La paloma-espíritu surgida de
la palabra «hágase» traza el primer círculo de luz.
la palabra «hágase» traza el primer círculo de luz.
Sloterdijk - Esferas - v2
Y, naturalmente,
también el Capitolio en Washington (por no hablar de los abruma
doramente numerosos capitolios de cada uno de los estados de EE
UU) se debía a sí mismo autocoronarse con una cúpula en estilo
maximalista (la decisión, por cierto, se tomó tras un debate que ca
si tomó la dimensión de un debate constitucional). Con la cúpula
del Capitolio (que responde directamente a la de San Pablo de Lon
dres e indirectamente a la de San Pedro de Roma), acabada en 1864,
todavía durante la guerra civil, la translatio imperii de los europeos a
los americanos es un hecho estilísticamente cumplido, que sólo ha
bía de ser todavía políticamente consumado; la ocasión para esto úl
timo sería la entrada de EE UU en 1917 en la Primera Guerra Mun
dial. Que arquitectónicamente sea una fake, una mera fachada de
piedra sobre un entramado de hierro como soporte, es característi
co del clasicismo washingtoniano en general.
Pero la metamorfosis decisiva de la cúpula no se produjo por
obra de los constructores políticos de las innumerables, más o me
nos retóricas o verborreicas, paráfrasis de un edificio central, que
fueron edificadas en el Viejo y Nuevo Mundo hasta bastante más
allá del umbral del siglo XX (y en cuya línea se movían aún los pla
nos inflados de Hider y Speer para los edificios berlineses de la vic
toria final); se llevó a cabo a partir de los años veinte del siglo XIX
bsgo iniciativa privada y económica: con aquellas espléndidas cons
trucciones de pasajes cubiertos en París, Milán y Roma, en las que,
como Walter Benjamin ha mostrado, la productividad de espacio
del capital moderno realizó su idea más sugestiva hasta entonces.
Los pasajes plasman una idea de interior que ya no expresa la in
manencia del cosmos en un contorno divino inmunizador, sino una
que testimonia la circunvalación de la tierra por el tráfico de mer
cancías y la penetración de todos los contextos vitales por flujos de
dinero. En el pasaje se funden entre sí la piazza, la calle comercial y
el salón bayo el signo de la «mercancía» o del «estilo de vida». Quien
396
Cúpula central de la Gallería Vittorio
Emmanuele II en construcción, Milán 1865-1867.
cuenta con medios suficientes puede satisfacer aquí la necesidad de
prescindir del carácter de pared del cielo construido en favor de una
transparencia simulada. Este es el sentido inmunológico del mate
rial cristal, cuya gran carrera comienza con las cubiertas de los pa
sees, y con el que el dinero, que es el que construye su idea de es
pacio, posee una afinidad tan evidente como profunda.
Sólo con las utopías de cristal edificadas del constructivismo tem-
397
Nuevas galerías comerciales, Moscú, 1888-1893;
desde 1917, grandes almacenes del Estado (GUM);
brazo medianero del pasaje.
Maqueta de la cúpula del Parlamento de Berlín,
Norman Foster, 1998.
prano y con las desenfadadas e ingeniosas arquitecturas-mdoors de
finales del siglo XX, la producción de espacio en las cabezas de los
arquitectos, filósofos y diseñadores de ambientes da un paso decisi
vo más allá de los modelos de la vieja Europa. Así queda libre el ca
mino para grandes espacios reconstruidos que han dejado tras de sí
la contraposición tanto de exoterismo y esoterismo como de cen-
tralidad y descentralidad. En los nuevos espacios se plasma una idea
«ovalada» de espacio, liberada de la dogmática del espacio central
de la vieja Europa191. El siglo XXI, Finalmente, proyectará sus tejados-
mundos más allá de los viejos ideales morfológicos de cielo, casa y
caverna. El ser humano de la Modernidad, que ha de«con»struido
el firmamento y exonerado al cielo de sus funciones tradicionales
de inmunidad, es un inmunizado de otro modo, que por eso vive de
otro modo y construye de otro modo. Ha diseñado sus tejados y pa
redes laterales de nuevo, y suscrito seguros que han cambiado dra
máticamente su postura frente al riesgo universal. Como alguien que
399
Millenium-Dome, en en el recodo
Themse de Greenwich Village,
Londres, vista de enero de 1999.
piensa de otro modo, debía convertirse también en alguien que se
preocupa de otro modo; como mejor asegurado, también es alguien
que puede permitirse una medida enorme de apertura al mundo.
En la era venidera la cúpula se convertirá en signo de la persua
sión de que también el vacío quiere que se lo reconstruya. Puede
que Dios esté muerto, pero la construcción de cúpulas continúa y
con ella el debate sobre el techo apropiado para pender sobre las
cabezas de los seres humanos contemporáneos. Los techos de la
posmodernidad son hipótesis de trabajo para comunidades provi
sionales, y ya no dogmas ontológicos. Parece que el vacío construi
do perfila hoy el horizonte dentro del cual quienes nacen y mueren
han de preocuparse de sí mismos y de sus comunidades. Incluso la
primafacie megalómana Millenium-Dome en Greenwich, Londres, de
Richard Rogers, con la que Inglaterra quiso celebrar su entrada en
400
el tercer milenio, da testimonio del fuerte poder de empuje de esta
demanda político-simbólica de espacio. Una nación entera vibra ba
jo la impresión de una idea de espacio contemporánea y sin em
bargo difícilmente interpretable: según informes estadísticos, pare
ce que en el año 1997, en los periódicos de Gran Bretaña, la palabra
más utilizada (después del nombre de Diana) fue la de dome, cúpu
la192. Los debates sobre cúpulas siguen siendo indicadores de sensi
bilidad colectiva por el espacio. Como desde la época de las mura
llas de Jericó y Uruk, la capacidad constructora y arquitectónica
avanzada sirve hoy para vigorizar la tesis protocomunitaria de que
también en lo muy grande, incluso en lo global, ha de valer el pri
mado del interior. Nada hay en la arquitectura que no haya estado
antes en las ideas de inmunidad.
401
Capítulo 5
Deus sive sphaera
o:
El Uno-Todo que estalla
La esfera es la autoimagen del alma.
Marco Aurelio, Soliloquios II, 12
A cada instante comienza el ser; en tomo a todo aquí, gira la esfera allá.
El centro está en todas partes.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra III,
«El convaleciente» 2
Cuando mejor se entendió a sí misma, la teología occidental fue
una meditación del centro surreal. Con un empeño tal que roza la
desesperanza, trata de un centro-todo que es imposible que pueda
ser el del mundo. Dado que en el diseño del mundo de la metafísica
clásica Dios y el mundo fueron separados por la primera diferencia,
el centro del mundo real -la tierra, pobre en luz,junto con los seres
humanos errantes sobre ella- y el centro del supramundo -el centro
de superabundancia divino y los bienaventurados espíritus que lo ro
dean- han de distanciarse para siempre. Por ello, la teoría del todo
sólo podía prosperar como teoría en dos partes, incluso en dos len
guas y, en definitiva, completamente escindida. Como cosmología o
ciencia del todo de la naturaleza, trataba del universum, como teolo
gíao ciencia del todo del espíritu, de Dios como fundamento o mis
terio del mundo. Parece natural pensar que ambos discursos pudie
ran componerse en una teoría general unitaria -considerando que
naturaleza y Dios espiritual fueran dos aspectos complementarios del
mismo continuum y sus teorías sólo proyecciones diferentes de la mis
ma realidad total, coherente en sí misma-, pero ello resultó imprac
ticable, a pesar de innumerables manifestaciones solemnes a su favor
y del refinamiento progresivo de sus repeticiones.
403
Desde un punto de vista moderno se ofrece una buena oportu
nidad de reconocer que los cosmólogos de la antigua Europa y los
teólogosjudeo-greco-cristianos en ningún momento hablaron de lo
mismo al tratar de lo que llamaban lo uno y el todo, a pesar de que
ambos partidos eran expertos en la totalidad y a pesar de la tenaci
dad que pusieron en su intento de hacer converger sus discursos. Es
verdad que podría haberse encontrado un fundamento formal pa
ra la armonización de la teoría del todo del mundo y la teoría del
todo de Dios en la estructura de ambas totalidades -en el parentes
co de sus concepciones morfológicas fundamentales-, porque am
bas, conforme a sus interpretaciones clásicas, pueden concebirse
siempre como una única esfera infinitamente perfecta, y parece jus
tificable esperar que dos proyecciones diferentes de una esfera má
xima signifiquen de hecho sólo una y la misma. Pero este supuesto
se revela engañoso, y el análisis de ambas esferas máximas mostrará
que es imposible que puedan ser la misma: sí, que el ensamblaje de
una en otra -procurado incesantemente tanto por la philosophia
perennis como por la teología especulativa- sea realizable no sin im
plicaciones absurdas. Está claro que el Dios de los morfólogos tenía
ganas de mofarse a la vez de teólogos y cosmólogos en tanto se le
ocurrió presentarse en dos totalidades incompatibles, como si qui
siera violentar la proposición autoevidente máximum est unum, que
sugiere que habría un máximo, y sólo uno, que sería, únicamente él
y sin rival, el Uno-y-Todo.
Recordemos: Platón y Aristóteles tuvieron un éxito rotundo, en
principio, en su intento de demostrar que entre las muchas esferas
posibles sólo puede haber una que actualmente sea la omnicom-
prensiva. Platón había enseñado expresamente que el demiurgo no
había producido dos o innumerables cosmos, sino sólo uno, que en
su abundancia y completud representa una singularidad aislada (ere
mos) y engendrada como única (monogenes). Con los escolarcas ate
nienses toma forma el argumento decisivo para la posteridad de
que el máximo sólo puede ser uno y de que, por ello, todas las co
sas que existen corporalmente están reunidas dentro de un contor
no máximo, el de la cúpula real del cielo: Lo máximo es uno y único,
una tesis cuya sólida formalidad se impuso desde la Antigüedad has
404
ta los idealistas modernos, pasando por el Cusano. Si el mundo es la
totalidad de lo que está rodeado por un límite extremo, sólo puede
ser, en consecuencia, uno y único, dado que el concepto de lo má
ximo incluye necesariamente la integración total. Así, el cosmos de
los filósofos, generado y animado por el logos, se promueve hasta
convertirlo en la mayor de las totalidades y en la totalidad de lo en
volvente.
No obstante, para teólogos en la estela de Platón está claro que
Dios, por su parte, ha de superar y abarcar de modo incomparable
el mundo y todo lo que hay en él. Le corresponde la autoría en una
esfera-todo aún más poderosa, aunque de índole completamente
diferente: una esfera de todas las esferas, hiperfísica, noética, ener
gética, erótica, a la que sólo se puede llamar espacial en sentido im
propio, y en cuyo centro -aunque ¿qué significa centro en la su-
perespacialidad? - él, plenamente activo y omnisciente, goza de sí
mismo sin medida ni oposición alguna. Dios rodea todo y nada le
rodea a él mismo, dice el Pseudo-Areopagita, y con ello se expresa
claramente su superioridad en magnitud tanto espacial como hi-
perespacial. Si esta réplica de los teólogos idealistas posee un fun
damento válido -y desde el punto de vista inmanente hay mucho
que habla en favor de esa concesión-, no pueden ser una y la mis
ma la esfera de los doctores aristotélicos en naturalia, el cielo-mun
do que tolera la tierra en su centro y la «esfera»-Dios matemático-
mística, de la que proviene todo y que contiene todo dentro de sí.
Tampoco consigue quitar de en medio la contraposición intran
quilizadora de ambos proyectos máximos la famosa construcción
auxiliar de la idea metafísica de unidad, la de la analogía entis, que
permite al mundo, semejante en lo desemejante, seguir al Dios in
finitamente superior a una distancia sumisa.
Por lo que respecta a sus planteamientos y resultados, la teoría
de Dios y la teoría del mundo siguen siendo proyectos profunda
mente diferentes, por más que ambos -engañosamente semejantes
en sus formas expresas- se lleven a la práctica defado como teorías
de esferas de máximo rango. Con su principio dens sive natura, fue
Spinoza el primero que mostró cómo, si se está dispuesto a sacrifi
car la trascendencia, puede retirarse de la cartelera la comedia oc-
405
Imagen del mundo seudo-teocéntrica.
Nicolás de Oresme, Livre du ciel et du monde, 1377,
manuscrito de una traducción con comentarios de De coelo
de Aristóteles, hecha para Carlos V. El ilustrador lleva a cabo
una inversión del cosmos aristotélico: las siete cubiertas
de los planetas se abovedan de modo cosmográficamente
irregular en torno a Dios en lugar de en torno a la Tierra,
con la cubierta de las estrellas fijas y la de Saturno dentro,
y la de la Luna en el margen exterior.
cidental de la doble teoría. Por muy grande que sea la tentación de
identificar ambos constructos esféricos -el cosmológico-inmanente
y el ontoteológico-trascendente-, manifiestan disonancias substan
ciales ante las que ha de fracasar cualquier intento de unificación.
Sólo por un interés institucionalizado en consonancia y convergen
cia ha podido crearse la ilusión de que la ciencia escolástica greco-
cristiana llegó a constituir una unified theory, comprensiva de Dios y
mundo, y de que con ello alcanzó algo que podría calificarse de
imagen global coherente de lo existente y supraexistente o de siste
406
ma metafísico integrado. Sólo se necesita leer un poco más lenta
mente de lo habitual los textos oportunos para convencerse de que
no puede decirse tal cosa. En realidad, la llamada onto(cosmo) teo
logía de la era metafísica, a cuya engañosa homogeneidad pagó tri
buto incluso Martin Heidegger con su intento -superfluo de he
cho- de «destruirla», está escindida desde su fundamento. En su
base se manifiesta la diferencia insuperable entre dos proyectos de
totalidad esféricos, caprichosos y nunca realizables concéntrica
mente, en cuya ensambladura en el complejo de la llamada «meta
física» -si se considera a la luz correcta- no hay nada que destruir
porque ya falla como constructo.
Todos los intentos de hacer coincidir los centros, contornos y ani
llos interiores de las dos sublimes esferas de totalidad estaban con
denados al fracaso por cuestiones de principio, aunque el paralelis
mo de los retóricos entre Dios y mundo contribuyera desde el inicio
a velar la discrepancia de las cosas. Por ello, la metafísica clásica ni
necesita ni es capaz de una destrucción o de«con»strucción, dado que
ya una reconstrucción bienintencionada, aunque no torpe, desvela
con deslumbrante o, si se quiere, trágica claridad la inviabilidad del
proyecto metafísico: la disposición concéntrica e inconsútil de la es
fera del mundo y la esfera del supramundo, una en otra.
Así pues, lo que sería necesario n o es tanto una crítica del cen-
trismo como tal cuanto una diferenciación suficientemente cuida
dosa de los centros y de las periferias correspondientes. A partir de
ella resultaría claro que toda la tradición metafísica reposaba sobre
una confusión interesada entre espacios de trascendencia y de inma
nencia, es decir, sobre la confusión entre dos centros completamen
te diferentes y sus contornos. Hay que admitir que esta diferencia no
es fácil de captar para pensadores que, afirmativa o subversivamen
te, están bajo el embrujo de la tradición. Incluso el Cusano se dejó
obnubilar gustosamente por el espejismo constitutivo de su época,
que necesitaba soñar con el abrazo de la tierra por el cielo; por ello
enseñó, tan convencional como inútilmente, algo imposible: el
con(ex)centrismo del globo del cosmos y del globo de Dios, o, lo
que aquí significa lo mismo, el encierro redondo de toda inmanen
cia en una trascendencia envolvente:
407
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Sono inaliigenae lepante.
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•ngclímoijam4Wcidi. t ukiccbctpwnopioaoc Ucagtfcmué
Esfera-mundo geocéntrica,
de una obra de Cecho d’Ascoli, Viena 1516.
Así pues, quien es el centro del mundo, a saber, el Dios bendito, es el
centro de la tierra y de todas las esferas y de todas las cosas del mundo, y es
alavezelcontornoinfinitodetodo1*
Obviamente, cosas así pueden escribirse, pero resulta imposible
pensarlas; y por una razón que en lo que sigue se presentará con
una nitidez que no conoce ninguna de las historiografías de la filo
sofía hasta ahora: la discrepancia entre la interpretación teoperifé-
rica y la teocéntrica del mundo -se podría decir también: entre la
ontología aristotélica de la majestad (Dios arriba) y la doctrina pla-
tónico-plotínica de la emanación (Dios en el medio)- es de un ma
terial más duro que cualquier afán de armonización de los sistemas.
No se puede construir el todo al mismo tiempo a partir de la tierra
y de Dios, y quien, a pesar de todo, lo intenta tiene que simular con-
centricidad donde de hecho no puede haberla. Qué o quién sea
efectivamente «el centro de la tierra» en el espacio de la imagen de
mundo medieval, lo pondremos de manifiesto después en el capí
tulo sobre las «Antiesferas» con un análisis fundamental satanológi-
co; y de qué equívocos ha de valerse uno para pensar a Dios como
el «centro de todas las esferas» es algo que puede mostrarse con de
talle en el Cusano mismo, considerando su tratado De ludo globi.
La confusión sobre el sentido de centro en el pensamiento alto-
medieval alcanza hasta los últimos niveles de la interpretación de
Dios y mundo. La «metafísica occidental» no habría podido mante
ner su consistencia en el punto decisivo sin un tejido espeso y elás
tico de autohipnosis piadosas, apoyado por un sistema de ideas fic
ticias institucionalizadas, que corresponde con precisión a lo que
hoy se llama discursos (según Foucault: rutinas del decir-cosas). El
precio de la libertad medieval de pensamiento, que sólo era posible
como licencia para la teoría en los límites del dogma, fue que había
que mantener latente el bifocalismo de la «imagen de mundo» y que
no se podía mantener diálogo explícito alguno sobre las contradic
ciones entre el emplazamiento geocéntrico o teocéntrico de pro
yección dentro de la burbuja de ilusión de la philosophia perennis.
La profundidad de la edificante confusión se muestra, entre otras
cosas, en que todavía el hombre loco de Nietzsche, que creyó anun
409
ciar la muerte de Dios, es víctima de la confusión de centros, sin si
quiera imaginar que en su intervención tendrían que haberse dis
tinguido dos conceptos radicalmente diferentes del Uno-y-Todo.
Cuando el hombre loco, en el ominoso parágrafo 125 de La gaya
ciencia, plantea sus preguntas excéntricas: «“¿Qué hemos hecho al
desprender la tierra de su sol? ” “¿Hay todavía un arriba y abajo? ”
“¿No vamos errantes como a través de una nada infinita? ”», por el
tono y contenido habla inconfundiblemente de la pérdida de la peri
feria que para la humanidad poscopernicana acompaña la despedi
da del aristotelismo en cosmología. Aquí se guarda duelo por la eva
poración del cielo de las estrellas fijas, cuya distancia desencadena
el shock del infinitismo. El pathos de las preguntas de Nietzsche de
lata cómo ha afectado la descentralización de la tierra y la liquida
ción de las cubiertas al sistema de inmunidad psicocósmico de la an
tigua Europa: «¿No nos llega el aliento del espacio vacío? », «¿no
hace más frío? ». Con tales expresiones parece como si el nihilismo
ronde ahora todas las puertas de las casas; el giro de la tierra se in
terpreta como una centrifugación fatal que nos lanza a un frío eter
no; que al cielo le falte la ultima cúpula ha de significar inmediata
mente la pérdida de seguridad de la vida. El agitado mensaje es fácil
de comprender: crece el desierto, el punto de orientación se ha per
dido, el exterior lo toma todo y ya sólo puede encontrarse sentido
en sistemas de autocobijo radicalmente artificiales, diseñados en con
tra de la falta de suelo objetiva (ya sólo puede encontrarse sentido
en una construcción-arca de segundo grado).
Pero: cuando el hombre loco proclama la muerte de Dios de un
aliento, habla de algo completamente diferente, a saber, de la pérdi
da del centro que se siguió del repliegue de la teología moderna de
posiciones platónico-plotínicas. Que Nietzsche gustara de presen
tar esta segunda pérdida como consecuencia de un crimen perpe
trado con lo supremo, mejor, con lo máximo, puede considerarse
una histerización tolerable en cuanto manifiesta conciencia de lo
agudo y delicado de la cuestión sucesoria. Pero el hecho como tal
resulta problemático, pues ¿con qué punta del círculo se habría
apuñalado al punto medio absoluto? Se impone ahora una doble
tarea: hacer que la tierra ruede fuera del centro del cosmos aristo
410
télico-tolemaico y extinguir el origen de toda luz en el centro de la
esfera neoplatónica de Dios; se trata de dos operaciones funda
mentalmente diferentes, cuya no distinción ha de llevar a aprecia
ciones confusas en todos los ámbitos implicados. No en último tér
mino se decide ante esa cuestión el propio sentido de Modernidad:
¿Se trata de una era posmetafísica, como se propala desde la altura
de todas las cátedras, o de una era metafísica-de-otro-modo, que
aún no se entiende bien a sí misma? ¿Se ha vuelto imposible en ella
la ontología en general, como no se cansan de decir los pensado
res precipitados, trascendentaltas y constructivistas, o es sólo que
ha cumplido ya su tarea un tipo histórico de pensamiento ontoló-
gico? ¿Ya ha dicho su última palabra, en general, el pensar filosófi
co, de modo que tendrían razón los teóricos de la alienación cuan
do miran al pasado con melancolía omninecrológica, o es, más
bien, que el viejo amor a la sabiduría ya está en camino de darse
una nueva forma histórica, digamos: la de un arte racional trans-
génico? Parece que el sentido de Modernidad mismo dependiera
de la interpretación de la catástrofe de las esferas metafísicas y, con
ello, de que uno se manifieste sobre si lo que ha de darse por per
dido es el centro o la periferia, o ambos, y qué centro, y qué peri
feria de qué esfera194.
Sin embargo: que todas estas posibles pérdidas signifiquen en
definitiva lo mismo es una convicción que se hace valer en las tra
diciones, tanto conservadoras como modernas, desde la edad mo
derna hasta hoy. Esta confusión viene de lejos, sus comienzos se re
trotraen al clasicismo griego, y toda la Edad Media está bajo su
signo. Que incluso Nietzsche cayera todavía en ella muestra la soli
dez de la ilusión antiguo-europeo-católica, que hubo de mantener
en vigor a cualquier precio la afirmación de que, si se consideraban
las cosas desde puntos de vista superiores, la esfera del mundo y la
de Dios sí estaban construidas de algún modo concéntricamente,
por no decir en unidad conjunta, tal como pretendía sugerir aque
lla frase del Cusano, que suena tan precisa, pero que lógica y obje
tivamente resulta completamente desesperanzada. La tesis de la
identidad, efectivamente, tenía que ser válida para que permitiera
suponer, con visos de éxito, que el apartamiento de la tierra del cen
411
tro del cosmos significaría metafísicamente lo mismo que la eva
cuación de Dios del centro del ser.
Pero esto es una sugestión sin apoyo objetivo. En realidad de ver
dad se trata de dos descentralizaciones toto coelo diferentes, a cada
una de las cuales corresponderían nuevas modalidades completa
mente diferentes de proveer la ocupación del lugar central, o de
dejarlo vacío. No han faltado a la Modernidad candidatos para apro
piarse de ambos centros vacantes del todo: la materia, el ser huma
no, el sujeto específico, la vanguardia, la raza, la estructura, el in
consciente, el capital, el lenguaje, el cerebro, los genes, la masa de
la explosión primordial. De todo esto, y de más cosas, se ha habla
do ya como fundamento y centro dominante, y cualquier cliente del
mercado desregularizado de sentido pudo decidirse á son goüt por
su apriori. Se ha intentado como nunca comprender de cuál siquie
ra de los centros a ocupar se trataba.
La historia de las ideas de los últimos doscientos años es, por
ello, la era de las luchas por la sucesión hereditaria en los centros
problemáticos de totalidades en apuros: es comprensible que ello
desemboque en propuestas pacifistas de relajarse, por fin, en una
«cultura sin centro»195. No es que no se pudiera comprender por
qué en este campo -inabarcable, debido a su ángulo extragrande-
la Ilustración resulta un negocio lento y cómo es que aquí se alcan
za poco sin una especie de observación orbital desde fuera y sin
visiones de conjunto radicalizadas. Pero, hasta que aquí se haya ins
taurado un mejor saber en un frente más amplio, los horribles sim-
plificadores y restauradores salmodiantes conservan su público des
valido, a conveniencia, en sus manos. Unos recurren a un Aristóteles
que satisface del mismo modo a arzobispos y socialdemócratas, los
otros vuelven a barnizar vestigios barrocos de la phihsophia perennis
para el público nostálgico. La intervención más conocida en este
campo la ofreció el delirante católico Hans Sedlmayr con su escrito
acusatorio, crítico de la Modernidad, La pérdida del centro. Las artes
plásticasdelsigloXIXy XX comosíntomay símbolodeltiempo(1948),enel
que lamentaba la pérdida de un centro del que nunca se pudo de
cir dónde estaba ubicado en realidad. (Así y todo, Sedlmayr ilustra
una vez más lo que era y pretendía el aristotelismo católico, cuando
412
achaca a la arquitectura moderna su desligamiento «de la base te
rrestre», ejemplarmente materializado en el proyecto de Ledoux
para la esférica Casa de los vigilantes del vestíbulo en Maupertuis [1775-
1780], que por su forma puramente geométrica vulneraba las leyes
de la existencia sublunar; en general, Sedlmayr advierte en la Mo
dernidad una tendencia inequívoca al desarrollo de «esferas inhu
manamente puras», lo que desemboca finalmente en una acusación
de autoendiosamiento y satanismo. ) Pero, Sedlmayr o anti-Sedlmayr,
la confusión sobre el sentido del centro y de su pérdida en la Mo
dernidad es más o menos igual de grande en todos los campos.
Si se quieren diferenciar claramente las dos figuras clásicas de lo
omniabarcante, la esfera del cielo y la esfera de Dios, basta mirar a
sus centros. Inmediatamente aparece la diferencia irreconciliable
entre el proyecto esférico geocéntrico y el teocéntrico. Esta dife
rencia es la que sabotea desde dentro y para siempre el propósito
teórico más sublime de la antigua Europa: el de dar una forma ló
gica al hén kaípán.
Como se explicó en el capítulo anterior, en el primer diseño de
la gran esfera el centro lo ocupa lo ultimum y pessimum ontológico:
topamos en él con la tierra, habitada por seres humanos mortales, y
con sus entrañas subterráneas, el infierno, caracterizado como el
polo negativo del universo y el lugar de mayor separación posible
del Dios de las alturas. A la cosmografía geocéntrica le resulta inhe
rente un infernocentrismo estructural: el anillo más interior del in
fierno en el núcleo de la tierra, donde un Satán de tres caras (con
tratrinitario) deja caer sus lágrimas desde seis ojos monstruosos en
el propio hielo eterno, constituye el monumento conmemorativo
de esa concepción del punto central absoluto del mundo físico.
Que la tradición le haya llamado también el príncipe del mundo
significa una consecuencia cosmológicamente correcta del agravio
aristotélico a la tierra.
Del Satán en el hielo hay que aprender lo que en última instan
cia significa ser-en-el-mundo según la interpretación católica: el de
monio no ha perdido el centro; lo es él mismo.
413
\nitAJ sí
Prmctpi
Tcrmmuj
Fons cJJi
Acíujf»
Em cfU\
Natura, tu
Cosmos en espiral de 22 escalones, que corresponden
a las letras del alfabeto hebreo. Este esquema, extremadamente
teoperiférico, sintetiza en una única serie el sistema areopagítico
de emanación (la emanación de las nueve inteligencias-ángeles
de Dios, 2-10, acto seguido el cosmos aristotélico de cubiertas,
11-18, finalmente los cuatro elementos, 19-22). La degradación de
la tierra (Terra, 22) mediante su doble determinación como elemento
y como cuerpo central y más alejado de Dios es evidente en este
híbrido diagrama. La esfera negra insinúa la existencia de una
segunda construcción, en este caso teocéntrica. Tomado de
Robert Fludd, Historia del macrocosmos y del microcosmos, 1617.
En torno a este depravado centro del mundo, el polo negativo
subterráneo, la superficie de la tierra, después de todo, conforma
una cubierta firme, iluminada, abierta al cielo: un medio sobre el
que se va realizando la vida humana, amenazada por el pastoso
abismo del mal, pero atraída, a la vez, por seductores más altos. La
onto-topología clásica no deja de repetir su axioma: que el lugar del
hombre es el «entre». En él actúan sin cesar las fuerzas vectoriales
de abajo y arriba. En tomo a esa esfera terrestre, conformada por la
fuerza de gravitación de la muerte y por la fuerza ascensional de la
esperanza, y a sus cementerios bajo la luna, se van depositando re
giones etéricas de mayor dignidad, una sobre otra, a partir de su sa
télite hacia arriba. En el esquema simplificado de ocho peldaños: las
cubiertas de la luna y del sol, después las cubiertas de los cinco pla
netas, y sobre ellas la esfera de las estrellas fijas, por la que el mun
do etéreo planetario limita con el cielo empíreo, el reino de los es
píritus bienaventurados.
El ejemplar viaje de Dante al cielo, ampliado a una secuencia
de diez peldaños, responde en lo esencial a este modelo geocén
trico; conduce, primero, al cielo lunar, habitado por bienaventu
rados que no pudieron cumplir una promesa; después, al cielo de
Mercurio, donde residen los héroes del honor, y al de Venus, don
de han encontrado su residencia permanente los amantes decen
tes; sobre éste se arquea el cuarto, la esfera del sol, poblado muy
oportunamente por teólogos con claridad de ideas, que durante su
vida ocultaron b¿yo hábitos sus cuerpos a la luz, pero que ahora, a
cambio, los doran ya transfigurados en un eterno baño de sol. Si
guiendo hacia arriba el poeta llega al quinto cielo, formado por la
cubierta de Marte, en la que están reunidos los mártires en tanto
héroes de guerra de la fe; después al cielo de Júpiter de los prínci
pes buenos y, finalmente, al cielo de Saturno de los contemplati
vos. Sobre éste se expande la octava bóveda, el cielo de las estrellas
fijas, al que sólo rodea, a su vez, el último receptáculo, el cielo de
cristal: éste, por sus propiedades translúcidas, fue postulado por
los doctores como el llamado primer diaphanum, para que la luz di
vina pudiera afluir desde arriba al cosmos físico196. Sobre la nonei-
415
dad de los espíritus bienaventurados se puede adivinar, finalmen
te, la decenidad inefable con el rosetón celeste y la morada de la
Trinidad.
Está claro que el paraíso de Dante se basa en un modelo cósmi-
co-supracósmico espurio, que sintetiza con mucha libertad motivos
aristotélicos y neoplatónicos en tanto adopta los órdenes de cubier
tas del cosmograma de Aristóteles y toma prestado de Platón y Plo-
tino la centralización de Dios en un punto de luz hiperluminoso. Ya
el hecho de que la luz central divina de Dante no alumbre en el cen
tro físico del mundo, sino que entre en el cosmos desde la periferia,
remite al papel ambiguo de la luz (como lux y como lumen) entre fí
sica y superfísica. En el esquema de Dante se mezclan francamente,
sin miedo a incompatibilidades, teología del cosmos y teología del
espíritu. Como es sabido, el poeta se comporta en su ascensión co
mo si no viajara dentro de radios cada vez mayores y de bóvedas de
cubiertas cada vez más amplias, como pertenece a un ascenso cos
mológicamente consecuente; persigue, más bien, un objetivo colo
cado en lo alto, un «centro» exento, en cierto modo, que se en
cuentra, paradójicamente, en el margen extremo y fuera del cosmos
escalonado. El poeta, con gran despreocupación, deja que la com
plicación topológica del cielo repose en sí misma; sólo Dios puede
saber cómo hay que arreglárselas para comprimirse en un único
punto central resplandeciente y presentarse, a la vez, como vallado
más amplio y avanzada más sublime de la estructura cósmica. Des
pués de todo, el no-teólogo puede admitir la idea de que Dios, si lo
hay, no tiene problemas de figura, y podría ser al mismo tiempo
punto y volumen-todo.
Por lo que respecta a esa esfera cósmica, geocéntricamente cons
tituida, en ella se mantiene la usual perspectiva humana al diferen
ciar arriba y abajo, y, por ello, su centro, en total acuerdo con la in
tuición cotidiana, se localiza «aquí abajo», mientras que la periferia,
naturalmente, sólo puede quedar «allí arriba». No en vano Dante,
cuando, ya casi al final del viaje, es elevado al cielo de cristal, echa
todavía una mirada hacia atrás y ve en el rincón más apartado del
universo la tierra en su ridicula, conmovedora pequeñez.
416
Gustave Doré, ilustraciones para
la Divina commedia de Dante, Paradiso, canto 12:
Cosí di quelle sempiterne rose
volgiensi área noi le due ghirlande,
e si l'eslrema a l %intima rispuose
[Así de aquellas rosas sempiternas/
las dos guirnaldas cerca de nosotros/
giraba, respondiendo una a la otra*].
’Divina comedia, trad. de Luis Martínez de Merlo, Giorgio Petrocchi (ed. ),
Cátedra, Madrid 1988. (N. del T. )
Col viso ritomai per tutte quante
le sette spere, e vidi questo globo
tal, ch’io sorrisi del suo vil seminante
(Paradiso, canto 22, 133-135)
[Recorrí con la vista aquellas siete/ esferas, y este globo vi en tal forma/ que
su vil apariencia me dio risa].
Con esto, el carácter espacial del viaje poético a través del mun
do luminoso de las esferas desaparece otra vez; entre sus resultados
pretendidos está el humillar a la tierra en las grandiosas dimensio
nes del cosmos197. Deus est res extensa: este principio spinozista tiene
cierto sentido ya para el Dios de la cosmología escolástica, en tan
to éste instaura el cielo o el mundo de éter como su extensión in
directa, de lo que se sigue, ciertamente, que en el esquema espacial
está menos «consigo» hacia abajo, para dejar de estarlo, completa
y finalmente, en lo más b¿go, en el punto de Satán, en el centro del
mundo de cuerpos. En este modelo, en consecuencia, bienaventu
ranza y malaventuranza se reparten según la diferencia entre arri
ba y abajo, de modo que quienes buscan salvación no pueden du
dar ni un instante de adonde ha de conducir su camino: hacia
arriba, elevándose a esferas más altas, siguiendo a Dios, presentido
allá arriba.
Quien, sin embargo, tuviera la idea de buscar a Dios dentrodel
globo del mundo nunca podría encontrar más que signos indirec
tos de su acción, vestigios, reliquias, guiños, jeroglíficos (razón por
la cual el teólogo se convierte fácilmente en un teo-detective). Por
más cerca que se sienta del objeto de su búsqueda: mientras se man
tenga en la inmanencia, el buscador ha de comprender siempre de
nuevo que el verdadero Dios sobrepasa todo lo que pueda captarse
sensible, espacial, simbólicamente. El modelo clásico de la búsque
da estéril de Dios en un espacio en el que por naturaleza él no pue
de estar como él mismo lo desarrolló san Agustín en el libro X de sus Confesiones,remitiéndose a motivos del salmo 139; todavía a co mienzos del siglo XIX,Jean Paul dio la réplica a este inútil viaje es pacial del alma con el viaje de su Cristo muerto a través del univer-
418
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 14:
. . . vidimi translato
sol con mia donna in piü alta salute
[. . . nos vi trasladados/
solos mi dama y yo a gloria más alta].
so vacío de Dios: «Subí a los soles y volé con las vías lácteas a través
de los desiertos del cielo; pero ningún Dios. . . »198.
Esta es la dirección de Dios en el mundo geocéntrico, incluso
después de la mayor aproximación a él: Excelsior, su residencia sólo
puede ser localizada en un estrato más alto que cualquiera de los fí
sica o simbólicamente más altos. Aquí está el motivo para compren
der palmariamente cómo es que en este esquema de mundo los se
res humanos están condenados a subir y traspasarlo todo cuando
buscan la verdad o el bien; se vuelve claro, a la vez, por qué los teó
logos ejercitan la escalada: ante ellos se eleva la tarea interminable
de pensar siempre a Dios más grande que lo máximo de aquello que
puede imaginarse como magnitud positiva. Quien anhela lo mejor
tiene que alcanzar el margen supremo del universo y dejarlo tam
bién a él tras de sí; desde este mundo inferior sólo se aproxima uno
a la verdad en subida vertical. De ahí que las simples ciencias hori
zontales no aporten salvación alguna, y ello por y para siempre, al
menos desde el punto de vista de teóricos que experimentan un de
safío vertical.
En el escrito seudoaristotélico del tardío siglo I d. C. Sobre el mun
do, se encuentra el clásico esbozo del esquema geocéntrico que to
dos los cosmógrafos y teólogos aristotélico-católicos ponen en la ba
se de su imagen del mundo:
El puesto primero y supremo lo ocupa él mismo, el Dios, y por eso se
llama el «Supremo», porque, según la palabra del poeta, reina «sobre la
cumbre más elevada» del cielo entero. El deleite más grande lo tiene el ele
mento más próximo a él (es decir, el etéreo), después el que viene a conti
nuación y así sucesivamente hasta llegar a nuestro ámbito. Por eso, porque
el influjo coadyuvante de Dios queda lejísimos, la tierra y todo lo terreno
aparecen tan débiles, disarmónicos y completamente llenos de confusión199.
Se puede elegir una perspectiva radicalmente opuesta conside
rando la construcción de la esfera teocéntrica en la que el lugar
central lo ocupa el optimum y summum: Dios. Aunque en ese diseño
aparece una complicación, respecto de la que nunca queda sufi
cientemente claro si puede ser superada por el ser humano. Pues en
420
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 27: «Al Padre, al Figlio, a lo Spirito Santo»,
cominció, «gloria! », tutto il paradiso,
si che m’inebriava il dolce canto
[«Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo/
-em pezó-, Gloria» -todo el Paraíso,/
de tal modo que el canto me embriagaba].
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 31:
In forma dunque di candida rosa
mi si mostrava la milizia santa
che nel suo sangue Cristo fece sposa
[En forma pues de una cándida rosa/
se me mostraba la milicia santa/
desposada por Cristo con su sangre].
Tomado de Gregor Reisch, Margarita philosophica nova, 1508;
clásica imagen de mundo aristotélica en 10 esferas, con las cubiertas
de 1 Luna, 2 Mercurio, 3 Venus, 4 Sol, 5 Marte, 6Júpiter, 7 Saturno,
8 Firmamento, 9 Cielo acuoso o cristalino, 10 Primum mobile; más allá
del 10: el Empyreum como habitaculum Dei et omnium electorum.
la construcción de lo envolvente a partir de Dios ya no puede co
menzarse desde la condición de la inteligencia natural. Los teocen-
tristas tendrían que salir o partir de un origen que resulta inaccesi
ble -«en principio», dicen los iluminados- para intelectos
humanos. Lo que quiere decirse con salir o proceder de Dios pue
de explicarse con suficiente claridad, sin embargo, bajo premisas es
peculativas; pero lo que, después de todo lo que se sabe sobre in-
423
Cuaternidad. Foto de Lennart Nilsson.
tentos realizados, queda tan cuestionable como el primer día es si
los seres humanos son los oportunos para mantener tales discursos.
Sólo mediante un salto al comienzo -pero ¿quién es el saltador? -
podría conseguirse el punto de partida de la construcción teocén-
trica; hay que comenzar aquí con el arché divino, con aquel punto
originario, supraóntico, inconmensurablemente rico y denso, del
que «pro»viene incesantemente la plenitud del ente de un deter
minado modo: mediante derrame, irradiación, estallido o desplie
gue. Así pues, en el centro de la otra esfera encontraríamos -en ca
so de que pudiéramos saltar hasta allí, hasta lo absolutamente
implícito- al auténtico Dios de los filósofos, que por infiltración ne-
oplatónica se convirtió cada vez más también en el Dios de los teó
logos, sobre todo para los simpatizantes de una theologia mystica cris
tiana de tipo pseudo-areopagítico.
Si se supone a Dios como punto absoluto que desde su lugar
424
eterno se mundaniza, la estructura de la distancia entre centro y pe
riferia se invierte: el mundo y los seres humanos han de colocarse
ahora en el borde del globo de Dios; dicho fotológicamente: en el
ámbito de la luz sensiblemente amortiguada, mediada, oscurecida
por los medios; visto moralmente: en una posición de relativa leja
nía a Dios. Por lo que respecta a los seres humanos, que aparecen
como anfibios físico-metafísicos en ambos proyectos de totalidad, es
imposible que orienten del mismo modo su afán metafísico -el anhe
lo de superar su distancia a Dios- en el sistema teocéntrico que en
el geocéntrico. La apetencia de lo mejor cambia bruscamente de di
rección: de lo alto inaccesible a lo interior inaccesible. En corres
pondencia, el sentido de lejanía cambia también fundamentalmen
te. Quien quiere llegar del turbio mundo corporal a la claridad tiene
que estar dispuesto a una ascensión hasta la periferia más extrema:
de ello no han dejado dudajamás las ortodoxias católica e islámica;
quien, por el contrario, desea alcanzar el centro de irradiación di
vino tiene que aprender cómo concentrarse en un punto suma
mente interiorizado del abismo del alma propia: un interés al que
atienden las místicas monosféricas. Lo que en el geocentrismo apa
rece como añoranza del cielo superior summo meo-, en el teocen-
trismo se presenta como anhelo de retorno al centro profundo en
simismado - interior intimo meo- del espacio espiritual y anímico.
Formarse una idea de las propiedades y reivindicaciones de ese
otro centro fue el sentido del proyecto teórico de la antigua Europa
llamado teología, que, en su mejor época, con su racionalismo ma
gistral, pudo afirmar su preeminencia sobre todas las demás disci
plinas de la cultura racional monástica y universitaria. Cuando los
participantes en ese juego teórico fueron suficientemente despeja
dos como para entender la peculiaridad de su tarea, llevaron a cabo
la conversión al estilo de pensar «desde Dios», por el que desde la
época del neoplatonismo se reconoce al auténtico teocentrista200.
Quien no se convierte decididamente a un modo de ver radical
mente teórico no conseguirá en absoluto ver la otra esfera, la lumi
nosa. El alejamiento de la apariencia sensible que ello exige tiene
un precio del que los especialistas no se cansaron de afirmar que,
con buena voluntad y con la introducción correspondiente, puede
425
Matthias Grünewald, altar de Isenheim, detalle;
Dios Padre con emanación de ángeles, ca. 1512.
Fiat lux.
La paloma-espíritu surgida de
la palabra «hágase» traza el primer círculo de luz.
Tomado de Robert Fludd, Geschichte des
Makrokosmos und des Mikrokosmos, 1617.
pagarse en plazos asumibles: se asegura que en el camino a lo ínti
mo, como en el de Santiago de Compostela, hay una pluralidad de
salidas viables, lugares de descanso edificantes a medio camino y un
trozo final obligatorio para todos, que ha de andarse en una actitud
de concentración y entrega. Y porque así son las cosas, también los
amigos de Dios pueden y deben realizar estudios, por más que el
examen quede para la mayoría a una distancia inconcebible: en la
profundidad de las galaxias de una inmersión que disuelve el yo.
Por lo que se refiere a los exámenes, su objetivo son menos los co-
427
Emanación de letras. Tomado de la representación
del alfabeto hebreo del Séfer Yetsirá.
nocimientos positivos que una docta ignorancia que responda con
aconceptualidad específica a la no-e-hiper-conceptuabilidad de lo má
ximo.
Caminos tan largos y contranaturales como el de la mística teo-
sófica o exacta sólo pueden recomendarse cuando la metajustifique
el esfuerzo (a no ser que el camino se declare como meta, cosa que
resulta inmediatamente evidente a nihilistas que creen en medios
sin fin y andaduras sin término). ¿Hacia dónde, sin embargo, se en
428
caminan los seres humanos cuando su objetivo final no está en la le
janía de arriba, sino en la lejanía de dentro? ¿A qué estudios se de
dican si en su decurso no hacen acopio de saber positivo, sino que
se limitan a alejarse siempre, y siempre un poco más, de los objetos
comunes?
Anacrónicamente podría compararse el planteamiento teocéntri-
co con la empresa de introducirse en un psicoanálisis con el Uno que
siguiera esta máxima: donde era yo, ha de llegar a ser él. Plotino lo
dice rotundamente: «Uno se contempla a sí mismo transformado en
él»201. Analistas posteriores de Dios, como el Cusano y Bruno, apare
cen como cazadores de la sabiduría, que afirmaban de sí mismos que
al final se transformarían, como Acteón, en lo cazado. Tras una cura
exitosa, estos rastreadores rastreados habrían de estar en situación de
contemplar el arcanum magnum del ser, la esfera luminosa de Dios,
en toda su magnificencia y de trasplantarse a su centro. Marsilio Fi-
cino no captó mal el tono original de Dios cuando en su Diálogo teo
lógico entre Dios y el alma hace decir a la divinidad que estalla ordena
damente: «Yo lleno y penetro y contengo el cielo y la tierra. Yo lleno
y no soy llenado, porque soy la llenura misma. Yo penetro y no soy
penetrado porque soy la fuerza de penetración misma. Yo envuelvo y
no soy envuelto porque yo mismo soy la virtud envolvente»202.
El pensar desde la «posición» teocéntrica hace presuposiciones
claramente exageradas, que sólo pueden cumplirse a través de un
proceso metódico de desprendimiento del sí mismo de los pensa
dores (desprendimiento del sí mismo que, naturalmente, significa
en realidad de verdad una afirmación suya), a lo largo del cual que
da oscuro hasta el final si es posible tal desprendimiento y si tal des
prendimiento procura lo que los ejercitantes esperan de él. Es ca
racterístico de este proceder una cierta capacidad de intuición y
deducción sobrehumana, que equivale al intento de asistir tan de
cerca como sea posible al origen o emanación primordiales de todas
las categorías de lo existente a partir del punto fontal. En la cerca
nía al punto absoluto no hay cogito alguno, sino sólo el testigo des
lumbrado del nacimiento de la luz. Si fuera posible el salto del
intelecto al inicio, éste se convertiría en confidente de procesos inau
ditos: en caso de que fuera apropiada aquí la metáfora pedestre, po-
429
Roma 1653.
dría seguir paso a paso el camino de Dios hacia el mundo. El testi
go ocular de la protuberancia divina contemplaría los fuegos artifi
ciales del despliegue de los principios: un acontecimiento soberano
de autodegradación a partir de lo absoluto, que todo lo saca de sí,
lo penetra, mantiene, contiene, comenzando por las primeras in
tuiciones luminosas en Dios, a través de nueve eslabones de ángeles,
430
conceptos generales, géneros, hasta llegar a la forma de la mínima
partícula de polvo al límite del universo. El intelecto asombrado po
dría asistir al espectáculo de cómo, a través de la emanación de los
primeros círculos de ideas, cascadasjerarquizadas de luz se expan
den concéntricamente por todos los lados a partir del centro gene
rativo: círculo a círculo, peldaño a peldaño, determinación a deter
minación, hasta que al final se alcance aquella zona relativamente
lejana al punto central, en la que las erupciones hiperclaras de luz
pura se hayan amortiguado lo suficiente como para crear, por la co
nexión de las ideas específicas o luces concretas con la materia pe
riférica, el cosmos accesible a los ojos sensibles. Pensar significa aquí
dejarse caer dentro del bullir de una explosión cosmogónica de luz.
Hay que conceder que el discurso de una esfera teocéntrica
mantiene un fuerte impacto metafórico, debido a que la emanación
de las categorías de lo existente a partir del origo divino es, en prin
cipio, un acontecimiento imperceptible e hiperespacial, que sólo
después de traducirse al lenguaje de la metafísica y metafórica de la
luz adquiere relación con circunstancias espaciales y perceptibles.
Pero precisamente en esas traducciones y figuraciones tiene su ele
mento el platonismo medieval, y quien en aquel tiempo quisiera
tratar con expresiones no-bíblicas de cómo el Dios de la teología
mística se las arregla para que haya mundo, apenas podía hacer otra
cosa que adherirse a los juegos de lenguaje que trataban de la
autoexpansión de la luz en la esfera escalonada203. Aquí todo reposa
en el «cuasi» y en el «por-decirlo-así», y, sin embargo, todo se dice
exactamente como se dice.
Quien siguiera cuidadosamente el extravase del centro hacia los
bordes a través de umbrales y peldaños,
. . . polen de la divinidadfloreciente,
articulaciones de la luz, pasillos, escaleras, tronos,
recintosdeesencia, muestrasdegozo, tumultos
de sentimiento ardientemente arrebatado, y de improviso único,
espejos: que recrean la propia belleza irradiada
d e v o l v i é n d o l a a l r o s t r o p r o p i o . . . 204,
431
podría darse cuenta directamente de a qué distancias precarias al
primer centro aparece el mundo terreno junto con sus criaturas ve
getales, animales, humanas: una configuración cercana al borde ex
tremo del globo de Dios, alcanzada y conformada aún por la luz, pe
ro troquelada también poderosamente por lo oscuro, nulo. Pues en
tanto el cosmos material representa un fenómeno para intelectos
preparados para mediaciones sensibles, a través de él sólo se realiza
una «exteriorización» oscurecida del torrente de luz. El observador
de la luz irradiante consigue penetración en la ambigüedad ontoló-
gica del mundo corporal, situado tan peligrosamente lejos del cen
tro de luz, pues, de una parte, sólo el poder del centro y de su con-
tinuum mantiene en el ser a los cuerpos: todo ente caracterizado
por la forma, hasta el mínimo insecto de una determinada especie,
toma parte en el efluvio, donador de ser, de las formas genéricas y
específicas, y, con ello, en el continuum de lo mejor que emana del
punto hiperóntico; de otra, sin embargo, a las formas se añaden adi
tamentos enturbiantes de materialidad vacía, de un-algo-originario
amorfo, que según crece la distancia se van compactando más y se
vuelven más pesados, inertes, opacos, hasta alcanzar una periferia
sin luz, sobre cuyo más allá los teólogos sólo aventuran funestas in
sinuaciones. Si no fuera inaceptable en el contexto escolástico con
siderar expresamente limitado el radio de Dios, se podría constatar
sin ambages que, más allá de su variopinta periferia creatural, la es
fera luminosa, cargada de esencia, habría de estar rodeada de una
noche de inanalizable lejanía a Dios. Naturalmente, el teoesferismo
clásico no permite que se pierda a priori ninguno de los rayos en
viados por Dios; según la teoría ortodoxa, todos los rayos abando
nan el centro sólo hasta su punto específico de retorno, desde el
que se precipitan de vuelta al punto de salida. La reflexión, o el re
torno a casa de la luz, es un término fototeológico de alto rango, cu
ya historia -desde Plotino y Proclo hasta Habermas, Hawkins y Za-
jonc- quedaría por escribir.
Pero algo está claro: no toda la luz se refleja o vuelve a casa, y por
ello, aunque el espíritu católico no lo vea con agrado, hay un páli
do desierto exterior, desde el que ya no existe reflexión o rescate.
La periferia extrema de Dios, más bien el más allá de su periferia, es
432
Crearar otíiiU "Si
C-tufA ^rriA.
También este esquema del mundus hierarchicus,
de un manuscrito vienés del siglo xii, muestra el seudoconcentrismo
de las inteligencias areopagíticas (que emanan supuestamente
de Dios en círculos concéntricos) y del mundo de esferas aristotélico
(que se organiza concéntricamente en torno a la tierra).
un círculo de casi-nada o de absolutamente-nada, en cuya exteriori
dad se han aventurado rayos puntuales perdidos, incapaces de re
torno y no dispuestos a regresar a casa. Pero, entonces, también el
Dios irradiante tiene un exterior irrecuperable, en el que falla el sis
tema de inmunidad del ser. Con toda cautela, la palabra católica pa
ra exterior: infierno, se refiere a esa zona lúgubre.
Las periferias de ambos proyectos esféricos reflejan con toda cla
ridad la antitética de los centros: si en el globo del mundo el final
muerto cae en el centro mientras que la perfección se atribuye al
margen más extremo, el globo de Dios se caracteriza por la monar
quía del centro en tanto su periferia extrema -con mayor exactitud:
su trans-periferia- sólo significa una anarquía diabólica. Por eso es
tan informativo en estos bosquejos ontotopológicos la localización
de los infiernos. En el esquema geocéntrico las almas perdidas se
precipitan fuera de la unió y, de acuerdo con el modelo del conge
lado Señor de los demonios de Dante, van a dar al último abajo y
adentro; son resocializadas sarcásticamente en el infierno: el exte
rior en el que tampoco Dios penetra es aquí el inferno de la negati-
vidad, en el que están retenidos sus ofensores. En la esfera teocén-
trica, por el contrario, los rayos inquebrantables se pierden, en un
camino sin retorno, tras las señales de cambio de sentido de la luz
capaz de regreso a casa. Por una dinámica teófuga alcanzan un es
pacio del que no regresa nada: si se quisiera interpretar existencial-
mente su destino, al que más se parecería sería al de los llamados
esquizofrénicos, que vagan por el universo con un dolor indecible.
Una vez cotejadas y distinguidas formalmente ambas esferas de
totalidad -cosa que, a nuestro saber, no se ha hecho explícitamen
te en ningún punto siquiera de la tradición europea, por más que
en la de la lógica de los discursos y gráficos ambas formaciones es
tén por doquier suficientemente explícitas y actúen incesantemente
una en otra y una a través de otra- mediante tales esbozos, cierta
mente toscos, aparece superflua de por sí la idea de una identifica
ción o, al menos, de un acoplamiento concéntrico de ambas. Sólo
en la filosofía islámica algunos pensadores se volvieron sensibles al
conflicto entre la interpretación teocéntrica y teoperiférica del
434
mundo, sin que sus intentos de solución, que por lo general favore
cían al Dios periférico, resultaran muy convincentes205. La ventaja de
la teosofía islámica estriba en que puso en evidencia, sin rebozo al
guno, la paradoja de un «centro» situado fuera. Por lo que respecta
al pensamiento europeo, hoy puede constatarse tranquilamente, le
jos de polémicas cosmovisionales, que la esfera de Dios y la esfera
del mundo de la metafísica clásica, a causa de su construcción
opuesta, no eran compatibles una con otra, ni podían «reconciliar
se» o hacerse compatibles de algún modo.
Tanto más interesante resulta por ello la cuestión de cómo se las
arreglaron los pensadores de la tradición para eludir esta disyuntiva
y cómo consiguieron preservar la ilusión católica, en vistas de la
fractura potencialmente ruinosa entre ambos modelos de totalidad
corrientes. Lo que les facilitó esa tarea son, como hemos visto, las
analogías morfológicas entre ambos sistemas. Junto con la esferici
dad común, cuenta para ello, sobre todo, el omnipenetrante realis
mo escalonado, que tanto en un modelo como en otro se traduce
en un hábito obsesivo de pensamiento jerárquico. En ambas esferas
los miembros de las profesiones metafísicas podían aprender que
tanto el pensamiento como la existencia del católico se basaban so
bre todo en discreción o separación de grados: se piense hacia aba
jo o hacia arriba, teoperiféricamente desde la tierra hacia el cielo o
teocéntricamente desde Dios hacia el mundo, en cualquier caso ser
significa siempre también ser-en-su-rango.
Elflairdel racionalismo católico ha permanecido hasta el siglo XX
bsyo la impronta de modelosjerárquicos; el sagrado orden de lo de
arriba y lo de abzyo sigue valiendo ahí siempre como criterio de
orientación más fuerte. Incluso por lo que respecta a la posición del
ser humano en las dos esferas de totalidad, el proyecto geocéntrico
y el teocéntrico tienen en común el pathos de la humillación, dado
que, en ambos modelos, al ser humano se le coloca ante los ojos su
distancia, sólo difícilmente superable, al optimum, independiente
mente de que se interprete a éste como lo lejano-dentro o como lo
lejano-arriba. Pero el teocentrismo humilla de modo diferente al ge
ocentrismo: mientras que la humilitas aristotélico-católica asigna al
ser humano un lugar en la tierra y le atribuye una dignidad en lo in
435
digno, la humillación platónica estimula la ambición mística y tien
ta a los adeptos a nobles y elevadas pretensiones de interiorización
o transfiguración o aniquilación; despierta en sus partidarios la idea
de fusionar, por autoabismamiento, el alma propia con el centro de
la esfera de Dios (Plotino: eíso en báthei, dentro en lo profundo). No
obstante, los rasgos comunes de los dos totalismos clásicos no bas
tan para borrar su disparidad fundamental, e incluso cuando los
pensadores intentaron pasar por alto la diferencia, la diversidad re
al se impuso necesariamente en sus discursos, irreprimible por vo
luntad piadosa alguna de síntesis.
La historia de la ignorada diferencia entre las dos superesfero-
logías de la antigua Europa comienza de nuevo en el pensamiento
de Platón. Los núcleos de cristalización, tanto de una como de otra,
pueden encontrarse en el idealismo o esferismo geométrico, que
-junto con la teoría de los números- proporciona el fundamento de
inteligibilidad de lo existente en el discurso platónico. Si había pa
ra Platón un inconcussum fuera de duda, éste era que Dios y el mun
do sólo podían ser contemplados (e imitados modélicamente) bajo
la forma de un totum absolutamente redondo. Ya se ha hecho refe
rencia a los antiguos orígenes de la producción europea del globo
a partir del espíritu de la uranografía o cosmografía filosófica. Que
la cosmología aristotélico-tolemaica de cubiertas represente un ayus
te o actualización de impulsos que proceden de los soberbios estí
mulos del Timeo es algo de lo que se puede convencer fácilmente
cualquier lector contemporáneo. Al comienzo del largo discurso
del pitagórico, al que Platón deja llevar la voz cantante en asuntos
de cosmogonía, se encuentran aquellas formulaciones, por decirlo
así evangélicas, sobre la creación de un mundo redondo por parte
de un arquitecto perfecto y sin envidia alguna, que no pudo hacer
otra cosa que transmitir su optimidad a la mejor obra posible.
Toda esta consideración (logismós) [. . . ] hizo que se formara [. . . ] el cuer
po del mundo liso y llano, equidistante por todas partes del punto medio y
cerrado en sí mismo. Y así fue como dispuso el universo como un contorno
que se mueve en círculo, y que, único y solo, consigue por su excelencia te
ner trato consigo mismo, y a ningún otro necesita para ello, sino que resulta
436
Ilustración para una edición del siglo xiv
del Breviculum de Raimundo Lulio;
prototipos de la escalera que hay
que arrojar tras la subida.
suficientemente conocido y amigado sólo consigo mismo, y por medio de to
das estas disposiciones lo convirtió en un Dios bienaventurado ( Timeo 34b).
Aristóteles hará un retoque trascendental a esta imagen, al colo
car expresamente en el centro del kósmos-uranós -junto al alma del
mundo platónica, que desde allí entreteje todo el cuerpo del mun
do hasta más allá de su borde- la tierra, con cuya posición central
en el medio del cosmos de cubiertas la física precopemicana ad
quiere su forma milenaria.
(Pero también aquí tendría Platón la preeminencia si se consi
deraran sus manifestaciones, al final del Fedón [108e], sobre la tie
rra, suspendida «en medio del cielo», como una tesis cosmológica
mente seria. )
Resulta sorprendente, en vistas de ello, descubrir que fue el mis
mo autor, Platón, el que,junto a los esbozos de la imagen del cosmos
centrado en la tierra, puso en circulación también los comienzos de
la doctrina de la segunda hiperesfera, en cuyo centro no hay un
cuerpo, sino una idea, más bien el principio hiperideal de todas las
ideas y de su conexión en un mundo paralelo, superior o inteligible.
Se trata, por supuesto, de aquel Bien de quien los «verdaderos filó
sofos» creen ejercer como teólogos desde antiguo. No hay que bus
car en un lugar apartado el locus classicus de la teoría del punto ger
minal de la doctrina de la esfera del espíritu o de Dios. Se encuentra
en el cénit del corpus platónico: al final del libro sexto de la Repúbli
ca, en vecindad directa al símil o alegoría de la caverna como cima
crítico-epistemológica previa a la última cumbre de la logopoesía
platónica. Sí, con buenas razones podría mantenerse la opinión de
que, en su frágil radicalidad, el símil del sol es él mismo la cumbre,
a la que se asociaría el símil de la caverna de las imágenes engañosas
y de la salida de ella sólo como ilustración pedagógica. En el símil del
sol, meditado con toda atención y formulado con toda cautela, Pla
tón no habla de otra cosa, efectivamente, que del objeto o hiperob-
jeto actualmente más poderoso del pensar, que al conocimiento re
ceptivo se revela a la vez como el sujeto propio del pensar: el ágathon,
que en ese lugar (tras los preludios de los presocráticos) debuta de
manera inolvidable como Dios de los filósofos. Como se verá, con la
438
salida de ese supersol se insinúa ya el giro hacia el pensar desde lo
absoluto, que en adelante se convertirá para todos los teocéntricos
en ideal, ejercicio artístico y confesión religiosa a la vez.
Ya desde su primera aparición este Bien se presenta al entendi
miento vulgar como un unicum lógico, sí, como un monstrum. Pues,
de una parte, parece estar ante el intelecto representante como te
ma u objeto, como un problema entre otros; por otra, sin embargo,
como transferido hacia dentro por un viraje misterioso, resplande
ce en los ojos del conocedor mismo e irradia a través de ellos den
tro del mundo. Que algo esté presente en una cosa existente y con-
templable, y procure, a la vez, la captación apropiada en el intelecto
que está enfrente: para esa situación pretenciosa Platón no sabe po
ner sino un único ejemplo del mundo sensible. Según su explica
ción, la luz solar está repartida de manera comparable entre ambos
lados de cualquier relación cognoscitiva visualmente mediada: a un
lado, diseminada sobre los objetos iluminados, al otro, presente en
el ojo cognoscente como disposición innata a la luz. Así, el sol físi
co siempre tiene que ofrecer un doble regalo: el primero, al «bie
naventurado mundo de las cosas»206que aparecen y crecen bajo su
iluminación; el segundo, al ojo que almacena prototipos y luz en
cierto modo filtrada, que hace acopio, además, de experiencias con
visualidades reales y que, por la conexión de ambas cosas, irradia a
los objetos presentes una segunda luz, cognitiva o inteligible. (Es
oportuno recordar aquí otra vez, entre paréntesis, que en la óptica
de Platón no se trata tanto de que el ojo sea afectado pasivamente
por los objetos iluminados cuanto de que éstos sean observados en
base a un destello visual activo. )
La vista se encuentra en la siguiente relación con ese dios (el sol) [. . . ].
No es sol la vista, ni tampoco aquello en que mora (a lo que llamamos ojo)
[. . . ]. Pero es al menos el más parecido al sol entre nuestros órganos de los
sentidos [. . . ]. Incluso su poder visual lo recibe de él en forma de una espe
cie de emanación [. . . ].
Pues bien, he aquí -continué- lo que puedes decir que yo designaba co
mo hijo del bien, engendrado por éste a su semejanza como algo que en la
región visible se comporta, con respecto a la visión y a lo visto, del mismo
439
modo que aquél, en la región inteligible, con respecto a la inteligencia y a
lo aprehendido por ella.
[. . . ] Pues bien -dije-, observa que, como decíamos, son dos, y que rei
nan, uno en el mundo inteligible, y otro, en cambio, en el visible, por no
decir en el cielo [. . . ]. Sea como sea, ¿tienes ante ti esos dos mundos, el visi
ble y el inteligible?
[. . . ] Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento [den
tro del mundo inteligible, P. SI. ] aquello a que alcanza la razón por sí mis
ma valiéndose del poder dialéctico [. . . ] sin recurrir en absoluto a nada sen
sible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas,
pasando de una idea a otra y acabando en las ideas mismas*.
Aquí se publica un enorme descubrimiento, de cuyos desarrollos
proceden las inconmensurables ascesis y galaxias de discursos de la
metafísica del espíritu y de la luz de la antigua Europa. La nueva
suena simple en apariencia: las ideas conforman contextos propios,
texturas propias, continentes propios, sí, imperios propios, de tipo
completamente diferente a los continua del mundo sensiblemente
perceptible. Si siguen las reglas de la lógica, los seres humanos pue
den navegar en los contextos propios de las ideas y convencerse al
hacerlo de que las ideas se siguen de ideas y se asocian a otras ideas
convirtiéndose en tejidos concluyentes, entramados por hilos de evi
dencia. Cuantas más experiencias adquieran los pensadores con
operaciones en el espacio de las ideas, más claro tendrán que los ob
jetos inteligibles presentan algo así como un «mundo» propio re
fractario (o ¿hay que decir dimensión, esfera, contextura? : todos, en
cualquier caso, conceptos con un grado semejante de inaprensibili-
dad) con leyes que sólo valen en ellos. Las ideas son, por ello, co
nectivas, conformadoras de esferas, productoras de contextos, ca
paces de mundo, de una manera que sólo es propia de ellas. Por su
propia conexión forman lo que el idealismo, cuando llegue a estar
seguro de su experiencia fundamental, llamará kósmos noetós o mun-
dus intelligibilis.
‘ República 508a-c, 509d, 511b. Cfr. trad. dej. M. Pabón y M. Fernández Galiano,
en Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1969, págs. 215, 218, 221. (N. del T. )
440
El novum de la doctrina no reside, pues, en la suposición de un
segundo mundo. La creencia popular y la tradición premetafísica
habían supuesto desde siempre un mundo detrás del mundo, sea
como un más-allá de espíritus o como escondida dimensión de fuer
zas activas transpersonales. Que la realidad sea bidimensional per
tenece a los supuestos universales de las ontologías populares y de
sus doctas prosecuciones207. La burla que Nietzsche dirige a los «trans
mundanos» del platonismo cristiano resulta un tanto provinciana
desde el trasfondo de las convicciones, presentes en todas las cultu
ras del mundo, respecto a la duplicación de la realidad en un mun
do manifiesto y otro oculto.
La innovación del idealismo consiste en que colocó el segundo
mundo bajo una nueva constitución lógica, dominada por la razón
y, por tanto, calculable y factible en cierto modo. El «más-allá» per
tenece desde entonces a las entidades racionales, cuya característica
consiste en ser más claras y precisas que todo lo que se puede en
contrar en el más-acá sensible. Claridad y suprasensibilidad conver
gen con el fin de generar la evidencia; evidencia es el modo en el
que el más-allá noético se hace presente en el más-acá. Los vagos
fantasmas tienen que morir para que puedan vivir los prototipos, las
ideas, las verdades precisas. El fantaseo ha de acabar para que se ha
ga posible el pensar (la navegación en lo lógico). Por eso la metafí
sica aparece, desde el punto de vista de la política de las ideas, como
una guerra con dos frentes: a la vez que el más-acá deslumbrante
combate también el antiguo más-allá confuso. Tan pronto como la
ciencia del más-allá claro gana sus primeras batallas, las conviccio
nes heredadas sobre supuestos objetos psíquicos o morales se vuel
ven exactamente tan poco valiosas como cuentos de viejas sobre
apariciones de fantasmas o visiones poéticas de los dioses. Todo el
ámbito del aparecer ha de ser renovado: eso es lo que reclama Pla
tón en su soberana y trascendental parábola del otro sol.
Quien ha experimentado alguna vez la solidez triunfante de la
conexión entre principios, corolarios, grupos preposicionales, colo
nias de tesis -quien alguna vez, pues, ha argumentado con éxito o
calculado con beneficio- compartirá el afecto básico de la revuelta
filosófica contra la trivialidad: la sensación de que ya no se puede to
441
lerar por más tiempo, sin resistencia, la dependencia del pensar de
chismes tradicionales flojos, débiles en su fundamentación. Las re
laciones de las ideas con la certeza sensible exigen una revisión de
base. El pensamiento ha de encender él mismo su propia luz: la luz
del otro contexto, en el que todo depende, en definitiva, del prin
cipio de los principios, del primer Bien y sus irradiaciones.
Así inicia la matemática su secesión de la realidad; la geometría
enseña a ver círculos y triángulos perfectos; la evidencia enarbola su
estandarte sobre la planicie lógica. Por medio de un avance inma
nente de proposición a proposición, de figura a figura, y embriaga
do por su fuerza para articular conexiones puramente internas, el
pensamiento pone a prueba su poder autolegislador sobre el mun
do o -lo que significa lo mismo- sus dotes para navegar consecuen
temente en el «mundo verdadero», libre en el marco de la conse
cuencia lógica. Todas las operaciones lógicas, sin embargo, aunque
comiencen como raciocinios en línea recta, sólo describen al final
un único gran círculo. Todas las proposiciones que se siguen de
otras reciben su luz de un comienzo lógico que se retrotrae hasta el
comienzo de todos los comienzos, el Bien, que concede su luz, la
claridad de la evidencia, a todo lo que se sigue y es seguido correc
tamente.
Con ello se levanta un sol más claro que todos los mediodías te
rrenales. Comienza a dominar una visualidad más sólida, de nitidez
surreal como en días de levante en el sur. Se necesitaba el genio de
Platón para reclamar con toda consecuencia el título de mundo pa
ra el otro lado de lo real, experimentable en el pensar como pensar.
Ysólo en tanto que fue posible establecer en lo pensado un mundo
para sí, pudo en lo sucesivo un mundo entero entrar en conflicto
«en el mundo» con otro mundo entero.
De esa fricción surge la contienda originaria de la ontología clá
sica. El mundo verdadero, pensado, arroja el guante al real, simple
mente percibido. Esa provocación es la que convierte el texto de
Platón en el acontecimiento clave de la historia occidental. A partir
de él comienza la reconstrucción ideológica y técnica de lo existen
te. Se hizo patente que el mundo mismo no es uno unánime y sim
ple, sin diferencias, y que quien dice mundo, científicamente o no,
442
Ákos Birkás, Cabeza 55, 1989,
óleo sobre lienzo, 200 x 164 cm.
siempre se refiere con ello a un mundo diferenciado o a un mundo
en lucha. Una vez que estalla, la contienda originaria, que Platón ca
racterizó con total realismo como «lucha de gigantes por el ser», no
permite a nadie declararse no-combatiente; en esa lucha intervie
nen todos los partidos, incluso aquellos ingenuos que pretenden no
saber de qué va. Desde ese momento, ni siquiera el omnipresente
sol es ya lo que parecía ser hasta entonces, pues ha surgido un sol
detrás del sol, que disputa la primacía al visible. «¡Conocemos, co
nocemos realmente! »208. El sol negro de la otra luz: sus rayos abra
san las cabezas humanas cuando proposiciones verdaderas se pre
sentan en el pensar209.
Con el símil del sol escucha la posteridad la declaración de in
dependencia de las colonias inteligibles de la tierra madre de la vi
sibilidad. En un único período Platón proclama los Estados Unidos
de la luz: un imperio que se crea a sí mismo y se basta a sí mismo.
Con ideas, por ideas, hacia ideas, en el médium de ideas: así vivirán
los nuevos habitantes del Estado de la luz, retirados a un asilo lógi
co indestructible, vecinos de una ciudad situada sobre la colina de
la luz, en un otra-parte que está por todas partes, y desde todas par
tes, sin embargo, igualmente inaccesible. Y, naturalmente, esos Es
tados exportarán sus ideas y, cuando sea necesario, se entrometerán
en las oscuridades del viejo mundo sensible para procurar un nue
vo orden. Obviamente, aunque lo descubran tarde y tras largo des
conocimiento, se convencerán de que ellos, a causa de su evidencia
superior, ocupan el primer rango; se convencerán, además, de que,
tras la aparición del nuevo mundo, el viejo sólo resulta interesante
ya como zona de influencia y como abastecedor de imágenes.
En nuestro contexto, lo más significativo del modelo-espíritu hi-
per-heliológico de Platón es la posición central de la fuente surreal
de luz. Por ella se entroniza, en forma sumamente expresiva, el otro
medio, sólo por el cual la segunda redondez, la esfera-espíritu o teos-
fera, pudo emanciparse de la esfera-cosmos. Aquí están los comien
zos del discurso posterior, admirablemente condescendiente, de los
teólogos sobre el absoluto, que, considerado a su propia luz, no ten
dría necesidad alguna de un mundo y, sin embargo, se lo permite:
en tiempos griegos tardíos, por medio de rebosantejovialidad; en el
444
El Lissitzky, Globetrotter (en el tiempo);
hoja 5 de la carpeta de figurines realizada
para la exposición electromecánica
«Victoria sobre el sol», Hannover 1923.
régimen católico, por medio de gracia descendente. Con ello, el día
en que Platón publicó su teoría del Bien significa el independence day
de la historia del espíritu.
Platón, sin embargo, con su símil del sol introdujo en el mundo
una ambigüedad de la que se aprovechó el pensamiento edificante
de la antigua Europa hasta el umbral de la actualidad; nos referimos
a la doble función de la luz, que, como resulta evidente, habría de
asumir desde el principio funciones constitutivas hacia ambos lados:
tanto para la cosmosfera como para la teosfera. Si antes fue posible
referirse a lajerarquización como fundamento formal de la desea
ble intercambiabilidad de los dos modelos de totalidad, ahora puede
entenderse la constitución fotológica de ambas esferas como fun
damento material para su aproximación y equiparación. Como ar
ticulación entre el cosmos inteligible y el físico, la teoría de la luz
posibilitó la medida de asimilación entre ambos totalismos esféri
cos, necesaria para impedir el desmoronamiento prematuro del re
cién estrenado zócalo (o entramado) metafísico de la metafísica eu
ropea. Naturalmente, los tempranos maestros de la especulación de
la luz, no en último término Platón mismo, y más aún Plotino, Pro-
clo, Jámblico y Dionisio Pseudo-Areopagita, fueron conscientes del
carácter metafórico, figurado, de sus discursos heliológicos, fotoló-
gicos, radiológicos. No se cansaron de señalar el estatuto alegórico,
analógico o «paralelo» de esos discursos, sin que esto cambiara en
lo más mínimo el carácter homogeneizador de las retóricas idealis
tas de la luz.
Por lo que respecta al símil platónico del sol, en él se manifiesta
el rasgo figurativo del discurso de la luz en los tímidos giros expre
sivos de Sócrates, a quien, al parecer, no le gusta hablar figurativa
mente; y esto no sucede por casualidad, dado que Platón tenía que
preocuparse aquí de la claridad más que en ninguna parte, puesto
que su tarea era hacer retroceder al viejo y conocido sol físico a un
segundo lugar tras un nuevo sol hiperfísico, recién descubierto. Por
esta victoria sobre el sol, la metafísica del espíritu manifiesta qué
piensa de los fenómenos. Porque el sol verdadero se llama desde
ahora ágathon, y porque Helios ya sólo puede interpretarse como
imagen proyectada y representación externa de la forma-ágathon, la
446
El Gran Sello de los
Estados Unidos de América, 1776.
luz que brilla realmente, tanto física como espiritual, siempre se en
tiende desde ahora duplicada y escalonada. Después de que el sol
blanco es sobrepasado por el supersol negro, la fuente de luz de úl
tima instancia no brilla ella misma, sino que hace brillar. Si la luz
resplandece realiter;como claridad sensible o evidencia noética, es
sólo en tanto «luz proveniente de luz»; plotínicamente: phosekphotós;
católico-niceanamente: lumendelumine. Y, dado que la luz real, tan
to la pensada como la vista, vale siempre ya como segunda luz de
una primera luz suprema, puede reclamarse también para la cosmo
logía ortodoxa un matiz fotocéntrico o cripto-heliocéntrico, pues la
luz física no tiene ventajas sobre la noética en relación con la hi-
perluz de Dios: ha de confesar que no procede de sí misma, sino ab
alio.
también el Capitolio en Washington (por no hablar de los abruma
doramente numerosos capitolios de cada uno de los estados de EE
UU) se debía a sí mismo autocoronarse con una cúpula en estilo
maximalista (la decisión, por cierto, se tomó tras un debate que ca
si tomó la dimensión de un debate constitucional). Con la cúpula
del Capitolio (que responde directamente a la de San Pablo de Lon
dres e indirectamente a la de San Pedro de Roma), acabada en 1864,
todavía durante la guerra civil, la translatio imperii de los europeos a
los americanos es un hecho estilísticamente cumplido, que sólo ha
bía de ser todavía políticamente consumado; la ocasión para esto úl
timo sería la entrada de EE UU en 1917 en la Primera Guerra Mun
dial. Que arquitectónicamente sea una fake, una mera fachada de
piedra sobre un entramado de hierro como soporte, es característi
co del clasicismo washingtoniano en general.
Pero la metamorfosis decisiva de la cúpula no se produjo por
obra de los constructores políticos de las innumerables, más o me
nos retóricas o verborreicas, paráfrasis de un edificio central, que
fueron edificadas en el Viejo y Nuevo Mundo hasta bastante más
allá del umbral del siglo XX (y en cuya línea se movían aún los pla
nos inflados de Hider y Speer para los edificios berlineses de la vic
toria final); se llevó a cabo a partir de los años veinte del siglo XIX
bsgo iniciativa privada y económica: con aquellas espléndidas cons
trucciones de pasajes cubiertos en París, Milán y Roma, en las que,
como Walter Benjamin ha mostrado, la productividad de espacio
del capital moderno realizó su idea más sugestiva hasta entonces.
Los pasajes plasman una idea de interior que ya no expresa la in
manencia del cosmos en un contorno divino inmunizador, sino una
que testimonia la circunvalación de la tierra por el tráfico de mer
cancías y la penetración de todos los contextos vitales por flujos de
dinero. En el pasaje se funden entre sí la piazza, la calle comercial y
el salón bayo el signo de la «mercancía» o del «estilo de vida». Quien
396
Cúpula central de la Gallería Vittorio
Emmanuele II en construcción, Milán 1865-1867.
cuenta con medios suficientes puede satisfacer aquí la necesidad de
prescindir del carácter de pared del cielo construido en favor de una
transparencia simulada. Este es el sentido inmunológico del mate
rial cristal, cuya gran carrera comienza con las cubiertas de los pa
sees, y con el que el dinero, que es el que construye su idea de es
pacio, posee una afinidad tan evidente como profunda.
Sólo con las utopías de cristal edificadas del constructivismo tem-
397
Nuevas galerías comerciales, Moscú, 1888-1893;
desde 1917, grandes almacenes del Estado (GUM);
brazo medianero del pasaje.
Maqueta de la cúpula del Parlamento de Berlín,
Norman Foster, 1998.
prano y con las desenfadadas e ingeniosas arquitecturas-mdoors de
finales del siglo XX, la producción de espacio en las cabezas de los
arquitectos, filósofos y diseñadores de ambientes da un paso decisi
vo más allá de los modelos de la vieja Europa. Así queda libre el ca
mino para grandes espacios reconstruidos que han dejado tras de sí
la contraposición tanto de exoterismo y esoterismo como de cen-
tralidad y descentralidad. En los nuevos espacios se plasma una idea
«ovalada» de espacio, liberada de la dogmática del espacio central
de la vieja Europa191. El siglo XXI, Finalmente, proyectará sus tejados-
mundos más allá de los viejos ideales morfológicos de cielo, casa y
caverna. El ser humano de la Modernidad, que ha de«con»struido
el firmamento y exonerado al cielo de sus funciones tradicionales
de inmunidad, es un inmunizado de otro modo, que por eso vive de
otro modo y construye de otro modo. Ha diseñado sus tejados y pa
redes laterales de nuevo, y suscrito seguros que han cambiado dra
máticamente su postura frente al riesgo universal. Como alguien que
399
Millenium-Dome, en en el recodo
Themse de Greenwich Village,
Londres, vista de enero de 1999.
piensa de otro modo, debía convertirse también en alguien que se
preocupa de otro modo; como mejor asegurado, también es alguien
que puede permitirse una medida enorme de apertura al mundo.
En la era venidera la cúpula se convertirá en signo de la persua
sión de que también el vacío quiere que se lo reconstruya. Puede
que Dios esté muerto, pero la construcción de cúpulas continúa y
con ella el debate sobre el techo apropiado para pender sobre las
cabezas de los seres humanos contemporáneos. Los techos de la
posmodernidad son hipótesis de trabajo para comunidades provi
sionales, y ya no dogmas ontológicos. Parece que el vacío construi
do perfila hoy el horizonte dentro del cual quienes nacen y mueren
han de preocuparse de sí mismos y de sus comunidades. Incluso la
primafacie megalómana Millenium-Dome en Greenwich, Londres, de
Richard Rogers, con la que Inglaterra quiso celebrar su entrada en
400
el tercer milenio, da testimonio del fuerte poder de empuje de esta
demanda político-simbólica de espacio. Una nación entera vibra ba
jo la impresión de una idea de espacio contemporánea y sin em
bargo difícilmente interpretable: según informes estadísticos, pare
ce que en el año 1997, en los periódicos de Gran Bretaña, la palabra
más utilizada (después del nombre de Diana) fue la de dome, cúpu
la192. Los debates sobre cúpulas siguen siendo indicadores de sensi
bilidad colectiva por el espacio. Como desde la época de las mura
llas de Jericó y Uruk, la capacidad constructora y arquitectónica
avanzada sirve hoy para vigorizar la tesis protocomunitaria de que
también en lo muy grande, incluso en lo global, ha de valer el pri
mado del interior. Nada hay en la arquitectura que no haya estado
antes en las ideas de inmunidad.
401
Capítulo 5
Deus sive sphaera
o:
El Uno-Todo que estalla
La esfera es la autoimagen del alma.
Marco Aurelio, Soliloquios II, 12
A cada instante comienza el ser; en tomo a todo aquí, gira la esfera allá.
El centro está en todas partes.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra III,
«El convaleciente» 2
Cuando mejor se entendió a sí misma, la teología occidental fue
una meditación del centro surreal. Con un empeño tal que roza la
desesperanza, trata de un centro-todo que es imposible que pueda
ser el del mundo. Dado que en el diseño del mundo de la metafísica
clásica Dios y el mundo fueron separados por la primera diferencia,
el centro del mundo real -la tierra, pobre en luz,junto con los seres
humanos errantes sobre ella- y el centro del supramundo -el centro
de superabundancia divino y los bienaventurados espíritus que lo ro
dean- han de distanciarse para siempre. Por ello, la teoría del todo
sólo podía prosperar como teoría en dos partes, incluso en dos len
guas y, en definitiva, completamente escindida. Como cosmología o
ciencia del todo de la naturaleza, trataba del universum, como teolo
gíao ciencia del todo del espíritu, de Dios como fundamento o mis
terio del mundo. Parece natural pensar que ambos discursos pudie
ran componerse en una teoría general unitaria -considerando que
naturaleza y Dios espiritual fueran dos aspectos complementarios del
mismo continuum y sus teorías sólo proyecciones diferentes de la mis
ma realidad total, coherente en sí misma-, pero ello resultó imprac
ticable, a pesar de innumerables manifestaciones solemnes a su favor
y del refinamiento progresivo de sus repeticiones.
403
Desde un punto de vista moderno se ofrece una buena oportu
nidad de reconocer que los cosmólogos de la antigua Europa y los
teólogosjudeo-greco-cristianos en ningún momento hablaron de lo
mismo al tratar de lo que llamaban lo uno y el todo, a pesar de que
ambos partidos eran expertos en la totalidad y a pesar de la tenaci
dad que pusieron en su intento de hacer converger sus discursos. Es
verdad que podría haberse encontrado un fundamento formal pa
ra la armonización de la teoría del todo del mundo y la teoría del
todo de Dios en la estructura de ambas totalidades -en el parentes
co de sus concepciones morfológicas fundamentales-, porque am
bas, conforme a sus interpretaciones clásicas, pueden concebirse
siempre como una única esfera infinitamente perfecta, y parece jus
tificable esperar que dos proyecciones diferentes de una esfera má
xima signifiquen de hecho sólo una y la misma. Pero este supuesto
se revela engañoso, y el análisis de ambas esferas máximas mostrará
que es imposible que puedan ser la misma: sí, que el ensamblaje de
una en otra -procurado incesantemente tanto por la philosophia
perennis como por la teología especulativa- sea realizable no sin im
plicaciones absurdas. Está claro que el Dios de los morfólogos tenía
ganas de mofarse a la vez de teólogos y cosmólogos en tanto se le
ocurrió presentarse en dos totalidades incompatibles, como si qui
siera violentar la proposición autoevidente máximum est unum, que
sugiere que habría un máximo, y sólo uno, que sería, únicamente él
y sin rival, el Uno-y-Todo.
Recordemos: Platón y Aristóteles tuvieron un éxito rotundo, en
principio, en su intento de demostrar que entre las muchas esferas
posibles sólo puede haber una que actualmente sea la omnicom-
prensiva. Platón había enseñado expresamente que el demiurgo no
había producido dos o innumerables cosmos, sino sólo uno, que en
su abundancia y completud representa una singularidad aislada (ere
mos) y engendrada como única (monogenes). Con los escolarcas ate
nienses toma forma el argumento decisivo para la posteridad de
que el máximo sólo puede ser uno y de que, por ello, todas las co
sas que existen corporalmente están reunidas dentro de un contor
no máximo, el de la cúpula real del cielo: Lo máximo es uno y único,
una tesis cuya sólida formalidad se impuso desde la Antigüedad has
404
ta los idealistas modernos, pasando por el Cusano. Si el mundo es la
totalidad de lo que está rodeado por un límite extremo, sólo puede
ser, en consecuencia, uno y único, dado que el concepto de lo má
ximo incluye necesariamente la integración total. Así, el cosmos de
los filósofos, generado y animado por el logos, se promueve hasta
convertirlo en la mayor de las totalidades y en la totalidad de lo en
volvente.
No obstante, para teólogos en la estela de Platón está claro que
Dios, por su parte, ha de superar y abarcar de modo incomparable
el mundo y todo lo que hay en él. Le corresponde la autoría en una
esfera-todo aún más poderosa, aunque de índole completamente
diferente: una esfera de todas las esferas, hiperfísica, noética, ener
gética, erótica, a la que sólo se puede llamar espacial en sentido im
propio, y en cuyo centro -aunque ¿qué significa centro en la su-
perespacialidad? - él, plenamente activo y omnisciente, goza de sí
mismo sin medida ni oposición alguna. Dios rodea todo y nada le
rodea a él mismo, dice el Pseudo-Areopagita, y con ello se expresa
claramente su superioridad en magnitud tanto espacial como hi-
perespacial. Si esta réplica de los teólogos idealistas posee un fun
damento válido -y desde el punto de vista inmanente hay mucho
que habla en favor de esa concesión-, no pueden ser una y la mis
ma la esfera de los doctores aristotélicos en naturalia, el cielo-mun
do que tolera la tierra en su centro y la «esfera»-Dios matemático-
mística, de la que proviene todo y que contiene todo dentro de sí.
Tampoco consigue quitar de en medio la contraposición intran
quilizadora de ambos proyectos máximos la famosa construcción
auxiliar de la idea metafísica de unidad, la de la analogía entis, que
permite al mundo, semejante en lo desemejante, seguir al Dios in
finitamente superior a una distancia sumisa.
Por lo que respecta a sus planteamientos y resultados, la teoría
de Dios y la teoría del mundo siguen siendo proyectos profunda
mente diferentes, por más que ambos -engañosamente semejantes
en sus formas expresas- se lleven a la práctica defado como teorías
de esferas de máximo rango. Con su principio dens sive natura, fue
Spinoza el primero que mostró cómo, si se está dispuesto a sacrifi
car la trascendencia, puede retirarse de la cartelera la comedia oc-
405
Imagen del mundo seudo-teocéntrica.
Nicolás de Oresme, Livre du ciel et du monde, 1377,
manuscrito de una traducción con comentarios de De coelo
de Aristóteles, hecha para Carlos V. El ilustrador lleva a cabo
una inversión del cosmos aristotélico: las siete cubiertas
de los planetas se abovedan de modo cosmográficamente
irregular en torno a Dios en lugar de en torno a la Tierra,
con la cubierta de las estrellas fijas y la de Saturno dentro,
y la de la Luna en el margen exterior.
cidental de la doble teoría. Por muy grande que sea la tentación de
identificar ambos constructos esféricos -el cosmológico-inmanente
y el ontoteológico-trascendente-, manifiestan disonancias substan
ciales ante las que ha de fracasar cualquier intento de unificación.
Sólo por un interés institucionalizado en consonancia y convergen
cia ha podido crearse la ilusión de que la ciencia escolástica greco-
cristiana llegó a constituir una unified theory, comprensiva de Dios y
mundo, y de que con ello alcanzó algo que podría calificarse de
imagen global coherente de lo existente y supraexistente o de siste
406
ma metafísico integrado. Sólo se necesita leer un poco más lenta
mente de lo habitual los textos oportunos para convencerse de que
no puede decirse tal cosa. En realidad, la llamada onto(cosmo) teo
logía de la era metafísica, a cuya engañosa homogeneidad pagó tri
buto incluso Martin Heidegger con su intento -superfluo de he
cho- de «destruirla», está escindida desde su fundamento. En su
base se manifiesta la diferencia insuperable entre dos proyectos de
totalidad esféricos, caprichosos y nunca realizables concéntrica
mente, en cuya ensambladura en el complejo de la llamada «meta
física» -si se considera a la luz correcta- no hay nada que destruir
porque ya falla como constructo.
Todos los intentos de hacer coincidir los centros, contornos y ani
llos interiores de las dos sublimes esferas de totalidad estaban con
denados al fracaso por cuestiones de principio, aunque el paralelis
mo de los retóricos entre Dios y mundo contribuyera desde el inicio
a velar la discrepancia de las cosas. Por ello, la metafísica clásica ni
necesita ni es capaz de una destrucción o de«con»strucción, dado que
ya una reconstrucción bienintencionada, aunque no torpe, desvela
con deslumbrante o, si se quiere, trágica claridad la inviabilidad del
proyecto metafísico: la disposición concéntrica e inconsútil de la es
fera del mundo y la esfera del supramundo, una en otra.
Así pues, lo que sería necesario n o es tanto una crítica del cen-
trismo como tal cuanto una diferenciación suficientemente cuida
dosa de los centros y de las periferias correspondientes. A partir de
ella resultaría claro que toda la tradición metafísica reposaba sobre
una confusión interesada entre espacios de trascendencia y de inma
nencia, es decir, sobre la confusión entre dos centros completamen
te diferentes y sus contornos. Hay que admitir que esta diferencia no
es fácil de captar para pensadores que, afirmativa o subversivamen
te, están bajo el embrujo de la tradición. Incluso el Cusano se dejó
obnubilar gustosamente por el espejismo constitutivo de su época,
que necesitaba soñar con el abrazo de la tierra por el cielo; por ello
enseñó, tan convencional como inútilmente, algo imposible: el
con(ex)centrismo del globo del cosmos y del globo de Dios, o, lo
que aquí significa lo mismo, el encierro redondo de toda inmanen
cia en una trascendencia envolvente:
407
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Esfera-mundo geocéntrica,
de una obra de Cecho d’Ascoli, Viena 1516.
Así pues, quien es el centro del mundo, a saber, el Dios bendito, es el
centro de la tierra y de todas las esferas y de todas las cosas del mundo, y es
alavezelcontornoinfinitodetodo1*
Obviamente, cosas así pueden escribirse, pero resulta imposible
pensarlas; y por una razón que en lo que sigue se presentará con
una nitidez que no conoce ninguna de las historiografías de la filo
sofía hasta ahora: la discrepancia entre la interpretación teoperifé-
rica y la teocéntrica del mundo -se podría decir también: entre la
ontología aristotélica de la majestad (Dios arriba) y la doctrina pla-
tónico-plotínica de la emanación (Dios en el medio)- es de un ma
terial más duro que cualquier afán de armonización de los sistemas.
No se puede construir el todo al mismo tiempo a partir de la tierra
y de Dios, y quien, a pesar de todo, lo intenta tiene que simular con-
centricidad donde de hecho no puede haberla. Qué o quién sea
efectivamente «el centro de la tierra» en el espacio de la imagen de
mundo medieval, lo pondremos de manifiesto después en el capí
tulo sobre las «Antiesferas» con un análisis fundamental satanológi-
co; y de qué equívocos ha de valerse uno para pensar a Dios como
el «centro de todas las esferas» es algo que puede mostrarse con de
talle en el Cusano mismo, considerando su tratado De ludo globi.
La confusión sobre el sentido de centro en el pensamiento alto-
medieval alcanza hasta los últimos niveles de la interpretación de
Dios y mundo. La «metafísica occidental» no habría podido mante
ner su consistencia en el punto decisivo sin un tejido espeso y elás
tico de autohipnosis piadosas, apoyado por un sistema de ideas fic
ticias institucionalizadas, que corresponde con precisión a lo que
hoy se llama discursos (según Foucault: rutinas del decir-cosas). El
precio de la libertad medieval de pensamiento, que sólo era posible
como licencia para la teoría en los límites del dogma, fue que había
que mantener latente el bifocalismo de la «imagen de mundo» y que
no se podía mantener diálogo explícito alguno sobre las contradic
ciones entre el emplazamiento geocéntrico o teocéntrico de pro
yección dentro de la burbuja de ilusión de la philosophia perennis.
La profundidad de la edificante confusión se muestra, entre otras
cosas, en que todavía el hombre loco de Nietzsche, que creyó anun
409
ciar la muerte de Dios, es víctima de la confusión de centros, sin si
quiera imaginar que en su intervención tendrían que haberse dis
tinguido dos conceptos radicalmente diferentes del Uno-y-Todo.
Cuando el hombre loco, en el ominoso parágrafo 125 de La gaya
ciencia, plantea sus preguntas excéntricas: «“¿Qué hemos hecho al
desprender la tierra de su sol? ” “¿Hay todavía un arriba y abajo? ”
“¿No vamos errantes como a través de una nada infinita? ”», por el
tono y contenido habla inconfundiblemente de la pérdida de la peri
feria que para la humanidad poscopernicana acompaña la despedi
da del aristotelismo en cosmología. Aquí se guarda duelo por la eva
poración del cielo de las estrellas fijas, cuya distancia desencadena
el shock del infinitismo. El pathos de las preguntas de Nietzsche de
lata cómo ha afectado la descentralización de la tierra y la liquida
ción de las cubiertas al sistema de inmunidad psicocósmico de la an
tigua Europa: «¿No nos llega el aliento del espacio vacío? », «¿no
hace más frío? ». Con tales expresiones parece como si el nihilismo
ronde ahora todas las puertas de las casas; el giro de la tierra se in
terpreta como una centrifugación fatal que nos lanza a un frío eter
no; que al cielo le falte la ultima cúpula ha de significar inmediata
mente la pérdida de seguridad de la vida. El agitado mensaje es fácil
de comprender: crece el desierto, el punto de orientación se ha per
dido, el exterior lo toma todo y ya sólo puede encontrarse sentido
en sistemas de autocobijo radicalmente artificiales, diseñados en con
tra de la falta de suelo objetiva (ya sólo puede encontrarse sentido
en una construcción-arca de segundo grado).
Pero: cuando el hombre loco proclama la muerte de Dios de un
aliento, habla de algo completamente diferente, a saber, de la pérdi
da del centro que se siguió del repliegue de la teología moderna de
posiciones platónico-plotínicas. Que Nietzsche gustara de presen
tar esta segunda pérdida como consecuencia de un crimen perpe
trado con lo supremo, mejor, con lo máximo, puede considerarse
una histerización tolerable en cuanto manifiesta conciencia de lo
agudo y delicado de la cuestión sucesoria. Pero el hecho como tal
resulta problemático, pues ¿con qué punta del círculo se habría
apuñalado al punto medio absoluto? Se impone ahora una doble
tarea: hacer que la tierra ruede fuera del centro del cosmos aristo
410
télico-tolemaico y extinguir el origen de toda luz en el centro de la
esfera neoplatónica de Dios; se trata de dos operaciones funda
mentalmente diferentes, cuya no distinción ha de llevar a aprecia
ciones confusas en todos los ámbitos implicados. No en último tér
mino se decide ante esa cuestión el propio sentido de Modernidad:
¿Se trata de una era posmetafísica, como se propala desde la altura
de todas las cátedras, o de una era metafísica-de-otro-modo, que
aún no se entiende bien a sí misma? ¿Se ha vuelto imposible en ella
la ontología en general, como no se cansan de decir los pensado
res precipitados, trascendentaltas y constructivistas, o es sólo que
ha cumplido ya su tarea un tipo histórico de pensamiento ontoló-
gico? ¿Ya ha dicho su última palabra, en general, el pensar filosófi
co, de modo que tendrían razón los teóricos de la alienación cuan
do miran al pasado con melancolía omninecrológica, o es, más
bien, que el viejo amor a la sabiduría ya está en camino de darse
una nueva forma histórica, digamos: la de un arte racional trans-
génico? Parece que el sentido de Modernidad mismo dependiera
de la interpretación de la catástrofe de las esferas metafísicas y, con
ello, de que uno se manifieste sobre si lo que ha de darse por per
dido es el centro o la periferia, o ambos, y qué centro, y qué peri
feria de qué esfera194.
Sin embargo: que todas estas posibles pérdidas signifiquen en
definitiva lo mismo es una convicción que se hace valer en las tra
diciones, tanto conservadoras como modernas, desde la edad mo
derna hasta hoy. Esta confusión viene de lejos, sus comienzos se re
trotraen al clasicismo griego, y toda la Edad Media está bajo su
signo. Que incluso Nietzsche cayera todavía en ella muestra la soli
dez de la ilusión antiguo-europeo-católica, que hubo de mantener
en vigor a cualquier precio la afirmación de que, si se consideraban
las cosas desde puntos de vista superiores, la esfera del mundo y la
de Dios sí estaban construidas de algún modo concéntricamente,
por no decir en unidad conjunta, tal como pretendía sugerir aque
lla frase del Cusano, que suena tan precisa, pero que lógica y obje
tivamente resulta completamente desesperanzada. La tesis de la
identidad, efectivamente, tenía que ser válida para que permitiera
suponer, con visos de éxito, que el apartamiento de la tierra del cen
411
tro del cosmos significaría metafísicamente lo mismo que la eva
cuación de Dios del centro del ser.
Pero esto es una sugestión sin apoyo objetivo. En realidad de ver
dad se trata de dos descentralizaciones toto coelo diferentes, a cada
una de las cuales corresponderían nuevas modalidades completa
mente diferentes de proveer la ocupación del lugar central, o de
dejarlo vacío. No han faltado a la Modernidad candidatos para apro
piarse de ambos centros vacantes del todo: la materia, el ser huma
no, el sujeto específico, la vanguardia, la raza, la estructura, el in
consciente, el capital, el lenguaje, el cerebro, los genes, la masa de
la explosión primordial. De todo esto, y de más cosas, se ha habla
do ya como fundamento y centro dominante, y cualquier cliente del
mercado desregularizado de sentido pudo decidirse á son goüt por
su apriori. Se ha intentado como nunca comprender de cuál siquie
ra de los centros a ocupar se trataba.
La historia de las ideas de los últimos doscientos años es, por
ello, la era de las luchas por la sucesión hereditaria en los centros
problemáticos de totalidades en apuros: es comprensible que ello
desemboque en propuestas pacifistas de relajarse, por fin, en una
«cultura sin centro»195. No es que no se pudiera comprender por
qué en este campo -inabarcable, debido a su ángulo extragrande-
la Ilustración resulta un negocio lento y cómo es que aquí se alcan
za poco sin una especie de observación orbital desde fuera y sin
visiones de conjunto radicalizadas. Pero, hasta que aquí se haya ins
taurado un mejor saber en un frente más amplio, los horribles sim-
plificadores y restauradores salmodiantes conservan su público des
valido, a conveniencia, en sus manos. Unos recurren a un Aristóteles
que satisface del mismo modo a arzobispos y socialdemócratas, los
otros vuelven a barnizar vestigios barrocos de la phihsophia perennis
para el público nostálgico. La intervención más conocida en este
campo la ofreció el delirante católico Hans Sedlmayr con su escrito
acusatorio, crítico de la Modernidad, La pérdida del centro. Las artes
plásticasdelsigloXIXy XX comosíntomay símbolodeltiempo(1948),enel
que lamentaba la pérdida de un centro del que nunca se pudo de
cir dónde estaba ubicado en realidad. (Así y todo, Sedlmayr ilustra
una vez más lo que era y pretendía el aristotelismo católico, cuando
412
achaca a la arquitectura moderna su desligamiento «de la base te
rrestre», ejemplarmente materializado en el proyecto de Ledoux
para la esférica Casa de los vigilantes del vestíbulo en Maupertuis [1775-
1780], que por su forma puramente geométrica vulneraba las leyes
de la existencia sublunar; en general, Sedlmayr advierte en la Mo
dernidad una tendencia inequívoca al desarrollo de «esferas inhu
manamente puras», lo que desemboca finalmente en una acusación
de autoendiosamiento y satanismo. ) Pero, Sedlmayr o anti-Sedlmayr,
la confusión sobre el sentido del centro y de su pérdida en la Mo
dernidad es más o menos igual de grande en todos los campos.
Si se quieren diferenciar claramente las dos figuras clásicas de lo
omniabarcante, la esfera del cielo y la esfera de Dios, basta mirar a
sus centros. Inmediatamente aparece la diferencia irreconciliable
entre el proyecto esférico geocéntrico y el teocéntrico. Esta dife
rencia es la que sabotea desde dentro y para siempre el propósito
teórico más sublime de la antigua Europa: el de dar una forma ló
gica al hén kaípán.
Como se explicó en el capítulo anterior, en el primer diseño de
la gran esfera el centro lo ocupa lo ultimum y pessimum ontológico:
topamos en él con la tierra, habitada por seres humanos mortales, y
con sus entrañas subterráneas, el infierno, caracterizado como el
polo negativo del universo y el lugar de mayor separación posible
del Dios de las alturas. A la cosmografía geocéntrica le resulta inhe
rente un infernocentrismo estructural: el anillo más interior del in
fierno en el núcleo de la tierra, donde un Satán de tres caras (con
tratrinitario) deja caer sus lágrimas desde seis ojos monstruosos en
el propio hielo eterno, constituye el monumento conmemorativo
de esa concepción del punto central absoluto del mundo físico.
Que la tradición le haya llamado también el príncipe del mundo
significa una consecuencia cosmológicamente correcta del agravio
aristotélico a la tierra.
Del Satán en el hielo hay que aprender lo que en última instan
cia significa ser-en-el-mundo según la interpretación católica: el de
monio no ha perdido el centro; lo es él mismo.
413
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Natura, tu
Cosmos en espiral de 22 escalones, que corresponden
a las letras del alfabeto hebreo. Este esquema, extremadamente
teoperiférico, sintetiza en una única serie el sistema areopagítico
de emanación (la emanación de las nueve inteligencias-ángeles
de Dios, 2-10, acto seguido el cosmos aristotélico de cubiertas,
11-18, finalmente los cuatro elementos, 19-22). La degradación de
la tierra (Terra, 22) mediante su doble determinación como elemento
y como cuerpo central y más alejado de Dios es evidente en este
híbrido diagrama. La esfera negra insinúa la existencia de una
segunda construcción, en este caso teocéntrica. Tomado de
Robert Fludd, Historia del macrocosmos y del microcosmos, 1617.
En torno a este depravado centro del mundo, el polo negativo
subterráneo, la superficie de la tierra, después de todo, conforma
una cubierta firme, iluminada, abierta al cielo: un medio sobre el
que se va realizando la vida humana, amenazada por el pastoso
abismo del mal, pero atraída, a la vez, por seductores más altos. La
onto-topología clásica no deja de repetir su axioma: que el lugar del
hombre es el «entre». En él actúan sin cesar las fuerzas vectoriales
de abajo y arriba. En tomo a esa esfera terrestre, conformada por la
fuerza de gravitación de la muerte y por la fuerza ascensional de la
esperanza, y a sus cementerios bajo la luna, se van depositando re
giones etéricas de mayor dignidad, una sobre otra, a partir de su sa
télite hacia arriba. En el esquema simplificado de ocho peldaños: las
cubiertas de la luna y del sol, después las cubiertas de los cinco pla
netas, y sobre ellas la esfera de las estrellas fijas, por la que el mun
do etéreo planetario limita con el cielo empíreo, el reino de los es
píritus bienaventurados.
El ejemplar viaje de Dante al cielo, ampliado a una secuencia
de diez peldaños, responde en lo esencial a este modelo geocén
trico; conduce, primero, al cielo lunar, habitado por bienaventu
rados que no pudieron cumplir una promesa; después, al cielo de
Mercurio, donde residen los héroes del honor, y al de Venus, don
de han encontrado su residencia permanente los amantes decen
tes; sobre éste se arquea el cuarto, la esfera del sol, poblado muy
oportunamente por teólogos con claridad de ideas, que durante su
vida ocultaron b¿yo hábitos sus cuerpos a la luz, pero que ahora, a
cambio, los doran ya transfigurados en un eterno baño de sol. Si
guiendo hacia arriba el poeta llega al quinto cielo, formado por la
cubierta de Marte, en la que están reunidos los mártires en tanto
héroes de guerra de la fe; después al cielo de Júpiter de los prínci
pes buenos y, finalmente, al cielo de Saturno de los contemplati
vos. Sobre éste se expande la octava bóveda, el cielo de las estrellas
fijas, al que sólo rodea, a su vez, el último receptáculo, el cielo de
cristal: éste, por sus propiedades translúcidas, fue postulado por
los doctores como el llamado primer diaphanum, para que la luz di
vina pudiera afluir desde arriba al cosmos físico196. Sobre la nonei-
415
dad de los espíritus bienaventurados se puede adivinar, finalmen
te, la decenidad inefable con el rosetón celeste y la morada de la
Trinidad.
Está claro que el paraíso de Dante se basa en un modelo cósmi-
co-supracósmico espurio, que sintetiza con mucha libertad motivos
aristotélicos y neoplatónicos en tanto adopta los órdenes de cubier
tas del cosmograma de Aristóteles y toma prestado de Platón y Plo-
tino la centralización de Dios en un punto de luz hiperluminoso. Ya
el hecho de que la luz central divina de Dante no alumbre en el cen
tro físico del mundo, sino que entre en el cosmos desde la periferia,
remite al papel ambiguo de la luz (como lux y como lumen) entre fí
sica y superfísica. En el esquema de Dante se mezclan francamente,
sin miedo a incompatibilidades, teología del cosmos y teología del
espíritu. Como es sabido, el poeta se comporta en su ascensión co
mo si no viajara dentro de radios cada vez mayores y de bóvedas de
cubiertas cada vez más amplias, como pertenece a un ascenso cos
mológicamente consecuente; persigue, más bien, un objetivo colo
cado en lo alto, un «centro» exento, en cierto modo, que se en
cuentra, paradójicamente, en el margen extremo y fuera del cosmos
escalonado. El poeta, con gran despreocupación, deja que la com
plicación topológica del cielo repose en sí misma; sólo Dios puede
saber cómo hay que arreglárselas para comprimirse en un único
punto central resplandeciente y presentarse, a la vez, como vallado
más amplio y avanzada más sublime de la estructura cósmica. Des
pués de todo, el no-teólogo puede admitir la idea de que Dios, si lo
hay, no tiene problemas de figura, y podría ser al mismo tiempo
punto y volumen-todo.
Por lo que respecta a esa esfera cósmica, geocéntricamente cons
tituida, en ella se mantiene la usual perspectiva humana al diferen
ciar arriba y abajo, y, por ello, su centro, en total acuerdo con la in
tuición cotidiana, se localiza «aquí abajo», mientras que la periferia,
naturalmente, sólo puede quedar «allí arriba». No en vano Dante,
cuando, ya casi al final del viaje, es elevado al cielo de cristal, echa
todavía una mirada hacia atrás y ve en el rincón más apartado del
universo la tierra en su ridicula, conmovedora pequeñez.
416
Gustave Doré, ilustraciones para
la Divina commedia de Dante, Paradiso, canto 12:
Cosí di quelle sempiterne rose
volgiensi área noi le due ghirlande,
e si l'eslrema a l %intima rispuose
[Así de aquellas rosas sempiternas/
las dos guirnaldas cerca de nosotros/
giraba, respondiendo una a la otra*].
’Divina comedia, trad. de Luis Martínez de Merlo, Giorgio Petrocchi (ed. ),
Cátedra, Madrid 1988. (N. del T. )
Col viso ritomai per tutte quante
le sette spere, e vidi questo globo
tal, ch’io sorrisi del suo vil seminante
(Paradiso, canto 22, 133-135)
[Recorrí con la vista aquellas siete/ esferas, y este globo vi en tal forma/ que
su vil apariencia me dio risa].
Con esto, el carácter espacial del viaje poético a través del mun
do luminoso de las esferas desaparece otra vez; entre sus resultados
pretendidos está el humillar a la tierra en las grandiosas dimensio
nes del cosmos197. Deus est res extensa: este principio spinozista tiene
cierto sentido ya para el Dios de la cosmología escolástica, en tan
to éste instaura el cielo o el mundo de éter como su extensión in
directa, de lo que se sigue, ciertamente, que en el esquema espacial
está menos «consigo» hacia abajo, para dejar de estarlo, completa
y finalmente, en lo más b¿go, en el punto de Satán, en el centro del
mundo de cuerpos. En este modelo, en consecuencia, bienaventu
ranza y malaventuranza se reparten según la diferencia entre arri
ba y abajo, de modo que quienes buscan salvación no pueden du
dar ni un instante de adonde ha de conducir su camino: hacia
arriba, elevándose a esferas más altas, siguiendo a Dios, presentido
allá arriba.
Quien, sin embargo, tuviera la idea de buscar a Dios dentrodel
globo del mundo nunca podría encontrar más que signos indirec
tos de su acción, vestigios, reliquias, guiños, jeroglíficos (razón por
la cual el teólogo se convierte fácilmente en un teo-detective). Por
más cerca que se sienta del objeto de su búsqueda: mientras se man
tenga en la inmanencia, el buscador ha de comprender siempre de
nuevo que el verdadero Dios sobrepasa todo lo que pueda captarse
sensible, espacial, simbólicamente. El modelo clásico de la búsque
da estéril de Dios en un espacio en el que por naturaleza él no pue
de estar como él mismo lo desarrolló san Agustín en el libro X de sus Confesiones,remitiéndose a motivos del salmo 139; todavía a co mienzos del siglo XIX,Jean Paul dio la réplica a este inútil viaje es pacial del alma con el viaje de su Cristo muerto a través del univer-
418
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 14:
. . . vidimi translato
sol con mia donna in piü alta salute
[. . . nos vi trasladados/
solos mi dama y yo a gloria más alta].
so vacío de Dios: «Subí a los soles y volé con las vías lácteas a través
de los desiertos del cielo; pero ningún Dios. . . »198.
Esta es la dirección de Dios en el mundo geocéntrico, incluso
después de la mayor aproximación a él: Excelsior, su residencia sólo
puede ser localizada en un estrato más alto que cualquiera de los fí
sica o simbólicamente más altos. Aquí está el motivo para compren
der palmariamente cómo es que en este esquema de mundo los se
res humanos están condenados a subir y traspasarlo todo cuando
buscan la verdad o el bien; se vuelve claro, a la vez, por qué los teó
logos ejercitan la escalada: ante ellos se eleva la tarea interminable
de pensar siempre a Dios más grande que lo máximo de aquello que
puede imaginarse como magnitud positiva. Quien anhela lo mejor
tiene que alcanzar el margen supremo del universo y dejarlo tam
bién a él tras de sí; desde este mundo inferior sólo se aproxima uno
a la verdad en subida vertical. De ahí que las simples ciencias hori
zontales no aporten salvación alguna, y ello por y para siempre, al
menos desde el punto de vista de teóricos que experimentan un de
safío vertical.
En el escrito seudoaristotélico del tardío siglo I d. C. Sobre el mun
do, se encuentra el clásico esbozo del esquema geocéntrico que to
dos los cosmógrafos y teólogos aristotélico-católicos ponen en la ba
se de su imagen del mundo:
El puesto primero y supremo lo ocupa él mismo, el Dios, y por eso se
llama el «Supremo», porque, según la palabra del poeta, reina «sobre la
cumbre más elevada» del cielo entero. El deleite más grande lo tiene el ele
mento más próximo a él (es decir, el etéreo), después el que viene a conti
nuación y así sucesivamente hasta llegar a nuestro ámbito. Por eso, porque
el influjo coadyuvante de Dios queda lejísimos, la tierra y todo lo terreno
aparecen tan débiles, disarmónicos y completamente llenos de confusión199.
Se puede elegir una perspectiva radicalmente opuesta conside
rando la construcción de la esfera teocéntrica en la que el lugar
central lo ocupa el optimum y summum: Dios. Aunque en ese diseño
aparece una complicación, respecto de la que nunca queda sufi
cientemente claro si puede ser superada por el ser humano. Pues en
420
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 27: «Al Padre, al Figlio, a lo Spirito Santo»,
cominció, «gloria! », tutto il paradiso,
si che m’inebriava il dolce canto
[«Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo/
-em pezó-, Gloria» -todo el Paraíso,/
de tal modo que el canto me embriagaba].
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 31:
In forma dunque di candida rosa
mi si mostrava la milizia santa
che nel suo sangue Cristo fece sposa
[En forma pues de una cándida rosa/
se me mostraba la milicia santa/
desposada por Cristo con su sangre].
Tomado de Gregor Reisch, Margarita philosophica nova, 1508;
clásica imagen de mundo aristotélica en 10 esferas, con las cubiertas
de 1 Luna, 2 Mercurio, 3 Venus, 4 Sol, 5 Marte, 6Júpiter, 7 Saturno,
8 Firmamento, 9 Cielo acuoso o cristalino, 10 Primum mobile; más allá
del 10: el Empyreum como habitaculum Dei et omnium electorum.
la construcción de lo envolvente a partir de Dios ya no puede co
menzarse desde la condición de la inteligencia natural. Los teocen-
tristas tendrían que salir o partir de un origen que resulta inaccesi
ble -«en principio», dicen los iluminados- para intelectos
humanos. Lo que quiere decirse con salir o proceder de Dios pue
de explicarse con suficiente claridad, sin embargo, bajo premisas es
peculativas; pero lo que, después de todo lo que se sabe sobre in-
423
Cuaternidad. Foto de Lennart Nilsson.
tentos realizados, queda tan cuestionable como el primer día es si
los seres humanos son los oportunos para mantener tales discursos.
Sólo mediante un salto al comienzo -pero ¿quién es el saltador? -
podría conseguirse el punto de partida de la construcción teocén-
trica; hay que comenzar aquí con el arché divino, con aquel punto
originario, supraóntico, inconmensurablemente rico y denso, del
que «pro»viene incesantemente la plenitud del ente de un deter
minado modo: mediante derrame, irradiación, estallido o desplie
gue. Así pues, en el centro de la otra esfera encontraríamos -en ca
so de que pudiéramos saltar hasta allí, hasta lo absolutamente
implícito- al auténtico Dios de los filósofos, que por infiltración ne-
oplatónica se convirtió cada vez más también en el Dios de los teó
logos, sobre todo para los simpatizantes de una theologia mystica cris
tiana de tipo pseudo-areopagítico.
Si se supone a Dios como punto absoluto que desde su lugar
424
eterno se mundaniza, la estructura de la distancia entre centro y pe
riferia se invierte: el mundo y los seres humanos han de colocarse
ahora en el borde del globo de Dios; dicho fotológicamente: en el
ámbito de la luz sensiblemente amortiguada, mediada, oscurecida
por los medios; visto moralmente: en una posición de relativa leja
nía a Dios. Por lo que respecta a los seres humanos, que aparecen
como anfibios físico-metafísicos en ambos proyectos de totalidad, es
imposible que orienten del mismo modo su afán metafísico -el anhe
lo de superar su distancia a Dios- en el sistema teocéntrico que en
el geocéntrico. La apetencia de lo mejor cambia bruscamente de di
rección: de lo alto inaccesible a lo interior inaccesible. En corres
pondencia, el sentido de lejanía cambia también fundamentalmen
te. Quien quiere llegar del turbio mundo corporal a la claridad tiene
que estar dispuesto a una ascensión hasta la periferia más extrema:
de ello no han dejado dudajamás las ortodoxias católica e islámica;
quien, por el contrario, desea alcanzar el centro de irradiación di
vino tiene que aprender cómo concentrarse en un punto suma
mente interiorizado del abismo del alma propia: un interés al que
atienden las místicas monosféricas. Lo que en el geocentrismo apa
rece como añoranza del cielo superior summo meo-, en el teocen-
trismo se presenta como anhelo de retorno al centro profundo en
simismado - interior intimo meo- del espacio espiritual y anímico.
Formarse una idea de las propiedades y reivindicaciones de ese
otro centro fue el sentido del proyecto teórico de la antigua Europa
llamado teología, que, en su mejor época, con su racionalismo ma
gistral, pudo afirmar su preeminencia sobre todas las demás disci
plinas de la cultura racional monástica y universitaria. Cuando los
participantes en ese juego teórico fueron suficientemente despeja
dos como para entender la peculiaridad de su tarea, llevaron a cabo
la conversión al estilo de pensar «desde Dios», por el que desde la
época del neoplatonismo se reconoce al auténtico teocentrista200.
Quien no se convierte decididamente a un modo de ver radical
mente teórico no conseguirá en absoluto ver la otra esfera, la lumi
nosa. El alejamiento de la apariencia sensible que ello exige tiene
un precio del que los especialistas no se cansaron de afirmar que,
con buena voluntad y con la introducción correspondiente, puede
425
Matthias Grünewald, altar de Isenheim, detalle;
Dios Padre con emanación de ángeles, ca. 1512.
Fiat lux.
La paloma-espíritu surgida de
la palabra «hágase» traza el primer círculo de luz.
Tomado de Robert Fludd, Geschichte des
Makrokosmos und des Mikrokosmos, 1617.
pagarse en plazos asumibles: se asegura que en el camino a lo ínti
mo, como en el de Santiago de Compostela, hay una pluralidad de
salidas viables, lugares de descanso edificantes a medio camino y un
trozo final obligatorio para todos, que ha de andarse en una actitud
de concentración y entrega. Y porque así son las cosas, también los
amigos de Dios pueden y deben realizar estudios, por más que el
examen quede para la mayoría a una distancia inconcebible: en la
profundidad de las galaxias de una inmersión que disuelve el yo.
Por lo que se refiere a los exámenes, su objetivo son menos los co-
427
Emanación de letras. Tomado de la representación
del alfabeto hebreo del Séfer Yetsirá.
nocimientos positivos que una docta ignorancia que responda con
aconceptualidad específica a la no-e-hiper-conceptuabilidad de lo má
ximo.
Caminos tan largos y contranaturales como el de la mística teo-
sófica o exacta sólo pueden recomendarse cuando la metajustifique
el esfuerzo (a no ser que el camino se declare como meta, cosa que
resulta inmediatamente evidente a nihilistas que creen en medios
sin fin y andaduras sin término). ¿Hacia dónde, sin embargo, se en
428
caminan los seres humanos cuando su objetivo final no está en la le
janía de arriba, sino en la lejanía de dentro? ¿A qué estudios se de
dican si en su decurso no hacen acopio de saber positivo, sino que
se limitan a alejarse siempre, y siempre un poco más, de los objetos
comunes?
Anacrónicamente podría compararse el planteamiento teocéntri-
co con la empresa de introducirse en un psicoanálisis con el Uno que
siguiera esta máxima: donde era yo, ha de llegar a ser él. Plotino lo
dice rotundamente: «Uno se contempla a sí mismo transformado en
él»201. Analistas posteriores de Dios, como el Cusano y Bruno, apare
cen como cazadores de la sabiduría, que afirmaban de sí mismos que
al final se transformarían, como Acteón, en lo cazado. Tras una cura
exitosa, estos rastreadores rastreados habrían de estar en situación de
contemplar el arcanum magnum del ser, la esfera luminosa de Dios,
en toda su magnificencia y de trasplantarse a su centro. Marsilio Fi-
cino no captó mal el tono original de Dios cuando en su Diálogo teo
lógico entre Dios y el alma hace decir a la divinidad que estalla ordena
damente: «Yo lleno y penetro y contengo el cielo y la tierra. Yo lleno
y no soy llenado, porque soy la llenura misma. Yo penetro y no soy
penetrado porque soy la fuerza de penetración misma. Yo envuelvo y
no soy envuelto porque yo mismo soy la virtud envolvente»202.
El pensar desde la «posición» teocéntrica hace presuposiciones
claramente exageradas, que sólo pueden cumplirse a través de un
proceso metódico de desprendimiento del sí mismo de los pensa
dores (desprendimiento del sí mismo que, naturalmente, significa
en realidad de verdad una afirmación suya), a lo largo del cual que
da oscuro hasta el final si es posible tal desprendimiento y si tal des
prendimiento procura lo que los ejercitantes esperan de él. Es ca
racterístico de este proceder una cierta capacidad de intuición y
deducción sobrehumana, que equivale al intento de asistir tan de
cerca como sea posible al origen o emanación primordiales de todas
las categorías de lo existente a partir del punto fontal. En la cerca
nía al punto absoluto no hay cogito alguno, sino sólo el testigo des
lumbrado del nacimiento de la luz. Si fuera posible el salto del
intelecto al inicio, éste se convertiría en confidente de procesos inau
ditos: en caso de que fuera apropiada aquí la metáfora pedestre, po-
429
Roma 1653.
dría seguir paso a paso el camino de Dios hacia el mundo. El testi
go ocular de la protuberancia divina contemplaría los fuegos artifi
ciales del despliegue de los principios: un acontecimiento soberano
de autodegradación a partir de lo absoluto, que todo lo saca de sí,
lo penetra, mantiene, contiene, comenzando por las primeras in
tuiciones luminosas en Dios, a través de nueve eslabones de ángeles,
430
conceptos generales, géneros, hasta llegar a la forma de la mínima
partícula de polvo al límite del universo. El intelecto asombrado po
dría asistir al espectáculo de cómo, a través de la emanación de los
primeros círculos de ideas, cascadasjerarquizadas de luz se expan
den concéntricamente por todos los lados a partir del centro gene
rativo: círculo a círculo, peldaño a peldaño, determinación a deter
minación, hasta que al final se alcance aquella zona relativamente
lejana al punto central, en la que las erupciones hiperclaras de luz
pura se hayan amortiguado lo suficiente como para crear, por la co
nexión de las ideas específicas o luces concretas con la materia pe
riférica, el cosmos accesible a los ojos sensibles. Pensar significa aquí
dejarse caer dentro del bullir de una explosión cosmogónica de luz.
Hay que conceder que el discurso de una esfera teocéntrica
mantiene un fuerte impacto metafórico, debido a que la emanación
de las categorías de lo existente a partir del origo divino es, en prin
cipio, un acontecimiento imperceptible e hiperespacial, que sólo
después de traducirse al lenguaje de la metafísica y metafórica de la
luz adquiere relación con circunstancias espaciales y perceptibles.
Pero precisamente en esas traducciones y figuraciones tiene su ele
mento el platonismo medieval, y quien en aquel tiempo quisiera
tratar con expresiones no-bíblicas de cómo el Dios de la teología
mística se las arregla para que haya mundo, apenas podía hacer otra
cosa que adherirse a los juegos de lenguaje que trataban de la
autoexpansión de la luz en la esfera escalonada203. Aquí todo reposa
en el «cuasi» y en el «por-decirlo-así», y, sin embargo, todo se dice
exactamente como se dice.
Quien siguiera cuidadosamente el extravase del centro hacia los
bordes a través de umbrales y peldaños,
. . . polen de la divinidadfloreciente,
articulaciones de la luz, pasillos, escaleras, tronos,
recintosdeesencia, muestrasdegozo, tumultos
de sentimiento ardientemente arrebatado, y de improviso único,
espejos: que recrean la propia belleza irradiada
d e v o l v i é n d o l a a l r o s t r o p r o p i o . . . 204,
431
podría darse cuenta directamente de a qué distancias precarias al
primer centro aparece el mundo terreno junto con sus criaturas ve
getales, animales, humanas: una configuración cercana al borde ex
tremo del globo de Dios, alcanzada y conformada aún por la luz, pe
ro troquelada también poderosamente por lo oscuro, nulo. Pues en
tanto el cosmos material representa un fenómeno para intelectos
preparados para mediaciones sensibles, a través de él sólo se realiza
una «exteriorización» oscurecida del torrente de luz. El observador
de la luz irradiante consigue penetración en la ambigüedad ontoló-
gica del mundo corporal, situado tan peligrosamente lejos del cen
tro de luz, pues, de una parte, sólo el poder del centro y de su con-
tinuum mantiene en el ser a los cuerpos: todo ente caracterizado
por la forma, hasta el mínimo insecto de una determinada especie,
toma parte en el efluvio, donador de ser, de las formas genéricas y
específicas, y, con ello, en el continuum de lo mejor que emana del
punto hiperóntico; de otra, sin embargo, a las formas se añaden adi
tamentos enturbiantes de materialidad vacía, de un-algo-originario
amorfo, que según crece la distancia se van compactando más y se
vuelven más pesados, inertes, opacos, hasta alcanzar una periferia
sin luz, sobre cuyo más allá los teólogos sólo aventuran funestas in
sinuaciones. Si no fuera inaceptable en el contexto escolástico con
siderar expresamente limitado el radio de Dios, se podría constatar
sin ambages que, más allá de su variopinta periferia creatural, la es
fera luminosa, cargada de esencia, habría de estar rodeada de una
noche de inanalizable lejanía a Dios. Naturalmente, el teoesferismo
clásico no permite que se pierda a priori ninguno de los rayos en
viados por Dios; según la teoría ortodoxa, todos los rayos abando
nan el centro sólo hasta su punto específico de retorno, desde el
que se precipitan de vuelta al punto de salida. La reflexión, o el re
torno a casa de la luz, es un término fototeológico de alto rango, cu
ya historia -desde Plotino y Proclo hasta Habermas, Hawkins y Za-
jonc- quedaría por escribir.
Pero algo está claro: no toda la luz se refleja o vuelve a casa, y por
ello, aunque el espíritu católico no lo vea con agrado, hay un páli
do desierto exterior, desde el que ya no existe reflexión o rescate.
La periferia extrema de Dios, más bien el más allá de su periferia, es
432
Crearar otíiiU "Si
C-tufA ^rriA.
También este esquema del mundus hierarchicus,
de un manuscrito vienés del siglo xii, muestra el seudoconcentrismo
de las inteligencias areopagíticas (que emanan supuestamente
de Dios en círculos concéntricos) y del mundo de esferas aristotélico
(que se organiza concéntricamente en torno a la tierra).
un círculo de casi-nada o de absolutamente-nada, en cuya exteriori
dad se han aventurado rayos puntuales perdidos, incapaces de re
torno y no dispuestos a regresar a casa. Pero, entonces, también el
Dios irradiante tiene un exterior irrecuperable, en el que falla el sis
tema de inmunidad del ser. Con toda cautela, la palabra católica pa
ra exterior: infierno, se refiere a esa zona lúgubre.
Las periferias de ambos proyectos esféricos reflejan con toda cla
ridad la antitética de los centros: si en el globo del mundo el final
muerto cae en el centro mientras que la perfección se atribuye al
margen más extremo, el globo de Dios se caracteriza por la monar
quía del centro en tanto su periferia extrema -con mayor exactitud:
su trans-periferia- sólo significa una anarquía diabólica. Por eso es
tan informativo en estos bosquejos ontotopológicos la localización
de los infiernos. En el esquema geocéntrico las almas perdidas se
precipitan fuera de la unió y, de acuerdo con el modelo del conge
lado Señor de los demonios de Dante, van a dar al último abajo y
adentro; son resocializadas sarcásticamente en el infierno: el exte
rior en el que tampoco Dios penetra es aquí el inferno de la negati-
vidad, en el que están retenidos sus ofensores. En la esfera teocén-
trica, por el contrario, los rayos inquebrantables se pierden, en un
camino sin retorno, tras las señales de cambio de sentido de la luz
capaz de regreso a casa. Por una dinámica teófuga alcanzan un es
pacio del que no regresa nada: si se quisiera interpretar existencial-
mente su destino, al que más se parecería sería al de los llamados
esquizofrénicos, que vagan por el universo con un dolor indecible.
Una vez cotejadas y distinguidas formalmente ambas esferas de
totalidad -cosa que, a nuestro saber, no se ha hecho explícitamen
te en ningún punto siquiera de la tradición europea, por más que
en la de la lógica de los discursos y gráficos ambas formaciones es
tén por doquier suficientemente explícitas y actúen incesantemente
una en otra y una a través de otra- mediante tales esbozos, cierta
mente toscos, aparece superflua de por sí la idea de una identifica
ción o, al menos, de un acoplamiento concéntrico de ambas. Sólo
en la filosofía islámica algunos pensadores se volvieron sensibles al
conflicto entre la interpretación teocéntrica y teoperiférica del
434
mundo, sin que sus intentos de solución, que por lo general favore
cían al Dios periférico, resultaran muy convincentes205. La ventaja de
la teosofía islámica estriba en que puso en evidencia, sin rebozo al
guno, la paradoja de un «centro» situado fuera. Por lo que respecta
al pensamiento europeo, hoy puede constatarse tranquilamente, le
jos de polémicas cosmovisionales, que la esfera de Dios y la esfera
del mundo de la metafísica clásica, a causa de su construcción
opuesta, no eran compatibles una con otra, ni podían «reconciliar
se» o hacerse compatibles de algún modo.
Tanto más interesante resulta por ello la cuestión de cómo se las
arreglaron los pensadores de la tradición para eludir esta disyuntiva
y cómo consiguieron preservar la ilusión católica, en vistas de la
fractura potencialmente ruinosa entre ambos modelos de totalidad
corrientes. Lo que les facilitó esa tarea son, como hemos visto, las
analogías morfológicas entre ambos sistemas. Junto con la esferici
dad común, cuenta para ello, sobre todo, el omnipenetrante realis
mo escalonado, que tanto en un modelo como en otro se traduce
en un hábito obsesivo de pensamiento jerárquico. En ambas esferas
los miembros de las profesiones metafísicas podían aprender que
tanto el pensamiento como la existencia del católico se basaban so
bre todo en discreción o separación de grados: se piense hacia aba
jo o hacia arriba, teoperiféricamente desde la tierra hacia el cielo o
teocéntricamente desde Dios hacia el mundo, en cualquier caso ser
significa siempre también ser-en-su-rango.
Elflairdel racionalismo católico ha permanecido hasta el siglo XX
bsyo la impronta de modelosjerárquicos; el sagrado orden de lo de
arriba y lo de abzyo sigue valiendo ahí siempre como criterio de
orientación más fuerte. Incluso por lo que respecta a la posición del
ser humano en las dos esferas de totalidad, el proyecto geocéntrico
y el teocéntrico tienen en común el pathos de la humillación, dado
que, en ambos modelos, al ser humano se le coloca ante los ojos su
distancia, sólo difícilmente superable, al optimum, independiente
mente de que se interprete a éste como lo lejano-dentro o como lo
lejano-arriba. Pero el teocentrismo humilla de modo diferente al ge
ocentrismo: mientras que la humilitas aristotélico-católica asigna al
ser humano un lugar en la tierra y le atribuye una dignidad en lo in
435
digno, la humillación platónica estimula la ambición mística y tien
ta a los adeptos a nobles y elevadas pretensiones de interiorización
o transfiguración o aniquilación; despierta en sus partidarios la idea
de fusionar, por autoabismamiento, el alma propia con el centro de
la esfera de Dios (Plotino: eíso en báthei, dentro en lo profundo). No
obstante, los rasgos comunes de los dos totalismos clásicos no bas
tan para borrar su disparidad fundamental, e incluso cuando los
pensadores intentaron pasar por alto la diferencia, la diversidad re
al se impuso necesariamente en sus discursos, irreprimible por vo
luntad piadosa alguna de síntesis.
La historia de la ignorada diferencia entre las dos superesfero-
logías de la antigua Europa comienza de nuevo en el pensamiento
de Platón. Los núcleos de cristalización, tanto de una como de otra,
pueden encontrarse en el idealismo o esferismo geométrico, que
-junto con la teoría de los números- proporciona el fundamento de
inteligibilidad de lo existente en el discurso platónico. Si había pa
ra Platón un inconcussum fuera de duda, éste era que Dios y el mun
do sólo podían ser contemplados (e imitados modélicamente) bajo
la forma de un totum absolutamente redondo. Ya se ha hecho refe
rencia a los antiguos orígenes de la producción europea del globo
a partir del espíritu de la uranografía o cosmografía filosófica. Que
la cosmología aristotélico-tolemaica de cubiertas represente un ayus
te o actualización de impulsos que proceden de los soberbios estí
mulos del Timeo es algo de lo que se puede convencer fácilmente
cualquier lector contemporáneo. Al comienzo del largo discurso
del pitagórico, al que Platón deja llevar la voz cantante en asuntos
de cosmogonía, se encuentran aquellas formulaciones, por decirlo
así evangélicas, sobre la creación de un mundo redondo por parte
de un arquitecto perfecto y sin envidia alguna, que no pudo hacer
otra cosa que transmitir su optimidad a la mejor obra posible.
Toda esta consideración (logismós) [. . . ] hizo que se formara [. . . ] el cuer
po del mundo liso y llano, equidistante por todas partes del punto medio y
cerrado en sí mismo. Y así fue como dispuso el universo como un contorno
que se mueve en círculo, y que, único y solo, consigue por su excelencia te
ner trato consigo mismo, y a ningún otro necesita para ello, sino que resulta
436
Ilustración para una edición del siglo xiv
del Breviculum de Raimundo Lulio;
prototipos de la escalera que hay
que arrojar tras la subida.
suficientemente conocido y amigado sólo consigo mismo, y por medio de to
das estas disposiciones lo convirtió en un Dios bienaventurado ( Timeo 34b).
Aristóteles hará un retoque trascendental a esta imagen, al colo
car expresamente en el centro del kósmos-uranós -junto al alma del
mundo platónica, que desde allí entreteje todo el cuerpo del mun
do hasta más allá de su borde- la tierra, con cuya posición central
en el medio del cosmos de cubiertas la física precopemicana ad
quiere su forma milenaria.
(Pero también aquí tendría Platón la preeminencia si se consi
deraran sus manifestaciones, al final del Fedón [108e], sobre la tie
rra, suspendida «en medio del cielo», como una tesis cosmológica
mente seria. )
Resulta sorprendente, en vistas de ello, descubrir que fue el mis
mo autor, Platón, el que,junto a los esbozos de la imagen del cosmos
centrado en la tierra, puso en circulación también los comienzos de
la doctrina de la segunda hiperesfera, en cuyo centro no hay un
cuerpo, sino una idea, más bien el principio hiperideal de todas las
ideas y de su conexión en un mundo paralelo, superior o inteligible.
Se trata, por supuesto, de aquel Bien de quien los «verdaderos filó
sofos» creen ejercer como teólogos desde antiguo. No hay que bus
car en un lugar apartado el locus classicus de la teoría del punto ger
minal de la doctrina de la esfera del espíritu o de Dios. Se encuentra
en el cénit del corpus platónico: al final del libro sexto de la Repúbli
ca, en vecindad directa al símil o alegoría de la caverna como cima
crítico-epistemológica previa a la última cumbre de la logopoesía
platónica. Sí, con buenas razones podría mantenerse la opinión de
que, en su frágil radicalidad, el símil del sol es él mismo la cumbre,
a la que se asociaría el símil de la caverna de las imágenes engañosas
y de la salida de ella sólo como ilustración pedagógica. En el símil del
sol, meditado con toda atención y formulado con toda cautela, Pla
tón no habla de otra cosa, efectivamente, que del objeto o hiperob-
jeto actualmente más poderoso del pensar, que al conocimiento re
ceptivo se revela a la vez como el sujeto propio del pensar: el ágathon,
que en ese lugar (tras los preludios de los presocráticos) debuta de
manera inolvidable como Dios de los filósofos. Como se verá, con la
438
salida de ese supersol se insinúa ya el giro hacia el pensar desde lo
absoluto, que en adelante se convertirá para todos los teocéntricos
en ideal, ejercicio artístico y confesión religiosa a la vez.
Ya desde su primera aparición este Bien se presenta al entendi
miento vulgar como un unicum lógico, sí, como un monstrum. Pues,
de una parte, parece estar ante el intelecto representante como te
ma u objeto, como un problema entre otros; por otra, sin embargo,
como transferido hacia dentro por un viraje misterioso, resplande
ce en los ojos del conocedor mismo e irradia a través de ellos den
tro del mundo. Que algo esté presente en una cosa existente y con-
templable, y procure, a la vez, la captación apropiada en el intelecto
que está enfrente: para esa situación pretenciosa Platón no sabe po
ner sino un único ejemplo del mundo sensible. Según su explica
ción, la luz solar está repartida de manera comparable entre ambos
lados de cualquier relación cognoscitiva visualmente mediada: a un
lado, diseminada sobre los objetos iluminados, al otro, presente en
el ojo cognoscente como disposición innata a la luz. Así, el sol físi
co siempre tiene que ofrecer un doble regalo: el primero, al «bie
naventurado mundo de las cosas»206que aparecen y crecen bajo su
iluminación; el segundo, al ojo que almacena prototipos y luz en
cierto modo filtrada, que hace acopio, además, de experiencias con
visualidades reales y que, por la conexión de ambas cosas, irradia a
los objetos presentes una segunda luz, cognitiva o inteligible. (Es
oportuno recordar aquí otra vez, entre paréntesis, que en la óptica
de Platón no se trata tanto de que el ojo sea afectado pasivamente
por los objetos iluminados cuanto de que éstos sean observados en
base a un destello visual activo. )
La vista se encuentra en la siguiente relación con ese dios (el sol) [. . . ].
No es sol la vista, ni tampoco aquello en que mora (a lo que llamamos ojo)
[. . . ]. Pero es al menos el más parecido al sol entre nuestros órganos de los
sentidos [. . . ]. Incluso su poder visual lo recibe de él en forma de una espe
cie de emanación [. . . ].
Pues bien, he aquí -continué- lo que puedes decir que yo designaba co
mo hijo del bien, engendrado por éste a su semejanza como algo que en la
región visible se comporta, con respecto a la visión y a lo visto, del mismo
439
modo que aquél, en la región inteligible, con respecto a la inteligencia y a
lo aprehendido por ella.
[. . . ] Pues bien -dije-, observa que, como decíamos, son dos, y que rei
nan, uno en el mundo inteligible, y otro, en cambio, en el visible, por no
decir en el cielo [. . . ]. Sea como sea, ¿tienes ante ti esos dos mundos, el visi
ble y el inteligible?
[. . . ] Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento [den
tro del mundo inteligible, P. SI. ] aquello a que alcanza la razón por sí mis
ma valiéndose del poder dialéctico [. . . ] sin recurrir en absoluto a nada sen
sible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas,
pasando de una idea a otra y acabando en las ideas mismas*.
Aquí se publica un enorme descubrimiento, de cuyos desarrollos
proceden las inconmensurables ascesis y galaxias de discursos de la
metafísica del espíritu y de la luz de la antigua Europa. La nueva
suena simple en apariencia: las ideas conforman contextos propios,
texturas propias, continentes propios, sí, imperios propios, de tipo
completamente diferente a los continua del mundo sensiblemente
perceptible. Si siguen las reglas de la lógica, los seres humanos pue
den navegar en los contextos propios de las ideas y convencerse al
hacerlo de que las ideas se siguen de ideas y se asocian a otras ideas
convirtiéndose en tejidos concluyentes, entramados por hilos de evi
dencia. Cuantas más experiencias adquieran los pensadores con
operaciones en el espacio de las ideas, más claro tendrán que los ob
jetos inteligibles presentan algo así como un «mundo» propio re
fractario (o ¿hay que decir dimensión, esfera, contextura? : todos, en
cualquier caso, conceptos con un grado semejante de inaprensibili-
dad) con leyes que sólo valen en ellos. Las ideas son, por ello, co
nectivas, conformadoras de esferas, productoras de contextos, ca
paces de mundo, de una manera que sólo es propia de ellas. Por su
propia conexión forman lo que el idealismo, cuando llegue a estar
seguro de su experiencia fundamental, llamará kósmos noetós o mun-
dus intelligibilis.
‘ República 508a-c, 509d, 511b. Cfr. trad. dej. M. Pabón y M. Fernández Galiano,
en Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1969, págs. 215, 218, 221. (N. del T. )
440
El novum de la doctrina no reside, pues, en la suposición de un
segundo mundo. La creencia popular y la tradición premetafísica
habían supuesto desde siempre un mundo detrás del mundo, sea
como un más-allá de espíritus o como escondida dimensión de fuer
zas activas transpersonales. Que la realidad sea bidimensional per
tenece a los supuestos universales de las ontologías populares y de
sus doctas prosecuciones207. La burla que Nietzsche dirige a los «trans
mundanos» del platonismo cristiano resulta un tanto provinciana
desde el trasfondo de las convicciones, presentes en todas las cultu
ras del mundo, respecto a la duplicación de la realidad en un mun
do manifiesto y otro oculto.
La innovación del idealismo consiste en que colocó el segundo
mundo bajo una nueva constitución lógica, dominada por la razón
y, por tanto, calculable y factible en cierto modo. El «más-allá» per
tenece desde entonces a las entidades racionales, cuya característica
consiste en ser más claras y precisas que todo lo que se puede en
contrar en el más-acá sensible. Claridad y suprasensibilidad conver
gen con el fin de generar la evidencia; evidencia es el modo en el
que el más-allá noético se hace presente en el más-acá. Los vagos
fantasmas tienen que morir para que puedan vivir los prototipos, las
ideas, las verdades precisas. El fantaseo ha de acabar para que se ha
ga posible el pensar (la navegación en lo lógico). Por eso la metafí
sica aparece, desde el punto de vista de la política de las ideas, como
una guerra con dos frentes: a la vez que el más-acá deslumbrante
combate también el antiguo más-allá confuso. Tan pronto como la
ciencia del más-allá claro gana sus primeras batallas, las conviccio
nes heredadas sobre supuestos objetos psíquicos o morales se vuel
ven exactamente tan poco valiosas como cuentos de viejas sobre
apariciones de fantasmas o visiones poéticas de los dioses. Todo el
ámbito del aparecer ha de ser renovado: eso es lo que reclama Pla
tón en su soberana y trascendental parábola del otro sol.
Quien ha experimentado alguna vez la solidez triunfante de la
conexión entre principios, corolarios, grupos preposicionales, colo
nias de tesis -quien alguna vez, pues, ha argumentado con éxito o
calculado con beneficio- compartirá el afecto básico de la revuelta
filosófica contra la trivialidad: la sensación de que ya no se puede to
441
lerar por más tiempo, sin resistencia, la dependencia del pensar de
chismes tradicionales flojos, débiles en su fundamentación. Las re
laciones de las ideas con la certeza sensible exigen una revisión de
base. El pensamiento ha de encender él mismo su propia luz: la luz
del otro contexto, en el que todo depende, en definitiva, del prin
cipio de los principios, del primer Bien y sus irradiaciones.
Así inicia la matemática su secesión de la realidad; la geometría
enseña a ver círculos y triángulos perfectos; la evidencia enarbola su
estandarte sobre la planicie lógica. Por medio de un avance inma
nente de proposición a proposición, de figura a figura, y embriaga
do por su fuerza para articular conexiones puramente internas, el
pensamiento pone a prueba su poder autolegislador sobre el mun
do o -lo que significa lo mismo- sus dotes para navegar consecuen
temente en el «mundo verdadero», libre en el marco de la conse
cuencia lógica. Todas las operaciones lógicas, sin embargo, aunque
comiencen como raciocinios en línea recta, sólo describen al final
un único gran círculo. Todas las proposiciones que se siguen de
otras reciben su luz de un comienzo lógico que se retrotrae hasta el
comienzo de todos los comienzos, el Bien, que concede su luz, la
claridad de la evidencia, a todo lo que se sigue y es seguido correc
tamente.
Con ello se levanta un sol más claro que todos los mediodías te
rrenales. Comienza a dominar una visualidad más sólida, de nitidez
surreal como en días de levante en el sur. Se necesitaba el genio de
Platón para reclamar con toda consecuencia el título de mundo pa
ra el otro lado de lo real, experimentable en el pensar como pensar.
Ysólo en tanto que fue posible establecer en lo pensado un mundo
para sí, pudo en lo sucesivo un mundo entero entrar en conflicto
«en el mundo» con otro mundo entero.
De esa fricción surge la contienda originaria de la ontología clá
sica. El mundo verdadero, pensado, arroja el guante al real, simple
mente percibido. Esa provocación es la que convierte el texto de
Platón en el acontecimiento clave de la historia occidental. A partir
de él comienza la reconstrucción ideológica y técnica de lo existen
te. Se hizo patente que el mundo mismo no es uno unánime y sim
ple, sin diferencias, y que quien dice mundo, científicamente o no,
442
Ákos Birkás, Cabeza 55, 1989,
óleo sobre lienzo, 200 x 164 cm.
siempre se refiere con ello a un mundo diferenciado o a un mundo
en lucha. Una vez que estalla, la contienda originaria, que Platón ca
racterizó con total realismo como «lucha de gigantes por el ser», no
permite a nadie declararse no-combatiente; en esa lucha intervie
nen todos los partidos, incluso aquellos ingenuos que pretenden no
saber de qué va. Desde ese momento, ni siquiera el omnipresente
sol es ya lo que parecía ser hasta entonces, pues ha surgido un sol
detrás del sol, que disputa la primacía al visible. «¡Conocemos, co
nocemos realmente! »208. El sol negro de la otra luz: sus rayos abra
san las cabezas humanas cuando proposiciones verdaderas se pre
sentan en el pensar209.
Con el símil del sol escucha la posteridad la declaración de in
dependencia de las colonias inteligibles de la tierra madre de la vi
sibilidad. En un único período Platón proclama los Estados Unidos
de la luz: un imperio que se crea a sí mismo y se basta a sí mismo.
Con ideas, por ideas, hacia ideas, en el médium de ideas: así vivirán
los nuevos habitantes del Estado de la luz, retirados a un asilo lógi
co indestructible, vecinos de una ciudad situada sobre la colina de
la luz, en un otra-parte que está por todas partes, y desde todas par
tes, sin embargo, igualmente inaccesible. Y, naturalmente, esos Es
tados exportarán sus ideas y, cuando sea necesario, se entrometerán
en las oscuridades del viejo mundo sensible para procurar un nue
vo orden. Obviamente, aunque lo descubran tarde y tras largo des
conocimiento, se convencerán de que ellos, a causa de su evidencia
superior, ocupan el primer rango; se convencerán, además, de que,
tras la aparición del nuevo mundo, el viejo sólo resulta interesante
ya como zona de influencia y como abastecedor de imágenes.
En nuestro contexto, lo más significativo del modelo-espíritu hi-
per-heliológico de Platón es la posición central de la fuente surreal
de luz. Por ella se entroniza, en forma sumamente expresiva, el otro
medio, sólo por el cual la segunda redondez, la esfera-espíritu o teos-
fera, pudo emanciparse de la esfera-cosmos. Aquí están los comien
zos del discurso posterior, admirablemente condescendiente, de los
teólogos sobre el absoluto, que, considerado a su propia luz, no ten
dría necesidad alguna de un mundo y, sin embargo, se lo permite:
en tiempos griegos tardíos, por medio de rebosantejovialidad; en el
444
El Lissitzky, Globetrotter (en el tiempo);
hoja 5 de la carpeta de figurines realizada
para la exposición electromecánica
«Victoria sobre el sol», Hannover 1923.
régimen católico, por medio de gracia descendente. Con ello, el día
en que Platón publicó su teoría del Bien significa el independence day
de la historia del espíritu.
Platón, sin embargo, con su símil del sol introdujo en el mundo
una ambigüedad de la que se aprovechó el pensamiento edificante
de la antigua Europa hasta el umbral de la actualidad; nos referimos
a la doble función de la luz, que, como resulta evidente, habría de
asumir desde el principio funciones constitutivas hacia ambos lados:
tanto para la cosmosfera como para la teosfera. Si antes fue posible
referirse a lajerarquización como fundamento formal de la desea
ble intercambiabilidad de los dos modelos de totalidad, ahora puede
entenderse la constitución fotológica de ambas esferas como fun
damento material para su aproximación y equiparación. Como ar
ticulación entre el cosmos inteligible y el físico, la teoría de la luz
posibilitó la medida de asimilación entre ambos totalismos esféri
cos, necesaria para impedir el desmoronamiento prematuro del re
cién estrenado zócalo (o entramado) metafísico de la metafísica eu
ropea. Naturalmente, los tempranos maestros de la especulación de
la luz, no en último término Platón mismo, y más aún Plotino, Pro-
clo, Jámblico y Dionisio Pseudo-Areopagita, fueron conscientes del
carácter metafórico, figurado, de sus discursos heliológicos, fotoló-
gicos, radiológicos. No se cansaron de señalar el estatuto alegórico,
analógico o «paralelo» de esos discursos, sin que esto cambiara en
lo más mínimo el carácter homogeneizador de las retóricas idealis
tas de la luz.
Por lo que respecta al símil platónico del sol, en él se manifiesta
el rasgo figurativo del discurso de la luz en los tímidos giros expre
sivos de Sócrates, a quien, al parecer, no le gusta hablar figurativa
mente; y esto no sucede por casualidad, dado que Platón tenía que
preocuparse aquí de la claridad más que en ninguna parte, puesto
que su tarea era hacer retroceder al viejo y conocido sol físico a un
segundo lugar tras un nuevo sol hiperfísico, recién descubierto. Por
esta victoria sobre el sol, la metafísica del espíritu manifiesta qué
piensa de los fenómenos. Porque el sol verdadero se llama desde
ahora ágathon, y porque Helios ya sólo puede interpretarse como
imagen proyectada y representación externa de la forma-ágathon, la
446
El Gran Sello de los
Estados Unidos de América, 1776.
luz que brilla realmente, tanto física como espiritual, siempre se en
tiende desde ahora duplicada y escalonada. Después de que el sol
blanco es sobrepasado por el supersol negro, la fuente de luz de úl
tima instancia no brilla ella misma, sino que hace brillar. Si la luz
resplandece realiter;como claridad sensible o evidencia noética, es
sólo en tanto «luz proveniente de luz»; plotínicamente: phosekphotós;
católico-niceanamente: lumendelumine. Y, dado que la luz real, tan
to la pensada como la vista, vale siempre ya como segunda luz de
una primera luz suprema, puede reclamarse también para la cosmo
logía ortodoxa un matiz fotocéntrico o cripto-heliocéntrico, pues la
luz física no tiene ventajas sobre la noética en relación con la hi-
perluz de Dios: ha de confesar que no procede de sí misma, sino ab
alio.
