ese tipo de
relaciones
donde ace- cha el peligro.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
En este es- tado, y no en la pretendida igualacio?
n, es donde se quedaron los proyectos positivos del socialismo a los que Marx se resistio?
: en el de la barbarie.
Lo temible no es que la humanidad se relaje en la vida holgada, sino la salvaje prolongacio?
n de lo social embo- zado en la madre naturaleza, la colectividad como el ciego furor por el hacer.
La ingenuamente supuesta univocidad de la tenden- cia evolutiva al incremento de la produccio?
n es una muestra de ese rasgo burgue?
s de permitir el desarrollo en una sola direccio?
n por ser la burguesi?
a, como totalidad cerrada dominada por la cuan-
tificacio? n, hostil a la diferencia cualitativa. Si se concibe la socie- dad emancipada justamente como la emancipacio? n de dicha totali- dad, se perciben unas lineas de fuga que poco tienen que ver con el incremento de la produccio? n y su reflejo en los hombres. Si las
156
personas desinhibidas no son precisamente las ma? s agradables, ni siquiera las ma? s libres, bien podri? a entonces la sociedad liberada de sus cadenas darse cuenta de que las fuerzas productivas no re- velan el sustrato u? ltimo del hombre, sino su figura histo? ricamente cortada para la produccio? n de mercanci? as. Quiza? la verdadera so- ciedad llegue a hartarse del desarrollo y deje, por pura libertad, sin aprovechar algunas posibilidades en lugar de pretender alcanzar, con desvariado i? mpetu, ignotas estrellas. Una humanidad que no conociera ya la necesidad au? n dejari? a traslucir algo de lo delirante e infructuoso de todas las organizaciones hasta entonces concebidas para escapar de la necesidad y que reproduci? an, agrandada, la ne- cesidad juma con la riqueza. Ello afectari? a hasta al propio goce de un modo ana? logo a como su esquema actual no puede separarse
de la laboriosidad, de la planificacio? n, de la arbitrariedad y de la sumisi o? n. Rien [aire comme una be? te , flot ar en el agua y mirar Pe- clficamenre al cielo, <<ser nada ma? s, sin otra determinacio? n ni com- plemento>> " , podri? a reemplazar al proceso, al hacer, al cumplir, haciendo asi? efectiva la promesa de la lo? gica diale? ctica de desem- bocar en su origen. Ninguno entre los conceptos abstractos esta? tan pro? ximo a la utopi? a realizada como el de la paz perpetua. Espectadores del progreso como Maupassam o Sternheim han contribuido a dar expresio? n a esta intencio? n de forma u? mida, la u? nica forma que su fragilidad permite.
* HEGEL, La? gica, J, La doctrina del ser. [N. del r. ] 157
? ? l
MINIMA Mu? RALIA
Tercera parte
1946? 1947
Avalanche, veux-tu m'cmportcr dans la chute? (BAUDELAIRE)
/
? ? ? 101
Plante de i? nz! ernadero. - El hablar de precocidad y de tardanza, rara vez exento del deseo de muerte para la primera, es una in. conveniencia. Quien madura pronto vive en la anticipacle? n. Su experiencia es apriori? stka, sensibilidad divinatoria que palpa en la imagen y la palabra lo que so? lo posteriormente ejecutara? n el hom- bre y la cosa. Tal anticipacio? n, hasta cierto punto satisfecha de si misma, sorbe del mundo exterior y tin? e fa? cilmente su relacio? n con e? l del color de lo neuro? ri? camenre lu? dico. Si el precoz es algo ma? s que poseedor de habilidades, por lo mismo estara? obligado a superarse a si? mismo, una obligacio? n que los normales gustan de adornar con el cara? cter de deber moral. Tendra? que reconquistar con esfuerzo para la relacio? n con los objetos el espacio ocupado por su representacio? n: tendra? que aprender a sufrir. El contacto con el No-yo, con la madurez presuntamente urdi? a, apenas fusti- gada interiormente, se le convierte al precoz en necesidad. Su pro. pensio? n narcisista, revelada por la preponderancia de la imagina- cio? n en su experiencia, retrasa precisamente su maduracio? n. So? lo posteriormente pasara? , con crasa violencia, por situaciones, angus- tias y sufrimientos que en la anticipacio? n estaban atenuados y que, al entrar en conflicto con su narcisismo, se tornara? n morbosemcntc destructores. De ese modo vuelve a caer en lo infantil que una vez con tan poco esfuerzo habi? a dominado y que ahora exige su pre- cio; e? l se vuelve inmaduro y maduros los dema? s que en aquella
161
? ? ? ? fase tuvieron que ser, como se esperaba de ellos, hasta necios, y a los que les parece imperdonable lo que con tan desproporcio~ada agudeza le sucede al otrora precoz. Ahora es azotado por la pasio? n; demasiado tiempo mecido en la seguridad de su autarqui? a, se tam- balea desvalido donde una vez levanto? ae? reos puentes. No en vano acusa la letra de los precoces alertadores rasgos infantiles. Son una perturbacio? n del orden natural, y I~ salud trastornada se ceba en el peligro que los amenaza al par que la sociedad desconfi? a de ellos como negacio? n visible de la ecuacio? n de esfuerzo y e? xito. En su economi? a interna se cumple de modo inconsciente, pero inexo-
rable, el castigo que siempre tuvieron merecido. Lo que con enga- n? osa bondad se les ofrecio? , ahora se les retira. Hasta en el des- tino psicol o? gico una instancia vigila para que todo sea pagado. La ley individual es un jerogli? fico del cambio en equivalencias.
102
Ade/anle despacio. -En el acto de correr por la calle hay una expresio? n de espanto. Es la precipitacio? n que imita el gesto de la vi? ctima en su intento de sortear el precipicio. La postura de la cabeza, que quiere mantenerse a flote, es la del que se ahoga, y el rostro crispado imita la mueca del tormento. Debe mirar hacia adelante, apenas puede volverse sin dar traspie? s, como si tuviera detra? s a un persecutor cuyo rostro hiciera paralizarse. En otrO
tiempo se corri? a para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y sin saberlo esto es lo que au? n hace el que corre tras el autobu? s que se le escapa. El co? digo de la circulacio? n no tiene ya que contar con los animales salvajes, y sin embargo no ha pacificado el correr. Este ha desarticulado el modo de ir burgue? s. Lo que viene demostrado por el hecho de que el correr no se com- padece con la seguridad y de que, como siempre sucede, en e? l no
se escapa de otra cosa que de las fuerza s desatadas de la vida, aun- que se trate so? lo de vehi? culos. El ha? bito corporal del andar como el modo normal es cosa de los viejos tiempos. Era la manera burguesa de desplazarse, la desmitificacio? n fi? sica -c-li? bre ya del hechizo del paso hiera? tico- del deambular sin asilo, de la huida
jadeante. La dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror. Pasear, vagar eran en el siglo XIX pasatiempo privado, herencia de
la movilidad feudal. Con la era liberal el andar se extingue aun sin haber aparecido todavi? a el automo? vil. El fugendbewegrmg, que palpaba estas tendencias con su infalible masoquismo, impugno? las excursiones dominicales paternas y las sustituyo? por marchas forza. das voluntarias a las que, con inspiracio? n medieval, llamaba Fabrt, aunque pronto tuvo ya a su disposicio? n el modelo Ford. Quiza? en el culto de la velocidad producto de la te? cnica - a l igual que en el deporte-e- se oculte el impulso de dominar el horror que ex- presa el correr separando a e? ste del propio cuerpo y excedi? e? n- dolo soberanamente: el triunfo del veloci? metro calma de una manera ritual. la angustia del perseguido. Pero cuando a una per- sona se le grua: <<jcorre! >>, desde el nin? o que debe ir a por el bolso que su madre ha olvidado en el primer piso hasta el preso al que la escolta le ordena la huida a fin de tener un pretexto para matarle, es cuando se deja oi? r la violencia arcaica que, de otro modo, dirige silenciosa cada paso.
103
162
16 ,
In/e/h . -L o
posei? do por ideas fijas, ma? s se teme, tiene la impertinente tendencia a convertirse en hecho. La pregunta que no se quisiera escuchar a ningu? n precio es la que formulara? el subalterno con un intere? s pe? rfidamente amable; la persona de quien ma? s recelosamente se desea mantener alejada a la mujer amada sera? precisamente la que invite a e? sta, aunque se halle a mil leguas, por recomendaciones bienintencionadas y la que creara?
ese tipo de relaciones donde ace- cha el peligro. Esta? por saber hasta que? punto se fomentan tales terrores; si en el primer caso poniendo aquella pregunta en la boca del malicioso con nuestro celoso silencio o en el segundo pro- vacando el fatal contacto al pedirle al mediador, con una con- fianza neciamente destructiva, que no se le ocurra hacerlo. La psi- cologi? a sabe que quien se figura la desgracia de algu? n modo la desea. ? Pero por que? le sale tan inevitablemente al encuentro? Algo hay en la fantasi? a paranolde que corresponde a la realidad que ella tuerce. El sadismo latente de todos denuncia infalible- mente la debilidad latente de todos. y el delirio de persecucio? n se contagia: siempre que aparece, los espectadores se sienten irte. sistiblemente impulsados a imitarlo. Ello ocurre con ma? s facilidad
que sin
fundamento
real, como
si se
estuviera
? ? cuando se le da una raze? n haciendo aquello que el otro teme. tlUn loco hace ciento. . - la abisma? tica soledad del delirio tiene una tende ncia a la colectivizacio? n, en la que el cuadro delirante se reproduce. Este mecanismo pa? tico armoniza con el mecanismo social hoy determinante. Los individuos socializados en su deses- perado aislamiento tienen hambre de convivencia y se apin? an en fri? as aglomeraciones. De ese modo la locura se hace epide? mica: las sectas extran? as crecen al mismo ritmo que las grandes organizacio- nes. Es el de la destru ccio? n total. El cumplimiento de las fantasi? as de persecucio? n proviene de su afinidad con el cara? cter criminal. La violencia basada en la civilizacio? n significa la persecucio? n de todos por todos, y el que padece delirio de persecucio? n se pone en desventaja al atribuir al pro? jimo algo dispuesto por la totalidad en el desesperado intento de hacer la inconmensurabilidad con- mensurable. Se consume porque quiere apresar de forma inme- diata, con sus propias manos, el delirio objetivo, del que e? l es trasunto, cuando el absurdo reside precisamente en la pura me- diacio? n. El es la vi? ctima elegida para la perpetuacio? n de la ofus- cacio? n hecha sistema. Aun la peor y ma? s absurda imaginacio? n de efectos, la ma? s salvaje proyeccio? n, implica el esfuerzo inconsciente de la conciencia por conocer la mortal ley en virtud de la cual la sociedad perpetu? a su vida. La aberracio? n no es sino un cortocircui- to en la adaptacio? n: la locura patente de uno ve equivocada- mente en el otro la cierta locura de la totalidad. y el paranoico es la imagen irrisoria de la vida justa al intentar por su propia iniciativa identificarla con la vida falsa. Pero asi? como en un cor- tocircuito saltan chispas, un delirio se comunica, al modo de los rela? mpagos, con otro en la verdad. Los puntos de comunicacio? n son las brutales confirmaciones de los delirios de persecucio? n, que convencen al que los padece de que tiene razo? n para hundirlo tanto ma? s profundamente. La superficie de la existencia vuelve en seguida a cicatrizar y le demuestra que e? sta no es tan mala, y entonces enloquece. Subjetivamente anticipa la situacio? n en que, su? bitamente, la locura objetiva y la impotencia del individuo se vuelven convertibles, del mismo modo que el fascismo, en cuanto dictadura de los afectados de manta persecutoria, confirma todos
los temores de persecucio? n de sus vi? ctimas. Decidir, por tanto, si un recelo extremado es paranoico o tiene una base real - el eco personalizado de los gritos de la historia-,-, so? lo podra? hacerse ma? s adelante. La psicologia no alcanza al horror .
104
Golden C ate. - E n el desairado , en el desden? ado hay algo que se deja notar con la misma claridad con que los dolores intensos iluminan el propio cuerpo. E? l reconoce que en lo Intimo del amor ciego, que nada sabe ni puede saber, palpita la exigencia de clari- dad. Ha padecido injusticia, y ah! apoya su demanda de justi- cia al tiempo que se ve obligado a retirarla, pues lo que e? l desea so? lo puede provenir de la libertad. En esta servidumbre el rechaza- do alcanza la integridad humana. Como invariablemente el amor descubre 10 general en 10 particular, u? nico lugar donde se hace honor a lo general, e? ste se vuelve mortalmente contra el amor eri-
giendo la autonomi? a de lo pro? ximo. El fracaso, en el que se im- pone lo general, le parece al individuo un estado en el que se halla excluido de lo general; el que perdio? el amor se sabe abando- nado de todos, por eso desden? a el consuelo. En el sinsentido de la privacio? n llega a percibir 10 falso de toda satisfaccio? n meramen- te individual. Pero de ese modo se despierta en e? l la conciencia parado? jica de lo general, del inalienable e irrecusable derecho hu- mano a ser amado por la amada. Con su aspiracio? n, no fundada en ti? tulo ni prerrogativa algunos, a ser correspondido apela a una
instancia desconocida que graciosamente le conceda lo que le per- tenece - que no le pertenece. El secreto de la justicia en el amor es la superacio? n del derecho que el amor reclama en sus gestos, sin palabras. <<Dondequiera debe el amor/engan? ada, neciamente existir. ?
105
S610 un cuarto de hora. -i'Joche de insomnio: para esto puede haber alguna fo? rmula capaz de hacer olvidar la vaci? a duracio? n, las horas penosas que se prolongan en inu? tiles esfuerzos parecien- do que nunca llegara? el fin con el alba. Pero lo que causa esas noches de insomnio en las que el tiempo se contrae y se escapa, inu? til, de las manos, son los terrores. Uno apaga la luz con la esperanza de llenar esas largas horas con un descanso reparador. Pero cuando no puede apaciguar los pensamientos desperdicia la valiosa provisio? n de la noche, y hasta que consigue no ver nada detra? s de los ojos cerrados y enrojecidos sabe que es muy tarde, que pronto le despertara? con sobresalto la man? ana. De un modo
164
165
? ? parejo, implacable, inu? til, debe agotarse para el condenado a muer- te el u? ltimo plazo. Pero 10 que en esta contraccio? n de las horas se manifiesta es la contrafigura del tiempo consumado. Si en e? ste e! poder de la experiencia rompe e! hechizo de la duracio? n y reu? ne lo pasado y lo futuro en lo presente, en las impacientes noches de insomnio la duracio? n origina un horror insoportable. La vida hu- mana se convierte en instante, y no porque supere la duracio? n, sino porque se desvanece en la nada manifestando su vanidad en el seno de la mala finitud de! tiempo en si. En e! ruidoso tic-tac del reloj se percibe el desde? n de los an? os-luz por el palmo de la propia existencia. Las horas que ya han pasado como segundos antes de que e! sentido interno las haya asimilado, anuncian a e? ste, arrastra? ndolo en su precipitacio? n, que e? l y toda memoria esta? n consagrados al olvido en la noche co? smica. Un olvido del que los hombres hoy se percatan de un modo obsesivo. En su estado de total impotencia, 10 que se le ha dejado vivir le parece al individuo el plazo breve de un ajusticiado. No espera vivir por si? mismo su vida hasta e! final. La posibilidad de la muerte violenta o el mar- tirio, presente a cada uno, se continu? a en la angustia de saber que los di? as esta? n contados y la duracio? n de la propia vida establecida en las estadi? sticas; de saber que el envejecer en cierto modo se ha convertido en una ventaja ili? cita que hay que sacar con engan? o de los valores medios. Quiza? este? ya agotada la cuota de vida dispuesta, con cara? cter revocable, por la sociedad. Una angustia semejante registra el cuerpo en la huida de las horas. El tiempo vuela.
106
Las florecillas todas. -L a frase de j cen Paul de que los recuer- dos son la u? nica posesio? n que nadie nos puede arrebatar, pertenece al acervo de consuelos impotentemente sentimentales que pretende hacer creer al sujeto que la retirada llena de resignacio? n a la inte- rioridad supone para e? l una satisfaccio? n que suele desperdiciar. Con la disposicio? n del archivo de si mismo, el sujeto se incauta de su propio depo? sito de experiencias haciendo del mismo una pro- piedad y, de ese modo, convirtie? ndolo en algo totalmente exterior al propio sujeto. La pasada vida interior se convierte en mobilia- rio del mismo modo que, inversamente, toda pieza estilo bieder-
166
maier se converti? a en recuerdo hecho madera. El inte? ri? eur en que el alma guarda la coleccio? n de sus acontecimientos y curiosidades es algo caduco. Los recuerdos no se conservan en cajones o en abanicos, sino que en ellos lo prete? rito se combina I? ntimamente con lo presente. Nadie puede disponer con libertad o a capricho de aquello en cuyo elogio tanto abundan las frases de Jean Paul. Es precisamente cuando los recuerdos se hacen objetivos y mane- jables, cuando el sujeto cree estar completamente seguro de ellos, cuando pierden el color como delicados tapices expuestos a la hi- riente luz solar. Pero cuando, protegidos por el olvido, conservan su vigor, esta? n expuestos a riesgos como todo lo viviente.
tificacio? n, hostil a la diferencia cualitativa. Si se concibe la socie- dad emancipada justamente como la emancipacio? n de dicha totali- dad, se perciben unas lineas de fuga que poco tienen que ver con el incremento de la produccio? n y su reflejo en los hombres. Si las
156
personas desinhibidas no son precisamente las ma? s agradables, ni siquiera las ma? s libres, bien podri? a entonces la sociedad liberada de sus cadenas darse cuenta de que las fuerzas productivas no re- velan el sustrato u? ltimo del hombre, sino su figura histo? ricamente cortada para la produccio? n de mercanci? as. Quiza? la verdadera so- ciedad llegue a hartarse del desarrollo y deje, por pura libertad, sin aprovechar algunas posibilidades en lugar de pretender alcanzar, con desvariado i? mpetu, ignotas estrellas. Una humanidad que no conociera ya la necesidad au? n dejari? a traslucir algo de lo delirante e infructuoso de todas las organizaciones hasta entonces concebidas para escapar de la necesidad y que reproduci? an, agrandada, la ne- cesidad juma con la riqueza. Ello afectari? a hasta al propio goce de un modo ana? logo a como su esquema actual no puede separarse
de la laboriosidad, de la planificacio? n, de la arbitrariedad y de la sumisi o? n. Rien [aire comme una be? te , flot ar en el agua y mirar Pe- clficamenre al cielo, <<ser nada ma? s, sin otra determinacio? n ni com- plemento>> " , podri? a reemplazar al proceso, al hacer, al cumplir, haciendo asi? efectiva la promesa de la lo? gica diale? ctica de desem- bocar en su origen. Ninguno entre los conceptos abstractos esta? tan pro? ximo a la utopi? a realizada como el de la paz perpetua. Espectadores del progreso como Maupassam o Sternheim han contribuido a dar expresio? n a esta intencio? n de forma u? mida, la u? nica forma que su fragilidad permite.
* HEGEL, La? gica, J, La doctrina del ser. [N. del r. ] 157
? ? l
MINIMA Mu? RALIA
Tercera parte
1946? 1947
Avalanche, veux-tu m'cmportcr dans la chute? (BAUDELAIRE)
/
? ? ? 101
Plante de i? nz! ernadero. - El hablar de precocidad y de tardanza, rara vez exento del deseo de muerte para la primera, es una in. conveniencia. Quien madura pronto vive en la anticipacle? n. Su experiencia es apriori? stka, sensibilidad divinatoria que palpa en la imagen y la palabra lo que so? lo posteriormente ejecutara? n el hom- bre y la cosa. Tal anticipacio? n, hasta cierto punto satisfecha de si misma, sorbe del mundo exterior y tin? e fa? cilmente su relacio? n con e? l del color de lo neuro? ri? camenre lu? dico. Si el precoz es algo ma? s que poseedor de habilidades, por lo mismo estara? obligado a superarse a si? mismo, una obligacio? n que los normales gustan de adornar con el cara? cter de deber moral. Tendra? que reconquistar con esfuerzo para la relacio? n con los objetos el espacio ocupado por su representacio? n: tendra? que aprender a sufrir. El contacto con el No-yo, con la madurez presuntamente urdi? a, apenas fusti- gada interiormente, se le convierte al precoz en necesidad. Su pro. pensio? n narcisista, revelada por la preponderancia de la imagina- cio? n en su experiencia, retrasa precisamente su maduracio? n. So? lo posteriormente pasara? , con crasa violencia, por situaciones, angus- tias y sufrimientos que en la anticipacio? n estaban atenuados y que, al entrar en conflicto con su narcisismo, se tornara? n morbosemcntc destructores. De ese modo vuelve a caer en lo infantil que una vez con tan poco esfuerzo habi? a dominado y que ahora exige su pre- cio; e? l se vuelve inmaduro y maduros los dema? s que en aquella
161
? ? ? ? fase tuvieron que ser, como se esperaba de ellos, hasta necios, y a los que les parece imperdonable lo que con tan desproporcio~ada agudeza le sucede al otrora precoz. Ahora es azotado por la pasio? n; demasiado tiempo mecido en la seguridad de su autarqui? a, se tam- balea desvalido donde una vez levanto? ae? reos puentes. No en vano acusa la letra de los precoces alertadores rasgos infantiles. Son una perturbacio? n del orden natural, y I~ salud trastornada se ceba en el peligro que los amenaza al par que la sociedad desconfi? a de ellos como negacio? n visible de la ecuacio? n de esfuerzo y e? xito. En su economi? a interna se cumple de modo inconsciente, pero inexo-
rable, el castigo que siempre tuvieron merecido. Lo que con enga- n? osa bondad se les ofrecio? , ahora se les retira. Hasta en el des- tino psicol o? gico una instancia vigila para que todo sea pagado. La ley individual es un jerogli? fico del cambio en equivalencias.
102
Ade/anle despacio. -En el acto de correr por la calle hay una expresio? n de espanto. Es la precipitacio? n que imita el gesto de la vi? ctima en su intento de sortear el precipicio. La postura de la cabeza, que quiere mantenerse a flote, es la del que se ahoga, y el rostro crispado imita la mueca del tormento. Debe mirar hacia adelante, apenas puede volverse sin dar traspie? s, como si tuviera detra? s a un persecutor cuyo rostro hiciera paralizarse. En otrO
tiempo se corri? a para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y sin saberlo esto es lo que au? n hace el que corre tras el autobu? s que se le escapa. El co? digo de la circulacio? n no tiene ya que contar con los animales salvajes, y sin embargo no ha pacificado el correr. Este ha desarticulado el modo de ir burgue? s. Lo que viene demostrado por el hecho de que el correr no se com- padece con la seguridad y de que, como siempre sucede, en e? l no
se escapa de otra cosa que de las fuerza s desatadas de la vida, aun- que se trate so? lo de vehi? culos. El ha? bito corporal del andar como el modo normal es cosa de los viejos tiempos. Era la manera burguesa de desplazarse, la desmitificacio? n fi? sica -c-li? bre ya del hechizo del paso hiera? tico- del deambular sin asilo, de la huida
jadeante. La dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror. Pasear, vagar eran en el siglo XIX pasatiempo privado, herencia de
la movilidad feudal. Con la era liberal el andar se extingue aun sin haber aparecido todavi? a el automo? vil. El fugendbewegrmg, que palpaba estas tendencias con su infalible masoquismo, impugno? las excursiones dominicales paternas y las sustituyo? por marchas forza. das voluntarias a las que, con inspiracio? n medieval, llamaba Fabrt, aunque pronto tuvo ya a su disposicio? n el modelo Ford. Quiza? en el culto de la velocidad producto de la te? cnica - a l igual que en el deporte-e- se oculte el impulso de dominar el horror que ex- presa el correr separando a e? ste del propio cuerpo y excedi? e? n- dolo soberanamente: el triunfo del veloci? metro calma de una manera ritual. la angustia del perseguido. Pero cuando a una per- sona se le grua: <<jcorre! >>, desde el nin? o que debe ir a por el bolso que su madre ha olvidado en el primer piso hasta el preso al que la escolta le ordena la huida a fin de tener un pretexto para matarle, es cuando se deja oi? r la violencia arcaica que, de otro modo, dirige silenciosa cada paso.
103
162
16 ,
In/e/h . -L o
posei? do por ideas fijas, ma? s se teme, tiene la impertinente tendencia a convertirse en hecho. La pregunta que no se quisiera escuchar a ningu? n precio es la que formulara? el subalterno con un intere? s pe? rfidamente amable; la persona de quien ma? s recelosamente se desea mantener alejada a la mujer amada sera? precisamente la que invite a e? sta, aunque se halle a mil leguas, por recomendaciones bienintencionadas y la que creara?
ese tipo de relaciones donde ace- cha el peligro. Esta? por saber hasta que? punto se fomentan tales terrores; si en el primer caso poniendo aquella pregunta en la boca del malicioso con nuestro celoso silencio o en el segundo pro- vacando el fatal contacto al pedirle al mediador, con una con- fianza neciamente destructiva, que no se le ocurra hacerlo. La psi- cologi? a sabe que quien se figura la desgracia de algu? n modo la desea. ? Pero por que? le sale tan inevitablemente al encuentro? Algo hay en la fantasi? a paranolde que corresponde a la realidad que ella tuerce. El sadismo latente de todos denuncia infalible- mente la debilidad latente de todos. y el delirio de persecucio? n se contagia: siempre que aparece, los espectadores se sienten irte. sistiblemente impulsados a imitarlo. Ello ocurre con ma? s facilidad
que sin
fundamento
real, como
si se
estuviera
? ? cuando se le da una raze? n haciendo aquello que el otro teme. tlUn loco hace ciento. . - la abisma? tica soledad del delirio tiene una tende ncia a la colectivizacio? n, en la que el cuadro delirante se reproduce. Este mecanismo pa? tico armoniza con el mecanismo social hoy determinante. Los individuos socializados en su deses- perado aislamiento tienen hambre de convivencia y se apin? an en fri? as aglomeraciones. De ese modo la locura se hace epide? mica: las sectas extran? as crecen al mismo ritmo que las grandes organizacio- nes. Es el de la destru ccio? n total. El cumplimiento de las fantasi? as de persecucio? n proviene de su afinidad con el cara? cter criminal. La violencia basada en la civilizacio? n significa la persecucio? n de todos por todos, y el que padece delirio de persecucio? n se pone en desventaja al atribuir al pro? jimo algo dispuesto por la totalidad en el desesperado intento de hacer la inconmensurabilidad con- mensurable. Se consume porque quiere apresar de forma inme- diata, con sus propias manos, el delirio objetivo, del que e? l es trasunto, cuando el absurdo reside precisamente en la pura me- diacio? n. El es la vi? ctima elegida para la perpetuacio? n de la ofus- cacio? n hecha sistema. Aun la peor y ma? s absurda imaginacio? n de efectos, la ma? s salvaje proyeccio? n, implica el esfuerzo inconsciente de la conciencia por conocer la mortal ley en virtud de la cual la sociedad perpetu? a su vida. La aberracio? n no es sino un cortocircui- to en la adaptacio? n: la locura patente de uno ve equivocada- mente en el otro la cierta locura de la totalidad. y el paranoico es la imagen irrisoria de la vida justa al intentar por su propia iniciativa identificarla con la vida falsa. Pero asi? como en un cor- tocircuito saltan chispas, un delirio se comunica, al modo de los rela? mpagos, con otro en la verdad. Los puntos de comunicacio? n son las brutales confirmaciones de los delirios de persecucio? n, que convencen al que los padece de que tiene razo? n para hundirlo tanto ma? s profundamente. La superficie de la existencia vuelve en seguida a cicatrizar y le demuestra que e? sta no es tan mala, y entonces enloquece. Subjetivamente anticipa la situacio? n en que, su? bitamente, la locura objetiva y la impotencia del individuo se vuelven convertibles, del mismo modo que el fascismo, en cuanto dictadura de los afectados de manta persecutoria, confirma todos
los temores de persecucio? n de sus vi? ctimas. Decidir, por tanto, si un recelo extremado es paranoico o tiene una base real - el eco personalizado de los gritos de la historia-,-, so? lo podra? hacerse ma? s adelante. La psicologia no alcanza al horror .
104
Golden C ate. - E n el desairado , en el desden? ado hay algo que se deja notar con la misma claridad con que los dolores intensos iluminan el propio cuerpo. E? l reconoce que en lo Intimo del amor ciego, que nada sabe ni puede saber, palpita la exigencia de clari- dad. Ha padecido injusticia, y ah! apoya su demanda de justi- cia al tiempo que se ve obligado a retirarla, pues lo que e? l desea so? lo puede provenir de la libertad. En esta servidumbre el rechaza- do alcanza la integridad humana. Como invariablemente el amor descubre 10 general en 10 particular, u? nico lugar donde se hace honor a lo general, e? ste se vuelve mortalmente contra el amor eri-
giendo la autonomi? a de lo pro? ximo. El fracaso, en el que se im- pone lo general, le parece al individuo un estado en el que se halla excluido de lo general; el que perdio? el amor se sabe abando- nado de todos, por eso desden? a el consuelo. En el sinsentido de la privacio? n llega a percibir 10 falso de toda satisfaccio? n meramen- te individual. Pero de ese modo se despierta en e? l la conciencia parado? jica de lo general, del inalienable e irrecusable derecho hu- mano a ser amado por la amada. Con su aspiracio? n, no fundada en ti? tulo ni prerrogativa algunos, a ser correspondido apela a una
instancia desconocida que graciosamente le conceda lo que le per- tenece - que no le pertenece. El secreto de la justicia en el amor es la superacio? n del derecho que el amor reclama en sus gestos, sin palabras. <<Dondequiera debe el amor/engan? ada, neciamente existir. ?
105
S610 un cuarto de hora. -i'Joche de insomnio: para esto puede haber alguna fo? rmula capaz de hacer olvidar la vaci? a duracio? n, las horas penosas que se prolongan en inu? tiles esfuerzos parecien- do que nunca llegara? el fin con el alba. Pero lo que causa esas noches de insomnio en las que el tiempo se contrae y se escapa, inu? til, de las manos, son los terrores. Uno apaga la luz con la esperanza de llenar esas largas horas con un descanso reparador. Pero cuando no puede apaciguar los pensamientos desperdicia la valiosa provisio? n de la noche, y hasta que consigue no ver nada detra? s de los ojos cerrados y enrojecidos sabe que es muy tarde, que pronto le despertara? con sobresalto la man? ana. De un modo
164
165
? ? parejo, implacable, inu? til, debe agotarse para el condenado a muer- te el u? ltimo plazo. Pero 10 que en esta contraccio? n de las horas se manifiesta es la contrafigura del tiempo consumado. Si en e? ste e! poder de la experiencia rompe e! hechizo de la duracio? n y reu? ne lo pasado y lo futuro en lo presente, en las impacientes noches de insomnio la duracio? n origina un horror insoportable. La vida hu- mana se convierte en instante, y no porque supere la duracio? n, sino porque se desvanece en la nada manifestando su vanidad en el seno de la mala finitud de! tiempo en si. En e! ruidoso tic-tac del reloj se percibe el desde? n de los an? os-luz por el palmo de la propia existencia. Las horas que ya han pasado como segundos antes de que e! sentido interno las haya asimilado, anuncian a e? ste, arrastra? ndolo en su precipitacio? n, que e? l y toda memoria esta? n consagrados al olvido en la noche co? smica. Un olvido del que los hombres hoy se percatan de un modo obsesivo. En su estado de total impotencia, 10 que se le ha dejado vivir le parece al individuo el plazo breve de un ajusticiado. No espera vivir por si? mismo su vida hasta e! final. La posibilidad de la muerte violenta o el mar- tirio, presente a cada uno, se continu? a en la angustia de saber que los di? as esta? n contados y la duracio? n de la propia vida establecida en las estadi? sticas; de saber que el envejecer en cierto modo se ha convertido en una ventaja ili? cita que hay que sacar con engan? o de los valores medios. Quiza? este? ya agotada la cuota de vida dispuesta, con cara? cter revocable, por la sociedad. Una angustia semejante registra el cuerpo en la huida de las horas. El tiempo vuela.
106
Las florecillas todas. -L a frase de j cen Paul de que los recuer- dos son la u? nica posesio? n que nadie nos puede arrebatar, pertenece al acervo de consuelos impotentemente sentimentales que pretende hacer creer al sujeto que la retirada llena de resignacio? n a la inte- rioridad supone para e? l una satisfaccio? n que suele desperdiciar. Con la disposicio? n del archivo de si mismo, el sujeto se incauta de su propio depo? sito de experiencias haciendo del mismo una pro- piedad y, de ese modo, convirtie? ndolo en algo totalmente exterior al propio sujeto. La pasada vida interior se convierte en mobilia- rio del mismo modo que, inversamente, toda pieza estilo bieder-
166
maier se converti? a en recuerdo hecho madera. El inte? ri? eur en que el alma guarda la coleccio? n de sus acontecimientos y curiosidades es algo caduco. Los recuerdos no se conservan en cajones o en abanicos, sino que en ellos lo prete? rito se combina I? ntimamente con lo presente. Nadie puede disponer con libertad o a capricho de aquello en cuyo elogio tanto abundan las frases de Jean Paul. Es precisamente cuando los recuerdos se hacen objetivos y mane- jables, cuando el sujeto cree estar completamente seguro de ellos, cuando pierden el color como delicados tapices expuestos a la hi- riente luz solar. Pero cuando, protegidos por el olvido, conservan su vigor, esta? n expuestos a riesgos como todo lo viviente.
