Para los partidarios de las primeras palabras, sean emi
tidas por dioses, reyes o genios, es peijudicial lo que contribuye a in
flar o ensoberbecer el reino intermedio del comentario, y malo lo
que trata de llevar al poder a los intérpretes o expertos de palabras
secundarias.
tidas por dioses, reyes o genios, es peijudicial lo que contribuye a in
flar o ensoberbecer el reino intermedio del comentario, y malo lo
que trata de llevar al poder a los intérpretes o expertos de palabras
secundarias.
Sloterdijk - Esferas - v2
.
.
], no, tiene que ser algo así
como se cuenta del gran rey. Para conseguir el máximo de dignidad y ma
jestad, la instalación y organización de la corte de Cambises, Jeijes y Darío
era suntuosa. Se cuenta de él mismo que reinaba en Susa o Ecbatana, invi
sible para todos, en un maravilloso palacio y recinto palaciego, reluciente
de oro, ámbar y marfil. Muchos portalones, uno tras otro, vestíbulos dis
tantes muchos estadios uno de otro, fortificados con puertas de bronce y
poderosas murallas. Fuera, en formación, estaban los hombres más nota
bles y distinguidos, en parte guardia personal y séquito del rey, en parte
guardas de las diferentes dependencias, los llamados porteros y escuchas,
para que el rey mismo, llamado dios y señor, todo lo vea y todo lo oiga [. . . ].
Todo el dominio de Asia, limitado por la parte oeste del imperio por el He-
lesponto, por el Indo al este, estaba repartido, según los pueblos, entre ge
nerales, gobernadores y reyes, los servidores del gran rey. De éstos depen
618
dían corredores, emisarios, mensajeros y observadores de signos de fuego.
Tan impresionante era la organización e instalaciones, sobre todo los pues
tos para señales de fuego, que se enviaban señales unos a otros en estafetas
desde las fronteras del imperio hasta Susa y Ecbatana, que el rey se entera
ba el mismo día de cualquier novedad que ocurriera en Asia [. . . ]. Así pues,
si era indigna la idea de que Jeijes se preocupara él mismo de todo, actua
ra él mismo, se encargara de la vigilancia y gobierno en todas partes, más
impropio aún sería todo esto de Dios (Sobreelmundo, capítulo 6, 398a-b).
En este modelo telecrático es definitiva la sublime acirugía del
señor: su obligación de abstenerse de cualquier intervención pro
pia. Este repercutir sin actuar suyo sólo es compatible con su sobe
ranía bajo la condición de que su ser y su voluntad de algún modo
confluyan consustancialmente en el sistema de representación y eje
cución, de modo que el soberano, sin moverse, como el motor aris
totélico, con una palabra apenas perceptible consiga inducir una
equilibrada e irresistible marcha correcta de las cosas. Es verdad que
aquí cada cosa sigue también su camino propio, como correspon
diendo a una entelequia inmanente o a una finalidad interior, pero
la coincidencia de todos los rumbos viene determinada al máximo
por un plan general premeditado por el intelecto regio.
El hecho de que este rey persa, romano-helenísticamente estili
zado, a causa de su sistema de correos y señales (que fue copiado
por Augusto celosamente) esté en condiciones no sólo de alcanzar
cualquier punto del imperio, sino de observar asimismo los sucesos
más lejanos de su imperio casi al mismo tiempo que ocurren, le
identifica como un pariente topológico de aquel «Dios omniscien
te» que ha proporcionado el molde lógico de la concepción especí
ficamente monoteísta de Dios303. El encama la cultura infocrática de
poder de una imperialidad madura que domina porque sabe, y que
sabe cómo conseguir saber de todo. El contexto delata que esa in-
focracia no es todavía realmente entendida por el autor, puesto que
hace del gran rey un motor inmóvil y un Dios casi-no-operante, an
ticipando el esquema Dieu régne mais il ne gouveme pas. Por eso, los
ejemplos plásticos del Pseudo-Aristóteles tienen más contenido ob
jetivo que sus comentarios reflexivos, pues en aquéllos la base tele
619
comunicativa del poder es transparente mientras que el comentario
anda a tientas en la niebla filosófico-originaria. El argumento no de
sarrolla un modelo explícito de emanación, pero, a cambio, el ca
rácter semiótico-telepático del modo de dominio representado está
tanto más claramente señalado. Estojustifica ante todo el símil ine
quívoco del trompetista situado en el mismo contexto:
Cuando el dirigente y creador [. . . ] hace un signo a cualquier criatura, to
das y cada una de ellas se mueven incesantemente en su derrotero y límites
[. . . ]. Este acontecimiento se asemeja [. . . ] plenamente a lo que sucede sobre
todo en tiempos de guerra, cuando la trompeta da la señal al ejército. En
tonces, todo el que escucha su llamada o bien coge su escudo o se pone la
coraza, el tercero se ciñe las espinilleras, el casco y el cinturón, allí uno em
brida su caballo, aquí otro sube a su carro de guerra y otro más divulga la
consigna [. . . ]. Todo se arremolina en tomo a la señal del trompetista, tal co
mo ordena el comandante. Así hay que imaginarse las cosas también en el
universo. Todo es movido por un único impulso [. . . ], por una fuerza oculta
e invisible. Aunque esto no impide que ella actúe ni que nosotros creamos
en ella. Efectivamente, también el alma, por la que vivimos y poseemos casas y
ciudades, es invisible y sólo se la conoce por sus efectos (Sobreelmundo, 399a-b).
El modo de actuación de ese gobierno mediante emisión de sig
nos no es todavía propiamente telegráfico o criptotelefónico y sin
embargo presupone la experiencia de la «telepatía del poder» a tra
vés de la escritura; funciona como una orden cuyo cumplimiento
hubiera sido ejercitado, de modo que del sonido proveniente del
instrumento conduce una senda clara hasta las maniobras de los ser
vidores. El trompetista figura como un heraldo del rey-dios. Las fas
cinantes alusiones a las estafetas pirotécnicas de los persas, desde
donde se envían señales de luz, tienen, sobre todo, afinidad objeti
va con el modelo radiológico en sentido estricto, pues aquí, de pues
to en puesto y con significado constante, se intercambian signos lu
minosos entre centro y periferia, en ambos sentidos; de hecho, a un
sistema completo de emanación pertenecen no sólo los caminos de
ida, sino también los caminos de vuelta o las reflexiones de la luz304.
620
Que el símil del gran rey posea fuerza descriptiva para la teolo
gía imperial persa, históricamente real, es algo de lo que puede du
darse por buenas razones, pero de tanto mayor valor informativo es,
en cambio, para la situación de la temprana época imperial roma
na. En ella, sobre todo después de las erupciones del furor Caesarum
de los emperadores Calígula y Nerón, fuera ya de cualquier cordu
ra humana, comenzó a plantearse con apremio creciente la pre
gunta por el estilo metafíisico del ejercicio imperial del poder; las
pretensiones al título de Deus de Domiciano señalaron la aparición
del caso crítico de la teologización de la existencia imperial. Ahora,
las reservas semánticas del platonismo clásico -el medio, a causa de
su autocastración por el escepticismo académico, no tuvo impor
tancia alguna para la esfera teológico-política- se manifiestan como
una fuente importante, de la que, bajo condiciones externas que no
se parecían en nada a las atenienses, pudieron derivarse nueva
mente estímulos fecundos para la interpretación del fundamento
del ejercicio imperial del poder. Que la teología política de la vic
toria representara el sistema nervioso central semántico de la ideo
logía estatal de la época imperial fue un hecho que no permaneció
oculto para nadie desde la revolución cultural de Augusto: la Victo
ria alada se convierte bsyo el primer autócrata en la diosa del correo
imperial que mediante notificaciones regulares de éxitos ha de con
vencer a todos los ciudadanos de la ventaja de ser romano.
De todos modos, en todos los puntos de importancia las funda
mentales decisiones teopolíticas de Augusto se produjeron aún mi
tológica y no filosóficamente: lo que es comprensible dado el carác
ter del nuevo monarca, que nunca destacó como gran inteligencia
en nada, sino como pedante a lo grande en todo. Esto se muestra,
por ejemplo, en el culto del padre adoptivo, César, por cuya divini
zación él podía conseguir para sí mismo el título de filius divi (hijo
de Dios); la matanza sacrificial de trescientos ciudadanos de Peru-
gia ante el nuevo altar deJulio César en conmemoración de los idus
de marzo el año 40 muestra, además, que nos las habernos con un
sistema pseudo-etrusco de dioses sanguinarios, escenificado lóbrega
y cínicamente a la vez (sobre todo si se considera que en torno al
año 97 a. C. el Senado había prohibido los sacrificios humanos bajo
621
cualquier forma); en la misma dirección remite la fabulosa vincula
ción de la propia novela familiar con la Venus genetrix, la protoma-
dre de Rómulo, y el Mars uUoryel padre de Eneas. Tales historietas
sobre familias divinas prueban que Augusto considera la participa
ción en el ultramundo como parentesco y no como emanación, de
modo que la comunicación o transmisión de esencia se produce
convencionalmente por las fuerzas originarias de la sangre y el se
men y por la magia jurídica de la adopción, y no por la «irradia
ción» o «emanación», lógica y ontológicamente más moderna. El
genealogismo cuadra bien con la andadura conservadora, antiguo-
romana, de la política cultural de Augusto. Incluso el hecho de que
en su altar de la paz hiciera representar la figura de la Pax como tie
rra madre con retoño sobre las rodillas hay que interpretarlo como
un gesto romano antiguo calculado. En los comienzos del culto al
emperador actúan, a la vez, elementos de manifiesta teología de la
representación, pues Augusto no sólo se presenta como pariente, si
no más bien como enviado del mundo de los dioses; esto se mani
fiesta ya en el título de Sotero Salvador que se había impuesto en la
mitad oriental del imperio aún en vida del emperador30*.
Desde el punto de vista geopolítico, las ideas de epifanía en re
lación con la soberanía imperial, de acuerdo con su lógica platóni
co-popular, pertenecen más al espacio cultual helenístico que al itá
lico; son absorbidas, en principio, y sólo con esfuerzo, por la idea
romana de divus, que tiene su centro de gravedad en la apoteosis
posmortal. Pero ya los contemporáneos de Augusto, y sobre todo las
generaciones siguientes, hubieron de representar también el modus
operandi de la gloria mayestática cesárea con metáforas radiocráti-
cas: lo que se manifestó, entre otros motivos, en el nimbo broncíneo
o corona radiada o aureola (desaparecido hoy), con el que, junto
con las obligadas cornucopias, se adornó el tercero de los altares a
Augusto, erigido poco tiempo después de la muerte del divinizado
emperador306. Que Augusto aparezca en series posteriores de mo
nedas, en una imagen idealizada, «coronado de rayos»307indica su
asociación con dioses astrales. La apoteosis de Julio César fue ratifi
cada mediante representaciones del cometa aparecido durante la
consagración de su altar: como si al menos en este único caso un
622
Júpiter Dolichenus (Baal) con la diosa
Victoria, época imperial temprana,
museo de Wiesbaden.
mortal se hubiera transformado completamente en un signo de ra
diación.
Por ello, el hecho de que los emperadores de tiempos posterio
res tendieran sorprendentemente a menudo a simbolizarse como
emperadores solares no puede explicarse simplemente por una co
rriente de moda histórico-cultural e histórico-figurativa, sino que se
funda en la afinidad entre la telecracia imperial y el modelo radio-
crático de pensamiento que predominaba tanto en las exotéricas re
ligiones astrales del sol como en los sutiles emanacionismos de la fo-
623
DivusJulius, moneda conmemorativa
de los festejos de la apoteosis de César, durante
los cuales había aparecido un cometa.
tosofía neoplatónica. De ahí que los episodios teológico-solares de
la historia imperial romana sean síntomas de una tendencia general
político-mediática a la creación de monopolios de emisión que, in
cluso en su fracaso, representan el auténtico espíritu del tiempo.
Que ya Nerón se hiciera colocar la corona de rayos del dios del sol
es más que un acto de falta histérica de escrúpulos, y tampoco fue
sólo un antojo circense (motivado por el patronato del sol en las ca
rreras de carros, favoritas de Nerón); señala, más bien, una situa
ción en la que los emperadores se veían apremiados a desempeñar
el papel de primer actor en un teatro heliocrático universal. La pri
mera obligación del soberano es brillar, despedir rayos. La substancia
telecomunicativa del imperium obligaba a los romanos, antes orien
tados más bien telúricamente, a una actitud radiológico-astral for
zadamente sutil. Y desde que Nerón se hiciera representar como
dios del sol en una gigantesca estatua de 120 pies de altura en el ves
tíbulo de entrada de su palacio -estatua que fue transferida después
al Coliseo, llamado así por ella-, el motivo monárquico-solar se con
virtió en una visión obsesiva para los romanos308.
624
Cuando Adriano, entre los años 118-125, erigió el Panteón, el
templo de todos los dioses, los motivos de la teología astral adqui
rieron una expresión arquitectónica, evidente a toda prueba309. De
todos modos, hubo que esperar hasta el siglo III para que con el si
rio de catorce años Heliogábalo (218-222 d. C. ), sumo sacerdote del
dios del sol, Baal, de Emesa, fuera proclamada abiertamente una
teocracia de tipo solar (un caso típico, por lo demás, de matriarca
do perfilium), y sólo bajo Aureliano (270-275) se identificaron ofi
cialmente el culto al emperador y la veneración religiosa del sol vic
torioso, de modo que con la consagración del templo aureliano del
Sol invictus (el 25 de diciembre del año 274, que había de convertir
se en la fiesta de la Navidad cristiana) el dominio del principio irra
diante encamado fue ante todo el mundo un hecho consumado, al
menos simbólicamente y durante un año escaso (el reinado de Au
reliano terminó con su asesinato en septiembre del año 275). El dios
del circo, Sol, que protegía las cuadrigas en las carreras de carros,
tras su cmce con el culto persa-helenístico se convirtió en un sím
bolo, también imperial, del monoteísmo.
Asucarreraascendente,que apesardeprimitivismospopulares
parecía filosóficamente aceptable, puede que contribuyera algo la
equiparación de Sol y Apolo, sobre todo en los círculos culturales
de inspiración neoplatónica, entre los que estaba extendido el mo
do de lectura etimológico-oculto del nombre divino A-polo, lo No-
numeroso, que se utilizaba como un guiño superior. Incluso cuan
do el absolutista Diocleciano, que reinó entre los años 284 y 305
como último dominus et deus> hizo retroceder la innovación cultual
aureliana (en tanto que por la elevación deJúpiter y Hércules a dio
ses principales de culto llevó a cabo una re-romanización conserva
dora a costa del orientalismo, que continuaba siendo poderoso a
pesar de todo), permanecieron vigentes emblemas esenciales del
henoteísmo solar, por ejemplo los nimbos imperiales como símbo
los telecráticos imprescindibles. Y, finalmente, cuando Constantino,
después de su victoria sobre el puente Milvio, probó el signo de Cris
to como símbolo de éxito, ya no hubo freno alguno para el amalga-
mamiento de símbolos telecráticos solares y bíblicos. Por su victoria
sobre el dios del sol astral la teología cristiana llevó al poder al pla-
625
Emanación cardiocéntrica (custodia del siglo XVII).
tonismo de modo más efectivo de lo que pudiera haberlo hecho
nunca cualquier reacción filosófico-pagana; pues el cristianismo no
sólo fue, como se ha dicho, judaismo para el pueblo, con un mesías
llegado y permanentemente presente; también el imperio cristiani
zado, a su vez, fue neoplatonismo para el pueblo, con un rey-filóso
fo bautizado, como político de emanación en el centro.
Los europeos de hoy no tienen claro la mayoría de las veces lo
que habría de significar esta fusión de técnica de emisión imperial
y cristiana: fue la alianza de tecnologías de sentido con mayores re
percusiones en la historia de Europa; mantuvo en forma durante
una era la semántica antiguo-europea de las potencias bautizadas.
Después de todo, el sistema doble de las majestades apostólicas y ra-
diocráticas perduró a la vez en Bizancio hasta 1453, en Europa occi
dental hasta 1806, en las estribaciones rusas hasta 1917, en Austria
hasta 1918, y persiste en el Vaticano hasta hoy, a despecho de la in
genuidad típica de historiadores de la filosofía al pensar que el neo
platonismo fue esencialmente de naturaleza apolítica.
Considerada bsyo el aspecto de la platonización del imperio se
gún el modelo de emanación de poder desde el centro imperial, la
reacción juliana (361-363) fue ya una empresa superada; el panegí
rico heliolátrico de Juliano (eis ton basileía hélion) no es otra cosa que
el ejercicio de un alumno de bachillerato gobernante, más un tra-
bsyo de seminario que un himno poético, más un informe románti
co que una manifestación real de poder. En el vitalismo solar deJu
liano aparece el sol como dios de mediación e intervención, que
infunde vida a todo lo existente, lo consuma, congrega, depura y
adorna de belleza. El emperador Juliano celebra incluso a Helios
como fundador de Roma310. En sus rayos se enciende la llama eter
na custodiada por las vestales. Es el guardián tanto del género hu
mano como del Imperio romano; antes de todo tiempo creó el al
ma del emperador Juliano para que en su momento entrara en la
sucesión de los Césares311.
Pero, sea bajo el Sol invictus o el rey Helios, o bsyo el Júpiter Opti
mas Máximos o bajo el Christos kosmokrator, el sentido de imperium
nunca pudo ser otra cosa que la fuerza centralizada de orden y man
do del emperador radiocrático en virtud de sus redes telecomuni
627
cativas, burocráticas y más tarde también episcopales. El emperador
es el medio y el mensaje, y en tanto que es ambas cosas desempeña
a la vez el papel de mensajero y mediador entre el mundo de los
dioses y los receptores humanos.
Que la luz pueda aparecer inmediatamente en el papel de escri
biente y escritura a la vez es un hecho que se muestra en el famoso
episodio, divulgado por Eusebio en su Vita Constantinii de 337, de la
leyenda de la conversión de Constantino, cuando antes de la batalla
decisiva contra Muyendo se le apareció el «signo divino más increí
ble de todos»:
En torno al mediodía [. . . ] vio con sus propios ojos -según dijo- en el
cielo mismo, sobre el sol, el signo de la cruz conformado por luz. Yvio una
inscripción añadida: «Con este signo vencerás»312.
Esta síntesis de teleescritura y escritura de luz, telegrama y foto-
grafismo, que ilustra manualísticamente la lógica de la telecomuni
cación emanacionista, aparece frecuentemente más tarde en la cul
tura visionaria cristiana, y de modo más evidente en el Paradiso de
Dante, en cuyo canto 18 figuran cinco veces siete letras de luz en el
cielo volando en formación que se juntan y componen el renglón
escrito DIUGITEIUSTITIAM QUIIUDICATIS TERRAM [Apreciad la
justicia quienes juzgáis la tierra]: una frase que puede leerse como
obligación de los príncipes mundanos en su estatus de funcionarios
de Dios. Por lo que respecta a Constantino, no sólo manejó virtuo
samente la máquina radiocrática de majestad que hizo brillar su car
go y su persona, por ejemplo obligando a su ejército, en su mayor
parte aún pagano, a recitar los domingos una oración de acción de
gracias al dios del sol como proporcionador de todas las victorias; si
no que también experimentó, a la vez, con el modo apostólico de
dominio cuando, sin mayores consideraciones, apareció ante miles
de oyentes en prédicas reflexivas como intérprete de Dios313.
La implicación ontológicamente decisiva del emanacionismo po
lítico reside en la presunción sistemáticamente necesaria de la posi
bilidad de puras corrientes de poder a través de medios puros. Desde
628
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 18:
Prima, cantando, a sua nota moviensi;
poi, diventando l'un di questi segni. . .
[Al compás de su canto se movían;
y al formar luego uno de aquellos signos. . . ].
mm
siempre la función de toda telecomunicación es anular precisa
mente la distancia de la que proviene su nombre: sólo porque ha de
hacerse proximidad lo que era lejanía pueden tener lugar comuni
caciones a grandes distancias814. Así pues, en tanto la telecomunica
ción es esencialmente des-alejadora no puede reconocer la realidad
de la distancia entre el emisor y el receptor, y ha de asegurar, des
truyendo la distancia, la presencia real de la orden y de su dador en
el lugar del recibo como si todo sucediera dentro de la mayor pro
ximidad. De que esto fuera posible en la práctica se encargaba,jun
to con el correo imperial -el desacreditado cursus publicas, estricta
mente monopolizado por la corte romana-, sobre todo el sistema
de envíos entre funcionarios, envíos que se sustentaban por doquier
en el imperio, casi con presencia real, a través de la presencia de ofi
cinas romanas y armas romanas, los ojficia y muñera imperiales. De
que la presencia sin distancia de la fuente de poder en el punto dis
tante se volviera también teóricamente plausible y moralmente exi-
gible se encargó la lógica emanacionista, que bajo este punto de vis
ta puede considerarse la auténtica teoría de los medios del imperio.
La idea de emanación se hizo de modo discreto tan inauditamente
poderosa, incluso en innumerables contemporáneos que no hubie
ran entendido ni una línea de los escritos de Plotino, Jámblico o
Proclo, porque permitía concebir con suficiente claridad, por pri
mera vez, el modus operandi de la delegación imperial y de la auto-
transmisión ontológica del poder. Esa idea es la hermenéutica del
sol, que se puede interpretar exotérica y esotéricamente. Del mo
delo emanativo surge la concepción del espacio radiocrático, en el
que el centro de irradiación se comunica por doquier en identidad
substancial y presencialidad uniforme.
Considerado bajo este punto de vista, el neoplatonismo se mues
tra como la ontología política velada de la cultura imperial tanto
antigua como antiguo-europea. Su fuerza reside en que se articula
en las formas más sublimes de discurso a la vez que se puede repro
ducir también en mitos astrales y magias de irradiación populares.
Bajo su variante mágica el pensar en irradiaciones ha sobrevivido
hasta la esotérica primitiva del siglo XX y ha sido actualizada y ma
terializada, a la vez, por la telepatía electrónica de la moderna téc-
630
Medalla de Luis XIV, 1674.
nica de comunicaciones. Si Platón está ya prácticamente muerto en
los seminarios filosóficos del presente, allende y aquende el Atlánti
co, sigue viviendo auténticamente, sin embargo, en la Sciencefiction.
Retengamos: en las macrosferas monocéntricas realmente exis
tentes del tipo de los imperios el poder «sale» por emisión radial del
centro irradiante, análogo al sol o a Dios. (También el motivo del
«salir» del poder de una «fuente» se ha mantenido hasta en las for
mulaciones constitucionales de las democracias modernas: lo que
resulta extraño en ello no es que hoy, de acuerdo con la ficción de
mocrática del trabsyo, «todo poder salga del pueblo», sino que el
discurso más elevado sobre el poder haya de seguir contando siem
pre con un «salir». ) Expresado positivamente, la emanación -como
autocomunicación del rayo- asegura que la presencia del transmi
sor en la transmisión y en su lugar de recepción puede considerar
631
se dada y efectiva en verdad; negativamente, tiene que preocuparse
de impedir que el mensajero y el médium se molesten al introducir
se entre la orden y su recepción.
Con ello, la idea de emanación encierra una doble condición pa
ra comunicaciones exitosas de poder: ¡son posibles envíos y entregas
puros y penetrantes! Porque, por una parte, existen canales puros o
absolutamente conductivos, por los cuales, por otra, como espíritus
útiles-ágiles, corren de aquí para allá, a la mayor velocidad posible,
mensajeros puros o absolutamente desinteresados, olvidados de sí
mismos.
Con ello, el axioma de todas las antiguas técnicas de emisión
emanacionistas reza: ¡el médium no molesta! Lo que puede expre
sarse también con la frase: ¡el médium no tiene sí mismo! Esto vale
tanto más radicalmente cuanto más sacro sea el remitente; por ello
el Dios uno dispone desde siempre de tropas desinteresadas de án
geles que están bajo las órdenes de arcángeles superdesinteresados,
mientras los emperadores, desde la reforma augustal del servicio
público, tienen que conformarse en el interior y en el exterior con
funcionarios casi-desinteresados bayo la dirección de ministros casi-
desinteresados. Mientras valga este «casi» los funcionarios siempre
tienen un motivo para trabajar en su perfeccionamiento. Pues cuan
do el médium sólo casi-sirve, la corrupción del servicio está peligro
samente cerca. Si el médium introdujera en una misión oficial de
mensajería, incluso abiertamente, intereses propios, sería infiel a su
encargo, al que se debía dedicar sin reservas: sí, se pondría él mis
mo como señor al lado del señor y socavaría con su pequeña sobe
ranía colateral propia la grande y central. De ese modo, abusaría del
poder delegado utilizándolo para sí mismo. Abuso del poder por re
presentantes del señor es el compendio por antonomasia de todo lo
que no debe suceder nunca en un sistema que opera con la ficción
de representaciones puras. Si, a pesar de todo, ello sucediera, ha
bría entrado en el mundo el prototipo de lo malo y malvado. El mal
en la era de las misivas metafísicas es la autorreferencia de los re
presentantes: el bien, por el contrario, reformulado telecomunica
tivamente, es la autocomunicación sin límites del ser.
Por eso, toda la antigua cultura del dominio descansa sobre el
632
ideal de la ascesis de los servidores y de la fidelidad de los funcio
narios, donde ascesis y fidelidad son sólo dos expresiones diferentes
de la misma expectativa de desinterés en los mediadores personales
del poder central; a ese ideal corresponde a nivel técnico el su
puesto de perfección en los canales de emisión y en los medios ma
teriales, una expectativa que puede traducirse filosóficamente como
presunción de transparencia. Esos medios, tanto los humanos co
mo los materiales, lo mejor que pueden hacer todos ellos es cum
plir su función de modo tan neutral, paciente y fiel a su rango co
mo aquellas clases estandarizadas de papiro procedentes del delta
del Nilo, de las que las mejores se conocían como las augusta o li
viana (que se suministraban en rollos de 24 cm de anchura), el me
jor papel de la Antigüedad, reservado para la cancillería imperial, y
como hieratica, el papel de la burocracia imperial (de 20,3 cm de an
chura), que utilizaba el aparato administrativo romano y las notarías
o escribanías desde el sur de Inglaterra hasta Mesopotamia315. (El
resto de los papiros, en calidades burguesas, se comercializaban en
rollos algo más estrechos. )
Sólo porque el papel y los funcionarios son pacientes pueden
afirmar su coherencia formal grandes espacios de poder. Ya aquí el
formato es el menssye, pues por la formatización la materia neutra
se convierte en medio puro que se reserva para utilizaciones exclu
sivas por parte del señor y de sus representantes. Una vez que la vo
luntad del señor está puesta por escrito, y exactamente sobre tales
soportes capaces de infundir autoridad, el edicto o el rescripto, tras
haber abandonado la cancillería, tiene que poder leerse siempre
con claridad, aunque el texto estuviera en clave; el escrito firmado316
y sellado ha de comunicar inequívocamente lo que es orden del se
ñor, y el transmisor no debe quitar ni añadir nada al sentido real
mente presente317. El representante puro decide, finalmente, en el
momento de la lectura lo que de verdad significa la palabra magis
tral. Que consiga tomar correctamente esta decisión es algo que se
funda en última instancia en el hecho de que el remitente se pien
sa presente en él. (Esto conducirá en la época de exaltación del ge
nio a la tesis de la indispensable congenialidad del intérprete. )
Pero sólo cuando los representantes actúan sin egoísmo y negli-
633
Antoine Coysevoux, La renommée du roi
(La fama de Luis XIV cabalgando sobre Pegaso),
1702, escultura en mármol procedente
de los jardines de Marly, hoy en el Louvre.
gencia, y cuando los canales transmiten íntegramente el mens¿ye sin
pérdidas ni estancamientos, pueden los rayos del imperio penetrar
libremente a través de los medios puros o diáfanos y producir su
efecto, en presencia real, en el lugar de destino. (Recuérdese que
los cosmólogos medievales crearon con el concepto de lo diáfano el
poderosísimo concepto de un mediador permeable318. ) Un mensa
jero que piense en sí mismo no ejecuta su misión con sentido: ésta
es la eterna preocupación del remitente en los sistemas de emisión
monopolizados. Cuando hay motivo para tal desconfianza -¿;y cuán
do no lo habría, dado que se trata de meros intermediarios huma
nos? - hay que garantizar primero que el representante no desarro
lle ego, sí-mismo, alguno que pudiera pensar en primer lugar en sí
mismo. Más bien, su ego ha de serle incautado antes ya de la con
tratación y sustituido por la subjetividad del señor.
Antes de que pueda ser enviado el representante o agente ha de
renunciar a su sí-mismo privado y cambiarlo por el del señor. Que
esto no pueda suceder sin formalidad alguna es algo que se entien
de por la seriedad del asunto, pues de lo que se trata aquí es nada
menos que de un cambio total de dedicación de la vida práctica.
Desde los rituales feudales de investidura y las fiestas de ordenación
de los sacerdotes y monjes católicos hasta las formalidades contem
poráneas en la entrega de nombramientos funcionariales, las cir
cunstancias rituales y formaljurídicas que acompañan todos esos ac
tos de cambio de sujeto siempre han sido de gran relevancia. En un
formulario bizantino del siglo XIV de juramento funcionarial se di
ce entre otras cosas:
Juro ante Dios y sus sagrados Evangelios, ante la cruz venerable, dadora
de vida, ante la santísima Señora, la madre de Dios Hodegetria y ante todos
los santos, que durante toda mi vida seré un servidor fiel de nuestro pode
roso y santo príncipe y emperador NN, fiel no sólo en palabras sino tam
bién en aquellas obras que los buenos servidores realizan para sus señores
[. . . ], soy el amigo de sus amigos y el enemigo de sus enemigos, y nunca ha
ré planes en contra de Su Majestad [. . . ]. Seré siempre un auténtico y fiel
servidor del emperador [. . . ] tal como la verdad lo exige efectivamente del
servidor recto y auténtico con respecto a su señor, y si éste cayera alguna vez
635
con permiso de Dios en desgracia o destierro, lo acompañaré, compartiré
sus penas y arrostraré los mismos peligros que él, incluso hasta la muerte, y
esto mientras viva319.
Estosjuramentos se repetían con ocasión de la elección de un
nuevo emperador, se guardaban en los archivos de los palacios y
asentaban en un registro; también el patriarca de Constantinopla y
los prelados eclesiales tenían que hacer tales promesas solemnes
desde el siglo VII. En ellas aparece en toda su formalidad la esencia
de la alianza entre el señor soberano y sus representantes subordi
nados, dado que los funcionarios han de obligarse aquí ante Dios y
los santos a permanecer unidos al emperador, incluso en caso de
que a causa de una revuelta palaciega o de un cambio repentino y
fatal de las circunstancias externas éste fuera apartado del poder. El
juramento de permanecer hasta la muerte al servicio de un señor
caído significa lo mismo que la renuncia al derecho de volver a pen
sarjamás en beneficio propio. Con ello, soberano no es sólo quien
puede hacerse representar como si él mismo estuviera presente en
el representante; soberano es, más bien, quien puede mover a su re
presentante a no decidir nunca más arbitrariamente sobre la cir
cunstancia excepcional, aunque ésta se hubiera producido de hecho.
El verdadero funcionario sería, pues, el representante que recibe to
da su potencia del señor a cuyo servicio está y que desde cualquier
otro punto de vista hace voto de impotencia.
La representación ideal comienza, según esto, con un relevante
cambio mediumnista de sujeto: un proceso que Sigmund Freud,
desde una posición retardada y pequeñoaburguesada, malentendió
como formación del superyó; puesto que de lo que se trata en los
sistemas clásicos de representación no es de que a un ser humano
privado instintivo, al que le gustaría vivir sensualmente a sus expen
sas, se le implante interiormente un vigilante inexorable, del modo
más efectivo mediante humillaciones y restricciones («La niñez de
un jefe»), sino de que el individuo cambie todo su pequeño apara
to (erótico) de deseo por uno más grande (político) y se convierta,
así, en participante de una estructura mucho más poderosa de sub
jetividad y de un contexto de voluntad de poder mucho más amplio.
636
Este cambio -que ya se apostrofó antes como cambio apostólico
de sujeto- es el fundamento de la ética de la gran cultura, en tan
to una ética así es una ética de servicio y eo ipso una ética del man
dato y la obediencia en los radios de poder regios e imperiales. Des
de este punto de vista puede fundamentarse muy bien
teórico-medialmente, a posteriori, la prohibición del narcisismo y el
tabú del egoísmo, extendidos hasta hace poco sin excepción en to
das las grandes culturas. Dado que no pueden ser todavía funcio-
nalistas, en la era metafísica los filósofos de la moral tienen que re
presentarse cargos y funciones por medio de sentimientos y
esfuerzos; los éticos clásicos no pueden hacer otra cosa, por tanto,
que deducir las buenas prestaciones al servicio de un señor del pro
bado altruismo y humilde empeño en el cumplimiento del deber
del representante del señor.
Que seres humanos en puestos funcionariales fijos y en el servi
cio móvil de mensajería puedan olvidarse de sí mismos para mejor
acordarse de lo que el todo o su centro les ha encargado: esta fic
ción antropológica, fantástica a la vez que imprescindible desde el
punto de vista de la arquitectura del poder, fue la que hizo posible
siquiera la ética de la antigua Europa (y de la antigua Asia) del ser-
al-servicio. Es, a la vez, una de las fuentes del tabú del egoísmo, que
ha estado vigente en todas las sociedades, tanto arcaicas como de-
sarrollada$, mientras estuvieran constituidas preindividualistamen-
te, sin que jamás se haya sentido un ápice de necesidad de aportar
explicaciones de ello.
La convicción de que no esjusto pensar antes en sí mismo que
en los demás, y, sobre todo, que es reprochable colocar el propio
beneficio por delante del del señor a quien se sirve: esa convicción
es tan profunda que durante una era entera no pudo prosperar en
modo alguno la idea típicamente liberal de una repartición social
mente productiva del trabajo entre egoísmos diversos. Tal cosa la
conseguirá sólo la revolución filosófico-moral de la era moderna,
que llevó a una neutralización y naturalización progresiva del lla
mado mal. Esa revolución comienza en el sistema de Thomas Hob-
bes, que con la construcción de la máquina estatal había creado es
pacio para un cálculo sistemático con los móviles inferiores o egoístas
637
de los seres humanos, especialmente el miedo, la comodidad y la es
peranza de beneficios personales320, y encuentra su final provisional,
tras los peldaños intermedios del utilitarismo y vitalismo, en la ab
solución generalizada de Niklas Luhmann de la estructural «arbi
trariedad» egoísta de los subsistemas. Los conceptos guía en la fun-
damentación del juicio de Luhmann son diferenciación y unidad
autorreferencial, y ambas no significan otra cosa en realidad que na
da funciona si no es egoístamente (en lo que lo único que no que
da muy claro es si se puede o no reflejar teóricamente el egoísmo,
por regla general obligadamente latente, de los sistemas).
En el pensamiento clásico, por el contrario, el egoísmo signifi
caba por antonomasia el primer movimiento de lo malo y perverso,
y sus casos críticos sintomáticos eran el ya-no-querer-servir del sir
viente y la tergiversación en propio interés de la misiva por parte del
portador de ella. Esto produce los dos tipos cardinales de delito po
lítico: revuelta y traición. No sería fácil de decir cuál de los dos se
consideraba el agravio o la injusticia más atroz en el sistema moral
tradicional. No en vano la satanología cristiana presenta al príncipe
de los demonios como un ángel caído: él es el prototipo del men
sajero infiel y a la vez rebelde, que robó el menszye confiado, el ra
yo divino, y lo volvió en su propio provecho. Cuando Dante hace
que los architraidores Bruto, Casio yJudas sean aniquilados eterna
mente en las tres fauces de Satán, se confiesa partidario de la idea,
inevitable desde el punto de vista de la metafísica del servicio, de
que la traición es el mal extremo. Para san Agustín, la utilización pa
ra otra cosa que para lo debido de una misiva señorial destinada a
cursarse, esa privatización por el menssyero de una embajada lumi
nosa, es el comienzo de la perversión o del giro de la criatura fuera
de su face-á-face con el creador, y por eso la infidelidad angélica o la
fatuidad del intermediario está para él al comienzo de la historia
humano-satánica de la decadencia. Por el contrario, es una nueva fi
delidad de menssyero, comenzando con la misión de Cristo y si
guiendo por la Iglesia con sus funcionarios-sacerdotes entregados,
la que ha de inaugurar la historia de la salvación; en ésta se pondría
en marcha un sistema apostólico de información en el que, gracias
a una sabia censura de las misivas por una oficina central atenta, la
638
Iglesia del obispo, deben volver a realizarse, con alcance imperial,
representaciones puras por intermediarios desinteresados.
En el ámbito universal, el mal burocrático, el vanidoso intervenir
y meter baza de los embajadores y la tendencia de los funcionarios
al autoservicio, tiene que reprimirse una y otra vez, siempre de nue
vo, sea por controles más duros de las prestaciones o por sistemas
más eficientes de educación y recompensa; sólo en una autoclarifi-
cación permanente puede retrotraerse la idea del «servicio público»
a sus orígenes supuestamente puros y genuinos. (No es casual que
el neoconservadurismo de nuestros días, sobre todo el americano
de EE UU, haya caracterizado el tema de los funcionarios estatales
como una self-seruing classr, alcanza grandes éxitos entre el público
cuando arremete contra el parasitismo de los servidores públicos
que a nadie sirven; dentro de ese mismo esquema de crítica al mal
burocrático, en Europa domina un discurso sobre la corrupción, el
formalismo y el derroche. )
Por lo que se refiere a la crítica del medio impuro, su cumbre es
piritual se muestra en la polémica de los comunicadores «puros»
contra el imperio intermedio, devenido arbitrario, de los signos:
una polémica que se ha articulado ejemplarmente en la expresión
de Jesús: «;Está escrito, pero yo os digo! ». Este giro siguió siendo vi
rulento hasta la teoría de los medios más importante del siglo XX, la
del católico canadiense Marshall McLuhan. Su suelo nutricio es la
crítica, conocida en el antiguo judaismo, de fariseos a fariseos: que
puede ponerse topológicamente en analogía con la crítica de sofis
tas a sofistas en Grecia821. Aquí el miembro de un grupo de una cul
tura de la escritura se remite a la oralidad del señor, pretendiendo
recordarla como relación fundamental válida. Dice, por regla gene
ral, que se siente obligado a protestar contra la escritura, que de
viene cada vez más arbitraria, y sus criaturas. Así, el espíritu pide ex
plicaciones a las letras, como si su única función legítima fuera servir
discretamente al querer-decir oral. Al que habla «desde el espíritu»
le gusta comportarse como la vida misma, que se aparta de lo muer
to, exterior, suplementario.
Esta crítica, que constituye una constante de la historia del espí
ritu occidental, se dirige contra la rebelión permanente de lo se-
639
cundario, que desde el punto de vista teológico-lingüístico aparece
como manifestación de lo malo o malvado semiológico. A ella se
contrapone la permanente revolución conservadora de lo declara
do primario.
Para los partidarios de las primeras palabras, sean emi
tidas por dioses, reyes o genios, es peijudicial lo que contribuye a in
flar o ensoberbecer el reino intermedio del comentario, y malo lo
que trata de llevar al poder a los intérpretes o expertos de palabras
secundarias. Cuando los signos ya no quieren servir discretamen
te322, sino que se abren paso con senos-significantes desnudos y bri
llantes para distraer de las cosas; cuando los intérpretes de signos no
quieren leer ya desinteresadamente, sino infiltrar en las palabras
magistrales sus interpretaciones autocráticas y dar muerte a los tex
tos canónicos con sus paráfrasis; cuando los exégetas se vuelven im
pertinentes y afirman a menudo que en verdad no hay original, sino
sólo versiones, de algún modo todas igualmente legítimas: entonces
es cuando para los defensores de los primeros signos las cosas se po
nen serias y ha llegado el momento en el que el airado servidor de
los signos ha de echar del templo a los intermediarios narcisistas323.
Por lo que respecta a la representación pura en el espacio polí
tico, su cascada comienza obviamente en la cúspide de la pirámide
metafísica: con la figura del monarca, que por la lógica de su cargo
se siente apremiado a presentarse a sí mismo como lugarteniente y
administrador de los poderes divinos, o incluso, agudizándolo teo
cráticamente, como su encamación. Los casos citados de la titula
ción dominus-et-deus, desde Domiciano hasta Diocleciano, perfilan
inequívocamente la tendencia encamacionista; Aureliano, más allá
del título, reclamó para sí esencia divina y se hizo anunciar en mo
nedas como un señor que ya había nacido como dios: dominas et
deus natas324. Esos programas teológicos no se correspondían para
nada con antiguas tradiciones romanas, sino que fueron liberados
por la autorreflexión adelantada de las circunstancias excepciona
les imperiales.
Que para los emperadores el ser-como-dios sólo significaba en
principio una figura retórica y que la tomaron, más bien, como un
compromiso psicológico debido al estatus, es algo que demuestra,
640
entre otras cosas, un pasaje del tratado educativo que Séneca escri
bió para eljoven Nerón, Sobre la clemencia, en el que el mentor filo
sófico del emperador trata de compenetrarse con la desventaja de
tener que ser un dios:
Ésta es la servidumbre máxima: no poder hacerse más pequeño. Pero tú
compartes esa imperiosidad con los dioses. Pues también a ellos les tiene su
jetos el cielo y les está tan poco permitido descender de allí como segura
mente a ti. Estás pegado a tu altura. Nuestros movimientos los notan pocos.
A nosotros nos está permitido salir, volver y cambiar de apariencia sin ex
pectativa ni escándalo públicos: a ti te toca en suerte, igual que al sol, no po
der permanecer oculto. Sobre ti recae mucha luz (Multa contra te lux est). To
dos los ojos están dirigidos a ti. ¿Crees que sales fuera de casa? No, te levantas
como el sol. (Prodire te putas? oreris. ) No puedes hablar sin que los pueblos
que hay por doquier escuchen tu voz. No puedes encolerizarte sin que todo
lo que hubiera en derredor (quidquid áreafuerit) se conmoviera325.
Aquí, el compromiso de ser un sol se refleja todavía con medios
estoicos, no se vuelve hacia lo afirmativo con conceptos neoplatóni-
cos. Ytanto más claramente, por ello, aparece en el espejo de prín
cipes de Séneca la calidad telecomunicativa o teleenergética de las
manifestaciones de vida imperiales.
El compromiso educador del filósofo tiene la intención de ins
talar al emperador en el papel del gran comúnicador a la redonda,
por todos lados: con ello puede entenderse ya el acento especial
que Séneca pone en la clementia del príncipe como una alusión an
ticipada a un señorío o dominio radiocrático al modo de autoco-
municaciones irresistibles de la substancia. (Aquí refulge súbitamen
te una analogía con la filosofía china del dominio señorial, en la
que el motivo del ejercicio del poder mediante renuncia a la inter
vención está mucho más elaborado todavía, donde la sigilosa info-
cracia del emperador se basa en un sistema de espías, informadores,
denunciantes, extendido por todo el imperio526. ) El discurso de la
clementia contiene ya, además de esto, una concesión sumisa del fi
lósofo a la autocracia cesárea, porque objetivamente no se refiere a
otra cosa que a lo que en tiempos de Cicerón se habría llamado to
641
davía humanitas: una cualidad que después de Augusto ya no se po
día reclamar de superhombres imperiales, sobre todo no después
de Calígula, que por su philanthropía o clementia se hizo ofrecer ante
un Senado amedrentado sacrificios solemnes, y no sólo ejercicios de
labios327. Que al comienzo de la época imperial romana la humani
dad se transformara en clemencia principesca -es decir, en huma
nidad desde arriba- refleja la separación y realce de los Césares fren
te al Senado y al pueblo, así como la reconversión de clementia en
humanitas al final del absolutismo europeo (a partir del temprano
siglo XVlll) señaló la reintroducción de los príncipes en la humani
dad media de la burguesía. Durante toda una era valdrá la frase de
que es soberano quien puede usar indulgencia, ser clemente. El pa
radigma de la clemencia señorial -la decisión del Augusto victorio
so de no castigar al conjurado Cinna- es resaltado brillantemente
por Séneca en su escrito. Efectivamente, con ese acto de perfecta in
teligencia señorial Augusto consiguió terminar con la guerra civil y
devolver al imperio aquella larga paz que la historia habría de re
cordar como pax augusta.
El escrito de Séneca Sobre la clemencia sigue siendo, con todo, uno
de los más dudosos logros de adaptación a las circunstancias del
tiempo de un pensador de primer rango; los intentos del filósofo de
guiar al guía Nerón fracasaron, como se sabe, ante la moral insanity
de su pupilo. En el carácter del adolescente Nerón parecen haber
sido realmente implantados impulsos a una cierta benignidad tea
tral, ya que Séneca puede recordar a su protegido un episodio en el
que éste, que se había estado pensando la concesión de un indulto
a dos atracadores, cuando finalmente se le instó -a él, cuya volun
tad era contraria (invitoy a aceptar el papel para la redacción del
documento ejecutivo de la sentencia condenatoria, gritó: «¡Me gus
taría no saber escribir! » (vellem litteras nescirem! ). Ante ello Séneca ha
ce la siguiente consideración:
Una expresión digna de que la oyeran todos los pueblos que habitan el
Imperio romano [. . . ]. Se transmitirá esa benignidad de tu ánimo [. . . ]. De la
cabeza sale (exit) la salud328.
642
Séneca no había comprendido aún que para el joven Nerón el
mostrarse humano era interesante sobre todo como un gesto tea
tral, pero sí entendía muy bien que la función del emperador era la
de ser un centro del que bajo cualquier circunstancia «sale» algo.
Por lo que concierne a la emisión exitosa de un menszye de cle
mencia convincente, los romanos habrían de esperar todavía para
ello hasta el emperador Tito Flavio, que, durante su reinado de dos
años (79-81 d. C. ), consiguió no firmar ninguna pena de muerte329.
Mientras los emperadores utilizaron más bien juegos de len-
gu¿ye estoicos que platónicos para su autointerpretación en el car
go, las tentaciones maníacas provenientes de su situación en la cús
pide del círculo terrestre llamaron la atención sólo en forma de
psicopatías privadas: un foso discreto y ancho, sin embargo, separa
el furor Caesarum del furor platónicas:, se atribuiría demasiado valor a
los fantasmas relativos al dios-hombre de Calígula si se quisieran in
terpretar a la luz de las doctrinas helenísticas de la unificación o de
la gnosis filosófica. En sus Soliloquios, el estoico Marco Aurelio si
guió la estrategia higiénica del autoexamen, con el sabio cuidado
de mantener bajo control las tendencias a la inflación maníaca, in
herentes a su cargo; lo que le importaba era rechazar la tentación
del esplendor y la magnificencia: «Todo pasa volando en un día,
tanto el elogiador como el elogiado»330. Quien, como soberano, só
lo quisiera verse reflejado en medios cercanos a la corte, en acla
maciones, rumores y alabanzas, en poemas de homenaje y adhe
sión y en prosa lisonjera, se perdería en un santiamén como señor
de sí mismo.
Parece que tras los emperadores-filósofos del siglo II se consu
men las reservas estoicas en la autorreflexión imperial. No obstan
te, la platonización subliminal, a largo plazo, del cargo de empera
dor sólo se puso en movimiento por la política cultural agresiva de
monarcas posteriores, sobre todo por el absolutismo desenfrenado
del dominas, que se transformará, por su parte, sin solución de con
tinuidad de estilo, en la teocracia bizantina. En todo ello la supre
macía la ganan tendencias epifánicas: los emperadores caen pro
gresivamente, tanto explícita como implícitamente, en la sugestión
de autointerpretaciones teárquicas y radiocráticas. Se interpretan a
643
sí mismos, sin excepción, como signos del ser, brillando sobre el
trasfondo de imperio y mundo.
No es casualidad que Diocleciano, en el que rompe la ola abso
lutista, como en su tiempo Alejandro el Grande, hubiera impuesto
en su ceremonial cortesano la prosquinesis persa, la inclinación de
rodillas, no sólo para los súbditos normales, sino también para los
más altos oficiales y empleados de la corte, en correspondencia con
el modo de dominio señorial «en presencia real». Como luz apare
cida ex oriente, el emperador, junto con sus corregentes en la tetrar-
quía, podía colocarse entre la corona de rayos en la cercanía del
Uno -él mismo una emanación funcional de Dios, por decirlo así,
de la que salen los rayos soberanos hasta el borde del globo terres
tre-, a pesar de que ya no puede hablarse de divinización en vida en
Diocleciano y tras él. También la procedencia mediata del empera
dor del sol -el tennojaponés ha reclamado para sí hasta el siglo XX
un mito análogo: su descendencia de la diosa del sol Amaterasu-
presupone la posibilidad de representación pura y reivindica para el
señor del imperio la presencia real de la plenitud. De ahí las im
prescindibles coronas de rayos, que dejan claro, con evidencia sensi
ble, cómo en el imperio el poder concedido y la luz lejana coinciden.
La cuestión decisiva para el desarrollo posterior de la historia im
perial de los medios es, ahora, la de si los dos tipos fundamentales
de comunicación, fundada plenipotenciaria y metafísicamente, pro
veniente del centro del ser, el apostólico y el imperial, pueden en
contrarse de otro modo que no sea en conflicto. El hecho de que
en los tiempos de fricción entre Imperio e Iglesia -de Nerón a Dio
cleciano- la plenipotencia obispal y la plenitud de poderes imperial
no puedan reducirse a un denominador común no es sorprenden
te ni histórica ni sistémicamente. Pero ¿cómo se configuran mutua
mente ambas fuentes de emisión cuando la polémica antítesis entre
cristianismo y paganismo ha dejado de ser el asunto principal, dado
que el imperio mismo se ha colocado bsyo el signum crucis? La res
puesta a ello se encuentra en la historia del imperialismo cristiani
zado: como se ha mostrado ya, el cristianismo no tuvo, primero, que
ser imperializado, a su vez, dado que ya estaba constituido por sí
644
mismo en forma de imperio, tanto en la línea del desarrollo pauli
no como en la del romano-petrínico (lo que no supuso daño en ab
soluto a su realidad comunitaria, intensamente local). Este impe
rialismo cristianizado se acuñó en forma doble: por una parte, en la
historia de los dos imperios romanos cristianos, el bizantino, como
continuación, y el Sacro Imperio Romano Germánico, como trans
posición; por otra, en la historia del papado.
Por ambos grupos de fenómenos ha de pasearse quien quiere ex
perimentar cómo llegaron a realizarse las conexiones, de gran reper
cusión histórica, entre radiocracia emanacionista y lógica apostólica
de emisión. El hecho de que los imperios se agiten permanentemen
te en comunicaciones sobre glorias del monarca, éxitos y tareas del
imperio, y que en esa autoexcitación encuentren su fundamento me
diático de unidad, se puede ratificar concluyentemente a partir del
análisis del culto antiguo al soberano y de su transformación, de ám
bito imperial, en carismas y distribuciones de goces de poder.
Por motivos arquitectónicos de poder un espacio imperial sólo
tiene consistencia como semiosfera de un acuerdo sobre un estado
de fortuna o prosperidad presente, o sobre su restablecimiento des
de la decadencia y el peligro. Pero que esa agitación del imperio en
comunicaciones sobre su estado de gracia incluya ahora también
en su servicio emisor a los representantes apostólicos de un reino es-
catológico de salvación, de signo cristiano, es algo que hay que con
siderar necesariamente como una curiosidad histórico-medial.
Aquí se pone de relieve el problema, que nunca se ha tratado sis
temáticamente, de cómo grandes cuerpos políticos y eclesiales des
de el final de la Antigüedad hasta el umbral de la edad moderna
han organizado y fundamentado su coherencia semiosférica.
Así pues, desde la perspectiva teórico-mediática ambas pregun
tas histórico-culturales -¿cómo es posible el imperio cristiano? y
¿cómo es posible un papado efectivo? - son sólo formulaciones com
plementarias de la pregunta fundamental sistemática: ¿cómo es po
sible la síntesis de emanacionismo y apostolado? Sólo desde este
punto de vista la historia de los medios puede seguir la pista de los
secretos de las macrosferas políticas realmente existentes en la era
metafísica de la civilización europea.
645
Oráculo etrusco del hígado
(modelo para la enseñanza)”1.
La naturaleza esférica de los imperios sagrados presupone, como
hemos visto, una apertura de espacio suficientemente penetrante,
producida por las radiaciones y emisiones realizadas a partir del cen
tro regente. La pregunta por la confluencia, o bien cooperación, de
las producciones de signos apostólicas y emanacionistas puede trans
formarse, a su vez, en este planteamiento problemático: ¿cómo es
posible que el dominio sobre los mensajeros se convierta en poder
emisor radial, y cómo es posible, al contrario, que la posesión de
una emisión de rayos lleve al poder a mensajeros hablantes? (hay
que reparar, aquí, en el doble significado irreprimible de la expre
sión «emisión»: emisión de rayos, irradiación, y envío, misión).
Es fácil suponer ahora -y la empina lo confirma pródigamente-
que la liaison entre motivos apostólicos y emanacionistas puede ser
tejida desde ambos lados. Esto sucedió, por una parte, en tanto el ti
po carismático del gobernante enviado por los dioses para bien de
los mortales es incluido inmediatamente en el orden de la sucesión
apostólica, como sucedió en toda regla con Eusebio de Cesárea, en
sus elogios dedicados al emperador-salvador Constantino, al que co
646
locó directamente en la primera guardia de los enviados de Cristo
cuando se atrevió a llamarlo el decimotercer apóstol; por otra, en
tanto el apostolado fue sobrealimentado o cargado con motivos epi-
fanicos y emanacionistas: un rasgo que caracterizará sobre todo al
hemisferio de la ortodoxia griega. En el paradigma helenístico del
cristianismo332, por inspiraciones platónicas, no sólo se formuló e
impuso con éxito la «cristología desde arriba», también se crearon
en él una iconología, una pneumatología y una politología que pue den sintetizarse en la imagen de una «apostología desde arriba». Predicación y manifestación se aproximan en este hemisferio, oca sionalmente hasta el punto de que la misión apostólica es absorbi da, por decirlo así, por la epifanía.
Esto lo ilustra del modo más evidente posible el culto de los «ico nos no pintados» de Cristo, de los cuales el más famoso en el siglo VI se convirtió nada menos que en palladium, es decir, en signo pro tector del Imperio de Bizancio; esta imagen la llevó incluso consigo el emperador romano-oriental, en el año 622, en la campaña militar contra los persas, campaña que fue considerada como una guerra santa. La leyenda radicalmente epifánica pretendía que las miste riosas imágenes de Cristo habrían tomado existencia por proyec ción directa desde el cielo o, según una expresión contemporánea, «teográficamente», pintadas por Dios (más frecuentemente aún: «aquiropoiéticamente», no hechas con las manos)3. Esto sólo pue de imaginarse de modo que un haz de rayos procedente del supra- mundo arrojara el eidos de Cristo directamente sobre un lienzo te rreno, materializándolo de esa manera. Según la lógica bizantina, pues, el cielo está emitiendo continuamente imágenes. A los repre sentantes apostólicos se les mantiene en corto con las riendas, en tanto que el mundo superior se reserva la preeminencia por su per manente irradiación en el inferior.
Una imagen completamente diferente se ofrece en el Occidente
latino, donde el apostolado del obispo de Roma, por su amalga-
miento con el espíritu del derecho romano y de la burocracia im
perial, se convierte ampliamente en un asunto de ejercicio sacrali-
zado del poder, mientras que, por razones sistémicas, al motivo de
647
Hans Memling, Santa Verónica,
ca. 1440, Washington.
la aparición epifánica de la luz en presencia real sólo se le permite
jugar un papel exiguo. Pedro no está presente en Roma como el
mensajero diáfano de arriba sino como el apóstol-piedra, menos co
mo icono aureolado del Evangelio que como primer vasallo y fun-
damentador del regnum paralelo. De todos modos, las relaciones po
líticas depravadas de Occidente no permiten pensar hasta el siglo
VIII en un papel eminente del obispo de Roma. Sólo después del es
tablecimiento del dúo papa-emperador en el siglo IX, el problema
europeo de la representación desarrolló su característico dramatis
mo antitético. Desde la emancipación política yjurídico-eclesial de
Occidente de la primacía del emperador bizantino -comenzando
con la coronación, semejante a un golpe de Estado, de Carlomagno
por León III el día de Navidad del año 800 en Roma-, durante la
Edad Media europeo-occidental el papa y el emperador dependían
648
uno de otro como gemelos siameses, que no podían ser separados a causa de entrelazamientos de órganos interiores. Compartían el se creto indecible de una usurpación común, aunque en el papado los síntomas del secreto patógeno afloraban con mayor virulencia y eran motivo de declaraciones más espectaculares y de gestos más ex travagantes.
El secreto a voces del papado es su celosa rivalidad frente a la
teocracia bizantina, tranquila y segura en sí misma, provista de to
dos los privilegios de la legitimidad y continuidad, por más que se
encontrara a menudo en un estado lábil y poco vistoso. Sólo con es
fuerzo consiguió olvidarse en la ciudad del Tíber que ya en el con
cilio ecuménico de Constantinopla, en el año 381, se había impues
to una tendencia antirromana en cuestiones de la dirección de la
Iglesia334. (La tesis de Lacan de que el inconsciente está estructura
do como un lenguzye podría modificarse con la mirada puesta en la
posición de los papas afirmando que el inconsciente funciona como
un cargo o una dignidad imposible. )
El paso inicial hacia la autoterapia papal fue la participación
complaciente del obispo romano en el proyecto imperial del gran
rey franco Carlomagno, que se interesó en la reanimación de una
estructura imperial de tipo romano en el noroeste europeo con los
flancos como pueblo fundamental. En bien de ese plan de gran im
perio, Carlomagno estuvo dispuesto a aliarse con la única fuente
que podía conferir una corona imperial en Europa. El elevado pa
pel que hubo de recaer en el papado en la coronación del empera
dor de Occidente y que podía considerarse como una re-transferen-
cia del Imperio de Bizancio hacia Roma sólo supuso, sin embargo, en
principio, una primera ayuda para el complejo estructural de infe
rioridad de la Santa Sede. Tan pronto como se consolidó el eje neo-
occidental entre Roma y Aquisgrán, aparte de débiles protestas pro
venientes del Este (sólo en el año 812 se dignó Bizancio reconocer
el segundo imperio occidental como magnitud y autoridad subor
dinada: en analogía con la graduación de Diocleciano entre empe
radores plenos, los Augustos, y emperadores suplementarios, los
Césares), y después de que se hubiera conformado un complejo te
rritorial en suelo europeo noroccidental, cuyo dominio podría ser
649
interesante para una institución teocrática, el papado -tras su recu
peración de la «pomocracia» noble-romana del siglo X- hubo de
preparar su segundo golpe para compensar con fuerzas propias la
humillación bizantina.
Esto no pudo suceder de otro modo que mediante una declara
ción de guerra espiritual al «propio» imperio, que de la renovatio im-
perii Romanorum de los Otones había salido más atractivo que nunca.
Éste tendría que responder del complejo de soberanía del papado
rindiendo tributo a la pretensión de liderazgo de Roma no sólo en
el ámbito espiritual sino también en el profano. Los emperadores
del Sacro Imperio Romano nunca consiguieron comprender co
rrectamente que el papel que se les había atribuido era el de un cé-
sar «interior» en un papado augusto que, en lugar del cesaropapis-
mo imposible en Roma, a lo que había de aspirar era a una solución
dual, es decir, a un papocesarismo o papoaugustismo, ciertamente
con preeminencia estricta del representante de Dios sobre el mo
narca: una preeminencia que en la unión personal oriental no su
ponía ningún dualismo incómodo, pero que en un sistema dual de
por sí desencadena conflictos explosivos. Contra su voluntad, pero
impotente, una degradada Iglesia romana hubo de contemplar có
mo los emperadores del siglo X, por su parte, se habían asimilado al
modelo bizantino y se etiquetaban a sí mismos de monarcas apostó
licos. Sin entusiasmo real, todavía Carlomagno hubo de escuchar
himnos de alabanza clericales dirigidos a él como a un segundo
Constantino. Otón III, como hijo de la bizantina Theophanu edu
cado como un niño prodigio teocrático, ya se entendía como «otro
san Pablo» y copiaba sin sonrojo la fórmula paulinojustiniana de
serum Iesu Christi; en documentos de la época se le representa, como
protector, sobre el Espíritu Santo y en posesión de símbolos pneu-
matocráticos de plenipotencia como la paloma y el crisma. Que Ro
ma no gustara de tales bizantinismos germánicos es algo que no ne
cesita demostrarse con detenimiento. Significa un acopio de fuerzas
romano el hecho de que el papa Benedicto VIII, en la coronación
del emperador Enrique II (luego llamado el Santo) en el año 1014,
escenificara la ingeniosa ocurrencia de colocar en la mano del mo
narca un globo imperial e introducir, con ello, como dádiva papal
650
al emperador, un símbolo que implicaba la omnisoberanía de Cris
to. El sentido del acto, que elevaba al donante y postergaba al re
ceptor, era evidente, sobre todo porque un globo imperial es un ob
jeto que no puede rechazar el receptor. Enrique refrescó la mano
en que se le había colocado el globo imperial pasando pronto a los
abades de Cluny el regalo del obispo romano. La epopeya de los
globos imperiales posteriores (hubo 36 objetos de ese tipo en las cá
maras del tesoro de la vieja Europa) ha sido expuesta por Percy
Emst Schramm en investigaciones conocidas, con tanta viveza como
permite un tema tan monótono335.
Desde este trasfondo, los motivos ad-hoc para el ataque de la Igle
sia romana al imperio parecen plausibles y transparentes: en su par
te crónica se refieren a la clara instrumentalización del sistema ecle-
sial-imperial alemán por el poder imperial, especialmente por su
prerrogativa de nombrar obispos; en su aspecto actual proceden de
las funciones prioritarias traumáticas del emperador Enrique III en
el Sínodo de Sutri en el año 1046, en el que él, bajo el título de un
vicarius Dei y como caput ecclesiae, destituyó a tres falsos papas y co
locó en el cargo a uno «verdadero», su propio candidato. Con ello,
la cicatriz bizantina se abrió de nuevo en el sistema romano como
herida alemana. La reacción no se hizo esperar mucho tiempo. El
síntoma de la neurosis actual del papa es el borrador incompara
blemente brutal y profético (no publicado en su tiempo) de un de
creto de Gregorio VII del año 1075, de dudosa fama, b¿yo el título de
Dictatus Papae, con el que comenzó la campaña de insubordinación
de Roma contra el imperio y la reconquista de la Iglesia europea pa
ra la curia romana. Algunas frases de las veintisiete estipulaciones
que contiene ese documento rezan:
I. Que la Iglesia romana sólo está fundada por Dios.
8. Que sólo el Papa puede llevar las insignias imperiales.
9. Que todos los príncipes han de besar sólo los pies del Papa.
10. Que sólo su nombre ha de ser nombrado en los rezos litúrgicos en
todas las iglesias.
II. Que el nombre del Papa es único.
12. Que el Papa puede destituir emperadores.
651
19. Que nadie puedejuzgarle.
23. Que todo Papa es santificado por los méritos de san Pedro536.
Con cierto derecho se ha interpretado la autoexaltación del pa
pado con respecto al imperio como la primera en la serie de las re
voluciones europeas337. Si se hace que valga esta interpretación, un
tanto demasiado teológica y favorable a Roma, el Dictatus señala el gi
ro a un fuerte esplritualismo neoapostólico y su lucha contra el
compromiso semipagano de los señores feudales episcopales con las
fuerzas locales de salvación, que apenas disimulaba la acomodación
realizada por doquier de los símbolos cristianos a las viejas tradicio
nes noble-guerreras y mágico-étnicas. La «revolución del papa» se
ñala un primer intento centralista de dominio en Europa de inspi
ración eclesial-neorromana.
Desde la perspectiva teórico-mediática resulta evidente por qué
ello significaba un centralismo carismático de calidad radicalmen
te apostólica. La ofensiva papal se había impuesto la meta de re
formar el espacio de salvación católico como imperio político-espi
ritual; lo que importaba a Roma era conseguir aquella situación
ideal en la que un único portador de salvación -el vicarius Dei- hu
biera terminado con la ancestral capacidad de autosalvación de los
innumerables cultos diseminados, satisfechos de sí mismos, con to
dos los autoabastecimientos en este sentido de familias, tribus y
pueblos semipaganos, para convertir a todos los europeos en in
mediatos receptores de salvación de la fuente romana. El fantasma
católico del punto central, que llegó al poder con Gregorio, veía la
Santa Sede rodeada de una humanidad cristiana en la que cual
quier individuo se entendiera como alma inmediatamente romana
desde el punto de vista espiritual yjurídico-eclesiástico.
Con este proyecto resultó evidente cuán lejos conseguía ir en el
imaginario una apostolocracia pura. A un monopolio romano de
emisión de tal amplitud sólo podía aspirarse con ayuda de un gru
po disciplinado de apóstoles para cuya creación el medio impres
cindible era la imposición del celibato. La «revolución del papa»
conllevó al menos en este punto consecuencias indelebles: contri
buyó lo suyo a crear el tipo de eclesiástico perteneciente a una Or
652
den, sin familia, socializado en un gran cuerpo matemo-eclesial, co
misionare y utilizable por antonomasia, aquel ecclesiasticus del que
depende no sólo la historia de la inteligencia de escuela en la Edad
Media y en la edad moderna temprana europeas, sino, más aún, la
misión universal católica en la era de los descubrimientos.
Quien quiera estudiar la historia de la globalización hará bien en
considerar la participación del papado en la formación de una elite
de hijos de la madre Iglesia, capaces de emisión en vistas a teleco
municaciones con zonas inexploradas de la tierra y con destinata
rios desconocidos338. Sólo esos apóstoles papamóviles, casi progra
mabas sin contexto, eran apropiados para la entrada en el servicio
exterior mundial en la temprana edad moderna. Ysólo un papado
que junto a la insistencia en el aspecto pétreo de san Pedro consi
guiera también una movilidad neopaulina era capaz de mostrarse a
la altura del reto ante la situación europea multiétnica, y más aún,
después, ante la mundialización. Por ese motivo, el romanismo ca
tólico no se pudo permitir mecerse en el sagrado letargo del mo
noteísmo pneumático de Bizancio, sino que, con mayor o menor
continuidad (prescindiendo de la depresión aviñonesca), desde el
Dictatus Papae -hasta que la Revolución francesa lo llevó definitiva
mente a la defensiva- permaneció al ataque apostólico.
Que el papocesarismo romano -a excepción del breve instante
de triunfo bayo Inocencio III (Lotario de Segni)- nunca pudiera
realizar sus objetivos estructurales se entiende por sí mismo desde
aspectos macrosferológicos, porque la emisora central romana nun
ca poseyó las instalaciones de conexión que hubieran sido necesa
rias para penetrar con efectividad los espacios locales de salvación.
Con sus posibilidades específicas de emisión nunca estuvo el papa
en condiciones de separar los poderes regios regionales de sus fuen
tes sacras, ni de quitar su capa mágica a los príncipes. Las emisoras
mágicas centrales, los portadores de carismas terapéuticos y psica-
gógicos, permanecieron activos por todas partes. Roma y sus obis
pos apenas consiguieron bautizar a los sanadores o salvadores loca
les y enseñar a los sacerdotes de los pueblos algunas secuencias en
latín. No es casualidad que -como Marc Bloch ha mostrado en su fa
moso libro- fuera la realeza francesa la que sacara fuerza política de
653
(Izquierda)Columna de Constantino en Estambul;
la estatua perdida en la cima de la columna, una estatua
reformada de Apolo procedente de Ilion, mostraba
al emperador en una corona de rayos, sosteniendo
en la mano izquierda un globo con una Victoria alada.
(Derecha)Globo de berilo con Niké de bronce,
presum iblem ente del siglo V
a. C.
(Izquierda) Columna de Trajano
en Roma, desde 1588 coronada por
una estatua de san Pedro.
(Derecha) Columna de Marco Aurelio,
coronada por una estatua de san Pedro
en la época de Sixto V, 1589.
su antiguo poder taumatúrgico de salvación y se enfrentara al pa
pado en el momento álgido de su poder: se tomó la libertad de tras
ladar y dirigir de Roma a Aviñón al representante de Cristo como si
se tratara de un vasallo más339. Por lo demás, el espacio imperial ale
mán permaneció virulento también en su figura fracasada; conti
nuó echando ponzoñosas flores tardías hasta el siglo XIX; sí, hasta la
655
época de Hitler, por supuesto. Críticos de la mentalidad alemana
pensaron, seguramente con razón, poder percibir en ésta huellas de
una frustración imperialjamás olvidada: lo que no se puede enten
der sino tomando en serio el concepto de imperio como referencia
a un sistema de apetito de poder insuperable durante mucho tiem
po. Efectivamente, sólo será derogado por el sistema de apetito de
éxito del capitalismo moderno y de sus «culturas empresariales».
Todavía el fundador de un imperio de espíritus imaginario, nue
vo, gnóstico-alemán, el iniciador del idealismo alemán y posterior
político de cátedra en Berlín, Johann Gottlieb Fichte, en la octava
lección de sus cursos de Erlangen Sobre la esencia del sabio y sus mani
festaciones en el ámbito de la verdad del semestre de verano de 1805
-medio año después de la autocoronación de Napoleón Bonaparte
como emperador de los franceses, en París, en presencia de León
VII-, bajo el título Del regente, presentó una teoría real que puede in
terpretarse como actualización de la mística alemana del imperio
con los medios de la filosofía idealista de la reflexión. Para Fichte el
regente es un puro representante de la idea dominante y, dentro de
esa propiedad, irrecusablemente una epifanía él mismo:
Él se reconoce como uno de los primeros y más inmediatos servidores
de la divinidad, como una de las extremidades corporalmente existentes,
por medio de las cuales ella interviene directamente en la realidad [. . . ], él
jamás quiere, sin más, que algo suceda, sino que suceda lo que quiere la
idea. Mientras ésta no le habla, calla también él, pues sólo para ella tiene él
lenguaje [. . . ]. De ese modo la idea le captura y le penetra por completo, ab
solutamente y sin reservas, y no queda nada de su persona y del curso de su
vida que no arda en ella como una ofrenda permanente. Y así es él, pues,
la manifestación más inmediata de Dios en el mundo540.
Este párrafo permite reconocer que también el idealismo ale
mán, tanto en su teoría de signos como con su politología (y con su
idea de funcionario), está en el continuum de la lógica de pureza de
la vieja Europa y representa, con ello, un capítulo tardío de la his
toria del transparentismo; la teoría de la figura de Fichte trata de los
últimos iconos vivos; quiere la iconostasis como gobierno. Desde el
656
Decoración suntuosa de Elpidio
Benedetti con ocasión de la fiesta
de curación de Luis XIV, detalle.
punto de vista argumental, el teorema de Fichte constituye el pun
to de sutura entre la interpretación premoderna y moderna del
mundo, dado que, por una parte, repite la clásica metafísica del ol
vido de sí serviciable, pero, por otra, en su fundamentación se sien
te comprometido con una Modernidad lógica que, renunciando a
proposiciones de la vieja ontología, obliga al absoluto a pasar por el
ojo de la aguja de la subjetividad reflex-ionante.
Naturalmente, la concepción fichteana de representación no per
tenece a una perspectiva apostólica, sino emanacionista, porque el
regente, como figura del ser, es irradiado inmediatamente en la rea
lidad profana, con mayor exactitud: se activa él mismo como radia
ción irradiada. Pero también el papado, que parece deber todos sus
logros a la apostolicidad, no podía substraerse en el punto culmen
de su triunfo a la coacción a autorrepresentarse epifánicamente; es
to se muestra, sobre todo, en eljuego de lenguaje omnipresente de
sol y luna, con el que desde el siglo XI la propaganda papal intentó
ilustrar el primado del dador de luz papal frente al receptor de luz
imperial.
De estos esbozos lacónicos, quizá sobredibujados, se infieren tan
tas cosas que la posibilidad de representación pura, incluso en el es
657
pació nuclear de la telecomunicación metafísica, en el caso de la re
presentación del Dios-Hombre por medio de un vicarius o seruus Ch-
risti, ya desde el punto de vista empírico e histórico seguía siendo
problemática a cada instante -por no hablar del análisis lógico y sis
temático-, dado que la presencia del emisor se mostraba dispersa y
desparramada tanto en las emisiones como en los enviados. No só
lo el modo de emisión estaba atravesado por una ambigüedad im
penetrable, a causa de la oscilación entre el estándar apostólico y el
emanacionista; el enviado, a su vez, tampoco se podía identificar
unívocamente, porque en el momento de madurez del conflicto la
representación de Dios se había descompuesto en tres pretensiones
del mayor rango, la cesaropapista bizantina, la papista y la imperial,
cuya pertinaz coexistencia habría de producir un efecto corrosivo
sobre toda simple creencia en la representación. Que el papado,
además, se presentara temporalmente cismático, como monstruo
con dos, a veces incluso con tres, cabezas, hacía del encuentro en
tre ser y signo algo chillonamente grotesco.
Los signos yuxtapuestos de plenitud del ser tenían que hacerse
sospechosos mutuamente de que, en cada caso, los otros dos fueran
signos vacíos (o, por lo menos, de menor rango) o simulacros ten
tadores, puesto que sólo uno de ellos podía ser verdaderamente
portador de presencia. Pero ¿cómo identificar la representación au
téntica? La recomendación de la parábola del anillo lessinguiana, la
de reconocer el verdadero anillo de salvación por sus efectos bene
factores en la vida del portador, no se podía aplicar en este caso por
que cada uno de los tres sistemas de representación sabía reivindi
car para sí la plenitud de signos de éxito; deJacto, cada uno de ellos
era capaz de emisión y producía por sí mismo los signos confirma
dores de la plenitud de verdad en la vida y de la cobertura por el éxi
to real. De modo que cada uno, en su espacio de emisión, se daba
plenamente la razón a sí mismo, cosa que, por lo demás, desde el
punto de vista semiológico es el rasgo fundamental de lo que en
sentido ontológicamente pleno se llama un «mundo»: en un mun
do que merezca ese título los criterios o indicios de la verdad de la
imagen de mundo pueden encontrarse en el mundo mismo, ex
ceptuando las verdades especiales reveladas, que necesariamente se
658
presentan desde fuera, y aquellos signos empíricos perturbadores,
que indican que este mundo, por más que se valga perfectamente a
sí mismo, puede verse implicado en una concurrencia de mundos
que ha de soslayar o ganar si quiere mantenerse.
De manera inquietante, la fórmula de compromiso de la paz re
ligiosa tras la era de las guerras confesionales, cuius regio eius religio,
fue anticipada por el triatlón cristiano de Bizancio, Roma y Aquis-
grán: de hecho, pues, durante toda la Edad Media; sólo que de aquí
no salió ningún principio de paz, sino un rearme de los espacios de
los que cada uno afirmaba de sí detentar la verdadera representa
ción de lo divino. Qué ideas tiene que hacerse un ser humano de
Dios y de los signos del ser es algo que depende, pues, de en qué es
fera de representación se encuentre por el azar del nacimiento. Ello
prefigura la guerra de los espacios de salvación y de las esferas de
signos del ser. La historia europea del último milenio ha sido estruc
tural y fácticamente durante buen trecho el desarrollo de las ten
siones polémicas entre los centros de la máxima representación:
tensiones tanto intramonoteístas, que se presentaban como luchas
entre las fracciones del cristianismo, como intermonoteístas, en tan
to guerra mundial entre los califas, como representantes de los pro
fetas, por una parte, y las tres cúspides representantes de Dios de la
cristosfera, por otra. La ingenua expresión de historiador «guerra
mundial» descubre aquí su estructura profunda, dado que el fenó
meno de la guerra mundial sólo puede entenderse a partir de la co
lisión entre posiciones sobre el presente salvífico, representadas al
mayor rango, y entre sus sistemas de emisión. «El imperio es el co
rreo, y el correo es la guerra»341. De lo que se sigue que cualquier
teoría suficiente del signo pleno, de la emisión y del acuse de reci
bo es asunto de Estado Mayor.
En este teatro universal monoteísta, en el que se emiten o pro
claman dentro del mundo diversos mensajes supremos por las más
altas instancias representativas, el pueblojudío ocupa un lugar apar
te, peligroso, expuesto a peligros. Lo extraordinario y excéntrico de
la posición judía se anuncia, en principio, en que no se deja inte
grar consonantemente en ninguno de los tres imperios cristianos de
659
representantes, aunque los fragmentos del judaismo de la diáspora
pudieran haberse integrado más o menos sin conflictos en las es
tructuras políticas de los dominios cristianos. Eljudaismo -no tanto
como etnia cuanto como posición en el espacio monoteísta de men
saje- estaba condenado al excentrismo porque, por su mera exis
tencia, constituía la espina en la carne de las teologías cristianas de
representación y de sus aparatos políticos.
Si se contemplaba seriamente el hecho judío desde la perspecti
va bizantina, romanopapal y germanoimperial, su presencia señala
ba la inconformidad con el axioma del mundo cristiano: que en la
persona del fariseo crucificado y resucitado, Jesús de Nazaret, el Me
sías anunciado por los profetas, había aparecido en presencia cor
poral el rey ungido de la salvación, para cumplir las profecías y, más
allá de las fronteras del judaismo, restituir a todos los seres huma
nos preparados para la buena nueva al reino de salvación de un
Dios que no era otro que el del judaismo. Si hasta el año 135 en Pa
lestina ydespués en la diáspora siguió existiendo eljudaismo como
judaismo «imperturbable» fue sólo porque nunca habría podido
aceptar la doctrina de la presencia mesiánica.
Así pues, en tanto que poscristianamente el judaismo sólo pudo
persistir mediante negación y como negación del supuesto aconte
cimiento mesiánico, la existencia de ese pueblo adoptó un rasgo
inevitablemente anticristiano a los ojos de la Iglesia y del Estado cris
tiano. El anticristo no era algo que había de ser temido por los
cristianos como tentación venidera: como prehistoria persistente
del cristianismo, era más antigua que este mismo. La diabolización
de la resistenciajudía fue la respuesta más cercana a esto. Que los
pueblos paganos no lo tuvieran fácil a menudo con la aceptación
del mensaje cristiano era algo que desde la perspectiva de los mi
sioneros podía aclararse también, quizá incluso perdonarse, porque
el Evangelio era un mensaje completamente nuevo, desacostum
brado e inaudito para ellos. Para la no-aceptación de la Buena Nue
va por parte de los judíos valían otras reglas de juego; a ellos no
había que explicarles largamente la nueva mesiánica, ellos la en
tendían mejor que cualquiera, pero la consideraban como una no
ticia falsa, por no decir como una doctrina herética blasfema. Para
660
la mayoría de los judíos el incidente de Jesús no era otra cosa que
una suma de malentendidos seductores: un torbellino de errores,
agrupados en torno a un error central demoníaco, la ilusión del Me
sías. Si los ortodoxos hubieran podido seguir los acontecimientos
de la tristemente célebre Sagrada Cena, en esa macabra comida de
cordero y bebida de sangre-vino apenas habrían reconocido otra co
sa que una falta de gusto elevada hasta el delirio. Con airada per
plejidad, y hasta bochorno, el grueso de los judíos ortodoxos, fari
seos y pueblo, observaban el insondable extravío del híbrido rabino
prodigioso, que se daba importancia ante sus partidarios con auto-
designaciones ilusorias y había sobrepasado los límites hacia el abis
mo con su imperdonable «Yo soy» (Marcos 14, 62).
Desde el punto de vistajudío, ese «Yo soy» mesiánico es una me
ra expresión escandalosa y con ello un signo vacío que no posee den
sidad teológica ni solidez metafísica alguna. Sólo considerar que, a
pesar de todo, fuera quizá un signo completo sería ya indicio de una
crisis mental infausta. El predicado proposicional, el verdadero Me
sías, no puede estar presente en el sujeto de la proposición, el yo de
Jesús, y, aparte del escándalo, el hablante no puede producir con ese
enunciado, en el mejor de los casos, más que lo que la crítica lin
güística medieval llamará un flatus vocis, un soplo de aire a través de
cuerdas vocales que resuenan sin manifestar nada que arroje sentido
válido; en el peor de los casos, un demonio se habría apoderado de
la subjetividad del hablante para colocar en el mundo una terrible
quimera vocal que, reforzada en la escritura, habría de suscitar mun
dos enteros de conciencia ilusa y engañada.
como se cuenta del gran rey. Para conseguir el máximo de dignidad y ma
jestad, la instalación y organización de la corte de Cambises, Jeijes y Darío
era suntuosa. Se cuenta de él mismo que reinaba en Susa o Ecbatana, invi
sible para todos, en un maravilloso palacio y recinto palaciego, reluciente
de oro, ámbar y marfil. Muchos portalones, uno tras otro, vestíbulos dis
tantes muchos estadios uno de otro, fortificados con puertas de bronce y
poderosas murallas. Fuera, en formación, estaban los hombres más nota
bles y distinguidos, en parte guardia personal y séquito del rey, en parte
guardas de las diferentes dependencias, los llamados porteros y escuchas,
para que el rey mismo, llamado dios y señor, todo lo vea y todo lo oiga [. . . ].
Todo el dominio de Asia, limitado por la parte oeste del imperio por el He-
lesponto, por el Indo al este, estaba repartido, según los pueblos, entre ge
nerales, gobernadores y reyes, los servidores del gran rey. De éstos depen
618
dían corredores, emisarios, mensajeros y observadores de signos de fuego.
Tan impresionante era la organización e instalaciones, sobre todo los pues
tos para señales de fuego, que se enviaban señales unos a otros en estafetas
desde las fronteras del imperio hasta Susa y Ecbatana, que el rey se entera
ba el mismo día de cualquier novedad que ocurriera en Asia [. . . ]. Así pues,
si era indigna la idea de que Jeijes se preocupara él mismo de todo, actua
ra él mismo, se encargara de la vigilancia y gobierno en todas partes, más
impropio aún sería todo esto de Dios (Sobreelmundo, capítulo 6, 398a-b).
En este modelo telecrático es definitiva la sublime acirugía del
señor: su obligación de abstenerse de cualquier intervención pro
pia. Este repercutir sin actuar suyo sólo es compatible con su sobe
ranía bajo la condición de que su ser y su voluntad de algún modo
confluyan consustancialmente en el sistema de representación y eje
cución, de modo que el soberano, sin moverse, como el motor aris
totélico, con una palabra apenas perceptible consiga inducir una
equilibrada e irresistible marcha correcta de las cosas. Es verdad que
aquí cada cosa sigue también su camino propio, como correspon
diendo a una entelequia inmanente o a una finalidad interior, pero
la coincidencia de todos los rumbos viene determinada al máximo
por un plan general premeditado por el intelecto regio.
El hecho de que este rey persa, romano-helenísticamente estili
zado, a causa de su sistema de correos y señales (que fue copiado
por Augusto celosamente) esté en condiciones no sólo de alcanzar
cualquier punto del imperio, sino de observar asimismo los sucesos
más lejanos de su imperio casi al mismo tiempo que ocurren, le
identifica como un pariente topológico de aquel «Dios omniscien
te» que ha proporcionado el molde lógico de la concepción especí
ficamente monoteísta de Dios303. El encama la cultura infocrática de
poder de una imperialidad madura que domina porque sabe, y que
sabe cómo conseguir saber de todo. El contexto delata que esa in-
focracia no es todavía realmente entendida por el autor, puesto que
hace del gran rey un motor inmóvil y un Dios casi-no-operante, an
ticipando el esquema Dieu régne mais il ne gouveme pas. Por eso, los
ejemplos plásticos del Pseudo-Aristóteles tienen más contenido ob
jetivo que sus comentarios reflexivos, pues en aquéllos la base tele
619
comunicativa del poder es transparente mientras que el comentario
anda a tientas en la niebla filosófico-originaria. El argumento no de
sarrolla un modelo explícito de emanación, pero, a cambio, el ca
rácter semiótico-telepático del modo de dominio representado está
tanto más claramente señalado. Estojustifica ante todo el símil ine
quívoco del trompetista situado en el mismo contexto:
Cuando el dirigente y creador [. . . ] hace un signo a cualquier criatura, to
das y cada una de ellas se mueven incesantemente en su derrotero y límites
[. . . ]. Este acontecimiento se asemeja [. . . ] plenamente a lo que sucede sobre
todo en tiempos de guerra, cuando la trompeta da la señal al ejército. En
tonces, todo el que escucha su llamada o bien coge su escudo o se pone la
coraza, el tercero se ciñe las espinilleras, el casco y el cinturón, allí uno em
brida su caballo, aquí otro sube a su carro de guerra y otro más divulga la
consigna [. . . ]. Todo se arremolina en tomo a la señal del trompetista, tal co
mo ordena el comandante. Así hay que imaginarse las cosas también en el
universo. Todo es movido por un único impulso [. . . ], por una fuerza oculta
e invisible. Aunque esto no impide que ella actúe ni que nosotros creamos
en ella. Efectivamente, también el alma, por la que vivimos y poseemos casas y
ciudades, es invisible y sólo se la conoce por sus efectos (Sobreelmundo, 399a-b).
El modo de actuación de ese gobierno mediante emisión de sig
nos no es todavía propiamente telegráfico o criptotelefónico y sin
embargo presupone la experiencia de la «telepatía del poder» a tra
vés de la escritura; funciona como una orden cuyo cumplimiento
hubiera sido ejercitado, de modo que del sonido proveniente del
instrumento conduce una senda clara hasta las maniobras de los ser
vidores. El trompetista figura como un heraldo del rey-dios. Las fas
cinantes alusiones a las estafetas pirotécnicas de los persas, desde
donde se envían señales de luz, tienen, sobre todo, afinidad objeti
va con el modelo radiológico en sentido estricto, pues aquí, de pues
to en puesto y con significado constante, se intercambian signos lu
minosos entre centro y periferia, en ambos sentidos; de hecho, a un
sistema completo de emanación pertenecen no sólo los caminos de
ida, sino también los caminos de vuelta o las reflexiones de la luz304.
620
Que el símil del gran rey posea fuerza descriptiva para la teolo
gía imperial persa, históricamente real, es algo de lo que puede du
darse por buenas razones, pero de tanto mayor valor informativo es,
en cambio, para la situación de la temprana época imperial roma
na. En ella, sobre todo después de las erupciones del furor Caesarum
de los emperadores Calígula y Nerón, fuera ya de cualquier cordu
ra humana, comenzó a plantearse con apremio creciente la pre
gunta por el estilo metafíisico del ejercicio imperial del poder; las
pretensiones al título de Deus de Domiciano señalaron la aparición
del caso crítico de la teologización de la existencia imperial. Ahora,
las reservas semánticas del platonismo clásico -el medio, a causa de
su autocastración por el escepticismo académico, no tuvo impor
tancia alguna para la esfera teológico-política- se manifiestan como
una fuente importante, de la que, bajo condiciones externas que no
se parecían en nada a las atenienses, pudieron derivarse nueva
mente estímulos fecundos para la interpretación del fundamento
del ejercicio imperial del poder. Que la teología política de la vic
toria representara el sistema nervioso central semántico de la ideo
logía estatal de la época imperial fue un hecho que no permaneció
oculto para nadie desde la revolución cultural de Augusto: la Victo
ria alada se convierte bsyo el primer autócrata en la diosa del correo
imperial que mediante notificaciones regulares de éxitos ha de con
vencer a todos los ciudadanos de la ventaja de ser romano.
De todos modos, en todos los puntos de importancia las funda
mentales decisiones teopolíticas de Augusto se produjeron aún mi
tológica y no filosóficamente: lo que es comprensible dado el carác
ter del nuevo monarca, que nunca destacó como gran inteligencia
en nada, sino como pedante a lo grande en todo. Esto se muestra,
por ejemplo, en el culto del padre adoptivo, César, por cuya divini
zación él podía conseguir para sí mismo el título de filius divi (hijo
de Dios); la matanza sacrificial de trescientos ciudadanos de Peru-
gia ante el nuevo altar deJulio César en conmemoración de los idus
de marzo el año 40 muestra, además, que nos las habernos con un
sistema pseudo-etrusco de dioses sanguinarios, escenificado lóbrega
y cínicamente a la vez (sobre todo si se considera que en torno al
año 97 a. C. el Senado había prohibido los sacrificios humanos bajo
621
cualquier forma); en la misma dirección remite la fabulosa vincula
ción de la propia novela familiar con la Venus genetrix, la protoma-
dre de Rómulo, y el Mars uUoryel padre de Eneas. Tales historietas
sobre familias divinas prueban que Augusto considera la participa
ción en el ultramundo como parentesco y no como emanación, de
modo que la comunicación o transmisión de esencia se produce
convencionalmente por las fuerzas originarias de la sangre y el se
men y por la magia jurídica de la adopción, y no por la «irradia
ción» o «emanación», lógica y ontológicamente más moderna. El
genealogismo cuadra bien con la andadura conservadora, antiguo-
romana, de la política cultural de Augusto. Incluso el hecho de que
en su altar de la paz hiciera representar la figura de la Pax como tie
rra madre con retoño sobre las rodillas hay que interpretarlo como
un gesto romano antiguo calculado. En los comienzos del culto al
emperador actúan, a la vez, elementos de manifiesta teología de la
representación, pues Augusto no sólo se presenta como pariente, si
no más bien como enviado del mundo de los dioses; esto se mani
fiesta ya en el título de Sotero Salvador que se había impuesto en la
mitad oriental del imperio aún en vida del emperador30*.
Desde el punto de vista geopolítico, las ideas de epifanía en re
lación con la soberanía imperial, de acuerdo con su lógica platóni
co-popular, pertenecen más al espacio cultual helenístico que al itá
lico; son absorbidas, en principio, y sólo con esfuerzo, por la idea
romana de divus, que tiene su centro de gravedad en la apoteosis
posmortal. Pero ya los contemporáneos de Augusto, y sobre todo las
generaciones siguientes, hubieron de representar también el modus
operandi de la gloria mayestática cesárea con metáforas radiocráti-
cas: lo que se manifestó, entre otros motivos, en el nimbo broncíneo
o corona radiada o aureola (desaparecido hoy), con el que, junto
con las obligadas cornucopias, se adornó el tercero de los altares a
Augusto, erigido poco tiempo después de la muerte del divinizado
emperador306. Que Augusto aparezca en series posteriores de mo
nedas, en una imagen idealizada, «coronado de rayos»307indica su
asociación con dioses astrales. La apoteosis de Julio César fue ratifi
cada mediante representaciones del cometa aparecido durante la
consagración de su altar: como si al menos en este único caso un
622
Júpiter Dolichenus (Baal) con la diosa
Victoria, época imperial temprana,
museo de Wiesbaden.
mortal se hubiera transformado completamente en un signo de ra
diación.
Por ello, el hecho de que los emperadores de tiempos posterio
res tendieran sorprendentemente a menudo a simbolizarse como
emperadores solares no puede explicarse simplemente por una co
rriente de moda histórico-cultural e histórico-figurativa, sino que se
funda en la afinidad entre la telecracia imperial y el modelo radio-
crático de pensamiento que predominaba tanto en las exotéricas re
ligiones astrales del sol como en los sutiles emanacionismos de la fo-
623
DivusJulius, moneda conmemorativa
de los festejos de la apoteosis de César, durante
los cuales había aparecido un cometa.
tosofía neoplatónica. De ahí que los episodios teológico-solares de
la historia imperial romana sean síntomas de una tendencia general
político-mediática a la creación de monopolios de emisión que, in
cluso en su fracaso, representan el auténtico espíritu del tiempo.
Que ya Nerón se hiciera colocar la corona de rayos del dios del sol
es más que un acto de falta histérica de escrúpulos, y tampoco fue
sólo un antojo circense (motivado por el patronato del sol en las ca
rreras de carros, favoritas de Nerón); señala, más bien, una situa
ción en la que los emperadores se veían apremiados a desempeñar
el papel de primer actor en un teatro heliocrático universal. La pri
mera obligación del soberano es brillar, despedir rayos. La substancia
telecomunicativa del imperium obligaba a los romanos, antes orien
tados más bien telúricamente, a una actitud radiológico-astral for
zadamente sutil. Y desde que Nerón se hiciera representar como
dios del sol en una gigantesca estatua de 120 pies de altura en el ves
tíbulo de entrada de su palacio -estatua que fue transferida después
al Coliseo, llamado así por ella-, el motivo monárquico-solar se con
virtió en una visión obsesiva para los romanos308.
624
Cuando Adriano, entre los años 118-125, erigió el Panteón, el
templo de todos los dioses, los motivos de la teología astral adqui
rieron una expresión arquitectónica, evidente a toda prueba309. De
todos modos, hubo que esperar hasta el siglo III para que con el si
rio de catorce años Heliogábalo (218-222 d. C. ), sumo sacerdote del
dios del sol, Baal, de Emesa, fuera proclamada abiertamente una
teocracia de tipo solar (un caso típico, por lo demás, de matriarca
do perfilium), y sólo bajo Aureliano (270-275) se identificaron ofi
cialmente el culto al emperador y la veneración religiosa del sol vic
torioso, de modo que con la consagración del templo aureliano del
Sol invictus (el 25 de diciembre del año 274, que había de convertir
se en la fiesta de la Navidad cristiana) el dominio del principio irra
diante encamado fue ante todo el mundo un hecho consumado, al
menos simbólicamente y durante un año escaso (el reinado de Au
reliano terminó con su asesinato en septiembre del año 275). El dios
del circo, Sol, que protegía las cuadrigas en las carreras de carros,
tras su cmce con el culto persa-helenístico se convirtió en un sím
bolo, también imperial, del monoteísmo.
Asucarreraascendente,que apesardeprimitivismospopulares
parecía filosóficamente aceptable, puede que contribuyera algo la
equiparación de Sol y Apolo, sobre todo en los círculos culturales
de inspiración neoplatónica, entre los que estaba extendido el mo
do de lectura etimológico-oculto del nombre divino A-polo, lo No-
numeroso, que se utilizaba como un guiño superior. Incluso cuan
do el absolutista Diocleciano, que reinó entre los años 284 y 305
como último dominus et deus> hizo retroceder la innovación cultual
aureliana (en tanto que por la elevación deJúpiter y Hércules a dio
ses principales de culto llevó a cabo una re-romanización conserva
dora a costa del orientalismo, que continuaba siendo poderoso a
pesar de todo), permanecieron vigentes emblemas esenciales del
henoteísmo solar, por ejemplo los nimbos imperiales como símbo
los telecráticos imprescindibles. Y, finalmente, cuando Constantino,
después de su victoria sobre el puente Milvio, probó el signo de Cris
to como símbolo de éxito, ya no hubo freno alguno para el amalga-
mamiento de símbolos telecráticos solares y bíblicos. Por su victoria
sobre el dios del sol astral la teología cristiana llevó al poder al pla-
625
Emanación cardiocéntrica (custodia del siglo XVII).
tonismo de modo más efectivo de lo que pudiera haberlo hecho
nunca cualquier reacción filosófico-pagana; pues el cristianismo no
sólo fue, como se ha dicho, judaismo para el pueblo, con un mesías
llegado y permanentemente presente; también el imperio cristiani
zado, a su vez, fue neoplatonismo para el pueblo, con un rey-filóso
fo bautizado, como político de emanación en el centro.
Los europeos de hoy no tienen claro la mayoría de las veces lo
que habría de significar esta fusión de técnica de emisión imperial
y cristiana: fue la alianza de tecnologías de sentido con mayores re
percusiones en la historia de Europa; mantuvo en forma durante
una era la semántica antiguo-europea de las potencias bautizadas.
Después de todo, el sistema doble de las majestades apostólicas y ra-
diocráticas perduró a la vez en Bizancio hasta 1453, en Europa occi
dental hasta 1806, en las estribaciones rusas hasta 1917, en Austria
hasta 1918, y persiste en el Vaticano hasta hoy, a despecho de la in
genuidad típica de historiadores de la filosofía al pensar que el neo
platonismo fue esencialmente de naturaleza apolítica.
Considerada bsyo el aspecto de la platonización del imperio se
gún el modelo de emanación de poder desde el centro imperial, la
reacción juliana (361-363) fue ya una empresa superada; el panegí
rico heliolátrico de Juliano (eis ton basileía hélion) no es otra cosa que
el ejercicio de un alumno de bachillerato gobernante, más un tra-
bsyo de seminario que un himno poético, más un informe románti
co que una manifestación real de poder. En el vitalismo solar deJu
liano aparece el sol como dios de mediación e intervención, que
infunde vida a todo lo existente, lo consuma, congrega, depura y
adorna de belleza. El emperador Juliano celebra incluso a Helios
como fundador de Roma310. En sus rayos se enciende la llama eter
na custodiada por las vestales. Es el guardián tanto del género hu
mano como del Imperio romano; antes de todo tiempo creó el al
ma del emperador Juliano para que en su momento entrara en la
sucesión de los Césares311.
Pero, sea bajo el Sol invictus o el rey Helios, o bsyo el Júpiter Opti
mas Máximos o bajo el Christos kosmokrator, el sentido de imperium
nunca pudo ser otra cosa que la fuerza centralizada de orden y man
do del emperador radiocrático en virtud de sus redes telecomuni
627
cativas, burocráticas y más tarde también episcopales. El emperador
es el medio y el mensaje, y en tanto que es ambas cosas desempeña
a la vez el papel de mensajero y mediador entre el mundo de los
dioses y los receptores humanos.
Que la luz pueda aparecer inmediatamente en el papel de escri
biente y escritura a la vez es un hecho que se muestra en el famoso
episodio, divulgado por Eusebio en su Vita Constantinii de 337, de la
leyenda de la conversión de Constantino, cuando antes de la batalla
decisiva contra Muyendo se le apareció el «signo divino más increí
ble de todos»:
En torno al mediodía [. . . ] vio con sus propios ojos -según dijo- en el
cielo mismo, sobre el sol, el signo de la cruz conformado por luz. Yvio una
inscripción añadida: «Con este signo vencerás»312.
Esta síntesis de teleescritura y escritura de luz, telegrama y foto-
grafismo, que ilustra manualísticamente la lógica de la telecomuni
cación emanacionista, aparece frecuentemente más tarde en la cul
tura visionaria cristiana, y de modo más evidente en el Paradiso de
Dante, en cuyo canto 18 figuran cinco veces siete letras de luz en el
cielo volando en formación que se juntan y componen el renglón
escrito DIUGITEIUSTITIAM QUIIUDICATIS TERRAM [Apreciad la
justicia quienes juzgáis la tierra]: una frase que puede leerse como
obligación de los príncipes mundanos en su estatus de funcionarios
de Dios. Por lo que respecta a Constantino, no sólo manejó virtuo
samente la máquina radiocrática de majestad que hizo brillar su car
go y su persona, por ejemplo obligando a su ejército, en su mayor
parte aún pagano, a recitar los domingos una oración de acción de
gracias al dios del sol como proporcionador de todas las victorias; si
no que también experimentó, a la vez, con el modo apostólico de
dominio cuando, sin mayores consideraciones, apareció ante miles
de oyentes en prédicas reflexivas como intérprete de Dios313.
La implicación ontológicamente decisiva del emanacionismo po
lítico reside en la presunción sistemáticamente necesaria de la posi
bilidad de puras corrientes de poder a través de medios puros. Desde
628
Dante, Divina commedia, Paradiso, canto 18:
Prima, cantando, a sua nota moviensi;
poi, diventando l'un di questi segni. . .
[Al compás de su canto se movían;
y al formar luego uno de aquellos signos. . . ].
mm
siempre la función de toda telecomunicación es anular precisa
mente la distancia de la que proviene su nombre: sólo porque ha de
hacerse proximidad lo que era lejanía pueden tener lugar comuni
caciones a grandes distancias814. Así pues, en tanto la telecomunica
ción es esencialmente des-alejadora no puede reconocer la realidad
de la distancia entre el emisor y el receptor, y ha de asegurar, des
truyendo la distancia, la presencia real de la orden y de su dador en
el lugar del recibo como si todo sucediera dentro de la mayor pro
ximidad. De que esto fuera posible en la práctica se encargaba,jun
to con el correo imperial -el desacreditado cursus publicas, estricta
mente monopolizado por la corte romana-, sobre todo el sistema
de envíos entre funcionarios, envíos que se sustentaban por doquier
en el imperio, casi con presencia real, a través de la presencia de ofi
cinas romanas y armas romanas, los ojficia y muñera imperiales. De
que la presencia sin distancia de la fuente de poder en el punto dis
tante se volviera también teóricamente plausible y moralmente exi-
gible se encargó la lógica emanacionista, que bajo este punto de vis
ta puede considerarse la auténtica teoría de los medios del imperio.
La idea de emanación se hizo de modo discreto tan inauditamente
poderosa, incluso en innumerables contemporáneos que no hubie
ran entendido ni una línea de los escritos de Plotino, Jámblico o
Proclo, porque permitía concebir con suficiente claridad, por pri
mera vez, el modus operandi de la delegación imperial y de la auto-
transmisión ontológica del poder. Esa idea es la hermenéutica del
sol, que se puede interpretar exotérica y esotéricamente. Del mo
delo emanativo surge la concepción del espacio radiocrático, en el
que el centro de irradiación se comunica por doquier en identidad
substancial y presencialidad uniforme.
Considerado bajo este punto de vista, el neoplatonismo se mues
tra como la ontología política velada de la cultura imperial tanto
antigua como antiguo-europea. Su fuerza reside en que se articula
en las formas más sublimes de discurso a la vez que se puede repro
ducir también en mitos astrales y magias de irradiación populares.
Bajo su variante mágica el pensar en irradiaciones ha sobrevivido
hasta la esotérica primitiva del siglo XX y ha sido actualizada y ma
terializada, a la vez, por la telepatía electrónica de la moderna téc-
630
Medalla de Luis XIV, 1674.
nica de comunicaciones. Si Platón está ya prácticamente muerto en
los seminarios filosóficos del presente, allende y aquende el Atlánti
co, sigue viviendo auténticamente, sin embargo, en la Sciencefiction.
Retengamos: en las macrosferas monocéntricas realmente exis
tentes del tipo de los imperios el poder «sale» por emisión radial del
centro irradiante, análogo al sol o a Dios. (También el motivo del
«salir» del poder de una «fuente» se ha mantenido hasta en las for
mulaciones constitucionales de las democracias modernas: lo que
resulta extraño en ello no es que hoy, de acuerdo con la ficción de
mocrática del trabsyo, «todo poder salga del pueblo», sino que el
discurso más elevado sobre el poder haya de seguir contando siem
pre con un «salir». ) Expresado positivamente, la emanación -como
autocomunicación del rayo- asegura que la presencia del transmi
sor en la transmisión y en su lugar de recepción puede considerar
631
se dada y efectiva en verdad; negativamente, tiene que preocuparse
de impedir que el mensajero y el médium se molesten al introducir
se entre la orden y su recepción.
Con ello, la idea de emanación encierra una doble condición pa
ra comunicaciones exitosas de poder: ¡son posibles envíos y entregas
puros y penetrantes! Porque, por una parte, existen canales puros o
absolutamente conductivos, por los cuales, por otra, como espíritus
útiles-ágiles, corren de aquí para allá, a la mayor velocidad posible,
mensajeros puros o absolutamente desinteresados, olvidados de sí
mismos.
Con ello, el axioma de todas las antiguas técnicas de emisión
emanacionistas reza: ¡el médium no molesta! Lo que puede expre
sarse también con la frase: ¡el médium no tiene sí mismo! Esto vale
tanto más radicalmente cuanto más sacro sea el remitente; por ello
el Dios uno dispone desde siempre de tropas desinteresadas de án
geles que están bajo las órdenes de arcángeles superdesinteresados,
mientras los emperadores, desde la reforma augustal del servicio
público, tienen que conformarse en el interior y en el exterior con
funcionarios casi-desinteresados bayo la dirección de ministros casi-
desinteresados. Mientras valga este «casi» los funcionarios siempre
tienen un motivo para trabajar en su perfeccionamiento. Pues cuan
do el médium sólo casi-sirve, la corrupción del servicio está peligro
samente cerca. Si el médium introdujera en una misión oficial de
mensajería, incluso abiertamente, intereses propios, sería infiel a su
encargo, al que se debía dedicar sin reservas: sí, se pondría él mis
mo como señor al lado del señor y socavaría con su pequeña sobe
ranía colateral propia la grande y central. De ese modo, abusaría del
poder delegado utilizándolo para sí mismo. Abuso del poder por re
presentantes del señor es el compendio por antonomasia de todo lo
que no debe suceder nunca en un sistema que opera con la ficción
de representaciones puras. Si, a pesar de todo, ello sucediera, ha
bría entrado en el mundo el prototipo de lo malo y malvado. El mal
en la era de las misivas metafísicas es la autorreferencia de los re
presentantes: el bien, por el contrario, reformulado telecomunica
tivamente, es la autocomunicación sin límites del ser.
Por eso, toda la antigua cultura del dominio descansa sobre el
632
ideal de la ascesis de los servidores y de la fidelidad de los funcio
narios, donde ascesis y fidelidad son sólo dos expresiones diferentes
de la misma expectativa de desinterés en los mediadores personales
del poder central; a ese ideal corresponde a nivel técnico el su
puesto de perfección en los canales de emisión y en los medios ma
teriales, una expectativa que puede traducirse filosóficamente como
presunción de transparencia. Esos medios, tanto los humanos co
mo los materiales, lo mejor que pueden hacer todos ellos es cum
plir su función de modo tan neutral, paciente y fiel a su rango co
mo aquellas clases estandarizadas de papiro procedentes del delta
del Nilo, de las que las mejores se conocían como las augusta o li
viana (que se suministraban en rollos de 24 cm de anchura), el me
jor papel de la Antigüedad, reservado para la cancillería imperial, y
como hieratica, el papel de la burocracia imperial (de 20,3 cm de an
chura), que utilizaba el aparato administrativo romano y las notarías
o escribanías desde el sur de Inglaterra hasta Mesopotamia315. (El
resto de los papiros, en calidades burguesas, se comercializaban en
rollos algo más estrechos. )
Sólo porque el papel y los funcionarios son pacientes pueden
afirmar su coherencia formal grandes espacios de poder. Ya aquí el
formato es el menssye, pues por la formatización la materia neutra
se convierte en medio puro que se reserva para utilizaciones exclu
sivas por parte del señor y de sus representantes. Una vez que la vo
luntad del señor está puesta por escrito, y exactamente sobre tales
soportes capaces de infundir autoridad, el edicto o el rescripto, tras
haber abandonado la cancillería, tiene que poder leerse siempre
con claridad, aunque el texto estuviera en clave; el escrito firmado316
y sellado ha de comunicar inequívocamente lo que es orden del se
ñor, y el transmisor no debe quitar ni añadir nada al sentido real
mente presente317. El representante puro decide, finalmente, en el
momento de la lectura lo que de verdad significa la palabra magis
tral. Que consiga tomar correctamente esta decisión es algo que se
funda en última instancia en el hecho de que el remitente se pien
sa presente en él. (Esto conducirá en la época de exaltación del ge
nio a la tesis de la indispensable congenialidad del intérprete. )
Pero sólo cuando los representantes actúan sin egoísmo y negli-
633
Antoine Coysevoux, La renommée du roi
(La fama de Luis XIV cabalgando sobre Pegaso),
1702, escultura en mármol procedente
de los jardines de Marly, hoy en el Louvre.
gencia, y cuando los canales transmiten íntegramente el mens¿ye sin
pérdidas ni estancamientos, pueden los rayos del imperio penetrar
libremente a través de los medios puros o diáfanos y producir su
efecto, en presencia real, en el lugar de destino. (Recuérdese que
los cosmólogos medievales crearon con el concepto de lo diáfano el
poderosísimo concepto de un mediador permeable318. ) Un mensa
jero que piense en sí mismo no ejecuta su misión con sentido: ésta
es la eterna preocupación del remitente en los sistemas de emisión
monopolizados. Cuando hay motivo para tal desconfianza -¿;y cuán
do no lo habría, dado que se trata de meros intermediarios huma
nos? - hay que garantizar primero que el representante no desarro
lle ego, sí-mismo, alguno que pudiera pensar en primer lugar en sí
mismo. Más bien, su ego ha de serle incautado antes ya de la con
tratación y sustituido por la subjetividad del señor.
Antes de que pueda ser enviado el representante o agente ha de
renunciar a su sí-mismo privado y cambiarlo por el del señor. Que
esto no pueda suceder sin formalidad alguna es algo que se entien
de por la seriedad del asunto, pues de lo que se trata aquí es nada
menos que de un cambio total de dedicación de la vida práctica.
Desde los rituales feudales de investidura y las fiestas de ordenación
de los sacerdotes y monjes católicos hasta las formalidades contem
poráneas en la entrega de nombramientos funcionariales, las cir
cunstancias rituales y formaljurídicas que acompañan todos esos ac
tos de cambio de sujeto siempre han sido de gran relevancia. En un
formulario bizantino del siglo XIV de juramento funcionarial se di
ce entre otras cosas:
Juro ante Dios y sus sagrados Evangelios, ante la cruz venerable, dadora
de vida, ante la santísima Señora, la madre de Dios Hodegetria y ante todos
los santos, que durante toda mi vida seré un servidor fiel de nuestro pode
roso y santo príncipe y emperador NN, fiel no sólo en palabras sino tam
bién en aquellas obras que los buenos servidores realizan para sus señores
[. . . ], soy el amigo de sus amigos y el enemigo de sus enemigos, y nunca ha
ré planes en contra de Su Majestad [. . . ]. Seré siempre un auténtico y fiel
servidor del emperador [. . . ] tal como la verdad lo exige efectivamente del
servidor recto y auténtico con respecto a su señor, y si éste cayera alguna vez
635
con permiso de Dios en desgracia o destierro, lo acompañaré, compartiré
sus penas y arrostraré los mismos peligros que él, incluso hasta la muerte, y
esto mientras viva319.
Estosjuramentos se repetían con ocasión de la elección de un
nuevo emperador, se guardaban en los archivos de los palacios y
asentaban en un registro; también el patriarca de Constantinopla y
los prelados eclesiales tenían que hacer tales promesas solemnes
desde el siglo VII. En ellas aparece en toda su formalidad la esencia
de la alianza entre el señor soberano y sus representantes subordi
nados, dado que los funcionarios han de obligarse aquí ante Dios y
los santos a permanecer unidos al emperador, incluso en caso de
que a causa de una revuelta palaciega o de un cambio repentino y
fatal de las circunstancias externas éste fuera apartado del poder. El
juramento de permanecer hasta la muerte al servicio de un señor
caído significa lo mismo que la renuncia al derecho de volver a pen
sarjamás en beneficio propio. Con ello, soberano no es sólo quien
puede hacerse representar como si él mismo estuviera presente en
el representante; soberano es, más bien, quien puede mover a su re
presentante a no decidir nunca más arbitrariamente sobre la cir
cunstancia excepcional, aunque ésta se hubiera producido de hecho.
El verdadero funcionario sería, pues, el representante que recibe to
da su potencia del señor a cuyo servicio está y que desde cualquier
otro punto de vista hace voto de impotencia.
La representación ideal comienza, según esto, con un relevante
cambio mediumnista de sujeto: un proceso que Sigmund Freud,
desde una posición retardada y pequeñoaburguesada, malentendió
como formación del superyó; puesto que de lo que se trata en los
sistemas clásicos de representación no es de que a un ser humano
privado instintivo, al que le gustaría vivir sensualmente a sus expen
sas, se le implante interiormente un vigilante inexorable, del modo
más efectivo mediante humillaciones y restricciones («La niñez de
un jefe»), sino de que el individuo cambie todo su pequeño apara
to (erótico) de deseo por uno más grande (político) y se convierta,
así, en participante de una estructura mucho más poderosa de sub
jetividad y de un contexto de voluntad de poder mucho más amplio.
636
Este cambio -que ya se apostrofó antes como cambio apostólico
de sujeto- es el fundamento de la ética de la gran cultura, en tan
to una ética así es una ética de servicio y eo ipso una ética del man
dato y la obediencia en los radios de poder regios e imperiales. Des
de este punto de vista puede fundamentarse muy bien
teórico-medialmente, a posteriori, la prohibición del narcisismo y el
tabú del egoísmo, extendidos hasta hace poco sin excepción en to
das las grandes culturas. Dado que no pueden ser todavía funcio-
nalistas, en la era metafísica los filósofos de la moral tienen que re
presentarse cargos y funciones por medio de sentimientos y
esfuerzos; los éticos clásicos no pueden hacer otra cosa, por tanto,
que deducir las buenas prestaciones al servicio de un señor del pro
bado altruismo y humilde empeño en el cumplimiento del deber
del representante del señor.
Que seres humanos en puestos funcionariales fijos y en el servi
cio móvil de mensajería puedan olvidarse de sí mismos para mejor
acordarse de lo que el todo o su centro les ha encargado: esta fic
ción antropológica, fantástica a la vez que imprescindible desde el
punto de vista de la arquitectura del poder, fue la que hizo posible
siquiera la ética de la antigua Europa (y de la antigua Asia) del ser-
al-servicio. Es, a la vez, una de las fuentes del tabú del egoísmo, que
ha estado vigente en todas las sociedades, tanto arcaicas como de-
sarrollada$, mientras estuvieran constituidas preindividualistamen-
te, sin que jamás se haya sentido un ápice de necesidad de aportar
explicaciones de ello.
La convicción de que no esjusto pensar antes en sí mismo que
en los demás, y, sobre todo, que es reprochable colocar el propio
beneficio por delante del del señor a quien se sirve: esa convicción
es tan profunda que durante una era entera no pudo prosperar en
modo alguno la idea típicamente liberal de una repartición social
mente productiva del trabajo entre egoísmos diversos. Tal cosa la
conseguirá sólo la revolución filosófico-moral de la era moderna,
que llevó a una neutralización y naturalización progresiva del lla
mado mal. Esa revolución comienza en el sistema de Thomas Hob-
bes, que con la construcción de la máquina estatal había creado es
pacio para un cálculo sistemático con los móviles inferiores o egoístas
637
de los seres humanos, especialmente el miedo, la comodidad y la es
peranza de beneficios personales320, y encuentra su final provisional,
tras los peldaños intermedios del utilitarismo y vitalismo, en la ab
solución generalizada de Niklas Luhmann de la estructural «arbi
trariedad» egoísta de los subsistemas. Los conceptos guía en la fun-
damentación del juicio de Luhmann son diferenciación y unidad
autorreferencial, y ambas no significan otra cosa en realidad que na
da funciona si no es egoístamente (en lo que lo único que no que
da muy claro es si se puede o no reflejar teóricamente el egoísmo,
por regla general obligadamente latente, de los sistemas).
En el pensamiento clásico, por el contrario, el egoísmo signifi
caba por antonomasia el primer movimiento de lo malo y perverso,
y sus casos críticos sintomáticos eran el ya-no-querer-servir del sir
viente y la tergiversación en propio interés de la misiva por parte del
portador de ella. Esto produce los dos tipos cardinales de delito po
lítico: revuelta y traición. No sería fácil de decir cuál de los dos se
consideraba el agravio o la injusticia más atroz en el sistema moral
tradicional. No en vano la satanología cristiana presenta al príncipe
de los demonios como un ángel caído: él es el prototipo del men
sajero infiel y a la vez rebelde, que robó el menszye confiado, el ra
yo divino, y lo volvió en su propio provecho. Cuando Dante hace
que los architraidores Bruto, Casio yJudas sean aniquilados eterna
mente en las tres fauces de Satán, se confiesa partidario de la idea,
inevitable desde el punto de vista de la metafísica del servicio, de
que la traición es el mal extremo. Para san Agustín, la utilización pa
ra otra cosa que para lo debido de una misiva señorial destinada a
cursarse, esa privatización por el menssyero de una embajada lumi
nosa, es el comienzo de la perversión o del giro de la criatura fuera
de su face-á-face con el creador, y por eso la infidelidad angélica o la
fatuidad del intermediario está para él al comienzo de la historia
humano-satánica de la decadencia. Por el contrario, es una nueva fi
delidad de menssyero, comenzando con la misión de Cristo y si
guiendo por la Iglesia con sus funcionarios-sacerdotes entregados,
la que ha de inaugurar la historia de la salvación; en ésta se pondría
en marcha un sistema apostólico de información en el que, gracias
a una sabia censura de las misivas por una oficina central atenta, la
638
Iglesia del obispo, deben volver a realizarse, con alcance imperial,
representaciones puras por intermediarios desinteresados.
En el ámbito universal, el mal burocrático, el vanidoso intervenir
y meter baza de los embajadores y la tendencia de los funcionarios
al autoservicio, tiene que reprimirse una y otra vez, siempre de nue
vo, sea por controles más duros de las prestaciones o por sistemas
más eficientes de educación y recompensa; sólo en una autoclarifi-
cación permanente puede retrotraerse la idea del «servicio público»
a sus orígenes supuestamente puros y genuinos. (No es casual que
el neoconservadurismo de nuestros días, sobre todo el americano
de EE UU, haya caracterizado el tema de los funcionarios estatales
como una self-seruing classr, alcanza grandes éxitos entre el público
cuando arremete contra el parasitismo de los servidores públicos
que a nadie sirven; dentro de ese mismo esquema de crítica al mal
burocrático, en Europa domina un discurso sobre la corrupción, el
formalismo y el derroche. )
Por lo que se refiere a la crítica del medio impuro, su cumbre es
piritual se muestra en la polémica de los comunicadores «puros»
contra el imperio intermedio, devenido arbitrario, de los signos:
una polémica que se ha articulado ejemplarmente en la expresión
de Jesús: «;Está escrito, pero yo os digo! ». Este giro siguió siendo vi
rulento hasta la teoría de los medios más importante del siglo XX, la
del católico canadiense Marshall McLuhan. Su suelo nutricio es la
crítica, conocida en el antiguo judaismo, de fariseos a fariseos: que
puede ponerse topológicamente en analogía con la crítica de sofis
tas a sofistas en Grecia821. Aquí el miembro de un grupo de una cul
tura de la escritura se remite a la oralidad del señor, pretendiendo
recordarla como relación fundamental válida. Dice, por regla gene
ral, que se siente obligado a protestar contra la escritura, que de
viene cada vez más arbitraria, y sus criaturas. Así, el espíritu pide ex
plicaciones a las letras, como si su única función legítima fuera servir
discretamente al querer-decir oral. Al que habla «desde el espíritu»
le gusta comportarse como la vida misma, que se aparta de lo muer
to, exterior, suplementario.
Esta crítica, que constituye una constante de la historia del espí
ritu occidental, se dirige contra la rebelión permanente de lo se-
639
cundario, que desde el punto de vista teológico-lingüístico aparece
como manifestación de lo malo o malvado semiológico. A ella se
contrapone la permanente revolución conservadora de lo declara
do primario.
Para los partidarios de las primeras palabras, sean emi
tidas por dioses, reyes o genios, es peijudicial lo que contribuye a in
flar o ensoberbecer el reino intermedio del comentario, y malo lo
que trata de llevar al poder a los intérpretes o expertos de palabras
secundarias. Cuando los signos ya no quieren servir discretamen
te322, sino que se abren paso con senos-significantes desnudos y bri
llantes para distraer de las cosas; cuando los intérpretes de signos no
quieren leer ya desinteresadamente, sino infiltrar en las palabras
magistrales sus interpretaciones autocráticas y dar muerte a los tex
tos canónicos con sus paráfrasis; cuando los exégetas se vuelven im
pertinentes y afirman a menudo que en verdad no hay original, sino
sólo versiones, de algún modo todas igualmente legítimas: entonces
es cuando para los defensores de los primeros signos las cosas se po
nen serias y ha llegado el momento en el que el airado servidor de
los signos ha de echar del templo a los intermediarios narcisistas323.
Por lo que respecta a la representación pura en el espacio polí
tico, su cascada comienza obviamente en la cúspide de la pirámide
metafísica: con la figura del monarca, que por la lógica de su cargo
se siente apremiado a presentarse a sí mismo como lugarteniente y
administrador de los poderes divinos, o incluso, agudizándolo teo
cráticamente, como su encamación. Los casos citados de la titula
ción dominus-et-deus, desde Domiciano hasta Diocleciano, perfilan
inequívocamente la tendencia encamacionista; Aureliano, más allá
del título, reclamó para sí esencia divina y se hizo anunciar en mo
nedas como un señor que ya había nacido como dios: dominas et
deus natas324. Esos programas teológicos no se correspondían para
nada con antiguas tradiciones romanas, sino que fueron liberados
por la autorreflexión adelantada de las circunstancias excepciona
les imperiales.
Que para los emperadores el ser-como-dios sólo significaba en
principio una figura retórica y que la tomaron, más bien, como un
compromiso psicológico debido al estatus, es algo que demuestra,
640
entre otras cosas, un pasaje del tratado educativo que Séneca escri
bió para eljoven Nerón, Sobre la clemencia, en el que el mentor filo
sófico del emperador trata de compenetrarse con la desventaja de
tener que ser un dios:
Ésta es la servidumbre máxima: no poder hacerse más pequeño. Pero tú
compartes esa imperiosidad con los dioses. Pues también a ellos les tiene su
jetos el cielo y les está tan poco permitido descender de allí como segura
mente a ti. Estás pegado a tu altura. Nuestros movimientos los notan pocos.
A nosotros nos está permitido salir, volver y cambiar de apariencia sin ex
pectativa ni escándalo públicos: a ti te toca en suerte, igual que al sol, no po
der permanecer oculto. Sobre ti recae mucha luz (Multa contra te lux est). To
dos los ojos están dirigidos a ti. ¿Crees que sales fuera de casa? No, te levantas
como el sol. (Prodire te putas? oreris. ) No puedes hablar sin que los pueblos
que hay por doquier escuchen tu voz. No puedes encolerizarte sin que todo
lo que hubiera en derredor (quidquid áreafuerit) se conmoviera325.
Aquí, el compromiso de ser un sol se refleja todavía con medios
estoicos, no se vuelve hacia lo afirmativo con conceptos neoplatóni-
cos. Ytanto más claramente, por ello, aparece en el espejo de prín
cipes de Séneca la calidad telecomunicativa o teleenergética de las
manifestaciones de vida imperiales.
El compromiso educador del filósofo tiene la intención de ins
talar al emperador en el papel del gran comúnicador a la redonda,
por todos lados: con ello puede entenderse ya el acento especial
que Séneca pone en la clementia del príncipe como una alusión an
ticipada a un señorío o dominio radiocrático al modo de autoco-
municaciones irresistibles de la substancia. (Aquí refulge súbitamen
te una analogía con la filosofía china del dominio señorial, en la
que el motivo del ejercicio del poder mediante renuncia a la inter
vención está mucho más elaborado todavía, donde la sigilosa info-
cracia del emperador se basa en un sistema de espías, informadores,
denunciantes, extendido por todo el imperio526. ) El discurso de la
clementia contiene ya, además de esto, una concesión sumisa del fi
lósofo a la autocracia cesárea, porque objetivamente no se refiere a
otra cosa que a lo que en tiempos de Cicerón se habría llamado to
641
davía humanitas: una cualidad que después de Augusto ya no se po
día reclamar de superhombres imperiales, sobre todo no después
de Calígula, que por su philanthropía o clementia se hizo ofrecer ante
un Senado amedrentado sacrificios solemnes, y no sólo ejercicios de
labios327. Que al comienzo de la época imperial romana la humani
dad se transformara en clemencia principesca -es decir, en huma
nidad desde arriba- refleja la separación y realce de los Césares fren
te al Senado y al pueblo, así como la reconversión de clementia en
humanitas al final del absolutismo europeo (a partir del temprano
siglo XVlll) señaló la reintroducción de los príncipes en la humani
dad media de la burguesía. Durante toda una era valdrá la frase de
que es soberano quien puede usar indulgencia, ser clemente. El pa
radigma de la clemencia señorial -la decisión del Augusto victorio
so de no castigar al conjurado Cinna- es resaltado brillantemente
por Séneca en su escrito. Efectivamente, con ese acto de perfecta in
teligencia señorial Augusto consiguió terminar con la guerra civil y
devolver al imperio aquella larga paz que la historia habría de re
cordar como pax augusta.
El escrito de Séneca Sobre la clemencia sigue siendo, con todo, uno
de los más dudosos logros de adaptación a las circunstancias del
tiempo de un pensador de primer rango; los intentos del filósofo de
guiar al guía Nerón fracasaron, como se sabe, ante la moral insanity
de su pupilo. En el carácter del adolescente Nerón parecen haber
sido realmente implantados impulsos a una cierta benignidad tea
tral, ya que Séneca puede recordar a su protegido un episodio en el
que éste, que se había estado pensando la concesión de un indulto
a dos atracadores, cuando finalmente se le instó -a él, cuya volun
tad era contraria (invitoy a aceptar el papel para la redacción del
documento ejecutivo de la sentencia condenatoria, gritó: «¡Me gus
taría no saber escribir! » (vellem litteras nescirem! ). Ante ello Séneca ha
ce la siguiente consideración:
Una expresión digna de que la oyeran todos los pueblos que habitan el
Imperio romano [. . . ]. Se transmitirá esa benignidad de tu ánimo [. . . ]. De la
cabeza sale (exit) la salud328.
642
Séneca no había comprendido aún que para el joven Nerón el
mostrarse humano era interesante sobre todo como un gesto tea
tral, pero sí entendía muy bien que la función del emperador era la
de ser un centro del que bajo cualquier circunstancia «sale» algo.
Por lo que concierne a la emisión exitosa de un menszye de cle
mencia convincente, los romanos habrían de esperar todavía para
ello hasta el emperador Tito Flavio, que, durante su reinado de dos
años (79-81 d. C. ), consiguió no firmar ninguna pena de muerte329.
Mientras los emperadores utilizaron más bien juegos de len-
gu¿ye estoicos que platónicos para su autointerpretación en el car
go, las tentaciones maníacas provenientes de su situación en la cús
pide del círculo terrestre llamaron la atención sólo en forma de
psicopatías privadas: un foso discreto y ancho, sin embargo, separa
el furor Caesarum del furor platónicas:, se atribuiría demasiado valor a
los fantasmas relativos al dios-hombre de Calígula si se quisieran in
terpretar a la luz de las doctrinas helenísticas de la unificación o de
la gnosis filosófica. En sus Soliloquios, el estoico Marco Aurelio si
guió la estrategia higiénica del autoexamen, con el sabio cuidado
de mantener bajo control las tendencias a la inflación maníaca, in
herentes a su cargo; lo que le importaba era rechazar la tentación
del esplendor y la magnificencia: «Todo pasa volando en un día,
tanto el elogiador como el elogiado»330. Quien, como soberano, só
lo quisiera verse reflejado en medios cercanos a la corte, en acla
maciones, rumores y alabanzas, en poemas de homenaje y adhe
sión y en prosa lisonjera, se perdería en un santiamén como señor
de sí mismo.
Parece que tras los emperadores-filósofos del siglo II se consu
men las reservas estoicas en la autorreflexión imperial. No obstan
te, la platonización subliminal, a largo plazo, del cargo de empera
dor sólo se puso en movimiento por la política cultural agresiva de
monarcas posteriores, sobre todo por el absolutismo desenfrenado
del dominas, que se transformará, por su parte, sin solución de con
tinuidad de estilo, en la teocracia bizantina. En todo ello la supre
macía la ganan tendencias epifánicas: los emperadores caen pro
gresivamente, tanto explícita como implícitamente, en la sugestión
de autointerpretaciones teárquicas y radiocráticas. Se interpretan a
643
sí mismos, sin excepción, como signos del ser, brillando sobre el
trasfondo de imperio y mundo.
No es casualidad que Diocleciano, en el que rompe la ola abso
lutista, como en su tiempo Alejandro el Grande, hubiera impuesto
en su ceremonial cortesano la prosquinesis persa, la inclinación de
rodillas, no sólo para los súbditos normales, sino también para los
más altos oficiales y empleados de la corte, en correspondencia con
el modo de dominio señorial «en presencia real». Como luz apare
cida ex oriente, el emperador, junto con sus corregentes en la tetrar-
quía, podía colocarse entre la corona de rayos en la cercanía del
Uno -él mismo una emanación funcional de Dios, por decirlo así,
de la que salen los rayos soberanos hasta el borde del globo terres
tre-, a pesar de que ya no puede hablarse de divinización en vida en
Diocleciano y tras él. También la procedencia mediata del empera
dor del sol -el tennojaponés ha reclamado para sí hasta el siglo XX
un mito análogo: su descendencia de la diosa del sol Amaterasu-
presupone la posibilidad de representación pura y reivindica para el
señor del imperio la presencia real de la plenitud. De ahí las im
prescindibles coronas de rayos, que dejan claro, con evidencia sensi
ble, cómo en el imperio el poder concedido y la luz lejana coinciden.
La cuestión decisiva para el desarrollo posterior de la historia im
perial de los medios es, ahora, la de si los dos tipos fundamentales
de comunicación, fundada plenipotenciaria y metafísicamente, pro
veniente del centro del ser, el apostólico y el imperial, pueden en
contrarse de otro modo que no sea en conflicto. El hecho de que
en los tiempos de fricción entre Imperio e Iglesia -de Nerón a Dio
cleciano- la plenipotencia obispal y la plenitud de poderes imperial
no puedan reducirse a un denominador común no es sorprenden
te ni histórica ni sistémicamente. Pero ¿cómo se configuran mutua
mente ambas fuentes de emisión cuando la polémica antítesis entre
cristianismo y paganismo ha dejado de ser el asunto principal, dado
que el imperio mismo se ha colocado bsyo el signum crucis? La res
puesta a ello se encuentra en la historia del imperialismo cristiani
zado: como se ha mostrado ya, el cristianismo no tuvo, primero, que
ser imperializado, a su vez, dado que ya estaba constituido por sí
644
mismo en forma de imperio, tanto en la línea del desarrollo pauli
no como en la del romano-petrínico (lo que no supuso daño en ab
soluto a su realidad comunitaria, intensamente local). Este impe
rialismo cristianizado se acuñó en forma doble: por una parte, en la
historia de los dos imperios romanos cristianos, el bizantino, como
continuación, y el Sacro Imperio Romano Germánico, como trans
posición; por otra, en la historia del papado.
Por ambos grupos de fenómenos ha de pasearse quien quiere ex
perimentar cómo llegaron a realizarse las conexiones, de gran reper
cusión histórica, entre radiocracia emanacionista y lógica apostólica
de emisión. El hecho de que los imperios se agiten permanentemen
te en comunicaciones sobre glorias del monarca, éxitos y tareas del
imperio, y que en esa autoexcitación encuentren su fundamento me
diático de unidad, se puede ratificar concluyentemente a partir del
análisis del culto antiguo al soberano y de su transformación, de ám
bito imperial, en carismas y distribuciones de goces de poder.
Por motivos arquitectónicos de poder un espacio imperial sólo
tiene consistencia como semiosfera de un acuerdo sobre un estado
de fortuna o prosperidad presente, o sobre su restablecimiento des
de la decadencia y el peligro. Pero que esa agitación del imperio en
comunicaciones sobre su estado de gracia incluya ahora también
en su servicio emisor a los representantes apostólicos de un reino es-
catológico de salvación, de signo cristiano, es algo que hay que con
siderar necesariamente como una curiosidad histórico-medial.
Aquí se pone de relieve el problema, que nunca se ha tratado sis
temáticamente, de cómo grandes cuerpos políticos y eclesiales des
de el final de la Antigüedad hasta el umbral de la edad moderna
han organizado y fundamentado su coherencia semiosférica.
Así pues, desde la perspectiva teórico-mediática ambas pregun
tas histórico-culturales -¿cómo es posible el imperio cristiano? y
¿cómo es posible un papado efectivo? - son sólo formulaciones com
plementarias de la pregunta fundamental sistemática: ¿cómo es po
sible la síntesis de emanacionismo y apostolado? Sólo desde este
punto de vista la historia de los medios puede seguir la pista de los
secretos de las macrosferas políticas realmente existentes en la era
metafísica de la civilización europea.
645
Oráculo etrusco del hígado
(modelo para la enseñanza)”1.
La naturaleza esférica de los imperios sagrados presupone, como
hemos visto, una apertura de espacio suficientemente penetrante,
producida por las radiaciones y emisiones realizadas a partir del cen
tro regente. La pregunta por la confluencia, o bien cooperación, de
las producciones de signos apostólicas y emanacionistas puede trans
formarse, a su vez, en este planteamiento problemático: ¿cómo es
posible que el dominio sobre los mensajeros se convierta en poder
emisor radial, y cómo es posible, al contrario, que la posesión de
una emisión de rayos lleve al poder a mensajeros hablantes? (hay
que reparar, aquí, en el doble significado irreprimible de la expre
sión «emisión»: emisión de rayos, irradiación, y envío, misión).
Es fácil suponer ahora -y la empina lo confirma pródigamente-
que la liaison entre motivos apostólicos y emanacionistas puede ser
tejida desde ambos lados. Esto sucedió, por una parte, en tanto el ti
po carismático del gobernante enviado por los dioses para bien de
los mortales es incluido inmediatamente en el orden de la sucesión
apostólica, como sucedió en toda regla con Eusebio de Cesárea, en
sus elogios dedicados al emperador-salvador Constantino, al que co
646
locó directamente en la primera guardia de los enviados de Cristo
cuando se atrevió a llamarlo el decimotercer apóstol; por otra, en
tanto el apostolado fue sobrealimentado o cargado con motivos epi-
fanicos y emanacionistas: un rasgo que caracterizará sobre todo al
hemisferio de la ortodoxia griega. En el paradigma helenístico del
cristianismo332, por inspiraciones platónicas, no sólo se formuló e
impuso con éxito la «cristología desde arriba», también se crearon
en él una iconología, una pneumatología y una politología que pue den sintetizarse en la imagen de una «apostología desde arriba». Predicación y manifestación se aproximan en este hemisferio, oca sionalmente hasta el punto de que la misión apostólica es absorbi da, por decirlo así, por la epifanía.
Esto lo ilustra del modo más evidente posible el culto de los «ico nos no pintados» de Cristo, de los cuales el más famoso en el siglo VI se convirtió nada menos que en palladium, es decir, en signo pro tector del Imperio de Bizancio; esta imagen la llevó incluso consigo el emperador romano-oriental, en el año 622, en la campaña militar contra los persas, campaña que fue considerada como una guerra santa. La leyenda radicalmente epifánica pretendía que las miste riosas imágenes de Cristo habrían tomado existencia por proyec ción directa desde el cielo o, según una expresión contemporánea, «teográficamente», pintadas por Dios (más frecuentemente aún: «aquiropoiéticamente», no hechas con las manos)3. Esto sólo pue de imaginarse de modo que un haz de rayos procedente del supra- mundo arrojara el eidos de Cristo directamente sobre un lienzo te rreno, materializándolo de esa manera. Según la lógica bizantina, pues, el cielo está emitiendo continuamente imágenes. A los repre sentantes apostólicos se les mantiene en corto con las riendas, en tanto que el mundo superior se reserva la preeminencia por su per manente irradiación en el inferior.
Una imagen completamente diferente se ofrece en el Occidente
latino, donde el apostolado del obispo de Roma, por su amalga-
miento con el espíritu del derecho romano y de la burocracia im
perial, se convierte ampliamente en un asunto de ejercicio sacrali-
zado del poder, mientras que, por razones sistémicas, al motivo de
647
Hans Memling, Santa Verónica,
ca. 1440, Washington.
la aparición epifánica de la luz en presencia real sólo se le permite
jugar un papel exiguo. Pedro no está presente en Roma como el
mensajero diáfano de arriba sino como el apóstol-piedra, menos co
mo icono aureolado del Evangelio que como primer vasallo y fun-
damentador del regnum paralelo. De todos modos, las relaciones po
líticas depravadas de Occidente no permiten pensar hasta el siglo
VIII en un papel eminente del obispo de Roma. Sólo después del es
tablecimiento del dúo papa-emperador en el siglo IX, el problema
europeo de la representación desarrolló su característico dramatis
mo antitético. Desde la emancipación política yjurídico-eclesial de
Occidente de la primacía del emperador bizantino -comenzando
con la coronación, semejante a un golpe de Estado, de Carlomagno
por León III el día de Navidad del año 800 en Roma-, durante la
Edad Media europeo-occidental el papa y el emperador dependían
648
uno de otro como gemelos siameses, que no podían ser separados a causa de entrelazamientos de órganos interiores. Compartían el se creto indecible de una usurpación común, aunque en el papado los síntomas del secreto patógeno afloraban con mayor virulencia y eran motivo de declaraciones más espectaculares y de gestos más ex travagantes.
El secreto a voces del papado es su celosa rivalidad frente a la
teocracia bizantina, tranquila y segura en sí misma, provista de to
dos los privilegios de la legitimidad y continuidad, por más que se
encontrara a menudo en un estado lábil y poco vistoso. Sólo con es
fuerzo consiguió olvidarse en la ciudad del Tíber que ya en el con
cilio ecuménico de Constantinopla, en el año 381, se había impues
to una tendencia antirromana en cuestiones de la dirección de la
Iglesia334. (La tesis de Lacan de que el inconsciente está estructura
do como un lenguzye podría modificarse con la mirada puesta en la
posición de los papas afirmando que el inconsciente funciona como
un cargo o una dignidad imposible. )
El paso inicial hacia la autoterapia papal fue la participación
complaciente del obispo romano en el proyecto imperial del gran
rey franco Carlomagno, que se interesó en la reanimación de una
estructura imperial de tipo romano en el noroeste europeo con los
flancos como pueblo fundamental. En bien de ese plan de gran im
perio, Carlomagno estuvo dispuesto a aliarse con la única fuente
que podía conferir una corona imperial en Europa. El elevado pa
pel que hubo de recaer en el papado en la coronación del empera
dor de Occidente y que podía considerarse como una re-transferen-
cia del Imperio de Bizancio hacia Roma sólo supuso, sin embargo, en
principio, una primera ayuda para el complejo estructural de infe
rioridad de la Santa Sede. Tan pronto como se consolidó el eje neo-
occidental entre Roma y Aquisgrán, aparte de débiles protestas pro
venientes del Este (sólo en el año 812 se dignó Bizancio reconocer
el segundo imperio occidental como magnitud y autoridad subor
dinada: en analogía con la graduación de Diocleciano entre empe
radores plenos, los Augustos, y emperadores suplementarios, los
Césares), y después de que se hubiera conformado un complejo te
rritorial en suelo europeo noroccidental, cuyo dominio podría ser
649
interesante para una institución teocrática, el papado -tras su recu
peración de la «pomocracia» noble-romana del siglo X- hubo de
preparar su segundo golpe para compensar con fuerzas propias la
humillación bizantina.
Esto no pudo suceder de otro modo que mediante una declara
ción de guerra espiritual al «propio» imperio, que de la renovatio im-
perii Romanorum de los Otones había salido más atractivo que nunca.
Éste tendría que responder del complejo de soberanía del papado
rindiendo tributo a la pretensión de liderazgo de Roma no sólo en
el ámbito espiritual sino también en el profano. Los emperadores
del Sacro Imperio Romano nunca consiguieron comprender co
rrectamente que el papel que se les había atribuido era el de un cé-
sar «interior» en un papado augusto que, en lugar del cesaropapis-
mo imposible en Roma, a lo que había de aspirar era a una solución
dual, es decir, a un papocesarismo o papoaugustismo, ciertamente
con preeminencia estricta del representante de Dios sobre el mo
narca: una preeminencia que en la unión personal oriental no su
ponía ningún dualismo incómodo, pero que en un sistema dual de
por sí desencadena conflictos explosivos. Contra su voluntad, pero
impotente, una degradada Iglesia romana hubo de contemplar có
mo los emperadores del siglo X, por su parte, se habían asimilado al
modelo bizantino y se etiquetaban a sí mismos de monarcas apostó
licos. Sin entusiasmo real, todavía Carlomagno hubo de escuchar
himnos de alabanza clericales dirigidos a él como a un segundo
Constantino. Otón III, como hijo de la bizantina Theophanu edu
cado como un niño prodigio teocrático, ya se entendía como «otro
san Pablo» y copiaba sin sonrojo la fórmula paulinojustiniana de
serum Iesu Christi; en documentos de la época se le representa, como
protector, sobre el Espíritu Santo y en posesión de símbolos pneu-
matocráticos de plenipotencia como la paloma y el crisma. Que Ro
ma no gustara de tales bizantinismos germánicos es algo que no ne
cesita demostrarse con detenimiento. Significa un acopio de fuerzas
romano el hecho de que el papa Benedicto VIII, en la coronación
del emperador Enrique II (luego llamado el Santo) en el año 1014,
escenificara la ingeniosa ocurrencia de colocar en la mano del mo
narca un globo imperial e introducir, con ello, como dádiva papal
650
al emperador, un símbolo que implicaba la omnisoberanía de Cris
to. El sentido del acto, que elevaba al donante y postergaba al re
ceptor, era evidente, sobre todo porque un globo imperial es un ob
jeto que no puede rechazar el receptor. Enrique refrescó la mano
en que se le había colocado el globo imperial pasando pronto a los
abades de Cluny el regalo del obispo romano. La epopeya de los
globos imperiales posteriores (hubo 36 objetos de ese tipo en las cá
maras del tesoro de la vieja Europa) ha sido expuesta por Percy
Emst Schramm en investigaciones conocidas, con tanta viveza como
permite un tema tan monótono335.
Desde este trasfondo, los motivos ad-hoc para el ataque de la Igle
sia romana al imperio parecen plausibles y transparentes: en su par
te crónica se refieren a la clara instrumentalización del sistema ecle-
sial-imperial alemán por el poder imperial, especialmente por su
prerrogativa de nombrar obispos; en su aspecto actual proceden de
las funciones prioritarias traumáticas del emperador Enrique III en
el Sínodo de Sutri en el año 1046, en el que él, bajo el título de un
vicarius Dei y como caput ecclesiae, destituyó a tres falsos papas y co
locó en el cargo a uno «verdadero», su propio candidato. Con ello,
la cicatriz bizantina se abrió de nuevo en el sistema romano como
herida alemana. La reacción no se hizo esperar mucho tiempo. El
síntoma de la neurosis actual del papa es el borrador incompara
blemente brutal y profético (no publicado en su tiempo) de un de
creto de Gregorio VII del año 1075, de dudosa fama, b¿yo el título de
Dictatus Papae, con el que comenzó la campaña de insubordinación
de Roma contra el imperio y la reconquista de la Iglesia europea pa
ra la curia romana. Algunas frases de las veintisiete estipulaciones
que contiene ese documento rezan:
I. Que la Iglesia romana sólo está fundada por Dios.
8. Que sólo el Papa puede llevar las insignias imperiales.
9. Que todos los príncipes han de besar sólo los pies del Papa.
10. Que sólo su nombre ha de ser nombrado en los rezos litúrgicos en
todas las iglesias.
II. Que el nombre del Papa es único.
12. Que el Papa puede destituir emperadores.
651
19. Que nadie puedejuzgarle.
23. Que todo Papa es santificado por los méritos de san Pedro536.
Con cierto derecho se ha interpretado la autoexaltación del pa
pado con respecto al imperio como la primera en la serie de las re
voluciones europeas337. Si se hace que valga esta interpretación, un
tanto demasiado teológica y favorable a Roma, el Dictatus señala el gi
ro a un fuerte esplritualismo neoapostólico y su lucha contra el
compromiso semipagano de los señores feudales episcopales con las
fuerzas locales de salvación, que apenas disimulaba la acomodación
realizada por doquier de los símbolos cristianos a las viejas tradicio
nes noble-guerreras y mágico-étnicas. La «revolución del papa» se
ñala un primer intento centralista de dominio en Europa de inspi
ración eclesial-neorromana.
Desde la perspectiva teórico-mediática resulta evidente por qué
ello significaba un centralismo carismático de calidad radicalmen
te apostólica. La ofensiva papal se había impuesto la meta de re
formar el espacio de salvación católico como imperio político-espi
ritual; lo que importaba a Roma era conseguir aquella situación
ideal en la que un único portador de salvación -el vicarius Dei- hu
biera terminado con la ancestral capacidad de autosalvación de los
innumerables cultos diseminados, satisfechos de sí mismos, con to
dos los autoabastecimientos en este sentido de familias, tribus y
pueblos semipaganos, para convertir a todos los europeos en in
mediatos receptores de salvación de la fuente romana. El fantasma
católico del punto central, que llegó al poder con Gregorio, veía la
Santa Sede rodeada de una humanidad cristiana en la que cual
quier individuo se entendiera como alma inmediatamente romana
desde el punto de vista espiritual yjurídico-eclesiástico.
Con este proyecto resultó evidente cuán lejos conseguía ir en el
imaginario una apostolocracia pura. A un monopolio romano de
emisión de tal amplitud sólo podía aspirarse con ayuda de un gru
po disciplinado de apóstoles para cuya creación el medio impres
cindible era la imposición del celibato. La «revolución del papa»
conllevó al menos en este punto consecuencias indelebles: contri
buyó lo suyo a crear el tipo de eclesiástico perteneciente a una Or
652
den, sin familia, socializado en un gran cuerpo matemo-eclesial, co
misionare y utilizable por antonomasia, aquel ecclesiasticus del que
depende no sólo la historia de la inteligencia de escuela en la Edad
Media y en la edad moderna temprana europeas, sino, más aún, la
misión universal católica en la era de los descubrimientos.
Quien quiera estudiar la historia de la globalización hará bien en
considerar la participación del papado en la formación de una elite
de hijos de la madre Iglesia, capaces de emisión en vistas a teleco
municaciones con zonas inexploradas de la tierra y con destinata
rios desconocidos338. Sólo esos apóstoles papamóviles, casi progra
mabas sin contexto, eran apropiados para la entrada en el servicio
exterior mundial en la temprana edad moderna. Ysólo un papado
que junto a la insistencia en el aspecto pétreo de san Pedro consi
guiera también una movilidad neopaulina era capaz de mostrarse a
la altura del reto ante la situación europea multiétnica, y más aún,
después, ante la mundialización. Por ese motivo, el romanismo ca
tólico no se pudo permitir mecerse en el sagrado letargo del mo
noteísmo pneumático de Bizancio, sino que, con mayor o menor
continuidad (prescindiendo de la depresión aviñonesca), desde el
Dictatus Papae -hasta que la Revolución francesa lo llevó definitiva
mente a la defensiva- permaneció al ataque apostólico.
Que el papocesarismo romano -a excepción del breve instante
de triunfo bayo Inocencio III (Lotario de Segni)- nunca pudiera
realizar sus objetivos estructurales se entiende por sí mismo desde
aspectos macrosferológicos, porque la emisora central romana nun
ca poseyó las instalaciones de conexión que hubieran sido necesa
rias para penetrar con efectividad los espacios locales de salvación.
Con sus posibilidades específicas de emisión nunca estuvo el papa
en condiciones de separar los poderes regios regionales de sus fuen
tes sacras, ni de quitar su capa mágica a los príncipes. Las emisoras
mágicas centrales, los portadores de carismas terapéuticos y psica-
gógicos, permanecieron activos por todas partes. Roma y sus obis
pos apenas consiguieron bautizar a los sanadores o salvadores loca
les y enseñar a los sacerdotes de los pueblos algunas secuencias en
latín. No es casualidad que -como Marc Bloch ha mostrado en su fa
moso libro- fuera la realeza francesa la que sacara fuerza política de
653
(Izquierda)Columna de Constantino en Estambul;
la estatua perdida en la cima de la columna, una estatua
reformada de Apolo procedente de Ilion, mostraba
al emperador en una corona de rayos, sosteniendo
en la mano izquierda un globo con una Victoria alada.
(Derecha)Globo de berilo con Niké de bronce,
presum iblem ente del siglo V
a. C.
(Izquierda) Columna de Trajano
en Roma, desde 1588 coronada por
una estatua de san Pedro.
(Derecha) Columna de Marco Aurelio,
coronada por una estatua de san Pedro
en la época de Sixto V, 1589.
su antiguo poder taumatúrgico de salvación y se enfrentara al pa
pado en el momento álgido de su poder: se tomó la libertad de tras
ladar y dirigir de Roma a Aviñón al representante de Cristo como si
se tratara de un vasallo más339. Por lo demás, el espacio imperial ale
mán permaneció virulento también en su figura fracasada; conti
nuó echando ponzoñosas flores tardías hasta el siglo XIX; sí, hasta la
655
época de Hitler, por supuesto. Críticos de la mentalidad alemana
pensaron, seguramente con razón, poder percibir en ésta huellas de
una frustración imperialjamás olvidada: lo que no se puede enten
der sino tomando en serio el concepto de imperio como referencia
a un sistema de apetito de poder insuperable durante mucho tiem
po. Efectivamente, sólo será derogado por el sistema de apetito de
éxito del capitalismo moderno y de sus «culturas empresariales».
Todavía el fundador de un imperio de espíritus imaginario, nue
vo, gnóstico-alemán, el iniciador del idealismo alemán y posterior
político de cátedra en Berlín, Johann Gottlieb Fichte, en la octava
lección de sus cursos de Erlangen Sobre la esencia del sabio y sus mani
festaciones en el ámbito de la verdad del semestre de verano de 1805
-medio año después de la autocoronación de Napoleón Bonaparte
como emperador de los franceses, en París, en presencia de León
VII-, bajo el título Del regente, presentó una teoría real que puede in
terpretarse como actualización de la mística alemana del imperio
con los medios de la filosofía idealista de la reflexión. Para Fichte el
regente es un puro representante de la idea dominante y, dentro de
esa propiedad, irrecusablemente una epifanía él mismo:
Él se reconoce como uno de los primeros y más inmediatos servidores
de la divinidad, como una de las extremidades corporalmente existentes,
por medio de las cuales ella interviene directamente en la realidad [. . . ], él
jamás quiere, sin más, que algo suceda, sino que suceda lo que quiere la
idea. Mientras ésta no le habla, calla también él, pues sólo para ella tiene él
lenguaje [. . . ]. De ese modo la idea le captura y le penetra por completo, ab
solutamente y sin reservas, y no queda nada de su persona y del curso de su
vida que no arda en ella como una ofrenda permanente. Y así es él, pues,
la manifestación más inmediata de Dios en el mundo540.
Este párrafo permite reconocer que también el idealismo ale
mán, tanto en su teoría de signos como con su politología (y con su
idea de funcionario), está en el continuum de la lógica de pureza de
la vieja Europa y representa, con ello, un capítulo tardío de la his
toria del transparentismo; la teoría de la figura de Fichte trata de los
últimos iconos vivos; quiere la iconostasis como gobierno. Desde el
656
Decoración suntuosa de Elpidio
Benedetti con ocasión de la fiesta
de curación de Luis XIV, detalle.
punto de vista argumental, el teorema de Fichte constituye el pun
to de sutura entre la interpretación premoderna y moderna del
mundo, dado que, por una parte, repite la clásica metafísica del ol
vido de sí serviciable, pero, por otra, en su fundamentación se sien
te comprometido con una Modernidad lógica que, renunciando a
proposiciones de la vieja ontología, obliga al absoluto a pasar por el
ojo de la aguja de la subjetividad reflex-ionante.
Naturalmente, la concepción fichteana de representación no per
tenece a una perspectiva apostólica, sino emanacionista, porque el
regente, como figura del ser, es irradiado inmediatamente en la rea
lidad profana, con mayor exactitud: se activa él mismo como radia
ción irradiada. Pero también el papado, que parece deber todos sus
logros a la apostolicidad, no podía substraerse en el punto culmen
de su triunfo a la coacción a autorrepresentarse epifánicamente; es
to se muestra, sobre todo, en eljuego de lenguaje omnipresente de
sol y luna, con el que desde el siglo XI la propaganda papal intentó
ilustrar el primado del dador de luz papal frente al receptor de luz
imperial.
De estos esbozos lacónicos, quizá sobredibujados, se infieren tan
tas cosas que la posibilidad de representación pura, incluso en el es
657
pació nuclear de la telecomunicación metafísica, en el caso de la re
presentación del Dios-Hombre por medio de un vicarius o seruus Ch-
risti, ya desde el punto de vista empírico e histórico seguía siendo
problemática a cada instante -por no hablar del análisis lógico y sis
temático-, dado que la presencia del emisor se mostraba dispersa y
desparramada tanto en las emisiones como en los enviados. No só
lo el modo de emisión estaba atravesado por una ambigüedad im
penetrable, a causa de la oscilación entre el estándar apostólico y el
emanacionista; el enviado, a su vez, tampoco se podía identificar
unívocamente, porque en el momento de madurez del conflicto la
representación de Dios se había descompuesto en tres pretensiones
del mayor rango, la cesaropapista bizantina, la papista y la imperial,
cuya pertinaz coexistencia habría de producir un efecto corrosivo
sobre toda simple creencia en la representación. Que el papado,
además, se presentara temporalmente cismático, como monstruo
con dos, a veces incluso con tres, cabezas, hacía del encuentro en
tre ser y signo algo chillonamente grotesco.
Los signos yuxtapuestos de plenitud del ser tenían que hacerse
sospechosos mutuamente de que, en cada caso, los otros dos fueran
signos vacíos (o, por lo menos, de menor rango) o simulacros ten
tadores, puesto que sólo uno de ellos podía ser verdaderamente
portador de presencia. Pero ¿cómo identificar la representación au
téntica? La recomendación de la parábola del anillo lessinguiana, la
de reconocer el verdadero anillo de salvación por sus efectos bene
factores en la vida del portador, no se podía aplicar en este caso por
que cada uno de los tres sistemas de representación sabía reivindi
car para sí la plenitud de signos de éxito; deJacto, cada uno de ellos
era capaz de emisión y producía por sí mismo los signos confirma
dores de la plenitud de verdad en la vida y de la cobertura por el éxi
to real. De modo que cada uno, en su espacio de emisión, se daba
plenamente la razón a sí mismo, cosa que, por lo demás, desde el
punto de vista semiológico es el rasgo fundamental de lo que en
sentido ontológicamente pleno se llama un «mundo»: en un mun
do que merezca ese título los criterios o indicios de la verdad de la
imagen de mundo pueden encontrarse en el mundo mismo, ex
ceptuando las verdades especiales reveladas, que necesariamente se
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presentan desde fuera, y aquellos signos empíricos perturbadores,
que indican que este mundo, por más que se valga perfectamente a
sí mismo, puede verse implicado en una concurrencia de mundos
que ha de soslayar o ganar si quiere mantenerse.
De manera inquietante, la fórmula de compromiso de la paz re
ligiosa tras la era de las guerras confesionales, cuius regio eius religio,
fue anticipada por el triatlón cristiano de Bizancio, Roma y Aquis-
grán: de hecho, pues, durante toda la Edad Media; sólo que de aquí
no salió ningún principio de paz, sino un rearme de los espacios de
los que cada uno afirmaba de sí detentar la verdadera representa
ción de lo divino. Qué ideas tiene que hacerse un ser humano de
Dios y de los signos del ser es algo que depende, pues, de en qué es
fera de representación se encuentre por el azar del nacimiento. Ello
prefigura la guerra de los espacios de salvación y de las esferas de
signos del ser. La historia europea del último milenio ha sido estruc
tural y fácticamente durante buen trecho el desarrollo de las ten
siones polémicas entre los centros de la máxima representación:
tensiones tanto intramonoteístas, que se presentaban como luchas
entre las fracciones del cristianismo, como intermonoteístas, en tan
to guerra mundial entre los califas, como representantes de los pro
fetas, por una parte, y las tres cúspides representantes de Dios de la
cristosfera, por otra. La ingenua expresión de historiador «guerra
mundial» descubre aquí su estructura profunda, dado que el fenó
meno de la guerra mundial sólo puede entenderse a partir de la co
lisión entre posiciones sobre el presente salvífico, representadas al
mayor rango, y entre sus sistemas de emisión. «El imperio es el co
rreo, y el correo es la guerra»341. De lo que se sigue que cualquier
teoría suficiente del signo pleno, de la emisión y del acuse de reci
bo es asunto de Estado Mayor.
En este teatro universal monoteísta, en el que se emiten o pro
claman dentro del mundo diversos mensajes supremos por las más
altas instancias representativas, el pueblojudío ocupa un lugar apar
te, peligroso, expuesto a peligros. Lo extraordinario y excéntrico de
la posición judía se anuncia, en principio, en que no se deja inte
grar consonantemente en ninguno de los tres imperios cristianos de
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representantes, aunque los fragmentos del judaismo de la diáspora
pudieran haberse integrado más o menos sin conflictos en las es
tructuras políticas de los dominios cristianos. Eljudaismo -no tanto
como etnia cuanto como posición en el espacio monoteísta de men
saje- estaba condenado al excentrismo porque, por su mera exis
tencia, constituía la espina en la carne de las teologías cristianas de
representación y de sus aparatos políticos.
Si se contemplaba seriamente el hecho judío desde la perspecti
va bizantina, romanopapal y germanoimperial, su presencia señala
ba la inconformidad con el axioma del mundo cristiano: que en la
persona del fariseo crucificado y resucitado, Jesús de Nazaret, el Me
sías anunciado por los profetas, había aparecido en presencia cor
poral el rey ungido de la salvación, para cumplir las profecías y, más
allá de las fronteras del judaismo, restituir a todos los seres huma
nos preparados para la buena nueva al reino de salvación de un
Dios que no era otro que el del judaismo. Si hasta el año 135 en Pa
lestina ydespués en la diáspora siguió existiendo eljudaismo como
judaismo «imperturbable» fue sólo porque nunca habría podido
aceptar la doctrina de la presencia mesiánica.
Así pues, en tanto que poscristianamente el judaismo sólo pudo
persistir mediante negación y como negación del supuesto aconte
cimiento mesiánico, la existencia de ese pueblo adoptó un rasgo
inevitablemente anticristiano a los ojos de la Iglesia y del Estado cris
tiano. El anticristo no era algo que había de ser temido por los
cristianos como tentación venidera: como prehistoria persistente
del cristianismo, era más antigua que este mismo. La diabolización
de la resistenciajudía fue la respuesta más cercana a esto. Que los
pueblos paganos no lo tuvieran fácil a menudo con la aceptación
del mensaje cristiano era algo que desde la perspectiva de los mi
sioneros podía aclararse también, quizá incluso perdonarse, porque
el Evangelio era un mensaje completamente nuevo, desacostum
brado e inaudito para ellos. Para la no-aceptación de la Buena Nue
va por parte de los judíos valían otras reglas de juego; a ellos no
había que explicarles largamente la nueva mesiánica, ellos la en
tendían mejor que cualquiera, pero la consideraban como una no
ticia falsa, por no decir como una doctrina herética blasfema. Para
660
la mayoría de los judíos el incidente de Jesús no era otra cosa que
una suma de malentendidos seductores: un torbellino de errores,
agrupados en torno a un error central demoníaco, la ilusión del Me
sías. Si los ortodoxos hubieran podido seguir los acontecimientos
de la tristemente célebre Sagrada Cena, en esa macabra comida de
cordero y bebida de sangre-vino apenas habrían reconocido otra co
sa que una falta de gusto elevada hasta el delirio. Con airada per
plejidad, y hasta bochorno, el grueso de los judíos ortodoxos, fari
seos y pueblo, observaban el insondable extravío del híbrido rabino
prodigioso, que se daba importancia ante sus partidarios con auto-
designaciones ilusorias y había sobrepasado los límites hacia el abis
mo con su imperdonable «Yo soy» (Marcos 14, 62).
Desde el punto de vistajudío, ese «Yo soy» mesiánico es una me
ra expresión escandalosa y con ello un signo vacío que no posee den
sidad teológica ni solidez metafísica alguna. Sólo considerar que, a
pesar de todo, fuera quizá un signo completo sería ya indicio de una
crisis mental infausta. El predicado proposicional, el verdadero Me
sías, no puede estar presente en el sujeto de la proposición, el yo de
Jesús, y, aparte del escándalo, el hablante no puede producir con ese
enunciado, en el mejor de los casos, más que lo que la crítica lin
güística medieval llamará un flatus vocis, un soplo de aire a través de
cuerdas vocales que resuenan sin manifestar nada que arroje sentido
válido; en el peor de los casos, un demonio se habría apoderado de
la subjetividad del hablante para colocar en el mundo una terrible
quimera vocal que, reforzada en la escritura, habría de suscitar mun
dos enteros de conciencia ilusa y engañada.
