¿Cómo
echar raíces en el ser mismo.
Sloterdijk - Esferas - v2
En el culto a los ven
cedores va implicado el hecho de que la multitud se transfiere del
288
Jean Léon Géróme, Pollice verso, ca. 1859,
Phoenix Art Museum, detalle.
ejército de los que han quedado tendidos a aquellos que tras la lu
cha quedan aún en pie.
Quien pretenda entender losjuegos romanos (y sus derivaciones
modernas) tiene que darse cuenta de que en la forma redonda del
anfiteatro se ofrece toda una lección cosmovisional. La redondez de
ese teatro-en-derredor no es sólo un símbolo del mundo en sentido
corriente, no sólo la réplica romana de la esferofilia y filociclia de
los griegos; es, sobre todo, un distintivo característico de la imposi
bilidad de evadirse del todo hacia parte alguna. Quien quiere abso
luta inmanencia ha de dar un sí también al teatro romano de la
muerte. Su forma arquitectónica era la de un óvalo o círculo cerra
289
do, «como si se hubieran unido dos teatros semicirculares grie
gos»146. En el anfiteatro el espectador pierde la visión de un escena
rio que estuviera frente a él; aquí no se presentan dioses que aparez
can por el otro lado. Todas las acciones se orientan al centro y a una
medida regular, y se llevan a cabo en la inmanencia del estadio. La
acción trágica se reduce a la carnicería: el pragmatismo romano
quiere siempre the real thing y sólo admite la escenificación y el ador
no metafórico en tanto sean posibles sin menoscabo de la pura ma
sacre. Los actores sólo pueden actuar como encerrados. Si a alguno
de los torturados, como último recurso, se le ocurriera la idea de sa
lir de su papel, gentes armadas al borde de la arena se encargarían
de hacer que el que huye retomara a su posición en esejuego de
degüello. Lo que el espectador tiene ante sus ojos en ese foso no es
sólo la totalidad cerrada de la escena: tiene, a la vez, una vista fatal
mente delimitada de los luchadores, sobre todo de la desespera
ción, hecha realidad presente, de los perdedores. El observador go
za del privilegio de ver que la muerte del otro tiene una fecha
actualísima: ahora. Pero ve también que la perspectiva de los ven
cedores no llega más allá de la próxima lucha: en ello son solidarios
con los espectadores que los celebran. «El anillo de caras fascinadas,
unas sobre otras, tiene algo extrañamente homogéneo. Rodea y
contiene todo lo que sucede abajo. Nadie se desentiende, nadie
quiere irse»147.
Por eso la teoría romana no es una filosofía de vistas panorámi
casjoviales; no conoce epojéalguna, ninguna mirada desahogada, li
berada de consideraciones prácticas, sino sólo la meditación en la
arena, la consideración profunda de la situación en las pausas que
deja la lucha. Si el lema griego rezaba: conócete a ti mismo, el ro
mano dice: conoce la situación. Cuál sea la situación es lo que com
prende el gladiador cuando desde la arena mira hacia arriba a las
gradas. Sabe que de allí proviene el juicio de Dios en forma de un
movimiento del dedo pulgar, en la dirección que elija el estado de
ánimo de la plebe.
Los anfiteatros romanos ejercitan el axioma de que lo que im
porta en seres humanos con sentido de la autoconservación es con
tar entre los vencedores. Como teatro de selección, los juegos ro-
290
En el centro, la estrecha puerta de la sabiduría
como punto de luz flameante, en Heinrich Khunrath,
Amphitheatrum sapientiae aeternae, 1602.
manos apelan metódicamente a la necesidad de comprender que la
crueldad siempre tiene razón. En ellos, la empatia con los resulta
dos de los combates se convirtió en una inclinación pararreligiosa
ante la máscara pétrea de la violencia. ¿No son también, por eso, los
triunfos y éxitos de estilo romano tan sólo otras formas de desespe
ración? Con buenas razones habían explicado análogamente los es
toicos que la sabiduría consiste en la imitación de las piedras. Los
mismos dioses están condenados al oportunismo; sus creyentes han
de aprender a someterse a los resultados de losjuegos, tanto en lo
pequeño como en lo grande, como si se tratara de revelaciones di
vinas. No otra cosa es lo que significa fatalismo en tanto religión: la
291
Bartholomeus Dolendo, Theatrum anatomicum
de la Universidad de Leyden, 1610; prefiguración
científica de la literatura del horror.
predisposición a ver envuelta la voluntad de Dios en los imprevistos
más vulgares.
Sin duda, en los excesos de diversión de los teatros romanos es
tán los orígenes de la cultura de masas: con ellos surgió una forma
temprana y completa de industria de la fascinación, que atrae con
hechizos y procura emociones a sociedades irritadas o decadentes.
El antiguo fascismo del divertimento (cuyo último derivado directo
es la corrida de toros española) anticipa funcionalmente numerosas
características de la moderna dirección de masas por medios emo
cionales. Ahora como entonces, la cultura de masas organiza el im
pulso a mirar: su elemento es la síntesis social por medio de la fas
cinación de la violencia. De hecho, ¿quién hubiera podido mostrar
292
a los espectadores enardecidos, en el momento álgido de losjue
gos, otro objeto que hubiera sido suficientemente fuerte como pa
ra hacer que los ojos se apartaran del espectáculo de la decisión
fundamental? En vano polemizaron intelectuales humanistas y des
pués autores cristianos contra losjuegos embriagantes, fatalizantes
y endurecedores. La razón fundamental del anatema cristiano con
tra la curiositas esclavizante, centrífuga, devoradora de almas es la
lucha contra esa afición a los espectáculos de muerte que suponen
losjuegos romanos. Durante setecientos años fue ese teatro de las
fascinaciones el que transmitió a los contemporáneos la instruc
ción romana: mata hoy, muere más tarde, y obliga a la masa a con
templar todo ello.
Ahora es posible entender por qué los primeros cristianos fija
ron su mirada en el complejo romano; pues a la vista del culto ro
mano a la vida y a la muerte se comprende cómo Roma había de
convertirse en el destino fatal de sus disidentes cristianos. Si Roma
bien valía una misa es porque los cristianos sólo pudieron experi
mentar de los romanos contra qué se rebelaba en última instancia
la vera religio. El cristianismo llegó a entenderse históricamente a sí
mismo como la inversión del fatalismo romano de la supervivencia.
Había que enfrentarse a la doctrina del anfiteatro y a la religión de
la victoria en su propio terreno, porque sólo en la capital de la bio
logía política y de losjuegos de selección podía establecerse la con
tratesis: el mero sobrevivir no es todavía la verdad; la victoria exter
na no es todavía el signo del éxito ante Dios. Por la crítica cristiana
el éxito adquiere un segundo rostro, independiente del juicio hu
mano, y sólo por ese descubrimiento fue posible la emancipación
del espíritu europeo del fatalismo. El símbolo arquitectónico de ese
cambio sólo adquirió forma por primera vez entre los siglos XV y
XVII, cuando fue proyectada la plaza de San Pedro como el verda
dero anticirco, la contraarena evangélica.
Que los romanos fueran por doquier, no sólo en los teatros sino
también en el corazón del culto del poder político, admiradores del
éxito se manifiesta entre otras cosas por el hecho de que el Senado
romano, durante toda la época imperial, abriera regularmente sus
sesiones con una ofrenda ante el altar de la Victoria; sólo Constan-
293
El circo romano flotando sobre
la bola del mundo; medalla de Guillermo V
de Baviera, 1715; su lema: Agnosce. Dole. Emenda
(Conoce, sufre, enmienda).
ció, el sucesor de Constantino, hizo quitar del edificio del Senado el
altar de la victoria erigido por Augusto. En él había venerado la cla
se política de Roma durante toda una era el principio de su estabi
lidad y consistencia. (Hizo falta esencialmente más tiempo para que
la Iglesia venciera el ansia de sangre en los anfiteatros: en el Coli
seo, losjuegos de gladiadores -a pesar de prohibiciones tempora
les- siguieron celebrándose hasta el año 405, la caza de fieras hasta
el 526. )
Por consiguiente: tras su implantación en el ámbito del mundo
romano, el dogma cristiano ya no enseña sólo la superación de la
muerte a través de una vida superior. Sólo con esa tesis el cristianis
mo también habría podido seguir siendo la religión periférica que
fue al principio. Proclamándolo desde la Roma de los teatros, el
Evangelio dice, por contra: no siempre los que mueren más pronto
294
La ciudad medieval de Arles en
el contorno del antiguo anfiteatro.
son los perdedores; la mera supervivencia no puede sustituir la sal
vación. Contra la selección fatalista de los más fuertes en el teatro,
la teología cristiana establece la selección de Dios. De hecho, tam
bién Dios hace una diferencia por la que separa a los suyos de la ma
sa perdida; pero la diferencia de Dios no tiene la estructura de la dif-
férance nihilista. El resplandece como tribunal escatológico, que
determina el único resultado decisivo de la vida humana: la perte
nencia o no-pertenencia a la esfera divina de amor. En esa diferen
cia se basa la distinción, determinante para el destino de Europa,
entre Imperio e Iglesia. Si el Imperio era el mando que enraíza en
la creencia en la vocación de victoria, la Iglesia, dicho ideal-típica
mente, era la llave que había de vigilar los accesos a la comunidad
de amor.
Desde el trasfondo de esas determinaciones se puede decir con
mayor claridad dónde, en cuestiones salvíficas, se funda la Moder
nidad: comienza con la intuición de que para el individuo siempre
295
resultará imposible decidir con seguridad si él mismo está más cer
ca que otros de la (ommuniode los amados por Dios. ¿Dónde estaría,
pues, la comunidad de amor que pudiera decir objetivamente que
ha sido distinguida frente a los no-amados, los faltos de amor, los se
res humanos con extrañas aficiones? La diferenciación de las co
munidades y de los egoísmos es cosa hoy de juicio personal; y la au-
toalahanza de los escogidos es sólo un voto entre muchos. Incluso el
mismo concepto de comunidad de amor se ha tambaleado, como si,
sin explícita discusión, se hubiera extendido la idea de que de lo
inalcanzable se está igual de lejos desde cualquier parte.
296
Excurso 2
Merdocracia
De la inmunoparadoja
de culturas sedentarias
Y tapándome la nariz hepasado con disgusto a través de todo ayery to
do hoy. . .
FriedrichNietzsche,AsíhablóZaratustraII, «Delachusma»
El fenómeno de los juegos romanos pone en claro los riesgos
que van unidos a la regulación del afecto en los grandes cuerpos im
periales: el acostumbrarse a excitaciones crea una dependencia de
las masas de estimulantes inducidos por la violencia, cuya supresión
sólo es posible por una destrucción revolucionario-cultural del pa
radigma entero. Con las masacres romanas de entretenimiento se
había puesto en ejercicio un estándar de estimulación de masas que
ya no pudo sublimarse o moderarse inmanentemente, sino que só
lo consiguió superarse por una ruptura radical con el sistema domi
nante de ventilaciones afectivas. Efectivamente, el tránsito al cristia
nismo impuso a las poblaciones del Imperio romano y a sus culturas
subsecuentes una ecología de afectos de índole completamente di
ferente, hasta que la industria de la cultura del siglo X X surgió de
nuevos fenómenos que pueden interpretarse como reincorpora
ción al antiguo nivel de consumo de bestialidades.
Los ludí y venationes romanos pertenecen a un complejo de com
portamiento para el que utilizamos la expresión «autoclimatización
activa». Con ello se designan técnicas culturales por las que una po
blación dada ajusta, según opciones propias, las constantes atmos
féricas de su espacio existencial; en el caso romano se trataba de un
clima paradójico, que puede parafrasearse como «halago mediante
bestialización»: se halaga al pueblo bestializándolo. Obviamente, una
tonificación y climatización del «mundo de la vida» no puede al
canzarse en grandes cuerpos políticos del tipo de la gran ciudad an
297
tigua sin un alto grado de autointoxicación. En ese sentido, las so
ciedades siempre serían también comunidades de embriaguez, ha
lago e intoxicación. Efectos funcionales de tales mecanismos sobre
la reducción de la criminalidad metropolitana ya no son demostra
bles directamente ahora, con posterioridad, pero, después de todo
lo que se sabe sobre esos contextos, han de ser postulados por ra
zones sistémicas. También el hecho de que la obligada asociación
de sexualidad y violencia en la moderna cultura del entretenimien
to prácticamente no exista en la provisión normal de afectos entre
los romanos hay que atribuirlo, sin duda, al consumo intensivo en los
teatros de escenas de violencia pura, sin subterfugios.
Pero la síntesis social de grupos sedentarios antiguos es más de
pendiente aún de autoclimatizaciones pasivas y no-dramáticas que de
tales técnicas activas de autoestimulación o dopaje. Desde que los se
res humanos se plantean la cuestión de la permanencia en un lugar,
entran en consideración, como determinantes culturales, excreciones
y transpiraciones propias que hacen de conformadores endógenos de
clima. Desde el punto de vista climatológico-cultural, una unidad ét
nica sedentaria es ante todo un grupo que se huele, y que en su pro
pio olor encuentra un criterio de identidad esféricamente difundido.
La historiografía de la cultura se ha preocupado poco hasta ahora del
hecho de que el paso al sedentarismo no sólo ha deparado a los seres
humanos los logros y fatigas de la era agrícola -arado, espadá y libro,
por citar la fórmula de Gellner-: el modo de vida sedentario ha ori
ginado un problema endoclimático de dimensiones epocales, para el
que -tras las instalaciones de canales en las metrópolis antiguas- sólo
la política de higiene del siglo X IX
y X X
en los Estados industriales pa
rece haber encontrado una solución sistemática148.
El dilema atmosférico del sedentarismo se muestra en el hecho
de que grupos humanos que se han reunido en casas y solares no
pueden ya deshacerse de sus propias materias fecales y evitar sus
efluvios olfativo-espaciales en la medida que resultaba natural a las
tribus nómadas prehistóricas. La cultura sedentaria está sometida a
una difícil carga fundamental sanitaria, que se ha creado ella misma
al contrarrestar la ventaja de vivir en la proximidad de los campos
de cultivo y almacenes de grano con el inconveniente de tener que
298
permanecer también en la cercanía de sus propias letrinas. Por lo
que respecta a sus prácticas de evacuación, los nómadas tienen to
davía el camino abierto para proceder diseminadoramente -decir
esto resulta incluso algo anacrónico, pues aquellos diseminadores
despreocupados no habían descubierto aún seriamente el principio
siembra-, y sólo ocasionalmente llegan a una relación obligada con
el suelo, los bienes inmuebles y las letrinas.
Así pues, mientras los nómadas conservan la movilidad fecófuga,
los agricultores, y más aún los ciudadanos, están condenados fatal
mente a un estilo de existencia letrinocéntrico. Para ellos, el espíri
tu del lugar y la ley de la letrina convergen. Se podría dar crédito al
supuesto de que el ser humano sedentario sólo estuvo preparado pa
ra la idea de la causalidad retributiva y del retomo del hecho al ha
cedor después de que la evidencia casi universal de las emanaciones
de las letrinas hubiera mostrado la imposibilidad de una acción se
creta sin consecuencias. El infame olor lo pone en evidencia, y el re
tomo de los olores a sus causantes impone a los seres humanos, que
no quieren eludirlo, la idea de un karma miasmático o de una né-
mesis olorosa. Lo que los fenomenólogos, siguiendo al último Hus-
serl, acostumbran a caracterizar con la expresión Lebenswelt [mundo
de la vida], antes de la revolución desodorante de los últimos dos si
glos hay que concebirlo en primera línea como fenómeno odorante;
y, además, en una medida para cuya «comprensión» a los sujetos mo
dernos les faltan los criterios. El estar-cabe-sí de los grupos primitivos
en unidades de aposentamiento no puede describirse fácticamente
sin remisión a una presencia incesante de autoemanaciones omino
sas. Dicho bonito: el mundo de la vida es el mundo del aliento, pero
¿cuál es el sentido del aliento mientras entre los sedentarios el aire
compartido está bsyo la maldición de las cloacas?
El pueblo realmente existente, la ciudad realmente existente:
entendidos según estándares premodernos, en la era histórica son
también, siempre y ante todo, arquitecturas de olores de base at
mosférica, que se levantan en tomo a los centros de emanación ol
fatorios de las comunas, esencialmente en torno a las letrinas, cloa
cas y establos de los grandes animales domésticos, y, en segunda
línea, en torno a los puntos de fuego hogareños, al desolladero y
299
a los basureros. Hay numerosos documentos literarios que testimo
nian que las ciudades europeas de la Edad Media, por lo que res
pecta a sus estándares de sanidad y olor, eran poco más que cloacas
habitadas, y que hasta la época de Goethe y Beethoven las medidas
policiales sanitarias de la estatalidad territorial consiguieron amino
rar la situación olorosa, pero no neutralizarla. En el siglo XVI, Mi-
chel de Montaigne escribía: «Las dos bellas ciudades de Venecia y
París menguan la simpatía que les tengo a causa de su olor pe
netrante, que en Venecia proviene de los pantanos y en París de los
excrementos» (Ensayos, libro I, capítulo 55). El aliento de las letrinas
domina la urbanidad de la vieja Europa como un infame dios ciu
dadano. En el caso de fuentes de olor de este tipo se trata de siste
mas reales de emanación, porque también aquí todo el ímpetu
proviene de la substancia central, que, esféricamente emanante, se
prodiga en su entorno al modo de una automanifestación. Pero
mientras el contenido de las nobles emanaciones, que conceptuali-
zó el neoplatonismo, es el derrame de la luz en la apertura y publi
cidad del ser, las sospechosas emanaciones de las letrinas se produ
cen siempre en una especie de efecto-caverna olfativo, excluyendo
de la totalidad olorosa habitual a quienes están lejos: un hecho en
el que algunos etnógrafos han intentado que se repare lo más dis
cretamente posible, haciendo notar que precisamente pueblos de
olor muy intenso no acostumbran a darse cuenta de su propio olor
y del de su hábitat en general. Lo que en tales casos llama más que
nada la atención a los visitantes es la circunstancia de que a los lu
gareños no les llame la atención. Sin duda, la emanación de las cloa
cas representa también un caso de dominio de la substancia -es de
cir, de autopropagación de una fuerza presente en una zona
acotada-, pero mientras la determinación de lo dominante se orien
te sólo a la manifestación, sublime o violenta, del poder, y ésta es la
regla en una cultura teórica creadora de atmósfera (y, por ello, tan
to más fijada en la cosa y en el acontecimiento) como la europea, es
difícil que lo dominante, que se presenta como campana de olor ex
tensiva o, con mayor exactitud, como volumen de hedor habitado,
llegue nunca explícitamente al lenguaje, excluyendo algunos giros
astutos de la escatología popular («todo es una mierda»).
300
li
jm r
p,
Iji m
t /w
111
Bombardoni, Nueva brújula para narices sensibles,
Archivo Roger Viollet, París.
Vcñc J »|ito¿ir.
Ante estos hechos divergen los espíritus y las narices, y en el um
bral en el que las ciencias del espíritu habrían de convertirse en
ciencias del gas, nos abandonan todos los métodos fiables y seguros.
Seguro es sólo que todos los modernismos y cosmopolitismos con
ducen en este caso a equívocos. Pues mientras que el concepto mo
derno de sociedad implica interacciones de desodorados en un es
pacio olfatoriamente neutro (a los derechos humanos precede la
hipótesis del olor-cero), toda ocupación con formas premodemas
de asociación tiene que abordar modos muy obsesivos y muy invasi
vos de un «ser-ahí como ser-con»149.
Hemos hablado antes150, quizá con demasiada indulgencia frente
a urgencias sentimentales, de los rasgos básicos de un socialismo tér
mico, es decir, de la participación en las ventajas caloríficas de la pro
pia fuente de irradiación; mientras tanto hemos topado con motivos
que traen a colación un socialismo de las letrinas casi tan originario
como el otro. Si entendemos por el poder inmediatamente manco
munado una presencia de estructura esférica, actualmente ineludi
ble -un microclima, un espíritu del lugar, una atmósfera doméstica,
un elemento halitoso-, queda claro por qué la aromasfera de un gru
po representa el primero de los principios de coherencia efectivos,
sensiblemente compartidos, de un colectivo dado. Pueblos diferen
tes se experimentan unos a otros, en principio, como olores dife
rentes. Por su lejano parentesco genealógico las palabras latinas odor,;
olor, y odium, odio, llaman la atención sobre el clash ofcivilisations na
sal, que, de todos modos, sólo se refiere al encuentro de grupos ma
lolientes o de sus representantes, nunca a un choque entre dos paí
ses miasmáticos, ya que las fuentes de hedor realmente dominantes
quedan naturalmente fijadas al lugar y poseen casi la estabilidad de
santuarios. También las cloacas, como los templos, tienen un poder
específico, habilitador de espacio; sólo la stabilitas loci de ambos ma
nifiesta, en definitiva, la plenitud efectiva de una colonización de te
rreno o de un maridsye entre pueblo y suelo. En este sentido, en to
das las culturas sedentarias anteriores a la revolución higiénica del
siglo XVIII tardío domina un sistema bifocal en la consagración del lu
gar y en la definición del suelo: percibible por la doble aura patria de
buenos olores y miasmas, que confluyen desde el principio.
302
Todo espacio merdocrático, todo aquí, todo lo nuestro, es un
imperio por sí mismo; conforma una mónada aurática que atrapa a
sus habitantes en un sentimiento específico fundamental y los im
pregna con el hálito del paisaje oloroso (smellscape). Lo que desde el
siglo XVIII europeo, un poco petulante, especulativa y tendenciosa
mente, se denomina los espíritus del pueblo son, pues, en principio
y la mayoría de las veces, los olores del pueblo o los gases del pue
blo (a los que manifiestamente se considera dignos de aparecer en
los versos y folclores de los pueblos: un pendant mental hacia pro
ductos alimenticios ahumados). Sólo un esquema teórico xenófobo
posterior sustrae esos aromas de sus espacios endoclimáticos, para
recriminarlos en las exhalaciones corporales de los individuos como
algo repulsivo de aura extraña. En torno al año 1900 fueron escritos
libros en Japón sobre el olor repugnante de los europeos y euro
peas, ante cuyas transpiraciones uno se abochornaba, mientras que
en Alemania aparecían implacablemente exactas disertaciones so
bre los olores de judíos y negroides.
En estos ejercicios oloroso-xenófobos se ignoró regularmente
que, para todos, vengan de donde vengan, en ninguna parte puede
oler tan penetrantemente mal como en casa de cada uno. Como
hemos mostrado, el dilema olfativo de la existencia sedentaria no se
hace ostensible tanto a través de lo extraño como a través de lo pro
pio, a lo que contribuye uno constantemente y constantemente reab
sorbe. Lo que se llama patria es el lugar al que uno atribuye su he
dor como si se tratara de un privilegio. El patriota es el ser humano
que perdona a lo nuestro ciertos olores. Patrio es sólo y siempre el
miasma que desarma. A él orientan sus vínculos atmosféricos con el
mundo los sedentarios, los que respiran juntos. Cuando Heidegger
insiste en que «en el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cerca
nía», al intérprete conformista sólo le queda añadir que ello nolens
volens tiene que referirse también a la cercanía a las letrinas consti
tutivas. La vecindad con las heces propias, con su colecta y recolec
ta, es la primera ley de la proxémica. Si hay un sentido de proximi
dad fisiológicamente privilegiado esjustamente el que se actualiza
por el odorato. No es la noche, sobre la que Heidegger reflexionó
en elogios objetiva y lingüísticamente problemáticos, la costurera
303
del ser; la costurera del ser es la cloaca general, que, por autoinclu-
sión, constituye y conforma el pueblo o el barrio ciudadano en tor
no a sí como «totalidad indivisa de mundo» automaloliente. Desde
ella adquirió un día la vida local la determinación y tonalidad de
una primaria seguridad en el mundo.
Pero también es comprensible por qué en el proceso de la Mo
dernidad desodorante tuvieron que ser progresivamente privatiza-
das, marginadas y neutralizadas las características auráticas de fami-
liarización en el mundo en general. Si uno se imagina la importancia
de momentos oloroso-auráticos tanto para la síntesis social primaria
como para la instalación doméstica en el mundo de los individuos
-aunque ¿qué puede significar imaginar en el caso de olores perdi
dos? -, aparece claro por qué algunos pueblos hubieron de atravesar
crisis especialmente graves en su camino a la Modernidad, es decir,
a la transodorización y desodorización del mundo de la vida; no en
último término sucedió esto a los alemanes, que han expresado con
mayor intensidad que otros pueblos su anhelo de evidencia sensible
de patria, sin reparar en que mediante manifestaciones patrióticas y
forzados nacionalismos la existencia no puede recuperar la seguri
dad originaria de sus letrinas.
Si, antes de la era de la política de desodorización, el vínculo de
la vida sedentaria con el mundo estaba caracterizado inevitable
mente por el letrinocentrismo de las atmósferas de la casa, del pue
blo y de la ciudad, es fácil comprender por qué con el inicio de la
Modernidad tomó forma una nueva ecología de identidades oloro
sas. No sólo fueron la industrialización y motorización las que cam
biaron radicalmente los factores aurático-olorosos del mundo de la
vida, también la permanente revolución de la higiene desde el siglo
XVIII tardío liquidó casi completamente el viejo sistema de los espí
ritus olorosos del lugar, en las ciudades igual que en el campo -ac
tualmente en Baviera una comisión de expertos del Ministerio de
Justicia y de Medio Ambiente tiene que examinar si los fundamen
tos legales para el asentamiento de estercoleros al aire libre bastan
todavía-. Pero, dado que la equivalencia de anclaje aurático-oloro-
so y determinación patria de la existencia en poblaciones sedenta
rias mantiene un resto de validez en el mundo moderno, a los con
304
formadores de clima en sociedades nacionales se les plantea el serio
problema de cómo sumergir con un sistema de odoratos metafóri
cos nacionales a grandes masas de población en miasmas manco-
munizadores.
Éste es el lugar sistémico de los modernos medios de masas
mientras actúen como transporte de olores secundarios, simbólica
mente codificados, o de emanaciones metafóricas de grandes gru
pos. Aquí se presenta la oportunidad de recordar el parentesco, no
sólo etimológico*, de olores y rumores. El rumor es el olor hablado:
no es casual que se representen los rumores como seres alados que
con celeridad demoníaca atraviesan biotipos sociales151. El rumor es
tan infeccioso y rápido como la mala voluntad. Con la implementa-
ción de un sistema para la ampliación por escrito de rumores, la
prensa de masas, triunfante desde el siglo XIX, realiza una contri
bución incalculable e inolfateable a la síntesis social actual: esto lo
hace mediante autoinfestaciones transmisoras de signos, macrocli-
máticamente efectivas y duraderas, que se producen a nivel nacio
nal. Lo que se consiguió localmente en cada caso a través de la po
lítica higiénica de las instalaciones municipales y del servicio de
aguas corrientes, la amplia neutralización de las emanaciones feca
les -de cuyos riesgos microbianos tiene noticia ya, por primera vez,
el siglo X IX , manifestándolo también en discursos científicos-, fun
cionalmente es compensado con creces por la llamada misión in
formativa de la prensa de masas, asimismo con fundamentos locales
y, sin embargo, con efectos nacionales. El descolorido sentimiento
aurático-oloroso local se sustituye por la instalación de una climati
zación informática nacional, que ha de preocuparse de la autoven-
tilación afectiva, temática, tóxica y, en ese sentido, político-interior
de la sociedad de masas. (Por lo demás está claro que los ministros
del Interior cubren el lado constitucional de la merdocracia, mien
tras que los medios, como fuerzas merdocráticas indirectas, se apro
vechan de sus márgenes de maniobra. )
Se podría mostrar fácilmente que las imágenes del clima nacio
nal, apoyadas primero en la prensa y más tarde en la radio, en mu
*En alemán: Gerüchen (olores) y Gerüchten (rumores). (N. del T. )
305
chos sentidos no procuran más que una transposición del letrino-
centrismo comunal al formato de confederación y regiones. El sis
tema de los olores secundarios nacionalizantes se instaura en pri
mera línea a través de comunicaciones infecciosas denigrantes e
instigadoras: sus temas privilegiados son catástrofes, casos crimina
les, intrigas políticas y la vida privada de los prominentes, sus meca
nismos más importantes son la provocación de olas de indignación
y la atracción de la curiosidad por medio de escándalos. Para hablar
con Nietzsche, la letrina m^ísmediática organiza el contexto de olor
del resentimiento general. El autor de La gaya ciencia y La genealogía
de la moral fue quien, con oído sutil y nariz penetrante como nadie
antes de él, dio cuenta de en qué medida las modernas sociedades
de masas están organizadas como colectivos de autoinstigación y au-
toapestamiento: de por qué la Ilustración habría de ser para él, has
ta en sus más sutiles cuestiones, un asunto de nariz ante todo. Lo
que sin ninguna razón se ha llamado su «hermenéutica de la sospe
cha» era en realidad una hipersensibilidad precisa contra las ema
naciones infames que se extienden en la sociedad moderna bajo el
encubrimiento oloroso de la filantropía, del igualitarismo y de la
obligación de recuerdo. En su hermenéutica nasal no se trata prác
ticamente nunca de presunción de motivo, sino sólo de olfateo de
motivo. Nietzsche atestigua que el proyecto desodorización está
condenado al fracaso mientras el proceso macroclimático de base
de la democracia, la producción wassmediática (verbal, pictórica,
folclórico-musical) de miasmas autoestresantes, inductores del sen
timiento del «nosotros», se pueda llevar a cabo sin control.
El descubrimiento de que las comunidades ligadas al suelo se
producen endoestrés atmosférico a sí mismas por medio de su ve
cindad obligada a las propias materias fecales, a sus desechos, a su
carroña y a sus muertos no es un privilegio exclusivo de la moderna
crítica social. Ya en el siglo XIII pueden detectarse huellas en Europa
de una ocupación jurídica naciente con la dinámica de autoinfesta-
ciones físicas en las ciudades. No nos habríamos atrevido a enume
rarjuntos materias fecales, desechos, carroña y muertos si un docu
mento eminente de la época de los albores de la conciencia
306
ecológica no hubiera hecho explícita esta precaria conexión: se tra
ta de la ley de mantenimiento de la pureza del aire de Federico II de
Hohenstaufen que aparece en las Constituciones de Melfi. El em
perador del Sacro Imperio Romano promulgó en la tercera parte
de esta obra jurídica de 1231, para sus posesiones sicilianas, bajo el
título 48, las siguientes disposiciones:
De conservatione aeris
Nos proponemos mantener con celo cuidadoso y con las mejores fuer
zas la pureza del aire (salubritasaeris), que queda reservada aljuicio de Dios,
y ordenamos que de ahora en adelante a nadie le esté permitido depositar
lino o cáñamo (cannabem)en las aguas colindantes a cualquier ciudad o cas
tillo a menos de una milla en derredor, para que -como hemos experi
mentado con seguridad- no se corrompa por ello el estado del aire (aeris
dispositiocorrumpatur). Quien lo haga, ha de sacrificar el susodicho lino o cá
ñamo en favor de palacio.
Asimismo ordenamos que los enterramientos de muertos que no sean
inhumados en urnas han de hacerse a una profundidad de media braza
(mensura cannae).
Si alguien contraviene lo dicho deberá depositar un augustal* en nues
tro palacio. Ordenamos también que la carroña en estado de descomposi
ción, que produce mal olor, ha de ser depuesta por los propietarios de las
pieles un cuarto de milla fuera del terreno habitado o arrojada al mar o a
un río.
En caso de que alguien infrinja esta ordenanza ha de pagar en nuestro
palacio un augustal si se trata de perros u otros animales más grandes que
los perros, y medio augustal si se trata de animales más pequeños152.
Que microclimas y atmósferas del mundo de la vida puedan con
vertirse en magnitudes jurídicas y políticas, y que no toda emisión
de hedor pueda apelar al derecho natural a la inevitable conforma
ción de miasmas del tipo de las emanaciones de letrinas: con esas
dos intuiciones la ley stáufica de protección del aire rebasa ya el um
*Augustalis: moneda de oro acuñada para Sicilia por Federico II a partir de 1231,
segúnelmodelodelaureusromano. (N. delT. )
307
bral de la Modernidad. Aunque la ordenanza de Federico II confie
sa que la salubridad del aire (salus, salubritas aeris) sólo puede ase
gurarla en último término Dios, con su enérgica escritura -si pres
cindimos por un instante del precario parágrafo de la carroña- deja
entrever cuán clara se había vuelto ya en sus autores la conciencia
de que una administración previsora, en una sociedad compacta, in
dustriosa, con muchos productos de desecho, ha de dictar también
reglas para perturbaciones atmosféricas causadas por el ser huma
no. Se accede al estado de cosas de la Modernidad cuando las cir
cunstancias de inmunidad se excluyen de la sumisión religiosa y se
trasladan a ordenanzas técnicas, jurídicas y políticas. Como atmo-
político, Federico II de Hohenstaufen es nuestro contemporáneo.
De sus disposiciones puede deducirse que toda preocupación real
por la sociedad real presupone una miasmalogía: una teoría crítica
delaireyunconceptopositivodelarespublicaatmosférica. Eldestino
noesyalapolíticasinadjetivoalguno,sinolapolíticaclimática153.
308
Capítulo 4
El argumento ontológico de la esfera
Y quien admite esto ¿podrá negar aún que todo está lleno de dioses?
Platón, Leyes, libro X, 899b
Nodigas:ElSeñornosepreocupademí,¿quiénpreguntaeneldélopor
mí? Entre una multitud tan grande él no piensa en mí, ¿qué soy yofrente a
un mundo tan grande?
Eclesiástico 16, 15-16
El destino de todos los sistemas metafísicos de inmunidad se de
cide frente a la cuestión de si los seres abiertos al gran mundo, los
seres humanos de la época de los imperios y ciudades, consiguen
dar plenamente el salto del autocobijo colectivo en comunidades
ciudadanas fortificadas al autoaseguramiento individual, más allá de
patrias ocasionales. Es de interés existencial para ellos saber con cla
ridad si serían capaces de llegar a vivir una vida plena también en el
extranjero más remoto: una cuestión cifrada para éstos en la consi
deración de si ellos, los mortales, que dependen de una familia y es
tán apegados a un suelo, podrían familiarizarse también con el uni
verso exterior. ¿Cuánto exilio es capaz de soportar el ser humano?
¿Cuánto desacostumbramiento de los primeros lugares necesita el
alma capaz de pensar para recogerse en sí misma? ¿Cuánto desa
rraigamiento es necesario para hacerse sabio, es decir, resistente al
destino?
Serán ciudadanos comerciantes, guerreros, marcados por viajes,
derrotas, destierros, alfabetizados y ejercitados en la argumentación
quienes lancen sus miradas escrutadoras por encima y más allá de
los muros propios. Los primeros «seres humanos burgueses» saben
mejor que nadie que también en otras partes viven gentes como
309
Joseph Cornell, Soap bubble set,
Lunar Rainbow, Space Object, ca. 1936.
ellos y que sólo se necesitarían unos pocos cambios triviales del des
tino para que fueran a parar al extranjero; la impotencia sigue a la
vida autoafirmada, como la sombra al cuerpo iluminado. Una tem
pestad marina, un viaje fracasado, una guerra perdida podrían cam
biarlo todo. Así pues, lo que se llama el extranjero, ¿realmente sólo
hay que suponerlo fuera? ¿No han hecho pie hace mucho tiempo ya
la muerte y la exterioridad en lo propio, en lo nuestro? Cuantas más
experiencias hacen con la vida en ciudades falibles, tanto extrañas
como familiares, los individuos que se mueven con mayor claridad
van comprendiendo que tampoco la ciudad patria es capaz de satis
facer su anhelo de arraigo feliz. Si te sientes mal en ciudades extra
ñas, ello no habría de sorprenderte dado el estado de cosas. Si te
sientes mal en la tuya, es tiempo de meditar en la existencia en ciu
dades y en el ser-en-el-mundo en general.
En ninguna parte en el Mundo Antiguo se produjo esta refle
xión tan radicalmente y con mayor trascendencia que en la Atenas
postsocrática: la ciudad desmoralizada que había salido humillada,
310
rota, confusa y persistentemente contaminada de las pruebas de los
treinta años de guerra contra Esparta. Las murallas ciudadanas han
perdido su encanto. Los seres humanos sienten que tras el terror
endógeno, desencadenado en la polis durante la dictadura de los
Treinta, también ha perdido su significación la diferencia cardinal
entre dentro y fuera. Frente a ello, la restauración de la democracia
significa poco. El proceso de Sócrates había puesto al descubierto la
labilidad e irritabilidad de la ciudad. Y el caso de Alcibíades, que,
por despecho contra los suyos, se había pasado a los espartanos y
fraternizado incluso con los persas, había hecho patente que la ciu
dad ya no podía retener siquiera a sus hijos más brillantes. Cuando
en ella ha dominado la peste, primero la bacteriológica y después la
política (¿o fue otra la secuencia? ), la polis queda destruida como sis
tema de inmunidad y desvirtuada como forma de mundo. ¿Cómo
los vencidos, los autodevorantes, autocontaminados, han de cons
truir, vivir, pensar en el futuro? En caso de que la haya alguna vez,
¿en qué consiste la recompensa por la fatal suerte ciudadana?
Sabemos cómo esa ciudad sin par supo recuperarse en un des
calabro hacia delante, también se podría decir: en un progreso ha
cia, o en un preludio de, lo que un día se llamaría «dialéctica de la
Ilustración». La desesperanza hace audaz, el recuerdo de la catás
trofe libera nuevos constructos desde lo fundamental. ¿Qué suce
dería si pudiera comprobarse que más allá de ciudad y Estado el
universo mismo configura una esfera cerrada en sí misma, que no
pierde nada y que sabe contrarrestar cualquier ataque a su inmuni
dad? ¿Si en lo más alto todo estuviera en su lugar, «fiel como la cir
cunferencia a su centro» (Hermán Melville)? ¿No podrían entonces
los mortales, a los que ha golpeado la ciudad, abandonarse al sueño
de encontrarse también como en su propia casa, de un modo nue
vo y fabulosamente invulnerable, en dimensiones cósmicas sin fron
teras, y precisamente en ellas? Sí. ¿Cómo vivir, entonces, en el uni
verso?
¿Cómo echar raíces en el ser mismo. . . ? ¿Cómo instalarse en
una altura hasta la que no lleguen los vapores locales y donde los
miasmas políticos hayan perdido su poder infeccioso? ¿Cómo con
seguir hacer vacaciones en lo absoluto, lejos de toda vecindad a in
sensibilidades desavenidas? ¿Cómo descubrir un lugar donde las al
311
mas se recuperen de la peste local, de las maldades insaneables y de
las camarillas egoístas?
Con el brote de tales especulaciones excéntricas y catárticas, en
las que el deseo y el saber establecen entre sí una nueva alianza -se
llada por una palabra que suena a la vez musaica y evangélicamen
te: philosophíar-, comienza lo que se ha llamado, en sentido estricto,
el milagro griego: la transformación de una tradición sapiencial re
gional en una cultura del saber universalmente orientada. En ella la
geometría inicia una liaison inaudita con la inmunología. En la Ate
nas platónica filosofar significa ante todo una cosa: extender la idea
de inmunidad de una ciudad vencida con mayor poder que nunca
más allá de sus dominios. Sin la catástrofe de Atenas quizá la anti
gua Europa habría recorrido caminos completamente diferentes de
la sabiduría precientífica al concepto filosófico. Sólo aquí y en este
momento, en la reacción de inmunidad de la ciudad más inteligen
te a su derrota político-atmosférica más dura, pudo desarrollarse lo
que condujo el concepto de mundo de la inteligencia helena a los
antiguos derroteros occidentales.
En su momento fundacional la filosofía sirvió de estación depu
radora a la inteligencia traumatizada. Con su establecimiento ante
las puertas de Atenas se creó una técnica de filtraje de atmósferas
corrompidas. Como un médico que prescribe dietas y ejercicios,
Platón recomendó a la ciudad peijura análisis lógicos y ejercicios de
elevación anímica: el recuerdo es la mejor medicina del alma, pero
no el recuerdo de lo que los modernos llaman experiencia, sino el
de un saber uranio que remite a un tiempo anterior a historias y pa
trias. El genio psicagógico de Platón consistió en su capacidad de se
renar y animar a lasjóvenes almas que se agolpaban en sus pláticas,
haciéndolas participar en clarificaciones serias como ninguna. No
había que dudar de que la Academia era el lugar más entretenido y
más serio de la ciudad; en él se transponían la comedia y la tragedia
en una tonalidad lógica. Esa aclaración de la atmósfera de la ciudad
había de hacer historia o, más bien, contrahistoria; hasta que un día
las cosas llegaran a un punto en que el centro de utopía-«escuela»
se hiciera no menos sofocante, a su vez, que su entorno -ya em
ponzoñado antes y de modo diferente-, de manera que el espíritu
312
libre hubo de buscar lugares, donde poder respirar, fuera de la al
ternativa de escuela y sociedad.
Pero lo primero que importa poner de relieve correctamente es
el paso al desarrollo del primer efecto-Academia: hay que conside
rar lo que significó que el autoctonismo ateniense y su sabiduría im-
plosionaran, y que ya no bastara menos que la colonización del ser
en general para satisfacer las necesidades de habitáculo de una in
teligencia que se sentía erradicada de la intimidad ciudadana. Se
había hecho necesaria una nueva fórmula de residencia. Tras la ca
tástrofe de la polis sólo la hiperbólica creencia filosófica en la iden
tidad de casa y cosmos podía en adelante proteger a los ciudadanos
de las invasiones del frío del extrañamiento. Lo que importaba an
te todo a los nuevos fundadores filosóficos de la polis era la defensa
ante la depresión política: se trataba de poner a resguardo a la re
pública frente a la sospecha paralizante de que los dioses se habían
alejado demasiado como para interesarse por los seres humanos.
Hay que situar el acontecimiento que significa Platón sobre el
trasfondo de la catástrofe política y biológica de la polis, para en
tender qué clase de cambio produjo el helenismo tardío en los esti
los de vida de las clases cultas. De él proviene una sugestión que se
guiría caracterizando durante toda una era la vida filosófica: como
agente inmobiliario de la nueva ontología, el filósofo hace publici
dad entre sus conciudadanos para que participen en dar el paso de
residir en la ciudad a residir en el ser. No otra cosa intenta el pro
yecto amor-a-la-sabiduría. Es evidente que el tiempo para ello esta
ba maduro; el hecho de que el adepto de la filosofía se ponga a la
tarea de conseguir el saber -salvífico por antonomasia- del todo, y
eso en el corto espacio de la vida humana, supone un preconcepto
fuerte, quizá desesperanzado, de sabiduría. La sabiduría de Platón
es un fuego en el que se arroja una vida para salvarse a sí misma y
salvaguardar su sueño de inmunidad. Pero también quien no quie
re quemarse, sino calentarse desde lejos o simplemente consolarse,
como sucedía en la época helenística con el cliente normal de la pai-
deia, ya no podrá menos que inclinarse pronto ante la autoridad de
la nueva fuente de calor y sentido.
313
Vacunar la vida con la locura que se llama ser: gracias a esa ope
ración el filósofo se arroga el derecho de presentarse en adelante
como médico y auxiliar de mudanza de la vida cercada; bajo la
máscara de un experto en otros lugares y en otro modo de resi
dencia, en general, el filósofo se ofrece a la sociedad enajenada co
mo especialista en enfermedades de cultura, sentido y lugar. Según
la alegoría de Sócrates en el Teeteto, su misión es la de asistir al par
to de buenas ideas provenientes de malas circunstancias. Así como
el judaismo posbabilónico había aprendido a vivir en asuntos teo
lógicos fundamentalmente por encima de sus posibilidades, en tan
to que, al volver del exilio y temblando de rabia, debilidad y asom
bro, elevó sin embargo a su Dios por encima de los dioses
imperiales de las grandes potencias del entorno, así también el ge
nio ateniense se hizo virulento filosóficamente en grado máximo,
después de que, recuperándose de la propia caída, colonizara el ser
mismo como una Magna Graecia críptica. Desde entonces los filó
sofos residen en sus ciudades como huéspedes, como si ya no vi
vieran allí realmente; la Academia, situada ante las murallas de la
ciudad, se convierte en escuela de un exilio metafórico, metafísico.
Allí se ejercitan la transferencia y la sublimación como movimien
tos primarios de la vida consciente. En ese gesto y en su reproduc-
tibilidad se fundan los inconmensurables éxitos de exportación de
la escolástica ateniense.
Pensar significa ahora mudarse allí donde no es posible ya nin
gún desarraigo154. Así como toda vida pasa de su caverna corporal
originaria a un receptáculo social, así la filosofía, que quiere ayudar
a nacer en luces resplandecientes, ejercita ahora la mudanza del re
ceptáculo político a una caverna de luz pura. Por utilizar la expre
sión de Gastón Bachelard, ésta ya no ofrece «las grandes segurida
des de un vientre», pero sí, a cambio, «las bellezas racionales del
volumen geométrico»15. Lo que Diógenes enseñó con su célebre
píthosy el tonel-vivienda, vale durante el siguiente milenio, y más
tiempo aún, para todos los auténticos representantes del gremio: ya
no viven en la ciudad empírica sino en un tonel luminoso, el cos
mos. Del trágico Eurípides se conserva esta frase, totalmente im
pregnada ya del espíritu del semiexilio académico: «Por todas par
314
tes en el aire el águila se siente en casa; el ser humano noble tiene
su patria en la tierra entera». Los filósofos, aunque como personas
políticas posean el derecho de ciudadanía, como sujetos espiritua
les viven en sus ciudades-hospedaje como metecos o peregrini, como
advenedizos y transeúntes, en una comuna sólo ocasional, cerrada
en sí misma e intelectualmente sin perspectivas. En este punto, no
hay diferencia alguna incluso entre las antípodas más señaladas de
la filosofía antigua, los platónicos y los cínicos. Si el alma platónica
se aferra a su derecho de vagar por todas partes, «bajo la tierra y so
bre el cielo» (Teetetoy174e), el cínico se precia de ser insuperable
como «habitante de los países Modestia y Pobreza»156. Ambos colo
can la ironía entre ellos y la ciudad. Efectivamente, ¿de qué valen las
murallas heroicas si ya no convencen de que tras ellas es como me
jor se vive en casa? Compromisos y derrotas desmoronaron la inge
nuidad local. ¿Para qué seguir construyendo, si las murallas ya no
pueden exorcizar el miedo ante el abismo inanimado? Como dirá
Epicuro, los seres humanos, todos, no sólo viven frente a la muerte
en una ciudad sin murallas; tampoco los ciudadanos de las ciudades
fortificadas pueden ya ponerse a salvo frente a la sensación de ha
ber caído en un espacio abandonado por todos los espíritus comu
nitarios luminosos (dicho modernamente, frente a la depresión, fal
ta de solidaridad, desamparo). Por eso se plantea con mayor urgencia
aún la pregunta de cómo hacer para conseguir el derecho de ciu
dadanía en el ser.
A través de la preocupación política por el espacio en el umbral
del Estado imperial actúa lo que con Oswald Spengler se podía
llamar el arcaico miedo cosmológico al espacio: un miedo que
Spengler tuvo a bien considerar como una característica de toda vi
da despierta y libre de movimientos, y como un movensde todas las
creaciones culturales superiores: «El miedo al mundo es segura
mente el más creadorde todos los sentimientos originarios»157. Él es
lo que se pretende conjurar en cualquier originaria «simbolización de
lo extenso, del espacio y de las cosas». A nosotros nos parece más
plausible suponer que el miedo específico ante la amplitud y lejanía
inabarcables del espacio terrestre y celeste sólo apareció como con
secuencia secundaria de trastornos esféricos con ocasión de la fu
315
sión violenta de grupos y tribus en estructuras imperiales más gran
des y con ocasión de la pérdida de seguridad de las ciudades. No es
necesariamente la lejanía, naturalmente experimentable, de la cú
pula del cielo la que introduce en los seres humanos el sentimiento
de pérdida en el espacio sobredimensionado. Antropólogos cultu
rales y caracterólogos han mostrado que algunas culturas e indivi
duos saben poco de miedo al espacio; Frobenius ensalzó la vivencia
del mundo de las culturas que buscan la lejanía, y Balint aportó con
su retrato del «filobato» la réplica psicológico-individual a ello. El
modo cosmofóbico de sentir es más bien un fenómeno desviado
que presupone inmunizaciones fracasadas y narcisismos colapsados.
Desde siempre, los seres humanos con poca sensación traumática
de vértigo asocian la vista del cielo despejado más bien con imáge
nes de toldos y mantos mágicos, y en la era de los arquitectos, con
catedrales, cúpulas y palacios; ven en su lejanía un cómplice de su
arrojo, y en su altura, una premonición de las posibilidades de su in
teligencia. Por contra, la sensación de que el universo no es com
pacto e invita a precipitarse en él, ese sentimiento de un abismo gra
ve y fatal sobre el que Spengler escribió páginas inolvidables en su
teoría del espacio -o la conciencia airada de ver, cuando se mira
arriba hacia el cielo, el borde de un desierto tapiado-, pertenecen
a las adquisiciones psicopatológicas de épocas en las que los indivi
duos, en número cada vez mayor, se sentían arrinconados y perdi
dos, como rechazados por los hombres y olvidados por Dios. Quizá
en este modo de sentir se mezclen también restos de una arcaica re
ligión-pánico, que pudo formarse bsyo la impresión de catástrofes
cósmicas.
El moderno sentimiento ateo, evocado característicamente por
Pascal con las palabras: «El silencio eterno de los espacios infinitos
me produce espanto», que acompañó a las almas bellas desde el si
glo XVII, tiene una prehistoria compleja que podría reconstruirse en
esbozo por medio de una teoría de las catástrofes esféricas y de las
inmunodeficiencias adquiridas psicocosmológicamente. La historia
de los miedos al mundo, adquiridos empíricamente, se diferencia
ría de una historia general de la vida herida o lastimada en que ten
dría como objeto las perturbaciones de los sistemas psicocósmicos
316
de inmunidad: trata de extravío, exilio, enajenación y de la existen
cia en el castillo interior de los aislamientos, cuyos moradores pare
cen condenados a una vida alienada en mazmorras parecidas a la
muerte. Se diferencia, a la vez, de la historia del malestar en la cul
tura en que no tematiza tanto la renuncia a los impulsos cuanto la
privación de forma, y en que trata menos de carencias libidinosas
que de carencias esféricas. En ella no habría que hablar de sinos del
impulso, sino de sinos del sentimiento espacial, y menos de enfer
medades de relación que de enfermedades espaciales del alma; la
insuficiencia de la relación de objeto aparece como un aspecto de
una insuficiencia de forma de mundo.
En esta historia,junto con esos trastornos de los sistemas políti-
co-existenciales de inmunidad, habrían de mostrarse también los
procedimientos de curación que los intérpretes poderosos de las
formas de mundo, los reyes, los fundadores de religiones y los sa
cerdotes -y, en último término, de modo informal y sin poder, los
filósofos- introdujeron con el fin de cerrar brechas en los amura-
llamientos psíquicos y desgarros en las cubiertas del mundo de la vi
da. De ahí saldría toda una historia de las concepciones macroscó
picas, de las doctrinas de sabiduría y, finalmente, de las doctrinas
filosóficas del ser, todo ello bsyo un diseño terapéutico-inmunológi-
co. En ella habría que mostrar que las concomitancias metafísicas
del concepto de mundo como tal provienen en principio de las ar
tes omnicurativas de interpretación.
Las llamadas «imágenes de mundo» de las grandes culturas sur
gieron de reparaciones agresivas hechas a las más antiguas concep
ciones mítico-animistas y religiosas del todo. Por sus rasgos funda
mentales espirituales, todas ellas representan ontologías terapéuticas,
dado que en último término no tratan de otra cosa que de la cues
tión: cómo los individuos expuestos al peligro en las comunidades
potencial y actualmente no compactas del gran mundo desconcer
tante pueden todavía saberse cobijados, a pesar de todo, en un re
ceptáculo conformador de orden máximo. De lo que se trata en los
grandes proyectos cosmológico-sociales de las culturas antiguas, des
de China hasta Grecia, es de la cuestión: cómo en las épocas turbu
lentas de la ciudad y el imperio los inquietos individuos aislados ha
317
bían de arreglárselas para dar el paso de la cosa pública humana fa
lible a la ciudadanía imperecedera del universo.
Las grandes doctrinas de orden, que se presentan como escuelas
filosóficas de vida y como ontologías políticas, bosquejan a grandes
rasgos lo que han de considerar los seres humanos si quieren ele
varse por encima de la historia tribal, ciudadana y nacional, y de sus
vicisitudes, hasta los desagües ordenados de la naturaleza eterna.
Pero, dado que para esas regularidades edificantes por las que han
de tomar medida los seres humanos, los constantes fenómenos ce
lestes, las revoluciones del sol, de la luna y de los planetas ofrecen
el paradigma más sugestivo, parece que no hay nada más importan
te para las ontoinmunologías u ontologías clásicas que explicar las
relaciones del ser más inquieto con la forma de orden de mayor
quietud, las relaciones del ser humano lábil con la constitución del
cielo. (Esto presupone que para los seres humanos de la era filosó
fica naciente había desaparecido la más mínima huella de un re
cuerdo potencial de mayores irregularidades astrales, si es que las
hubo en épocas históricas. Para ser capaces de ver en los movi
mientos planetarios el arquetipo de movimientos circulares eterna
mente regulares no podía haber entre ellos ningún elemento activo
derivado de psicosis astrofóbicas, como sí puede suponerse que los
hubo en algunas religiones de Oriente Próximo, asiáticas y latinoa
mericanas. Sólo así es posible divinizar un cielo aliado como garan
te de procesos universales de orden158. ) En la época de los Estados y
ciudades combatientes, los seres humanos revueltos, liberados, ame
drentados, en tanto adoptan la concepción novedosa y exacta de su
condición cósmica según la expresa el pensamiento filosófico, han
de llegar a la convicción de que en ningún momento pueden sub
sistir fuera de ordenaciones válidas; fuera de un todo pleno y com
pacto, en definitiva.
Si los mortales hubieran reconocido su situación dentro del re
ceptáculo total del ser, habrían conseguido siempre arreglárselas
tanto frente a desgracias personales como frente a las pérdidas de
forma de la política local. Si los persas aniquilan a tus parientes, si
los piratas macedonios te venden en el mercado de esclavos, inclu-
318
Heliópolis alias Karlsruhe, 1715.
so si losjinetes escitas te tuestan a fuego lento: siempre habría un
punto fijo o un criterio desde el que, incluso para ti mismo, esto
apareciera sólo como la superficie encrespada de un fondo profun
do y tranquilo. Este es el consuelo de la filosofía en tanto persevere
hasta el final en su misión armonizadora: la filosofía proporciona a
los suyos la clave con cuya ayuda reconocen que dentro de lo que
nos concierne todo sucede como puede y debe. Ella es el arte de
cambiar el punto de vista en relación con cualquier vicisitud, de mo
do que de la negación pueda resultar una afirmación, de lo extraño
algo propio, de la destrucción una contribución a la eutonía del to
do. El sabio no entiende la suerte y desgracia sino como lecciones
dentro de un curso de acomodación al universo; él es el ser huma
no que ha desmentido lo exterior. Su método es un estructuralismo
uranio. Frente a lo más exterior tanto existencial como cosmológi
camente, las escuelas edificantes establecen el axioma holístico de
que la exterioridad es imposible para el cielo. Basta colocarse en el
punto de vista del cosmos para participar de su invulnerabilidad.
En los tiempos antiguos todos los interesados tenían claro que
este cambio de punto de vista hacia algo más-que-humano sería im
posible sin una dura ascesis. Por eso, cuando los pensadores se to
man en serio el refugio en la filosofía se impone una vida ascética,
de ejercicio; las escuelas son órdenes racionalistas y ascéticas; pre-
319
tenden hacer de meros seres humanos puntos de conexión del logos
cósmico. Ciertamente, puede que tú mismo, en tanto individuo frá
gil, seas demasiado débil para la comprensión del todo; pero eso no
te evita la tarea de asimilarte al más grande de todos los sistemas de
inmunidad: a la periferia perfectamente rasa y llana, luminosa, del
cielo, que no puede llegar a colapsarse aunque fallen todos los dis
positivos de seguridad del mundo humano. La esfera suprema está
libre de desajustes, por una parte, porque el borde del todo gira se
reno en sí mismo; por otra, porque las semillas del mal, las irregu
laridades, que claman al cielo, de los incidentes que suceden abajo
nunca alcanzan la altitud suprema. El éter no percibe nada de los
miasmas sublunares; sin tiempo, la esfera de las ideas descansa en su
luz. Por eso, la meditación del anillo extremo, invulnerable, del re
ceptáculo del ente en su totalidad fue el ejercicio mental decisivo de
la filosofía posplatónica159. Todo ejercicio sirve para el fortaleci
miento de ese sistema mental de inmunidad. Por su sentido prácti
co, las contemplaciones de orden de los antiguos nunca fueron otra
cosa que la prosecución individual con medios lógicos de una cons
trucción de murallas devenida absurda.
«El compás es el cincel de este segundo arte plástico. »160Su ob
jetivo es demostrar que, en cualquier situación del destino y en cual
quier punto de la superficie terráquea, el alma siempre puede re
mitirse a su privilegio inamovible de ser una ciudadana del cosmos
solícito. Aunque todo lo demás, revolución, peste, exilio, le asalte,
el derecho de ciudadanía en la ciudad absoluta sigue siendo pro
piedad del sabio. Éste es el cogito cósmico que ha de poder acompa
ñar a toda situación humana: el universo es una casa, y la casa no
pierde nada, tampoco me pierde a mí mismo por muy desconcerta
do y perdido que pueda sentirme.
Fue, por supuesto, Platón quien en su obra tardía estableció los
estándares de la glorificación del mundo acabado. El pater philoso-
phorum, como el nuevo académico Marsilio Ficino acostumbraba a
llamar al fundador de la Antigua Academia, se preocupó personal
mente de explicar cómo ha de proceder cualquier refutación o des
mentido del exterior. Para ello, prosiguiendo sus exposiciones filo
320
sófico-naturales del Timeo, introduce en el controvertido libro Xde
las Leyes el nuevo género argumentativo de la demostración de la
existencia de Dios, que esencialmente desemboca en la refutación
del supuesto de que haya cuerpos que no estén envueltos, llenos y
regidos de y por un alma.
Se reconoce inmediatamente que la teología -tanto la nueva, fi
losófica, como la más antigua, clerical- ha sido desde el primer ins
tante teología política, ya que la defensa de Dios se concibe siempre
como defensa de la comunidad de sus fieles frente a los infieles ex
ternos. Se reconoce, asimismo, en qué consistía el ataque ateo, da
do que la doctrina del no-ser de los dioses pudo hacer causa común
desde el principio con la tendencia antisocial y con el materialismo
político, es decir, con la doctrina del derecho del más fuerte. Si, co
mo enseñan quienes niegan a Dios, hubiera meros cuerpos a los
que no les hubiera sido dada un alma divina, cobijante-dirigente,
entonces se podría decir con razón, tanto en un sentido absoluto
como relativo, que estarían fuera. Pero, entonces, si los cuerpos es
tuvieran fuera e inanimados, también lo estarían los seres humanos,
dado que ellos mismos son cuerpos entre cuerpos. Además, si los
cuerpos de las estrellas errantes no fueran dioses sino meros mon
tones calientes de escombros y piedras, sería imposible que se preo
cuparan de los seres humanos con sabia solicitud. Si los grandes
cuerpos celestes sólo fueran desiertos ardientes ahí fuera en el uni
verso, la soledad cósmica de los seres humanos sería un hecho defi
nitivo y la social tendría que seguir sus huellas. Entonces tendrían
razón los ateos en burlarse de las ficciones piadosas de los bienin
tencionados, que se imaginan que están rodeados de dioses y que el
curso de las cosas lo dirige una sabia providencia. Reprime a los dio
ses y niega las almas: las piedras son nuestros vecinos más próximos
y ya no significa mucho la diferencia entre cuerpos vivos y muertos.
Para los seres humanos, así desencantados, el cielo se convertiría
en una escuela de indiferencia. Entre los habitantes de las ciudades
la indiferencia de todos frente a todos tendría la última palabra, ya
que en ausencia de un principio de unidad podrían reconocerse
mutuamente tan poco como una piedra a otra. Sin temor a castigos
del más allá, podrían hacerse también unos a otros lo que quisieran.
321
En el vacío no hay instancia superior alguna que acudiera en auxi
lio de las víctimas y reparara la injusticia. La ley del cuerpo más fuer
te quedaría como ultima ratio de la regulación de relaciones entre
fuerzas en el espacio exterior. En todo caso, los cuerpos más débi
les, en tanto temporalmente se acostumbran unos a otros, podrían
mantenerse unidos para formar coaliciones contra cuerpos más
fuertes y para evitar la soledad por un momento engañoso. Pero
nunca podría llegarse a formar una comunidad substancial o ani
mada entre ellos, dado que ya de antemano se niegan, precisamen
te, espíritus comunes o almas-campo que unifiquen. La risotada del
criminal impune triunfa sobre la reflexión filosófica: una posibili
dad de la que supo hacer uso la Modernidad, tras Sade, con su cul
to del artista-delincuente. Caracteriza la prudencia conservadora de
Platón el hecho de que sólo espere cosas malas del aparato político
de la democracia, incluida su superestructura de teoría contractual,
convencionalismo y optimismo antropológico, y que se preocupe de
buscar bases más sólidas para la fundamentación de la república.
Con ello, las premisas de la intervención platónica están claras:
el filósofo comprende con qué adversario ha de vérselas. Sin ilusión,
contempla el espectáculo de cómo el ateísmo político inicia el ata
que al corazón de la comuna. Cuando Critias, en una comedia (per
dida) , Sísifo, califica a los dioses como invención de un hombre listo,
cuando Anaxágoras define el sol como masa de piedra incandes
cente, cuando Aristófanes, en las Nubes, presenta el cielo como una
máquina meteorológica, vacía de dioses: puede que en esas ocasio
nes, si se quiere, como ateniense dicharachero, amante de sacar
punta a las palabras, uno se divierta un instante en compañía de
amigos, que necesiten reírse, tomándose estas libertades, que al fin
y al cabo forman parte del agorázein, de la libre vida masculina en el
mercado. Pero el filósofo, que reflexiona sobre las condiciones de
posibilidad de ser de la ciudad, tiene que constatar, en honor a la
verdad, que con tales discursos la comuna sigue muriendo en sus
ciudadanos. Ysi los hechos dieran razón a quienes niegan el alma y
que el mundo esté lleno de dioses, habría que guardarse doble
mente de hacer propaganda pública de tales doctrinas. Para el es
píritu de la república es fatal que se extienda la idea de que los se
322
res humanos ya no podrían ser unos para otros más que cuerpos
manipulables en el espacio inanimado. Tales convicciones no sólo
desinhibirían a los fuertes para imponer más escrupulosamente to
davía sus propios intereses a los demás, desmoronarían también las
alianzas de los débiles y desalentarían el temor religioso del que se
alimenta la solidaridad burguesa. Además, un filósofo que ha con
templado cómo se tratan mal mutuamente los seres humanos que
se consideran unos a otros cuerpos en el vacío sabe demasiado bien
que los seres humanos abandonados a sí mismos no se reconfortan
mutuamente, ni en momentos de paz ni, sobre todo, en momentos
de guerra. Hay que haber experimentado el «encarnizamiento ho
rrible con el que se arrasaban unas a otras esas minúsculas ciuda
des»161para comprender lo que es capaz de hacer el pánico sin alma
entre seres humanos que quieren salvarse unos a costa de otros.
Si se quiere preservar a los ciudadanos de los modos en que una
multitud ocasional de meros cuerpos sin razón se comportan unos
con otros compitiendo por la supervivencia, entonces, como enseña
la inquietud conservadora, los ateos no pueden tener la palabra en
la polis. Resistirse a los orígenes: esto vale no sólo para la infección
erótica sino más aún para la atea. En ella reside, como Platón -en
tanto pionero de todos los conservadores de vanguardia- cree ha
ber comprendido, el germen de la des-solidarización. ¿No promue
ve su aislamiento y su desamparo político quien no reconoce una es
pecie de compenetración a priori entre los seres humanos que viven
juntos? ¿No impulsa hacia delante la desespiritualización, peligrosa
mente iniciada ya, quien no quiere creer en un espíritu común? Pla
tón, cuya primera época de vida estuvo enteramente ocupada por
los treinta años de guerra entre Atenas y Esparta, a la vista de las
ruinas físicas y psicológicas de su ciudad patria tenía fuertes motivos
para querer impulsar la nueva ciencia de la animación de la polis. Es
taba en la naturaleza de las cosas que ésta habría de llegar a con
vertirse también en un nuevo proyecto de doctrina sobre los dioses,
más aún, en la primera teología explícitamente teórica. Quien qui
siera salvar la república más radicalmente de lo que se permitían so
ñar los liberales de mercado y los agitadores democráticos tendría
que volver a ensamblar de nuevo, e indisolublemente, la ciudad, las
323
almas de los ciudadanos y los dioses. Pues sólo así como el alma di
vina es capaz de animar y regir un cuerpo cuando va unida a él, la
presencia de un órgano racional divino en la ciudad podría, según
Platón, iluminar y dirigir a ésta hacia lo mejor para ella.
Por su propia tendencia, la teología política platónica persigue
un comunitarismo cósmicamente apoyado: según ella, las comuni
dades ciudadanas sólo pueden resultar bien en la medida en que,
como cuerpos animados, se dejen mover por un principio de razón,
realmente presente. Si se entendieran bien a sí mismas serían, en
cierto modo, iglesias lógicas o unidades constituidas teónomamen-
te, cuyos mejores dirigentes serían, a su vez, los filósofos auténticos
y verdaderos. Para el pueblo normal esta noocracia salutífera podría
ser representada hasta más ver por el culto tradicional a los dioses,
en tanto éste puede ser realizado aún de buena fe y sin demasiadas
concesiones a las viejas atrocidades de las ofrendas de sangre. Con
la nueva filosofía, como con la antigua piedad, se fundaría suficien
temente la síntesis social desde arriba y desde dentro; siempre se
rían tychés, numina, dioses de la ciudad, almas espirituales, todos
ellos substanciales, representados regionalmente y encamados indi
vidualmente en cada caso, los que mantendrían en forma la repú
blica empírica. (Esta regla holística, aunque rota innumerables veces,
se mantendrá en vigor durante milenios; sólo la sociedad moderna
«diferenciada», que ha sabido crear sistemas de cobijo no-teológicos
que tienen que ver con el Estado del bienestar sobre todo, se arries
gará al experimento de intentar su síntesis sin dioses unificadores,
suponiendo que el retiro político de los dioses sea posible sin pro
vocar al mismo tiempo el dominio de los lobos. Pero, dado que, co
mo parece claro, meros sistemas técnico-sociales de grapado no bas
tan para animar a una sociedad buena, también en la Modernidad
se vuelven a reclamar «valores»; pero ¿qué serían esos «valores» si
no los antiguos dioses de la polis en el exilio? )
Sólo si todo está lleno de dioses -Platón recurre al dicho de Ta
les, pánta plére theón, en un lugar crucial de su demostración-, los
cuerpos, también los cuerpos de la polis de los que se trata aquí en
primera línea, van siempre unidos a almas racionales y devendría
imposible el extravío exterior de cuerpos aislados en el espacio va-
324
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cío y de almas en un mundo inhabitable. Esa imposibilidad consti
tuye el demonstrandum de Platón: el principio y fin de sus esfuerzos
por fundar la cosa pública en fuerzas esenciales divinas, realmente
presentes y efectivamente envolventes. Allí donde el alma racional
se hubiera dado un cuerpo político, la primera ciudad deductiva,
podrían eliminarse -quizás por primera vez en la historia del ser hu
mano- de los regímenes ciudadanos las fuerzas codiciosas y resenti
das, y sustituirse por un régimen noocrático.
Si, con mayor distancia, se someten los argumentos de Platón
325
-que pronto trataremos más pormenorizadamente- a un análisis
crítico, llama la atención la rapidez, incluso la precipitación, con
que llega a la meta, una meta de la que no estaría dispuesto a pres
cindir bajo ninguna circunstancia. ¿Debería habérsele insinuado dis
cretamente que procediera con mayor lentitud en sus demostracio
nes? ¿Tendría que habérsele aconsejado dudar más tiempo en sacar
sus conclusiones y confiar menos en sus sentimientos de evidencia?
Es claro que estas preguntas son de naturaleza retórica, dado que a
posteriori no hay consejo alguno que valga para los grandes de la tra
dición. Al contrario, nos inclinamos a admitir que los pensadores
que conocen de antemano su resultado han de precipitar siempre,
y como con necesidad, sus ideas (precisamente bsyo la apariencia de
un retardo argumentativo y bajo un respeto manifiesto ante las de
ducciones lógicas), dado que para ellos no es el camino el que con
duce a la meta, sino la meta la que está al comienzo y se finge haber
encontrado en los caminos de la investigación y ser fácil y segura de
alcanzar por cualquier ser humano bienintencionado y razonable.
Nosotros, los modernos, envidiamos y sospechamos, a la vez, de to
dos los que gozan del privilegio de poder comenzar en una meta
(pues quien comprende alguna vez que ya está donde quería llegar
puede considerarse iluminado; mientras que para los que no tienen
meta, para los irresolutos, no puede haber iluminación alguna, sino
sólo éxtasis de escepticismo). Caracteriza a la situación lógica del
presente que aconseje explícitamente dar un salto allí donde cami
nar no conduce con seguridad a la meta. Quizá haya que haber per
dido la certeza clásica de la meta para comprender de qué clase de
privilegio gozaban aquellos seguros de su meta de antaño cuando
volaban con despreocupada precipitación hacia sus resultados, o se
acercaban a ellos con saludable demora. Entonces se comprende
que se pedía demasiado de los antiguos maestros cuando quiso ha
cérselos cómplices de dudas y depresiones modernas. ¿Puede, si
quiera, dejarse abierto el resultado cuando se trata de cuestiones
acuciantes? ¿No es posible hacerlo sólo cuando en las cosas ya no
hay más de qué tratar? ¿No ha sido siempre la famosa «duda metó
dica» una farsa y no ha tenido que servir sólo como figura encu
bierta del ánimo fundamental maníaco-resolutivo y depresivo-irre-
326
soluto de los autores? (En el pensamiento contemporáneo ha sido
Jacques Derrida, sobre todo, quien ha experimentado con formas
de un discurso radicalmente abierto; con ello la argumentación fi
losófica se convierte en un ejercicio de no-llegada a un resultado po
sitivo. Pero ese nunca-llegar sólo muestra, a su vez, la otra cara del
siempre-estar-ya-en-la-meta de la metafísica clásica. )
Sea como sea, quien tras el argumento de Platón pretenda se
guir afirmando que no hay dioses y que los cuerpos humanos están
agrupados arbitrariamente -sueltos y separables en cualquier mo
mento- con otros cuerpos en el espacio vacío de dioses, ése, según
el oráculo de la escuela y del templo, se encuentra, en principio y
para el resto del tiempo, simplemente en el error. Pues la tesis ver
dadera, de cuyo afianzamiento se trata, reza, de una vez por todas,
que todo está lleno de dioses.
Pero, dado que hay que suponer, en principio, que el ateo, so
bre todo cuando se trata de una persona joven, insolente y mal
aconsejada, no puede más que haberse confundido, tiene derecho
a ser instruido. Ningún ser humano se confunde con gusto, y todo
confuso tiene derecho a corrección por medio de un saber mejor:
esos axiomas socráticos corresponden a la regla fundamental del
ánimo ciudadano griego, que no considera como asuntos esotéricos
ni siquiera los bienes culturales supremos, sino que los pone en me
dio de la ciudadanía, en meso, entre los testigos y los oradores. Esto
ya lo cumplieron con éxito las representaciones trágicas de los ate
nienses; y la nueva teología, que pretende aventajar al teatro dioni-
síaco, no puede hacer otra cosa. Por eso Platón opinaba que, antes
de abordar la cuestión de si y cómo castigar a los ateos, es correcto
y necesario intentar un uso pedagógico-social de su demostración
de la existencia de Dios para rehabilitar a impíos merecedores de
pena: aquí se separan los caminos del pensador, obligado a la pa
ciencia metódica, y los de los sacerdotes, que condenan con mayor
rapidez todojuramento que no sea el suyo. Sólo en último término,
en caso de una falta de comprensión obstinada y culpable, opina
Platón que, lamentándolo en cierta medida, se puede y debe hacer
caer el peso de la ley sobre los delincuentes. Pero con ambos, con
la demostración de la existencia de Dios así como con su uso tera
327
péutico, Platón da a entender que en el caso de la cuestión de la
existencia de Dios o de dioses (la diferencia de singular y plural
aquí significa menos de lo que se supone corrientemente) no se tra
ta de una discusión entre puntos de vista teóricos, que pueda ser
practicada dentro de los muros de la Academia como torneo argu
mentativo. Afirmar los dioses o negar los dioses no son posiciones
simétricas que estén en mutua pugna y cuya pelea pueda contem
plarse con interés deportivo. Si la filosofía ha de ser de utilidad pa
ra la cosa pública, en relación con la tesis de que hay dioses y de que
éstos, aunque se encuentren en casa en lo máximo, mégiston, tam
bién se preocupan de lo pequeño, mikrón, de los asuntos humanos,
no puede existir libertad de opinión y, por ello, tampoco licencia
para negarla. Si la polis ha de existir, han de existir los dioses; dado
que los dioses existen, la polis es posible y real; y si la vida de la polis,
no obstante, va mal, es, sobre todo, porque el olvido de los dioses ya
se ha propagado entre los ciudadanos de modo preocupante.
En esta situación el filósofo se ofrece como el médico de la cul
tura frente al olvido. Acomete la empresa de demostrar la existen
cia de lo divino mediante la recuperación de evidencias perdidas, y
no con el ánimo, ciertamente, de implicarse en fútiles esgrimas dis
cursivas de salón. Al Platón que se ha hecho viejo le resulta extraño
el sadismo deportivo de estrangular en el aire, en debates académi
cos con el estudiante dotado, las opiniones de los antepasados, co
mo hacía Aquiles con las serpientes. Su argumentación es conserva
dora y melancólicamente constructiva. Sabe que ninguna sociedad
puede poner en juego realiter sus sistemas efectivos de inmunidad,
sus convicciones comunes vitalizantes, sin destruirse a sí misma. Su
demostración de la existencia de Dios y dioses no tiene el sentido de
aportar argumentos para lo más probable con respecto a un asunto
indeciso. El asunto está decidido en suprema instancia; con argu
mentos humanos y divinos la sentencia está dictada. Los dioses vi
ven, y ninguna contratesis seria puede atentar contra su realidad y
actualidad. Cuando Platón, a pesar de todo, argumenta -él mismo
se plantea un instante si la argumentación tiene siquiera sentido
aquí (Leyes, libro X, 887a-c)- es para consolidar adicionalmente,
frente a la provocación atea, el resultado irrenunciable: la doctrina,
328
confirmada por los pensadores de todas las épocas e intuitivamente
sancionada por los sanos sentimientos de todos los pueblos, de que
hay dioses buenos y sabios, interesados por los seres humanos.
Uno se las tiene que haber, pues, con un preludio ateniense de
la tesis fides-quaerens-intellectum medieval, aunque ahora bajo la di
rección de la filosofía, que, frente a la creencia del pueblo y de los
sacerdotes, reclama para sí la nueva competencia teológica decisiva.
En consecuencia, la decisión de argumentar tiene también una in
tención política, referente a las ideas políticas o a la política de ideas.
Si los dioses se vuelven dependientes de argumentos, las bases de la
legitimación de poder y orden en la república se desplazan, al me
nos hipotéticamente, en favor de aquellos que aporten los mejores
argumentos para su fundamentación teológica. La introducción de
Platón del argumento para la demostración de la existencia de Dios
proporciona el modelo de una revolución conservadora en bien de
la clase fundamentante.
Naturalmente que la polis vivía desde siempre en la convicción
de que los dioses solícitos, fieles al lugar, presentes en las almas de
los ciudadanos, garantizaban su existencia. Pero en el futuro ha de
tener presente, además, que el orden ciudadano en total, como ar
mónica disposición de las partes, participa per analogiam en la es
tructura geométrico-divina de orden del universo escalonado y re
dondeado162: y aquí entra enjuego la nueva contribución específica
de la cosmoteología filosófica. La ciudad tiene que llegar a ser re
donda como lo es el cosmos, y tiene que jerarquizarse tal como el
cosmos está escalonado, desde lo mejor hacia abajo, hacia lo menos
bueno. Hablar de esta geometría divina ya no es competencia de los
expertos culturales al uso, los sacerdotes, pero sí de los nuevos filó
sofos, formados matemáticamente.
cedores va implicado el hecho de que la multitud se transfiere del
288
Jean Léon Géróme, Pollice verso, ca. 1859,
Phoenix Art Museum, detalle.
ejército de los que han quedado tendidos a aquellos que tras la lu
cha quedan aún en pie.
Quien pretenda entender losjuegos romanos (y sus derivaciones
modernas) tiene que darse cuenta de que en la forma redonda del
anfiteatro se ofrece toda una lección cosmovisional. La redondez de
ese teatro-en-derredor no es sólo un símbolo del mundo en sentido
corriente, no sólo la réplica romana de la esferofilia y filociclia de
los griegos; es, sobre todo, un distintivo característico de la imposi
bilidad de evadirse del todo hacia parte alguna. Quien quiere abso
luta inmanencia ha de dar un sí también al teatro romano de la
muerte. Su forma arquitectónica era la de un óvalo o círculo cerra
289
do, «como si se hubieran unido dos teatros semicirculares grie
gos»146. En el anfiteatro el espectador pierde la visión de un escena
rio que estuviera frente a él; aquí no se presentan dioses que aparez
can por el otro lado. Todas las acciones se orientan al centro y a una
medida regular, y se llevan a cabo en la inmanencia del estadio. La
acción trágica se reduce a la carnicería: el pragmatismo romano
quiere siempre the real thing y sólo admite la escenificación y el ador
no metafórico en tanto sean posibles sin menoscabo de la pura ma
sacre. Los actores sólo pueden actuar como encerrados. Si a alguno
de los torturados, como último recurso, se le ocurriera la idea de sa
lir de su papel, gentes armadas al borde de la arena se encargarían
de hacer que el que huye retomara a su posición en esejuego de
degüello. Lo que el espectador tiene ante sus ojos en ese foso no es
sólo la totalidad cerrada de la escena: tiene, a la vez, una vista fatal
mente delimitada de los luchadores, sobre todo de la desespera
ción, hecha realidad presente, de los perdedores. El observador go
za del privilegio de ver que la muerte del otro tiene una fecha
actualísima: ahora. Pero ve también que la perspectiva de los ven
cedores no llega más allá de la próxima lucha: en ello son solidarios
con los espectadores que los celebran. «El anillo de caras fascinadas,
unas sobre otras, tiene algo extrañamente homogéneo. Rodea y
contiene todo lo que sucede abajo. Nadie se desentiende, nadie
quiere irse»147.
Por eso la teoría romana no es una filosofía de vistas panorámi
casjoviales; no conoce epojéalguna, ninguna mirada desahogada, li
berada de consideraciones prácticas, sino sólo la meditación en la
arena, la consideración profunda de la situación en las pausas que
deja la lucha. Si el lema griego rezaba: conócete a ti mismo, el ro
mano dice: conoce la situación. Cuál sea la situación es lo que com
prende el gladiador cuando desde la arena mira hacia arriba a las
gradas. Sabe que de allí proviene el juicio de Dios en forma de un
movimiento del dedo pulgar, en la dirección que elija el estado de
ánimo de la plebe.
Los anfiteatros romanos ejercitan el axioma de que lo que im
porta en seres humanos con sentido de la autoconservación es con
tar entre los vencedores. Como teatro de selección, los juegos ro-
290
En el centro, la estrecha puerta de la sabiduría
como punto de luz flameante, en Heinrich Khunrath,
Amphitheatrum sapientiae aeternae, 1602.
manos apelan metódicamente a la necesidad de comprender que la
crueldad siempre tiene razón. En ellos, la empatia con los resulta
dos de los combates se convirtió en una inclinación pararreligiosa
ante la máscara pétrea de la violencia. ¿No son también, por eso, los
triunfos y éxitos de estilo romano tan sólo otras formas de desespe
ración? Con buenas razones habían explicado análogamente los es
toicos que la sabiduría consiste en la imitación de las piedras. Los
mismos dioses están condenados al oportunismo; sus creyentes han
de aprender a someterse a los resultados de losjuegos, tanto en lo
pequeño como en lo grande, como si se tratara de revelaciones di
vinas. No otra cosa es lo que significa fatalismo en tanto religión: la
291
Bartholomeus Dolendo, Theatrum anatomicum
de la Universidad de Leyden, 1610; prefiguración
científica de la literatura del horror.
predisposición a ver envuelta la voluntad de Dios en los imprevistos
más vulgares.
Sin duda, en los excesos de diversión de los teatros romanos es
tán los orígenes de la cultura de masas: con ellos surgió una forma
temprana y completa de industria de la fascinación, que atrae con
hechizos y procura emociones a sociedades irritadas o decadentes.
El antiguo fascismo del divertimento (cuyo último derivado directo
es la corrida de toros española) anticipa funcionalmente numerosas
características de la moderna dirección de masas por medios emo
cionales. Ahora como entonces, la cultura de masas organiza el im
pulso a mirar: su elemento es la síntesis social por medio de la fas
cinación de la violencia. De hecho, ¿quién hubiera podido mostrar
292
a los espectadores enardecidos, en el momento álgido de losjue
gos, otro objeto que hubiera sido suficientemente fuerte como pa
ra hacer que los ojos se apartaran del espectáculo de la decisión
fundamental? En vano polemizaron intelectuales humanistas y des
pués autores cristianos contra losjuegos embriagantes, fatalizantes
y endurecedores. La razón fundamental del anatema cristiano con
tra la curiositas esclavizante, centrífuga, devoradora de almas es la
lucha contra esa afición a los espectáculos de muerte que suponen
losjuegos romanos. Durante setecientos años fue ese teatro de las
fascinaciones el que transmitió a los contemporáneos la instruc
ción romana: mata hoy, muere más tarde, y obliga a la masa a con
templar todo ello.
Ahora es posible entender por qué los primeros cristianos fija
ron su mirada en el complejo romano; pues a la vista del culto ro
mano a la vida y a la muerte se comprende cómo Roma había de
convertirse en el destino fatal de sus disidentes cristianos. Si Roma
bien valía una misa es porque los cristianos sólo pudieron experi
mentar de los romanos contra qué se rebelaba en última instancia
la vera religio. El cristianismo llegó a entenderse históricamente a sí
mismo como la inversión del fatalismo romano de la supervivencia.
Había que enfrentarse a la doctrina del anfiteatro y a la religión de
la victoria en su propio terreno, porque sólo en la capital de la bio
logía política y de losjuegos de selección podía establecerse la con
tratesis: el mero sobrevivir no es todavía la verdad; la victoria exter
na no es todavía el signo del éxito ante Dios. Por la crítica cristiana
el éxito adquiere un segundo rostro, independiente del juicio hu
mano, y sólo por ese descubrimiento fue posible la emancipación
del espíritu europeo del fatalismo. El símbolo arquitectónico de ese
cambio sólo adquirió forma por primera vez entre los siglos XV y
XVII, cuando fue proyectada la plaza de San Pedro como el verda
dero anticirco, la contraarena evangélica.
Que los romanos fueran por doquier, no sólo en los teatros sino
también en el corazón del culto del poder político, admiradores del
éxito se manifiesta entre otras cosas por el hecho de que el Senado
romano, durante toda la época imperial, abriera regularmente sus
sesiones con una ofrenda ante el altar de la Victoria; sólo Constan-
293
El circo romano flotando sobre
la bola del mundo; medalla de Guillermo V
de Baviera, 1715; su lema: Agnosce. Dole. Emenda
(Conoce, sufre, enmienda).
ció, el sucesor de Constantino, hizo quitar del edificio del Senado el
altar de la victoria erigido por Augusto. En él había venerado la cla
se política de Roma durante toda una era el principio de su estabi
lidad y consistencia. (Hizo falta esencialmente más tiempo para que
la Iglesia venciera el ansia de sangre en los anfiteatros: en el Coli
seo, losjuegos de gladiadores -a pesar de prohibiciones tempora
les- siguieron celebrándose hasta el año 405, la caza de fieras hasta
el 526. )
Por consiguiente: tras su implantación en el ámbito del mundo
romano, el dogma cristiano ya no enseña sólo la superación de la
muerte a través de una vida superior. Sólo con esa tesis el cristianis
mo también habría podido seguir siendo la religión periférica que
fue al principio. Proclamándolo desde la Roma de los teatros, el
Evangelio dice, por contra: no siempre los que mueren más pronto
294
La ciudad medieval de Arles en
el contorno del antiguo anfiteatro.
son los perdedores; la mera supervivencia no puede sustituir la sal
vación. Contra la selección fatalista de los más fuertes en el teatro,
la teología cristiana establece la selección de Dios. De hecho, tam
bién Dios hace una diferencia por la que separa a los suyos de la ma
sa perdida; pero la diferencia de Dios no tiene la estructura de la dif-
férance nihilista. El resplandece como tribunal escatológico, que
determina el único resultado decisivo de la vida humana: la perte
nencia o no-pertenencia a la esfera divina de amor. En esa diferen
cia se basa la distinción, determinante para el destino de Europa,
entre Imperio e Iglesia. Si el Imperio era el mando que enraíza en
la creencia en la vocación de victoria, la Iglesia, dicho ideal-típica
mente, era la llave que había de vigilar los accesos a la comunidad
de amor.
Desde el trasfondo de esas determinaciones se puede decir con
mayor claridad dónde, en cuestiones salvíficas, se funda la Moder
nidad: comienza con la intuición de que para el individuo siempre
295
resultará imposible decidir con seguridad si él mismo está más cer
ca que otros de la (ommuniode los amados por Dios. ¿Dónde estaría,
pues, la comunidad de amor que pudiera decir objetivamente que
ha sido distinguida frente a los no-amados, los faltos de amor, los se
res humanos con extrañas aficiones? La diferenciación de las co
munidades y de los egoísmos es cosa hoy de juicio personal; y la au-
toalahanza de los escogidos es sólo un voto entre muchos. Incluso el
mismo concepto de comunidad de amor se ha tambaleado, como si,
sin explícita discusión, se hubiera extendido la idea de que de lo
inalcanzable se está igual de lejos desde cualquier parte.
296
Excurso 2
Merdocracia
De la inmunoparadoja
de culturas sedentarias
Y tapándome la nariz hepasado con disgusto a través de todo ayery to
do hoy. . .
FriedrichNietzsche,AsíhablóZaratustraII, «Delachusma»
El fenómeno de los juegos romanos pone en claro los riesgos
que van unidos a la regulación del afecto en los grandes cuerpos im
periales: el acostumbrarse a excitaciones crea una dependencia de
las masas de estimulantes inducidos por la violencia, cuya supresión
sólo es posible por una destrucción revolucionario-cultural del pa
radigma entero. Con las masacres romanas de entretenimiento se
había puesto en ejercicio un estándar de estimulación de masas que
ya no pudo sublimarse o moderarse inmanentemente, sino que só
lo consiguió superarse por una ruptura radical con el sistema domi
nante de ventilaciones afectivas. Efectivamente, el tránsito al cristia
nismo impuso a las poblaciones del Imperio romano y a sus culturas
subsecuentes una ecología de afectos de índole completamente di
ferente, hasta que la industria de la cultura del siglo X X surgió de
nuevos fenómenos que pueden interpretarse como reincorpora
ción al antiguo nivel de consumo de bestialidades.
Los ludí y venationes romanos pertenecen a un complejo de com
portamiento para el que utilizamos la expresión «autoclimatización
activa». Con ello se designan técnicas culturales por las que una po
blación dada ajusta, según opciones propias, las constantes atmos
féricas de su espacio existencial; en el caso romano se trataba de un
clima paradójico, que puede parafrasearse como «halago mediante
bestialización»: se halaga al pueblo bestializándolo. Obviamente, una
tonificación y climatización del «mundo de la vida» no puede al
canzarse en grandes cuerpos políticos del tipo de la gran ciudad an
297
tigua sin un alto grado de autointoxicación. En ese sentido, las so
ciedades siempre serían también comunidades de embriaguez, ha
lago e intoxicación. Efectos funcionales de tales mecanismos sobre
la reducción de la criminalidad metropolitana ya no son demostra
bles directamente ahora, con posterioridad, pero, después de todo
lo que se sabe sobre esos contextos, han de ser postulados por ra
zones sistémicas. También el hecho de que la obligada asociación
de sexualidad y violencia en la moderna cultura del entretenimien
to prácticamente no exista en la provisión normal de afectos entre
los romanos hay que atribuirlo, sin duda, al consumo intensivo en los
teatros de escenas de violencia pura, sin subterfugios.
Pero la síntesis social de grupos sedentarios antiguos es más de
pendiente aún de autoclimatizaciones pasivas y no-dramáticas que de
tales técnicas activas de autoestimulación o dopaje. Desde que los se
res humanos se plantean la cuestión de la permanencia en un lugar,
entran en consideración, como determinantes culturales, excreciones
y transpiraciones propias que hacen de conformadores endógenos de
clima. Desde el punto de vista climatológico-cultural, una unidad ét
nica sedentaria es ante todo un grupo que se huele, y que en su pro
pio olor encuentra un criterio de identidad esféricamente difundido.
La historiografía de la cultura se ha preocupado poco hasta ahora del
hecho de que el paso al sedentarismo no sólo ha deparado a los seres
humanos los logros y fatigas de la era agrícola -arado, espadá y libro,
por citar la fórmula de Gellner-: el modo de vida sedentario ha ori
ginado un problema endoclimático de dimensiones epocales, para el
que -tras las instalaciones de canales en las metrópolis antiguas- sólo
la política de higiene del siglo X IX
y X X
en los Estados industriales pa
rece haber encontrado una solución sistemática148.
El dilema atmosférico del sedentarismo se muestra en el hecho
de que grupos humanos que se han reunido en casas y solares no
pueden ya deshacerse de sus propias materias fecales y evitar sus
efluvios olfativo-espaciales en la medida que resultaba natural a las
tribus nómadas prehistóricas. La cultura sedentaria está sometida a
una difícil carga fundamental sanitaria, que se ha creado ella misma
al contrarrestar la ventaja de vivir en la proximidad de los campos
de cultivo y almacenes de grano con el inconveniente de tener que
298
permanecer también en la cercanía de sus propias letrinas. Por lo
que respecta a sus prácticas de evacuación, los nómadas tienen to
davía el camino abierto para proceder diseminadoramente -decir
esto resulta incluso algo anacrónico, pues aquellos diseminadores
despreocupados no habían descubierto aún seriamente el principio
siembra-, y sólo ocasionalmente llegan a una relación obligada con
el suelo, los bienes inmuebles y las letrinas.
Así pues, mientras los nómadas conservan la movilidad fecófuga,
los agricultores, y más aún los ciudadanos, están condenados fatal
mente a un estilo de existencia letrinocéntrico. Para ellos, el espíri
tu del lugar y la ley de la letrina convergen. Se podría dar crédito al
supuesto de que el ser humano sedentario sólo estuvo preparado pa
ra la idea de la causalidad retributiva y del retomo del hecho al ha
cedor después de que la evidencia casi universal de las emanaciones
de las letrinas hubiera mostrado la imposibilidad de una acción se
creta sin consecuencias. El infame olor lo pone en evidencia, y el re
tomo de los olores a sus causantes impone a los seres humanos, que
no quieren eludirlo, la idea de un karma miasmático o de una né-
mesis olorosa. Lo que los fenomenólogos, siguiendo al último Hus-
serl, acostumbran a caracterizar con la expresión Lebenswelt [mundo
de la vida], antes de la revolución desodorante de los últimos dos si
glos hay que concebirlo en primera línea como fenómeno odorante;
y, además, en una medida para cuya «comprensión» a los sujetos mo
dernos les faltan los criterios. El estar-cabe-sí de los grupos primitivos
en unidades de aposentamiento no puede describirse fácticamente
sin remisión a una presencia incesante de autoemanaciones omino
sas. Dicho bonito: el mundo de la vida es el mundo del aliento, pero
¿cuál es el sentido del aliento mientras entre los sedentarios el aire
compartido está bsyo la maldición de las cloacas?
El pueblo realmente existente, la ciudad realmente existente:
entendidos según estándares premodernos, en la era histórica son
también, siempre y ante todo, arquitecturas de olores de base at
mosférica, que se levantan en tomo a los centros de emanación ol
fatorios de las comunas, esencialmente en torno a las letrinas, cloa
cas y establos de los grandes animales domésticos, y, en segunda
línea, en torno a los puntos de fuego hogareños, al desolladero y
299
a los basureros. Hay numerosos documentos literarios que testimo
nian que las ciudades europeas de la Edad Media, por lo que res
pecta a sus estándares de sanidad y olor, eran poco más que cloacas
habitadas, y que hasta la época de Goethe y Beethoven las medidas
policiales sanitarias de la estatalidad territorial consiguieron amino
rar la situación olorosa, pero no neutralizarla. En el siglo XVI, Mi-
chel de Montaigne escribía: «Las dos bellas ciudades de Venecia y
París menguan la simpatía que les tengo a causa de su olor pe
netrante, que en Venecia proviene de los pantanos y en París de los
excrementos» (Ensayos, libro I, capítulo 55). El aliento de las letrinas
domina la urbanidad de la vieja Europa como un infame dios ciu
dadano. En el caso de fuentes de olor de este tipo se trata de siste
mas reales de emanación, porque también aquí todo el ímpetu
proviene de la substancia central, que, esféricamente emanante, se
prodiga en su entorno al modo de una automanifestación. Pero
mientras el contenido de las nobles emanaciones, que conceptuali-
zó el neoplatonismo, es el derrame de la luz en la apertura y publi
cidad del ser, las sospechosas emanaciones de las letrinas se produ
cen siempre en una especie de efecto-caverna olfativo, excluyendo
de la totalidad olorosa habitual a quienes están lejos: un hecho en
el que algunos etnógrafos han intentado que se repare lo más dis
cretamente posible, haciendo notar que precisamente pueblos de
olor muy intenso no acostumbran a darse cuenta de su propio olor
y del de su hábitat en general. Lo que en tales casos llama más que
nada la atención a los visitantes es la circunstancia de que a los lu
gareños no les llame la atención. Sin duda, la emanación de las cloa
cas representa también un caso de dominio de la substancia -es de
cir, de autopropagación de una fuerza presente en una zona
acotada-, pero mientras la determinación de lo dominante se orien
te sólo a la manifestación, sublime o violenta, del poder, y ésta es la
regla en una cultura teórica creadora de atmósfera (y, por ello, tan
to más fijada en la cosa y en el acontecimiento) como la europea, es
difícil que lo dominante, que se presenta como campana de olor ex
tensiva o, con mayor exactitud, como volumen de hedor habitado,
llegue nunca explícitamente al lenguaje, excluyendo algunos giros
astutos de la escatología popular («todo es una mierda»).
300
li
jm r
p,
Iji m
t /w
111
Bombardoni, Nueva brújula para narices sensibles,
Archivo Roger Viollet, París.
Vcñc J »|ito¿ir.
Ante estos hechos divergen los espíritus y las narices, y en el um
bral en el que las ciencias del espíritu habrían de convertirse en
ciencias del gas, nos abandonan todos los métodos fiables y seguros.
Seguro es sólo que todos los modernismos y cosmopolitismos con
ducen en este caso a equívocos. Pues mientras que el concepto mo
derno de sociedad implica interacciones de desodorados en un es
pacio olfatoriamente neutro (a los derechos humanos precede la
hipótesis del olor-cero), toda ocupación con formas premodemas
de asociación tiene que abordar modos muy obsesivos y muy invasi
vos de un «ser-ahí como ser-con»149.
Hemos hablado antes150, quizá con demasiada indulgencia frente
a urgencias sentimentales, de los rasgos básicos de un socialismo tér
mico, es decir, de la participación en las ventajas caloríficas de la pro
pia fuente de irradiación; mientras tanto hemos topado con motivos
que traen a colación un socialismo de las letrinas casi tan originario
como el otro. Si entendemos por el poder inmediatamente manco
munado una presencia de estructura esférica, actualmente ineludi
ble -un microclima, un espíritu del lugar, una atmósfera doméstica,
un elemento halitoso-, queda claro por qué la aromasfera de un gru
po representa el primero de los principios de coherencia efectivos,
sensiblemente compartidos, de un colectivo dado. Pueblos diferen
tes se experimentan unos a otros, en principio, como olores dife
rentes. Por su lejano parentesco genealógico las palabras latinas odor,;
olor, y odium, odio, llaman la atención sobre el clash ofcivilisations na
sal, que, de todos modos, sólo se refiere al encuentro de grupos ma
lolientes o de sus representantes, nunca a un choque entre dos paí
ses miasmáticos, ya que las fuentes de hedor realmente dominantes
quedan naturalmente fijadas al lugar y poseen casi la estabilidad de
santuarios. También las cloacas, como los templos, tienen un poder
específico, habilitador de espacio; sólo la stabilitas loci de ambos ma
nifiesta, en definitiva, la plenitud efectiva de una colonización de te
rreno o de un maridsye entre pueblo y suelo. En este sentido, en to
das las culturas sedentarias anteriores a la revolución higiénica del
siglo XVIII tardío domina un sistema bifocal en la consagración del lu
gar y en la definición del suelo: percibible por la doble aura patria de
buenos olores y miasmas, que confluyen desde el principio.
302
Todo espacio merdocrático, todo aquí, todo lo nuestro, es un
imperio por sí mismo; conforma una mónada aurática que atrapa a
sus habitantes en un sentimiento específico fundamental y los im
pregna con el hálito del paisaje oloroso (smellscape). Lo que desde el
siglo XVIII europeo, un poco petulante, especulativa y tendenciosa
mente, se denomina los espíritus del pueblo son, pues, en principio
y la mayoría de las veces, los olores del pueblo o los gases del pue
blo (a los que manifiestamente se considera dignos de aparecer en
los versos y folclores de los pueblos: un pendant mental hacia pro
ductos alimenticios ahumados). Sólo un esquema teórico xenófobo
posterior sustrae esos aromas de sus espacios endoclimáticos, para
recriminarlos en las exhalaciones corporales de los individuos como
algo repulsivo de aura extraña. En torno al año 1900 fueron escritos
libros en Japón sobre el olor repugnante de los europeos y euro
peas, ante cuyas transpiraciones uno se abochornaba, mientras que
en Alemania aparecían implacablemente exactas disertaciones so
bre los olores de judíos y negroides.
En estos ejercicios oloroso-xenófobos se ignoró regularmente
que, para todos, vengan de donde vengan, en ninguna parte puede
oler tan penetrantemente mal como en casa de cada uno. Como
hemos mostrado, el dilema olfativo de la existencia sedentaria no se
hace ostensible tanto a través de lo extraño como a través de lo pro
pio, a lo que contribuye uno constantemente y constantemente reab
sorbe. Lo que se llama patria es el lugar al que uno atribuye su he
dor como si se tratara de un privilegio. El patriota es el ser humano
que perdona a lo nuestro ciertos olores. Patrio es sólo y siempre el
miasma que desarma. A él orientan sus vínculos atmosféricos con el
mundo los sedentarios, los que respiran juntos. Cuando Heidegger
insiste en que «en el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cerca
nía», al intérprete conformista sólo le queda añadir que ello nolens
volens tiene que referirse también a la cercanía a las letrinas consti
tutivas. La vecindad con las heces propias, con su colecta y recolec
ta, es la primera ley de la proxémica. Si hay un sentido de proximi
dad fisiológicamente privilegiado esjustamente el que se actualiza
por el odorato. No es la noche, sobre la que Heidegger reflexionó
en elogios objetiva y lingüísticamente problemáticos, la costurera
303
del ser; la costurera del ser es la cloaca general, que, por autoinclu-
sión, constituye y conforma el pueblo o el barrio ciudadano en tor
no a sí como «totalidad indivisa de mundo» automaloliente. Desde
ella adquirió un día la vida local la determinación y tonalidad de
una primaria seguridad en el mundo.
Pero también es comprensible por qué en el proceso de la Mo
dernidad desodorante tuvieron que ser progresivamente privatiza-
das, marginadas y neutralizadas las características auráticas de fami-
liarización en el mundo en general. Si uno se imagina la importancia
de momentos oloroso-auráticos tanto para la síntesis social primaria
como para la instalación doméstica en el mundo de los individuos
-aunque ¿qué puede significar imaginar en el caso de olores perdi
dos? -, aparece claro por qué algunos pueblos hubieron de atravesar
crisis especialmente graves en su camino a la Modernidad, es decir,
a la transodorización y desodorización del mundo de la vida; no en
último término sucedió esto a los alemanes, que han expresado con
mayor intensidad que otros pueblos su anhelo de evidencia sensible
de patria, sin reparar en que mediante manifestaciones patrióticas y
forzados nacionalismos la existencia no puede recuperar la seguri
dad originaria de sus letrinas.
Si, antes de la era de la política de desodorización, el vínculo de
la vida sedentaria con el mundo estaba caracterizado inevitable
mente por el letrinocentrismo de las atmósferas de la casa, del pue
blo y de la ciudad, es fácil comprender por qué con el inicio de la
Modernidad tomó forma una nueva ecología de identidades oloro
sas. No sólo fueron la industrialización y motorización las que cam
biaron radicalmente los factores aurático-olorosos del mundo de la
vida, también la permanente revolución de la higiene desde el siglo
XVIII tardío liquidó casi completamente el viejo sistema de los espí
ritus olorosos del lugar, en las ciudades igual que en el campo -ac
tualmente en Baviera una comisión de expertos del Ministerio de
Justicia y de Medio Ambiente tiene que examinar si los fundamen
tos legales para el asentamiento de estercoleros al aire libre bastan
todavía-. Pero, dado que la equivalencia de anclaje aurático-oloro-
so y determinación patria de la existencia en poblaciones sedenta
rias mantiene un resto de validez en el mundo moderno, a los con
304
formadores de clima en sociedades nacionales se les plantea el serio
problema de cómo sumergir con un sistema de odoratos metafóri
cos nacionales a grandes masas de población en miasmas manco-
munizadores.
Éste es el lugar sistémico de los modernos medios de masas
mientras actúen como transporte de olores secundarios, simbólica
mente codificados, o de emanaciones metafóricas de grandes gru
pos. Aquí se presenta la oportunidad de recordar el parentesco, no
sólo etimológico*, de olores y rumores. El rumor es el olor hablado:
no es casual que se representen los rumores como seres alados que
con celeridad demoníaca atraviesan biotipos sociales151. El rumor es
tan infeccioso y rápido como la mala voluntad. Con la implementa-
ción de un sistema para la ampliación por escrito de rumores, la
prensa de masas, triunfante desde el siglo XIX, realiza una contri
bución incalculable e inolfateable a la síntesis social actual: esto lo
hace mediante autoinfestaciones transmisoras de signos, macrocli-
máticamente efectivas y duraderas, que se producen a nivel nacio
nal. Lo que se consiguió localmente en cada caso a través de la po
lítica higiénica de las instalaciones municipales y del servicio de
aguas corrientes, la amplia neutralización de las emanaciones feca
les -de cuyos riesgos microbianos tiene noticia ya, por primera vez,
el siglo X IX , manifestándolo también en discursos científicos-, fun
cionalmente es compensado con creces por la llamada misión in
formativa de la prensa de masas, asimismo con fundamentos locales
y, sin embargo, con efectos nacionales. El descolorido sentimiento
aurático-oloroso local se sustituye por la instalación de una climati
zación informática nacional, que ha de preocuparse de la autoven-
tilación afectiva, temática, tóxica y, en ese sentido, político-interior
de la sociedad de masas. (Por lo demás está claro que los ministros
del Interior cubren el lado constitucional de la merdocracia, mien
tras que los medios, como fuerzas merdocráticas indirectas, se apro
vechan de sus márgenes de maniobra. )
Se podría mostrar fácilmente que las imágenes del clima nacio
nal, apoyadas primero en la prensa y más tarde en la radio, en mu
*En alemán: Gerüchen (olores) y Gerüchten (rumores). (N. del T. )
305
chos sentidos no procuran más que una transposición del letrino-
centrismo comunal al formato de confederación y regiones. El sis
tema de los olores secundarios nacionalizantes se instaura en pri
mera línea a través de comunicaciones infecciosas denigrantes e
instigadoras: sus temas privilegiados son catástrofes, casos crimina
les, intrigas políticas y la vida privada de los prominentes, sus meca
nismos más importantes son la provocación de olas de indignación
y la atracción de la curiosidad por medio de escándalos. Para hablar
con Nietzsche, la letrina m^ísmediática organiza el contexto de olor
del resentimiento general. El autor de La gaya ciencia y La genealogía
de la moral fue quien, con oído sutil y nariz penetrante como nadie
antes de él, dio cuenta de en qué medida las modernas sociedades
de masas están organizadas como colectivos de autoinstigación y au-
toapestamiento: de por qué la Ilustración habría de ser para él, has
ta en sus más sutiles cuestiones, un asunto de nariz ante todo. Lo
que sin ninguna razón se ha llamado su «hermenéutica de la sospe
cha» era en realidad una hipersensibilidad precisa contra las ema
naciones infames que se extienden en la sociedad moderna bajo el
encubrimiento oloroso de la filantropía, del igualitarismo y de la
obligación de recuerdo. En su hermenéutica nasal no se trata prác
ticamente nunca de presunción de motivo, sino sólo de olfateo de
motivo. Nietzsche atestigua que el proyecto desodorización está
condenado al fracaso mientras el proceso macroclimático de base
de la democracia, la producción wassmediática (verbal, pictórica,
folclórico-musical) de miasmas autoestresantes, inductores del sen
timiento del «nosotros», se pueda llevar a cabo sin control.
El descubrimiento de que las comunidades ligadas al suelo se
producen endoestrés atmosférico a sí mismas por medio de su ve
cindad obligada a las propias materias fecales, a sus desechos, a su
carroña y a sus muertos no es un privilegio exclusivo de la moderna
crítica social. Ya en el siglo XIII pueden detectarse huellas en Europa
de una ocupación jurídica naciente con la dinámica de autoinfesta-
ciones físicas en las ciudades. No nos habríamos atrevido a enume
rarjuntos materias fecales, desechos, carroña y muertos si un docu
mento eminente de la época de los albores de la conciencia
306
ecológica no hubiera hecho explícita esta precaria conexión: se tra
ta de la ley de mantenimiento de la pureza del aire de Federico II de
Hohenstaufen que aparece en las Constituciones de Melfi. El em
perador del Sacro Imperio Romano promulgó en la tercera parte
de esta obra jurídica de 1231, para sus posesiones sicilianas, bajo el
título 48, las siguientes disposiciones:
De conservatione aeris
Nos proponemos mantener con celo cuidadoso y con las mejores fuer
zas la pureza del aire (salubritasaeris), que queda reservada aljuicio de Dios,
y ordenamos que de ahora en adelante a nadie le esté permitido depositar
lino o cáñamo (cannabem)en las aguas colindantes a cualquier ciudad o cas
tillo a menos de una milla en derredor, para que -como hemos experi
mentado con seguridad- no se corrompa por ello el estado del aire (aeris
dispositiocorrumpatur). Quien lo haga, ha de sacrificar el susodicho lino o cá
ñamo en favor de palacio.
Asimismo ordenamos que los enterramientos de muertos que no sean
inhumados en urnas han de hacerse a una profundidad de media braza
(mensura cannae).
Si alguien contraviene lo dicho deberá depositar un augustal* en nues
tro palacio. Ordenamos también que la carroña en estado de descomposi
ción, que produce mal olor, ha de ser depuesta por los propietarios de las
pieles un cuarto de milla fuera del terreno habitado o arrojada al mar o a
un río.
En caso de que alguien infrinja esta ordenanza ha de pagar en nuestro
palacio un augustal si se trata de perros u otros animales más grandes que
los perros, y medio augustal si se trata de animales más pequeños152.
Que microclimas y atmósferas del mundo de la vida puedan con
vertirse en magnitudes jurídicas y políticas, y que no toda emisión
de hedor pueda apelar al derecho natural a la inevitable conforma
ción de miasmas del tipo de las emanaciones de letrinas: con esas
dos intuiciones la ley stáufica de protección del aire rebasa ya el um
*Augustalis: moneda de oro acuñada para Sicilia por Federico II a partir de 1231,
segúnelmodelodelaureusromano. (N. delT. )
307
bral de la Modernidad. Aunque la ordenanza de Federico II confie
sa que la salubridad del aire (salus, salubritas aeris) sólo puede ase
gurarla en último término Dios, con su enérgica escritura -si pres
cindimos por un instante del precario parágrafo de la carroña- deja
entrever cuán clara se había vuelto ya en sus autores la conciencia
de que una administración previsora, en una sociedad compacta, in
dustriosa, con muchos productos de desecho, ha de dictar también
reglas para perturbaciones atmosféricas causadas por el ser huma
no. Se accede al estado de cosas de la Modernidad cuando las cir
cunstancias de inmunidad se excluyen de la sumisión religiosa y se
trasladan a ordenanzas técnicas, jurídicas y políticas. Como atmo-
político, Federico II de Hohenstaufen es nuestro contemporáneo.
De sus disposiciones puede deducirse que toda preocupación real
por la sociedad real presupone una miasmalogía: una teoría crítica
delaireyunconceptopositivodelarespublicaatmosférica. Eldestino
noesyalapolíticasinadjetivoalguno,sinolapolíticaclimática153.
308
Capítulo 4
El argumento ontológico de la esfera
Y quien admite esto ¿podrá negar aún que todo está lleno de dioses?
Platón, Leyes, libro X, 899b
Nodigas:ElSeñornosepreocupademí,¿quiénpreguntaeneldélopor
mí? Entre una multitud tan grande él no piensa en mí, ¿qué soy yofrente a
un mundo tan grande?
Eclesiástico 16, 15-16
El destino de todos los sistemas metafísicos de inmunidad se de
cide frente a la cuestión de si los seres abiertos al gran mundo, los
seres humanos de la época de los imperios y ciudades, consiguen
dar plenamente el salto del autocobijo colectivo en comunidades
ciudadanas fortificadas al autoaseguramiento individual, más allá de
patrias ocasionales. Es de interés existencial para ellos saber con cla
ridad si serían capaces de llegar a vivir una vida plena también en el
extranjero más remoto: una cuestión cifrada para éstos en la consi
deración de si ellos, los mortales, que dependen de una familia y es
tán apegados a un suelo, podrían familiarizarse también con el uni
verso exterior. ¿Cuánto exilio es capaz de soportar el ser humano?
¿Cuánto desacostumbramiento de los primeros lugares necesita el
alma capaz de pensar para recogerse en sí misma? ¿Cuánto desa
rraigamiento es necesario para hacerse sabio, es decir, resistente al
destino?
Serán ciudadanos comerciantes, guerreros, marcados por viajes,
derrotas, destierros, alfabetizados y ejercitados en la argumentación
quienes lancen sus miradas escrutadoras por encima y más allá de
los muros propios. Los primeros «seres humanos burgueses» saben
mejor que nadie que también en otras partes viven gentes como
309
Joseph Cornell, Soap bubble set,
Lunar Rainbow, Space Object, ca. 1936.
ellos y que sólo se necesitarían unos pocos cambios triviales del des
tino para que fueran a parar al extranjero; la impotencia sigue a la
vida autoafirmada, como la sombra al cuerpo iluminado. Una tem
pestad marina, un viaje fracasado, una guerra perdida podrían cam
biarlo todo. Así pues, lo que se llama el extranjero, ¿realmente sólo
hay que suponerlo fuera? ¿No han hecho pie hace mucho tiempo ya
la muerte y la exterioridad en lo propio, en lo nuestro? Cuantas más
experiencias hacen con la vida en ciudades falibles, tanto extrañas
como familiares, los individuos que se mueven con mayor claridad
van comprendiendo que tampoco la ciudad patria es capaz de satis
facer su anhelo de arraigo feliz. Si te sientes mal en ciudades extra
ñas, ello no habría de sorprenderte dado el estado de cosas. Si te
sientes mal en la tuya, es tiempo de meditar en la existencia en ciu
dades y en el ser-en-el-mundo en general.
En ninguna parte en el Mundo Antiguo se produjo esta refle
xión tan radicalmente y con mayor trascendencia que en la Atenas
postsocrática: la ciudad desmoralizada que había salido humillada,
310
rota, confusa y persistentemente contaminada de las pruebas de los
treinta años de guerra contra Esparta. Las murallas ciudadanas han
perdido su encanto. Los seres humanos sienten que tras el terror
endógeno, desencadenado en la polis durante la dictadura de los
Treinta, también ha perdido su significación la diferencia cardinal
entre dentro y fuera. Frente a ello, la restauración de la democracia
significa poco. El proceso de Sócrates había puesto al descubierto la
labilidad e irritabilidad de la ciudad. Y el caso de Alcibíades, que,
por despecho contra los suyos, se había pasado a los espartanos y
fraternizado incluso con los persas, había hecho patente que la ciu
dad ya no podía retener siquiera a sus hijos más brillantes. Cuando
en ella ha dominado la peste, primero la bacteriológica y después la
política (¿o fue otra la secuencia? ), la polis queda destruida como sis
tema de inmunidad y desvirtuada como forma de mundo. ¿Cómo
los vencidos, los autodevorantes, autocontaminados, han de cons
truir, vivir, pensar en el futuro? En caso de que la haya alguna vez,
¿en qué consiste la recompensa por la fatal suerte ciudadana?
Sabemos cómo esa ciudad sin par supo recuperarse en un des
calabro hacia delante, también se podría decir: en un progreso ha
cia, o en un preludio de, lo que un día se llamaría «dialéctica de la
Ilustración». La desesperanza hace audaz, el recuerdo de la catás
trofe libera nuevos constructos desde lo fundamental. ¿Qué suce
dería si pudiera comprobarse que más allá de ciudad y Estado el
universo mismo configura una esfera cerrada en sí misma, que no
pierde nada y que sabe contrarrestar cualquier ataque a su inmuni
dad? ¿Si en lo más alto todo estuviera en su lugar, «fiel como la cir
cunferencia a su centro» (Hermán Melville)? ¿No podrían entonces
los mortales, a los que ha golpeado la ciudad, abandonarse al sueño
de encontrarse también como en su propia casa, de un modo nue
vo y fabulosamente invulnerable, en dimensiones cósmicas sin fron
teras, y precisamente en ellas? Sí. ¿Cómo vivir, entonces, en el uni
verso?
¿Cómo echar raíces en el ser mismo. . . ? ¿Cómo instalarse en
una altura hasta la que no lleguen los vapores locales y donde los
miasmas políticos hayan perdido su poder infeccioso? ¿Cómo con
seguir hacer vacaciones en lo absoluto, lejos de toda vecindad a in
sensibilidades desavenidas? ¿Cómo descubrir un lugar donde las al
311
mas se recuperen de la peste local, de las maldades insaneables y de
las camarillas egoístas?
Con el brote de tales especulaciones excéntricas y catárticas, en
las que el deseo y el saber establecen entre sí una nueva alianza -se
llada por una palabra que suena a la vez musaica y evangélicamen
te: philosophíar-, comienza lo que se ha llamado, en sentido estricto,
el milagro griego: la transformación de una tradición sapiencial re
gional en una cultura del saber universalmente orientada. En ella la
geometría inicia una liaison inaudita con la inmunología. En la Ate
nas platónica filosofar significa ante todo una cosa: extender la idea
de inmunidad de una ciudad vencida con mayor poder que nunca
más allá de sus dominios. Sin la catástrofe de Atenas quizá la anti
gua Europa habría recorrido caminos completamente diferentes de
la sabiduría precientífica al concepto filosófico. Sólo aquí y en este
momento, en la reacción de inmunidad de la ciudad más inteligen
te a su derrota político-atmosférica más dura, pudo desarrollarse lo
que condujo el concepto de mundo de la inteligencia helena a los
antiguos derroteros occidentales.
En su momento fundacional la filosofía sirvió de estación depu
radora a la inteligencia traumatizada. Con su establecimiento ante
las puertas de Atenas se creó una técnica de filtraje de atmósferas
corrompidas. Como un médico que prescribe dietas y ejercicios,
Platón recomendó a la ciudad peijura análisis lógicos y ejercicios de
elevación anímica: el recuerdo es la mejor medicina del alma, pero
no el recuerdo de lo que los modernos llaman experiencia, sino el
de un saber uranio que remite a un tiempo anterior a historias y pa
trias. El genio psicagógico de Platón consistió en su capacidad de se
renar y animar a lasjóvenes almas que se agolpaban en sus pláticas,
haciéndolas participar en clarificaciones serias como ninguna. No
había que dudar de que la Academia era el lugar más entretenido y
más serio de la ciudad; en él se transponían la comedia y la tragedia
en una tonalidad lógica. Esa aclaración de la atmósfera de la ciudad
había de hacer historia o, más bien, contrahistoria; hasta que un día
las cosas llegaran a un punto en que el centro de utopía-«escuela»
se hiciera no menos sofocante, a su vez, que su entorno -ya em
ponzoñado antes y de modo diferente-, de manera que el espíritu
312
libre hubo de buscar lugares, donde poder respirar, fuera de la al
ternativa de escuela y sociedad.
Pero lo primero que importa poner de relieve correctamente es
el paso al desarrollo del primer efecto-Academia: hay que conside
rar lo que significó que el autoctonismo ateniense y su sabiduría im-
plosionaran, y que ya no bastara menos que la colonización del ser
en general para satisfacer las necesidades de habitáculo de una in
teligencia que se sentía erradicada de la intimidad ciudadana. Se
había hecho necesaria una nueva fórmula de residencia. Tras la ca
tástrofe de la polis sólo la hiperbólica creencia filosófica en la iden
tidad de casa y cosmos podía en adelante proteger a los ciudadanos
de las invasiones del frío del extrañamiento. Lo que importaba an
te todo a los nuevos fundadores filosóficos de la polis era la defensa
ante la depresión política: se trataba de poner a resguardo a la re
pública frente a la sospecha paralizante de que los dioses se habían
alejado demasiado como para interesarse por los seres humanos.
Hay que situar el acontecimiento que significa Platón sobre el
trasfondo de la catástrofe política y biológica de la polis, para en
tender qué clase de cambio produjo el helenismo tardío en los esti
los de vida de las clases cultas. De él proviene una sugestión que se
guiría caracterizando durante toda una era la vida filosófica: como
agente inmobiliario de la nueva ontología, el filósofo hace publici
dad entre sus conciudadanos para que participen en dar el paso de
residir en la ciudad a residir en el ser. No otra cosa intenta el pro
yecto amor-a-la-sabiduría. Es evidente que el tiempo para ello esta
ba maduro; el hecho de que el adepto de la filosofía se ponga a la
tarea de conseguir el saber -salvífico por antonomasia- del todo, y
eso en el corto espacio de la vida humana, supone un preconcepto
fuerte, quizá desesperanzado, de sabiduría. La sabiduría de Platón
es un fuego en el que se arroja una vida para salvarse a sí misma y
salvaguardar su sueño de inmunidad. Pero también quien no quie
re quemarse, sino calentarse desde lejos o simplemente consolarse,
como sucedía en la época helenística con el cliente normal de la pai-
deia, ya no podrá menos que inclinarse pronto ante la autoridad de
la nueva fuente de calor y sentido.
313
Vacunar la vida con la locura que se llama ser: gracias a esa ope
ración el filósofo se arroga el derecho de presentarse en adelante
como médico y auxiliar de mudanza de la vida cercada; bajo la
máscara de un experto en otros lugares y en otro modo de resi
dencia, en general, el filósofo se ofrece a la sociedad enajenada co
mo especialista en enfermedades de cultura, sentido y lugar. Según
la alegoría de Sócrates en el Teeteto, su misión es la de asistir al par
to de buenas ideas provenientes de malas circunstancias. Así como
el judaismo posbabilónico había aprendido a vivir en asuntos teo
lógicos fundamentalmente por encima de sus posibilidades, en tan
to que, al volver del exilio y temblando de rabia, debilidad y asom
bro, elevó sin embargo a su Dios por encima de los dioses
imperiales de las grandes potencias del entorno, así también el ge
nio ateniense se hizo virulento filosóficamente en grado máximo,
después de que, recuperándose de la propia caída, colonizara el ser
mismo como una Magna Graecia críptica. Desde entonces los filó
sofos residen en sus ciudades como huéspedes, como si ya no vi
vieran allí realmente; la Academia, situada ante las murallas de la
ciudad, se convierte en escuela de un exilio metafórico, metafísico.
Allí se ejercitan la transferencia y la sublimación como movimien
tos primarios de la vida consciente. En ese gesto y en su reproduc-
tibilidad se fundan los inconmensurables éxitos de exportación de
la escolástica ateniense.
Pensar significa ahora mudarse allí donde no es posible ya nin
gún desarraigo154. Así como toda vida pasa de su caverna corporal
originaria a un receptáculo social, así la filosofía, que quiere ayudar
a nacer en luces resplandecientes, ejercita ahora la mudanza del re
ceptáculo político a una caverna de luz pura. Por utilizar la expre
sión de Gastón Bachelard, ésta ya no ofrece «las grandes segurida
des de un vientre», pero sí, a cambio, «las bellezas racionales del
volumen geométrico»15. Lo que Diógenes enseñó con su célebre
píthosy el tonel-vivienda, vale durante el siguiente milenio, y más
tiempo aún, para todos los auténticos representantes del gremio: ya
no viven en la ciudad empírica sino en un tonel luminoso, el cos
mos. Del trágico Eurípides se conserva esta frase, totalmente im
pregnada ya del espíritu del semiexilio académico: «Por todas par
314
tes en el aire el águila se siente en casa; el ser humano noble tiene
su patria en la tierra entera». Los filósofos, aunque como personas
políticas posean el derecho de ciudadanía, como sujetos espiritua
les viven en sus ciudades-hospedaje como metecos o peregrini, como
advenedizos y transeúntes, en una comuna sólo ocasional, cerrada
en sí misma e intelectualmente sin perspectivas. En este punto, no
hay diferencia alguna incluso entre las antípodas más señaladas de
la filosofía antigua, los platónicos y los cínicos. Si el alma platónica
se aferra a su derecho de vagar por todas partes, «bajo la tierra y so
bre el cielo» (Teetetoy174e), el cínico se precia de ser insuperable
como «habitante de los países Modestia y Pobreza»156. Ambos colo
can la ironía entre ellos y la ciudad. Efectivamente, ¿de qué valen las
murallas heroicas si ya no convencen de que tras ellas es como me
jor se vive en casa? Compromisos y derrotas desmoronaron la inge
nuidad local. ¿Para qué seguir construyendo, si las murallas ya no
pueden exorcizar el miedo ante el abismo inanimado? Como dirá
Epicuro, los seres humanos, todos, no sólo viven frente a la muerte
en una ciudad sin murallas; tampoco los ciudadanos de las ciudades
fortificadas pueden ya ponerse a salvo frente a la sensación de ha
ber caído en un espacio abandonado por todos los espíritus comu
nitarios luminosos (dicho modernamente, frente a la depresión, fal
ta de solidaridad, desamparo). Por eso se plantea con mayor urgencia
aún la pregunta de cómo hacer para conseguir el derecho de ciu
dadanía en el ser.
A través de la preocupación política por el espacio en el umbral
del Estado imperial actúa lo que con Oswald Spengler se podía
llamar el arcaico miedo cosmológico al espacio: un miedo que
Spengler tuvo a bien considerar como una característica de toda vi
da despierta y libre de movimientos, y como un movensde todas las
creaciones culturales superiores: «El miedo al mundo es segura
mente el más creadorde todos los sentimientos originarios»157. Él es
lo que se pretende conjurar en cualquier originaria «simbolización de
lo extenso, del espacio y de las cosas». A nosotros nos parece más
plausible suponer que el miedo específico ante la amplitud y lejanía
inabarcables del espacio terrestre y celeste sólo apareció como con
secuencia secundaria de trastornos esféricos con ocasión de la fu
315
sión violenta de grupos y tribus en estructuras imperiales más gran
des y con ocasión de la pérdida de seguridad de las ciudades. No es
necesariamente la lejanía, naturalmente experimentable, de la cú
pula del cielo la que introduce en los seres humanos el sentimiento
de pérdida en el espacio sobredimensionado. Antropólogos cultu
rales y caracterólogos han mostrado que algunas culturas e indivi
duos saben poco de miedo al espacio; Frobenius ensalzó la vivencia
del mundo de las culturas que buscan la lejanía, y Balint aportó con
su retrato del «filobato» la réplica psicológico-individual a ello. El
modo cosmofóbico de sentir es más bien un fenómeno desviado
que presupone inmunizaciones fracasadas y narcisismos colapsados.
Desde siempre, los seres humanos con poca sensación traumática
de vértigo asocian la vista del cielo despejado más bien con imáge
nes de toldos y mantos mágicos, y en la era de los arquitectos, con
catedrales, cúpulas y palacios; ven en su lejanía un cómplice de su
arrojo, y en su altura, una premonición de las posibilidades de su in
teligencia. Por contra, la sensación de que el universo no es com
pacto e invita a precipitarse en él, ese sentimiento de un abismo gra
ve y fatal sobre el que Spengler escribió páginas inolvidables en su
teoría del espacio -o la conciencia airada de ver, cuando se mira
arriba hacia el cielo, el borde de un desierto tapiado-, pertenecen
a las adquisiciones psicopatológicas de épocas en las que los indivi
duos, en número cada vez mayor, se sentían arrinconados y perdi
dos, como rechazados por los hombres y olvidados por Dios. Quizá
en este modo de sentir se mezclen también restos de una arcaica re
ligión-pánico, que pudo formarse bsyo la impresión de catástrofes
cósmicas.
El moderno sentimiento ateo, evocado característicamente por
Pascal con las palabras: «El silencio eterno de los espacios infinitos
me produce espanto», que acompañó a las almas bellas desde el si
glo XVII, tiene una prehistoria compleja que podría reconstruirse en
esbozo por medio de una teoría de las catástrofes esféricas y de las
inmunodeficiencias adquiridas psicocosmológicamente. La historia
de los miedos al mundo, adquiridos empíricamente, se diferencia
ría de una historia general de la vida herida o lastimada en que ten
dría como objeto las perturbaciones de los sistemas psicocósmicos
316
de inmunidad: trata de extravío, exilio, enajenación y de la existen
cia en el castillo interior de los aislamientos, cuyos moradores pare
cen condenados a una vida alienada en mazmorras parecidas a la
muerte. Se diferencia, a la vez, de la historia del malestar en la cul
tura en que no tematiza tanto la renuncia a los impulsos cuanto la
privación de forma, y en que trata menos de carencias libidinosas
que de carencias esféricas. En ella no habría que hablar de sinos del
impulso, sino de sinos del sentimiento espacial, y menos de enfer
medades de relación que de enfermedades espaciales del alma; la
insuficiencia de la relación de objeto aparece como un aspecto de
una insuficiencia de forma de mundo.
En esta historia,junto con esos trastornos de los sistemas políti-
co-existenciales de inmunidad, habrían de mostrarse también los
procedimientos de curación que los intérpretes poderosos de las
formas de mundo, los reyes, los fundadores de religiones y los sa
cerdotes -y, en último término, de modo informal y sin poder, los
filósofos- introdujeron con el fin de cerrar brechas en los amura-
llamientos psíquicos y desgarros en las cubiertas del mundo de la vi
da. De ahí saldría toda una historia de las concepciones macroscó
picas, de las doctrinas de sabiduría y, finalmente, de las doctrinas
filosóficas del ser, todo ello bsyo un diseño terapéutico-inmunológi-
co. En ella habría que mostrar que las concomitancias metafísicas
del concepto de mundo como tal provienen en principio de las ar
tes omnicurativas de interpretación.
Las llamadas «imágenes de mundo» de las grandes culturas sur
gieron de reparaciones agresivas hechas a las más antiguas concep
ciones mítico-animistas y religiosas del todo. Por sus rasgos funda
mentales espirituales, todas ellas representan ontologías terapéuticas,
dado que en último término no tratan de otra cosa que de la cues
tión: cómo los individuos expuestos al peligro en las comunidades
potencial y actualmente no compactas del gran mundo desconcer
tante pueden todavía saberse cobijados, a pesar de todo, en un re
ceptáculo conformador de orden máximo. De lo que se trata en los
grandes proyectos cosmológico-sociales de las culturas antiguas, des
de China hasta Grecia, es de la cuestión: cómo en las épocas turbu
lentas de la ciudad y el imperio los inquietos individuos aislados ha
317
bían de arreglárselas para dar el paso de la cosa pública humana fa
lible a la ciudadanía imperecedera del universo.
Las grandes doctrinas de orden, que se presentan como escuelas
filosóficas de vida y como ontologías políticas, bosquejan a grandes
rasgos lo que han de considerar los seres humanos si quieren ele
varse por encima de la historia tribal, ciudadana y nacional, y de sus
vicisitudes, hasta los desagües ordenados de la naturaleza eterna.
Pero, dado que para esas regularidades edificantes por las que han
de tomar medida los seres humanos, los constantes fenómenos ce
lestes, las revoluciones del sol, de la luna y de los planetas ofrecen
el paradigma más sugestivo, parece que no hay nada más importan
te para las ontoinmunologías u ontologías clásicas que explicar las
relaciones del ser más inquieto con la forma de orden de mayor
quietud, las relaciones del ser humano lábil con la constitución del
cielo. (Esto presupone que para los seres humanos de la era filosó
fica naciente había desaparecido la más mínima huella de un re
cuerdo potencial de mayores irregularidades astrales, si es que las
hubo en épocas históricas. Para ser capaces de ver en los movi
mientos planetarios el arquetipo de movimientos circulares eterna
mente regulares no podía haber entre ellos ningún elemento activo
derivado de psicosis astrofóbicas, como sí puede suponerse que los
hubo en algunas religiones de Oriente Próximo, asiáticas y latinoa
mericanas. Sólo así es posible divinizar un cielo aliado como garan
te de procesos universales de orden158. ) En la época de los Estados y
ciudades combatientes, los seres humanos revueltos, liberados, ame
drentados, en tanto adoptan la concepción novedosa y exacta de su
condición cósmica según la expresa el pensamiento filosófico, han
de llegar a la convicción de que en ningún momento pueden sub
sistir fuera de ordenaciones válidas; fuera de un todo pleno y com
pacto, en definitiva.
Si los mortales hubieran reconocido su situación dentro del re
ceptáculo total del ser, habrían conseguido siempre arreglárselas
tanto frente a desgracias personales como frente a las pérdidas de
forma de la política local. Si los persas aniquilan a tus parientes, si
los piratas macedonios te venden en el mercado de esclavos, inclu-
318
Heliópolis alias Karlsruhe, 1715.
so si losjinetes escitas te tuestan a fuego lento: siempre habría un
punto fijo o un criterio desde el que, incluso para ti mismo, esto
apareciera sólo como la superficie encrespada de un fondo profun
do y tranquilo. Este es el consuelo de la filosofía en tanto persevere
hasta el final en su misión armonizadora: la filosofía proporciona a
los suyos la clave con cuya ayuda reconocen que dentro de lo que
nos concierne todo sucede como puede y debe. Ella es el arte de
cambiar el punto de vista en relación con cualquier vicisitud, de mo
do que de la negación pueda resultar una afirmación, de lo extraño
algo propio, de la destrucción una contribución a la eutonía del to
do. El sabio no entiende la suerte y desgracia sino como lecciones
dentro de un curso de acomodación al universo; él es el ser huma
no que ha desmentido lo exterior. Su método es un estructuralismo
uranio. Frente a lo más exterior tanto existencial como cosmológi
camente, las escuelas edificantes establecen el axioma holístico de
que la exterioridad es imposible para el cielo. Basta colocarse en el
punto de vista del cosmos para participar de su invulnerabilidad.
En los tiempos antiguos todos los interesados tenían claro que
este cambio de punto de vista hacia algo más-que-humano sería im
posible sin una dura ascesis. Por eso, cuando los pensadores se to
man en serio el refugio en la filosofía se impone una vida ascética,
de ejercicio; las escuelas son órdenes racionalistas y ascéticas; pre-
319
tenden hacer de meros seres humanos puntos de conexión del logos
cósmico. Ciertamente, puede que tú mismo, en tanto individuo frá
gil, seas demasiado débil para la comprensión del todo; pero eso no
te evita la tarea de asimilarte al más grande de todos los sistemas de
inmunidad: a la periferia perfectamente rasa y llana, luminosa, del
cielo, que no puede llegar a colapsarse aunque fallen todos los dis
positivos de seguridad del mundo humano. La esfera suprema está
libre de desajustes, por una parte, porque el borde del todo gira se
reno en sí mismo; por otra, porque las semillas del mal, las irregu
laridades, que claman al cielo, de los incidentes que suceden abajo
nunca alcanzan la altitud suprema. El éter no percibe nada de los
miasmas sublunares; sin tiempo, la esfera de las ideas descansa en su
luz. Por eso, la meditación del anillo extremo, invulnerable, del re
ceptáculo del ente en su totalidad fue el ejercicio mental decisivo de
la filosofía posplatónica159. Todo ejercicio sirve para el fortaleci
miento de ese sistema mental de inmunidad. Por su sentido prácti
co, las contemplaciones de orden de los antiguos nunca fueron otra
cosa que la prosecución individual con medios lógicos de una cons
trucción de murallas devenida absurda.
«El compás es el cincel de este segundo arte plástico. »160Su ob
jetivo es demostrar que, en cualquier situación del destino y en cual
quier punto de la superficie terráquea, el alma siempre puede re
mitirse a su privilegio inamovible de ser una ciudadana del cosmos
solícito. Aunque todo lo demás, revolución, peste, exilio, le asalte,
el derecho de ciudadanía en la ciudad absoluta sigue siendo pro
piedad del sabio. Éste es el cogito cósmico que ha de poder acompa
ñar a toda situación humana: el universo es una casa, y la casa no
pierde nada, tampoco me pierde a mí mismo por muy desconcerta
do y perdido que pueda sentirme.
Fue, por supuesto, Platón quien en su obra tardía estableció los
estándares de la glorificación del mundo acabado. El pater philoso-
phorum, como el nuevo académico Marsilio Ficino acostumbraba a
llamar al fundador de la Antigua Academia, se preocupó personal
mente de explicar cómo ha de proceder cualquier refutación o des
mentido del exterior. Para ello, prosiguiendo sus exposiciones filo
320
sófico-naturales del Timeo, introduce en el controvertido libro Xde
las Leyes el nuevo género argumentativo de la demostración de la
existencia de Dios, que esencialmente desemboca en la refutación
del supuesto de que haya cuerpos que no estén envueltos, llenos y
regidos de y por un alma.
Se reconoce inmediatamente que la teología -tanto la nueva, fi
losófica, como la más antigua, clerical- ha sido desde el primer ins
tante teología política, ya que la defensa de Dios se concibe siempre
como defensa de la comunidad de sus fieles frente a los infieles ex
ternos. Se reconoce, asimismo, en qué consistía el ataque ateo, da
do que la doctrina del no-ser de los dioses pudo hacer causa común
desde el principio con la tendencia antisocial y con el materialismo
político, es decir, con la doctrina del derecho del más fuerte. Si, co
mo enseñan quienes niegan a Dios, hubiera meros cuerpos a los
que no les hubiera sido dada un alma divina, cobijante-dirigente,
entonces se podría decir con razón, tanto en un sentido absoluto
como relativo, que estarían fuera. Pero, entonces, si los cuerpos es
tuvieran fuera e inanimados, también lo estarían los seres humanos,
dado que ellos mismos son cuerpos entre cuerpos. Además, si los
cuerpos de las estrellas errantes no fueran dioses sino meros mon
tones calientes de escombros y piedras, sería imposible que se preo
cuparan de los seres humanos con sabia solicitud. Si los grandes
cuerpos celestes sólo fueran desiertos ardientes ahí fuera en el uni
verso, la soledad cósmica de los seres humanos sería un hecho defi
nitivo y la social tendría que seguir sus huellas. Entonces tendrían
razón los ateos en burlarse de las ficciones piadosas de los bienin
tencionados, que se imaginan que están rodeados de dioses y que el
curso de las cosas lo dirige una sabia providencia. Reprime a los dio
ses y niega las almas: las piedras son nuestros vecinos más próximos
y ya no significa mucho la diferencia entre cuerpos vivos y muertos.
Para los seres humanos, así desencantados, el cielo se convertiría
en una escuela de indiferencia. Entre los habitantes de las ciudades
la indiferencia de todos frente a todos tendría la última palabra, ya
que en ausencia de un principio de unidad podrían reconocerse
mutuamente tan poco como una piedra a otra. Sin temor a castigos
del más allá, podrían hacerse también unos a otros lo que quisieran.
321
En el vacío no hay instancia superior alguna que acudiera en auxi
lio de las víctimas y reparara la injusticia. La ley del cuerpo más fuer
te quedaría como ultima ratio de la regulación de relaciones entre
fuerzas en el espacio exterior. En todo caso, los cuerpos más débi
les, en tanto temporalmente se acostumbran unos a otros, podrían
mantenerse unidos para formar coaliciones contra cuerpos más
fuertes y para evitar la soledad por un momento engañoso. Pero
nunca podría llegarse a formar una comunidad substancial o ani
mada entre ellos, dado que ya de antemano se niegan, precisamen
te, espíritus comunes o almas-campo que unifiquen. La risotada del
criminal impune triunfa sobre la reflexión filosófica: una posibili
dad de la que supo hacer uso la Modernidad, tras Sade, con su cul
to del artista-delincuente. Caracteriza la prudencia conservadora de
Platón el hecho de que sólo espere cosas malas del aparato político
de la democracia, incluida su superestructura de teoría contractual,
convencionalismo y optimismo antropológico, y que se preocupe de
buscar bases más sólidas para la fundamentación de la república.
Con ello, las premisas de la intervención platónica están claras:
el filósofo comprende con qué adversario ha de vérselas. Sin ilusión,
contempla el espectáculo de cómo el ateísmo político inicia el ata
que al corazón de la comuna. Cuando Critias, en una comedia (per
dida) , Sísifo, califica a los dioses como invención de un hombre listo,
cuando Anaxágoras define el sol como masa de piedra incandes
cente, cuando Aristófanes, en las Nubes, presenta el cielo como una
máquina meteorológica, vacía de dioses: puede que en esas ocasio
nes, si se quiere, como ateniense dicharachero, amante de sacar
punta a las palabras, uno se divierta un instante en compañía de
amigos, que necesiten reírse, tomándose estas libertades, que al fin
y al cabo forman parte del agorázein, de la libre vida masculina en el
mercado. Pero el filósofo, que reflexiona sobre las condiciones de
posibilidad de ser de la ciudad, tiene que constatar, en honor a la
verdad, que con tales discursos la comuna sigue muriendo en sus
ciudadanos. Ysi los hechos dieran razón a quienes niegan el alma y
que el mundo esté lleno de dioses, habría que guardarse doble
mente de hacer propaganda pública de tales doctrinas. Para el es
píritu de la república es fatal que se extienda la idea de que los se
322
res humanos ya no podrían ser unos para otros más que cuerpos
manipulables en el espacio inanimado. Tales convicciones no sólo
desinhibirían a los fuertes para imponer más escrupulosamente to
davía sus propios intereses a los demás, desmoronarían también las
alianzas de los débiles y desalentarían el temor religioso del que se
alimenta la solidaridad burguesa. Además, un filósofo que ha con
templado cómo se tratan mal mutuamente los seres humanos que
se consideran unos a otros cuerpos en el vacío sabe demasiado bien
que los seres humanos abandonados a sí mismos no se reconfortan
mutuamente, ni en momentos de paz ni, sobre todo, en momentos
de guerra. Hay que haber experimentado el «encarnizamiento ho
rrible con el que se arrasaban unas a otras esas minúsculas ciuda
des»161para comprender lo que es capaz de hacer el pánico sin alma
entre seres humanos que quieren salvarse unos a costa de otros.
Si se quiere preservar a los ciudadanos de los modos en que una
multitud ocasional de meros cuerpos sin razón se comportan unos
con otros compitiendo por la supervivencia, entonces, como enseña
la inquietud conservadora, los ateos no pueden tener la palabra en
la polis. Resistirse a los orígenes: esto vale no sólo para la infección
erótica sino más aún para la atea. En ella reside, como Platón -en
tanto pionero de todos los conservadores de vanguardia- cree ha
ber comprendido, el germen de la des-solidarización. ¿No promue
ve su aislamiento y su desamparo político quien no reconoce una es
pecie de compenetración a priori entre los seres humanos que viven
juntos? ¿No impulsa hacia delante la desespiritualización, peligrosa
mente iniciada ya, quien no quiere creer en un espíritu común? Pla
tón, cuya primera época de vida estuvo enteramente ocupada por
los treinta años de guerra entre Atenas y Esparta, a la vista de las
ruinas físicas y psicológicas de su ciudad patria tenía fuertes motivos
para querer impulsar la nueva ciencia de la animación de la polis. Es
taba en la naturaleza de las cosas que ésta habría de llegar a con
vertirse también en un nuevo proyecto de doctrina sobre los dioses,
más aún, en la primera teología explícitamente teórica. Quien qui
siera salvar la república más radicalmente de lo que se permitían so
ñar los liberales de mercado y los agitadores democráticos tendría
que volver a ensamblar de nuevo, e indisolublemente, la ciudad, las
323
almas de los ciudadanos y los dioses. Pues sólo así como el alma di
vina es capaz de animar y regir un cuerpo cuando va unida a él, la
presencia de un órgano racional divino en la ciudad podría, según
Platón, iluminar y dirigir a ésta hacia lo mejor para ella.
Por su propia tendencia, la teología política platónica persigue
un comunitarismo cósmicamente apoyado: según ella, las comuni
dades ciudadanas sólo pueden resultar bien en la medida en que,
como cuerpos animados, se dejen mover por un principio de razón,
realmente presente. Si se entendieran bien a sí mismas serían, en
cierto modo, iglesias lógicas o unidades constituidas teónomamen-
te, cuyos mejores dirigentes serían, a su vez, los filósofos auténticos
y verdaderos. Para el pueblo normal esta noocracia salutífera podría
ser representada hasta más ver por el culto tradicional a los dioses,
en tanto éste puede ser realizado aún de buena fe y sin demasiadas
concesiones a las viejas atrocidades de las ofrendas de sangre. Con
la nueva filosofía, como con la antigua piedad, se fundaría suficien
temente la síntesis social desde arriba y desde dentro; siempre se
rían tychés, numina, dioses de la ciudad, almas espirituales, todos
ellos substanciales, representados regionalmente y encamados indi
vidualmente en cada caso, los que mantendrían en forma la repú
blica empírica. (Esta regla holística, aunque rota innumerables veces,
se mantendrá en vigor durante milenios; sólo la sociedad moderna
«diferenciada», que ha sabido crear sistemas de cobijo no-teológicos
que tienen que ver con el Estado del bienestar sobre todo, se arries
gará al experimento de intentar su síntesis sin dioses unificadores,
suponiendo que el retiro político de los dioses sea posible sin pro
vocar al mismo tiempo el dominio de los lobos. Pero, dado que, co
mo parece claro, meros sistemas técnico-sociales de grapado no bas
tan para animar a una sociedad buena, también en la Modernidad
se vuelven a reclamar «valores»; pero ¿qué serían esos «valores» si
no los antiguos dioses de la polis en el exilio? )
Sólo si todo está lleno de dioses -Platón recurre al dicho de Ta
les, pánta plére theón, en un lugar crucial de su demostración-, los
cuerpos, también los cuerpos de la polis de los que se trata aquí en
primera línea, van siempre unidos a almas racionales y devendría
imposible el extravío exterior de cuerpos aislados en el espacio va-
324
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cío y de almas en un mundo inhabitable. Esa imposibilidad consti
tuye el demonstrandum de Platón: el principio y fin de sus esfuerzos
por fundar la cosa pública en fuerzas esenciales divinas, realmente
presentes y efectivamente envolventes. Allí donde el alma racional
se hubiera dado un cuerpo político, la primera ciudad deductiva,
podrían eliminarse -quizás por primera vez en la historia del ser hu
mano- de los regímenes ciudadanos las fuerzas codiciosas y resenti
das, y sustituirse por un régimen noocrático.
Si, con mayor distancia, se someten los argumentos de Platón
325
-que pronto trataremos más pormenorizadamente- a un análisis
crítico, llama la atención la rapidez, incluso la precipitación, con
que llega a la meta, una meta de la que no estaría dispuesto a pres
cindir bajo ninguna circunstancia. ¿Debería habérsele insinuado dis
cretamente que procediera con mayor lentitud en sus demostracio
nes? ¿Tendría que habérsele aconsejado dudar más tiempo en sacar
sus conclusiones y confiar menos en sus sentimientos de evidencia?
Es claro que estas preguntas son de naturaleza retórica, dado que a
posteriori no hay consejo alguno que valga para los grandes de la tra
dición. Al contrario, nos inclinamos a admitir que los pensadores
que conocen de antemano su resultado han de precipitar siempre,
y como con necesidad, sus ideas (precisamente bsyo la apariencia de
un retardo argumentativo y bajo un respeto manifiesto ante las de
ducciones lógicas), dado que para ellos no es el camino el que con
duce a la meta, sino la meta la que está al comienzo y se finge haber
encontrado en los caminos de la investigación y ser fácil y segura de
alcanzar por cualquier ser humano bienintencionado y razonable.
Nosotros, los modernos, envidiamos y sospechamos, a la vez, de to
dos los que gozan del privilegio de poder comenzar en una meta
(pues quien comprende alguna vez que ya está donde quería llegar
puede considerarse iluminado; mientras que para los que no tienen
meta, para los irresolutos, no puede haber iluminación alguna, sino
sólo éxtasis de escepticismo). Caracteriza a la situación lógica del
presente que aconseje explícitamente dar un salto allí donde cami
nar no conduce con seguridad a la meta. Quizá haya que haber per
dido la certeza clásica de la meta para comprender de qué clase de
privilegio gozaban aquellos seguros de su meta de antaño cuando
volaban con despreocupada precipitación hacia sus resultados, o se
acercaban a ellos con saludable demora. Entonces se comprende
que se pedía demasiado de los antiguos maestros cuando quiso ha
cérselos cómplices de dudas y depresiones modernas. ¿Puede, si
quiera, dejarse abierto el resultado cuando se trata de cuestiones
acuciantes? ¿No es posible hacerlo sólo cuando en las cosas ya no
hay más de qué tratar? ¿No ha sido siempre la famosa «duda metó
dica» una farsa y no ha tenido que servir sólo como figura encu
bierta del ánimo fundamental maníaco-resolutivo y depresivo-irre-
326
soluto de los autores? (En el pensamiento contemporáneo ha sido
Jacques Derrida, sobre todo, quien ha experimentado con formas
de un discurso radicalmente abierto; con ello la argumentación fi
losófica se convierte en un ejercicio de no-llegada a un resultado po
sitivo. Pero ese nunca-llegar sólo muestra, a su vez, la otra cara del
siempre-estar-ya-en-la-meta de la metafísica clásica. )
Sea como sea, quien tras el argumento de Platón pretenda se
guir afirmando que no hay dioses y que los cuerpos humanos están
agrupados arbitrariamente -sueltos y separables en cualquier mo
mento- con otros cuerpos en el espacio vacío de dioses, ése, según
el oráculo de la escuela y del templo, se encuentra, en principio y
para el resto del tiempo, simplemente en el error. Pues la tesis ver
dadera, de cuyo afianzamiento se trata, reza, de una vez por todas,
que todo está lleno de dioses.
Pero, dado que hay que suponer, en principio, que el ateo, so
bre todo cuando se trata de una persona joven, insolente y mal
aconsejada, no puede más que haberse confundido, tiene derecho
a ser instruido. Ningún ser humano se confunde con gusto, y todo
confuso tiene derecho a corrección por medio de un saber mejor:
esos axiomas socráticos corresponden a la regla fundamental del
ánimo ciudadano griego, que no considera como asuntos esotéricos
ni siquiera los bienes culturales supremos, sino que los pone en me
dio de la ciudadanía, en meso, entre los testigos y los oradores. Esto
ya lo cumplieron con éxito las representaciones trágicas de los ate
nienses; y la nueva teología, que pretende aventajar al teatro dioni-
síaco, no puede hacer otra cosa. Por eso Platón opinaba que, antes
de abordar la cuestión de si y cómo castigar a los ateos, es correcto
y necesario intentar un uso pedagógico-social de su demostración
de la existencia de Dios para rehabilitar a impíos merecedores de
pena: aquí se separan los caminos del pensador, obligado a la pa
ciencia metódica, y los de los sacerdotes, que condenan con mayor
rapidez todojuramento que no sea el suyo. Sólo en último término,
en caso de una falta de comprensión obstinada y culpable, opina
Platón que, lamentándolo en cierta medida, se puede y debe hacer
caer el peso de la ley sobre los delincuentes. Pero con ambos, con
la demostración de la existencia de Dios así como con su uso tera
327
péutico, Platón da a entender que en el caso de la cuestión de la
existencia de Dios o de dioses (la diferencia de singular y plural
aquí significa menos de lo que se supone corrientemente) no se tra
ta de una discusión entre puntos de vista teóricos, que pueda ser
practicada dentro de los muros de la Academia como torneo argu
mentativo. Afirmar los dioses o negar los dioses no son posiciones
simétricas que estén en mutua pugna y cuya pelea pueda contem
plarse con interés deportivo. Si la filosofía ha de ser de utilidad pa
ra la cosa pública, en relación con la tesis de que hay dioses y de que
éstos, aunque se encuentren en casa en lo máximo, mégiston, tam
bién se preocupan de lo pequeño, mikrón, de los asuntos humanos,
no puede existir libertad de opinión y, por ello, tampoco licencia
para negarla. Si la polis ha de existir, han de existir los dioses; dado
que los dioses existen, la polis es posible y real; y si la vida de la polis,
no obstante, va mal, es, sobre todo, porque el olvido de los dioses ya
se ha propagado entre los ciudadanos de modo preocupante.
En esta situación el filósofo se ofrece como el médico de la cul
tura frente al olvido. Acomete la empresa de demostrar la existen
cia de lo divino mediante la recuperación de evidencias perdidas, y
no con el ánimo, ciertamente, de implicarse en fútiles esgrimas dis
cursivas de salón. Al Platón que se ha hecho viejo le resulta extraño
el sadismo deportivo de estrangular en el aire, en debates académi
cos con el estudiante dotado, las opiniones de los antepasados, co
mo hacía Aquiles con las serpientes. Su argumentación es conserva
dora y melancólicamente constructiva. Sabe que ninguna sociedad
puede poner en juego realiter sus sistemas efectivos de inmunidad,
sus convicciones comunes vitalizantes, sin destruirse a sí misma. Su
demostración de la existencia de Dios y dioses no tiene el sentido de
aportar argumentos para lo más probable con respecto a un asunto
indeciso. El asunto está decidido en suprema instancia; con argu
mentos humanos y divinos la sentencia está dictada. Los dioses vi
ven, y ninguna contratesis seria puede atentar contra su realidad y
actualidad. Cuando Platón, a pesar de todo, argumenta -él mismo
se plantea un instante si la argumentación tiene siquiera sentido
aquí (Leyes, libro X, 887a-c)- es para consolidar adicionalmente,
frente a la provocación atea, el resultado irrenunciable: la doctrina,
328
confirmada por los pensadores de todas las épocas e intuitivamente
sancionada por los sanos sentimientos de todos los pueblos, de que
hay dioses buenos y sabios, interesados por los seres humanos.
Uno se las tiene que haber, pues, con un preludio ateniense de
la tesis fides-quaerens-intellectum medieval, aunque ahora bajo la di
rección de la filosofía, que, frente a la creencia del pueblo y de los
sacerdotes, reclama para sí la nueva competencia teológica decisiva.
En consecuencia, la decisión de argumentar tiene también una in
tención política, referente a las ideas políticas o a la política de ideas.
Si los dioses se vuelven dependientes de argumentos, las bases de la
legitimación de poder y orden en la república se desplazan, al me
nos hipotéticamente, en favor de aquellos que aporten los mejores
argumentos para su fundamentación teológica. La introducción de
Platón del argumento para la demostración de la existencia de Dios
proporciona el modelo de una revolución conservadora en bien de
la clase fundamentante.
Naturalmente que la polis vivía desde siempre en la convicción
de que los dioses solícitos, fieles al lugar, presentes en las almas de
los ciudadanos, garantizaban su existencia. Pero en el futuro ha de
tener presente, además, que el orden ciudadano en total, como ar
mónica disposición de las partes, participa per analogiam en la es
tructura geométrico-divina de orden del universo escalonado y re
dondeado162: y aquí entra enjuego la nueva contribución específica
de la cosmoteología filosófica. La ciudad tiene que llegar a ser re
donda como lo es el cosmos, y tiene que jerarquizarse tal como el
cosmos está escalonado, desde lo mejor hacia abajo, hacia lo menos
bueno. Hablar de esta geometría divina ya no es competencia de los
expertos culturales al uso, los sacerdotes, pero sí de los nuevos filó
sofos, formados matemáticamente.
