De ahí proviene lo que puede
llamarse
la dureza o el tem
ple fundamental de los individuos maduros.
ple fundamental de los individuos maduros.
Sloterdijk - Esferas - v2
No otro es
el resultado de la infinitización de Dios y universo.
Fueron los teólogos más sagaces los que mataron a Dios cuando
ya no pudieron reprimir por más tiempo el concebirlo como infini-
115
Multiplicidad de sistemas solares.
Ilustración en una Cosmología
cartesiana del siglo XVIII.
Jürgen Klauke, Gran imagen del mundo n,
Colonia, 1991, tríptico.
to actual y extensivamente. La proposición «Dios ha muerto» signi
fica en primer lugar una tragedia morfológica: la aniquilación, por
una infinitización implacable, de la esfera de inmunidad, intuitiva,
clara, imaginariamente satisfactoria. Dios se convierte en algo invi
sible, oscuro, desemejante, amorfo: un monstruo para la capacidad
intuitiva humana, un no-receptáculo, un abismo y agujero absoluto.
De pronto, dado que ha desaparecido la barrera entre interior y ex
terior, ya no se puede entender en qué habría de consistir la venta
ja de estar dentro de ese Dios de infinitud.
Con la abolición de la inmunidad divina comienza la permanen
te crisis atea de los dempos modernos. En un tono místico susurran
te, en los círculos iluminados tardomedievales se expande el disan-
gelio* morfológico, cuyo significado y repercusión no entienden la
mayoría de quienes lo transmiten conmovidos. Pues, creyendo que
comunican algo misterioso estimulante, algo paradójico arrobante,
lo que anuncian, como a escondidas, es: «Dios es una esfera infinita
cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ningu
na»49. Ese «en todas partes» introduce la agonía de la forma centra
*Palabra con el prefijo griego dis> en lugar de eu (de «evangelio»). Significaría,
así, «mala nueva» en vez de «buena nueva». (N. del T. )
117
da y ese «en ninguna», la crisis del proyecto metafísico de envolver todo lo existente en lo anímico. En el momento en que se le atribu ye el predicado infinito, la esfera muere por sobredimensionamien- to en lo no-intuitivo. El resto ya es historia de la esfera. Sólo queda todavía que la muerte de la Esfera-Dios buena, salvadora, mayestáti- camente finita sea consumada por los interesados: un proceso que abarca al menos medio milenio de pensamiento europeo y que no puede darse aún por cerrado. De hecho, determinar la esfera como infinita significó robarle su fuerza unificadora, alejarla del interés de lo vivo y, con ello, convertir lo máximo en algo funesto.
La muerte de Dios se comunica en principio por una esquela morfológica: la esfera ha muerto. De su defunción se sigue todo lo restante, todo aquello que tiene que ver con el fallecimiento de Dios y con la administración de su legado: pérdida del margen, in flación del centro, andadura sin rumbo de los puntos. Cuando la es fera perece por su determinación infinita, los puntos anteriormen te epicéntricos se ven obligados bien a elegirse ellos mismos como centro de todas las relaciones o bien sucumbir, más allá de la acos tumbrada ilusión del punto medio, a unjuego sin norte de rauda les descentrados de acontecimientos. De la primera opción surgen las teorías modernas de sistemas; de la segunda posibilidad penden hasta ahora las oportunidades de una filosofía contemporánea, pos- monosférica. Con razón pudo hacer notar Michel Foucault: «Mun do como esfera, yo como círculo, Dios como centro: ése es el triple bloqueo del pensar-acontecimiento»50. Tanto el público posmoder no como el grueso del gremio filosófico no tiene aún un concepto de cómo podría estructurarse un pensar que se produzca en con ceptos-acontecimientos más allá del exceso macrosferológico que tenemos a nuestras espaldas como metafísica clásica. Sólo inciden tal, atmosférica y conjeturalmente, de vez en cuando, aquí o allá, aparece el entendimiento de que sólo fuera de la esfera única, en la que todo había de encontrar fundamento y animación, es decir, só lo en un exterior radicalizado, puede llegar la acontecibilidad a su modo de pensar característico.
Pero en el marco de los argumentos publicados hasta ahora no puede entenderse aún con suficiente solidez por qué es ahora el
118
Antonin Artaud, 1926.
Daniel Libeskind, Never is the Center,
Memorial Mies van der Rohe, proyecto, 1987,
acontecimiento, y ya no la esencia, el que ha de pensarse a toda costa.
Pues incluso el pensar postestructuralista del acontecimiento está
inequívocamente aún en la senda de la metafísica moderna, ya que
sigue soportando su furor infínidsta bajo signos variables, sea el de
la libido, sea el del comentario, aplazamiento, diálogo o el de la
creatividad sin más. Todo esto son ingenuidades que gustan porque
su ingenuidad es la propia de la filosofía. De lo que se trata tras
nuestro cansancio de los infinitismos postestructuralistas es del tra-
bsyo en una ontología del mundo finito, inacabado, inmenso, en el
que hay que compensar, en sus radicalismos, momentos conserva
dores y explosivos, o, como también se podría decir, intereses psí
quicos y técnicos. «¿Dónde estamos cuando estamos en lo inmen
so? »51. El pensar del futuro -quizá una filosofía transgénica- parte
de la percepción de que ha fracasado el proyecto metafísico de om-
nianimación -el monosferismo-, sin que por eso lo anímico haya si
do desautorizado en su alcance caprichoso. Cosa que queda por de
mostrar.
Hasta nuevo aviso, la situación filosófica de la Modernidad viene
caracterizada por el exitíis de la esfera perfecta, cuyos inicios críti
cos, como hemos indicado, se remontan hasta mucho más allá de lo
que estaba dispuesta a considerar la historiografía del espíritu habi
da hasta ahora. De hecho, una esfera infinita, cuyo centro, según la
tesis medieval, estuviera en todas partes, no permite ya reconocer
un centro efectivo: por todas partes surgirían en ella autoenajena-
ciones místicas que no se distinguirían de los egocentrismos más ex
teriores. En consecuencia, el tema nuclear de la Modernidad, la au-
torreferencia, hubo de irrumpir en el pensamiento como una
consecuencia inevitable, por más que retardada y reprimida, de la
tesis mística del centrum-ubique. La última oportunidad de centrali
zación en un mundo infinitizado es, efectivamente, el egoísmo de
los puntos. Para él, todo lo que no sea la mónada misma, es decir,
la central de mando de un sistema de autorrelación, está en el
«mundo circundante», «medio ambiente» o «entorno». «Lo más al
to que hemos recibido de Dios y de la naturaleza es la vida, el mo
vimiento rotatorio de la mónada en tomo a sí misma, que no cono
ce tregua ni descanso. . . »52. Todo lo que es un sí mismo o sistema,
121
Arnulf Rainer, Cosmos, panel 20:
Flujo y corriente de la luz, 1994.
precisamente por ello tiene que preocuparse de sí mismo, se trate
de individuos o Estados, de familias o de empresas económicas. To
dos ellos son egoístas sagrados; su ascesis significa autorreferencia.
Con ello, la epopeya de la esfera divina acaba en el umbral de la
Modernidad en una general excentralización y autocentralización,
y en la estipulación del espacio.
Los continentes y océanos de la tierra están colonizados por ru
tinas actuales de tráfico y comunicación; potencialmente, en el es-
122
Hans Haacke, Emplazamiento merry-go-round,
Münster 1997. Tiovivo encofrado junto a la rotonda
del monumento a Bismarck en Münster.
pació neutralizado cualquier punto se ha convertido en un empla
zamiento, es decir, en un relé para la circulación de dinero en la su
perficie circunvalada de la tierra53. En la exterioridad generalizada
ningún punto puede hacerse inaccesible a otro. Se podría definir
morfológicamente la esencia de la Modernidad como excentricis-
mo no-satánico, mientras que el esquema de centro y epicentro, que
había fundado la metafísica de la colaboración en el proyecto de
Dios, sólo se conserva ya en subculturas religiosas. Llamaremos es
pumas a las aglomeraciones de puntos excéntricos autorreferentes,
junto con sus entornos, en estructuras carentes de punto medio. De
ellas tratará el tercer volumen de estos estudios esferológicos.
El presente libro, un mausoleo de la idea de la unidad de todo,
pertenece al reino bimilenario de la monosfera o del globo integral.
¿Se puede aprender todavía algo de Stalin en lo referente a la cons
trucción de un mausoleo? Bajo todo punto de vista, por supuesto,
dado que también para lo que nosotros pretendemos, presentar la
123
Prototipo del cosmos autorreproductor como ramificación
arbórea de una urdimbre de burbujas inflacionarias.
Cada burbuja en este gráfico corresponde a un supuesto
sistema surgido de una explosión originaria.
metafísica en un sarcófago de cristal, sería conveniente mostrar al
muerto como si sólo durmiera54.
Podemos permanecer un poco más ante la vitrina ya que no se
pierde tiempo esperando en la cola ante el monumento. Contem
plaremos al Uno-Todo en sus estadios embrionales, en su creci
miento (capítulo 1) y su complementación cósmica (capítulo 4), ob
servaremos su reforzamiento exterior y sus borderpolitics (capítulos 2
y3),admiraremossutriunfoteológicoysuhybrismística(capítulo5),
124
Futuroscopio de Poitiers.
seguiremos su política de signos (capítulo 7) y su exceso negativo
(capítulo 6) y seremos testigos, finalmente, de su catástrofe, que
conlleva su metamorfosis en mero globo terráqueo (capítulo 8).
Al final de estas longitudes celestes habría de resultar evidente
por qué sólo mediante el rechazo del pensamiento contemporáneo
al Uno-y-Todo del proyecto metafísico-monoteísta de mundo pudo
conseguirse una nueva configuración no-teológica o post-teológica,
post-metafísica o de-otro-modo-metafísica, de las inmunidades hu
manas en la segunda ecúmene, que en principio sólo representa la
integral de todos los aislamientos55.
125
Acceso Clima antrópico
La burbuja del mundo tiene que hincharse antes de explotar.
Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito
Nuestros sondeos en el campo microsférico mostraron que los
seres humanos son seres vivos que, en principio, no pueden ser, o es
tar, en ninguna otra parte que en los invernáculos sin paredes de
sus relaciones de proximidad. En ese sentido, la microsferología no
es otra cosa que una antropología proxémica. El núcleo de la pro-
xémica personal es lo que hemos llamado la relación fuerte. De ella
provienen los receptáculos autógenos de las solidaridades primarias
que irónicamente sin ironía aclaramos, al final, con el paradigma de
la unión trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu56. Para estas relaciones
surreales vale que son «su propio lugar». Quien participa en ellas vi
ve, en un sentido topológicamente eminente, dentro.
Los seres humanos, como criaturas que bajo cualquier circuns
tancia son en principio vivientes amontonados unos sobre otros, que
tanto se protegen como se rechazan mutuamente, y nada más que
eso, como criaturas que para convertirse eventualmente y mucho
más tarde en individuos, como se dice, en seres autocomplementan-
tes que viven solos y que cuidan los contactos exteriores (direccio
nes, redes), necesitan, sin peros ni diferencias, el microclima esti
mulante de sus tempranos mundos interiores. Sólo en él, como
típica vegetación suya, llegan a lo mejor y a lo peor que pueden ser.
En él hacen acopio de temples básicos creadores, ambivalentes, des
tructivos, o de prejuicios sentimentales sobre el ente en su totalidad,
que se hacen valer constantemente en el tránsito a escenas más gran
des. Desde ese fondo se ponen en marcha todas las transferencias.
Sobre el primer clima no informa ningún boletín meteorológi-
127
co; de dónde sopla la brisa del mundo interior, qué zonas de baja
presión se extienden sobre los esfuerzos interhumanos: de cosas co
mo éstas sólo nos pone en conocimiento, en principio, el juicio de
la sensación o del sentimiento atmosférico, que es más originario
que el sentido íntimo oral, el gusto, y más público, a la vez, que él.
El sexto sentido siempre es el primero, puesto que por él los seres
humanos, sin inducciones ni investigación indirecta, saben en qué
lugar están: consigo mismos, con otros y con todos. Por inmersión
en el elemento conductor están originariamente ahíy abiertos al en
torno. El espacio como atmósfera no es otra cosa que vibración o
pura conductibilidad57. En este sentido, él es realmente, según la be
lla y oscura doctrina de la chora de Platón, la «nodriza del devenir».
¿Cómo con una torpe teoría de la comunicación pretende uno ba
sarse en tales relaciones de totalidad? Emisor, receptor, canal, me
dio, código, misiva: todas estas distinciones llegan demasiado tarde
para la apertura fundamental. Adquieren significado cuando se tra
ta de averiguar algo sobre algo. Pero mucho antes tiene que haber
ocurrido el ser-en o ser-en-algo que los ontólogos fundamentales in
terpretan como ser-en-el-mundo, ser-con o ser-templado-de-ánimo.
El clima, el temple de ánimo, la atmósfera componen la trinidad de
lo envolvente, en cuya revelación incesante viven siempre y por do
quier los seres humanos, sin que se pueda decir -aunque los mo
dernos hayan convertido el tiempo en un objeto de discurso inclu
so- que a esas epifanías corresponda un mensaje y un mensajero;
primero el meteoro y luego la mirada al cielo. A esta ofuscación
oponemos el recuerdo del pleroma climático: del «en» como baño
cromático en el que son bautizos todos los actos discretos de la vida
de representación, voluntad yjuicio.
Dado que las atmósferas son de naturaleza no-objetiva y no-infor-
mativa (y dado que no parecieron dominables) fueron dejadas de la
do por la vieja y nueva cultura europea de la razón a lo largo del di
latado proceso de cosificación e informatización de todos los hechos
y cosas. Cuando los discursos comenzaron a desplegarse a capricho
se fue haciendo cada vez más difícil, si no imposible, perder siquiera
una palabra relativa a la exponibilidad, solubilidad, apertura de la
existencia. Que fuera de las palabras y de las cosas podía existir algo
128
que no es ni palabra ni cosa y sí algo más extenso, anterior y pene
trante que ambas, es algo que no han querido reconocer ni las cien
cias positivas ni las teorías discursivas. Es verdad que el siglo XIX, al
hablar de milieu o de ambiente, intentaba asir este trío sutil; que el si
glo XX lo hizo suyo al traducirlo por Umwelt [entorno] y environment,
pero con todos esos conceptos se malogró lo atmosférico y se hicie
ron progresos de lo malo a lo peor. Sólo en los mundos de los gran
des romanciers, sobre todo en Balzac, Proust y Broch, surgieron at-
mosferologías superiores que esperan aún ser conectadas con los
análisis filosóficos fundamentales. Con todo, los «fenómenos» at
mosféricos, como tales, se han hecho interesantes en los últimos
tiempos para la teoría estética, para la teología y neo-fenomenología,
sobre todo por el estímulo de Heidegger, a veces incluso con pre
tensiones conceptuales fundantes; cosa que habría que interpretar,
después de todo, como signos de una apertura puntual58.
Con razón, la filosofía moderna -sobre todo la ontología funda
mental-, cuando comenzó, tras su bimilenario exilio en lo supra
sensible, a retomar pie en el ser-en-el-mundo, ha descrito la dispo
sición de ánimo como la primera apertura del ser-ahí al cómo y
dónde del mundo. Se podría considerar la obra temprana de Hei
degger como la carta magna de una climatología no intentada has
ta entonces59. Puede hacerse plausible por qué el desarrollo de las
sugerencias de Heidegger en la fenomenología de los estados de
ánimo y en la psiquiatría existencial pertenece a los aspectos más
fértiles de su influjo. Cuando se tensa en un individuo la cuerda de
la existencia, ésta vibra en la tonalidad de un estado de ánimo o de
un clima impregnante. Pero los estados de ánimo -quizá Heidegger
no ha hecho hincapié suficientemente en esto- nunca son, en prin
cipio, asunto del individuo en la aparente privacidad de su existencia
y en la soledad de su éxtasis existencial; se forman como atmósferas
-totalidades estructurales, teñidas de sentimiento- compartidas en
tre varios, o muchos, que disponen y tonalizan unos para otros el es
pacio de proximidad.
Como se deduce de nuestros análisis microsferológicos, las esfe
ras son, en principio, mundos interiores de relación fuerte, en los
que «viven, penden y son» quienes están aliados mutuamente en
129
Amuleto múltiple de plata
con llave, Corfú, siglo xx.
una atmósfera autógena o en una relación vibrante que los supera.
Por eso, lo que nosotros llamamos clima designa, en principio, una
magnitud comunitaria y, sólo después, un hecho atmosférico. Esto
vale para todas las formas de vida humanas, también para aquellas
que se orientan a la distancia, a la libertad de movimiento y a la re
nuncia al compañerismo. Precisamente los que viven solos son a
menudo especialmente sensibles al clima desde el punto de vista so
cial y muchos de los que buscan estar solos lo hacen, sobre todo, pa
ra reducir el ahogo de una atmósfera cargada. Como turistas que
viajan fuera de temporada, eluden las intimidades del mal tiempo.
Pero los seres humanos no son sensibles al tiempo sólo en grupo,
como seres vivientes activos climáticamente en microsferas, influyen
también ellos mismos, con todo lo que hacen y dejan de hacer en el
130
ámbito común, a través del compartimiento del espacio cercano. El
mundo de proximidad surge de la suma de nuestras acciones recí
procas y de nuestras mutuas aflicciones. Lo que en diferentes con
textos filosóficos -desde san Agustín hasta Vilém Flusser, pasando
por Heidegger- se ha querido significar con la expresión pática
«proximidad» es la redundancia vivida, la plétora de lo notorio, en
la que pululan los sincronizados. A nosotros nos van las cosas tal co
mo nos acomodemos unos a otros, y el modo en que nos vaya a unos
con otros manifiesta ajustes o desajustes entre nuestras vidas. En sus
campos de proximidad los seres humanos, sin excepción, son hace
dores de dempo y producen a cada instante embrujos de sol y de llu
via. Sus rostros son los rótulos de sus estados de ánimo; sus gestos y
sentímientos irradian tormenta o despejo a la comunidad.
En la época de la obra de arte los artistas consiguieron producir
sobresalientes imágenes climáticas de sus culturas porque reunie
ron en torno a sus obras comunidades acordes en sentimiento; por
ello siempre es una deducción errónea pensar que los productores
de arte expresaron su interior en sus obras. Lo que se llama expre
sión es un acopio de fórmulas de las posibilidades creadoras de cli
ma actuales de un grupo. Así, la sugestiva tesis ontológico-lingüísti-
ca de Heidegger de que la obra de arte postula o «erige un mundo»
(nunca se podría estar seguro, por lo demás; si no, habría de decir
se más bien «expone un mundo») es significativa esferológicamen-
te ante todo, y pierde rápidamente plausibilidad fuera de este cam
po significativo. Hubo una época en la que eran sobre todo las
imágenes religiosas las que personificaban el modelo de la capaci
dad de urdir grupos más grandes de seres humanos en un éter sim
bólico compartido. Por eso se atribuyó a tales obras de arte un ca
rácter de verdad y revelación: porque señalaban el punto central de
una apertura, un rayo local de mundo. La ironía de la doctrina hei-
deggeriana del origen de la obra de arte es que sea verdadera, en lo
esencial, para obras anteriores a la época del arte. En las obras a las
que se refería Heidegger no es, pues, decisivo que sean obras de ar
te, sino que constituyan lugares de culto en los que uno se encuen
tra con la exposición del ser.
Lo que nunca puede callarse, ya que -antes de toda representa
131
ción o exposición- hace que se rastree lo común revelado, es la at
mósfera, la tonalidad envolvente del espacio, que impregna a sus
moradores. Por eso, para la mayoría de los seres humanos, su clima
relacionante sigue siendo más importante y mucho más real que to
da la gran política y la «alta» cultura. Las gentes sencillas se definen
porque para ellas, bayo el aspecto de la indisponibilidad objetiva,
tienen el mismo rango la política y los fenómenos meteorológicos;
contra el mal tiempo y los grandes señores se puede hacer igual
mente poco: sólo hablar de ellos como si se tratara de fuerzas supe
riores. Pero estos discursos -y ello aparece sólo en reflexiones tar
días- son el éter de las sociedades; por eso, todos los grupos, desde
las hordas orales hasta las grandes culturas, con sus medios de es
critura, imprenta y radiodifusión, vibran y conviven casi exclusiva
mente en comunicaciones sobre sus preocupaciones básicas actua
les: su clima, sus dioses locales, sus demonios de grupo. Pero el
hecho de que este bamboleo en las habladurías propias sea la fun
ción basal, conformadora de clima, constitutora de sociedad, sólo se
muestra a la teoría cuando los grupos se han separado o diferencia
do tanto que ya no es posible hablar de unidad.
Para los sociólogos modemos-posmodemos, que se han «conver
tido» (convertir significa cambiar de error básico) del productivismo
al comunicacionismo, de lo que se trataría ahora sería de darse cuen
ta de que en el análisis esferológico de las sociedades se muestra un
«plano» que queda antes de la diferenciación entre producción y co
municación. La endosfera tonalizada es el primer producto de las co
munidades que viven estrechamente unidas, y el acuerdo de ánimo
que supone es su primera comunicación a sí misma. Compactarla,
redondearla, regenerarla y despejarla es el primer proyecto creador
de humanidad. En palabras triviales de lugar y de espacio interior,
como nido, habitación, cueva, cabaña, casa, hogar, plaza, pueblo, fa
milia, pareja, linsye, ciudad, se oculta para siempre un resto de cosas
impensadas, que exige que se lo siga soñando, sin que nunca haya
podido dilucidarse del todo ni ser captado representativamente. Es
te resto exuberante da fe de que las creaciones de mundo interior
nunca están cerradas y han de ser desarrolladas incesantemente de
132
Iglú esquimal en construcción,
Territorios del Noroeste, Canadá.
un cómo a otro. El misterio de la producción de espacio irrumpe
irradiando en las palabras que se refieren a receptáculos autógenos.
Mundus in guita: en gotas del espacio cósmico.
Desde siempre los seres humanos están empeñados en el pro
yecto de atraer hacia dentro, tanto como sea necesario, lo que su
cede fuera y mantener alejado del hogar de la vida buena lo exte
rior tanto como sea posible. Esa no es la última de las razones por
la que erigen pronto, regular, persistentemente imágenes de las per
sonas de su proximidad, sin las que no podrían vivir íntegramente;
sienten sus moradas físicas e imaginarias a través de los signos ac
tuales de compañeros ausentes, que siguen siendo vitalmente im
portantes aún después de su desaparición. La omnipresencia de
imágenes de dioses y de antepasados, de amuletos, fetiches y signos
sobrealimentados en las culturas antiguas testimonia el alcance de
la necesidad de redondear el mundo presente mediante alusiones a
algo esencial ausente, a algo complementario, envolvente. Que ten
ga que haber imágenes es algo que se fundamenta en la coacción de
133
la inteligencia por la muerte y por la ausencia; que pueda haber
imágenes es algo que se funda en la primordial función comple-
mentadora de la onto-grafía. Si escritura significa, prototípica e
idealmente, representación en lo desemejante, la imagen significa
representación en lo semejante.
El impulso, instaurador de imágenes, al redondeamiento descu
bre al hombre como el animal al que le puede faltar algo. ¿No es la
cultura, en su totalidad, una sobrerreacción a la ausencia? 60. Cuan
do lo que falta causa extrañeza se produce una presión morfológi
ca: los lugares vacíos quieren volver a ser ocupados, como si el pro
yecto del espacio-plenitud no permitiera vacantes duraderas. Por un
imperativo de complementación los mundos interiores se vuelven a
acercar al autorredondeamiento: en principio sólo en el sentido de
una nidificación sin paredes, en la que el predicado «redondo» ex
presa una cualidad pregeométrica, psicológico-espacial, vagamente
inmunológica, aunque a partir de cierto umbral del desarrollo dis
cursivo y político adquiera también significaciones arquitectónicas y
geométricas. Menos que una esfera redonda en sí misma, propor
cionados de espacio interior, no puede bastar a los que viven en
común como lugar característico propio en el mundo. Como sabe
mos por motivos morfológico-sociales y biológico-cooperativos, tales
esferas euclideanas de lo anímico grupal sólo surgen por comparti
ción de espacio interior con seres próximos de primer orden y con
sus recambios. A la vez, los seres humanos -dado que son seres de
mundo interior, en los que la nidificación endoclimática precede a
todas las demás construcciones- corren el peligro, como ninguna
otra especie, de que sean destruidos sus mundos interiores sin pa
redes por invasiones de fuera o por conflictos endógenos, pues na
da es más frágil que la existencia en las cubiertas exhaladas de inte
rioridad específicamente humana.
La expresión catástrofe climática -el auténtico santo y seña de
nuestra época- capta ya el riesgo originario de la humanidad. Los
seres humanos -de un modo del que sólo con reservas es aconseja
ble hacerse plenamente consciente, porque aquí puede muy bien
hacerse efectivo eso de «conciencia como fatalidad»61- dependen
de la gracia de las circunstancias de clima interno hasta en el último
134
Thomas Struth, Museo del Louvre I, 1989, detalle.
detalle de su dotación biológica y de sus rituales culturales. Que, al
menos en sus líneas reproductivas respetadas por las degeneracio
nes, los seres humanos hayan podido llegar a ser como son es la con
secuencia de una historia, tan inadvertida como inaudita, de auto-
135
Oskar Schlemmer, Jóvenes en grupos, 1928.
protecciones mediante creaciones propias de clima. Como habitan
tes de sus invernáculos de proximidad, creados por ellos mismos, se
encuentran en casa en un continuum de automimos; cosa que, por
otra parte, no prejuzga nada sobre la medida de durezas, dificulta
des y fracasos en las vidas individuales.
Los seres humanos viven en sus mimos: una expresión que ha de
valer como remisión provisional a la dinámica de refinamiento de
las individuaciones y culturas locales. En su balance evolutivo, la
existencia del Homo sapiens sólo es comprensible como historia exi
tosa de excitabilidad nerviosa creciente y de autoestímulos lujurian
tes mediados de símbolos. Las líneas de éxitos de esas historias re
saltan ante un trasfondo de fatalidades selectivas implacables, en las
que la regla es el exterminio y el fracaso.
Sólo si se pone de relieve la tensión entre interior y exterior, co
mo el motivo fundamental de toda topología cultural, se hace ple
namente consciente, en su sorpresividad, el constante retomo del in
terior. ¿No son innumerables los que han tenido que experimentar
el mundo exterior como un conjunto de incidentes destructores de
esferas? ¿No es el exterior perforante, arrollador, desguarneciente
siempre más impasible y fuerte que cualquier construcción de mun
do interior? La imagen-burbuja que antepusimos a nuestra teoría de
las esferas de intimidad evoca la fragilidad de los espacios habitados
por seres humanos. ¿Qué es, por el contrario, lo que hace capaces a
los mortales de protegerse a sí mismos en sus invernáculos de rela
ción? Ya es bastante sorprendente la fuerza de los aliados de estable
cerse en relaciones preferenciales unos con otros, a pesar de que tan
to endógena como exógenamente todo parece trabajar por hacer
que revienten las esferas que posibilitan seres humanos. Y sin em
bargo: ese autocobijo en el espacio creado por uno mismo -la capa
cidad de arrojar el abrigo sobre sí y los suyos y retirarse al inverna
dero invisible de mutua pertenencia experimentada- es el estímulo
creador de esferas, originario e incesante, que, sobre todo después
de crisis de grupos, ha de acreditarse en múltiples casos. De él pro
vienen las formaciones que más tarde, en tiempos burgueses, ciuda
danos, impulsores de teoría, se llamarán «sociedades» o culturas. Pa
rece que, cuando se alian entre ellos, la capacidad de los seres
137
humanos para desmentir su desamparo en la exterioridad es inmen
sa. ¿Cómo se soportaría, si no, el riesgo de pertenecer a una especie
de seres mortales hablantes, susceptibles al miedo -y qué insoporta
ble sería la amenaza del exterior-, si no hubiera una envoltura rege-
nerable de solidaridad reanimante que opusiera su resistencia crea
dora a los ataques disolventes, mientras los haya?
Como proceso de conjuntos crecientes de solidaridad, la historia
del Homo sapiens en la época de la gran cultura es, ante todo, una lu
cha por el invernáculo íntegro e integrador. Se funda en el intento
de dar una forma invulnerable, o al menos vivible, resistente a los
ataques del exterior a ser posible, a un interior más amplio, a un
propio más reconciliador, a un común más abarcante. Que, como
es evidente, este intento siga todavía en marcha y que, a pesar de
enormes contragolpes, continué la lucha aventurada por el ingreso
de fracciones de la humanidad, cada vez mayores, en endosferas o
refugios comunes, cada vez mayores, confirma tanto la irresistibili-
dad de sus motivos como la persistencia de las hostilidades que se
enfrentan al tirón histórico hacia una seguridad interior ampliada.
Las guerras por el mantenimiento y ampliación de esferas constitu
yen el núcleo dramático de la historia de la especie y de su princi
pio de continuidad a la vez.
Cuando observamos en su brotar y reventar las innumerables pe
queñas culturas que han aparecido desde el mundo primitivo hasta
los tiempos históricos -ese tropel de burbujas tornasoladas, rellenas
de lenguajes, ritos, proyectos-, cuando, en algunos casos escogidos,
podemos asistir a la prosecución de su vuelo, a su crecimiento y do
minio, surge la pregunta de cómo fue posible que el viento no se lo
llevara todo. La gran mayoría de los viejos clanes, tribus y pueblos
ha desaparecido, casi sin huellas, en una especie de nada, dejando
en algún caso, al menos, un nombre y oscuros objetos de culto; y de
los millones de minúsculas etnosferas que han fluido sobre la tierra
sólo se ha conservado una fracción a través de metamorfosis ampli
ficativas, autoaseguradoras, instauradoras de signos de poder. De
ellas se habla en este volumen, dedicado a las macrosferas. Ellas son
las que provocan esta pregunta: ¿por qué sigue habiendo aún gran
des esferas en lugar de ninguna?
138
Movimientos de un pájaro tejedor
para la construcción del nido.
Capítulo 1
Aurora de la lejanía-cercanía
El espacio tanatológico,la paranoia,la paz imperial
Toda historia es la historia de las relaciones de animación*: así lo
habíamos formulado en la Introducción al primer volumen de este
ensayo62. Los análisis microsferológicos muestran el alcance de esa te
sis. Abarca una plétora de relaciones bipolares y pluripolares en el
interior de espacios íntimos de resonancia, en los que los seres hu
manos se provocan y recrean mutuamente. Bajo la imagen de la bur
buja -de ese mundo pequeño, de paredes delicadas, terso por una
suave presión interior- hemos explicitado formas microsféricas, des
cribiéndolas detallada, aventurada, en cierto modo extravagantemen
te, tanto como lo permitía la naturaleza inobjetiva o semiobjetiva de
esas configuraciones. Así conseguimos hacer luz en los microcosmos
constituidos simbiótica, coexistencial, bipolar, multipolarmente, pres
cindiendo provisionalmente de su inclusión en estructuras más am
plias y de su potencial de crecimiento. Sólo se hicieron meras alu
siones a la dinámica de transferencia o trasplante de situaciones
primarias. El resultado del primer volumen fue el reconocimiento
de que sólo es lícito utilizar la palabra microcosmos para parejas, no
para individuos: lo que significa, desde luego, una ruptura clara con
la tradición metafísica. Toda historia es la historia de las animacio
nes que surgen del reparto y compartición a dos del espacio.
Ahora es el momento de seguir desarrollando la tesis, demasia
do compacta, de que, en verdad, toda historia es la historia de lu
chas por la ampliación de esferas63. Lo que tradicionalmente se ha
llamado lo anímico es la dimensión en la que se experimenta la ten
sión entre lo íntimo y lo no-íntimo. Se podría reproducir la tenden
*Recuérdese, como advertimos en el primer volumen de esta obra, que «anima
ción» (Beseelung)-de anima(Seele)=soplo,alma-,acciónoefectodeanimar,seutiliza
sobre todo en el sentido fuerte de dotar de alma, dar aliento, vida, inspirar. (N. del T. )
141
cia del psiquismo metafísico con la fórmula parafreudiana: donde
había alma de pareja ha de llegar a haber alma de mundo. Esta ad
vertencia contiene el pathos de la filosofía clásica. El concepto de al
ma de mundo encierra la admonición categórica de concebir todas
las cosas y efectos que existen y se producen en el exterior de modo
que puedan ser entendidos en cada momento como elementos de
un interior ampliado. Ya se adivina desde ahora que este programa
equivale a la exigencia de extender la simbiosis madre-hijo, por me
dios geométricos, hasta los confines del mundo. La capacidad para
tales extensiones es el núcleo de lo que tradicionalmente se designa
como «creencia».
Sólo se producen ampliaciones si previamente algo exterior pue
de ser asumido por una esfera más pequeña y permite que se lo
reinterprete en ella como un factor determinante de su fuerza ex
pansiva y de su abovedamiento peraltado. Para que esta imagen re
sulte plausible, habría que familiarizarse con la idea de que las es
feras son, por decirlo así, configuraciones capaces de aprender,
sistemas de inmunidad en ejercicio y receptáculos con paredes cre
cientes. Sólo cuando la inteligencia común a los participantes no se
paraliza por catástrofes esféricas, sino que éstas la incitan, más bien,
a llevar a cabo las reparaciones oportunas, aquello que normal
mente habría de conducir a la muerte de una esfera puede resultar
efectivo como estímulo para su crecimiento. Veremos que ya la sim
ple reproducción de esferas vivientes no puede suceder sin una in
teligencia reparadora primaria: los seres humanos viven continua
mente bajo el riesgo de ser separados con violencia o por medio de
la muerte de aquellos que les eran más cercanos, y los que han que
dado atrás, en los pequeños y primarios mundos humanos, se en
cuentran, desde siempre, en medio del aprieto de tener que buscar
un espacio para su tener-que-continuar-viviendo sin sus comple-
mentadores más importantes. El espacio humano surge por la va
cuna de la muerte.
Si los seres humanos no poseyeran la capacidad terrible y admi
rable de superar la muerte de los próximos, y no fueran capaces de
llenar o encubrir por medio de configuraciones sustitutorias el va
cío dejado por los desaparecidos, ningún individuo podríajamás ser
142
Llaves-amuleto de plata, siglo xviii.
alguien que muere solo; nadie iría nunca a la muerte sin compañía;
la muerte del uno insustituible supondría también la muerte del
otro aliado. Sería imposible que en esas condiciones de muerte se
pusiera en marcha la tradición cultural como sustitución creadora,
y nunca la trascendencia del otro se convertiría en experiencia ínti
ma, dado que en tales circunstancias no habría nada insustituible
que sustituir.
Se convierte en individuo quien queda marcado por la desapari
ción del otro insustituible. El núcleo irreductible de lo que llama
mos individualidad está en el hecho de que normalmente tampoco
los aliados íntimos mueren al mismo tiempo. Llegar a ser un indivi
duo en una sociedad de individuos significa, por tanto, acomodarse
al hecho de ser abandonado por los otros insustituibles que mueren
primero.
De ahí proviene lo que puede llamarse la dureza o el tem
ple fundamental de los individuos maduros. Funciona como aisla
miento frente a tentaciones simbióticas de proximidad. Los motivos
por los que las sociedades humanas ven mal o prohíben la muerte
de amor son buenos motivos sistémicos (en caso de que los motivos
sistémicos puedan ser buenos), porque denuncian la traición que
hacen al destino universal humano los que mueren unidos: mien
tras que todos los individuos corrientes han de llevar hoy la vida de
alguien que mañana podría ser abandonado, los cómplices de una
143
James Cameron, Titanic,
muerte de amor, 1997.
muerte de amor atentan contra la ley que dice que tampoco los alia
dos íntimos conjuran lo temporal sincrónicamente. (Al poner de re
lieve esta ley, que de otra suerte se mantiene latente por todas par
tes, James Cameron consiguió el arrollador éxito emotivo de su
película Titanic, pues con la historia de Jack y Rose -«nada en el
mundo podía separarlos»- logró reafirmar la muerte de amor, elu
diendo a la vez su sincronía; Isolda sobrevive a Tristán ochenta años.
¡Ésa es la consumación por antonomasia del sueño de amor ameri
cano y moderno: se quiere a la vez el amourfou y la supervivencia to
tal! ) Quienes mueren realiterjuntos no se solidarizan con el esfuerzo
fundamental del que cada individuo parece ser deudor del mundo
compartido, sin que le haya sido declarado como mandamiento ex
plícito: el de soportar el peso del mundo aun cuando le haya deja
do sólo con la carga el coportador más importante.
La individualización más esencial depende del entrenamiento a
ser-abandonado por los más próximos, del mismo modo que la cul
tura sólo se produce cuando funciona como escuela preparatoria
de la permanencia aquí tras la muerte de los maestros. (La mayo
ría de las veces esto se discute bajo la rúbrica de herencia, que
acentúa la transmisión positiva; pero del mismo modo podría con
cebirse bajo el punto de vista del quedar-abandonado, diciendo: el
que queda está condenado a la recepción. ) El yo no surge por un
reflejo especular ilusorio, como seductora y equivocadamente ha en
señado Lacan; adopta, primero, una figura autorreferente por la an
ticipación de orfandad y viudedad; se afirma a sí mismo en tanto
abandonado y abandonante. El yo es el órgano del preabandono y
de la predespedida64. Dado que ese contar con que va a ser abando
nado, constitutivo del yo, es esencialmente de naturaleza anticipa-
dora, protege frente a irreparables catástrofes de separación a aque
llos que se han dado cuenta de que van a quedarse atrás y solos algún
día65. Lo que se llama individuación es la orientación anticipadora a
un estado que en ocasiones aparece descrito así en lápidas france
sas: Un seul étre vous manque, et tout le monde est dépeuplé. Para que el
mundo entero parezca despoblado basta que te falte una sola per
sona. Si vuelve a producirse la repoblación del mundo, la vida aban
donada no puede obstinarse en permanecer unida a la parte perdi-
145
Medallón funerario de Thomas de Marchant
et d’Ansembourg (muerto en 1728) y su mujer Anne Marie
de Neufonge (muerta en 1734), Tutange, Luxemburgo.
da. Digamos, pues, que hay que ejercitarse en la pérdida antes de
que ésta supere al perdedor.
Si no se quiere que su pérdida lleve al que se queda a petrificar
se en su obstinación, la parte más importante de todo duelo ha de
ser consumada antes de la muerte del otro esencial. El pre-duelo se
manifiesta como distancia. En el amourfou se ignora esa despedida
previa, como si los unidos quisieran negar anticipadamente cual
quier posibilidad de separación para siempre. Se hacen cómplices
recíprocamente en el propósito de no dar al otro oportunidad al
guna de sobrevivir al compañero íntimo.
Pero si los amenazados por el vacío humano, los supervivientes
de los muertos esenciales, están en condiciones, con todo, de in-
146
Anillos para evitar la separación.
gresar en tradiciones es porque siguen el imperativo de sustituir a
sus grandes ausentes: aquellos en los que primero confiaron y aque
llos de los que recibieron el saber. Quien se mantiene preparado pa
ra esta sustitución está dispuesto a asumir su parte del peso del mun
do. Si el mundo resulta pesado no es sólo porque en la época
histórica la mayoría de los seres humanos han de esforzarse mucho
para ganarse la vida; cuando con mayor precisión se nota la pesan
tez es cuando los seres humanos se inclinan para permitir que se les
cargue con la tarea de asumir el lugar de otros insustituibles.
¿Cómo, pues, pueden crecer las esferas? ¿De qué modo aprenden
pequeños pueblos, hordas, familias, parejas, mundos íntimos a so
breponerse a sus catástrofes, a sus escisiones, a las amenazas de ser
avasallados por fuerzas explosivas tanto internas como externas? ¿Có
mo es posible que no todos los grupos desafiados y vencidos se des
vanezcan en silencio en lo no-histórico, y que algunos de ellos saquen
fuerzas de flaqueza para asimilar lo que normalmente sólo produce
destrucción? ¿Qué clase de cambio en su modo de vida llevan a cabo
las pequeñas comunidades humanas cuando consiguen soportar lo
insoportable más allá de la medida normal? ¿Qué sucede con los uni
dos cuando consiguen imponer su supervivencia frente a pérdidas in
sustituibles? ¿Cómo aprenden a concentrarse así en sí mismos, a su
perarse, a endurecerse así, a comprometerse de tal modo con una
147
visión de sí mismos que son ellos mismos los que se convierten, más
bien, en fuerzas del destino para otros, en lugar de soportar el desti
no condicionados por circunstancias externas?
Cualesquiera que sean las respuestas a estas preguntas, han de
tener inevitablemente una implicación morfológica y un sentido in-
munológicoyesferológico (yeoipsounouterotécnico) mediadopor
ella. De lo que se trata en cada caso es de aclarar cómo los grupos
humanos soportan sus crisis de forma con relación a fuerzas exte
riores y tensiones internas.
Las microsferas crecen hasta convertirse en macrosferas en la
medida en que consiguen incorporar las fuerzas exteriores estresan
tes en su propio radio. Se podría describir, por tanto, el crecimien
to de las esferas como un derrotero de estrés en cuyo transcurso se
llega a neutralizar lo exterior asimilándolo al interior esférico. Son
sobre todo estresores protopolíticos del tipo de los enemigos y ex
traños, estresores psicológico-sociales como las depresiones colecti
vas y estresores mentales como lo monstruoso y la idea de infinito
los que han de ser integrados antes de que una pequeña unidad et-
nosférica se pueda desarrollar hasta convertirse en una forma de
mundo de tipo superior.
Un grupo que hubiera atraído hacia su interior toda desmesura
esencial, y en cierto sentido la hubiera superado o cercado, habría
crecido hasta convertirse en un imperio o en una macrosfera alta
mente cultural. Por eso, sólo puede hablarse de una forma auténti
camente macrosférica cuando también lo grande y lo máximo ma
nifiestan carácter de mundo interior. En una gran esfera que se
asemeje a un mundo interior la voluntad de poder ha de ser coex
tensiva con una voluntad de animación del espacio total. Por lo que
podemos ver, tales espacios con carácter de mundo interior sólo
han sido pensados y desarrollados con toda consecuencia en las tres
grandes culturas de la Antigüedad: en China, en India y en Grecia,
es decir, en aquellas culturas que por un consenso escolástico, rela
tivamente grande, pasan por ser los tres lugares de nacimiento de la
filosofía66. En las cosmologías de estas culturas comienza el impera
tivo morfológico: redondea y domina sin que valga limitación alguna.
Por eso, también en este caso aparece la geometría en la planifica
148
ción, colocándose, además, al servicio de la cosmología política im
perial como no es de esperar en ninguna otra parte. Los poderosos
y sus intérpretes piensan su mundo con círculos y legiones. En cuan
to los seres humanos intentan acomodar su forma anímica a las con
diciones macrosféricas tienen que formarse para hombres de Estado,
bien para funcionarios o bien para sabios, pues cuando el Estado al
tamente cultural da que pensar, el sentido del mundo se mueve en
dirección a una inclusividad abarcante: el todo es el coto del animal
inclusivo.
Fue un logro de las grandes culturas haber elevado la asimila
ción interior del exterior estresante a un nivel históricamente man-
tenible a largo plazo. Potencias mundiales que lograron ser algo
más que improvisaciones militares fueron aquellas que consiguie
ron domesticar los monstruos inmensos de la exterioridad -la
muerte, el mal, lo extraño, lo desmedido- y traspasar a las genera
ciones siguientes, como hábito cultural, sus éxitos en esa domesti
cación. Aunque ninguno de esos monstruos pierde nunca del todo
su pavorosa capacidad de intranquilizar, en las grandes cosmovisio-
nes se los convierte, sin embargo, en estresores internos y se los po
ne dialécticamente al servicio del «gran todo». Las grandes culturas
saben convertir en negatividades provechosas la exterioridad des
tructora. Utilizan los monstruos, por decirlo así, como hormonas de
crecimiento para elevarse de formas microsféricas a macrosferas.
Repetimos las ideas fundamentales de estas consideraciones: el
ser humano es el animal que ha de esperar y sobrevivir a las separa
ciones de sus próximos. Ya en las formas humanas de vida más anti
guas, las hordas arcaicas, la muerte se impone como apremio a di
rigir la mirada a los muertos más queridos. Cuando la vista del
cadáver y el pasmo que adviene en el lugar vacío adquieren formas
rituales, todo ello se organiza como recuerdo; de él provienen los
cultos a los antepasados y a los muertos; ellos inducen el originario
estrés metafísico que pesa sobre los grupos humanos ya en los esta
dios tempranos de la hominización. Se reconoce que esos cultos tie
nen siempre un sentido esferológico tan pronto como en el trato de
los vivos con sus muertos se ve no sólo una praxis religiosa creado-
149
Joseph Beuys, Palas comunitarias,
por duplicado, 1964.
ra de tradición o una forma de organización de memoria cultural,
como sucede normalmente en las ciencias de la cultura; el recuerdo
de los muertos libera necesariamente procesos creadores de esferas
porque sólo por una especie de reacción de inmunidad, creadora
de espacio, puede rehacerse la esfera psíquica rota por la desapari
ción del otro importante, la íntima burbuja de coexistencia.
La reparación del espacio íntimo más estrecho no es posible sin
que a la vez se amplíe éste: pues si los supervivientes se empeñan en
permanecer de algún modo en unión con los muertos, ello sólo
puede suceder porque los muertos son alojados en un segundo ani-
150
Uo, en tomo a la esfera de los vivos. Lo que el psicoanálisis ha de
signado con el concepto tan ingenioso como aventurado de Trauer-
arbeit [trabajo de duelo], considerado desde el punto de vista psi-
cohistórico y psicopatológico, no significa en principio otra cosa
que el esfuerzo de los supervivientes por colocar a sus muertos en
un círculo de proximidad y paz ampliado, sacándolos del ámbito de
proximidad y alianza más íntimo. Ese círculo lo traza el duelo: es de
cir, el esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre la preo
cupación por la separación definitiva de los muertos y el deseo de
mantenerlos en otra forma de proximidad, pero «allí». Cuando los
pequeños grupos arcaicos se remiten a sus muertos, el espacio esfé
rico se amplía más allá de las relaciones actuales entre familiares y
gentes que vivenjuntas, hasta una burbuja mayor que abarca a pre
sentes y ausentes. Ella constituye el contomo mínimo de una cultu
ra: si entendemos, con razón, por culturas conformaciones esfero-
poiéticas que alimentan los recuerdos de los muertos determinantes
y los propalan a través de las generaciones.
Aunque el lugar de los muertos determinantes de una cultura no
puede ser otro, en principio, que la lejanía, el más-allá indetermi
nado y el en-otra-parte inconmensurable, los dolientes se dedican a
la tarea de asignar una medida humanamente soportable a ese ale
jamiento vago y potencialmente ilimitado. El duelo crea esa proxi
midad distendida que transforma lo infinito en un más-allá mane
jable. El es la primera pasión proxémica: un espacio-dolor que
produce la proximidad-lejanía con respecto a los perdidos. (Es du
doso que Freud fuera bien aconsejado al interpretar este dolor me
diante el concepto de trabajo, pues sólo se puede trabajar con ob
jetos, mientras que de lo que se trata en el duelo es de recolocar
algo desaparecido o de buscar para sí mismo un nuevo lugar vis-a-
vis de lo ausente; o sea, guardar duelo no significa trabajar con un
objeto, sino mudarse a un espacio ampliado. )
En ese sentido puede decirse que la distancia es el estímulo pro
piamente creador de cultura. Ella impide que los muertos determi
nantes se muevan demasiado lejos, los retiene en un amplio entorno
que delimita el espacio de vida y de animación de una esfera cultural
(o, al menos, un círculo extenso dentro de él). Por eso, en principio,
151
los recuerdos relevantes siempre están presentes en el espacio públi
co de los grupos; sus signos son las tumbas, que señalan manifiesta
mente el espacio de proximidad-lejanía a los miembros del grupo.
La muerte, como monstruoso proporcionador de «trabajo»-due-
lo, es el primer estresor de esferas y artífice de culturas. En tanto que
asumen la tarea a ellas encomendada, las comunas de duelo consi
guen apaciguar la rabia causada por la desaparición ampliando el es
pacio. Esta imaginación distanciadora, que hace reposar el espacio
actual de vida en espacios circundantes de muertos y de espíritus, es
lo que da lugar, antes que nada, a las culturas como fantasías espa
ciales autocobijantes. La proximidad-lejanía de los muertos impor
tantes: ella se introduce en el radio de las esferas autónomas origi
narias realmente existentes -es decir, en el círculo de las hordas, de
los clanes y de las pequeñas sociedades tribales-, y crea, al hacerlo,
la primera forma autónoma de mundo. Sólo un sistema de coexis
tencia de muertos y vivos tiene ontológicamente carácter de mundo:
y posee ontográficamente la fuerza de dibujar en tomo a sí un con
torno propio de imagen de mundo'*7.
Significa algo más que un sentimentalismo etnológico el que en
nuestro siglo se hayan comenzado a estudiar los ritos, mitos y cons-
tructos de mundo de los primitivos clanes-de-cien-personas de las
selvas vírgenes de Brasil, Africa o Polinesia con la misma atención
que antes sólo se creía poder dedicar a las grandes culturas como la
grecorromana, la egipcia o la china. Si la dignidad espiritual de una
forma de vida puede deducirse de su fuerza conformadora de esfe
ras, o sea de la capacidad de mantener unidos a vivos y muertos en
comuniones rituales dentro de un horizonte conjurado, entonces
las pequeñas tribus son formaciones tan dignas de admiración co
mo los imperios, que constriñen a muchos millones de seres huma
nos en un círculo de dominio. Pues sea el que sea el alcance numé
rico y el radio político de una cultura, todo grupo que gobierne por
sí mismo su proceso generacional crea en torno a sí, con sus propias
potencias psíquicas, imaginativas y simbólicas, el círculo de cerca-
nía-lejanía o lejanía-cercanía en el que se asienta el ser-ahí genui-
namente humano, abierto al mundo, abierto a los muertos, genera
dor de espacio. En el interior de esos círculos se encuentra lo que
152
con razón se ha podido llamar el «lugar antropológico»68. El lugar,
en sentido literal fuerte, es el compromiso territorial de una esfera.
Una ligazón así a un terreno no sería imaginable si los espíritus de
los muertos propios no hubieran ocupado el suelo, y el cielo sobre
él, como su especial «mundo de vida». El espacio vital de los grupos
está atravesado por los signos de la presencia de los antepasados y
de los dioses. Esos signos son los confines y cimas (en alto alemán
antiguo: orte, lugares) que los dioses y muertos señalan a los vivos.
Con el despliegue de mundos de vida que incluyen a vivos y a muer
tos comienza la era de la etnosférica territorializante69. Desde este
punto de vista las culturas son funciones de las criptas sobre las que
se asientan las generaciones de tumo. Las tradiciones son ríos de
signos en el espacio tanatológico.
Hay que precaverse frente al idílico etnologismo que seduce la
percepción moderna de las cosas con imágenes engañosas de una
muerte más fácil y una supervivencia más indolente o con mayor
consuelo en las culturas primitivas. Se trata aquí, como casi siempre,
de ilusiones ópticas, condicionadas por vacíos en la tradición, nos
talgias y mala presentación. Por lo que se refiere a la tradición es
crita, ésta habla de grandes luchas con la muerte y cuenta cómo los
supervivientes han peleado con lo insoportable, es decir, con la se
paración que supone la muerte.
La epopeya babilónica de Gilgamés -el documento más antiguo
del arte narrativo imperial, transmitido en cuatro idiomas diferen
tes entre los siglos XXI y VI a. C. - trata en su segunda parte de la lu
cha estéril de Gilgamés, gran cazador, rey ciudadano, divino en dos
tercios, contra la muerte de su amigo Engidu, y de su rebelión fren
te a la idea de que en el cadáver desfigurado del amigo tenía ante
los ojos su propio destino. El mundo de Gilgamés representa ya una
forma de gran mundo, en la que los muertos se retiran a un más-allá
muy lejano o a un inframundo muy hondo, de modo que el duelo
integrador en tomo a ella sólo se consigue cuando el héroe recorre
el mundo hasta sus confines para encontrar un antídoto frente a la
separación y frente al propio ocaso. Es metafísicamente informativo
153
el hecho de que la conciencia de Gilgamés de la propia mortalidad
se despertara sólo por la muerte de su alterego. Pues la muerte no se
convierte en problema para el individuo -como sugería la filosofía
tardogriega y cristiana- por la perspectiva del propio fin, al cual se
«precipitan» los mortales, como gustaba decirse en nuestro siglo; el
aguijón de la muerte se experimenta primero por la necesidad de
tener que sobrevivir al otro más íntimo, al hermano gemelo, al com-
plementador imprescindible. En los confines del mundo, la meta del
viaje de duelo de Gilgamés, se entabla el siguiente diálogo entre él,
el buscador inconsolable, y su sabio auxiliador Utnapistim:
154
Cimetiére des Innocents, París, ca. 1550.
Utnapistim le dice a él, a Gilgamés:
«¿Por qué están demacradas tus mejillas, humillado tu semblante,
triste tu corazón, desdibujados tus rasgos?
¿Por qué hay aflicción en tu ánimo?
¿Por qué pareces un caminante de sendas remotas?
¿Por qué tu rostro está abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] y corres por la estepa? ».
Gilgamés le dice a él, a Utnapistim:
«Utnapistim, ¿no han de estar demacradas mis mejillas,
humillado mi semblante,
triste mi corazón, desdibujados mis rasgos?
155
¿No ha de haber aflicción en mi ánimo?
¿No he de parecer un caminante de sendas remotas?
¿No ha de estar mi rostro abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] ni he de correr por la estepa?
¡Mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pantera de la
estepa!
¡Engidu, mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pante
ra de la estepa!
¡Después de que, haciéndolo todojuntos, subimos al monte,
tomamos [. . . ] la ciudad, matamos al toro celeste,
dimos muerte también a Chumbaba, que vivía allí, en el cedral,
matamos leones en los puertos de las montañas!
A mi amigo, a quien amaba sin medida,
que superó conmigo todas las dificultades,
le ha alcanzado el desuno del ser humano.
Y yo le lloré seis días y siete noches,
y no consentí en que se le enterrara
hasta que el gusano invadió su rostro.
¡Me horroricé ante el aspecto de mi amigo,
me espanté ante la muerte, así que corrí a la estepa!
¡El asunto de mi amigo pesa sobre mí,
así que tomé una senda remota en la estepa! »
(Décima tablilla rv, 42-50, v, 1-19)70.
En esta reflexión sobre la muerte no hay huella alguna de idilio
holístico. El amplio radio del viaje de duelo de Gilgamés indica el
tamaño de su herida; su fracaso en la empresa de traer a casa la hier
ba de la vida le marca para siempre como el perdedor metafísico,
que ahora, enfrentado a la propia mortalidad, ha de respetar la di
ferencia con los dioses enteros; y sólo el hecho de que al final del
viaye vuelva a Uruk-Gart, su residencia real, depara al proceso épico
una circularidad que equivale a un consuelo por la propia forma co
mo tal. El visye de Gilgamés enmarca el duelo en un círculo com
pleto. Naturalmente, en el Imperio babilónico el doble del rey, el
amigo íntimo muerto, ya no puede ser enterrado (como muertos
importantes en algunos pueblos de las tribus primitivas) bsqo los pi
156
lares centrales de la casa común para acompañar como espíritu ho
gareño la vida de los suyos. La asunción de su desaparición ya no se
produce por medio del contacto animista próximo con un más allá
convivencial. Para seguir al muerto Engidu en su alejamiento radi
cal, Gilgamés ha de cabalgar hasta las fronteras del mundo, hasta
donde alcanza la idea babilónica de amplitud y tamaño. El margen
de separación se ha hecho del tamaño del mundo entero; la proxi
midad-lejanía del perdido imperdible ha adoptado rasgos cósmicos.
El héroe emplea cuarenta y cinco días de viaje para llegar al confín
del mundo en busca del remedio contra la muerte. ¿Se entiende de
qué confines se trata? ¿Qué aguas limítrofes son las que cruza el hé
roe doliente con sus remos pétreos? ¿En qué mar híbrido ha de su
mergirse para encontrar la hierba maravillosa? Las imágenes épicas
hacen que los extremos más distantes remitan a los del mundo in
terior.
En este poema épico, el más antiguo, no se habla de una expec
tativa de reunificación de los amantes en el más allá. Sin embargo,
la cultura babilónica entera se convierte en el ámbito de resonancia
de la narración de la amistad heroica, de la catástrofe de la pérdida
y del visye de duelo. Durante milenio y medio en los imperios me-
sopotámicos se fue contando una vez y otra, siempre de nuevo, el
drama de la separación de los inseparables y de la búsqueda regia
de una hierba contra la muerte. En vista de estas corrientes narrati
vas puede aventurarse la suposición de que los imperios no son só
lo espacios de derecho, administración y apropiación, sino que, si
quieren subsistir como esferas animadas, han de ser también, en
cierta medida, espacios de eco para lamentos civilizados y cajas de
resonancia simpatéticas con destinos humanos ejemplares.
A otras condiciones de duelo completamente diferentes remite
el informe de Aurelio Agustín, en el libro IVde las Confesiones, sobre
la pérdida de su amigo de juventud más íntimo, un joven de la mis
ma edad con el que Agustín (nacido en el año 354) se dio la gran vi
da durante un año alegre, compartiendo las mismas inclinaciones y
sentimientos. El suceso hubo de ocurrir en Tagaste, en tomo al 376,
pocos años después de que eljoven Agustín se hubiera convertido
157
al maniqueísmo. El hecho de que el amigo estuviera bajo su influjo,
y que también le sirviera de cómplice en devaneos y experimentos
metafísicos, explica en parte su desconcierto y consternación por la
muerte repentina del amigo. Sólo siente realmente dolorosa la in
terrupción de la complicidad espiritual cuando se entera de que el
amigo se hizo bautizar in extremis, sin haber tenido la ocasión de dis
cutir con él el cambio de sentimientos.
También en el caso de esta muerte, de esta catastrófica disolu
ción de una alianza simbiótica, se abrió para el superviviente un
abismo intramundano que parecía insuperable contemplado desde
la vida llevada hasta entonces, y también aquí hubo de recurrirse a
los más altos motivos de consuelo que podía ofrecer la época para
interpretar la propia supervivencia en relación con el amado muer
to. Entre tanto, estos motivos ya han ascendido a un nivel teórico al
to; se han elaborado filosóficamente, meditado psicológicamente;
se apoyan en una metafísica que pone a disposición un concepto
maduro, monoteísta, de Dios y una idea pretenciosa de providencia
o predeterminación.
Bajo la monarquía de Dios es lógico que el creyente afronte tam
bién lo insoportable con una fuerte presuposición de sentido. Él tie
ne que concebir toda su propia vida, incluyendo sus abismos de se
paración, heridas y derrotas, como un currículum proyectado por
Dios; al cristiano le corresponde «ser zarandeado de prueba en
prueba»: inexperimentisvolvimur(ConfesionesIV,capítulo5, 10). Cuan
do aparece esa idea de prueba y catarsis aparece también la espe
ranza de que incluso las pérdidas más irreparables puedan mostrar
se a un nivel superior como ganancias. No conocemos motivo
alguno para sospechar que el informe de Agustín sobre su estado
tras la muerte del amigo sea convencional o retórico, sobre todo
cuando su autor, un hombre de más de cuarenta años en el tiempo
de la redacción (ca. 397-401), informa de vivencias casi un cuarto de
siglo anteriores.
¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muer
te para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento in
sufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo
158
suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía. Y llegué a
odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como an
tes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me ha
bía convertido yo mismo en una gran pregunta (Factus eram ipse mihi magna
quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tan
to, y no sabía qué responderme [. . . ]. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba
el lugar de mi amigo (successerat amico meo) en las delicias de mi corazón. . .
[. . . ] Era yo miserable (miser\ como lo es toda alma prisionera del amor
de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sin-
dendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de perderlas. . .
Maravillábame que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel
a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me mara
villaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien di
jo uno de su amigo que «era la mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi
alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba
horror la vida, porque no quería vivir a medias (nolebam dimiduus vivere), y
al mismo tiempo temía mucho morir, porque no muriese del todo aquel a
quien había amado tanto ( Confesiones rv, capítulos 4, 9 y 6, 11)71.
Si el viejo duelo babilónico impulsa al héroe hasta los confines
del mundo para buscar ayuda frente a lo inaceptable, el duelo pla
tónico-cristiano exhorta a los adeptos a aprender una lección deci
siva en la escuela de las separaciones. A pesar de que se trate de la
catástrofe microsférica por antonomasia, la muerte del amigo más
íntimo provoca un salto esférico e impulsa a los supervivientes a re
definir su lugar en lo existente. De hecho, el autor de las Confesiones
platoniza y cristianiza a la vez su duelo; lo platoniza en tanto inter
preta la pérdida como estímulo para la ascensión del amor de lo pe
recedero a lo imperecedero; lo cristianiza en tanto que traspasa su
lealtad, del amigo, que murió de fiebre, a Cristo, que murió para
matar la muerte con la abundancia de su vida (Confesiones IV, capí
tulo 12, 19).
Ambas cosas -la ascensión platónica de lo sensible perecedero a
lo suprasensible imperecedero y la matanza cristiana de la muerte-,
sin embargo, son ya operaciones típicas de creación de macrosferas,
a saber, de grandes espacios interiores de vivacidad espiritualizada,
159
que se oponen con éxito a los ataques del exterior. La operación
fundamental del «trabajo de duelo» cristiano consiste en sustituir al
compañero de proximidad perdido por el compañero de proximi
dad-lejanía, el Dios vivo. Quien no quiera seguir viviendo como par
te abandonada tiene que buscarse un nuevo complementador, y
cuando en ese asunto interviene la necesidad metafísica, la comple-
mentación se vuelve de naturaleza más espiritualizante, más tras
cendente y más superlativa. Como sucede en la escuela platónica
del amor, el gemelo íntimo ha de presentarse primero como un in
dividuo hermoso, después como la hermosura misma y finalmente
como el Dios superhermoso, superbueno.
El modo y manera en que a mitad de su vida, con ocasión de la
redacción de las Confesiones, san Agustín vuelve la mirada a sí mis
mo, al abandonado un día desconsoladamente, y al amigo, al saca
do de la vida prematuramente y sin embargo a tiempo, ilustra ple
namente el esfuerzo por dar sentido con posterioridad, desde un
punto de vista superior, a lo sin-sentido. El Padre de la Iglesia in
terpreta sin vacilación su progreso en el camino educativo de las se
paraciones como obra de la gracia. Según ello, Dios, el maestro de
todos los maestros, tuvo que separar a los dos discípulos conjurados
en el error, para que el más dotado de ellos siguiera la pista correc
ta; sólo en tanto que alejó a uno de esta vida consiguió que el otro
entendiera paulatinamente que es un error depender tan idolátri
camente de algo mortal como si ello no fuera a perderse nunca.
Apartándose del propio desconsuelo por la muerte del amado, san
Agustín desarrolla a posteriori una teoría crítica del amor: lo que im
porta es diferenciar los objetos de amor y luego elegir correcta
mente. «Porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos
por amigos en aquel que no puede perderse. »72Cuando el amor de
Dios se impone frente a erotismos de miras estrechas se convierte,
en opinión del eclesiástico, en fuerza elástica de una expansión es
férica de dimensiones universales.
Puede interpretarse este informe agustiniano del duelo como
una teoría indirecta de la Iglesia, es decir, como fundamentación de
un reino, radicalmente inclusivo, del corazón. En él quedaría supe
rado el amor preferente, demasiado humanamente caprichoso y
160
vulnerable, en favor de una inclinación no-preferente hacia todas
las criaturas (con los mismos sentimientos). A la vez se reestilizaría
la muerte como un estresor benéfico; de hecho, el pueblo cristiano
eclesial puede, desde antiguo, edificarse con la idea de que en un
concilio general, que convocara a toda la communio sanctorum, los
muertos y los vivos se sentarían en los mismos bancos como una
muldtud solidaria: los muertos, ciertamente, en gran mayoría y un
peldaño más arriba que los vivos, dado que por el hecho de estar
muertos parecen elevados al rango de informales doctores de la
Iglesia.
En la interpretación posterior de san Agustín de su duelo juvenil
llama la atención sobre todo, desde el punto de vista teórico-esféri-
co, el rasgo autoterapéutico y psicagógico. El autor es completa
mente consciente de que el agujero que ha abierto en lo existente
la muerte del otro más querido reclama obstinadamente ser vuelto
a cerrar: por eso habla de que el llanto por el muerto le ha sucedi
do (successerat), por decirlo así, a él mismo y ha tomado su puesto en
su alma. Las lágrimas son el primer sustitutivo, todavía sensible, de
la relación con el objeto de amor, y no en balde llama dulce san
Agustín al llanto: solusfletus dulcís erat mihi La relación de abrazo se
ha convertido en una relación de llanto. Las lágrimas, a su vez, han
de agotarse y han de sustituirse, en tanto se disuelven en una rela
ción de contemplación y veneración con un enfrente superior. Cier
tamente, las lágrimas de san Agustín ya no son las de un animista
que, más allá de la tumba, mantiene una relación convivencial con
el otro arrebatado, sino las de un metafísico que busca alivio en la
mentos, abstracciones y desvíos. Mientras que el amigo muerto, con
vertido en el último momento para desconcierto y asombro de
Agustín, se queda en la tierra de Tagaste, Agustín se traslada a Car-
tago para que el viejo entorno común no le recuerde constante
mente al amigo; pero este traslado no representa un visge épico de
duelo, sino una huida a la dispersión: un movimiento del que más
tarde dirá san Agustín que sólo había llegado a un final feliz diez
años después con la conversión y bautismo del año 386 en Milán. No
obstante, esta huida -por la conversión posterior- habría de adqui
rir una significación salvífica. Pues ¿cuál fue el sentido de la desaso
161
segada supervivencia de Agustín sino el que llegara a poder hablar
un día ejemplarmente del falso amor doloroso a lo pasajero y del
verdadero y dulce a lo permanente?
Así pues, tras el llanto -por el rodeo de la dispersión- la plática
edificante se convirtió en sustituto de lo insustituible. Quien tiene
éxito con su duelo consigue una cátedra; consigue el mandato para
hablar a los cocreyentes sobre la diferencia entre lo temporal y lo
eterno. A la vez, el hablar, hablar, hablar. . . se convierte para san
Agustín en la imagen perfecta del transcurso de la vida y en la cifra
de nuestra sustitución por algo posterior en el tiempo: pues para
que suija una proposición con sentido, las palabras han de aparecer
en fila, contribuir cada una con lo suyo, en corto, al sentido del to
do, y desaparecer para dejar sitio a la palabra siguiente. Si el amigo
muerto era la palabra anterior, Agustín sabe que él tiene ahora la
palabra, en la certeza de que otros seguirán su tumo tras él73. Que
todas las vidas subsecuentes son partículas en la construcción divina
de la frase: éste es el supuesto que proporciona al metafísico la cer
teza de que tanto los muertos como los vivos y los no nacidos están
colocados en sus sitios en el sintagma divino según un plan magis
tral. Con este estado de ánimo san Agustín se sobrepondrá después,
al menos con cierta serenidad, a la muerte de su hijo Adeodato, que
murió más o menos a la misma edad que el amigo de juventud de
Tagaste.
Sólo una vez más fracasará en gran medida el proyecto filosófi-
co-cristiano en serenar el ánimo: con ocasión de la muerte de la ma
dre en Ostia.
el resultado de la infinitización de Dios y universo.
Fueron los teólogos más sagaces los que mataron a Dios cuando
ya no pudieron reprimir por más tiempo el concebirlo como infini-
115
Multiplicidad de sistemas solares.
Ilustración en una Cosmología
cartesiana del siglo XVIII.
Jürgen Klauke, Gran imagen del mundo n,
Colonia, 1991, tríptico.
to actual y extensivamente. La proposición «Dios ha muerto» signi
fica en primer lugar una tragedia morfológica: la aniquilación, por
una infinitización implacable, de la esfera de inmunidad, intuitiva,
clara, imaginariamente satisfactoria. Dios se convierte en algo invi
sible, oscuro, desemejante, amorfo: un monstruo para la capacidad
intuitiva humana, un no-receptáculo, un abismo y agujero absoluto.
De pronto, dado que ha desaparecido la barrera entre interior y ex
terior, ya no se puede entender en qué habría de consistir la venta
ja de estar dentro de ese Dios de infinitud.
Con la abolición de la inmunidad divina comienza la permanen
te crisis atea de los dempos modernos. En un tono místico susurran
te, en los círculos iluminados tardomedievales se expande el disan-
gelio* morfológico, cuyo significado y repercusión no entienden la
mayoría de quienes lo transmiten conmovidos. Pues, creyendo que
comunican algo misterioso estimulante, algo paradójico arrobante,
lo que anuncian, como a escondidas, es: «Dios es una esfera infinita
cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ningu
na»49. Ese «en todas partes» introduce la agonía de la forma centra
*Palabra con el prefijo griego dis> en lugar de eu (de «evangelio»). Significaría,
así, «mala nueva» en vez de «buena nueva». (N. del T. )
117
da y ese «en ninguna», la crisis del proyecto metafísico de envolver todo lo existente en lo anímico. En el momento en que se le atribu ye el predicado infinito, la esfera muere por sobredimensionamien- to en lo no-intuitivo. El resto ya es historia de la esfera. Sólo queda todavía que la muerte de la Esfera-Dios buena, salvadora, mayestáti- camente finita sea consumada por los interesados: un proceso que abarca al menos medio milenio de pensamiento europeo y que no puede darse aún por cerrado. De hecho, determinar la esfera como infinita significó robarle su fuerza unificadora, alejarla del interés de lo vivo y, con ello, convertir lo máximo en algo funesto.
La muerte de Dios se comunica en principio por una esquela morfológica: la esfera ha muerto. De su defunción se sigue todo lo restante, todo aquello que tiene que ver con el fallecimiento de Dios y con la administración de su legado: pérdida del margen, in flación del centro, andadura sin rumbo de los puntos. Cuando la es fera perece por su determinación infinita, los puntos anteriormen te epicéntricos se ven obligados bien a elegirse ellos mismos como centro de todas las relaciones o bien sucumbir, más allá de la acos tumbrada ilusión del punto medio, a unjuego sin norte de rauda les descentrados de acontecimientos. De la primera opción surgen las teorías modernas de sistemas; de la segunda posibilidad penden hasta ahora las oportunidades de una filosofía contemporánea, pos- monosférica. Con razón pudo hacer notar Michel Foucault: «Mun do como esfera, yo como círculo, Dios como centro: ése es el triple bloqueo del pensar-acontecimiento»50. Tanto el público posmoder no como el grueso del gremio filosófico no tiene aún un concepto de cómo podría estructurarse un pensar que se produzca en con ceptos-acontecimientos más allá del exceso macrosferológico que tenemos a nuestras espaldas como metafísica clásica. Sólo inciden tal, atmosférica y conjeturalmente, de vez en cuando, aquí o allá, aparece el entendimiento de que sólo fuera de la esfera única, en la que todo había de encontrar fundamento y animación, es decir, só lo en un exterior radicalizado, puede llegar la acontecibilidad a su modo de pensar característico.
Pero en el marco de los argumentos publicados hasta ahora no puede entenderse aún con suficiente solidez por qué es ahora el
118
Antonin Artaud, 1926.
Daniel Libeskind, Never is the Center,
Memorial Mies van der Rohe, proyecto, 1987,
acontecimiento, y ya no la esencia, el que ha de pensarse a toda costa.
Pues incluso el pensar postestructuralista del acontecimiento está
inequívocamente aún en la senda de la metafísica moderna, ya que
sigue soportando su furor infínidsta bajo signos variables, sea el de
la libido, sea el del comentario, aplazamiento, diálogo o el de la
creatividad sin más. Todo esto son ingenuidades que gustan porque
su ingenuidad es la propia de la filosofía. De lo que se trata tras
nuestro cansancio de los infinitismos postestructuralistas es del tra-
bsyo en una ontología del mundo finito, inacabado, inmenso, en el
que hay que compensar, en sus radicalismos, momentos conserva
dores y explosivos, o, como también se podría decir, intereses psí
quicos y técnicos. «¿Dónde estamos cuando estamos en lo inmen
so? »51. El pensar del futuro -quizá una filosofía transgénica- parte
de la percepción de que ha fracasado el proyecto metafísico de om-
nianimación -el monosferismo-, sin que por eso lo anímico haya si
do desautorizado en su alcance caprichoso. Cosa que queda por de
mostrar.
Hasta nuevo aviso, la situación filosófica de la Modernidad viene
caracterizada por el exitíis de la esfera perfecta, cuyos inicios críti
cos, como hemos indicado, se remontan hasta mucho más allá de lo
que estaba dispuesta a considerar la historiografía del espíritu habi
da hasta ahora. De hecho, una esfera infinita, cuyo centro, según la
tesis medieval, estuviera en todas partes, no permite ya reconocer
un centro efectivo: por todas partes surgirían en ella autoenajena-
ciones místicas que no se distinguirían de los egocentrismos más ex
teriores. En consecuencia, el tema nuclear de la Modernidad, la au-
torreferencia, hubo de irrumpir en el pensamiento como una
consecuencia inevitable, por más que retardada y reprimida, de la
tesis mística del centrum-ubique. La última oportunidad de centrali
zación en un mundo infinitizado es, efectivamente, el egoísmo de
los puntos. Para él, todo lo que no sea la mónada misma, es decir,
la central de mando de un sistema de autorrelación, está en el
«mundo circundante», «medio ambiente» o «entorno». «Lo más al
to que hemos recibido de Dios y de la naturaleza es la vida, el mo
vimiento rotatorio de la mónada en tomo a sí misma, que no cono
ce tregua ni descanso. . . »52. Todo lo que es un sí mismo o sistema,
121
Arnulf Rainer, Cosmos, panel 20:
Flujo y corriente de la luz, 1994.
precisamente por ello tiene que preocuparse de sí mismo, se trate
de individuos o Estados, de familias o de empresas económicas. To
dos ellos son egoístas sagrados; su ascesis significa autorreferencia.
Con ello, la epopeya de la esfera divina acaba en el umbral de la
Modernidad en una general excentralización y autocentralización,
y en la estipulación del espacio.
Los continentes y océanos de la tierra están colonizados por ru
tinas actuales de tráfico y comunicación; potencialmente, en el es-
122
Hans Haacke, Emplazamiento merry-go-round,
Münster 1997. Tiovivo encofrado junto a la rotonda
del monumento a Bismarck en Münster.
pació neutralizado cualquier punto se ha convertido en un empla
zamiento, es decir, en un relé para la circulación de dinero en la su
perficie circunvalada de la tierra53. En la exterioridad generalizada
ningún punto puede hacerse inaccesible a otro. Se podría definir
morfológicamente la esencia de la Modernidad como excentricis-
mo no-satánico, mientras que el esquema de centro y epicentro, que
había fundado la metafísica de la colaboración en el proyecto de
Dios, sólo se conserva ya en subculturas religiosas. Llamaremos es
pumas a las aglomeraciones de puntos excéntricos autorreferentes,
junto con sus entornos, en estructuras carentes de punto medio. De
ellas tratará el tercer volumen de estos estudios esferológicos.
El presente libro, un mausoleo de la idea de la unidad de todo,
pertenece al reino bimilenario de la monosfera o del globo integral.
¿Se puede aprender todavía algo de Stalin en lo referente a la cons
trucción de un mausoleo? Bajo todo punto de vista, por supuesto,
dado que también para lo que nosotros pretendemos, presentar la
123
Prototipo del cosmos autorreproductor como ramificación
arbórea de una urdimbre de burbujas inflacionarias.
Cada burbuja en este gráfico corresponde a un supuesto
sistema surgido de una explosión originaria.
metafísica en un sarcófago de cristal, sería conveniente mostrar al
muerto como si sólo durmiera54.
Podemos permanecer un poco más ante la vitrina ya que no se
pierde tiempo esperando en la cola ante el monumento. Contem
plaremos al Uno-Todo en sus estadios embrionales, en su creci
miento (capítulo 1) y su complementación cósmica (capítulo 4), ob
servaremos su reforzamiento exterior y sus borderpolitics (capítulos 2
y3),admiraremossutriunfoteológicoysuhybrismística(capítulo5),
124
Futuroscopio de Poitiers.
seguiremos su política de signos (capítulo 7) y su exceso negativo
(capítulo 6) y seremos testigos, finalmente, de su catástrofe, que
conlleva su metamorfosis en mero globo terráqueo (capítulo 8).
Al final de estas longitudes celestes habría de resultar evidente
por qué sólo mediante el rechazo del pensamiento contemporáneo
al Uno-y-Todo del proyecto metafísico-monoteísta de mundo pudo
conseguirse una nueva configuración no-teológica o post-teológica,
post-metafísica o de-otro-modo-metafísica, de las inmunidades hu
manas en la segunda ecúmene, que en principio sólo representa la
integral de todos los aislamientos55.
125
Acceso Clima antrópico
La burbuja del mundo tiene que hincharse antes de explotar.
Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito
Nuestros sondeos en el campo microsférico mostraron que los
seres humanos son seres vivos que, en principio, no pueden ser, o es
tar, en ninguna otra parte que en los invernáculos sin paredes de
sus relaciones de proximidad. En ese sentido, la microsferología no
es otra cosa que una antropología proxémica. El núcleo de la pro-
xémica personal es lo que hemos llamado la relación fuerte. De ella
provienen los receptáculos autógenos de las solidaridades primarias
que irónicamente sin ironía aclaramos, al final, con el paradigma de
la unión trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu56. Para estas relaciones
surreales vale que son «su propio lugar». Quien participa en ellas vi
ve, en un sentido topológicamente eminente, dentro.
Los seres humanos, como criaturas que bajo cualquier circuns
tancia son en principio vivientes amontonados unos sobre otros, que
tanto se protegen como se rechazan mutuamente, y nada más que
eso, como criaturas que para convertirse eventualmente y mucho
más tarde en individuos, como se dice, en seres autocomplementan-
tes que viven solos y que cuidan los contactos exteriores (direccio
nes, redes), necesitan, sin peros ni diferencias, el microclima esti
mulante de sus tempranos mundos interiores. Sólo en él, como
típica vegetación suya, llegan a lo mejor y a lo peor que pueden ser.
En él hacen acopio de temples básicos creadores, ambivalentes, des
tructivos, o de prejuicios sentimentales sobre el ente en su totalidad,
que se hacen valer constantemente en el tránsito a escenas más gran
des. Desde ese fondo se ponen en marcha todas las transferencias.
Sobre el primer clima no informa ningún boletín meteorológi-
127
co; de dónde sopla la brisa del mundo interior, qué zonas de baja
presión se extienden sobre los esfuerzos interhumanos: de cosas co
mo éstas sólo nos pone en conocimiento, en principio, el juicio de
la sensación o del sentimiento atmosférico, que es más originario
que el sentido íntimo oral, el gusto, y más público, a la vez, que él.
El sexto sentido siempre es el primero, puesto que por él los seres
humanos, sin inducciones ni investigación indirecta, saben en qué
lugar están: consigo mismos, con otros y con todos. Por inmersión
en el elemento conductor están originariamente ahíy abiertos al en
torno. El espacio como atmósfera no es otra cosa que vibración o
pura conductibilidad57. En este sentido, él es realmente, según la be
lla y oscura doctrina de la chora de Platón, la «nodriza del devenir».
¿Cómo con una torpe teoría de la comunicación pretende uno ba
sarse en tales relaciones de totalidad? Emisor, receptor, canal, me
dio, código, misiva: todas estas distinciones llegan demasiado tarde
para la apertura fundamental. Adquieren significado cuando se tra
ta de averiguar algo sobre algo. Pero mucho antes tiene que haber
ocurrido el ser-en o ser-en-algo que los ontólogos fundamentales in
terpretan como ser-en-el-mundo, ser-con o ser-templado-de-ánimo.
El clima, el temple de ánimo, la atmósfera componen la trinidad de
lo envolvente, en cuya revelación incesante viven siempre y por do
quier los seres humanos, sin que se pueda decir -aunque los mo
dernos hayan convertido el tiempo en un objeto de discurso inclu
so- que a esas epifanías corresponda un mensaje y un mensajero;
primero el meteoro y luego la mirada al cielo. A esta ofuscación
oponemos el recuerdo del pleroma climático: del «en» como baño
cromático en el que son bautizos todos los actos discretos de la vida
de representación, voluntad yjuicio.
Dado que las atmósferas son de naturaleza no-objetiva y no-infor-
mativa (y dado que no parecieron dominables) fueron dejadas de la
do por la vieja y nueva cultura europea de la razón a lo largo del di
latado proceso de cosificación e informatización de todos los hechos
y cosas. Cuando los discursos comenzaron a desplegarse a capricho
se fue haciendo cada vez más difícil, si no imposible, perder siquiera
una palabra relativa a la exponibilidad, solubilidad, apertura de la
existencia. Que fuera de las palabras y de las cosas podía existir algo
128
que no es ni palabra ni cosa y sí algo más extenso, anterior y pene
trante que ambas, es algo que no han querido reconocer ni las cien
cias positivas ni las teorías discursivas. Es verdad que el siglo XIX, al
hablar de milieu o de ambiente, intentaba asir este trío sutil; que el si
glo XX lo hizo suyo al traducirlo por Umwelt [entorno] y environment,
pero con todos esos conceptos se malogró lo atmosférico y se hicie
ron progresos de lo malo a lo peor. Sólo en los mundos de los gran
des romanciers, sobre todo en Balzac, Proust y Broch, surgieron at-
mosferologías superiores que esperan aún ser conectadas con los
análisis filosóficos fundamentales. Con todo, los «fenómenos» at
mosféricos, como tales, se han hecho interesantes en los últimos
tiempos para la teoría estética, para la teología y neo-fenomenología,
sobre todo por el estímulo de Heidegger, a veces incluso con pre
tensiones conceptuales fundantes; cosa que habría que interpretar,
después de todo, como signos de una apertura puntual58.
Con razón, la filosofía moderna -sobre todo la ontología funda
mental-, cuando comenzó, tras su bimilenario exilio en lo supra
sensible, a retomar pie en el ser-en-el-mundo, ha descrito la dispo
sición de ánimo como la primera apertura del ser-ahí al cómo y
dónde del mundo. Se podría considerar la obra temprana de Hei
degger como la carta magna de una climatología no intentada has
ta entonces59. Puede hacerse plausible por qué el desarrollo de las
sugerencias de Heidegger en la fenomenología de los estados de
ánimo y en la psiquiatría existencial pertenece a los aspectos más
fértiles de su influjo. Cuando se tensa en un individuo la cuerda de
la existencia, ésta vibra en la tonalidad de un estado de ánimo o de
un clima impregnante. Pero los estados de ánimo -quizá Heidegger
no ha hecho hincapié suficientemente en esto- nunca son, en prin
cipio, asunto del individuo en la aparente privacidad de su existencia
y en la soledad de su éxtasis existencial; se forman como atmósferas
-totalidades estructurales, teñidas de sentimiento- compartidas en
tre varios, o muchos, que disponen y tonalizan unos para otros el es
pacio de proximidad.
Como se deduce de nuestros análisis microsferológicos, las esfe
ras son, en principio, mundos interiores de relación fuerte, en los
que «viven, penden y son» quienes están aliados mutuamente en
129
Amuleto múltiple de plata
con llave, Corfú, siglo xx.
una atmósfera autógena o en una relación vibrante que los supera.
Por eso, lo que nosotros llamamos clima designa, en principio, una
magnitud comunitaria y, sólo después, un hecho atmosférico. Esto
vale para todas las formas de vida humanas, también para aquellas
que se orientan a la distancia, a la libertad de movimiento y a la re
nuncia al compañerismo. Precisamente los que viven solos son a
menudo especialmente sensibles al clima desde el punto de vista so
cial y muchos de los que buscan estar solos lo hacen, sobre todo, pa
ra reducir el ahogo de una atmósfera cargada. Como turistas que
viajan fuera de temporada, eluden las intimidades del mal tiempo.
Pero los seres humanos no son sensibles al tiempo sólo en grupo,
como seres vivientes activos climáticamente en microsferas, influyen
también ellos mismos, con todo lo que hacen y dejan de hacer en el
130
ámbito común, a través del compartimiento del espacio cercano. El
mundo de proximidad surge de la suma de nuestras acciones recí
procas y de nuestras mutuas aflicciones. Lo que en diferentes con
textos filosóficos -desde san Agustín hasta Vilém Flusser, pasando
por Heidegger- se ha querido significar con la expresión pática
«proximidad» es la redundancia vivida, la plétora de lo notorio, en
la que pululan los sincronizados. A nosotros nos van las cosas tal co
mo nos acomodemos unos a otros, y el modo en que nos vaya a unos
con otros manifiesta ajustes o desajustes entre nuestras vidas. En sus
campos de proximidad los seres humanos, sin excepción, son hace
dores de dempo y producen a cada instante embrujos de sol y de llu
via. Sus rostros son los rótulos de sus estados de ánimo; sus gestos y
sentímientos irradian tormenta o despejo a la comunidad.
En la época de la obra de arte los artistas consiguieron producir
sobresalientes imágenes climáticas de sus culturas porque reunie
ron en torno a sus obras comunidades acordes en sentimiento; por
ello siempre es una deducción errónea pensar que los productores
de arte expresaron su interior en sus obras. Lo que se llama expre
sión es un acopio de fórmulas de las posibilidades creadoras de cli
ma actuales de un grupo. Así, la sugestiva tesis ontológico-lingüísti-
ca de Heidegger de que la obra de arte postula o «erige un mundo»
(nunca se podría estar seguro, por lo demás; si no, habría de decir
se más bien «expone un mundo») es significativa esferológicamen-
te ante todo, y pierde rápidamente plausibilidad fuera de este cam
po significativo. Hubo una época en la que eran sobre todo las
imágenes religiosas las que personificaban el modelo de la capaci
dad de urdir grupos más grandes de seres humanos en un éter sim
bólico compartido. Por eso se atribuyó a tales obras de arte un ca
rácter de verdad y revelación: porque señalaban el punto central de
una apertura, un rayo local de mundo. La ironía de la doctrina hei-
deggeriana del origen de la obra de arte es que sea verdadera, en lo
esencial, para obras anteriores a la época del arte. En las obras a las
que se refería Heidegger no es, pues, decisivo que sean obras de ar
te, sino que constituyan lugares de culto en los que uno se encuen
tra con la exposición del ser.
Lo que nunca puede callarse, ya que -antes de toda representa
131
ción o exposición- hace que se rastree lo común revelado, es la at
mósfera, la tonalidad envolvente del espacio, que impregna a sus
moradores. Por eso, para la mayoría de los seres humanos, su clima
relacionante sigue siendo más importante y mucho más real que to
da la gran política y la «alta» cultura. Las gentes sencillas se definen
porque para ellas, bayo el aspecto de la indisponibilidad objetiva,
tienen el mismo rango la política y los fenómenos meteorológicos;
contra el mal tiempo y los grandes señores se puede hacer igual
mente poco: sólo hablar de ellos como si se tratara de fuerzas supe
riores. Pero estos discursos -y ello aparece sólo en reflexiones tar
días- son el éter de las sociedades; por eso, todos los grupos, desde
las hordas orales hasta las grandes culturas, con sus medios de es
critura, imprenta y radiodifusión, vibran y conviven casi exclusiva
mente en comunicaciones sobre sus preocupaciones básicas actua
les: su clima, sus dioses locales, sus demonios de grupo. Pero el
hecho de que este bamboleo en las habladurías propias sea la fun
ción basal, conformadora de clima, constitutora de sociedad, sólo se
muestra a la teoría cuando los grupos se han separado o diferencia
do tanto que ya no es posible hablar de unidad.
Para los sociólogos modemos-posmodemos, que se han «conver
tido» (convertir significa cambiar de error básico) del productivismo
al comunicacionismo, de lo que se trataría ahora sería de darse cuen
ta de que en el análisis esferológico de las sociedades se muestra un
«plano» que queda antes de la diferenciación entre producción y co
municación. La endosfera tonalizada es el primer producto de las co
munidades que viven estrechamente unidas, y el acuerdo de ánimo
que supone es su primera comunicación a sí misma. Compactarla,
redondearla, regenerarla y despejarla es el primer proyecto creador
de humanidad. En palabras triviales de lugar y de espacio interior,
como nido, habitación, cueva, cabaña, casa, hogar, plaza, pueblo, fa
milia, pareja, linsye, ciudad, se oculta para siempre un resto de cosas
impensadas, que exige que se lo siga soñando, sin que nunca haya
podido dilucidarse del todo ni ser captado representativamente. Es
te resto exuberante da fe de que las creaciones de mundo interior
nunca están cerradas y han de ser desarrolladas incesantemente de
132
Iglú esquimal en construcción,
Territorios del Noroeste, Canadá.
un cómo a otro. El misterio de la producción de espacio irrumpe
irradiando en las palabras que se refieren a receptáculos autógenos.
Mundus in guita: en gotas del espacio cósmico.
Desde siempre los seres humanos están empeñados en el pro
yecto de atraer hacia dentro, tanto como sea necesario, lo que su
cede fuera y mantener alejado del hogar de la vida buena lo exte
rior tanto como sea posible. Esa no es la última de las razones por
la que erigen pronto, regular, persistentemente imágenes de las per
sonas de su proximidad, sin las que no podrían vivir íntegramente;
sienten sus moradas físicas e imaginarias a través de los signos ac
tuales de compañeros ausentes, que siguen siendo vitalmente im
portantes aún después de su desaparición. La omnipresencia de
imágenes de dioses y de antepasados, de amuletos, fetiches y signos
sobrealimentados en las culturas antiguas testimonia el alcance de
la necesidad de redondear el mundo presente mediante alusiones a
algo esencial ausente, a algo complementario, envolvente. Que ten
ga que haber imágenes es algo que se fundamenta en la coacción de
133
la inteligencia por la muerte y por la ausencia; que pueda haber
imágenes es algo que se funda en la primordial función comple-
mentadora de la onto-grafía. Si escritura significa, prototípica e
idealmente, representación en lo desemejante, la imagen significa
representación en lo semejante.
El impulso, instaurador de imágenes, al redondeamiento descu
bre al hombre como el animal al que le puede faltar algo. ¿No es la
cultura, en su totalidad, una sobrerreacción a la ausencia? 60. Cuan
do lo que falta causa extrañeza se produce una presión morfológi
ca: los lugares vacíos quieren volver a ser ocupados, como si el pro
yecto del espacio-plenitud no permitiera vacantes duraderas. Por un
imperativo de complementación los mundos interiores se vuelven a
acercar al autorredondeamiento: en principio sólo en el sentido de
una nidificación sin paredes, en la que el predicado «redondo» ex
presa una cualidad pregeométrica, psicológico-espacial, vagamente
inmunológica, aunque a partir de cierto umbral del desarrollo dis
cursivo y político adquiera también significaciones arquitectónicas y
geométricas. Menos que una esfera redonda en sí misma, propor
cionados de espacio interior, no puede bastar a los que viven en
común como lugar característico propio en el mundo. Como sabe
mos por motivos morfológico-sociales y biológico-cooperativos, tales
esferas euclideanas de lo anímico grupal sólo surgen por comparti
ción de espacio interior con seres próximos de primer orden y con
sus recambios. A la vez, los seres humanos -dado que son seres de
mundo interior, en los que la nidificación endoclimática precede a
todas las demás construcciones- corren el peligro, como ninguna
otra especie, de que sean destruidos sus mundos interiores sin pa
redes por invasiones de fuera o por conflictos endógenos, pues na
da es más frágil que la existencia en las cubiertas exhaladas de inte
rioridad específicamente humana.
La expresión catástrofe climática -el auténtico santo y seña de
nuestra época- capta ya el riesgo originario de la humanidad. Los
seres humanos -de un modo del que sólo con reservas es aconseja
ble hacerse plenamente consciente, porque aquí puede muy bien
hacerse efectivo eso de «conciencia como fatalidad»61- dependen
de la gracia de las circunstancias de clima interno hasta en el último
134
Thomas Struth, Museo del Louvre I, 1989, detalle.
detalle de su dotación biológica y de sus rituales culturales. Que, al
menos en sus líneas reproductivas respetadas por las degeneracio
nes, los seres humanos hayan podido llegar a ser como son es la con
secuencia de una historia, tan inadvertida como inaudita, de auto-
135
Oskar Schlemmer, Jóvenes en grupos, 1928.
protecciones mediante creaciones propias de clima. Como habitan
tes de sus invernáculos de proximidad, creados por ellos mismos, se
encuentran en casa en un continuum de automimos; cosa que, por
otra parte, no prejuzga nada sobre la medida de durezas, dificulta
des y fracasos en las vidas individuales.
Los seres humanos viven en sus mimos: una expresión que ha de
valer como remisión provisional a la dinámica de refinamiento de
las individuaciones y culturas locales. En su balance evolutivo, la
existencia del Homo sapiens sólo es comprensible como historia exi
tosa de excitabilidad nerviosa creciente y de autoestímulos lujurian
tes mediados de símbolos. Las líneas de éxitos de esas historias re
saltan ante un trasfondo de fatalidades selectivas implacables, en las
que la regla es el exterminio y el fracaso.
Sólo si se pone de relieve la tensión entre interior y exterior, co
mo el motivo fundamental de toda topología cultural, se hace ple
namente consciente, en su sorpresividad, el constante retomo del in
terior. ¿No son innumerables los que han tenido que experimentar
el mundo exterior como un conjunto de incidentes destructores de
esferas? ¿No es el exterior perforante, arrollador, desguarneciente
siempre más impasible y fuerte que cualquier construcción de mun
do interior? La imagen-burbuja que antepusimos a nuestra teoría de
las esferas de intimidad evoca la fragilidad de los espacios habitados
por seres humanos. ¿Qué es, por el contrario, lo que hace capaces a
los mortales de protegerse a sí mismos en sus invernáculos de rela
ción? Ya es bastante sorprendente la fuerza de los aliados de estable
cerse en relaciones preferenciales unos con otros, a pesar de que tan
to endógena como exógenamente todo parece trabajar por hacer
que revienten las esferas que posibilitan seres humanos. Y sin em
bargo: ese autocobijo en el espacio creado por uno mismo -la capa
cidad de arrojar el abrigo sobre sí y los suyos y retirarse al inverna
dero invisible de mutua pertenencia experimentada- es el estímulo
creador de esferas, originario e incesante, que, sobre todo después
de crisis de grupos, ha de acreditarse en múltiples casos. De él pro
vienen las formaciones que más tarde, en tiempos burgueses, ciuda
danos, impulsores de teoría, se llamarán «sociedades» o culturas. Pa
rece que, cuando se alian entre ellos, la capacidad de los seres
137
humanos para desmentir su desamparo en la exterioridad es inmen
sa. ¿Cómo se soportaría, si no, el riesgo de pertenecer a una especie
de seres mortales hablantes, susceptibles al miedo -y qué insoporta
ble sería la amenaza del exterior-, si no hubiera una envoltura rege-
nerable de solidaridad reanimante que opusiera su resistencia crea
dora a los ataques disolventes, mientras los haya?
Como proceso de conjuntos crecientes de solidaridad, la historia
del Homo sapiens en la época de la gran cultura es, ante todo, una lu
cha por el invernáculo íntegro e integrador. Se funda en el intento
de dar una forma invulnerable, o al menos vivible, resistente a los
ataques del exterior a ser posible, a un interior más amplio, a un
propio más reconciliador, a un común más abarcante. Que, como
es evidente, este intento siga todavía en marcha y que, a pesar de
enormes contragolpes, continué la lucha aventurada por el ingreso
de fracciones de la humanidad, cada vez mayores, en endosferas o
refugios comunes, cada vez mayores, confirma tanto la irresistibili-
dad de sus motivos como la persistencia de las hostilidades que se
enfrentan al tirón histórico hacia una seguridad interior ampliada.
Las guerras por el mantenimiento y ampliación de esferas constitu
yen el núcleo dramático de la historia de la especie y de su princi
pio de continuidad a la vez.
Cuando observamos en su brotar y reventar las innumerables pe
queñas culturas que han aparecido desde el mundo primitivo hasta
los tiempos históricos -ese tropel de burbujas tornasoladas, rellenas
de lenguajes, ritos, proyectos-, cuando, en algunos casos escogidos,
podemos asistir a la prosecución de su vuelo, a su crecimiento y do
minio, surge la pregunta de cómo fue posible que el viento no se lo
llevara todo. La gran mayoría de los viejos clanes, tribus y pueblos
ha desaparecido, casi sin huellas, en una especie de nada, dejando
en algún caso, al menos, un nombre y oscuros objetos de culto; y de
los millones de minúsculas etnosferas que han fluido sobre la tierra
sólo se ha conservado una fracción a través de metamorfosis ampli
ficativas, autoaseguradoras, instauradoras de signos de poder. De
ellas se habla en este volumen, dedicado a las macrosferas. Ellas son
las que provocan esta pregunta: ¿por qué sigue habiendo aún gran
des esferas en lugar de ninguna?
138
Movimientos de un pájaro tejedor
para la construcción del nido.
Capítulo 1
Aurora de la lejanía-cercanía
El espacio tanatológico,la paranoia,la paz imperial
Toda historia es la historia de las relaciones de animación*: así lo
habíamos formulado en la Introducción al primer volumen de este
ensayo62. Los análisis microsferológicos muestran el alcance de esa te
sis. Abarca una plétora de relaciones bipolares y pluripolares en el
interior de espacios íntimos de resonancia, en los que los seres hu
manos se provocan y recrean mutuamente. Bajo la imagen de la bur
buja -de ese mundo pequeño, de paredes delicadas, terso por una
suave presión interior- hemos explicitado formas microsféricas, des
cribiéndolas detallada, aventurada, en cierto modo extravagantemen
te, tanto como lo permitía la naturaleza inobjetiva o semiobjetiva de
esas configuraciones. Así conseguimos hacer luz en los microcosmos
constituidos simbiótica, coexistencial, bipolar, multipolarmente, pres
cindiendo provisionalmente de su inclusión en estructuras más am
plias y de su potencial de crecimiento. Sólo se hicieron meras alu
siones a la dinámica de transferencia o trasplante de situaciones
primarias. El resultado del primer volumen fue el reconocimiento
de que sólo es lícito utilizar la palabra microcosmos para parejas, no
para individuos: lo que significa, desde luego, una ruptura clara con
la tradición metafísica. Toda historia es la historia de las animacio
nes que surgen del reparto y compartición a dos del espacio.
Ahora es el momento de seguir desarrollando la tesis, demasia
do compacta, de que, en verdad, toda historia es la historia de lu
chas por la ampliación de esferas63. Lo que tradicionalmente se ha
llamado lo anímico es la dimensión en la que se experimenta la ten
sión entre lo íntimo y lo no-íntimo. Se podría reproducir la tenden
*Recuérdese, como advertimos en el primer volumen de esta obra, que «anima
ción» (Beseelung)-de anima(Seele)=soplo,alma-,acciónoefectodeanimar,seutiliza
sobre todo en el sentido fuerte de dotar de alma, dar aliento, vida, inspirar. (N. del T. )
141
cia del psiquismo metafísico con la fórmula parafreudiana: donde
había alma de pareja ha de llegar a haber alma de mundo. Esta ad
vertencia contiene el pathos de la filosofía clásica. El concepto de al
ma de mundo encierra la admonición categórica de concebir todas
las cosas y efectos que existen y se producen en el exterior de modo
que puedan ser entendidos en cada momento como elementos de
un interior ampliado. Ya se adivina desde ahora que este programa
equivale a la exigencia de extender la simbiosis madre-hijo, por me
dios geométricos, hasta los confines del mundo. La capacidad para
tales extensiones es el núcleo de lo que tradicionalmente se designa
como «creencia».
Sólo se producen ampliaciones si previamente algo exterior pue
de ser asumido por una esfera más pequeña y permite que se lo
reinterprete en ella como un factor determinante de su fuerza ex
pansiva y de su abovedamiento peraltado. Para que esta imagen re
sulte plausible, habría que familiarizarse con la idea de que las es
feras son, por decirlo así, configuraciones capaces de aprender,
sistemas de inmunidad en ejercicio y receptáculos con paredes cre
cientes. Sólo cuando la inteligencia común a los participantes no se
paraliza por catástrofes esféricas, sino que éstas la incitan, más bien,
a llevar a cabo las reparaciones oportunas, aquello que normal
mente habría de conducir a la muerte de una esfera puede resultar
efectivo como estímulo para su crecimiento. Veremos que ya la sim
ple reproducción de esferas vivientes no puede suceder sin una in
teligencia reparadora primaria: los seres humanos viven continua
mente bajo el riesgo de ser separados con violencia o por medio de
la muerte de aquellos que les eran más cercanos, y los que han que
dado atrás, en los pequeños y primarios mundos humanos, se en
cuentran, desde siempre, en medio del aprieto de tener que buscar
un espacio para su tener-que-continuar-viviendo sin sus comple-
mentadores más importantes. El espacio humano surge por la va
cuna de la muerte.
Si los seres humanos no poseyeran la capacidad terrible y admi
rable de superar la muerte de los próximos, y no fueran capaces de
llenar o encubrir por medio de configuraciones sustitutorias el va
cío dejado por los desaparecidos, ningún individuo podríajamás ser
142
Llaves-amuleto de plata, siglo xviii.
alguien que muere solo; nadie iría nunca a la muerte sin compañía;
la muerte del uno insustituible supondría también la muerte del
otro aliado. Sería imposible que en esas condiciones de muerte se
pusiera en marcha la tradición cultural como sustitución creadora,
y nunca la trascendencia del otro se convertiría en experiencia ínti
ma, dado que en tales circunstancias no habría nada insustituible
que sustituir.
Se convierte en individuo quien queda marcado por la desapari
ción del otro insustituible. El núcleo irreductible de lo que llama
mos individualidad está en el hecho de que normalmente tampoco
los aliados íntimos mueren al mismo tiempo. Llegar a ser un indivi
duo en una sociedad de individuos significa, por tanto, acomodarse
al hecho de ser abandonado por los otros insustituibles que mueren
primero.
De ahí proviene lo que puede llamarse la dureza o el tem
ple fundamental de los individuos maduros. Funciona como aisla
miento frente a tentaciones simbióticas de proximidad. Los motivos
por los que las sociedades humanas ven mal o prohíben la muerte
de amor son buenos motivos sistémicos (en caso de que los motivos
sistémicos puedan ser buenos), porque denuncian la traición que
hacen al destino universal humano los que mueren unidos: mien
tras que todos los individuos corrientes han de llevar hoy la vida de
alguien que mañana podría ser abandonado, los cómplices de una
143
James Cameron, Titanic,
muerte de amor, 1997.
muerte de amor atentan contra la ley que dice que tampoco los alia
dos íntimos conjuran lo temporal sincrónicamente. (Al poner de re
lieve esta ley, que de otra suerte se mantiene latente por todas par
tes, James Cameron consiguió el arrollador éxito emotivo de su
película Titanic, pues con la historia de Jack y Rose -«nada en el
mundo podía separarlos»- logró reafirmar la muerte de amor, elu
diendo a la vez su sincronía; Isolda sobrevive a Tristán ochenta años.
¡Ésa es la consumación por antonomasia del sueño de amor ameri
cano y moderno: se quiere a la vez el amourfou y la supervivencia to
tal! ) Quienes mueren realiterjuntos no se solidarizan con el esfuerzo
fundamental del que cada individuo parece ser deudor del mundo
compartido, sin que le haya sido declarado como mandamiento ex
plícito: el de soportar el peso del mundo aun cuando le haya deja
do sólo con la carga el coportador más importante.
La individualización más esencial depende del entrenamiento a
ser-abandonado por los más próximos, del mismo modo que la cul
tura sólo se produce cuando funciona como escuela preparatoria
de la permanencia aquí tras la muerte de los maestros. (La mayo
ría de las veces esto se discute bajo la rúbrica de herencia, que
acentúa la transmisión positiva; pero del mismo modo podría con
cebirse bajo el punto de vista del quedar-abandonado, diciendo: el
que queda está condenado a la recepción. ) El yo no surge por un
reflejo especular ilusorio, como seductora y equivocadamente ha en
señado Lacan; adopta, primero, una figura autorreferente por la an
ticipación de orfandad y viudedad; se afirma a sí mismo en tanto
abandonado y abandonante. El yo es el órgano del preabandono y
de la predespedida64. Dado que ese contar con que va a ser abando
nado, constitutivo del yo, es esencialmente de naturaleza anticipa-
dora, protege frente a irreparables catástrofes de separación a aque
llos que se han dado cuenta de que van a quedarse atrás y solos algún
día65. Lo que se llama individuación es la orientación anticipadora a
un estado que en ocasiones aparece descrito así en lápidas france
sas: Un seul étre vous manque, et tout le monde est dépeuplé. Para que el
mundo entero parezca despoblado basta que te falte una sola per
sona. Si vuelve a producirse la repoblación del mundo, la vida aban
donada no puede obstinarse en permanecer unida a la parte perdi-
145
Medallón funerario de Thomas de Marchant
et d’Ansembourg (muerto en 1728) y su mujer Anne Marie
de Neufonge (muerta en 1734), Tutange, Luxemburgo.
da. Digamos, pues, que hay que ejercitarse en la pérdida antes de
que ésta supere al perdedor.
Si no se quiere que su pérdida lleve al que se queda a petrificar
se en su obstinación, la parte más importante de todo duelo ha de
ser consumada antes de la muerte del otro esencial. El pre-duelo se
manifiesta como distancia. En el amourfou se ignora esa despedida
previa, como si los unidos quisieran negar anticipadamente cual
quier posibilidad de separación para siempre. Se hacen cómplices
recíprocamente en el propósito de no dar al otro oportunidad al
guna de sobrevivir al compañero íntimo.
Pero si los amenazados por el vacío humano, los supervivientes
de los muertos esenciales, están en condiciones, con todo, de in-
146
Anillos para evitar la separación.
gresar en tradiciones es porque siguen el imperativo de sustituir a
sus grandes ausentes: aquellos en los que primero confiaron y aque
llos de los que recibieron el saber. Quien se mantiene preparado pa
ra esta sustitución está dispuesto a asumir su parte del peso del mun
do. Si el mundo resulta pesado no es sólo porque en la época
histórica la mayoría de los seres humanos han de esforzarse mucho
para ganarse la vida; cuando con mayor precisión se nota la pesan
tez es cuando los seres humanos se inclinan para permitir que se les
cargue con la tarea de asumir el lugar de otros insustituibles.
¿Cómo, pues, pueden crecer las esferas? ¿De qué modo aprenden
pequeños pueblos, hordas, familias, parejas, mundos íntimos a so
breponerse a sus catástrofes, a sus escisiones, a las amenazas de ser
avasallados por fuerzas explosivas tanto internas como externas? ¿Có
mo es posible que no todos los grupos desafiados y vencidos se des
vanezcan en silencio en lo no-histórico, y que algunos de ellos saquen
fuerzas de flaqueza para asimilar lo que normalmente sólo produce
destrucción? ¿Qué clase de cambio en su modo de vida llevan a cabo
las pequeñas comunidades humanas cuando consiguen soportar lo
insoportable más allá de la medida normal? ¿Qué sucede con los uni
dos cuando consiguen imponer su supervivencia frente a pérdidas in
sustituibles? ¿Cómo aprenden a concentrarse así en sí mismos, a su
perarse, a endurecerse así, a comprometerse de tal modo con una
147
visión de sí mismos que son ellos mismos los que se convierten, más
bien, en fuerzas del destino para otros, en lugar de soportar el desti
no condicionados por circunstancias externas?
Cualesquiera que sean las respuestas a estas preguntas, han de
tener inevitablemente una implicación morfológica y un sentido in-
munológicoyesferológico (yeoipsounouterotécnico) mediadopor
ella. De lo que se trata en cada caso es de aclarar cómo los grupos
humanos soportan sus crisis de forma con relación a fuerzas exte
riores y tensiones internas.
Las microsferas crecen hasta convertirse en macrosferas en la
medida en que consiguen incorporar las fuerzas exteriores estresan
tes en su propio radio. Se podría describir, por tanto, el crecimien
to de las esferas como un derrotero de estrés en cuyo transcurso se
llega a neutralizar lo exterior asimilándolo al interior esférico. Son
sobre todo estresores protopolíticos del tipo de los enemigos y ex
traños, estresores psicológico-sociales como las depresiones colecti
vas y estresores mentales como lo monstruoso y la idea de infinito
los que han de ser integrados antes de que una pequeña unidad et-
nosférica se pueda desarrollar hasta convertirse en una forma de
mundo de tipo superior.
Un grupo que hubiera atraído hacia su interior toda desmesura
esencial, y en cierto sentido la hubiera superado o cercado, habría
crecido hasta convertirse en un imperio o en una macrosfera alta
mente cultural. Por eso, sólo puede hablarse de una forma auténti
camente macrosférica cuando también lo grande y lo máximo ma
nifiestan carácter de mundo interior. En una gran esfera que se
asemeje a un mundo interior la voluntad de poder ha de ser coex
tensiva con una voluntad de animación del espacio total. Por lo que
podemos ver, tales espacios con carácter de mundo interior sólo
han sido pensados y desarrollados con toda consecuencia en las tres
grandes culturas de la Antigüedad: en China, en India y en Grecia,
es decir, en aquellas culturas que por un consenso escolástico, rela
tivamente grande, pasan por ser los tres lugares de nacimiento de la
filosofía66. En las cosmologías de estas culturas comienza el impera
tivo morfológico: redondea y domina sin que valga limitación alguna.
Por eso, también en este caso aparece la geometría en la planifica
148
ción, colocándose, además, al servicio de la cosmología política im
perial como no es de esperar en ninguna otra parte. Los poderosos
y sus intérpretes piensan su mundo con círculos y legiones. En cuan
to los seres humanos intentan acomodar su forma anímica a las con
diciones macrosféricas tienen que formarse para hombres de Estado,
bien para funcionarios o bien para sabios, pues cuando el Estado al
tamente cultural da que pensar, el sentido del mundo se mueve en
dirección a una inclusividad abarcante: el todo es el coto del animal
inclusivo.
Fue un logro de las grandes culturas haber elevado la asimila
ción interior del exterior estresante a un nivel históricamente man-
tenible a largo plazo. Potencias mundiales que lograron ser algo
más que improvisaciones militares fueron aquellas que consiguie
ron domesticar los monstruos inmensos de la exterioridad -la
muerte, el mal, lo extraño, lo desmedido- y traspasar a las genera
ciones siguientes, como hábito cultural, sus éxitos en esa domesti
cación. Aunque ninguno de esos monstruos pierde nunca del todo
su pavorosa capacidad de intranquilizar, en las grandes cosmovisio-
nes se los convierte, sin embargo, en estresores internos y se los po
ne dialécticamente al servicio del «gran todo». Las grandes culturas
saben convertir en negatividades provechosas la exterioridad des
tructora. Utilizan los monstruos, por decirlo así, como hormonas de
crecimiento para elevarse de formas microsféricas a macrosferas.
Repetimos las ideas fundamentales de estas consideraciones: el
ser humano es el animal que ha de esperar y sobrevivir a las separa
ciones de sus próximos. Ya en las formas humanas de vida más anti
guas, las hordas arcaicas, la muerte se impone como apremio a di
rigir la mirada a los muertos más queridos. Cuando la vista del
cadáver y el pasmo que adviene en el lugar vacío adquieren formas
rituales, todo ello se organiza como recuerdo; de él provienen los
cultos a los antepasados y a los muertos; ellos inducen el originario
estrés metafísico que pesa sobre los grupos humanos ya en los esta
dios tempranos de la hominización. Se reconoce que esos cultos tie
nen siempre un sentido esferológico tan pronto como en el trato de
los vivos con sus muertos se ve no sólo una praxis religiosa creado-
149
Joseph Beuys, Palas comunitarias,
por duplicado, 1964.
ra de tradición o una forma de organización de memoria cultural,
como sucede normalmente en las ciencias de la cultura; el recuerdo
de los muertos libera necesariamente procesos creadores de esferas
porque sólo por una especie de reacción de inmunidad, creadora
de espacio, puede rehacerse la esfera psíquica rota por la desapari
ción del otro importante, la íntima burbuja de coexistencia.
La reparación del espacio íntimo más estrecho no es posible sin
que a la vez se amplíe éste: pues si los supervivientes se empeñan en
permanecer de algún modo en unión con los muertos, ello sólo
puede suceder porque los muertos son alojados en un segundo ani-
150
Uo, en tomo a la esfera de los vivos. Lo que el psicoanálisis ha de
signado con el concepto tan ingenioso como aventurado de Trauer-
arbeit [trabajo de duelo], considerado desde el punto de vista psi-
cohistórico y psicopatológico, no significa en principio otra cosa
que el esfuerzo de los supervivientes por colocar a sus muertos en
un círculo de proximidad y paz ampliado, sacándolos del ámbito de
proximidad y alianza más íntimo. Ese círculo lo traza el duelo: es de
cir, el esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre la preo
cupación por la separación definitiva de los muertos y el deseo de
mantenerlos en otra forma de proximidad, pero «allí». Cuando los
pequeños grupos arcaicos se remiten a sus muertos, el espacio esfé
rico se amplía más allá de las relaciones actuales entre familiares y
gentes que vivenjuntas, hasta una burbuja mayor que abarca a pre
sentes y ausentes. Ella constituye el contomo mínimo de una cultu
ra: si entendemos, con razón, por culturas conformaciones esfero-
poiéticas que alimentan los recuerdos de los muertos determinantes
y los propalan a través de las generaciones.
Aunque el lugar de los muertos determinantes de una cultura no
puede ser otro, en principio, que la lejanía, el más-allá indetermi
nado y el en-otra-parte inconmensurable, los dolientes se dedican a
la tarea de asignar una medida humanamente soportable a ese ale
jamiento vago y potencialmente ilimitado. El duelo crea esa proxi
midad distendida que transforma lo infinito en un más-allá mane
jable. El es la primera pasión proxémica: un espacio-dolor que
produce la proximidad-lejanía con respecto a los perdidos. (Es du
doso que Freud fuera bien aconsejado al interpretar este dolor me
diante el concepto de trabajo, pues sólo se puede trabajar con ob
jetos, mientras que de lo que se trata en el duelo es de recolocar
algo desaparecido o de buscar para sí mismo un nuevo lugar vis-a-
vis de lo ausente; o sea, guardar duelo no significa trabajar con un
objeto, sino mudarse a un espacio ampliado. )
En ese sentido puede decirse que la distancia es el estímulo pro
piamente creador de cultura. Ella impide que los muertos determi
nantes se muevan demasiado lejos, los retiene en un amplio entorno
que delimita el espacio de vida y de animación de una esfera cultural
(o, al menos, un círculo extenso dentro de él). Por eso, en principio,
151
los recuerdos relevantes siempre están presentes en el espacio públi
co de los grupos; sus signos son las tumbas, que señalan manifiesta
mente el espacio de proximidad-lejanía a los miembros del grupo.
La muerte, como monstruoso proporcionador de «trabajo»-due-
lo, es el primer estresor de esferas y artífice de culturas. En tanto que
asumen la tarea a ellas encomendada, las comunas de duelo consi
guen apaciguar la rabia causada por la desaparición ampliando el es
pacio. Esta imaginación distanciadora, que hace reposar el espacio
actual de vida en espacios circundantes de muertos y de espíritus, es
lo que da lugar, antes que nada, a las culturas como fantasías espa
ciales autocobijantes. La proximidad-lejanía de los muertos impor
tantes: ella se introduce en el radio de las esferas autónomas origi
narias realmente existentes -es decir, en el círculo de las hordas, de
los clanes y de las pequeñas sociedades tribales-, y crea, al hacerlo,
la primera forma autónoma de mundo. Sólo un sistema de coexis
tencia de muertos y vivos tiene ontológicamente carácter de mundo:
y posee ontográficamente la fuerza de dibujar en tomo a sí un con
torno propio de imagen de mundo'*7.
Significa algo más que un sentimentalismo etnológico el que en
nuestro siglo se hayan comenzado a estudiar los ritos, mitos y cons-
tructos de mundo de los primitivos clanes-de-cien-personas de las
selvas vírgenes de Brasil, Africa o Polinesia con la misma atención
que antes sólo se creía poder dedicar a las grandes culturas como la
grecorromana, la egipcia o la china. Si la dignidad espiritual de una
forma de vida puede deducirse de su fuerza conformadora de esfe
ras, o sea de la capacidad de mantener unidos a vivos y muertos en
comuniones rituales dentro de un horizonte conjurado, entonces
las pequeñas tribus son formaciones tan dignas de admiración co
mo los imperios, que constriñen a muchos millones de seres huma
nos en un círculo de dominio. Pues sea el que sea el alcance numé
rico y el radio político de una cultura, todo grupo que gobierne por
sí mismo su proceso generacional crea en torno a sí, con sus propias
potencias psíquicas, imaginativas y simbólicas, el círculo de cerca-
nía-lejanía o lejanía-cercanía en el que se asienta el ser-ahí genui-
namente humano, abierto al mundo, abierto a los muertos, genera
dor de espacio. En el interior de esos círculos se encuentra lo que
152
con razón se ha podido llamar el «lugar antropológico»68. El lugar,
en sentido literal fuerte, es el compromiso territorial de una esfera.
Una ligazón así a un terreno no sería imaginable si los espíritus de
los muertos propios no hubieran ocupado el suelo, y el cielo sobre
él, como su especial «mundo de vida». El espacio vital de los grupos
está atravesado por los signos de la presencia de los antepasados y
de los dioses. Esos signos son los confines y cimas (en alto alemán
antiguo: orte, lugares) que los dioses y muertos señalan a los vivos.
Con el despliegue de mundos de vida que incluyen a vivos y a muer
tos comienza la era de la etnosférica territorializante69. Desde este
punto de vista las culturas son funciones de las criptas sobre las que
se asientan las generaciones de tumo. Las tradiciones son ríos de
signos en el espacio tanatológico.
Hay que precaverse frente al idílico etnologismo que seduce la
percepción moderna de las cosas con imágenes engañosas de una
muerte más fácil y una supervivencia más indolente o con mayor
consuelo en las culturas primitivas. Se trata aquí, como casi siempre,
de ilusiones ópticas, condicionadas por vacíos en la tradición, nos
talgias y mala presentación. Por lo que se refiere a la tradición es
crita, ésta habla de grandes luchas con la muerte y cuenta cómo los
supervivientes han peleado con lo insoportable, es decir, con la se
paración que supone la muerte.
La epopeya babilónica de Gilgamés -el documento más antiguo
del arte narrativo imperial, transmitido en cuatro idiomas diferen
tes entre los siglos XXI y VI a. C. - trata en su segunda parte de la lu
cha estéril de Gilgamés, gran cazador, rey ciudadano, divino en dos
tercios, contra la muerte de su amigo Engidu, y de su rebelión fren
te a la idea de que en el cadáver desfigurado del amigo tenía ante
los ojos su propio destino. El mundo de Gilgamés representa ya una
forma de gran mundo, en la que los muertos se retiran a un más-allá
muy lejano o a un inframundo muy hondo, de modo que el duelo
integrador en tomo a ella sólo se consigue cuando el héroe recorre
el mundo hasta sus confines para encontrar un antídoto frente a la
separación y frente al propio ocaso. Es metafísicamente informativo
153
el hecho de que la conciencia de Gilgamés de la propia mortalidad
se despertara sólo por la muerte de su alterego. Pues la muerte no se
convierte en problema para el individuo -como sugería la filosofía
tardogriega y cristiana- por la perspectiva del propio fin, al cual se
«precipitan» los mortales, como gustaba decirse en nuestro siglo; el
aguijón de la muerte se experimenta primero por la necesidad de
tener que sobrevivir al otro más íntimo, al hermano gemelo, al com-
plementador imprescindible. En los confines del mundo, la meta del
viaje de duelo de Gilgamés, se entabla el siguiente diálogo entre él,
el buscador inconsolable, y su sabio auxiliador Utnapistim:
154
Cimetiére des Innocents, París, ca. 1550.
Utnapistim le dice a él, a Gilgamés:
«¿Por qué están demacradas tus mejillas, humillado tu semblante,
triste tu corazón, desdibujados tus rasgos?
¿Por qué hay aflicción en tu ánimo?
¿Por qué pareces un caminante de sendas remotas?
¿Por qué tu rostro está abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] y corres por la estepa? ».
Gilgamés le dice a él, a Utnapistim:
«Utnapistim, ¿no han de estar demacradas mis mejillas,
humillado mi semblante,
triste mi corazón, desdibujados mis rasgos?
155
¿No ha de haber aflicción en mi ánimo?
¿No he de parecer un caminante de sendas remotas?
¿No ha de estar mi rostro abrasado por la humedad y el ardor del sol,
[. . . ] ni he de correr por la estepa?
¡Mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pantera de la
estepa!
¡Engidu, mi amigo, el mulo veloz, el asno silvestre de la montaña, la pante
ra de la estepa!
¡Después de que, haciéndolo todojuntos, subimos al monte,
tomamos [. . . ] la ciudad, matamos al toro celeste,
dimos muerte también a Chumbaba, que vivía allí, en el cedral,
matamos leones en los puertos de las montañas!
A mi amigo, a quien amaba sin medida,
que superó conmigo todas las dificultades,
le ha alcanzado el desuno del ser humano.
Y yo le lloré seis días y siete noches,
y no consentí en que se le enterrara
hasta que el gusano invadió su rostro.
¡Me horroricé ante el aspecto de mi amigo,
me espanté ante la muerte, así que corrí a la estepa!
¡El asunto de mi amigo pesa sobre mí,
así que tomé una senda remota en la estepa! »
(Décima tablilla rv, 42-50, v, 1-19)70.
En esta reflexión sobre la muerte no hay huella alguna de idilio
holístico. El amplio radio del viaje de duelo de Gilgamés indica el
tamaño de su herida; su fracaso en la empresa de traer a casa la hier
ba de la vida le marca para siempre como el perdedor metafísico,
que ahora, enfrentado a la propia mortalidad, ha de respetar la di
ferencia con los dioses enteros; y sólo el hecho de que al final del
viaye vuelva a Uruk-Gart, su residencia real, depara al proceso épico
una circularidad que equivale a un consuelo por la propia forma co
mo tal. El visye de Gilgamés enmarca el duelo en un círculo com
pleto. Naturalmente, en el Imperio babilónico el doble del rey, el
amigo íntimo muerto, ya no puede ser enterrado (como muertos
importantes en algunos pueblos de las tribus primitivas) bsqo los pi
156
lares centrales de la casa común para acompañar como espíritu ho
gareño la vida de los suyos. La asunción de su desaparición ya no se
produce por medio del contacto animista próximo con un más allá
convivencial. Para seguir al muerto Engidu en su alejamiento radi
cal, Gilgamés ha de cabalgar hasta las fronteras del mundo, hasta
donde alcanza la idea babilónica de amplitud y tamaño. El margen
de separación se ha hecho del tamaño del mundo entero; la proxi
midad-lejanía del perdido imperdible ha adoptado rasgos cósmicos.
El héroe emplea cuarenta y cinco días de viaje para llegar al confín
del mundo en busca del remedio contra la muerte. ¿Se entiende de
qué confines se trata? ¿Qué aguas limítrofes son las que cruza el hé
roe doliente con sus remos pétreos? ¿En qué mar híbrido ha de su
mergirse para encontrar la hierba maravillosa? Las imágenes épicas
hacen que los extremos más distantes remitan a los del mundo in
terior.
En este poema épico, el más antiguo, no se habla de una expec
tativa de reunificación de los amantes en el más allá. Sin embargo,
la cultura babilónica entera se convierte en el ámbito de resonancia
de la narración de la amistad heroica, de la catástrofe de la pérdida
y del visye de duelo. Durante milenio y medio en los imperios me-
sopotámicos se fue contando una vez y otra, siempre de nuevo, el
drama de la separación de los inseparables y de la búsqueda regia
de una hierba contra la muerte. En vista de estas corrientes narrati
vas puede aventurarse la suposición de que los imperios no son só
lo espacios de derecho, administración y apropiación, sino que, si
quieren subsistir como esferas animadas, han de ser también, en
cierta medida, espacios de eco para lamentos civilizados y cajas de
resonancia simpatéticas con destinos humanos ejemplares.
A otras condiciones de duelo completamente diferentes remite
el informe de Aurelio Agustín, en el libro IVde las Confesiones, sobre
la pérdida de su amigo de juventud más íntimo, un joven de la mis
ma edad con el que Agustín (nacido en el año 354) se dio la gran vi
da durante un año alegre, compartiendo las mismas inclinaciones y
sentimientos. El suceso hubo de ocurrir en Tagaste, en tomo al 376,
pocos años después de que eljoven Agustín se hubiera convertido
157
al maniqueísmo. El hecho de que el amigo estuviera bajo su influjo,
y que también le sirviera de cómplice en devaneos y experimentos
metafísicos, explica en parte su desconcierto y consternación por la
muerte repentina del amigo. Sólo siente realmente dolorosa la in
terrupción de la complicidad espiritual cuando se entera de que el
amigo se hizo bautizar in extremis, sin haber tenido la ocasión de dis
cutir con él el cambio de sentimientos.
También en el caso de esta muerte, de esta catastrófica disolu
ción de una alianza simbiótica, se abrió para el superviviente un
abismo intramundano que parecía insuperable contemplado desde
la vida llevada hasta entonces, y también aquí hubo de recurrirse a
los más altos motivos de consuelo que podía ofrecer la época para
interpretar la propia supervivencia en relación con el amado muer
to. Entre tanto, estos motivos ya han ascendido a un nivel teórico al
to; se han elaborado filosóficamente, meditado psicológicamente;
se apoyan en una metafísica que pone a disposición un concepto
maduro, monoteísta, de Dios y una idea pretenciosa de providencia
o predeterminación.
Bajo la monarquía de Dios es lógico que el creyente afronte tam
bién lo insoportable con una fuerte presuposición de sentido. Él tie
ne que concebir toda su propia vida, incluyendo sus abismos de se
paración, heridas y derrotas, como un currículum proyectado por
Dios; al cristiano le corresponde «ser zarandeado de prueba en
prueba»: inexperimentisvolvimur(ConfesionesIV,capítulo5, 10). Cuan
do aparece esa idea de prueba y catarsis aparece también la espe
ranza de que incluso las pérdidas más irreparables puedan mostrar
se a un nivel superior como ganancias. No conocemos motivo
alguno para sospechar que el informe de Agustín sobre su estado
tras la muerte del amigo sea convencional o retórico, sobre todo
cuando su autor, un hombre de más de cuarenta años en el tiempo
de la redacción (ca. 397-401), informa de vivencias casi un cuarto de
siglo anteriores.
¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muer
te para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento in
sufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo
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suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía. Y llegué a
odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como an
tes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me ha
bía convertido yo mismo en una gran pregunta (Factus eram ipse mihi magna
quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tan
to, y no sabía qué responderme [. . . ]. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba
el lugar de mi amigo (successerat amico meo) en las delicias de mi corazón. . .
[. . . ] Era yo miserable (miser\ como lo es toda alma prisionera del amor
de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sin-
dendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de perderlas. . .
Maravillábame que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel
a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me mara
villaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien di
jo uno de su amigo que «era la mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi
alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba
horror la vida, porque no quería vivir a medias (nolebam dimiduus vivere), y
al mismo tiempo temía mucho morir, porque no muriese del todo aquel a
quien había amado tanto ( Confesiones rv, capítulos 4, 9 y 6, 11)71.
Si el viejo duelo babilónico impulsa al héroe hasta los confines
del mundo para buscar ayuda frente a lo inaceptable, el duelo pla
tónico-cristiano exhorta a los adeptos a aprender una lección deci
siva en la escuela de las separaciones. A pesar de que se trate de la
catástrofe microsférica por antonomasia, la muerte del amigo más
íntimo provoca un salto esférico e impulsa a los supervivientes a re
definir su lugar en lo existente. De hecho, el autor de las Confesiones
platoniza y cristianiza a la vez su duelo; lo platoniza en tanto inter
preta la pérdida como estímulo para la ascensión del amor de lo pe
recedero a lo imperecedero; lo cristianiza en tanto que traspasa su
lealtad, del amigo, que murió de fiebre, a Cristo, que murió para
matar la muerte con la abundancia de su vida (Confesiones IV, capí
tulo 12, 19).
Ambas cosas -la ascensión platónica de lo sensible perecedero a
lo suprasensible imperecedero y la matanza cristiana de la muerte-,
sin embargo, son ya operaciones típicas de creación de macrosferas,
a saber, de grandes espacios interiores de vivacidad espiritualizada,
159
que se oponen con éxito a los ataques del exterior. La operación
fundamental del «trabajo de duelo» cristiano consiste en sustituir al
compañero de proximidad perdido por el compañero de proximi
dad-lejanía, el Dios vivo. Quien no quiera seguir viviendo como par
te abandonada tiene que buscarse un nuevo complementador, y
cuando en ese asunto interviene la necesidad metafísica, la comple-
mentación se vuelve de naturaleza más espiritualizante, más tras
cendente y más superlativa. Como sucede en la escuela platónica
del amor, el gemelo íntimo ha de presentarse primero como un in
dividuo hermoso, después como la hermosura misma y finalmente
como el Dios superhermoso, superbueno.
El modo y manera en que a mitad de su vida, con ocasión de la
redacción de las Confesiones, san Agustín vuelve la mirada a sí mis
mo, al abandonado un día desconsoladamente, y al amigo, al saca
do de la vida prematuramente y sin embargo a tiempo, ilustra ple
namente el esfuerzo por dar sentido con posterioridad, desde un
punto de vista superior, a lo sin-sentido. El Padre de la Iglesia in
terpreta sin vacilación su progreso en el camino educativo de las se
paraciones como obra de la gracia. Según ello, Dios, el maestro de
todos los maestros, tuvo que separar a los dos discípulos conjurados
en el error, para que el más dotado de ellos siguiera la pista correc
ta; sólo en tanto que alejó a uno de esta vida consiguió que el otro
entendiera paulatinamente que es un error depender tan idolátri
camente de algo mortal como si ello no fuera a perderse nunca.
Apartándose del propio desconsuelo por la muerte del amado, san
Agustín desarrolla a posteriori una teoría crítica del amor: lo que im
porta es diferenciar los objetos de amor y luego elegir correcta
mente. «Porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos
por amigos en aquel que no puede perderse. »72Cuando el amor de
Dios se impone frente a erotismos de miras estrechas se convierte,
en opinión del eclesiástico, en fuerza elástica de una expansión es
férica de dimensiones universales.
Puede interpretarse este informe agustiniano del duelo como
una teoría indirecta de la Iglesia, es decir, como fundamentación de
un reino, radicalmente inclusivo, del corazón. En él quedaría supe
rado el amor preferente, demasiado humanamente caprichoso y
160
vulnerable, en favor de una inclinación no-preferente hacia todas
las criaturas (con los mismos sentimientos). A la vez se reestilizaría
la muerte como un estresor benéfico; de hecho, el pueblo cristiano
eclesial puede, desde antiguo, edificarse con la idea de que en un
concilio general, que convocara a toda la communio sanctorum, los
muertos y los vivos se sentarían en los mismos bancos como una
muldtud solidaria: los muertos, ciertamente, en gran mayoría y un
peldaño más arriba que los vivos, dado que por el hecho de estar
muertos parecen elevados al rango de informales doctores de la
Iglesia.
En la interpretación posterior de san Agustín de su duelo juvenil
llama la atención sobre todo, desde el punto de vista teórico-esféri-
co, el rasgo autoterapéutico y psicagógico. El autor es completa
mente consciente de que el agujero que ha abierto en lo existente
la muerte del otro más querido reclama obstinadamente ser vuelto
a cerrar: por eso habla de que el llanto por el muerto le ha sucedi
do (successerat), por decirlo así, a él mismo y ha tomado su puesto en
su alma. Las lágrimas son el primer sustitutivo, todavía sensible, de
la relación con el objeto de amor, y no en balde llama dulce san
Agustín al llanto: solusfletus dulcís erat mihi La relación de abrazo se
ha convertido en una relación de llanto. Las lágrimas, a su vez, han
de agotarse y han de sustituirse, en tanto se disuelven en una rela
ción de contemplación y veneración con un enfrente superior. Cier
tamente, las lágrimas de san Agustín ya no son las de un animista
que, más allá de la tumba, mantiene una relación convivencial con
el otro arrebatado, sino las de un metafísico que busca alivio en la
mentos, abstracciones y desvíos. Mientras que el amigo muerto, con
vertido en el último momento para desconcierto y asombro de
Agustín, se queda en la tierra de Tagaste, Agustín se traslada a Car-
tago para que el viejo entorno común no le recuerde constante
mente al amigo; pero este traslado no representa un visge épico de
duelo, sino una huida a la dispersión: un movimiento del que más
tarde dirá san Agustín que sólo había llegado a un final feliz diez
años después con la conversión y bautismo del año 386 en Milán. No
obstante, esta huida -por la conversión posterior- habría de adqui
rir una significación salvífica. Pues ¿cuál fue el sentido de la desaso
161
segada supervivencia de Agustín sino el que llegara a poder hablar
un día ejemplarmente del falso amor doloroso a lo pasajero y del
verdadero y dulce a lo permanente?
Así pues, tras el llanto -por el rodeo de la dispersión- la plática
edificante se convirtió en sustituto de lo insustituible. Quien tiene
éxito con su duelo consigue una cátedra; consigue el mandato para
hablar a los cocreyentes sobre la diferencia entre lo temporal y lo
eterno. A la vez, el hablar, hablar, hablar. . . se convierte para san
Agustín en la imagen perfecta del transcurso de la vida y en la cifra
de nuestra sustitución por algo posterior en el tiempo: pues para
que suija una proposición con sentido, las palabras han de aparecer
en fila, contribuir cada una con lo suyo, en corto, al sentido del to
do, y desaparecer para dejar sitio a la palabra siguiente. Si el amigo
muerto era la palabra anterior, Agustín sabe que él tiene ahora la
palabra, en la certeza de que otros seguirán su tumo tras él73. Que
todas las vidas subsecuentes son partículas en la construcción divina
de la frase: éste es el supuesto que proporciona al metafísico la cer
teza de que tanto los muertos como los vivos y los no nacidos están
colocados en sus sitios en el sintagma divino según un plan magis
tral. Con este estado de ánimo san Agustín se sobrepondrá después,
al menos con cierta serenidad, a la muerte de su hijo Adeodato, que
murió más o menos a la misma edad que el amigo de juventud de
Tagaste.
Sólo una vez más fracasará en gran medida el proyecto filosófi-
co-cristiano en serenar el ánimo: con ocasión de la muerte de la ma
dre en Ostia.
