Si los modernos expresan su convicción de que están en camino de optimar su estatus de inmunidad y sus artes de vida, el
conser
vador adiestrado levanta sus cejas.
Sloterdijk - Esferas - v3
del T.
)
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hecho confirmado, por el contrario, que las representaciones, muy apre ciadas por Hitler, de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, como preludio a las asambleas generales de partido, tenían lugar, al comienzo, ante plazas vacías y ante personalidades del partido nacionalsocialista, dor midas y maldispuestas frente a la cultura. Límites de la comunidad entu siasta. En la «ciudad de las asambleas generales del partido» ya existían en la época de losJuegos de Berlín dos grandes instalaciones, explotadas con éxito, para ejercicios de liturgia de masas, la Luitpold-Arena y el Zeppe- linfeld, ambos en forma de rectángulo colosal, cada uno de ellos con un lado de tribuna parecido al altar de Pérgamo: instalaciones a las que ha bría de añadirse una tercera, el Marsfeld, con medidas extremas de 1. 050 por 700 metros’47. No hay otro lugar en los paisajes conmemorativos de la Modernidad en el que se hayan materializado tan expresamente la teoría y la praxis contramodernas del hechizo de la reunión como en el terreno de la asamblea del NSDAP en Núremberg; tampoco ningún otro sitio en el que el carácter de festival del nacionalsocialismo pudiera palparse tan claramente con las manos. Aunque tanto los movimientos fascistas euro peos como sus vástagos anglo-americanos representaban por doquier la rebelión de los enemigos de la diferenciación y practicaban la oposición psicosocial a la flexibilización, inherente a ella, de las subjetividades-clien tes-ciudadanos (antes: descomposición de la personalidad autónoma), los nacionalsocialistas se reservaron el derecho de poner en escena la agonía más ostentosa del centrismo político. Llevados por una voluntad decidida de ilusión, losJuegos globales alemanes fueron inversiones equivocadas, y desesperadas, en la pretensión, ya obsoleta, de creer reunible, y convocar lo como si se tratara de algo así, al colectivo total, es decir, al pueblo de la sociedad nacional, dado el caso. En los escenarios pontificales para la fies ta de septiembre de Núremberg, celebrada en total seis veces (con un te ma específico cada una), desde 1933 a 1938, tanto en los construidos como en los planificados, puede reconocerse hasta dónde puede llegar el genio de la inversión equivocada. La función de Hitler, que fue a la vez el secre to de su éxito, consistía en que supo tomarse en serio fanáticamente su pa pel como director del festival de la ilusión de la reunión; su único talento indiscutible se manifestó en su capacidad de formular en el sentido de su mística sinodal los éxitos del movimiento nacionalsocialista, sorprenden tes para él mismo. Así, había gritado a los reunidos en Núremberg en la «Asamblea del partido del honor» post-olímpica, en 1936:
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¡Cómo no sentir de nuevo en esta hora la maravilla que nos ha reunido! . . . Al encontramos aquí, nos llena a todos lo maravilloso de este encuentro. No me veis todos vosotros ni yo os veo a cada uno de vosotros. ¡Pero yo os siento y vosotros me sentís! Es la fe en nuestro pueblo, [. . . ] la que a nosotros, errabundos, nos ha abier to los ojos y nos ha unido*48.
Esto va más allá de la acostumbrada hermenéutica religiosa del éxito, con la que los exitosos refrendan íntimamente sus galardones. La medita ción de Hitler saca su destello místico del puro dato de la reunión, como hecho masivo y realmente aconteciente. Con ello, la palabra éxito se hace sinónima de reunión; y reunión, de autoexpansión del Führeren el audi torio presente. Quien busca la verdad en «subjetividades de categorías más elevadas» puede fácilmente sentirse satisfecho en el caso de este super-no- sotros escenificado inmanentemente. El texto complementario lo recita ban los portavoces de los grupos del pueblo incorporados en bloque, co mo por ejemplo Robert Ley en la ceremonia del juramento de fidelidad de los Directores Políticos en la asamblea del partido del Reich, con el te ma de «La gran Alemania», de 1938, que se dirigió a Hitler como sigue:
Ante usted está de nuevo este pueblo alemán unido. Los trabajadores y cam pesinos, los ciudadanos, estudiantes y soldados, todos ellos han hecho su entrada en la gran esfera de esta catedral de luz. . . Mí*
Por supuesto que no se les pasó a los organizadores de Núremberg, mientras miraban a través del velo autohipnótico, que también estas con vocatorias del «pueblo alemán unido» se quedaban en reuniones repre sentativas muy selectivas: algunos cientos de miles, que estaban allí por aproximadamente 70 millones de alemanes. De ahí surgió, como en todos los grandes acontecimientos de tendencia inclusiva generalizante, la nece sidad de completar la totalización sinodal con la mediatización total. Yjus tamente ahí, en el acoplamiento del gran acontecimiento con su transmi sión por un medio de masas próximo temporalmente o sincrónico, se basa la información -cristalizada desde el período nacionalsocialista y obligada desde entonces- sobre la organizabilidad de «masas» simbióticas dentro de macro-interiores modernos y de la publicidad mediática conectada a ellos. Que el colector sintonice a una multitud reunida por el medio-pre sencia arénico es la condición necesaria, pero no suficiente, de la confir-
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Media Centre en la plaza Lord’s Kricket de Londres.
marión de la exigencia de captación general: ha de añadirse el conector, el medio de enlace a distancia, sea como alianza de burocracia v correo, sea como medio de masas de imprenta o de radio, para que la ficción de la síntesis social integral se vuelva operativa a través de acontecimientos or ganizados. Caiando colectores y conectores funcionan en la misma direc ción, grandes colectivos del formato de una nación pueden caer en la ex- citación simultánea que busca la dirección del festival. Sí, de ese modo pueden surgir episódicamente, incluso, esferas de sincronía de extensión planea; iia. como sucedió, por ejemplo, modélicamente, en las ceremonias de inauguración de Juegos Olímpicos o en el caso de singularidades, co mo los funerales de Diana, Princesa de Gales; como las transmisiones en directo de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de sep tiembre de 2001, o como la ceremonia nacional en recuerdo de las vícti mas en el New Yorker Yankee-Stadion, pocos días después, en la que unos veinte clérigos de creencia judía, cristiana y musulmana se pusieron a la ta rea de interpretar ante mil millones de espectadores el significado mun dial de la muerte de 6. 000 víctimas en el atentado al World Trade Center (más tarde corregidas a 2. 800 aproximadamente). Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez, producen nuevas reuniones. Considerada desde
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este punto de vista, la guerra de Hitler fue la continuación de los festivales en otro medio diferente: Juegos que, de acuerdo con su sentido de culto, significaron desde el comienzo, ante todo, fiestas de compromiso entre los vivos y los caídos alemanes, supuestamente engañados con la victoria, en la Primera Guerra Mundial. Como se ha hecho observar en interpretacio nes ambiciosas de la ideología nazi, la identidad corporativa alemana, de- signed by Hitler, Goebbels & Co. , poseía un núcleo de culto a los muertos. Por motivos conocidos no pudo celebrarse la «Asamblea general del par tido de la paz», planificada para la primera semana de septiembre de 1939; poco a poco, los sujetos captados por ideas nacionales fueron compren diendo que el tiempo de los festivales había pasado. En su lugar apareció la captación duradera de la opinión pública alemana, en todas sus organi zaciones comunales, empresariales, de asociación y de vecindad, por el estrés de cooperación de la guerra y el entusiasmo, generado por los me dios, de la fase en que las noticias eran de éxitos.
3 Sínodos discretos:
Para la teoría de los congresos
De los seis grandes colectores del nuevo Forum Germanicum de Nú- remberg: los tres lugares de desfile (Luitpold-Arena, Zeppelinfeld y Mars- feld), el planificado Estadio Alemán, el Antiguo pabellón de congresos (Luitpoldhalle) y el monumental Nuevo pabellón de congresos, del que se conservó un torso incompleto, sólo puede adscribirse una cierta moderni dad al último; no tanto desde el punto de vista arquitectónico, puesto que se trataba, otra vez, de una grotesca transposición del coliseo, cuanto des de la perspectiva sociológica asamblearia, ya que el tipo de edificio de con gresos contiene per se la respuesta de la Modernidad a la demanda de lu gares discretos de reunión para agrupaciones sociales. En la gigantesca construcción, unidos el elemento de la arena, el de la sala de conciertos y el de una burocracia wagneriana, llama la atención, a la vez, el carácter dis funcional de sus dimensiones, ya que un edificio de congresos, incluso ba
jo presupuestos nacionalsocialistas, sólo tiene sentido cuando (al lado de los numerosos escenarios de Núremberg para el culto y la distribución de órdenes) pone a disposición también lugares de deliberación y discusión: una finalidad que sólo se reconoce con dificultad en los fragmentos con-
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Fragmento del nuevo Pabellón de Congresos de Núremberg, del arquitecto Albert Speer.
servados. Como mejor se entiende el nuevo Pabellón de Congresos es co mo un palacio de ópera de partido, que se ha ido de las manos por su ex cesivo tamaño; también es una máquina de intimidación y aclamación: aquí, la elección acostumbrada por parte de la asamblea general del pre sidente del partido habría de sustituirse a gran escala por el ritual, ejerci tado en la sala Luitpold, de la «proclamación del Führer», y aquí hubieran tenido que oír los directores políticos los discursos culturales de Hitler. Sin embargo, representa un compromiso hipotético con el imperativo de la reunión de competentes en torno a un tema objetivo. Con él se llega a com prender -lentamente- que las «sociedades» modernas son biotopos temá ticos discretos, cuya forma normal de administración la constituye todo lo relacionado con el congreso; y aunque la colosal construcción cesarista de Speer llaga honor, sobre todo, y una vez más, al imperativo teatral, añade un paso, sin embargo, hacia la Modernidad acostumbrada, que apoya las simbiosis episódicas, los encuentros fugaces de sus colegios de expertos y grupos de intereses con una oferta correspondiente de lugares de reunión, salas, pabellones y salones de conferencia. Si se prescinde de las edifica ciones-grandes-colectores como estadios y museos (también de los colec tores de tránsito, las estaciones y los aeropuertos), la arquitectura contem-
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Tijibaou Cultural Cerner, Nouméa, Nueva Caledonia, Renzo Piano Building Workshop, 1991-1998.
poránea ha de ocuparse, en primer término, de las demandas de espacio de la sociedad de congresos50.
Lo poco que la «sociedad» actual, realmente existente, sabe de su pro pia constitución multicéntrica, politemática, intensamente congresual, es algo que puede deducirse del hecho, entre otras cosas, de que no hay ni un solo análisis sociológico, adecuado al rango del objeto, de la vida de reunión de la «sociedad» espumificada en asociaciones, corporaciones, clubs, empresas y sociedades: el extenso archipiélago de centros de con gresos, instalaciones para ferias, lugares de asamblea, hoteles de reunio nes, centros de clubs, locales de asociaciones, containers para reuniones de trabajadores de empresa y promoción ante clientes, academias de fin de semana, escuelas de cuadros, centros de educación avanzada, así como pa-
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Lingotto, Turín, Renzo Piano Bnilding Workshop, central de Fiat, 1983.
bellones v cobertizos para reuniones corporativas: todo esto constituye una térra incógnita para la percepción media de la «sociedad» en la «sociedad». Frente a la sobrevaloración organizada de las universidades existe una mi- nusvaloración espontánea del congresualismo, debida a escasez de per cepción; casi nadie se hace una idea de que los procesos de aprendizaje efectivos de los grupos profesionales, de las subculturas y de las élites de decisión hace tiempo ya que tienen lugar en un circo de reuniones extra académico, cuya invisibilidad, ciertamente, es sólo un efecto colateral del desinterés de la «sociedad» por su constitución real. A lo sumo, en algunas agencias de public-relationsy empresas de event-management-service, en firmas de organización de ferias o bolsas de oradores, en gabinetes de análisis de tendencias, así como en las pocas cátedras de profesores de Economía de la empresa, solicitados para reuniones y capaces de sentirse satisfechos re tóricamente, se reúnen materiales para una futura ciencia del congreso y la reunión; mientras la sociología académica, como de costumbre, discute sobre la capacidad de rendimiento de teorías de la acción o de sistemas, y expone interpretaciones de los clásicos. A lo sumo, los estudios multi-wí- lieu mantienen puntualmente el contacto con las realidades de auto-espa- cialización de la «sociedad» multifocal, oscilante en ritmos discretos de
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Sala de reunión de Lingotto, Turín, Renzo Piano Building Workshop, 1983.
reunión. A la vista de la constitución manifiestamente asinódica del todo, la organización de las innumerables situaciones simbióticas discretas sigue siendo lo gran impensado y desapercibido de la atención sociológica51.
El paso a una cultura diferenciada de los colectores presupone que ante una multitud presente, tenga cincuenta cabezas o cincuenta mil, se eviten las pretensiones de una simbiótica más profunda, como aquella en que se apoyan comunidades religiosas o colectivismos populares y sus respectivas ideologías de reunión. La sabiduría práctica de la cultura ac tual de la reunión y del event consiste en que se limita a asesorar, a su ni vel, las simbiosis del día y de las horas de colegios y comunidades de in teresados, sin abordar a los reunidos con pesadas sobreinterpretaciones de su conexión.
Desde los años cincuenta, el estilo objetivo y neo-objetivo de congreso, que se viene perfilando desde el siglo XIX tardío, se generaliza impercep tiblemente también en los países devastados antes por el holismo político. Pues, aunque la «sociedad» en su totalidad, pensada en singular como so ciedad mundial, o en plural como población de los Estados nacionales, re presente en cualquier circunstancia una magnitud no capaz de reunirse
(y, por eso, sólo totalizable mediática e imaginariamente), a las numerosas
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Terminal de containers en Bremerhaven.
ramificaciones sociales subordinadas, como partidos, asociaciones ciuda danas, federaciones, círculos, corporaciones, clubs y organizaciones pro fesionales, sí les caracteriza, por razones institucionales, el motivo de la reunión periódica. Se puede decir que todo es capaz de congreso excepto el todo.
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Si la Sociedad de Ortopedas de Alemania del sur acude en 2002 para su reunión anual, por ejemplo, al pabellón de fiestas de Baden-Baden (un año antes fue en la feria de Wiesbaden), basta con que el presidente salu de a los presentes asegurándoles que se alegra por su numerosa presencia; en ningún caso reflexionará sobre el hecho de la reunión como tal, y me nos aún mencionará el milagro que les ha llevado a reunirse en ese mo mento; en lugar de ello, da las gracias, nombrando a cada uno, a los orga nizadores y ayudantes que hay detrás del evento, sin cuyos esfuerzos no hubiera resultado posible. Si los accionistas de Daimler-Chrysler se con gregan para la asamblea general en el Hans-Martin-Schleyer-Halle de Stuttgart, Jürgen E. Schrempp renunciará a decir que él es la cepa y ellos los racimos, aunque los presentes estén tan substancialmente unidos por sus participaciones en el capital de la empresa como sólo podría estarlo una comunidad cristiana en el cuerpo místico del Señor. Los fríos sinoda les han comprendido que su reunión episódica en la gris simbiosis de un día de asamblea no contiene en modo alguno más verdad que su normal modo de vivir dispersos; ni los minutos de la conjura en tomo a un interés común en los discursos inaugurales de la reunión (por ejemplo, en forma de una resuelta declaración de hostilidades frente a los planes de reforma del Ministerio de Sanidad), ni los minutos, que nunca faltan, de recuerdo por los miembros muertos desde el último encuentro crean communio al guna desde arriba, tampoco producen ninguna unidad de estrés supremo, unida en la lucha. Las votaciones de las propuestas presentadas por la di rección son manifestaciones del análisis de intereses efectuado por los reu nidos y no emanaciones de un sí-mismo colectivo común a todos. Quien se ha apuntado y ha venido, reconoce ipsofacto una situación, en la que quienes tienen las competencias y quienes ganan por reparto de exceden tes trabajan crónicamente en la optimización de susjuegos de éxito.
4 Foam City.
Sobre multiplicidades urbanas de espacio
Sobre el trasfondo de las explicaciones de las arquitecturas de reunión se hace visible la peculiaridad topológica de las ciudades modernas: se de finen, por una parte, como emplazamientos de colectores pensados para colectivos reunibles; alojan, por otra, los complejos de apartamentos que
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sirven de cápsulas-vivienda a familias pequeñas o a quienes viven solos; y, finalmente, albergan las numerosas instalaciones del mundo del trabajo, en las que la mayoría de los habitantes de las ciudades aseguran sus bases económicas de existencia. Para la tarea de conformar un espacio común sobre los tres polos de la vida ciudadana (trabajo, vivienda, espacio públi co y colector) se han impuesto en la literatura urbanística las expresiones de tráfico y comunicación; como si se quisiera reducir el fenómeno ciudad a las generalidades del cambio de lugar y del flujo de datos. Desde que el impulso electrónico ha alcanzado a la teoría, esto llega hasta ficciones co mo la de la ciudad virtual, el territorio-on/m^, la City of Bits, la Ciberville y metáforas de descorporeización semejantes. Mientras más avanzado el mo delo, más vaporiza a la ciudad actual, convirtiéndola en un revoldjo fan- tasmático de nudos de redes telemáticas. El urbanismo-e supera la mate rialidad y densidad del espacio ciudadano en procesos angélicos de grandes líneas de tráfico. La característica más representativa de urbani dad se busca en la huida de la localización física y en la disolución de las situaciones incluyentes (disembedding). Consecuentemente, tales discursos sobre la ciudad sin propiedades de mañana aparecen regularmente en compañía de un romanticismo descentralizador y una mística de la inma terialización. Todos estos teoremas sub-eufóricos tienen en común que pa san por alto petulantemente (o dicho con mayor exactitud: que vuelven atemático por una elección conceptual no estimuladora de la percepción) lo ciudadano en las ciudades, la aglomeración atmosférico-activa de dis posiciones propias y peculiares de espacio (en nuestra terminología: el carácter de espuma de complejos de condensación urbana).
Según su constitución espacial real-surreal, la macro-espuma ciudada na sólo puede comprenderse cuando se ve en ella un meta-colector que reúne lugares de reunión y de no-reunión. La función propia de las metró polis consiste, evidentemente, en garantizar la coexistencia en vecindad de centros y no centros; no en forma de una supercentral, sino como aglo meración o apilamiento de potencias espaciales discretas de tipo colector, empresa, vivienda y superficie configurada al aire libre. La meta-colecta de la que surge la ciudad actual no tiene nada que ver con personas que pue den estar reunidas o aisladas. Se refiere a lugares, es decir, a invenciones espaciales preparadas en las que las personas perciben o no perciben opor tunidades de reunión y hacen uso o no hacen uso de oportunidades de co municación.
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SITE (Alison Sky/Michelle Stona/ Joshua Weinstein/James Wines), High-Rise of Homes (proyecto), 1981.
Si en el pensar tópico o utópico del último medio siglo ha existido al go así como la aventura de un nuevo urbanismo -nombres como Buck- minster Fuller, Nicolás Schóffer, Yona Friedman, Eckhard Schulze-Fielitz, Paolo Soleri, Peter Cook, Ron Herrón y, sobre todo, Constant dan testi monio de ello-, el acento de sus proyectos estaba puesto en el intento de
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transferir las ciudades fácticas a meta-ciudades literalmente metafóricas, es decir, elevadas y apiladas. En el gesto fundamental de evasión del suelo de esas ficciones de nueva ciudad no sólo habría que reconocer el utopismo de una fantasía acósmica y semimundana, que se contenta con el diseño de realidades paralelas; más bien, la voluntad de pensar de nuevo, me diante grandes estructuras-modelo, el espacio metropolitano multifocal y politemático tiene en muchos casos carácter analítico y teórico-modélico. No en pocas ocasiones está al servicio de una interpretación concreta, aun que indirecta, de la realidad. La mayoría de las veces los pioneros de esos planteamientos son teóricos del caos ante litteram, que, tras el fracaso del racionalismo centrista de la antigua Europa y la aversión que llegó a pro ducir el holismo-control, experimentan con procedimientos fundamental mente nuevos con el fin de comprender mejor la síntesis de la «sociedad» en espacios de concentración.
La nueva descripción del espacio urbano se produce sobre zancos: so bre los paisajes ciudadanos del statu quo, a los que se renuncia sin espe ranza, se levantan, sobre altos sistemas de pilares, las nuevas articulacio nes espaciales, radicalmente artificiales, en las que los urbanitas del futuro han de vivir la coexistencia con sus semejantes y con las cosas. Los pilares y apoyos contribuyen lo suyo a superar con un salto a la altura la cuestión del suelo, ya no resoluble sobre la superficie real de la tierra. Consecuentemente, se invierten grandes energías proyectivas en la idea de la torre; ésta ya no representa entre los nuevos urbanistas la forma ar quitectónica de la voluntad de poder feudal o del movimiento metafísi- co ascendente de la existencia5’2; en tanto que abandona simplemente abajo la vieja substancia, da testimonio de la cesura entre historia y post historia. Nada ya de arquitectura de espacios aislados aún no construi dos, de edificios anejos, de rehabilitación. Se trata de un nuevo plantea miento libre en la altura, de una nueva configuración en estratos en la vertical, de una autodeterminación arquitectónica posthistórica de los grandes constructores por encima de las pesadillas que han quedado de todas las generaciones pasadas. Entre edificación antigua y edificación en altura no hay dialéctica; sólo una sucesión que parece una superposi ción. Tras la primera toma del espacio por la sociedad enajenada y sus trágicos bienes inmuebles, que conocemos como las ciudades desarro lladas, la tierra ha de ser urbanizada una segunda vez y ocupada me diante construcción superpuesta, esta vez en el aire, con lo que la cons-
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Ingenhoven, Overdiek und Partner, edificio RWE en Essen, 1997.
trucción sobre pilares se convierte en la tecnología-base de la posthistoire. Une autre ville pour une autre vie.
En los innumerables dibujos, planos y maquetas de Constant (civil mente: Constant Antón Nieuwenhuys, nacido en 1920) -a quien destaca mos como el analítico y visionario más importante de la segunda cultura ciudadana- para su gran proyecto, obsesivamente seguido, New Babylon
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Constant, New Babylon, laberinto de escaleras.
(196(M97Ó), a los soportes les corresponde un significado francamente histórico-nlosófico: ellos han de acentuar explícita-espacialmente el estra to secundario de la existencia, la vida de deseos creativo-radical, liberada |x>sthistói i( amente, sobre la base totalmente automatizada de los antiguos factores tierra, trabajo, metabolismo. En el nuevo mundo de arriba de la segunda Babilonia -en el nombre1se nota la positivación típicamente pos moderna de la complejidad y de su consecuencia política: ingobemabili- dad- la era del materialismo queda cerrada: los neobabilonios son exis- tencialist kb-fluxus, que viven en un mundo tras el trabajo alienado. Su contacto con la realidad se produce exclusivamente sobre la construcción de entorn >s, atmósferas y espacios móviles. Merodean por losjardines col gantes dr la locura: combatientes, congeniales, codelirantes. Por eso los antiguos catastntienen que ceder ante una nueva descripción «psicogeo- gráfica» del espacio, ante una descripción que ya no se orienta a superfi cies terrestres, solares, fronteras nacionales, sino sólo a las acciones expre sivas de lof habitantes, a sus estados de ánimo, sus obras, sus instalaciones.
A pesar de todas sus concesiones al utopismo, Constant es en primer término un analítico de la «sociedad» poliatmosférica. Su punto de parti da es la irreprimible cualidad generadora de atmósferas de las prácticas
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Vivienda para mujeres no-sedentarias en Tokio, 1989.
humanas de morada. Dado que su utopía, siguiendo las fantasías sociales de la Internacional Situacionista, concibe la nueva «sociedad» como forma de coexistencia de parados felices, en su ciudad el milieu atmosférico de la convivencia, que en todas partes, por lo demás, sólo se considera como subproducto, aparece por primera vez como producto principal. (Guy De- bord, con quien Constant cooperó desde finales de los años cincuenta, había hablado en 1957 de «barrios de estado de ánimo» y «realidades de sentimiento» urbanas53. ) Los neobabilonios son los primeros habitantes de una estructura aphropolítica explícita: creadores de una ciudad que se despliega sobre la tierra como exuberante colonia nómada de artistas so bre zancos y que consiste exclusivamente en receptáculos de atmósferas y entornos individuados reversibles. El contenido de esa ciudad es la histo ria del arte de sus ciudadanos. Por lo que respecta a sus formas de apa riencia, se impone la idea de que Constant previo la estética chatarrera posthistórica de Mad Max.
La aphrópolis neobabilónica -mostrada integralmente en 1974 en el Gemeentemuseum de La Haya- visualiza con el gesto de exponer mode los no-autoritarios (es decir, no pensados para realizarse) una posible for ma urbanística de aquella «plástica social» que Beuys había postulado en
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sus discursos metapolíticos. Mark Wigley constata, a la vista de la intromi sión polémica de los situacionistas en los acontecimientos de mayo de 1968:
La atmósfera se convierte en la base de la actuación política. Lo accesorio, apa rentemente efímero, se moviliza como centinela activo en la lucha concreta. Como punto final fantasmático de tales luchas, New Babylon es una gigantesca jukebox de atmósferas, de la que sólo sabe hacer uso una sociedad completamente revolucio nada54.
El experimento conceptual de Constant sobre la coexistencia de para dos creativos en el espacio de flujo colectivo lleva al resultado de que todo ser humano no sólo es artista, sino, con mayor precisión: artista de insta laciones; y ello debido al hecho de que la emanación espontánea de am- biances o entornos cargados de significado se identifica con la consuma ción de la vida. La irrupción aphropolítica produce el efecto de que los neobabilonios ya no han de permanecer más tiempo b¿yo la coacción de la antigua construcción y antigua atmósfera (un hecho que se discutió en teorías anteriores bajo conceptos como enajenación e independización de objetivaciones del espíritu, entre otros por Georg Simmel, que había ca racterizado el carácter coactivo del hecho de nacer del ser humano dentro de un receptáculo simbólico compacto como «tragedia de la cultura»5"’)» si no que serían libres de comenzar siempre de nuevo con la construcción de su ambiente, sin estar sujetos a sedimentos anteriores. La premisa para ello es la derogación del principio clásico de realidad junto con sus agre gados ontológicos: el primado del pasado y la dictadura de la escasez. Pa ra poder pensar tales cosas Constant hubo de dar crédito abundante al motivo fantástico marxista de la liberación de sus cadenas de las fuerzas productivas, que conduce hasta la supresión de cualquier trabajo enajena do. New Babylon quiere crear un paraíso artificial en forma de unjardín tre pador planetario para mutantes constantemente creativos, que deparen un nuevo significado a la expresión espacio de mundo interior. Un paraí so o un jardín así no sólo ofrece un interior total, en el que todos los es pacios están climatizados, atmosferizados e iluminados artificialmente; la estancia en él significaría lo mismo que el ser-ahí dentro de un rizoma ar quitectónico, que deriva constantemente en forma de meandro e impre visible. Naturalmente, en él tampoco existen ya problemas de energía y
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medio ambiente, dado que se presupone su externalización: un resto ma sivo del pensamiento pre-ecológico, de explotación de la naturaleza, teñi do de humanismo marxista. Existencia tiene aquí el sentido de ser-en-la- instalación, sin sala fija y sin necesidad de patria, en constante movimiento no planeado, generado por el azar.
Este comportamiento a la deriva (derive), que, junto con la confianza en el próximo paso, surge del menosprecio por los grandes planes -el anta gonismo de los situacionistas con el cartesiano Le Corbusier es obligado-, anticipa elementos de la teoría del caos. Pero si el principio del creci miento de esa hiperciudad es la formación rizomática de cadenas, su co nexión con la construcción en serie, con la utilización de módulos y con la estandarización permanece oscura: igual que se desvanece, en general, su relación con la repetición, mimesis e innovación en lo indeterminado; aquí sigue actuando, inhibitorio, el mito de la creatividad permanente. Tanto más claramente se pone de relieve que la unidad de base de la gran forma urbana no ha de ser la habitación o el apartamento, sino una uni dad cuasi-macromolecular, que Constant llama sector.
Hay que reconocer en los modelos monomaníaco-constructivistas de Constant amplias cualidades analíticas, porque, a pesar de sujerga futu rista, han de interpretarse más bien como descripción del statu quo que como proyecto de futuro. Su fuerza consiste en que describen completa mente el modo de ser de la sociedad urbanizada desde su acefalismo, asi- noidía y movilidad. Por eso pueden hacer justicia a la constitución multi- focal y al temple poliatmosférico de la ciudad moderna mejor que cualquier teoría habida hasta ahora. Los comentarios de Constant ponen de relieve el carácter evolutivo y fluyente de la hiperciudad, a cuyo lado se hacen re conocibles las ciudades reales como gigantescas instalaciones inhibitorias, a cuyos componentes se les denomina, con razón, inmuebles. La debilidad del proyecto estriba en que, a pesar de su acentuación de las multiplicida des, no dispone de ningún concepto válido de la ciudad como meta-co lector; por lo que se le escapa el potencial de recogida del espacio urbano, la conexión de lugares de reunión y cooperación con lugares de separa ción e inmunización (literalmente: de la no-participación en las muñera o tareas del colectivo). A nuestro entender, en New Babylon no se encuentra alusión alguna ni a los colectores de la cultura de masas, ni al mundo ha bitual del trabajo; tanto más claramente llama la atención la expansión unilateral de un tipo de espacio que hasta ahora sólo se conocía por los
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Gerald Zugmann, ZAK - Academia del futuro Coop Himmelb(l)au, C-Print.
museos <>entornos artísticos. Una documenta planetaria, movilizada y em plazada a largo tiempo.
A pesar de todas estas debilidades, Snv Babylon posee fuerza descripti va con respecto a las condiciones-/¿/^-5íyfeque desde los años setenta fueron domina] fies en las regiones de bienestar de la Tierra: anticipa un mundo sin vínculos duraderos y puebla sus espacios interiores con seres humanos, para quienes el relajamiento progresivo de los liens sociaux y el cambio del estándar existencial de la economía de la escasez a experimentos con abundantes recursos fueran hechos dados. Lo que en los años cincuenta y
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Pabellón de Holanda en la Expo de Hannover, 2000.
sesenta del siglo XX fue un romanticismo radical de izquierdas de la «vida intensa»56, con el establecimiento de la civilización-life-style se ha converti do en normal para innumerables ciudadanos del Primer Mundo. En tan to New Babylon intentó pensar hasta el final la equiparación entre ciudad y mundo, con ello se consiguió la aproximación mayor alcanzada hasta aho ra entre los tres tipos de realidad insular de la estación espacial, el inver nadero y la esfera humana57; uno se convence de ello en cuanto compara el carácter individualista avanzado de la población neobabilónica, bohe mio-burguesa de artistas, con los programas casi tribales de los primeros equipos-itaw/era 2. En el proyecto de Constant no se ve en la Tierra más que una base del viejo mundo para una estación espacial multicultural (fundada monocivilizatodamente, es verdad, en el lujo expresivo occiden tal). De la vieja naturaleza sólo se mantiene en él tanto cuanto se pueda in corporar a un amplio invernadero. Naturalmente, en una New Babylon rea-
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Blur Building, Elisabetli Diller + Ricardo Scofidio, 2002.
lizada también habría animales y plantas; pero sólo como co-habitantes del interior integral, no como biosfera autónoma o mundo verde externo.
En la contribución holandesa a la Exp^2000 de Hannover pueden re conocerse vestigios del impulso de ConstaiBkm un edificio de varios pisos transparente, más aún, sin fachada, se alojagcomo si se tratara de inquili nos en sus apartamentos, en seis niveles cí^mil metros cuadrados cada uno, una secuencia de biotopos superpuesdl^ia plasmación efectiva del
motto holandés de la Exposición Universal: «Holanda crea espacio». Como forma híbrida entre jardín botánico y gran vivienda, este edificio ingenio samente extravagante, una especie de casa elevada vegetal, ofrece un co mentario acorde con los tiempos a un concepto ampliado del habitar como acomodo de una multiplicidad biotópica en condiciones de alta concentración urbana. Quizá pueda deducirse de esta instalación la tesis de que los discursos sobre la «sociedad multicultural» se mantendrán sin objeto mientras no suija la conciencia de que la auténtica matriz de la mul tiplicidad hay que buscarla en la diversidad de los biotopos. La polibiotó- pica consigue sus materializaciones en la arquitectura avanzada. De ellas puede deducirse que, en el futuro, las «naturalezas» o biomas se encon trarán menos «fuera» que en los grandes invernaderos de una civilización, devenida consciente de sus tareas como anfitriona de complejos biotópicos.
En el siglo XX, la tendencia al alojamiento de naturalezas o biotopos en <onsirut iones urbanas va más allá, en muchas partes, de las formas tradi cionales del «parque ciudadano» o del invernadero. El tema del encapsu-
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Max Peintner, La fuerza de atracción inquebrantable de la naturaleza, 1970-1971, lápiz.
lamiento gana en amplitud hasta tal punto que se aventura a la integral ión de complejos cada vez más grandes, antes paisajísticos o ciudadanos ex ternosTM. La ciudad (y paisaje ciudadano) moderna se convierte cada vez más en una unidad operativa de la tríada, que hemos expuesto antes, de estación espacial, invernadero e isla humana. En el polo urbano de la ten dencia se muestran interiores ampliados como el Ceiling Show de Jon Jer- de, instalado en los años noventa en la Freemont Street de Las Vegas, me diante el que toda una arteria ciudadana se transforma en un nocturno mundo de vivencias de luz y sonido para un público-uwu/ transeúnte; en el polo opuesto hay que enfrentarse con paisajes híbridos a cubierto como los que, en Japón y otras partes, encarnan algunas pistas de esquí indoors y campos de golf bajo techo. Hay que precaverse de considerar tales ejem plos sólo como curiosidades. En ambos casos, la arquitectura contempo ránea ha ido más allá tanto de la idea de la vieja Europa del pabellón con- gregador de seres humanos como de la utopía del gran interior (del tipo del pasaje de Benjamin) y de las formas clásicas de colector. Los nuevos en tornos-vivencia no sólo parodian las viejas concepciones de ciudad y cam po, parecen burlarse también de conceptos modernos como «mundo de
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la vida» y «protección de la naturaleza», cuya ceguera espacial se percibe ahora inmediatamente.
A estos macro-interiores les es inherente por ahora un cierto rasgo frí volo que apenas deja entrever que tales constructos podían significar ejer cicios preliminares para el caso crítico climático. ¿Podría valer también pa ra Europa, en un tiempo no lejano, lo que un comentador frívolo ya afirmó a finales de los años noventa del siglo XX: que el respirar es dema siado importante como para seguir haciéndolo al aire libre? ¿Tienen que prepararse realmente los ciudadanos de siglos venideros, en las naciones ricas, a una despedida de la dula atmosférica? Hoy gustaría escuchar el co mentario, del año 2102, de un colaborador del Ministerio Europeo de la Atmósfera Aérea y Espacial sobre un trabajo, que entonces ya haría mucho tiempo que se habría convertido en mítico, de los arquitectos neoyorqui nos Liz Diller y Ricardo Scofidio: una atmo-arquitectura en Yverdon-les- Bains, a orillas del lago de Ginebra, titulada Blur Building, que se convirtió en el signo distintivo de la Expo 2002 de Suiza, y que la voz del pueblo denominó, sin más, «la nube»TM, dado que -con gran despliegue técnico- invitaba al visitante a un paseo sobre una larga pasarela a través de una es tructura espacial plástica artificial, constituida por agua del lago pulveriza da. A pesar de haber sido tachado por algunos críticos de frívolo y censu rado como derroche, el edificio nebuloso, hecho de polvo de agua, que con el cambio del tiempo se mostraba en los estados de ánimo y colores más diversos, fue saludado por la mayoría de los visitantes de Yverdon co mo una introducción muy ingeniosa en el arte de andar por las nubes (con impermeable, por supuesto). Ciertos visitantes concretos puede que en tendieran, incluso, que allí, bajo aquella forma frágil, se encontraban ante un intento técnicamente ponderado de instalación macroatmosférica; o mejor, dado que nubes transitables, como instalaciones en general, no son experimentables a la manera de un encuentro, que se les invitaba a una in mersión en una escultura climática.
Puede deducirse de la popularidad del objeto que abrió a sus visitantes a una intuición de cuestiones venideras del air desiga y de la técnica climá tica. Estaría bien que el colaborador del Ministerio citado informara sobre cuál es la historia espacial y climática para la que sentó un precedente el experimento de Yverdon cien años antes.
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Capítulo 3
Impulso hacia arriba y mimo* Para una crítica del humor *puro
Tuve suerte: durante mi vida he visto cambiar la conditio humana.
Michel Serres, Hominiscencia
Hubo un tiempo en el que la pobreza fue el [. . . ] factor determinante de todo, evidente mente hoy ya no lo es [. . . ]. Puede que sean serios los problemas de una sociedad que vive en la superabundancia, que no se comprende a sí misma; puede que incluso pongan en peligro su riqueza» Pero seguramente no son tan serios como los de un mundo pobre, en el que los sim ples mandamientos de la necesidad excluyen, efectivamente, el lujo de malas interpretaciones, pero en el qu£ lamentablemente tampoco puede encontrarse solución alguna.
John Kenneth Galbraith, La sociedad opulentaTM'
1 Más allá de la penuria
Puede definirse el conservadurismo como la forma política de la me lancolía. Para el síndrome conservador, que tomó forma en Europa des pués de 1789, quedó como determinante el hecho de que había surgido de la mirada retrospectiva a los bienes, formas de vida y artes irrecuperables de los tiempos preburgueses. Entre sus presupuestos contaba la seguridad de no poder convertirse jamás en la opinión dominante. Adquirió sus to nos elegiacos por la puesta de relieve de la costumbre de contar en la na turaleza humana con las constantes más oscuras. Es conservador quien se niega a dejar de creer que lo bueno y lo noble estén ligados al lugar y a la irrepetibilidad; para lo vulgar bastan, por el contrario, el principio de la mayoría y la repetición mecánica. Una reserva así obliga a quienes no tie
* Verwóhnung. mimo, atención, cuidado, dedicación, regalo, halago, obsequiosidad, confort, bienestar, comodidad. . . En todas estas acepciones aparece esta palabra en este libro, pero siem pre con el referente semántico último del mimo, en general, de la madre al hijo. (N. del T. )
*’ Laune. humor, estado de ánimo, incluso veleidad, antojo, capricho. (N. del T. )
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nen nada que ganar en la historia maníaca de lo nuevo. Este modo de sen tir lo cultivará quien no quiere ser confundido en modo alguno con los usufructuarios de circunstancias venideras. Si en el main-stream optimista se habla de mejora constante de las condiciones de vida, el conservador se pone a cubierto. Suponer lo mejor en el futuro: ¿eso no significa ya buscar en la dirección equivocada? Fluctuando entre resignación y aborreci miento, el conservador contempla al de ánimo progresista en medio de su trajín y espera que actúe la entropía. Según su convicción, el progreso nunca es más que la aceleración de la huida ante lo bueno, que, inalcan zable, queda tras nosotros. Ya Tocqueville describió el tipo del biempen- sado detractor del propio tiempo, preocupado por él, para el que lo malo era inseparable de los éxitos de lo nuevo561.
Quien, como conservador, pretende elevarse al nivel de lo fundamen tal, tendría que continuar desde aquí hasta llegar a generalizaciones an tropológicas; tendría que aprender a asociar la idea de «humanidad» con el adjetivo «incorregible». Si uno se hubiera sometido a ese ejercicio vería pasar por el escenario terreno a los seres humanos de todas las épocas con una escolta, siempre igual de larga, de defectos, necesidades, cargas. En tonces ni siquiera se podría hablar ya de «retorno de lo trágico»: estamos inevitablemente incrustados en ello como en un tejido de primera y se gunda naturaleza.
Si los modernos expresan su convicción de que están en camino de optimar su estatus de inmunidad y sus artes de vida, el conser vador adiestrado levanta sus cejas. Nada impresionado por la autopublici- dad de los nuevos tiempos, no está dispuesto a hacer concesión alguna al optimismo. Puede que la historia que está sucediendo signifique un paso adelante, pero nunca un progreso. El gran teatro del mundo es la fiesta eterna de la muerte por la falta de diferencias de calor; quien aplaza ésta aparece como el verdadero retardador.
No es extraño que el sentimiento auténticamente conservador gozara de sus mejores días durante la primera mitad del siglo XIX, en aquella «compleja época de mantenimiento»562, a la que los historiadores han ads crito, con motivo, el título de Era de la Restauración. Eran los decenios, aparentemente tranquilos, del romanticismo burgués, en los que los de fensores de lo sido pudieron entregarse por última vez a la ilusión de que era posible ponerse a seguro frente a la fuerza disolvente del progreso. En ningún otro tiempo resultó tan cercano para tantos mirar con aflicción al pasado y, sin fe en la mejora, al futuro. «Parte de tus reservas, no de tus
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consignas», reza la divisa del escepticismo conservador. La verdad sobre la situación sólo era expresable melancólicamente para sus adeptos: quien no ha vivido antes de la cuestión social no sabe nada de la dulzura de la vi da.
Cuando el conservadurismo adoptó maneras cultas inventó la «ciencia triste» del ser humano y sus condiciones económicas, que desde comien zos del siglo XIX constituye el bajo continuo de todos los discursos de la modernización. Es triste la ciencia que va al fundamento de las condicio nes materiales de la opresión humana. En 1849 Thomas Carlyle acuñó la expresión dismal Science para proporcionar el concepto, mejor, la tonali dad, a lajoven disciplina de la economía política, tal como fue represen tada por los «muy honorables Profesores» Ricardo y Malthus563. La expre sión fue cautivadora mientras la teoría, todavía poco popular, sobre la «riqueza de las naciones» parecía ser, a la vez, la ciencia de los motivos in superables de la precariedad económica, perdurable para siempre, de las grandes «masas». En la ley de Ricardo, llamada más tarde férrea ley del sa lario, éstos fueron formulados clásicamente: el «precio natural del traba
jo», más allá del cual no parecía posible ningún suplemento, sería aquel «precio necesario», que permite a los trabajadores tanto mantener su cla se como reproducirse «sin incremento ni pérdida». Según esta compren sión de las cosas, la «sociedad» administradora al modo liberal-capitalista tenía que permanecer dividida para siempre entre los pocos felices que, como landlords, prestamistas o dueños de fábricas, se aprovechan de los mecanismos creadores de riqueza del intercambio desigual en mercados aparentemente libres, y la mayoría de infelices que, sin esperanza fundada en el cambio de su situación, permanecen encallados en la condición pro letaria o agrario-pauperista. Como «ciencia triste», la economía política es una escuela de la crueldad esclarecida, dado que educa a sus adeptos en la resignación ante las supuestas legaliformidades de la pobreza de masas. La teoría liberal del siglo XIX define a los pobres como aquellos a quienes no se puede ayudar aunque se tuviera la mejor voluntad de hacerlo564.
Observemos que cuando cien años después de Carlyle el ambivalente conservador Adorno volvió a acuñar la expresión «ciencia triste» -creyen do haber invertido originalmente el título de Nietzsche Ciencia alegre [Fróh- licher Wissenschaft]- seguía una visión, cuya tenebrosidad superaba con mu cho los hechos del pauperismo industrial. Lo que importaba al filósofo era aprehender un contexto forzoso, que no sólo zambulle a los muchos infe
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lices en las ofuscaciones dictadas por la penuria, sino que deteriora tam bién desde su base la existencia de los felices actuales y potenciales565. Según el autor, tampoco los más agraciados se libran de la desfiguración del mundo por la abstracción del intercambio; en ella todo estaría «acuña do de modo semejante». La vida misma se deteriora por la sujeción de to das las cosas a la expresión del precio. Considerada desde este ángulo, la temprana Teoría de Frankfurt, prescindiendo de sus impactos utópicos, ofrecía una forma final del conservadurismo esclarecido; se podría decir también: del pesimismo de quienes se han salvado. En ella siguió aún sin eco el acontecimiento elemental del siglo XX, la superación de la pobreza material de masas en el Primer Mundo. Estaba penetrada por la convic ción de que la riqueza económica nunca bastará para disolver el complejo de pobreza ante el que se inclina la especie humana desde el surgimiento de los Estados arcaicos, con sus cáusticos regímenes de nobleza y sacerdo tes. Enseñó, consecuentemente, que todo enriquecimiento de la multitud sólo podía conducir a la miseria en nuevos ropajes, del mismo modo que la ilustración no significa nunca otra cosa bajo el capitalismo que el cam bio de forma del engaño. Si hubo una idea en la antigua Teoría Crítica, que puede llamarse crítica a pesar de estas exageraciones mediocres, se en contraría en el supuesto, por muy insuficientemente que estuviera funda do, de que tras los fenómenos empíricamente deprimentes del homo pauper, se oculta una «naturaleza» polarizada en sentido contrario. A esa reserva se refería la fórmula de Adorno del «recuerdo de la naturaleza en el ser hu mano». Si, a veces, su oscura imagen del mundo podía ser percibida como rodeada de un borde dorado, esto se debía a que el autor dejaba que re sonara en escasos momentos la idea de que en las experiencias dichosas de una niñez mimada iban incluidas disposiciones morales dignas de genera lización, aunque no capaces de generalización en la práctica. En lo que si gue nos ocuparemos de la cuestión de si es posible dar un giro activo a esta insinuación recatadamente romántica. La respuesta es afirmativa. El cami no hacia ella lleva por la comprensión afirmativa del concepto Venvóhnung [mimo, confort, comodidad, bienestar]. Para andarlo es necesario estable cer una teoría del lujo constitutivo, en lugar de una antropología, a la que ya se había llamado la filosófica, quizá algo precipitadamente.
Tras el colapso del socialismo en el grupo de Estados de la Europa oriental en tomo a 1990, entre periodistas y comentadores de la historia
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aconteciente se ha convertido en uso en pocos años, al echar una mirada retrospectiva al «corto» siglo XX pasado, servirse de la fórmula, lanzada en un momento oportuno, de Eric Hobsbawm: época de los extremos. Al ci tarla, se hace profesión implicite de la opinión de que el contenido funda mental de esa época consistió en el duelo de las ideologías totalitarias de tipo étnico-nacionalista y socialista-intemacionalista, y en la exitosa batalla defensiva del capitalismo democrático contra esos dos heterogéneos me llizos sanguinarios. Por eso parecía que el proceso nuclear del siglo era coextensivo con la duración del experimento soviético y que su estela de violencia tendría que acabar a la vez que la cauterización definitiva de ese delirio56. (A la vista de la nueva confrontación surgida entre el mundo ca pitalista del bienestar y las redes del odio simplista sabemos que ese su puesto era precipitado. ) No obstante, el cambio de la ageofextremesno pue de hacerse más plausible de lo que corresponde a una tesis extremamente sumaria como es. Para los historiadores que dirigen su atención no sólo a las cataratas de acontecimientos y a los discursos excitados del siglo XX, si no también a las oleadas a largo plazo de la cultura tanto material como simbólica del oeste, tiene mayor importancia hoy el hecho de que la age of extremes, a pesar tanto de su masacre como de sus sistemas de discurso ex cesivos, por lo que respecta a sus acontecimientos decisivos ha sido en pri mer término una época de procesos constantes.
Pese a recesiones fundamentales, esto sirve, sobre todo, en vistas a la acu mulación y propagación de instrumentos de mejoría de la vida en el Pri mer Mundo. Por la inclusión de las «masas» en la repartición de la rique za, el gran flujo fue dirigido -generalmente bajo la constante presión de la izquierda moderada- a derroteros que siguen siendo válidos: toda una singularidad desde el punto de vista histórico. La tendencia a la mejora y participación de los más pobres en los privilegios hasta entonces de los ri cos se apoyó en los siete continuos efectivos de la modernización: la inves tigación científica incesante, la invención técnica nunca desalentada, el creciente atractivo de la forma de vida empresarial, la expansión constan te de un sistema de salud sobre base de previsión social, la inclusión de un público cada vez más numeroso de clientes en el consumo económico y cultural, así como la consolidación de la inmunidad profesional yjurídica de los individuos mediante un derecho laboral elaborado, sobre todo de las mujeres que ejercen una profesión, y, finalmente, la instauración de un sistema de seguros ampliamente especializado, incluso omnipresente567.
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Los efectos de estas reformas de las condiciones medias de vida durante una serie de decenios se añadieron en las naciones modernas, más allá del rápido cambio de las estructuras de familia y mentalidad, a una brusca pro longación de la esperanza de vida, unida a una caída en picado simultánea de las cuotas de natalidad568; pero, ante todo, condujeron a una amplia ción, históricamente sin par, de los espacios libres en el budget temporal de los individuos.
La sinergia de los factores progresivos creó una situación en la que los individuos son invitados a tomarse en serio de modo inusual. En el indivi dualismo secular, que reviste por dentro la situación de bienestar casi om nipresente, cada uno o cada una, mientras él o ella se sustraiga a la de presión, está condenado a aceptar que él o ella es importante: y ser importante significa poder asentarse como fin absoluto uno mismo, aun que no haya un dios que se interese por los individuos ni hoy ni post mór- tem. El campo social estalla, creando decenas de miles de plataformas pa ra la entrada en escena de ambiciones individualizadas. En la mayoría, tomarse como importante lleva a la decisión de divertirse solo o con otros. Con la elevación de la diversión a un motivo de vida que afecta a todos los estratos sociales se disgrega el fenómeno biopolítico-psicopolítico que an tes se llamó proletariado: la clase trabajadora, anclada en la miseria, para la que la producción de descendientes, proles, señalaba el único horizonte de futuro. La clase trabajadora industrial, divinamente deprimida, desa parece de la escena: aquel sujeto central imaginario del siglo XIX, del que los perdedores de la revolución de los últimos doscientos años, que se ra dicalizaron incesantemente hacia la izquierda, afirmaban lo peor y espe raban lo mejor.
Quien se deje aún impresionar demasiado por lajerga de la militancia y por el romanticismo de la discontinuidad no acierta a reconocer que el acontecimiento fundamental del siglo XX sólo puede interpretarse en la lí nea de un principio de constancia: lo que en perspectiva diacrónica cons tituye el contenido decisivo de esa época es la evasión de la «sociedad» mo derna de las definiciones de realidad de la era de pobreza material y sus compensaciones espirituales; definiciones que, por lo dicho antes, fueron efectivas hasta en las tempranas doctrinas liberales de la economía políti ca, para, en el transcurso del siglo XX, sobre todo desde los años cincuen ta, aflojar, por fin, su zarpada sobre la mentalidad de las poblaciones del Primer Mundo.
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En este contexto, estereotipos tempranos como el de la «sociedad de consumo», el de la «sociedad de vivencia», el de lafun societyy semejantes adquieren un significado de diagnóstico de los tiempos: conceptualmente inermes, pero no sin objeto, estos giros aluden al hecho enorme de que el clima de realidad de la «sociedad» occidental contemporánea -probable mente por primera vez desde la implantación del recuerdo en nuestro es pacio de tradición- ya no viene determinado prioritariamente por los te mas de pobreza y por la psicosemántica de la necesidad, junto con sus superestructuras religiosas y metafísicas, a pesar de los esfuerzos de la In ternacional miserabilista. Sea lo que sea lo que aduzca la alianza de mo dernos abogados defensores de la penuria, psicólogos-conditio-humana, ex presionistas-trauma, aseetas-vanitas y visitantes académicos del país de la pobreza persistente569, con el fin de anunciar objeciones contra el aconte cimiento superabundancia:,ya no puede negarse con motivos suficientes que las irritaciones de la «sociedad» actual las crea, casi sin excepción, su riqueza.
Ya a finales de los años cincuenta, poco después de la primera crista lización del fenómeno en Estados Unidos y en Europa occidental, John Kenneth Galbraith dijo clarividentemente que el gran problema de la «so ciedad de la opulencia» consiste en no lograr arreglárselas ni conceptual ni psíquicamente con su propia novedad, con su emancipación del pri mado de la penuria, por no hablar ya de la interpretación política de la ri queza570. Por consiguiente, no basta con declarar que la affluent society no se entiende por ahora a sí misma; hay que contar con que ella proporcio ne representaciones completamente desfiguradas de su estado inusual, más aún, con que sus intérpretes de tumo rechacen como una macabra imposición todo intento de articular su estatus actual en expresiones neu trales y descriptivas. Quien pretenda hablar a la «sociedad» rica de su ri queza -y de sus implicaciones morales- sólo puede ser un positivista falto de tacto, a quien falta la delicadeza de sentimientos para entender las ten siones que supone el mantenerse aparte dentro del bienestar. Por mucho que la «sociedad» de la opulencia [afluencia] aprendiera a saberse mane
jar virtuosamente con su riqueza rápidamente habitualizada (en este con texto hay que interpretar los derroches prima facie escandalosos del erario público como participación alegre del Estado en la abundancia), en sus autorrepresentaciones ejercitadas se mantiene en las categorías del uni verso-pobreza. La «sociedad opulenta», no convencida de sí misma, utiliza
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para observarse ópticas de penuria nítidamente ajustadas. Toda falta a la norma se registra: quien osara elaborar otras descripciones de ella que los balances de crisis usuales, política y humanistamente correctos, se haría sospechoso de cinismo; quien en innumerables frentes internos no reco noce las precariedades, que claman al cielo, es identificado rápidamente como agente de la desintegración social. Hablar en términos positivos de la riqueza ampliamente diseminada, aunque rigurosamente repartida de mo do desigual, del Primer Mundo: ¿eso no significaría inmediatamente invi tar a apartar la vista de la tragedia ante los portones del lujo? ¿No signifi caría eso cerrar los ojos y oídos ante los residuos de miseria que permanecen obstinadamente en el interior de la zona de bienestar? En el mejor de los casos, a un intérprete que se mostrara impresionado por los hechos de la superabundancia se le diagnosticaría como un ingenuo que se deja seducir por superficies.
Pero ¿y si la represión decisiva de nuestro tiempo se refiriera en verdad al propio bienestar? ¿Si la negación de las comodidades efectivas constitu yera el leitmotiv de todos los discursos públicos en el mundo de la supera bundancia? ¿Si el secreto industrial de la «sociedad» actual consistiera en la actualización permanente de fantasías de penuria para la «amplia clase media»? Esto no tiene por qué significar que la civilización contemporá nea sepa proteger a todos sus miembros de accidentes, enfermedades, in fortunios, pobreza y experiencias de fracaso: esto sería una perspectiva in fantil de la relación entre renta y destino. Los dramas del presente, sin embargo, siguen la mayoría de las veces guiones que ya no pueden remi tirse a la vieja representación «Sufrir bajo la sociedad», ni en su versión de teoría de la explotación ni en su versión de teoría de la alienación.
No obstante, las inercias del pesimismo sociológico y sus predecesores más antiguos siguen actuando prepotentemente: de un pesimismo, cuyas definiciones de realidad hay que comprobarlas, como en otros tiempos, en la lucha por la existencia de una mayoría de domicilios pobres sin espe ranza. Prescindiendo de la gran cesura material, este diagnóstico no ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años: en todo caso, la adminis tración de la escasez aparente se ha solidificado en rutinas corporativas. Nadie para quien no se hayan convertido en una segunda naturaleza los ejercicios de la queja profesionalizada puede llegar ni en la nación, ni en las autonomías, ni en los ayuntamientos a una posición elevada. Para ello, los bien abastecidos han de faenar en las aguas profundas de la «tradición
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de los oprimidos». Sea lo que sea lo que se diga en el espacio público: la mentira de la miseria redacta el texto. Todos los discursos públicos obe decen a la ley de volver a traducir el lujo que ha llegado al poder a lajer ga de la miseria.
A pesar de este concordato de la «sociedad» del confort con la vieja y venerable miseria, se amontonan los indicios de que, mientras tanto, el proceso generador de superabundancia se ha introducido en las estructu ras capilares del conjunto social. Según recientes valoraciones, a partir de los años ochenta, en la República Federal de Alemania se podía clasificar como relativamente pobre algo menos del 10 por ciento de la población, mientras que había que considerar rica en sentido amplio a la mayor par te, aunque la expresión, naturalmente, siguiendo las leyes de juego del
«capitalismo renano», designe la mayoría de las veces condiciones más bien modestas de riqueza571. Aunque el agravamiento de la competencia en los mercados mundiales hiciera crecer el segmento más pobre de la «so ciedad» hasta el 20 por ciento (un valor que podría estar superado ya cla ramente en Estados Unidos, más proclive a la discriminación), todavía se seguiría contando, en el lado mayor de la fracción, con un espacio de bie nestar de amplitud históricamente sin par572.
Por lo que respecta a losjuicios subjetivos de realidad, en la gran ma yoría de la gente divergen dramáticamente, por supuesto, de esas clasifi caciones y cuantificaciones. La diferencia entre bienestar estadístico y fal ta de confort sentida es tan grande como pocas veces antes, incluso allí donde ningún filtro radical de izquierdas enturbia los resultados. En todo Occidente, especialmente en Europa central y occidental, se observa hacia el final del siglo XX una amalgama de saciedad privada yjeremiada públi ca, que refleja una seudosatisfacción depresivo-explosiva al lado de un en foque de la vida a menudo fuertemente depresivo. Este síndrome de si mulaciones de necesidad y fantasías de penuria, identificadas por el feuilleton como «quejas de alto nivel» (se podría hablar de miserabilismo- belcanto, si las voces de los protagonistas fueran mejores), se pondrá de re lieve, sin duda, en una futura historiografía de la cultura como la carac terística fuerte de la cultura presente; de modo parecido a como Simón Schama, en su gran obra sobre el siglo XVII en los Países Bajos, ya habló de una era del Embarrassment of JUchesTM. Entonces hizo su aparición por pri mera vez en el mundo burgués el oxímoron del estilo de vida rico-pobre, suntuoso-humilde, que desde entonces -en las más diversas coyunturas-
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sumerge las conciencias de los acomodados en continuos baños altemos de agrado y desagrado dentro del propio bienestar. A la vista de estos fenó menos resulta natural agudizar activista, mejor, sádicamente, el concepto de satisfacción para el presente, como fue propuesto por Galbraith en un estudio reciente sobre los motivos de la saturación, prevenida frente al la- crimeo, de las «sociedades» occidentales: satisfacción (contentment)es «opo sición altamente motivada al cambio y la reforma»574.
Por muy extendida que esté actualmente la hipocresía de la penuria en la «sociedad» rica, no puede calificársela aún como totalitaria. Existen, por ahora, núcleos de oposición, en los que seres humanos acomodados ha blan abiertamente de su riqueza. Algunos de ellos parecen, incluso, dis puestos a extraer de ella consecuencias morales y atmosféricas: quien no niega su riqueza será capaz más pronto de consumar el giro de los diseños de la existencia del resentimiento del enriquecido a la virtud obsequiosa del rico. Lo que Nietzsche llamó el espíritu libre significa de modo natu ral el espíritu rico: y toda riqueza real se manifiesta por el primado del dar, económica, moral, erótica, culturalmente.
De aquí se siguen analogías sugestivas para el interés teórico por la ri queza como fenómeno y fuente de ethos: también entre los intelectuales teóricos los miserófilos constituyen la mayoría aplastante, mientras que los amigos de la riqueza ejercen la función de excepciones evanescentes. Pero, en la medida en que la ontología tradicional de la seriedad y la penuria en el campo de los sentimientos de vida actuales fue infiltrada tácticamente por las experiencias del bienestar de las «masas» y sus consecuencias climá- tico-existenciales en los ámbitos occidentales sensibles a la teoría y sus part- ners, en muchas regiones del mundo se desarrolla una necesidad de con ceptos que fueran capaces de ayudar a articularse a la conciencia del peso disminuido del mundo.
Quien esperara eso de la filosofía contemporánea se decepcionaría en toda regla. Si la tesis del origen de la filosofía en el asombro poseyó algu na vez un buen fundamento, la singularidad de la gran ruptura con el axioma de la pobreza de las «masas» habría de proporcionar un estímulo sin par a la reflexión. Que de esto no se note prácticamente nada en el ejercicio contemporáneo de la filosofía -excepción hecha, en determina dos aspectos, del ala nietzscheana-, temáticamente nada, estilísticamente todavía menos, demuestra bien que el asunto del asombro se asienta sobre bases débiles; probablemente desde siempre575. A lo sumo, en la contribu
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ción filosófica, ya amarillenta, de 1955 de Herbert Marcuse sobre Sigmund Freud, Estructura pulsional y sociedadTM, se encontraban unas primeras alu siones a la transformación del principio de realidad en dirección a lo que en el argot del tiempo se parafraseaba como una «cultura no-represiva». El punto de vista de las consideraciones de Marcuse residía en la superación de la oposición aparentemente eterna entre principio de realidad y prin cipio de placer en una ordenación de la «sociedad» que estuviera libre de la maldición de la represión de las pulsiones, sí, de cualquier represión en general. Poco hay que descubrir en ese ensayo respecto a un análisis con creto de las condiciones de bienestar contemporáneas, a pesar de que sur gió casi al mismo tiempo que The Affluent Society de Galbraith. La especu lación socio-psicológica de Marcuse roza sólo desde muy lejos el auténtico acontecimiento de la época en el campo psicológico: el relevo del homo pauper -cuya situación motivacional fue descrita bastante adecuadamente por teorías pulsionales- por el ser humano enriquecido, cuya situación hay que interpretar por medio de una teoría de los apetitos, opciones, es tados de ánimo y flujos de deseo’17.
También las contribuciones de sociólogos posteriores han resultado casi completamente estériles en la cuestión crítica; es de suponer que los re presentantes de esa disciplina no podrían admitir públicamente la existen cia de una «sociedad» de la abundancia sin hacerse ellos mismos sospe chosos de ejercer desmoralizadoramente una ciencia perversa, superflua. Dado que las suntuosas ciencias sociales están condenadas a simular utili dad social, pueden hablar de todo menos del lujo que las sostiene y cuyo vértice ciego ellas personifican: también y precisamente en las formas de la sociología militans. Por ello, sería por ahora poco realista esperar de ese lado una satisfacción de la necesidad de interpretación de las condiciones de opulencia. Del mismo modo, tampoco ayuda el recurso al saber político: la derecha no puede ir al fondo de las cosas, porque no le ata ningún interés en ellas; la izquierda no querría hacerlo, aunque pudiera. (Innecesario de cir que ambos lados ofrecen soportes lamentantes, que cantan textos dife rentes para las mismas melodías: el género elegiaco ha emigrado de la mú sica a la autoescenificación de las corporaciones, no sin dejar su huella en el folletín nacional. ) A pesar de que en las literaturas, artes y experimentos de formas de vida del siglo XX se han reunido innumerables testimonios de la gran levitación, en prácticamente ninguna parte se ha llegado a un real ce sistemático y esclarecimiento explícito del fenómeno de la opulencia578.
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Los comprobantes estéticos de la entrada en lo big easy son abundantes, fal ta una teoría auténtica de la distensión y desempobrecimiento.
Parece que el vuelco a la no-penuria es para muchos demasiado am plio, demasiado amorfo y demasiado torrencial para que pudiera ser abor dado por la teoría en una intentio recta. Le es inherente, a la vez, un lado desagradable, como si quien se dirigiera a él abiertamente hubiera de ha cer profesión de mimo por el confort en propia persona. Quien admitie ra estar completamente mimado en ese sentido (¿y quién no lo está en nuestras latitudes? ) ¿no tendría que admitir, a la vez, que ya no entiende nada de lo que para la mayoría de los miembros de la especie humana ha determinado las coordenadas de lo real durante los últimos milenios agro- imperiales? La carencia de carencia parece, mientras tanto, mucho más vergonzosa que la pobreza abierta. La miseria sigue queriendo valer como distintivo característico de la conditio humana, mientras que la riqueza se percibe como corona de espuma sobre la carencia originaria. Riqueza, pues, que en cada instante podía ser reconvertida en la penuria que había antes de ella. Cuando la miseria constituye la base, el bienestar no puede ser nunca otra cosa que un fenómeno de superestructura. Un poderoso romanticismo de la bancarrota sugiere que quien se empobrece vuelve a los fundamentos del hecho de ser humano. Determinados nostálgicos, que sueñan radical-conservadoramente más allá del mundo moderno, añoran una catástrofe purifícadora, una apokatástasis de la miseria de la que pro venimos. Desean la restauración de aquel estado de carencia, en el que pretendidamente se desarrollaron las originarias circunstancias modélicas humanas.
Cuando el miserabilismo se quita la máscara, convoca a filas a los ami gos del ser y declara la guerra al haber de menor cualidad. A pesar de Ve- blen y de otros ensayos tentativos, dentro de la «sociedad» más rica no hay en este momento una teoría convincente de la existencia rica: excluyendo, quizá, las intervenciones inconmensurables de Nietzsche y Deleuze. La mayoría de las veces, a los ricos tampoco se les ocurre nada sobre su situa ción excepto adquirir colecciones de arte, imitando a los príncipes meno res del siglo XVII; también se les ve de vez en cuando hojear libros de fo tografías; y si al lado tienen historiadores del arte dispuestos a servirles como aduladores de corte con la mano extendida, ello corresponde al co nocido modelo de feudalismo provinciano. Con buena razón puede afir marse que la falta de teoría adecuada responde al estado de la cosa misma.
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Si hubo alguna vez un contexto de ofuscación habría que buscarlo en la conjura actual contra la percepción de lo más evidente. De la revolución conservadora de la primera mitad del siglo XX ha surgido una reacción ne cesitada hacia su final: como si se quisiera salvar el alma refugiándose en la miseria y sus medios de reversibilidad. Con ella se anuncia un nuevo ti po de ideología; una ideología modal, que no expresa idea alguna, sino un apuro urgente: se trata de falsificar, yendo hacia atrás, la libertad en nece sidad y la riqueza en pobreza.
La razón de por qué el bloqueo funciona tan bien puede esclarecerse, en principio, mediante referencias socio-psicológicas: quien, en general, lo tiene sensiblemente más fácil se inclinará a apartar la mirada de los pre supuestos que privilegian. ¿No pertenece a la definición de mimo por el bienestar el hecho de que pueda guardar silencio sobre sus propias pre misas? Efectivamente, si topara con sus límites, podría exigirse de quienes se regalan en esa situación de bienestar que recordaran las circunstancias ventajosas, o incluso que meditaran sobre su contenido moral. ¿No es ca racterístico de la vida en el lujo que pueda evitarse el embarazo de inves tigar su origen? Ahora puede dejarse que las dudas eventuales sobre su perpetuación simplemente se las lleve el viento. Como mejor se protege el lujo es negando que sea lujo: siempre quiere presentarse como satisfac ción de la necesidad mínima.
Puede añadirse, ciertamente, que en temas de este tipo siempre hay en juego una dosis de magia de evasión: de lo que no hay que poner en peli gro no puede hablarse con palabras demasiado exactas. Las aversiones ad quiridas añaden lo suyo: en los oídos de miembros innúmeros de genera ciones de transición resuenan las voces de sus padres, que hacen presente a los másjóvenes cuánto mejor lo tienen éstos, en comparación con ellos, que soportaron mayores cargas y pruebas más duras en otro tiempo. Sigue desempeñando un papel ese mecanismo psicológico, que consiste en uti lizar los primeros alivios para abrir las válvulas a sentimientos privados de penuria. En cuanto baja la presión se vacían los depósitos de necesidades pasadas (o se transforman en lugares de culto), prescindiendo conscien temente de la situación general mejorada: un efecto sin el que no podrían entenderse ni el brote de las culturas terapéuticas después de la Segunda Guerra Mundial, ni el florecimiento de los marxismos académicos y otras expresiones de radicalidad suntuosa. El victimismo desbordado de la era de bienestar establecida sólo es interpretable por la ceguera ante la situa
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ción de nuevos liberados de cargas. Basta, efectivamente, subjetivar el con cepto de pobreza para hacer que su contorno se extienda al infinito579. Ta les subjetivaciones presuponen calladamente la riqueza generalizada para negarla en voz alta. La fow culture ha alcanzado en esto los estándares de mimo por el bienestar de la high culture, desde los años cincuenta innu merables nuevos privilegiados pudieron permitirse el «lujo del pesimis mo» que Nietzsche había diagnosticado en otro tiempo en Schopenhauer. El malestar en la cultura se ha transformado en el bienestar en la situación embarazosa.
Ciertamente, los ciudadanos de la época de posguerra en el Occidente en prosperidad hacen examen de conciencia de modo más o menos con fuso sobre el hecho de que gozan de un efecto invernadero del confort, sobre todo si el centro de gravedad de la historia en alerta de su vida cae en el espacio de tiempo entre 1945 y 19905*0. Como confirman observadores más antiguos casi al unísono, en ese lapso de tiempo se fueron imponien do las características de la gran reorientación continuadamente, aunque no sin retrocesos. También durante ese período los símbolos materiales de la no-pobreza casi general pasaron a primer plano. La nueva liaison entre capacidad adquisitiva de las «masas» y frivolidad de las «masas» conduce, en el frente más amplio posible, a un cambio psicosocial de estado de áni mo. Hasta en las capas más bajas de la burguesía media se puede estipular un consumo ostentoso de lujo de moda, mesa y movilidad como carac terística de las formas de vida socioindustriales; el culto al automóvil refle
ja la participación de todos los estratos sociales en técnicas de expansión agresivas, no pocas veces autodestructivas5*1. La fuerte dilatación del tiem po libre afecta al modus vivendi de todas las subculturas y niveles de renta. Son innumerables los que aprovechan sus excedentes en tiempo libre de vigilia para elaborar sus humores, sus talentos, sus enfermedades, su victi- mismo subjetivo y sus metafísicas privadas; tanto quienes viven solos como acompañados invierten cuantos enormes de atención, capacidad dejuicio, saber y savoirfaire en la mejora de sus viviendas y segundas viviendas; la re conversión del impulso a moverse en deporte, música, turismo e innume rables tipos de activismo de diversión alcanza un nivel para el que no hay modelo alguno en la historia de las civilizaciones. Incluso cuando sucede, como en la actualidad, que el Norte adinerado se ve obligado a abandonar el «capullo de los felices decenios de posguerra» -la expresión proviene de Pascal Bruckner- y a acomodarse a turbulencias, el nivel, que pasos atrás ha
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cen descender pasajeramente o durante fases más amplias, queda aún in comparablemente alto desde el punto de vista histórico-social.
Por lo que respecta a la percepción empírica e interpretación moral del gran cambio, habría que escuchar a la mayoría de los seres humanos del segundo tiempo de posguerra como testigos de época. Quien al final de la Segunda Guerra Mundial puso atención como observador de realidades americano-estadounidenses y europeo-occidentales tuvo oportunidad de percibir las derivaciones de la era precedente, marcada aún, predominan temente, por la penuria económica y la precariedad psicosocial, para com pararlas, después, rasgo a rasgo, con las definiciones -en relajamiento- de realidad del período siguiente de crecimiento continuado. Las últimas fa ses de carestía en el mundo occidental sobretensionaron la época de am bas guerras mundiales y los estadios agitados del experimento ruso; con la prohibición en Estados Unidos, los años veinte pusieron en marcha una insurrección tardía y estéril del antiguo sentimiento de seriedad de vida, que se había unido a un gran rechazo del consumo y la distensión. El con tinuo de oscurecimiento pasó en Occidente por la fase de depresión de los años treinta -entonces el Central Park de Nueva York era una favela com puesta de tiendas y barracas, mantenida en vida trabajosamente por el compromiso de instituciones caritativas y comunales- hasta llegar a las se cuelas de miseria de la Segunda Guerra Mundial, incluidos los comienzos de la fase de reconstrucción. Tras la gran crisis de 1930, Franklin D. Roo- sevelt pudo constatar que un tercio de la población de Estados Unidos es taba alimentada y vestida insuficientemente; todavía en 1962, Michael Ha- rrison, en su clásico estudio The Other America. Poverty in the United States*2, estimó en más del 20 por ciento el factor pobreza.
Sobre ese trasfondo se entiende por qué en la primera mitad del siglo XX parecía natural, e incluso quizá era legítimo, ceder a la tentación por inercia y seguir utilizando los lenguajes pesimistas del siglo XIX, junto con sus equivalentes utópicos -casi tan obtusos-, por mucho que éstos se pre sentaran como ciencia de un futuro mejor. Los discursos dominantes des pués de 1918 pueden remitirse, con pocas excepciones, a una alternativa tan superpotente como estéril: o uno se sometía resignadamente a las le yes eternas de la pobreza de masas, que sólo parecían admitir un pequeño número de ganadores en el malvado juego de la competencia, o, con mi litante audacia, uno se soñaba adelante, avanzando hacia un final rico e igualitario de la historia, que estaría cercano en cuanto las fuerzas pro
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ductivas de la «sociedad» cayeran en las manos oportunas. Hundirse en la melancolía conservadora de la parálisis o, con optimismo autohipnótico, dar el salto a la «revolución» (imitando el delirio leninista y avivando la es peranza de una oportunidad próxima): ésta parecía ser la elección que el campo histórico de entonces prescribía a intérpretes suyos que se tenían por realistas. Que con ello se exigía decidir entre dos opciones completa mente sobrepasadas era algo consciente a pocos entonces. También lo que se consideraba vanguardia fue burlado por falsos escenarios. Precisamen te la temprana Escuela de Frankfurt, que se hizo hegemónica desde los años cincuenta en Alemania, y más tarde en Estados Unidos como critical theory, se había enredado entre esos dos polos engañosos; sólo se mostró original por el hecho de proponer una combinación de salto y parálisis con consecuencias que llegan hasta el más reciente pesimismo de gala alemán. Sólo una pequeña minoría de intelectuales era capaz y estaba dis puesta, desde los años veinte, treinta, a salvaguardar, más acá de la utopía, más allá de la desesperanza, la referencia a los hechos económicos, jurídi cos y técnicos contemporáneos, en los que -por acumulación incesante de pasos aislados, apenas perceptibles, inventivos, operativamente eficientes- se hizo efectivo el acontecimiento de la época, la primera ruptura del círculo de miseria para los muchos583.
El lado psicodinámico y mental de esa cesura histórica no se trató en ninguna parte con el pormenor conveniente, por no hablar de las dimen siones conceptuales del acontecimiento: a ningún diagnosticador del mo mento se le ocurrió que en las generaciones presentes se estaba produ ciendo nada menos que el desprendimiento del concepto de realidad de la dogmática inmemorial de lo serio, pesado y necesario; en la que (según las insinuaciones del lógico e intérprete de Hegel, Gotthart Günther) des de siempre se oculta el sedimento de una comprensión tradicional insufi ciente de «ser» en el marco del pensamiento bivalente. En todos los fren tes se seguían escribiendo las novelas negras del positivismo. Tanto en el campamento izquierdo como en el derecho la inteligencia se desplomaba ante lo real como lo dominante, lo grandioso, lo terrible; sólo mínimos círculos estéticos consiguieron substraerse al culto de la realidad y a sus consecuencias paralizantes. Muy pocos se dieron cuenta, con Musil, de que al sentido de la realidad le había salido un rival serio en forma del sen tido de la posibilidad, que hoy alcanza su forma de explicación cristali zando en el reino de lo virtual. ¿Quién hubiera estado dispuesto a admitir
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que estaba en marcha una mutación de la experiencia y concepto de lo real mismo? El mensaje del siglo no encontró pregonero alguno. Tendría que haber rezado: hemos resucitado de lo real; o, menos patético: en ade lante permaneceremos a distancia de lo real.
La operación enriquecimiento es tan amplia, está tan llena de corrien tes en contra y efectos paradójicos, además, tan complicada en ambigüe dades y excepciones, ensombrecida por preguntas tan asediantes por los costes externos (hasta llegar a la sugerencia de que habría una carrera de armamentos de la miseria con el bienestar, imposible de ganar por este úl timo a la larga), que, exceptuando ciertos logros conceptuales, medio siglo después sigue sin poder ser apreciada en su desarrollo total. Tanto más difícil resultaba comprender lo que sucedía entonces, cuando esto mani festaba sus primeros perfiles. Ninguno de los que tras 1945 dirigieron su atención al fenómeno «economía libre de mercado» o comentaron la pe netración de electrodomésticos y combustibles fósiles en el moderno esti lo de vida hubiera sido capaz de juzgar el significado de esos objetos para la redefinición de viejos conceptos fundamentales europeos como «natu raleza», «realidad», «libertad» y «existencia». Por el contrario, apenas habría algún filósofo de ese tiempo que hubiera estado dispuesto a cons tatar que prácticamente todo el vocabulario tradicional de su disciplina co menzaba a volverse histórico con la aparición en el «mundo de la vida» de los teléfonos, motores de combustión interna, aparatos de radar, máquinas calculadoras. Puede que la antigua ecología europea de la escasez fuera perdiendo terreno, pero la creencia en el primado de la necesidad y en el carácter de carga de la existencia seguía manteniendo en pie el Viejo Mun do. El hábito de ser pobre y no tener éxito no cedía en su afán de dominio sobre los estados de ánimo. La riqueza llegó como un ladrón durante la no che584. Los pensamientos de los enriquecidos estaban en otra parte.
Hoy va resultando poco a poco reconocible que la negación de la levi- tación constituye la constante de la historia más reciente de las ideas. Fue ra donde fuera donde el alivio o aligeramiento pretendiera introducirse en la teoría y la moral, la gran mayoría de los pensadores -sobre todo los exégetas de los extremos, tanto de izquierdas como de derechas- se reti raba al terreno de lo «real» con peso, que se oculta bajo las superficies de la vida cotidiana y que ellos no se cansaban de evocar bajo los nombres más duros. Mientras que la descarga o aligeramiento enviaba por doquier sus señales, los realistas extremos se entregaban más desenfrenadamente
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que nunca al culto del pensamiento depresivo. Walter Benjamín se aven turó a la imagen del ángel de la historia, que creía tener a la vista una úni ca catástrofe, que amontona incesantemente ruinas sobre ruinas; con ello creó la imagen-test para los trastornos de vista de un siglo ofuscado por ra dicalismos585.
No puede decirse que sus contemporáneos lo hicieran mejor: se remi tieron a la lucha de razas y a las leyes de la sangre, a la explotación y las lu chas agudizadas de clases, al trauma y producciones inconscientes, al cuer po ignorado y a la agresión necrófila, a la mecanización de la vida y dominio de los aparatos, a la falta de recursos y a la segunda ley de la ter modinámica, a la aceleración del tráfico y globalización de la economía, al azar y acontecimiento no domesticado: pero, sobre todo, a la catástrofe, y una vez y otra a la catástrofe. Esos son los sitiales elevados en los que rei naba, soberanamente recelosa, la conciencia que había desertado a lo real. Ningún lomo de tigre era demasiado ancho como para que los realistas no hubieran querido cabalgar sobre él. Quien se consideraba en algo como pensador tenía que enseñorearse de lo real e inaugurar un discurso triun fante sobre su principio característico. Así como Bacon había enseñado que sólo se domina la naturaleza obedeciéndola, los realistas del siglo XX representaron la doctrina de que sólo se domina lo real sometiéndose a ello. Toda intervención en lo real estaba condenada a destacarse en com petición con otras duras ficciones de realidad. El suprematismo del realis mo se convirtió en el estilo lógico de la época. En la carrera por la puesta en evidencia más explícita de lo real hubieron de surgir las variantes on- tológicas de la pornografía: jamás se ha mirado a la realidad desnuda más profundamente dentro de las entrañas. Lo que se llamaron ideologías ¿qué eran, de hecho, sino ficciones de lo real, embriagadas por su dureza, su frialdad, su obscenidad? Para pasar como faltos de ilusión, los espíritus fuertes se precipitaron en el culto de la diosa cruel Facticidad. A ella le se cundaba una aliada no menos cruel, Decisión (en tanto que se reconoce la esencia de la apariencia en apostar por una única opción y dejar que mueran las alternativas). Con menosprecio indecible miraban los realistas, los diestros, los articulistas de los hechos duros, hacia lo que consideraban la chusma afeminada liberal, que se niega a aprender las lecciones sobre pasadas de la crueldad: si se trata de cepillar tablones de futuro, tanto peor para las virutas. Innumerables intelectuales se entregaron a la convicción de que sólo los grandes empresarios, los gángsters y dictadores han mira
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do al fondo de lo real; únicamente la mimesis del crimen da entrada al pensamiento en la arena histórica. Quien no logra participar en la em presa de la realidad como rufián del horror no ha entendido nada de las reglas de juego del todo.
Pero ¿y si el acontecimiento filosóficamente relevante del siglo XX hu biera consistido en que todas las ficciones de realidad, adictas a la grave dad, fueron debilitadas por un momento explícito de impulso hacia arri ba? ¿Si, en consecuencia, de lo que se tratara fuera de hacer profesión de aligeramiento como de una cesura evangélica? ¿De entender los realismos trágicos como hipnosis por kitsch negro? ¿Si el arrastrarse ante las defini ciones más duras de realidad hubiera sido el signo característico del opor tunismo más fútil -que hoy vuelve a verse actuar en los inspiradores inte lectuales de la realpolitik estadounidense-, como si se hubiera recapacitado mucho tiempo sobre la esencia del crimen, llegando a la conclusión de que sólo él determina el sentido del ser: al comienzo fue el delito? ¿Y si el espíritu libre hubiera de abandonar las estampas devotas de los hechos, a los que supuestamente no hay alternativa, si quiere volver a encontrar el camino a lo abierto? ¿Y si la característica del pensamiento reaccionario consistiera, desde entonces, en su alianza con la fuerza de la gravedad con el fin de negar la antigravitación?
2 La ficción del ser-de-carencias
A la vista de estas cuestiones se entiende sin esfuerzo que en el trans curso del siglo XX hubiera de resultar más difícil mantenerse en los su puestos fundamentales del conservadurismo clásico (en tanto su constitu ción es la de un conservadurismo de la miseria, un catolicismo de la carencia y una negación de la riqueza). En la medida en la que el mensa
je encubierto, y sin embargo omnipresente, de la facilitación de la vida se materializaba en los ánimos de las generaciones siguientes, la interpreta ción del mundo a la luz del prejuicio de la carencia se situó en una posi ción poco plausible. Cuya debilidad sólo podía compensarse con un des pliegue acrecentado de abstracciones pesimistas; y con una reforzada importación de negatividades. En este contexto ideológico se llega a una segunda explotación de la periferia, esta vez en favor del masoquismo del centro. El hábito de importar, barata, miseria como materia prima y de ela-
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horaria en productos admonitores de alto valor para el mercado domésti co es hasta hoy virulento entre los activistas de la indignación586. Con el ñn de no tener que reconocer lo inaudito sucedido en el Primer Mundo, la Internacional Pesimista hace cómputo de la penuria del Tercer Mundo frente a la reciente riqueza de Occidente y deduce un balance negativo; sí, incluso remite originariamente el bienestar del Primer Mundo a la pobre za del Tercero, para hacer que su holgura de vida parezca resultado de la injusticia (tanto económica como políticamente) frente al hemisferio sur. Así consigue que las circunstancias de vida propias, junto con su evidente abundancia y dinámica de mimo o autohalago, no se tematicen por de masiado cargadas de culpa.
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hecho confirmado, por el contrario, que las representaciones, muy apre ciadas por Hitler, de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, como preludio a las asambleas generales de partido, tenían lugar, al comienzo, ante plazas vacías y ante personalidades del partido nacionalsocialista, dor midas y maldispuestas frente a la cultura. Límites de la comunidad entu siasta. En la «ciudad de las asambleas generales del partido» ya existían en la época de losJuegos de Berlín dos grandes instalaciones, explotadas con éxito, para ejercicios de liturgia de masas, la Luitpold-Arena y el Zeppe- linfeld, ambos en forma de rectángulo colosal, cada uno de ellos con un lado de tribuna parecido al altar de Pérgamo: instalaciones a las que ha bría de añadirse una tercera, el Marsfeld, con medidas extremas de 1. 050 por 700 metros’47. No hay otro lugar en los paisajes conmemorativos de la Modernidad en el que se hayan materializado tan expresamente la teoría y la praxis contramodernas del hechizo de la reunión como en el terreno de la asamblea del NSDAP en Núremberg; tampoco ningún otro sitio en el que el carácter de festival del nacionalsocialismo pudiera palparse tan claramente con las manos. Aunque tanto los movimientos fascistas euro peos como sus vástagos anglo-americanos representaban por doquier la rebelión de los enemigos de la diferenciación y practicaban la oposición psicosocial a la flexibilización, inherente a ella, de las subjetividades-clien tes-ciudadanos (antes: descomposición de la personalidad autónoma), los nacionalsocialistas se reservaron el derecho de poner en escena la agonía más ostentosa del centrismo político. Llevados por una voluntad decidida de ilusión, losJuegos globales alemanes fueron inversiones equivocadas, y desesperadas, en la pretensión, ya obsoleta, de creer reunible, y convocar lo como si se tratara de algo así, al colectivo total, es decir, al pueblo de la sociedad nacional, dado el caso. En los escenarios pontificales para la fies ta de septiembre de Núremberg, celebrada en total seis veces (con un te ma específico cada una), desde 1933 a 1938, tanto en los construidos como en los planificados, puede reconocerse hasta dónde puede llegar el genio de la inversión equivocada. La función de Hitler, que fue a la vez el secre to de su éxito, consistía en que supo tomarse en serio fanáticamente su pa pel como director del festival de la ilusión de la reunión; su único talento indiscutible se manifestó en su capacidad de formular en el sentido de su mística sinodal los éxitos del movimiento nacionalsocialista, sorprenden tes para él mismo. Así, había gritado a los reunidos en Núremberg en la «Asamblea del partido del honor» post-olímpica, en 1936:
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¡Cómo no sentir de nuevo en esta hora la maravilla que nos ha reunido! . . . Al encontramos aquí, nos llena a todos lo maravilloso de este encuentro. No me veis todos vosotros ni yo os veo a cada uno de vosotros. ¡Pero yo os siento y vosotros me sentís! Es la fe en nuestro pueblo, [. . . ] la que a nosotros, errabundos, nos ha abier to los ojos y nos ha unido*48.
Esto va más allá de la acostumbrada hermenéutica religiosa del éxito, con la que los exitosos refrendan íntimamente sus galardones. La medita ción de Hitler saca su destello místico del puro dato de la reunión, como hecho masivo y realmente aconteciente. Con ello, la palabra éxito se hace sinónima de reunión; y reunión, de autoexpansión del Führeren el audi torio presente. Quien busca la verdad en «subjetividades de categorías más elevadas» puede fácilmente sentirse satisfecho en el caso de este super-no- sotros escenificado inmanentemente. El texto complementario lo recita ban los portavoces de los grupos del pueblo incorporados en bloque, co mo por ejemplo Robert Ley en la ceremonia del juramento de fidelidad de los Directores Políticos en la asamblea del partido del Reich, con el te ma de «La gran Alemania», de 1938, que se dirigió a Hitler como sigue:
Ante usted está de nuevo este pueblo alemán unido. Los trabajadores y cam pesinos, los ciudadanos, estudiantes y soldados, todos ellos han hecho su entrada en la gran esfera de esta catedral de luz. . . Mí*
Por supuesto que no se les pasó a los organizadores de Núremberg, mientras miraban a través del velo autohipnótico, que también estas con vocatorias del «pueblo alemán unido» se quedaban en reuniones repre sentativas muy selectivas: algunos cientos de miles, que estaban allí por aproximadamente 70 millones de alemanes. De ahí surgió, como en todos los grandes acontecimientos de tendencia inclusiva generalizante, la nece sidad de completar la totalización sinodal con la mediatización total. Yjus tamente ahí, en el acoplamiento del gran acontecimiento con su transmi sión por un medio de masas próximo temporalmente o sincrónico, se basa la información -cristalizada desde el período nacionalsocialista y obligada desde entonces- sobre la organizabilidad de «masas» simbióticas dentro de macro-interiores modernos y de la publicidad mediática conectada a ellos. Que el colector sintonice a una multitud reunida por el medio-pre sencia arénico es la condición necesaria, pero no suficiente, de la confir-
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Media Centre en la plaza Lord’s Kricket de Londres.
marión de la exigencia de captación general: ha de añadirse el conector, el medio de enlace a distancia, sea como alianza de burocracia v correo, sea como medio de masas de imprenta o de radio, para que la ficción de la síntesis social integral se vuelva operativa a través de acontecimientos or ganizados. Caiando colectores y conectores funcionan en la misma direc ción, grandes colectivos del formato de una nación pueden caer en la ex- citación simultánea que busca la dirección del festival. Sí, de ese modo pueden surgir episódicamente, incluso, esferas de sincronía de extensión planea; iia. como sucedió, por ejemplo, modélicamente, en las ceremonias de inauguración de Juegos Olímpicos o en el caso de singularidades, co mo los funerales de Diana, Princesa de Gales; como las transmisiones en directo de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de sep tiembre de 2001, o como la ceremonia nacional en recuerdo de las vícti mas en el New Yorker Yankee-Stadion, pocos días después, en la que unos veinte clérigos de creencia judía, cristiana y musulmana se pusieron a la ta rea de interpretar ante mil millones de espectadores el significado mun dial de la muerte de 6. 000 víctimas en el atentado al World Trade Center (más tarde corregidas a 2. 800 aproximadamente). Esa expansión a casi lo universa) es posible sólo porque las reuniones reales se transmiten, y las transmisiones, a su vez, producen nuevas reuniones. Considerada desde
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este punto de vista, la guerra de Hitler fue la continuación de los festivales en otro medio diferente: Juegos que, de acuerdo con su sentido de culto, significaron desde el comienzo, ante todo, fiestas de compromiso entre los vivos y los caídos alemanes, supuestamente engañados con la victoria, en la Primera Guerra Mundial. Como se ha hecho observar en interpretacio nes ambiciosas de la ideología nazi, la identidad corporativa alemana, de- signed by Hitler, Goebbels & Co. , poseía un núcleo de culto a los muertos. Por motivos conocidos no pudo celebrarse la «Asamblea general del par tido de la paz», planificada para la primera semana de septiembre de 1939; poco a poco, los sujetos captados por ideas nacionales fueron compren diendo que el tiempo de los festivales había pasado. En su lugar apareció la captación duradera de la opinión pública alemana, en todas sus organi zaciones comunales, empresariales, de asociación y de vecindad, por el estrés de cooperación de la guerra y el entusiasmo, generado por los me dios, de la fase en que las noticias eran de éxitos.
3 Sínodos discretos:
Para la teoría de los congresos
De los seis grandes colectores del nuevo Forum Germanicum de Nú- remberg: los tres lugares de desfile (Luitpold-Arena, Zeppelinfeld y Mars- feld), el planificado Estadio Alemán, el Antiguo pabellón de congresos (Luitpoldhalle) y el monumental Nuevo pabellón de congresos, del que se conservó un torso incompleto, sólo puede adscribirse una cierta moderni dad al último; no tanto desde el punto de vista arquitectónico, puesto que se trataba, otra vez, de una grotesca transposición del coliseo, cuanto des de la perspectiva sociológica asamblearia, ya que el tipo de edificio de con gresos contiene per se la respuesta de la Modernidad a la demanda de lu gares discretos de reunión para agrupaciones sociales. En la gigantesca construcción, unidos el elemento de la arena, el de la sala de conciertos y el de una burocracia wagneriana, llama la atención, a la vez, el carácter dis funcional de sus dimensiones, ya que un edificio de congresos, incluso ba
jo presupuestos nacionalsocialistas, sólo tiene sentido cuando (al lado de los numerosos escenarios de Núremberg para el culto y la distribución de órdenes) pone a disposición también lugares de deliberación y discusión: una finalidad que sólo se reconoce con dificultad en los fragmentos con-
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Fragmento del nuevo Pabellón de Congresos de Núremberg, del arquitecto Albert Speer.
servados. Como mejor se entiende el nuevo Pabellón de Congresos es co mo un palacio de ópera de partido, que se ha ido de las manos por su ex cesivo tamaño; también es una máquina de intimidación y aclamación: aquí, la elección acostumbrada por parte de la asamblea general del pre sidente del partido habría de sustituirse a gran escala por el ritual, ejerci tado en la sala Luitpold, de la «proclamación del Führer», y aquí hubieran tenido que oír los directores políticos los discursos culturales de Hitler. Sin embargo, representa un compromiso hipotético con el imperativo de la reunión de competentes en torno a un tema objetivo. Con él se llega a com prender -lentamente- que las «sociedades» modernas son biotopos temá ticos discretos, cuya forma normal de administración la constituye todo lo relacionado con el congreso; y aunque la colosal construcción cesarista de Speer llaga honor, sobre todo, y una vez más, al imperativo teatral, añade un paso, sin embargo, hacia la Modernidad acostumbrada, que apoya las simbiosis episódicas, los encuentros fugaces de sus colegios de expertos y grupos de intereses con una oferta correspondiente de lugares de reunión, salas, pabellones y salones de conferencia. Si se prescinde de las edifica ciones-grandes-colectores como estadios y museos (también de los colec tores de tránsito, las estaciones y los aeropuertos), la arquitectura contem-
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Tijibaou Cultural Cerner, Nouméa, Nueva Caledonia, Renzo Piano Building Workshop, 1991-1998.
poránea ha de ocuparse, en primer término, de las demandas de espacio de la sociedad de congresos50.
Lo poco que la «sociedad» actual, realmente existente, sabe de su pro pia constitución multicéntrica, politemática, intensamente congresual, es algo que puede deducirse del hecho, entre otras cosas, de que no hay ni un solo análisis sociológico, adecuado al rango del objeto, de la vida de reunión de la «sociedad» espumificada en asociaciones, corporaciones, clubs, empresas y sociedades: el extenso archipiélago de centros de con gresos, instalaciones para ferias, lugares de asamblea, hoteles de reunio nes, centros de clubs, locales de asociaciones, containers para reuniones de trabajadores de empresa y promoción ante clientes, academias de fin de semana, escuelas de cuadros, centros de educación avanzada, así como pa-
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Lingotto, Turín, Renzo Piano Bnilding Workshop, central de Fiat, 1983.
bellones v cobertizos para reuniones corporativas: todo esto constituye una térra incógnita para la percepción media de la «sociedad» en la «sociedad». Frente a la sobrevaloración organizada de las universidades existe una mi- nusvaloración espontánea del congresualismo, debida a escasez de per cepción; casi nadie se hace una idea de que los procesos de aprendizaje efectivos de los grupos profesionales, de las subculturas y de las élites de decisión hace tiempo ya que tienen lugar en un circo de reuniones extra académico, cuya invisibilidad, ciertamente, es sólo un efecto colateral del desinterés de la «sociedad» por su constitución real. A lo sumo, en algunas agencias de public-relationsy empresas de event-management-service, en firmas de organización de ferias o bolsas de oradores, en gabinetes de análisis de tendencias, así como en las pocas cátedras de profesores de Economía de la empresa, solicitados para reuniones y capaces de sentirse satisfechos re tóricamente, se reúnen materiales para una futura ciencia del congreso y la reunión; mientras la sociología académica, como de costumbre, discute sobre la capacidad de rendimiento de teorías de la acción o de sistemas, y expone interpretaciones de los clásicos. A lo sumo, los estudios multi-wí- lieu mantienen puntualmente el contacto con las realidades de auto-espa- cialización de la «sociedad» multifocal, oscilante en ritmos discretos de
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Sala de reunión de Lingotto, Turín, Renzo Piano Building Workshop, 1983.
reunión. A la vista de la constitución manifiestamente asinódica del todo, la organización de las innumerables situaciones simbióticas discretas sigue siendo lo gran impensado y desapercibido de la atención sociológica51.
El paso a una cultura diferenciada de los colectores presupone que ante una multitud presente, tenga cincuenta cabezas o cincuenta mil, se eviten las pretensiones de una simbiótica más profunda, como aquella en que se apoyan comunidades religiosas o colectivismos populares y sus respectivas ideologías de reunión. La sabiduría práctica de la cultura ac tual de la reunión y del event consiste en que se limita a asesorar, a su ni vel, las simbiosis del día y de las horas de colegios y comunidades de in teresados, sin abordar a los reunidos con pesadas sobreinterpretaciones de su conexión.
Desde los años cincuenta, el estilo objetivo y neo-objetivo de congreso, que se viene perfilando desde el siglo XIX tardío, se generaliza impercep tiblemente también en los países devastados antes por el holismo político. Pues, aunque la «sociedad» en su totalidad, pensada en singular como so ciedad mundial, o en plural como población de los Estados nacionales, re presente en cualquier circunstancia una magnitud no capaz de reunirse
(y, por eso, sólo totalizable mediática e imaginariamente), a las numerosas
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Terminal de containers en Bremerhaven.
ramificaciones sociales subordinadas, como partidos, asociaciones ciuda danas, federaciones, círculos, corporaciones, clubs y organizaciones pro fesionales, sí les caracteriza, por razones institucionales, el motivo de la reunión periódica. Se puede decir que todo es capaz de congreso excepto el todo.
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Si la Sociedad de Ortopedas de Alemania del sur acude en 2002 para su reunión anual, por ejemplo, al pabellón de fiestas de Baden-Baden (un año antes fue en la feria de Wiesbaden), basta con que el presidente salu de a los presentes asegurándoles que se alegra por su numerosa presencia; en ningún caso reflexionará sobre el hecho de la reunión como tal, y me nos aún mencionará el milagro que les ha llevado a reunirse en ese mo mento; en lugar de ello, da las gracias, nombrando a cada uno, a los orga nizadores y ayudantes que hay detrás del evento, sin cuyos esfuerzos no hubiera resultado posible. Si los accionistas de Daimler-Chrysler se con gregan para la asamblea general en el Hans-Martin-Schleyer-Halle de Stuttgart, Jürgen E. Schrempp renunciará a decir que él es la cepa y ellos los racimos, aunque los presentes estén tan substancialmente unidos por sus participaciones en el capital de la empresa como sólo podría estarlo una comunidad cristiana en el cuerpo místico del Señor. Los fríos sinoda les han comprendido que su reunión episódica en la gris simbiosis de un día de asamblea no contiene en modo alguno más verdad que su normal modo de vivir dispersos; ni los minutos de la conjura en tomo a un interés común en los discursos inaugurales de la reunión (por ejemplo, en forma de una resuelta declaración de hostilidades frente a los planes de reforma del Ministerio de Sanidad), ni los minutos, que nunca faltan, de recuerdo por los miembros muertos desde el último encuentro crean communio al guna desde arriba, tampoco producen ninguna unidad de estrés supremo, unida en la lucha. Las votaciones de las propuestas presentadas por la di rección son manifestaciones del análisis de intereses efectuado por los reu nidos y no emanaciones de un sí-mismo colectivo común a todos. Quien se ha apuntado y ha venido, reconoce ipsofacto una situación, en la que quienes tienen las competencias y quienes ganan por reparto de exceden tes trabajan crónicamente en la optimización de susjuegos de éxito.
4 Foam City.
Sobre multiplicidades urbanas de espacio
Sobre el trasfondo de las explicaciones de las arquitecturas de reunión se hace visible la peculiaridad topológica de las ciudades modernas: se de finen, por una parte, como emplazamientos de colectores pensados para colectivos reunibles; alojan, por otra, los complejos de apartamentos que
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sirven de cápsulas-vivienda a familias pequeñas o a quienes viven solos; y, finalmente, albergan las numerosas instalaciones del mundo del trabajo, en las que la mayoría de los habitantes de las ciudades aseguran sus bases económicas de existencia. Para la tarea de conformar un espacio común sobre los tres polos de la vida ciudadana (trabajo, vivienda, espacio públi co y colector) se han impuesto en la literatura urbanística las expresiones de tráfico y comunicación; como si se quisiera reducir el fenómeno ciudad a las generalidades del cambio de lugar y del flujo de datos. Desde que el impulso electrónico ha alcanzado a la teoría, esto llega hasta ficciones co mo la de la ciudad virtual, el territorio-on/m^, la City of Bits, la Ciberville y metáforas de descorporeización semejantes. Mientras más avanzado el mo delo, más vaporiza a la ciudad actual, convirtiéndola en un revoldjo fan- tasmático de nudos de redes telemáticas. El urbanismo-e supera la mate rialidad y densidad del espacio ciudadano en procesos angélicos de grandes líneas de tráfico. La característica más representativa de urbani dad se busca en la huida de la localización física y en la disolución de las situaciones incluyentes (disembedding). Consecuentemente, tales discursos sobre la ciudad sin propiedades de mañana aparecen regularmente en compañía de un romanticismo descentralizador y una mística de la inma terialización. Todos estos teoremas sub-eufóricos tienen en común que pa san por alto petulantemente (o dicho con mayor exactitud: que vuelven atemático por una elección conceptual no estimuladora de la percepción) lo ciudadano en las ciudades, la aglomeración atmosférico-activa de dis posiciones propias y peculiares de espacio (en nuestra terminología: el carácter de espuma de complejos de condensación urbana).
Según su constitución espacial real-surreal, la macro-espuma ciudada na sólo puede comprenderse cuando se ve en ella un meta-colector que reúne lugares de reunión y de no-reunión. La función propia de las metró polis consiste, evidentemente, en garantizar la coexistencia en vecindad de centros y no centros; no en forma de una supercentral, sino como aglo meración o apilamiento de potencias espaciales discretas de tipo colector, empresa, vivienda y superficie configurada al aire libre. La meta-colecta de la que surge la ciudad actual no tiene nada que ver con personas que pue den estar reunidas o aisladas. Se refiere a lugares, es decir, a invenciones espaciales preparadas en las que las personas perciben o no perciben opor tunidades de reunión y hacen uso o no hacen uso de oportunidades de co municación.
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SITE (Alison Sky/Michelle Stona/ Joshua Weinstein/James Wines), High-Rise of Homes (proyecto), 1981.
Si en el pensar tópico o utópico del último medio siglo ha existido al go así como la aventura de un nuevo urbanismo -nombres como Buck- minster Fuller, Nicolás Schóffer, Yona Friedman, Eckhard Schulze-Fielitz, Paolo Soleri, Peter Cook, Ron Herrón y, sobre todo, Constant dan testi monio de ello-, el acento de sus proyectos estaba puesto en el intento de
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transferir las ciudades fácticas a meta-ciudades literalmente metafóricas, es decir, elevadas y apiladas. En el gesto fundamental de evasión del suelo de esas ficciones de nueva ciudad no sólo habría que reconocer el utopismo de una fantasía acósmica y semimundana, que se contenta con el diseño de realidades paralelas; más bien, la voluntad de pensar de nuevo, me diante grandes estructuras-modelo, el espacio metropolitano multifocal y politemático tiene en muchos casos carácter analítico y teórico-modélico. No en pocas ocasiones está al servicio de una interpretación concreta, aun que indirecta, de la realidad. La mayoría de las veces los pioneros de esos planteamientos son teóricos del caos ante litteram, que, tras el fracaso del racionalismo centrista de la antigua Europa y la aversión que llegó a pro ducir el holismo-control, experimentan con procedimientos fundamental mente nuevos con el fin de comprender mejor la síntesis de la «sociedad» en espacios de concentración.
La nueva descripción del espacio urbano se produce sobre zancos: so bre los paisajes ciudadanos del statu quo, a los que se renuncia sin espe ranza, se levantan, sobre altos sistemas de pilares, las nuevas articulacio nes espaciales, radicalmente artificiales, en las que los urbanitas del futuro han de vivir la coexistencia con sus semejantes y con las cosas. Los pilares y apoyos contribuyen lo suyo a superar con un salto a la altura la cuestión del suelo, ya no resoluble sobre la superficie real de la tierra. Consecuentemente, se invierten grandes energías proyectivas en la idea de la torre; ésta ya no representa entre los nuevos urbanistas la forma ar quitectónica de la voluntad de poder feudal o del movimiento metafísi- co ascendente de la existencia5’2; en tanto que abandona simplemente abajo la vieja substancia, da testimonio de la cesura entre historia y post historia. Nada ya de arquitectura de espacios aislados aún no construi dos, de edificios anejos, de rehabilitación. Se trata de un nuevo plantea miento libre en la altura, de una nueva configuración en estratos en la vertical, de una autodeterminación arquitectónica posthistórica de los grandes constructores por encima de las pesadillas que han quedado de todas las generaciones pasadas. Entre edificación antigua y edificación en altura no hay dialéctica; sólo una sucesión que parece una superposi ción. Tras la primera toma del espacio por la sociedad enajenada y sus trágicos bienes inmuebles, que conocemos como las ciudades desarro lladas, la tierra ha de ser urbanizada una segunda vez y ocupada me diante construcción superpuesta, esta vez en el aire, con lo que la cons-
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Ingenhoven, Overdiek und Partner, edificio RWE en Essen, 1997.
trucción sobre pilares se convierte en la tecnología-base de la posthistoire. Une autre ville pour une autre vie.
En los innumerables dibujos, planos y maquetas de Constant (civil mente: Constant Antón Nieuwenhuys, nacido en 1920) -a quien destaca mos como el analítico y visionario más importante de la segunda cultura ciudadana- para su gran proyecto, obsesivamente seguido, New Babylon
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Constant, New Babylon, laberinto de escaleras.
(196(M97Ó), a los soportes les corresponde un significado francamente histórico-nlosófico: ellos han de acentuar explícita-espacialmente el estra to secundario de la existencia, la vida de deseos creativo-radical, liberada |x>sthistói i( amente, sobre la base totalmente automatizada de los antiguos factores tierra, trabajo, metabolismo. En el nuevo mundo de arriba de la segunda Babilonia -en el nombre1se nota la positivación típicamente pos moderna de la complejidad y de su consecuencia política: ingobemabili- dad- la era del materialismo queda cerrada: los neobabilonios son exis- tencialist kb-fluxus, que viven en un mundo tras el trabajo alienado. Su contacto con la realidad se produce exclusivamente sobre la construcción de entorn >s, atmósferas y espacios móviles. Merodean por losjardines col gantes dr la locura: combatientes, congeniales, codelirantes. Por eso los antiguos catastntienen que ceder ante una nueva descripción «psicogeo- gráfica» del espacio, ante una descripción que ya no se orienta a superfi cies terrestres, solares, fronteras nacionales, sino sólo a las acciones expre sivas de lof habitantes, a sus estados de ánimo, sus obras, sus instalaciones.
A pesar de todas sus concesiones al utopismo, Constant es en primer término un analítico de la «sociedad» poliatmosférica. Su punto de parti da es la irreprimible cualidad generadora de atmósferas de las prácticas
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Vivienda para mujeres no-sedentarias en Tokio, 1989.
humanas de morada. Dado que su utopía, siguiendo las fantasías sociales de la Internacional Situacionista, concibe la nueva «sociedad» como forma de coexistencia de parados felices, en su ciudad el milieu atmosférico de la convivencia, que en todas partes, por lo demás, sólo se considera como subproducto, aparece por primera vez como producto principal. (Guy De- bord, con quien Constant cooperó desde finales de los años cincuenta, había hablado en 1957 de «barrios de estado de ánimo» y «realidades de sentimiento» urbanas53. ) Los neobabilonios son los primeros habitantes de una estructura aphropolítica explícita: creadores de una ciudad que se despliega sobre la tierra como exuberante colonia nómada de artistas so bre zancos y que consiste exclusivamente en receptáculos de atmósferas y entornos individuados reversibles. El contenido de esa ciudad es la histo ria del arte de sus ciudadanos. Por lo que respecta a sus formas de apa riencia, se impone la idea de que Constant previo la estética chatarrera posthistórica de Mad Max.
La aphrópolis neobabilónica -mostrada integralmente en 1974 en el Gemeentemuseum de La Haya- visualiza con el gesto de exponer mode los no-autoritarios (es decir, no pensados para realizarse) una posible for ma urbanística de aquella «plástica social» que Beuys había postulado en
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sus discursos metapolíticos. Mark Wigley constata, a la vista de la intromi sión polémica de los situacionistas en los acontecimientos de mayo de 1968:
La atmósfera se convierte en la base de la actuación política. Lo accesorio, apa rentemente efímero, se moviliza como centinela activo en la lucha concreta. Como punto final fantasmático de tales luchas, New Babylon es una gigantesca jukebox de atmósferas, de la que sólo sabe hacer uso una sociedad completamente revolucio nada54.
El experimento conceptual de Constant sobre la coexistencia de para dos creativos en el espacio de flujo colectivo lleva al resultado de que todo ser humano no sólo es artista, sino, con mayor precisión: artista de insta laciones; y ello debido al hecho de que la emanación espontánea de am- biances o entornos cargados de significado se identifica con la consuma ción de la vida. La irrupción aphropolítica produce el efecto de que los neobabilonios ya no han de permanecer más tiempo b¿yo la coacción de la antigua construcción y antigua atmósfera (un hecho que se discutió en teorías anteriores bajo conceptos como enajenación e independización de objetivaciones del espíritu, entre otros por Georg Simmel, que había ca racterizado el carácter coactivo del hecho de nacer del ser humano dentro de un receptáculo simbólico compacto como «tragedia de la cultura»5"’)» si no que serían libres de comenzar siempre de nuevo con la construcción de su ambiente, sin estar sujetos a sedimentos anteriores. La premisa para ello es la derogación del principio clásico de realidad junto con sus agre gados ontológicos: el primado del pasado y la dictadura de la escasez. Pa ra poder pensar tales cosas Constant hubo de dar crédito abundante al motivo fantástico marxista de la liberación de sus cadenas de las fuerzas productivas, que conduce hasta la supresión de cualquier trabajo enajena do. New Babylon quiere crear un paraíso artificial en forma de unjardín tre pador planetario para mutantes constantemente creativos, que deparen un nuevo significado a la expresión espacio de mundo interior. Un paraí so o un jardín así no sólo ofrece un interior total, en el que todos los es pacios están climatizados, atmosferizados e iluminados artificialmente; la estancia en él significaría lo mismo que el ser-ahí dentro de un rizoma ar quitectónico, que deriva constantemente en forma de meandro e impre visible. Naturalmente, en él tampoco existen ya problemas de energía y
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medio ambiente, dado que se presupone su externalización: un resto ma sivo del pensamiento pre-ecológico, de explotación de la naturaleza, teñi do de humanismo marxista. Existencia tiene aquí el sentido de ser-en-la- instalación, sin sala fija y sin necesidad de patria, en constante movimiento no planeado, generado por el azar.
Este comportamiento a la deriva (derive), que, junto con la confianza en el próximo paso, surge del menosprecio por los grandes planes -el anta gonismo de los situacionistas con el cartesiano Le Corbusier es obligado-, anticipa elementos de la teoría del caos. Pero si el principio del creci miento de esa hiperciudad es la formación rizomática de cadenas, su co nexión con la construcción en serie, con la utilización de módulos y con la estandarización permanece oscura: igual que se desvanece, en general, su relación con la repetición, mimesis e innovación en lo indeterminado; aquí sigue actuando, inhibitorio, el mito de la creatividad permanente. Tanto más claramente se pone de relieve que la unidad de base de la gran forma urbana no ha de ser la habitación o el apartamento, sino una uni dad cuasi-macromolecular, que Constant llama sector.
Hay que reconocer en los modelos monomaníaco-constructivistas de Constant amplias cualidades analíticas, porque, a pesar de sujerga futu rista, han de interpretarse más bien como descripción del statu quo que como proyecto de futuro. Su fuerza consiste en que describen completa mente el modo de ser de la sociedad urbanizada desde su acefalismo, asi- noidía y movilidad. Por eso pueden hacer justicia a la constitución multi- focal y al temple poliatmosférico de la ciudad moderna mejor que cualquier teoría habida hasta ahora. Los comentarios de Constant ponen de relieve el carácter evolutivo y fluyente de la hiperciudad, a cuyo lado se hacen re conocibles las ciudades reales como gigantescas instalaciones inhibitorias, a cuyos componentes se les denomina, con razón, inmuebles. La debilidad del proyecto estriba en que, a pesar de su acentuación de las multiplicida des, no dispone de ningún concepto válido de la ciudad como meta-co lector; por lo que se le escapa el potencial de recogida del espacio urbano, la conexión de lugares de reunión y cooperación con lugares de separa ción e inmunización (literalmente: de la no-participación en las muñera o tareas del colectivo). A nuestro entender, en New Babylon no se encuentra alusión alguna ni a los colectores de la cultura de masas, ni al mundo ha bitual del trabajo; tanto más claramente llama la atención la expansión unilateral de un tipo de espacio que hasta ahora sólo se conocía por los
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Gerald Zugmann, ZAK - Academia del futuro Coop Himmelb(l)au, C-Print.
museos <>entornos artísticos. Una documenta planetaria, movilizada y em plazada a largo tiempo.
A pesar de todas estas debilidades, Snv Babylon posee fuerza descripti va con respecto a las condiciones-/¿/^-5íyfeque desde los años setenta fueron domina] fies en las regiones de bienestar de la Tierra: anticipa un mundo sin vínculos duraderos y puebla sus espacios interiores con seres humanos, para quienes el relajamiento progresivo de los liens sociaux y el cambio del estándar existencial de la economía de la escasez a experimentos con abundantes recursos fueran hechos dados. Lo que en los años cincuenta y
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Pabellón de Holanda en la Expo de Hannover, 2000.
sesenta del siglo XX fue un romanticismo radical de izquierdas de la «vida intensa»56, con el establecimiento de la civilización-life-style se ha converti do en normal para innumerables ciudadanos del Primer Mundo. En tan to New Babylon intentó pensar hasta el final la equiparación entre ciudad y mundo, con ello se consiguió la aproximación mayor alcanzada hasta aho ra entre los tres tipos de realidad insular de la estación espacial, el inver nadero y la esfera humana57; uno se convence de ello en cuanto compara el carácter individualista avanzado de la población neobabilónica, bohe mio-burguesa de artistas, con los programas casi tribales de los primeros equipos-itaw/era 2. En el proyecto de Constant no se ve en la Tierra más que una base del viejo mundo para una estación espacial multicultural (fundada monocivilizatodamente, es verdad, en el lujo expresivo occiden tal). De la vieja naturaleza sólo se mantiene en él tanto cuanto se pueda in corporar a un amplio invernadero. Naturalmente, en una New Babylon rea-
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Blur Building, Elisabetli Diller + Ricardo Scofidio, 2002.
lizada también habría animales y plantas; pero sólo como co-habitantes del interior integral, no como biosfera autónoma o mundo verde externo.
En la contribución holandesa a la Exp^2000 de Hannover pueden re conocerse vestigios del impulso de ConstaiBkm un edificio de varios pisos transparente, más aún, sin fachada, se alojagcomo si se tratara de inquili nos en sus apartamentos, en seis niveles cí^mil metros cuadrados cada uno, una secuencia de biotopos superpuesdl^ia plasmación efectiva del
motto holandés de la Exposición Universal: «Holanda crea espacio». Como forma híbrida entre jardín botánico y gran vivienda, este edificio ingenio samente extravagante, una especie de casa elevada vegetal, ofrece un co mentario acorde con los tiempos a un concepto ampliado del habitar como acomodo de una multiplicidad biotópica en condiciones de alta concentración urbana. Quizá pueda deducirse de esta instalación la tesis de que los discursos sobre la «sociedad multicultural» se mantendrán sin objeto mientras no suija la conciencia de que la auténtica matriz de la mul tiplicidad hay que buscarla en la diversidad de los biotopos. La polibiotó- pica consigue sus materializaciones en la arquitectura avanzada. De ellas puede deducirse que, en el futuro, las «naturalezas» o biomas se encon trarán menos «fuera» que en los grandes invernaderos de una civilización, devenida consciente de sus tareas como anfitriona de complejos biotópicos.
En el siglo XX, la tendencia al alojamiento de naturalezas o biotopos en <onsirut iones urbanas va más allá, en muchas partes, de las formas tradi cionales del «parque ciudadano» o del invernadero. El tema del encapsu-
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Max Peintner, La fuerza de atracción inquebrantable de la naturaleza, 1970-1971, lápiz.
lamiento gana en amplitud hasta tal punto que se aventura a la integral ión de complejos cada vez más grandes, antes paisajísticos o ciudadanos ex ternosTM. La ciudad (y paisaje ciudadano) moderna se convierte cada vez más en una unidad operativa de la tríada, que hemos expuesto antes, de estación espacial, invernadero e isla humana. En el polo urbano de la ten dencia se muestran interiores ampliados como el Ceiling Show de Jon Jer- de, instalado en los años noventa en la Freemont Street de Las Vegas, me diante el que toda una arteria ciudadana se transforma en un nocturno mundo de vivencias de luz y sonido para un público-uwu/ transeúnte; en el polo opuesto hay que enfrentarse con paisajes híbridos a cubierto como los que, en Japón y otras partes, encarnan algunas pistas de esquí indoors y campos de golf bajo techo. Hay que precaverse de considerar tales ejem plos sólo como curiosidades. En ambos casos, la arquitectura contempo ránea ha ido más allá tanto de la idea de la vieja Europa del pabellón con- gregador de seres humanos como de la utopía del gran interior (del tipo del pasaje de Benjamin) y de las formas clásicas de colector. Los nuevos en tornos-vivencia no sólo parodian las viejas concepciones de ciudad y cam po, parecen burlarse también de conceptos modernos como «mundo de
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la vida» y «protección de la naturaleza», cuya ceguera espacial se percibe ahora inmediatamente.
A estos macro-interiores les es inherente por ahora un cierto rasgo frí volo que apenas deja entrever que tales constructos podían significar ejer cicios preliminares para el caso crítico climático. ¿Podría valer también pa ra Europa, en un tiempo no lejano, lo que un comentador frívolo ya afirmó a finales de los años noventa del siglo XX: que el respirar es dema siado importante como para seguir haciéndolo al aire libre? ¿Tienen que prepararse realmente los ciudadanos de siglos venideros, en las naciones ricas, a una despedida de la dula atmosférica? Hoy gustaría escuchar el co mentario, del año 2102, de un colaborador del Ministerio Europeo de la Atmósfera Aérea y Espacial sobre un trabajo, que entonces ya haría mucho tiempo que se habría convertido en mítico, de los arquitectos neoyorqui nos Liz Diller y Ricardo Scofidio: una atmo-arquitectura en Yverdon-les- Bains, a orillas del lago de Ginebra, titulada Blur Building, que se convirtió en el signo distintivo de la Expo 2002 de Suiza, y que la voz del pueblo denominó, sin más, «la nube»TM, dado que -con gran despliegue técnico- invitaba al visitante a un paseo sobre una larga pasarela a través de una es tructura espacial plástica artificial, constituida por agua del lago pulveriza da. A pesar de haber sido tachado por algunos críticos de frívolo y censu rado como derroche, el edificio nebuloso, hecho de polvo de agua, que con el cambio del tiempo se mostraba en los estados de ánimo y colores más diversos, fue saludado por la mayoría de los visitantes de Yverdon co mo una introducción muy ingeniosa en el arte de andar por las nubes (con impermeable, por supuesto). Ciertos visitantes concretos puede que en tendieran, incluso, que allí, bajo aquella forma frágil, se encontraban ante un intento técnicamente ponderado de instalación macroatmosférica; o mejor, dado que nubes transitables, como instalaciones en general, no son experimentables a la manera de un encuentro, que se les invitaba a una in mersión en una escultura climática.
Puede deducirse de la popularidad del objeto que abrió a sus visitantes a una intuición de cuestiones venideras del air desiga y de la técnica climá tica. Estaría bien que el colaborador del Ministerio citado informara sobre cuál es la historia espacial y climática para la que sentó un precedente el experimento de Yverdon cien años antes.
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Capítulo 3
Impulso hacia arriba y mimo* Para una crítica del humor *puro
Tuve suerte: durante mi vida he visto cambiar la conditio humana.
Michel Serres, Hominiscencia
Hubo un tiempo en el que la pobreza fue el [. . . ] factor determinante de todo, evidente mente hoy ya no lo es [. . . ]. Puede que sean serios los problemas de una sociedad que vive en la superabundancia, que no se comprende a sí misma; puede que incluso pongan en peligro su riqueza» Pero seguramente no son tan serios como los de un mundo pobre, en el que los sim ples mandamientos de la necesidad excluyen, efectivamente, el lujo de malas interpretaciones, pero en el qu£ lamentablemente tampoco puede encontrarse solución alguna.
John Kenneth Galbraith, La sociedad opulentaTM'
1 Más allá de la penuria
Puede definirse el conservadurismo como la forma política de la me lancolía. Para el síndrome conservador, que tomó forma en Europa des pués de 1789, quedó como determinante el hecho de que había surgido de la mirada retrospectiva a los bienes, formas de vida y artes irrecuperables de los tiempos preburgueses. Entre sus presupuestos contaba la seguridad de no poder convertirse jamás en la opinión dominante. Adquirió sus to nos elegiacos por la puesta de relieve de la costumbre de contar en la na turaleza humana con las constantes más oscuras. Es conservador quien se niega a dejar de creer que lo bueno y lo noble estén ligados al lugar y a la irrepetibilidad; para lo vulgar bastan, por el contrario, el principio de la mayoría y la repetición mecánica. Una reserva así obliga a quienes no tie
* Verwóhnung. mimo, atención, cuidado, dedicación, regalo, halago, obsequiosidad, confort, bienestar, comodidad. . . En todas estas acepciones aparece esta palabra en este libro, pero siem pre con el referente semántico último del mimo, en general, de la madre al hijo. (N. del T. )
*’ Laune. humor, estado de ánimo, incluso veleidad, antojo, capricho. (N. del T. )
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nen nada que ganar en la historia maníaca de lo nuevo. Este modo de sen tir lo cultivará quien no quiere ser confundido en modo alguno con los usufructuarios de circunstancias venideras. Si en el main-stream optimista se habla de mejora constante de las condiciones de vida, el conservador se pone a cubierto. Suponer lo mejor en el futuro: ¿eso no significa ya buscar en la dirección equivocada? Fluctuando entre resignación y aborreci miento, el conservador contempla al de ánimo progresista en medio de su trajín y espera que actúe la entropía. Según su convicción, el progreso nunca es más que la aceleración de la huida ante lo bueno, que, inalcan zable, queda tras nosotros. Ya Tocqueville describió el tipo del biempen- sado detractor del propio tiempo, preocupado por él, para el que lo malo era inseparable de los éxitos de lo nuevo561.
Quien, como conservador, pretende elevarse al nivel de lo fundamen tal, tendría que continuar desde aquí hasta llegar a generalizaciones an tropológicas; tendría que aprender a asociar la idea de «humanidad» con el adjetivo «incorregible». Si uno se hubiera sometido a ese ejercicio vería pasar por el escenario terreno a los seres humanos de todas las épocas con una escolta, siempre igual de larga, de defectos, necesidades, cargas. En tonces ni siquiera se podría hablar ya de «retorno de lo trágico»: estamos inevitablemente incrustados en ello como en un tejido de primera y se gunda naturaleza.
Si los modernos expresan su convicción de que están en camino de optimar su estatus de inmunidad y sus artes de vida, el conser vador adiestrado levanta sus cejas. Nada impresionado por la autopublici- dad de los nuevos tiempos, no está dispuesto a hacer concesión alguna al optimismo. Puede que la historia que está sucediendo signifique un paso adelante, pero nunca un progreso. El gran teatro del mundo es la fiesta eterna de la muerte por la falta de diferencias de calor; quien aplaza ésta aparece como el verdadero retardador.
No es extraño que el sentimiento auténticamente conservador gozara de sus mejores días durante la primera mitad del siglo XIX, en aquella «compleja época de mantenimiento»562, a la que los historiadores han ads crito, con motivo, el título de Era de la Restauración. Eran los decenios, aparentemente tranquilos, del romanticismo burgués, en los que los de fensores de lo sido pudieron entregarse por última vez a la ilusión de que era posible ponerse a seguro frente a la fuerza disolvente del progreso. En ningún otro tiempo resultó tan cercano para tantos mirar con aflicción al pasado y, sin fe en la mejora, al futuro. «Parte de tus reservas, no de tus
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consignas», reza la divisa del escepticismo conservador. La verdad sobre la situación sólo era expresable melancólicamente para sus adeptos: quien no ha vivido antes de la cuestión social no sabe nada de la dulzura de la vi da.
Cuando el conservadurismo adoptó maneras cultas inventó la «ciencia triste» del ser humano y sus condiciones económicas, que desde comien zos del siglo XIX constituye el bajo continuo de todos los discursos de la modernización. Es triste la ciencia que va al fundamento de las condicio nes materiales de la opresión humana. En 1849 Thomas Carlyle acuñó la expresión dismal Science para proporcionar el concepto, mejor, la tonali dad, a lajoven disciplina de la economía política, tal como fue represen tada por los «muy honorables Profesores» Ricardo y Malthus563. La expre sión fue cautivadora mientras la teoría, todavía poco popular, sobre la «riqueza de las naciones» parecía ser, a la vez, la ciencia de los motivos in superables de la precariedad económica, perdurable para siempre, de las grandes «masas». En la ley de Ricardo, llamada más tarde férrea ley del sa lario, éstos fueron formulados clásicamente: el «precio natural del traba
jo», más allá del cual no parecía posible ningún suplemento, sería aquel «precio necesario», que permite a los trabajadores tanto mantener su cla se como reproducirse «sin incremento ni pérdida». Según esta compren sión de las cosas, la «sociedad» administradora al modo liberal-capitalista tenía que permanecer dividida para siempre entre los pocos felices que, como landlords, prestamistas o dueños de fábricas, se aprovechan de los mecanismos creadores de riqueza del intercambio desigual en mercados aparentemente libres, y la mayoría de infelices que, sin esperanza fundada en el cambio de su situación, permanecen encallados en la condición pro letaria o agrario-pauperista. Como «ciencia triste», la economía política es una escuela de la crueldad esclarecida, dado que educa a sus adeptos en la resignación ante las supuestas legaliformidades de la pobreza de masas. La teoría liberal del siglo XIX define a los pobres como aquellos a quienes no se puede ayudar aunque se tuviera la mejor voluntad de hacerlo564.
Observemos que cuando cien años después de Carlyle el ambivalente conservador Adorno volvió a acuñar la expresión «ciencia triste» -creyen do haber invertido originalmente el título de Nietzsche Ciencia alegre [Fróh- licher Wissenschaft]- seguía una visión, cuya tenebrosidad superaba con mu cho los hechos del pauperismo industrial. Lo que importaba al filósofo era aprehender un contexto forzoso, que no sólo zambulle a los muchos infe
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lices en las ofuscaciones dictadas por la penuria, sino que deteriora tam bién desde su base la existencia de los felices actuales y potenciales565. Según el autor, tampoco los más agraciados se libran de la desfiguración del mundo por la abstracción del intercambio; en ella todo estaría «acuña do de modo semejante». La vida misma se deteriora por la sujeción de to das las cosas a la expresión del precio. Considerada desde este ángulo, la temprana Teoría de Frankfurt, prescindiendo de sus impactos utópicos, ofrecía una forma final del conservadurismo esclarecido; se podría decir también: del pesimismo de quienes se han salvado. En ella siguió aún sin eco el acontecimiento elemental del siglo XX, la superación de la pobreza material de masas en el Primer Mundo. Estaba penetrada por la convic ción de que la riqueza económica nunca bastará para disolver el complejo de pobreza ante el que se inclina la especie humana desde el surgimiento de los Estados arcaicos, con sus cáusticos regímenes de nobleza y sacerdo tes. Enseñó, consecuentemente, que todo enriquecimiento de la multitud sólo podía conducir a la miseria en nuevos ropajes, del mismo modo que la ilustración no significa nunca otra cosa bajo el capitalismo que el cam bio de forma del engaño. Si hubo una idea en la antigua Teoría Crítica, que puede llamarse crítica a pesar de estas exageraciones mediocres, se en contraría en el supuesto, por muy insuficientemente que estuviera funda do, de que tras los fenómenos empíricamente deprimentes del homo pauper, se oculta una «naturaleza» polarizada en sentido contrario. A esa reserva se refería la fórmula de Adorno del «recuerdo de la naturaleza en el ser hu mano». Si, a veces, su oscura imagen del mundo podía ser percibida como rodeada de un borde dorado, esto se debía a que el autor dejaba que re sonara en escasos momentos la idea de que en las experiencias dichosas de una niñez mimada iban incluidas disposiciones morales dignas de genera lización, aunque no capaces de generalización en la práctica. En lo que si gue nos ocuparemos de la cuestión de si es posible dar un giro activo a esta insinuación recatadamente romántica. La respuesta es afirmativa. El cami no hacia ella lleva por la comprensión afirmativa del concepto Venvóhnung [mimo, confort, comodidad, bienestar]. Para andarlo es necesario estable cer una teoría del lujo constitutivo, en lugar de una antropología, a la que ya se había llamado la filosófica, quizá algo precipitadamente.
Tras el colapso del socialismo en el grupo de Estados de la Europa oriental en tomo a 1990, entre periodistas y comentadores de la historia
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aconteciente se ha convertido en uso en pocos años, al echar una mirada retrospectiva al «corto» siglo XX pasado, servirse de la fórmula, lanzada en un momento oportuno, de Eric Hobsbawm: época de los extremos. Al ci tarla, se hace profesión implicite de la opinión de que el contenido funda mental de esa época consistió en el duelo de las ideologías totalitarias de tipo étnico-nacionalista y socialista-intemacionalista, y en la exitosa batalla defensiva del capitalismo democrático contra esos dos heterogéneos me llizos sanguinarios. Por eso parecía que el proceso nuclear del siglo era coextensivo con la duración del experimento soviético y que su estela de violencia tendría que acabar a la vez que la cauterización definitiva de ese delirio56. (A la vista de la nueva confrontación surgida entre el mundo ca pitalista del bienestar y las redes del odio simplista sabemos que ese su puesto era precipitado. ) No obstante, el cambio de la ageofextremesno pue de hacerse más plausible de lo que corresponde a una tesis extremamente sumaria como es. Para los historiadores que dirigen su atención no sólo a las cataratas de acontecimientos y a los discursos excitados del siglo XX, si no también a las oleadas a largo plazo de la cultura tanto material como simbólica del oeste, tiene mayor importancia hoy el hecho de que la age of extremes, a pesar tanto de su masacre como de sus sistemas de discurso ex cesivos, por lo que respecta a sus acontecimientos decisivos ha sido en pri mer término una época de procesos constantes.
Pese a recesiones fundamentales, esto sirve, sobre todo, en vistas a la acu mulación y propagación de instrumentos de mejoría de la vida en el Pri mer Mundo. Por la inclusión de las «masas» en la repartición de la rique za, el gran flujo fue dirigido -generalmente bajo la constante presión de la izquierda moderada- a derroteros que siguen siendo válidos: toda una singularidad desde el punto de vista histórico. La tendencia a la mejora y participación de los más pobres en los privilegios hasta entonces de los ri cos se apoyó en los siete continuos efectivos de la modernización: la inves tigación científica incesante, la invención técnica nunca desalentada, el creciente atractivo de la forma de vida empresarial, la expansión constan te de un sistema de salud sobre base de previsión social, la inclusión de un público cada vez más numeroso de clientes en el consumo económico y cultural, así como la consolidación de la inmunidad profesional yjurídica de los individuos mediante un derecho laboral elaborado, sobre todo de las mujeres que ejercen una profesión, y, finalmente, la instauración de un sistema de seguros ampliamente especializado, incluso omnipresente567.
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Los efectos de estas reformas de las condiciones medias de vida durante una serie de decenios se añadieron en las naciones modernas, más allá del rápido cambio de las estructuras de familia y mentalidad, a una brusca pro longación de la esperanza de vida, unida a una caída en picado simultánea de las cuotas de natalidad568; pero, ante todo, condujeron a una amplia ción, históricamente sin par, de los espacios libres en el budget temporal de los individuos.
La sinergia de los factores progresivos creó una situación en la que los individuos son invitados a tomarse en serio de modo inusual. En el indivi dualismo secular, que reviste por dentro la situación de bienestar casi om nipresente, cada uno o cada una, mientras él o ella se sustraiga a la de presión, está condenado a aceptar que él o ella es importante: y ser importante significa poder asentarse como fin absoluto uno mismo, aun que no haya un dios que se interese por los individuos ni hoy ni post mór- tem. El campo social estalla, creando decenas de miles de plataformas pa ra la entrada en escena de ambiciones individualizadas. En la mayoría, tomarse como importante lleva a la decisión de divertirse solo o con otros. Con la elevación de la diversión a un motivo de vida que afecta a todos los estratos sociales se disgrega el fenómeno biopolítico-psicopolítico que an tes se llamó proletariado: la clase trabajadora, anclada en la miseria, para la que la producción de descendientes, proles, señalaba el único horizonte de futuro. La clase trabajadora industrial, divinamente deprimida, desa parece de la escena: aquel sujeto central imaginario del siglo XIX, del que los perdedores de la revolución de los últimos doscientos años, que se ra dicalizaron incesantemente hacia la izquierda, afirmaban lo peor y espe raban lo mejor.
Quien se deje aún impresionar demasiado por lajerga de la militancia y por el romanticismo de la discontinuidad no acierta a reconocer que el acontecimiento fundamental del siglo XX sólo puede interpretarse en la lí nea de un principio de constancia: lo que en perspectiva diacrónica cons tituye el contenido decisivo de esa época es la evasión de la «sociedad» mo derna de las definiciones de realidad de la era de pobreza material y sus compensaciones espirituales; definiciones que, por lo dicho antes, fueron efectivas hasta en las tempranas doctrinas liberales de la economía políti ca, para, en el transcurso del siglo XX, sobre todo desde los años cincuen ta, aflojar, por fin, su zarpada sobre la mentalidad de las poblaciones del Primer Mundo.
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En este contexto, estereotipos tempranos como el de la «sociedad de consumo», el de la «sociedad de vivencia», el de lafun societyy semejantes adquieren un significado de diagnóstico de los tiempos: conceptualmente inermes, pero no sin objeto, estos giros aluden al hecho enorme de que el clima de realidad de la «sociedad» occidental contemporánea -probable mente por primera vez desde la implantación del recuerdo en nuestro es pacio de tradición- ya no viene determinado prioritariamente por los te mas de pobreza y por la psicosemántica de la necesidad, junto con sus superestructuras religiosas y metafísicas, a pesar de los esfuerzos de la In ternacional miserabilista. Sea lo que sea lo que aduzca la alianza de mo dernos abogados defensores de la penuria, psicólogos-conditio-humana, ex presionistas-trauma, aseetas-vanitas y visitantes académicos del país de la pobreza persistente569, con el fin de anunciar objeciones contra el aconte cimiento superabundancia:,ya no puede negarse con motivos suficientes que las irritaciones de la «sociedad» actual las crea, casi sin excepción, su riqueza.
Ya a finales de los años cincuenta, poco después de la primera crista lización del fenómeno en Estados Unidos y en Europa occidental, John Kenneth Galbraith dijo clarividentemente que el gran problema de la «so ciedad de la opulencia» consiste en no lograr arreglárselas ni conceptual ni psíquicamente con su propia novedad, con su emancipación del pri mado de la penuria, por no hablar ya de la interpretación política de la ri queza570. Por consiguiente, no basta con declarar que la affluent society no se entiende por ahora a sí misma; hay que contar con que ella proporcio ne representaciones completamente desfiguradas de su estado inusual, más aún, con que sus intérpretes de tumo rechacen como una macabra imposición todo intento de articular su estatus actual en expresiones neu trales y descriptivas. Quien pretenda hablar a la «sociedad» rica de su ri queza -y de sus implicaciones morales- sólo puede ser un positivista falto de tacto, a quien falta la delicadeza de sentimientos para entender las ten siones que supone el mantenerse aparte dentro del bienestar. Por mucho que la «sociedad» de la opulencia [afluencia] aprendiera a saberse mane
jar virtuosamente con su riqueza rápidamente habitualizada (en este con texto hay que interpretar los derroches prima facie escandalosos del erario público como participación alegre del Estado en la abundancia), en sus autorrepresentaciones ejercitadas se mantiene en las categorías del uni verso-pobreza. La «sociedad opulenta», no convencida de sí misma, utiliza
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para observarse ópticas de penuria nítidamente ajustadas. Toda falta a la norma se registra: quien osara elaborar otras descripciones de ella que los balances de crisis usuales, política y humanistamente correctos, se haría sospechoso de cinismo; quien en innumerables frentes internos no reco noce las precariedades, que claman al cielo, es identificado rápidamente como agente de la desintegración social. Hablar en términos positivos de la riqueza ampliamente diseminada, aunque rigurosamente repartida de mo do desigual, del Primer Mundo: ¿eso no significaría inmediatamente invi tar a apartar la vista de la tragedia ante los portones del lujo? ¿No signifi caría eso cerrar los ojos y oídos ante los residuos de miseria que permanecen obstinadamente en el interior de la zona de bienestar? En el mejor de los casos, a un intérprete que se mostrara impresionado por los hechos de la superabundancia se le diagnosticaría como un ingenuo que se deja seducir por superficies.
Pero ¿y si la represión decisiva de nuestro tiempo se refiriera en verdad al propio bienestar? ¿Si la negación de las comodidades efectivas constitu yera el leitmotiv de todos los discursos públicos en el mundo de la supera bundancia? ¿Si el secreto industrial de la «sociedad» actual consistiera en la actualización permanente de fantasías de penuria para la «amplia clase media»? Esto no tiene por qué significar que la civilización contemporá nea sepa proteger a todos sus miembros de accidentes, enfermedades, in fortunios, pobreza y experiencias de fracaso: esto sería una perspectiva in fantil de la relación entre renta y destino. Los dramas del presente, sin embargo, siguen la mayoría de las veces guiones que ya no pueden remi tirse a la vieja representación «Sufrir bajo la sociedad», ni en su versión de teoría de la explotación ni en su versión de teoría de la alienación.
No obstante, las inercias del pesimismo sociológico y sus predecesores más antiguos siguen actuando prepotentemente: de un pesimismo, cuyas definiciones de realidad hay que comprobarlas, como en otros tiempos, en la lucha por la existencia de una mayoría de domicilios pobres sin espe ranza. Prescindiendo de la gran cesura material, este diagnóstico no ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años: en todo caso, la adminis tración de la escasez aparente se ha solidificado en rutinas corporativas. Nadie para quien no se hayan convertido en una segunda naturaleza los ejercicios de la queja profesionalizada puede llegar ni en la nación, ni en las autonomías, ni en los ayuntamientos a una posición elevada. Para ello, los bien abastecidos han de faenar en las aguas profundas de la «tradición
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de los oprimidos». Sea lo que sea lo que se diga en el espacio público: la mentira de la miseria redacta el texto. Todos los discursos públicos obe decen a la ley de volver a traducir el lujo que ha llegado al poder a lajer ga de la miseria.
A pesar de este concordato de la «sociedad» del confort con la vieja y venerable miseria, se amontonan los indicios de que, mientras tanto, el proceso generador de superabundancia se ha introducido en las estructu ras capilares del conjunto social. Según recientes valoraciones, a partir de los años ochenta, en la República Federal de Alemania se podía clasificar como relativamente pobre algo menos del 10 por ciento de la población, mientras que había que considerar rica en sentido amplio a la mayor par te, aunque la expresión, naturalmente, siguiendo las leyes de juego del
«capitalismo renano», designe la mayoría de las veces condiciones más bien modestas de riqueza571. Aunque el agravamiento de la competencia en los mercados mundiales hiciera crecer el segmento más pobre de la «so ciedad» hasta el 20 por ciento (un valor que podría estar superado ya cla ramente en Estados Unidos, más proclive a la discriminación), todavía se seguiría contando, en el lado mayor de la fracción, con un espacio de bie nestar de amplitud históricamente sin par572.
Por lo que respecta a losjuicios subjetivos de realidad, en la gran ma yoría de la gente divergen dramáticamente, por supuesto, de esas clasifi caciones y cuantificaciones. La diferencia entre bienestar estadístico y fal ta de confort sentida es tan grande como pocas veces antes, incluso allí donde ningún filtro radical de izquierdas enturbia los resultados. En todo Occidente, especialmente en Europa central y occidental, se observa hacia el final del siglo XX una amalgama de saciedad privada yjeremiada públi ca, que refleja una seudosatisfacción depresivo-explosiva al lado de un en foque de la vida a menudo fuertemente depresivo. Este síndrome de si mulaciones de necesidad y fantasías de penuria, identificadas por el feuilleton como «quejas de alto nivel» (se podría hablar de miserabilismo- belcanto, si las voces de los protagonistas fueran mejores), se pondrá de re lieve, sin duda, en una futura historiografía de la cultura como la carac terística fuerte de la cultura presente; de modo parecido a como Simón Schama, en su gran obra sobre el siglo XVII en los Países Bajos, ya habló de una era del Embarrassment of JUchesTM. Entonces hizo su aparición por pri mera vez en el mundo burgués el oxímoron del estilo de vida rico-pobre, suntuoso-humilde, que desde entonces -en las más diversas coyunturas-
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sumerge las conciencias de los acomodados en continuos baños altemos de agrado y desagrado dentro del propio bienestar. A la vista de estos fenó menos resulta natural agudizar activista, mejor, sádicamente, el concepto de satisfacción para el presente, como fue propuesto por Galbraith en un estudio reciente sobre los motivos de la saturación, prevenida frente al la- crimeo, de las «sociedades» occidentales: satisfacción (contentment)es «opo sición altamente motivada al cambio y la reforma»574.
Por muy extendida que esté actualmente la hipocresía de la penuria en la «sociedad» rica, no puede calificársela aún como totalitaria. Existen, por ahora, núcleos de oposición, en los que seres humanos acomodados ha blan abiertamente de su riqueza. Algunos de ellos parecen, incluso, dis puestos a extraer de ella consecuencias morales y atmosféricas: quien no niega su riqueza será capaz más pronto de consumar el giro de los diseños de la existencia del resentimiento del enriquecido a la virtud obsequiosa del rico. Lo que Nietzsche llamó el espíritu libre significa de modo natu ral el espíritu rico: y toda riqueza real se manifiesta por el primado del dar, económica, moral, erótica, culturalmente.
De aquí se siguen analogías sugestivas para el interés teórico por la ri queza como fenómeno y fuente de ethos: también entre los intelectuales teóricos los miserófilos constituyen la mayoría aplastante, mientras que los amigos de la riqueza ejercen la función de excepciones evanescentes. Pero, en la medida en que la ontología tradicional de la seriedad y la penuria en el campo de los sentimientos de vida actuales fue infiltrada tácticamente por las experiencias del bienestar de las «masas» y sus consecuencias climá- tico-existenciales en los ámbitos occidentales sensibles a la teoría y sus part- ners, en muchas regiones del mundo se desarrolla una necesidad de con ceptos que fueran capaces de ayudar a articularse a la conciencia del peso disminuido del mundo.
Quien esperara eso de la filosofía contemporánea se decepcionaría en toda regla. Si la tesis del origen de la filosofía en el asombro poseyó algu na vez un buen fundamento, la singularidad de la gran ruptura con el axioma de la pobreza de las «masas» habría de proporcionar un estímulo sin par a la reflexión. Que de esto no se note prácticamente nada en el ejercicio contemporáneo de la filosofía -excepción hecha, en determina dos aspectos, del ala nietzscheana-, temáticamente nada, estilísticamente todavía menos, demuestra bien que el asunto del asombro se asienta sobre bases débiles; probablemente desde siempre575. A lo sumo, en la contribu
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ción filosófica, ya amarillenta, de 1955 de Herbert Marcuse sobre Sigmund Freud, Estructura pulsional y sociedadTM, se encontraban unas primeras alu siones a la transformación del principio de realidad en dirección a lo que en el argot del tiempo se parafraseaba como una «cultura no-represiva». El punto de vista de las consideraciones de Marcuse residía en la superación de la oposición aparentemente eterna entre principio de realidad y prin cipio de placer en una ordenación de la «sociedad» que estuviera libre de la maldición de la represión de las pulsiones, sí, de cualquier represión en general. Poco hay que descubrir en ese ensayo respecto a un análisis con creto de las condiciones de bienestar contemporáneas, a pesar de que sur gió casi al mismo tiempo que The Affluent Society de Galbraith. La especu lación socio-psicológica de Marcuse roza sólo desde muy lejos el auténtico acontecimiento de la época en el campo psicológico: el relevo del homo pauper -cuya situación motivacional fue descrita bastante adecuadamente por teorías pulsionales- por el ser humano enriquecido, cuya situación hay que interpretar por medio de una teoría de los apetitos, opciones, es tados de ánimo y flujos de deseo’17.
También las contribuciones de sociólogos posteriores han resultado casi completamente estériles en la cuestión crítica; es de suponer que los re presentantes de esa disciplina no podrían admitir públicamente la existen cia de una «sociedad» de la abundancia sin hacerse ellos mismos sospe chosos de ejercer desmoralizadoramente una ciencia perversa, superflua. Dado que las suntuosas ciencias sociales están condenadas a simular utili dad social, pueden hablar de todo menos del lujo que las sostiene y cuyo vértice ciego ellas personifican: también y precisamente en las formas de la sociología militans. Por ello, sería por ahora poco realista esperar de ese lado una satisfacción de la necesidad de interpretación de las condiciones de opulencia. Del mismo modo, tampoco ayuda el recurso al saber político: la derecha no puede ir al fondo de las cosas, porque no le ata ningún interés en ellas; la izquierda no querría hacerlo, aunque pudiera. (Innecesario de cir que ambos lados ofrecen soportes lamentantes, que cantan textos dife rentes para las mismas melodías: el género elegiaco ha emigrado de la mú sica a la autoescenificación de las corporaciones, no sin dejar su huella en el folletín nacional. ) A pesar de que en las literaturas, artes y experimentos de formas de vida del siglo XX se han reunido innumerables testimonios de la gran levitación, en prácticamente ninguna parte se ha llegado a un real ce sistemático y esclarecimiento explícito del fenómeno de la opulencia578.
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Los comprobantes estéticos de la entrada en lo big easy son abundantes, fal ta una teoría auténtica de la distensión y desempobrecimiento.
Parece que el vuelco a la no-penuria es para muchos demasiado am plio, demasiado amorfo y demasiado torrencial para que pudiera ser abor dado por la teoría en una intentio recta. Le es inherente, a la vez, un lado desagradable, como si quien se dirigiera a él abiertamente hubiera de ha cer profesión de mimo por el confort en propia persona. Quien admitie ra estar completamente mimado en ese sentido (¿y quién no lo está en nuestras latitudes? ) ¿no tendría que admitir, a la vez, que ya no entiende nada de lo que para la mayoría de los miembros de la especie humana ha determinado las coordenadas de lo real durante los últimos milenios agro- imperiales? La carencia de carencia parece, mientras tanto, mucho más vergonzosa que la pobreza abierta. La miseria sigue queriendo valer como distintivo característico de la conditio humana, mientras que la riqueza se percibe como corona de espuma sobre la carencia originaria. Riqueza, pues, que en cada instante podía ser reconvertida en la penuria que había antes de ella. Cuando la miseria constituye la base, el bienestar no puede ser nunca otra cosa que un fenómeno de superestructura. Un poderoso romanticismo de la bancarrota sugiere que quien se empobrece vuelve a los fundamentos del hecho de ser humano. Determinados nostálgicos, que sueñan radical-conservadoramente más allá del mundo moderno, añoran una catástrofe purifícadora, una apokatástasis de la miseria de la que pro venimos. Desean la restauración de aquel estado de carencia, en el que pretendidamente se desarrollaron las originarias circunstancias modélicas humanas.
Cuando el miserabilismo se quita la máscara, convoca a filas a los ami gos del ser y declara la guerra al haber de menor cualidad. A pesar de Ve- blen y de otros ensayos tentativos, dentro de la «sociedad» más rica no hay en este momento una teoría convincente de la existencia rica: excluyendo, quizá, las intervenciones inconmensurables de Nietzsche y Deleuze. La mayoría de las veces, a los ricos tampoco se les ocurre nada sobre su situa ción excepto adquirir colecciones de arte, imitando a los príncipes meno res del siglo XVII; también se les ve de vez en cuando hojear libros de fo tografías; y si al lado tienen historiadores del arte dispuestos a servirles como aduladores de corte con la mano extendida, ello corresponde al co nocido modelo de feudalismo provinciano. Con buena razón puede afir marse que la falta de teoría adecuada responde al estado de la cosa misma.
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Si hubo alguna vez un contexto de ofuscación habría que buscarlo en la conjura actual contra la percepción de lo más evidente. De la revolución conservadora de la primera mitad del siglo XX ha surgido una reacción ne cesitada hacia su final: como si se quisiera salvar el alma refugiándose en la miseria y sus medios de reversibilidad. Con ella se anuncia un nuevo ti po de ideología; una ideología modal, que no expresa idea alguna, sino un apuro urgente: se trata de falsificar, yendo hacia atrás, la libertad en nece sidad y la riqueza en pobreza.
La razón de por qué el bloqueo funciona tan bien puede esclarecerse, en principio, mediante referencias socio-psicológicas: quien, en general, lo tiene sensiblemente más fácil se inclinará a apartar la mirada de los pre supuestos que privilegian. ¿No pertenece a la definición de mimo por el bienestar el hecho de que pueda guardar silencio sobre sus propias pre misas? Efectivamente, si topara con sus límites, podría exigirse de quienes se regalan en esa situación de bienestar que recordaran las circunstancias ventajosas, o incluso que meditaran sobre su contenido moral. ¿No es ca racterístico de la vida en el lujo que pueda evitarse el embarazo de inves tigar su origen? Ahora puede dejarse que las dudas eventuales sobre su perpetuación simplemente se las lleve el viento. Como mejor se protege el lujo es negando que sea lujo: siempre quiere presentarse como satisfac ción de la necesidad mínima.
Puede añadirse, ciertamente, que en temas de este tipo siempre hay en juego una dosis de magia de evasión: de lo que no hay que poner en peli gro no puede hablarse con palabras demasiado exactas. Las aversiones ad quiridas añaden lo suyo: en los oídos de miembros innúmeros de genera ciones de transición resuenan las voces de sus padres, que hacen presente a los másjóvenes cuánto mejor lo tienen éstos, en comparación con ellos, que soportaron mayores cargas y pruebas más duras en otro tiempo. Sigue desempeñando un papel ese mecanismo psicológico, que consiste en uti lizar los primeros alivios para abrir las válvulas a sentimientos privados de penuria. En cuanto baja la presión se vacían los depósitos de necesidades pasadas (o se transforman en lugares de culto), prescindiendo conscien temente de la situación general mejorada: un efecto sin el que no podrían entenderse ni el brote de las culturas terapéuticas después de la Segunda Guerra Mundial, ni el florecimiento de los marxismos académicos y otras expresiones de radicalidad suntuosa. El victimismo desbordado de la era de bienestar establecida sólo es interpretable por la ceguera ante la situa
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ción de nuevos liberados de cargas. Basta, efectivamente, subjetivar el con cepto de pobreza para hacer que su contorno se extienda al infinito579. Ta les subjetivaciones presuponen calladamente la riqueza generalizada para negarla en voz alta. La fow culture ha alcanzado en esto los estándares de mimo por el bienestar de la high culture, desde los años cincuenta innu merables nuevos privilegiados pudieron permitirse el «lujo del pesimis mo» que Nietzsche había diagnosticado en otro tiempo en Schopenhauer. El malestar en la cultura se ha transformado en el bienestar en la situación embarazosa.
Ciertamente, los ciudadanos de la época de posguerra en el Occidente en prosperidad hacen examen de conciencia de modo más o menos con fuso sobre el hecho de que gozan de un efecto invernadero del confort, sobre todo si el centro de gravedad de la historia en alerta de su vida cae en el espacio de tiempo entre 1945 y 19905*0. Como confirman observadores más antiguos casi al unísono, en ese lapso de tiempo se fueron imponien do las características de la gran reorientación continuadamente, aunque no sin retrocesos. También durante ese período los símbolos materiales de la no-pobreza casi general pasaron a primer plano. La nueva liaison entre capacidad adquisitiva de las «masas» y frivolidad de las «masas» conduce, en el frente más amplio posible, a un cambio psicosocial de estado de áni mo. Hasta en las capas más bajas de la burguesía media se puede estipular un consumo ostentoso de lujo de moda, mesa y movilidad como carac terística de las formas de vida socioindustriales; el culto al automóvil refle
ja la participación de todos los estratos sociales en técnicas de expansión agresivas, no pocas veces autodestructivas5*1. La fuerte dilatación del tiem po libre afecta al modus vivendi de todas las subculturas y niveles de renta. Son innumerables los que aprovechan sus excedentes en tiempo libre de vigilia para elaborar sus humores, sus talentos, sus enfermedades, su victi- mismo subjetivo y sus metafísicas privadas; tanto quienes viven solos como acompañados invierten cuantos enormes de atención, capacidad dejuicio, saber y savoirfaire en la mejora de sus viviendas y segundas viviendas; la re conversión del impulso a moverse en deporte, música, turismo e innume rables tipos de activismo de diversión alcanza un nivel para el que no hay modelo alguno en la historia de las civilizaciones. Incluso cuando sucede, como en la actualidad, que el Norte adinerado se ve obligado a abandonar el «capullo de los felices decenios de posguerra» -la expresión proviene de Pascal Bruckner- y a acomodarse a turbulencias, el nivel, que pasos atrás ha
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cen descender pasajeramente o durante fases más amplias, queda aún in comparablemente alto desde el punto de vista histórico-social.
Por lo que respecta a la percepción empírica e interpretación moral del gran cambio, habría que escuchar a la mayoría de los seres humanos del segundo tiempo de posguerra como testigos de época. Quien al final de la Segunda Guerra Mundial puso atención como observador de realidades americano-estadounidenses y europeo-occidentales tuvo oportunidad de percibir las derivaciones de la era precedente, marcada aún, predominan temente, por la penuria económica y la precariedad psicosocial, para com pararlas, después, rasgo a rasgo, con las definiciones -en relajamiento- de realidad del período siguiente de crecimiento continuado. Las últimas fa ses de carestía en el mundo occidental sobretensionaron la época de am bas guerras mundiales y los estadios agitados del experimento ruso; con la prohibición en Estados Unidos, los años veinte pusieron en marcha una insurrección tardía y estéril del antiguo sentimiento de seriedad de vida, que se había unido a un gran rechazo del consumo y la distensión. El con tinuo de oscurecimiento pasó en Occidente por la fase de depresión de los años treinta -entonces el Central Park de Nueva York era una favela com puesta de tiendas y barracas, mantenida en vida trabajosamente por el compromiso de instituciones caritativas y comunales- hasta llegar a las se cuelas de miseria de la Segunda Guerra Mundial, incluidos los comienzos de la fase de reconstrucción. Tras la gran crisis de 1930, Franklin D. Roo- sevelt pudo constatar que un tercio de la población de Estados Unidos es taba alimentada y vestida insuficientemente; todavía en 1962, Michael Ha- rrison, en su clásico estudio The Other America. Poverty in the United States*2, estimó en más del 20 por ciento el factor pobreza.
Sobre ese trasfondo se entiende por qué en la primera mitad del siglo XX parecía natural, e incluso quizá era legítimo, ceder a la tentación por inercia y seguir utilizando los lenguajes pesimistas del siglo XIX, junto con sus equivalentes utópicos -casi tan obtusos-, por mucho que éstos se pre sentaran como ciencia de un futuro mejor. Los discursos dominantes des pués de 1918 pueden remitirse, con pocas excepciones, a una alternativa tan superpotente como estéril: o uno se sometía resignadamente a las le yes eternas de la pobreza de masas, que sólo parecían admitir un pequeño número de ganadores en el malvado juego de la competencia, o, con mi litante audacia, uno se soñaba adelante, avanzando hacia un final rico e igualitario de la historia, que estaría cercano en cuanto las fuerzas pro
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ductivas de la «sociedad» cayeran en las manos oportunas. Hundirse en la melancolía conservadora de la parálisis o, con optimismo autohipnótico, dar el salto a la «revolución» (imitando el delirio leninista y avivando la es peranza de una oportunidad próxima): ésta parecía ser la elección que el campo histórico de entonces prescribía a intérpretes suyos que se tenían por realistas. Que con ello se exigía decidir entre dos opciones completa mente sobrepasadas era algo consciente a pocos entonces. También lo que se consideraba vanguardia fue burlado por falsos escenarios. Precisamen te la temprana Escuela de Frankfurt, que se hizo hegemónica desde los años cincuenta en Alemania, y más tarde en Estados Unidos como critical theory, se había enredado entre esos dos polos engañosos; sólo se mostró original por el hecho de proponer una combinación de salto y parálisis con consecuencias que llegan hasta el más reciente pesimismo de gala alemán. Sólo una pequeña minoría de intelectuales era capaz y estaba dis puesta, desde los años veinte, treinta, a salvaguardar, más acá de la utopía, más allá de la desesperanza, la referencia a los hechos económicos, jurídi cos y técnicos contemporáneos, en los que -por acumulación incesante de pasos aislados, apenas perceptibles, inventivos, operativamente eficientes- se hizo efectivo el acontecimiento de la época, la primera ruptura del círculo de miseria para los muchos583.
El lado psicodinámico y mental de esa cesura histórica no se trató en ninguna parte con el pormenor conveniente, por no hablar de las dimen siones conceptuales del acontecimiento: a ningún diagnosticador del mo mento se le ocurrió que en las generaciones presentes se estaba produ ciendo nada menos que el desprendimiento del concepto de realidad de la dogmática inmemorial de lo serio, pesado y necesario; en la que (según las insinuaciones del lógico e intérprete de Hegel, Gotthart Günther) des de siempre se oculta el sedimento de una comprensión tradicional insufi ciente de «ser» en el marco del pensamiento bivalente. En todos los fren tes se seguían escribiendo las novelas negras del positivismo. Tanto en el campamento izquierdo como en el derecho la inteligencia se desplomaba ante lo real como lo dominante, lo grandioso, lo terrible; sólo mínimos círculos estéticos consiguieron substraerse al culto de la realidad y a sus consecuencias paralizantes. Muy pocos se dieron cuenta, con Musil, de que al sentido de la realidad le había salido un rival serio en forma del sen tido de la posibilidad, que hoy alcanza su forma de explicación cristali zando en el reino de lo virtual. ¿Quién hubiera estado dispuesto a admitir
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que estaba en marcha una mutación de la experiencia y concepto de lo real mismo? El mensaje del siglo no encontró pregonero alguno. Tendría que haber rezado: hemos resucitado de lo real; o, menos patético: en ade lante permaneceremos a distancia de lo real.
La operación enriquecimiento es tan amplia, está tan llena de corrien tes en contra y efectos paradójicos, además, tan complicada en ambigüe dades y excepciones, ensombrecida por preguntas tan asediantes por los costes externos (hasta llegar a la sugerencia de que habría una carrera de armamentos de la miseria con el bienestar, imposible de ganar por este úl timo a la larga), que, exceptuando ciertos logros conceptuales, medio siglo después sigue sin poder ser apreciada en su desarrollo total. Tanto más difícil resultaba comprender lo que sucedía entonces, cuando esto mani festaba sus primeros perfiles. Ninguno de los que tras 1945 dirigieron su atención al fenómeno «economía libre de mercado» o comentaron la pe netración de electrodomésticos y combustibles fósiles en el moderno esti lo de vida hubiera sido capaz de juzgar el significado de esos objetos para la redefinición de viejos conceptos fundamentales europeos como «natu raleza», «realidad», «libertad» y «existencia». Por el contrario, apenas habría algún filósofo de ese tiempo que hubiera estado dispuesto a cons tatar que prácticamente todo el vocabulario tradicional de su disciplina co menzaba a volverse histórico con la aparición en el «mundo de la vida» de los teléfonos, motores de combustión interna, aparatos de radar, máquinas calculadoras. Puede que la antigua ecología europea de la escasez fuera perdiendo terreno, pero la creencia en el primado de la necesidad y en el carácter de carga de la existencia seguía manteniendo en pie el Viejo Mun do. El hábito de ser pobre y no tener éxito no cedía en su afán de dominio sobre los estados de ánimo. La riqueza llegó como un ladrón durante la no che584. Los pensamientos de los enriquecidos estaban en otra parte.
Hoy va resultando poco a poco reconocible que la negación de la levi- tación constituye la constante de la historia más reciente de las ideas. Fue ra donde fuera donde el alivio o aligeramiento pretendiera introducirse en la teoría y la moral, la gran mayoría de los pensadores -sobre todo los exégetas de los extremos, tanto de izquierdas como de derechas- se reti raba al terreno de lo «real» con peso, que se oculta bajo las superficies de la vida cotidiana y que ellos no se cansaban de evocar bajo los nombres más duros. Mientras que la descarga o aligeramiento enviaba por doquier sus señales, los realistas extremos se entregaban más desenfrenadamente
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que nunca al culto del pensamiento depresivo. Walter Benjamín se aven turó a la imagen del ángel de la historia, que creía tener a la vista una úni ca catástrofe, que amontona incesantemente ruinas sobre ruinas; con ello creó la imagen-test para los trastornos de vista de un siglo ofuscado por ra dicalismos585.
No puede decirse que sus contemporáneos lo hicieran mejor: se remi tieron a la lucha de razas y a las leyes de la sangre, a la explotación y las lu chas agudizadas de clases, al trauma y producciones inconscientes, al cuer po ignorado y a la agresión necrófila, a la mecanización de la vida y dominio de los aparatos, a la falta de recursos y a la segunda ley de la ter modinámica, a la aceleración del tráfico y globalización de la economía, al azar y acontecimiento no domesticado: pero, sobre todo, a la catástrofe, y una vez y otra a la catástrofe. Esos son los sitiales elevados en los que rei naba, soberanamente recelosa, la conciencia que había desertado a lo real. Ningún lomo de tigre era demasiado ancho como para que los realistas no hubieran querido cabalgar sobre él. Quien se consideraba en algo como pensador tenía que enseñorearse de lo real e inaugurar un discurso triun fante sobre su principio característico. Así como Bacon había enseñado que sólo se domina la naturaleza obedeciéndola, los realistas del siglo XX representaron la doctrina de que sólo se domina lo real sometiéndose a ello. Toda intervención en lo real estaba condenada a destacarse en com petición con otras duras ficciones de realidad. El suprematismo del realis mo se convirtió en el estilo lógico de la época. En la carrera por la puesta en evidencia más explícita de lo real hubieron de surgir las variantes on- tológicas de la pornografía: jamás se ha mirado a la realidad desnuda más profundamente dentro de las entrañas. Lo que se llamaron ideologías ¿qué eran, de hecho, sino ficciones de lo real, embriagadas por su dureza, su frialdad, su obscenidad? Para pasar como faltos de ilusión, los espíritus fuertes se precipitaron en el culto de la diosa cruel Facticidad. A ella le se cundaba una aliada no menos cruel, Decisión (en tanto que se reconoce la esencia de la apariencia en apostar por una única opción y dejar que mueran las alternativas). Con menosprecio indecible miraban los realistas, los diestros, los articulistas de los hechos duros, hacia lo que consideraban la chusma afeminada liberal, que se niega a aprender las lecciones sobre pasadas de la crueldad: si se trata de cepillar tablones de futuro, tanto peor para las virutas. Innumerables intelectuales se entregaron a la convicción de que sólo los grandes empresarios, los gángsters y dictadores han mira
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do al fondo de lo real; únicamente la mimesis del crimen da entrada al pensamiento en la arena histórica. Quien no logra participar en la em presa de la realidad como rufián del horror no ha entendido nada de las reglas de juego del todo.
Pero ¿y si el acontecimiento filosóficamente relevante del siglo XX hu biera consistido en que todas las ficciones de realidad, adictas a la grave dad, fueron debilitadas por un momento explícito de impulso hacia arri ba? ¿Si, en consecuencia, de lo que se tratara fuera de hacer profesión de aligeramiento como de una cesura evangélica? ¿De entender los realismos trágicos como hipnosis por kitsch negro? ¿Si el arrastrarse ante las defini ciones más duras de realidad hubiera sido el signo característico del opor tunismo más fútil -que hoy vuelve a verse actuar en los inspiradores inte lectuales de la realpolitik estadounidense-, como si se hubiera recapacitado mucho tiempo sobre la esencia del crimen, llegando a la conclusión de que sólo él determina el sentido del ser: al comienzo fue el delito? ¿Y si el espíritu libre hubiera de abandonar las estampas devotas de los hechos, a los que supuestamente no hay alternativa, si quiere volver a encontrar el camino a lo abierto? ¿Y si la característica del pensamiento reaccionario consistiera, desde entonces, en su alianza con la fuerza de la gravedad con el fin de negar la antigravitación?
2 La ficción del ser-de-carencias
A la vista de estas cuestiones se entiende sin esfuerzo que en el trans curso del siglo XX hubiera de resultar más difícil mantenerse en los su puestos fundamentales del conservadurismo clásico (en tanto su constitu ción es la de un conservadurismo de la miseria, un catolicismo de la carencia y una negación de la riqueza). En la medida en la que el mensa
je encubierto, y sin embargo omnipresente, de la facilitación de la vida se materializaba en los ánimos de las generaciones siguientes, la interpreta ción del mundo a la luz del prejuicio de la carencia se situó en una posi ción poco plausible. Cuya debilidad sólo podía compensarse con un des pliegue acrecentado de abstracciones pesimistas; y con una reforzada importación de negatividades. En este contexto ideológico se llega a una segunda explotación de la periferia, esta vez en favor del masoquismo del centro. El hábito de importar, barata, miseria como materia prima y de ela-
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horaria en productos admonitores de alto valor para el mercado domésti co es hasta hoy virulento entre los activistas de la indignación586. Con el ñn de no tener que reconocer lo inaudito sucedido en el Primer Mundo, la Internacional Pesimista hace cómputo de la penuria del Tercer Mundo frente a la reciente riqueza de Occidente y deduce un balance negativo; sí, incluso remite originariamente el bienestar del Primer Mundo a la pobre za del Tercero, para hacer que su holgura de vida parezca resultado de la injusticia (tanto económica como políticamente) frente al hemisferio sur. Así consigue que las circunstancias de vida propias, junto con su evidente abundancia y dinámica de mimo o autohalago, no se tematicen por de masiado cargadas de culpa.
