenciado, se debe al mecanismo de la <<pro- yeccio? n pe? tica>>. El crimen es entonces el intento reiterado de ajustar a la razo? n el trastorno de esa falsa percepcio?
