Se podría definir
morfológicamente la esencia de la Modernidad como excentricis-
mo no-satánico, mientras que el esquema de centro y epicentro, que
había fundado la metafísica de la colaboración en el proyecto de
Dios, sólo se conserva ya en subculturas religiosas.
morfológicamente la esencia de la Modernidad como excentricis-
mo no-satánico, mientras que el esquema de centro y epicentro, que
había fundado la metafísica de la colaboración en el proyecto de
Dios, sólo se conserva ya en subculturas religiosas.
Sloterdijk - Esferas - v2
Se hace instruir en el servicio del nuevo señor por un piadoso ermitaño que le propone que transporte gente a través de un río hondo y peligroso.
Un día oye la voz de un niño que pide, por tres veces, que le ayude a cruzar el río.
Cristóbal se acercó a él, lo alzó del suelo, lo colocó cómodamente sobre
sus hombros, tomó en sus manos el varal que le servía de bastón y se intro
dujo en el agua. De pronto el nivel del cauce comenzó a subir incesante
mente y al mismo tiempo a aumentar el peso del niño cual si su cuerpo de
jase de ser carne y se tomase plomo. A cada paso que daba aumentaba el
caudal del agua visiblemente y hacíase más pesada la carga que transporta
ba en sus fornidos hombros. Al llegar hacia el medio del cauce creyó que
no podría soportar un momento más el peso del niño ni el ímpetu de la co
rriente. Lleno de angustia y temiendo que no le iba a ser posible salir con
vida del apurado trance en que se hallaba, hizo un esfuerzo supremo y, sa
cando de sus agotadas energías unas fuerzas sobrehumanas, consiguió lle
gar a la otra orilla, puso al chiquillo en el suelo, y en tono desfallecido ex
clamó: «¡Ay, pequeño! ¡Qué gravísimo peligro hemos corrido! ¡En menudo
aprieto me has puesto! ¡He sentido en mis espaldas un peso mayor que si
llevara sobre ellas el mundo entero! ». «Cristóbal», comentó el niño, «aca
bas de decir una gran verdad; no te extrañe que hayas sentido ese peso por
que, como muy bien has dicho, sobre tus hombros acarreabas al mundo en
tero y al creador de ese mundo. Yo soy Cristo, tu rey. Con este trabajo que
desempeñas me estás prestando un extraordinario servicio»40.
En el gigante cristiano del río reconocemos sin diñcultad a nues tro Adas. Pero éste ya no soporta el cielo como castigo por su parti cipación en la revuelta de las potencias antiguas contra el Olimpo. El ütán en el exilio se ha convertido en un servidor de Dios que auxilia a videros y peregrinos. En la escena del río se vuelve palma rio el cambio del esquema-Atlas: en lugar de un papel solitario de levantamiento de pesos aparece una relación fuerte con un patrón. Pues el atlante cristiano ya no soporta inmediatamente el todo del mundo sobre las espaldas; entre el todo pesado y su portador la le yenda ha introducido una magnitud humano-divina como medio, el Cristo mismo como personaje infantil. Con ello, el Cristóforo lleva
99
Maestro de Messkirch, Cristóforo, siglo XVII,
Kunstmuseum de Basilea, detalle.
en sus hombros el niño que se ha convertido en el propio cosmófo-
ro. Pero, en tanto soporta al portador del cosmos, el Adas cristiano
toma sobre sus hombros el peso no aminorado del mundo, acre
centado incluso por la ligera carga del Señor infantil.
En esta imagen se puede apreciar cómo la narración cristíana
descongela la figura antigua y cómo introduce su rigidez estatuaria
en la corriente terrena-supraterrena. La metamorfosis decisiva del
Adas sucede por la transformación de un esclavo-adeta, obstinada
mente filosofante, en un vasallo íntimo de Dios; con ese cambio, el
100
El Atlas político: «¡Oh, qué carga más
pesada! », en W. J. von Wallrabe, Nueva descripción
histórica de la vida de Carlos V, 1683.
acto arcaico de fuerza se convierte en una ocasión apasionada de re
lación; o en el lenguaje de las consideraciones de antes: en una rela
ción servicial entre centro adyacente y centro del ser.
La gran popularidad de la leyenda de san Cristóbal -que fue
plasmada durante siglos en innúmeras versiones figurativas- no só
lo se basa en la circunstancia de que hace que resuene toda una ri
ca serie mitológica de tonos concomitantes; su fascinación se debe,
101
sobre todo, a que de una manera sencilla y profunda incrusta la re ferencia del cristianismo al todo del mundo en una relación fuerte con un enfrente personal. Así se supera la maldición prehumana del Atías. Con el trabajo de cristóforo se vencen la exterioridad y la es clavitud bsyo condiciones extrañas. Desde ahora, eljuego con la esfe ra del ser siempre significará también un asunto íntimo. El portador entra en relación personal directa con el centro de la esfera y sólo en una indirecta con su volumen y su peso. La carga del mundo ya no recae sobre un titán solitario como un peso muerto, sino que se convierte en parte de la historia de amor entre el epicentro huma no y el centro divino. Ya que es el Niño-Dios el que soporta directa mente el globo del mundo, el esfuerzo de Cristóbal adquiere rasgos de cooperación; y precisamente porque sólo es inmediato al niño que está sobre sus hombros, y mediato al peso del mundo, consigue tomar parte en la pantoforía divina. El, el sirviente ejemplar, porta al portador que todo lo porta: de ese modo hace la experiencia de lo que significa convertirse en intermediario de Dios.
Se muestra, pues, cómo irrumpe un deshielo interinteligente so bre las imágenes especulativas del mito y de la física antigua. La es fera que significa el mundo ya no está ante el observador sólo como figura geométrica; tampoco es ya solamente un entorno unlversali zado: se ha convertido en el emblema de la relación fuerte entre ser humano y punto central. Ahora pueden utilizarse para la monarquía del centro incluso fuerzas viriles titánicas, libres ya del espíritu de contradicción del rebelde y de arbitrariedad fálica; lo que era es fuerzo recalcitrante se convierte en impulso servicial. Con ello, el cristianismo instauró en el mundo, más allá de la doctrina funda mental de los Evangelios, un principio de solidaridad anclado en un espacio dual, puesto que concibe, ingenua y reflexivamente a la vez, la acción solidaria como cooperación del epicentro en el proyecto del centro. Puede ser que mucho de lo que el presente considera co mo crisis de las solidaridades en la sociedad, o como debilitamiento del lazo de unión social, haya que remitirlo en última instancia al ocaso de esa metafísica de la cooperación. Todo contemporáneo atento puede cerciorarse fácilmente de que las filosofías contempo ráneas de equipo están muy lejos de subsanar esa pérdida41.
102
Más grande que Atlas.
Bola del mundo sobre los hombros
de Amor, emblema del siglo xvn.
Cuán poderosamente ha influido el modelo de la cooperación
cristofórica en los destinos modernos de la humanidad puede ilus
trarlo la referencia al más grande Cristóforo del comienzo de la
edad moderna, Cristóbal Colón, el navegante, el exponente ejem
plar de la maníaca cultura moderna del riesgo, que tras su primer
desembarco en las islas índico-occidentales comenzó a entenderse,
cada vez más abiertamente, como apóstol náutico y como portador
de salvación. En sus últimos años firmaba sus cartas, sin recato, con
el casi apostólico epíteto de Xroferens, como si hubiera hecho de su
nombre de pila su programa espiritual y hubiera interpretado la tra
vesía del Atlántico como una prosecución del papel de cristóforo en
el vado oceánico.
En la magia nominal de Colón se revela algo de los secretos psi-
103
Atlas en el Rockefeller Center,
de Lee Lawrie, Nueva York, 1937.
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•S• A
j>í í^y
• £*•
XpoFtREÑÍ
Firma de Cristóbal Colón.
copolíticos de la historia europea de éxitos tras 1492: esa magia re
mite a la unidad operativa de siervos y señores, sin la cual no puede
entenderse la dinámica de ansia de poder y la vehemencia empren
dedora de la forma neoeuropea de subjetividad. Apenas cincuenta
años después del descubrimiento de América toma forma la nueva
psicopolítica en la Orden de losjesuitas, oficializada en 1540. La Com-
pagnia di Gesú es una Orden radicalmente cristofórica compuesta
por empresarios religiosos que no esperan que Dios los conduzca al
éxito, sino que confían plenamente en su propia anticipación. Ellos
son los activistas de la globalización de estilo católico. Con ironía fa
nática, se someten a las cargas más pesadas, impulsados por la cer
teza de que sólo su aceptación depara poder real.
IV. El evangelio morfológico y su destino
Para los modernos, cuyo pensamiento, desde los días de los dis
cípulos disidentes de Hegel, se caracteriza por descentralizaciones y
excentricidad existencial, apenas existe aún un acceso a los mundos
olvidados de magnificencia esférica metafísica. Ya no pueden com
prender realmente -a no ser que emprendan un trabajo rememo
rativo en contra de la corriente de la tendencia civilizatoria descen
105
,
tralizante- en qué medida la historia del espíritu de los últimos dos
mil años ha sido la marcha triunfal de un tema morfológico que so
brepuja a todo. Aunque los manuales de filosofía, e incluso los ar
chiveros de la philosophia perennis, hablen, en el mejor de los casos,
aludiendo a la vieja ontología de la esfera42, y los agentes habituales
del gremio, incluidos susjóvenes salvajes, vivan desde hace mucho
tiempo como detrás de una pared de olvido que no traspasa ningún
rayo de recuerdo: eso no cambia nada al respecto de que la vieja
metafísica europea, cuando más centrada «en sí misma» estuvo, fue
toda ella una única meditación entusiástica de la esfera animada y
de la existencia cómplice. Por eso, nunca importó a los pensadores
clásicos construir lo que hoy, con falso balbuceo (anti)cartesiano, se
llama fundamentación última; lo que buscaron fue una última en
voltura o, como diremos también en lo que sigue, una inmunidad
última. Se puede constatar casi definitoriamente: entendida como
ontoteología y cosmología filosófica, la metafísica clásica no fue otra
cosa que un ritual-teoría inmensamente circunstanciado y comple
jo en honor de Su Majestad la Forma Redonda. Sólo quien des
ciende a suficiente profundidad en los archivos del Uno (y, como
hemos visto en Esferas I, hay an-archivos protoescénicos antepuestos
a los archivos discursivos) puede hacerse una idea de la amplitud
del culto a las monosferas. Su tarea consistía en apaciguar la in
quietud humana en un mundo ampliado abismalmente, abierto pe
ligrosamente, por medio de la iniciación en la forma más edifican
te, más envolvente, de inmunidad: el universo; literalmente: lo que
abarca todo en un único giro. La buena nueva del evangelio del ser
en la redondez del orbe reza: cualquier punto del universo, por
muy alejado que esté del centro, y aunque fuera mi propia existen
cia temblando de desamparo, es alcanzado y posibilitado, potencial
y actualmente, por un rayo que dimana del centro. Y precisamente
porque todo lo que es proviene de un centro bueno, origen de to
do (omne ens est bonum, todo lo bueno tiene poder de inmunidad),
puede también mi vacilante luz vital cerciorarse de su cobijo en un
todo impregnado de espíritu, animado, completamente inmunizado.
Esto sólo tiene un presupuesto: yo tendría que aceptar y ratificar
que todo ente, incluido yo mismo con mis abismos y negaciones, es
106
algo que en un sentido eminente queda dentro, en el ámbito de ac
ción de una forma organizadora: de lo cual no se sigue otra cosa
que todo lo que es está localizado, contenido, rodeado por una má
xima periferia. Con la imagen de la esfera se extiende el evangelio
de la inclusión total: nada real puede estar realmente fuera; ningu
na cosa existe separada del corpus y continuum del Uno. La medita
ción filosófica de lo envolvente deja claro que, bajo cualquier cir
cunstancia, un universo, por muy grande que se suponga, puede ser
representado como espacio interior y, con ello, como esfera compar
tida de fuerza y de sentido. Lo que parece esoterismo es sólo esos-
ferismo43.
Cuando todo el poder procede del centro no hay exterioridad
absoluta, ningún punto perdido, ningún ente que hubiera de exis
tir verdaderamente apartado: a no ser que él mismo se colocara a sí
mismo fuera con intenciones rebeldes (pero incluso entonces re
sultaría problemática una exterioridad real). Dado que el todo cen
trado atrae todo hacia sí, en cuanto que remite a él como centro
cualquier punto distanciado en derredor, la totalidad esférica nun
ca conforma sólo un bloque inmóvil; está animada por la vida de re
lación del centro y por las ubérrimas correspondencias de los pun
tos epicéntricos entre sí. Esto es lo que reconocen, eufóricos, los
partidarios del principio-plenitud: la esfera inteligible vive. Y vive
gracias a la fuerza irradiante y al gusto por la relación del centro. Es
te expande sus rayos en un estallido incesante y reproduce su tota
lidad continuamente en tanto recoge una y otra vez hacia sí los pun
tos epicéntricos. El punto medio -que posee el sitio de Dios en el
círculo absoluto- se cerciora constantemente de todos los puntos
que están en el espacio en derredor suyo en tanto los produce y re
conoce; conforma todo en torno de sí puesto que se completa inin
terrumpidamente a sí mismo, reintegrando en sí cualquier punto
por lejano que esté. Es completo lo que tiene el poder de gastarse y
de recuperarse. Por eso el centro viviente no suelta los puntos de los
radios; mantiene a todos agrupados en tomo a sí en una asamblea
vibrante y, como hace el Dios de la canción infantil con las estrellas,
el centro cuenta los puntos sin que le falte uno entre todos los que
componen la inmensa cifra.
107
Por su naturaleza, la ontología de la esfera -la doctrina funda
mental de la vieja metafísica occidental, que parecía más secreta
cuanto más claramente se expresaba, y más poderosa cuanto más
permanecía en latencia- es una meditación sobre la imposibilidad de
que al sentido se le escape algo. El ser, como la casa, no pierde nada.
Cuando al todo se lo considera como esfera, cada individuo puede -y
debe también en caso de duda- incluirse en su perímetro: una cir
cunstancia en la que se hacen discemibles satisfacción y coerción.
Cuando el individuo puede encontrar su felicidad en la participación
en el todo, el recuerdo mismo del centro de la esfera se transforma
inmediatamente en un ejercicio terapéutico, salvífico. Pues mostrar
la esfera significa entonces nada menos que expandir la buena nue
va de la pertenencia de los puntos dispersos al centro organizador.
Cuando san Agustín escribió: «Nuestro corazón está inquieto hasta
que no descanse en ti», estaba inmerso en un diálogo entre epicen
tro y centro, motivado por el anhelo del punto arrojado al mundo de
ser recogido y cobijado por el centro protector.
En ese caso la metafísica era deudora de una idea de sentido
protectora y puso enjuego una concepción entusiástica de anima
ción o vivificación a través del centro. ¿No proporcionó ya el mito
del arquitecto de Platón un testimonio de hasta qué punto era ca
paz de proceder sin escrúpulos tal modo de pensar cuando se tra
taba de llevar a cabo su objetivo inmunológico: a saber, represen
tar la totalidad de lo existente bajo el signo del psiquismo? Pues
¿quién podía no darse cuenta de cómo convergen aquí lo esférico
y lo psíquico? El concepto de alma del mundo -cuyo decurso al
canza desde Platón hasta Schelling- testimonia cuánto se esperaba
en otro tiempo de la transferencia de lo psíquico a lo cósmico. En
él sobrevive el animismo como racionalismo44. No sin razón Nietzs-
che barruntó en la metafísica que había hecho escuela a través de
Platón una tendencia que persuadía a ojos cerrados de una impos
tura de altos vuelos; y apenas puede negarse que con el platonismo
la reflexión se colocó en una senda que había de llevar de lo ex
céntrico a lo concéntrico, a pensar en redondo las cosas irregula
res, a sobreinterpretar lo muerto como vivo. La escuela de escuelas
misma, la Academia, ¿qué era sino un seminario al que se atrajo a
108
toda una prole de predicadores de las grandes esferas, devotos del
circulo y del globo?
Cuando en la Antigüedad tardía progresaba la alfabetización fi
losófica del cristianismo no pudo dejar de suceder que los teólogos
se sintieran coaccionados a acomodar su discurso sobre la relación
de hombre y Dios a los moldes de la metafísica del centro y de la es
fera. Al hacerlo, salió a la luz, por muy encubiertamente que fuera,
la verdad de que, mucho antes que la buena nueva personal, un
evangelio morfológico había fascinado a las inteligencias del mun
do antiguo. Aunque Cristo, como los emperadores romanos, fuera
saludado por sus teólogos con el título de sotér, salvador y redentor,
como más redentora, y por motivos tan profundos pero más anti
guos, había aparecido ya la esfera en el pensar. El Dios de los mor-
fólogos, que remite todos los puntos a sí mismo, es, según la natu
raleza de las cosas, más antiguo y profundo que el Dios de las
basílicas, que vuelve a reunir las almas perdidas.
Elaborar la identidad críptica de cristología y metafísica de la es
fera: éste fue, desde el punto de vista estructural-profundo, el pro
grama de la historia cristiana del espíritu, aunque los teólogos, en
verdad, apenas tuvieran nunca claro que sólo como agentes de un
proyecto epocal de inmunización podían lograr sus éxitos. En él, la
salvación venía de la forma que se había hecho mundo. Cristo salva
como ya salvaba la esfera, pero si la esfera podía salvar es porque su
centro significa la fuente anónima de toda salvación y de todo re
tomo a lo íntegro. Habrá que esperar hasta mediados del siglo XV para que un pensador de tono relajado describa esta relación. Con Nicolás de Cusa la doctrina filosófica de la esfera clarifica definiti vam ente su intención:
CuandoélJesucristo,erasemejanteanosotros,moviólaesferadesuvi
da de tal modo que él quedó en el centro de la vida. . . Ynuestra esfera sigue
a la suya. . . 45
En el capítulo quinto de este volumen, que trata de las teologías
explícitas de la esfera, intentaremos esclarecer lo que todavía queda
109
Bola de juego de Nicolás de Cusa.
oscuro aquí, aunque la tesis latente de la reflexión cusana aparece
ya claramente: todos los misterios de la así llamada, cristianamente,
redención -dicho filosóficamente: del salvamento de la pérdida en
lo exterior, no redondo, incoherente- desembocan en la cuestión de
si los epicentros, las almas humanas, pueden superar su distancia
del centro absoluto de vida: ese centro que para los metafísicos cris
tianos no puede ser otro que el Dios replegado simplísimamente en
sí mismo (simplicissimus) y desplegado, a la vez, incluyéndolo todo.
El affaire entre el alma y Dios se basa, después de esto, en un pre
supuesto esferológico entusiasta: ambos sólo tienen que ver uno
con otro, en una relación fuerte, si pertenecen a un espacio interior
común: Dios como centro y el alma como punto fuera del centro,
pero, sin duda, en un radio que procede del centro irradiante. Si el
alma no estuviera posicionada en un rayo enviado (o, como dirá Ke-
pler, eyaculado) por el centro, no habría ninguna relación entre
ella y el punto de emanación; sería, en sentido literal, excéntrica,
sin relación con el centro, despegada de él, perdida en la corriente
de un exterior absoluto, incapaz de salvación, no necesitada de ella,
sólo «en casa» en relaciones consigo misma y en sus complementos
del «mundo-entorno».
En la concepción metafísica del mundo los únicos candidatos a
una excentricidad así son Satán y los grandes pecadores de su sé
quito; es decir, aquellas «existencias» que se han apuntado con pe
tulancia a un modo de ser anarquista, teófugo, desdeñoso de la sal
vación. En el campo filosófico quienes se acercan más a esta postura
110
son los antiguos atomistas y materialistas que mencionaron por pri
mera vez la posibilidad de un vacío infinito sin centro. En el marco
de la metafísica clásica esa posición es inaceptable46, y el hecho de
que le resulte desechable manifiesta la reacción de inmunidad del
mundo esférico autocobijante contra la tesis atea de la exterioridad.
Pues reconocer una existencia excéntrica como modo legítimo del
ser-en-el-mundo significaría negar la necesidad de la relación entre
centro y epicentro. Con ello se le habría robado su poder envol
vente a la esfera sagrada; la diferencia entre la existencia en ella y
fuera de ella se volvería insignificante. Esto significaría libertad reli
giosa con relación a la esfera única, es decir, licencia para la indife
rencia morfológica. En consecuencia, el ser-en-la-esfera ya no conti
nuaría siendo para todos los seres la condición de su salvación; sí,
no habría en absoluto salvación alguna, redención alguna, rescate
alguno de la exterioridad, e incluso la falta del salvador universal no
se echaría en falta universalmente. Sólo podrían distinguirse aún,
más allá de salvación o pérdida, éxitos o fracasos en juegos autorre-
ferenciales entre puntos excéntricos; ello manifestaría ya caracterís
ticas modernas, cuyos criterios son la renuncia a la coexistencia de
todos en un espacio interior común y la positivización del tráfago
enajenado como «comunicación» universal.
Que haya muchas viviendas en la casa del padre único no es lo
que confiere a la multiplicidad de mundos en la Modernidad el ti
rón unificante, sino que en el mercado global haya muchos puestos,
marcas, direcciones. Así como la casa es el símbolo del interior bue
no, el mercado es el modelo del exterior no-tan-malo. Mientras que
la esfera del ser valía como poder inclusivo por antonomasia, la ex
periencia fundamental de la Modernidad, el concierto de innúme
ras excentricidades autorreferentes, se habría considerado como ca
racterística del infierno. El ser-en-la-esfera tenía precisamente el
sentido de desprender a los puntos-individuos de su autorreferencia
egoísta y, en una gran extraversión ontológica y moral, remitirlos al
centro común a todos: de este modo se convertiría todo yo en un va
sallo del centro; encontraría su felicidad en la liberación del error
satánico-demasiado-humano de elegirse a sí mismo como punto de
referencia privilegiado.
111
Constructor de esferas,
catedral de Friburgo.
Lucas Cranach, Melancolía, 1532,
Statens Museum for Kunst,
Copenhague, detalle.
Por eso la esfera es más que un símbolo geométrico y una ima
gen teórico-cosmológica; conduce, a la vez, al punto de vista de la
ética y erótica altruistas. Cuando el centro mantiene en tensión los
epicentros, los puntos, tienen puesta, a priori, su mirada en él: ya que
el centro es quien insiste, frente a todos los puntos, en el privilegio
del otro. Con ello, teocentrismo y altruismo son estructuralmente lo
mismo. Pero, en la máxima esfera, los puntos individuales no están
conectados sólo con el punto medio; la energía del pacto teocéntri-
co reverbera en el punto individual y le capacita para solidarizarse
en los radios más amplios con los puntos adyacentes. Por eso, la con
ciencia de coexistencia en la esfera induce esa fuerza que el Zara-
tustra de Nietzsche llamará amor al lejano. Como compromiso de
amor en la lejanía la esfera de los teólogos es la figura ontológica de
alianza más poderosa. Por el balanceo común a todo ente fuera del
centro entre tendencias centrífugas (egoístas) y centrípetas (altruis
tas), todas las inteligencias finitas están en resonancia existencial
unas con otras: cada una de ellas sabe, o podría saber, qué significa
113
no ser el centro de todo y sin embargo considerarse tal. Lo que las
une a pesar de toda emulación es su intento común de ser: es decir,
de cerciorarse de su poder-ser. En este sentido, el ser común en la
esfera proporciona la fundamentación última de la solidaridad de
los puntos.
Desde esta perspectiva se entiende muy bien por qué los euro
peos estuvieron poseídos a lo largo de dos mil años por representa
ciones cosmológicas de cubiertas cósmicas. El bimilenio de la meta
física de la esfera es coextensivo con la era de las teorías de esferas
celestes: sólo bajo el patronazgo filosófico pudieron florecer los mo
delos cosmológicos que colocaron la tierra en el centro de un siste
ma de cielos redondos compactos. Las cubiertas planetarias super
puestas, envueltas todas ellas por un firmamento extremo, el cielo
de las estrellas fijas, que a su vez sólo era superado por la morada de
los bienaventurados en Dios, únicamente producen, más allá de
cualquier fundamentación formal en los discursos astronómicos
desde Aristóteles, un sentido plausible para una imagen histórica
del mundo cuando se las entiende también como proyecciones cos
mológicas de una exigencia morfológica insuperable durante mu
cho tiempo. Sirven para la impermeabilización del mundo en el
sentido de una inmunología universal. La cosmología de las cubier
tas sella con medios físicos el pacto entre el centro y el universo de
los puntos: muestra, con una evidencia casi insolente, qué significa
querer ser y permanecer bajo cualquier circunstancia en un mundo
interior.
La poderosa necesidad lo mantiene, al ente, en las cadenas del límite
que lo circunda; por eso no es lícito que lo ente sea inconcluso47.
Platón y Aristóteles elaboraron el motivo del límite-forma bueno;
consuman la idea de que la totalidad sólo subsiste en pregnancia es
férica, posibilitando así su transmisión a lo largo de la tradición. La
Edad Media agudizó al extremo los delirios de las cubiertas y ence
rró la tierra, y las almas humanas sobre ella, en numerosos estratos
de bóvedas celestes más o menos compactas, como si este lugar per
dido, y sin embargo elegido, del cosmos, en el que Dios había repo
114
sado para hacerse hombre, hubiera de ser blindado frente al míni
mo aliento del exterior. Rodeado de ocho, diez, doce, catorce mu
rallas y fosos, el mundo de los seres humanos gozó sobre la tierra del
dudoso privilegio de permanecer en el castillo interior del ser48.
Pero, dado que en el paradigma metafísico el mismo ser huma
no es un pequeño mundo, se repite en él mismo este múltiple cer
co del interior, manifestándose él mismo como una estructura de
cubiertas y muros en tomo al punto numinoso más íntimo que
constituye el centro de la mismidad humana. No es de extrañar,
pues, que el Homo metaphysicus nunca o casi nunca penetre en su úl
timo centro. Vive sólo en los barrios exteriores de su propio espacio
anímico, escalonado hasta lo profundo, y sabe con san Agustín que
el gran otro le es más próximo que sí mismo: interior intimo meo. Con
incansables esfuerzos de imaginación, por medio de un delirio de
cúpulas, cubiertas y esferas huecas, que lo penetra todo, se refuer
za, tanto por dentro como por fuera, el cobijo de todos los puntos
epicéntricos por la vida absoluta del centro.
Desde el punto de vista inmunológico y morfológico se puede
afirmar que la acción más importante de Dios en la era metafísica ha
sido la del aseguramiento de la frontera frente a la nada, el exterior
y la infinitud. Esta línea, la más sensible de todas, sólo podía defen
derse mediante la construcción de cubiertas. De ahí se siguió -aun
que suene insoportablemente teológico-inmanente- que el Dios só
lo logró permanecer «en vigor» mientras los representantes de sus
intereses consiguieron presentarlo como una esfera autocobijante,
gigantesca pero finita. En cuanto la teología comenzó a tomarse en
serio el devastador atributo de el infinito -y ése es, desde el punto de
vista histórico-metafísico, el acontecimiento endógeno que dio lugar
a la Modernidad—destruyó la función esferopoiética de Dios, porque
en una esfera infinita se pierde la diferencia metafísicamente explo
siva e inmunológicamente decisiva de dentro y fuera. En una esfera
de radio infinito y perímetro infinito todo estaría esparcido en cual
quier parte y, por ello, exteriorizado sin más por doquier. No otro es
el resultado de la infinitización de Dios y universo.
Fueron los teólogos más sagaces los que mataron a Dios cuando
ya no pudieron reprimir por más tiempo el concebirlo como infini-
115
Multiplicidad de sistemas solares.
Ilustración en una Cosmología
cartesiana del siglo XVIII.
Jürgen Klauke, Gran imagen del mundo n,
Colonia, 1991, tríptico.
to actual y extensivamente. La proposición «Dios ha muerto» signi
fica en primer lugar una tragedia morfológica: la aniquilación, por
una infinitización implacable, de la esfera de inmunidad, intuitiva,
clara, imaginariamente satisfactoria. Dios se convierte en algo invi
sible, oscuro, desemejante, amorfo: un monstruo para la capacidad
intuitiva humana, un no-receptáculo, un abismo y agujero absoluto.
De pronto, dado que ha desaparecido la barrera entre interior y ex
terior, ya no se puede entender en qué habría de consistir la venta
ja de estar dentro de ese Dios de infinitud.
Con la abolición de la inmunidad divina comienza la permanen
te crisis atea de los dempos modernos. En un tono místico susurran
te, en los círculos iluminados tardomedievales se expande el disan-
gelio* morfológico, cuyo significado y repercusión no entienden la
mayoría de quienes lo transmiten conmovidos. Pues, creyendo que
comunican algo misterioso estimulante, algo paradójico arrobante,
lo que anuncian, como a escondidas, es: «Dios es una esfera infinita
cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ningu
na»49. Ese «en todas partes» introduce la agonía de la forma centra
*Palabra con el prefijo griego dis> en lugar de eu (de «evangelio»). Significaría,
así, «mala nueva» en vez de «buena nueva». (N. del T. )
117
da y ese «en ninguna», la crisis del proyecto metafísico de envolver todo lo existente en lo anímico. En el momento en que se le atribu ye el predicado infinito, la esfera muere por sobredimensionamien- to en lo no-intuitivo. El resto ya es historia de la esfera. Sólo queda todavía que la muerte de la Esfera-Dios buena, salvadora, mayestáti- camente finita sea consumada por los interesados: un proceso que abarca al menos medio milenio de pensamiento europeo y que no puede darse aún por cerrado. De hecho, determinar la esfera como infinita significó robarle su fuerza unificadora, alejarla del interés de lo vivo y, con ello, convertir lo máximo en algo funesto.
La muerte de Dios se comunica en principio por una esquela morfológica: la esfera ha muerto. De su defunción se sigue todo lo restante, todo aquello que tiene que ver con el fallecimiento de Dios y con la administración de su legado: pérdida del margen, in flación del centro, andadura sin rumbo de los puntos. Cuando la es fera perece por su determinación infinita, los puntos anteriormen te epicéntricos se ven obligados bien a elegirse ellos mismos como centro de todas las relaciones o bien sucumbir, más allá de la acos tumbrada ilusión del punto medio, a unjuego sin norte de rauda les descentrados de acontecimientos. De la primera opción surgen las teorías modernas de sistemas; de la segunda posibilidad penden hasta ahora las oportunidades de una filosofía contemporánea, pos- monosférica. Con razón pudo hacer notar Michel Foucault: «Mun do como esfera, yo como círculo, Dios como centro: ése es el triple bloqueo del pensar-acontecimiento»50. Tanto el público posmoder no como el grueso del gremio filosófico no tiene aún un concepto de cómo podría estructurarse un pensar que se produzca en con ceptos-acontecimientos más allá del exceso macrosferológico que tenemos a nuestras espaldas como metafísica clásica. Sólo inciden tal, atmosférica y conjeturalmente, de vez en cuando, aquí o allá, aparece el entendimiento de que sólo fuera de la esfera única, en la que todo había de encontrar fundamento y animación, es decir, só lo en un exterior radicalizado, puede llegar la acontecibilidad a su modo de pensar característico.
Pero en el marco de los argumentos publicados hasta ahora no puede entenderse aún con suficiente solidez por qué es ahora el
118
Antonin Artaud, 1926.
Daniel Libeskind, Never is the Center,
Memorial Mies van der Rohe, proyecto, 1987,
acontecimiento, y ya no la esencia, el que ha de pensarse a toda costa.
Pues incluso el pensar postestructuralista del acontecimiento está
inequívocamente aún en la senda de la metafísica moderna, ya que
sigue soportando su furor infínidsta bajo signos variables, sea el de
la libido, sea el del comentario, aplazamiento, diálogo o el de la
creatividad sin más. Todo esto son ingenuidades que gustan porque
su ingenuidad es la propia de la filosofía. De lo que se trata tras
nuestro cansancio de los infinitismos postestructuralistas es del tra-
bsyo en una ontología del mundo finito, inacabado, inmenso, en el
que hay que compensar, en sus radicalismos, momentos conserva
dores y explosivos, o, como también se podría decir, intereses psí
quicos y técnicos. «¿Dónde estamos cuando estamos en lo inmen
so? »51. El pensar del futuro -quizá una filosofía transgénica- parte
de la percepción de que ha fracasado el proyecto metafísico de om-
nianimación -el monosferismo-, sin que por eso lo anímico haya si
do desautorizado en su alcance caprichoso. Cosa que queda por de
mostrar.
Hasta nuevo aviso, la situación filosófica de la Modernidad viene
caracterizada por el exitíis de la esfera perfecta, cuyos inicios críti
cos, como hemos indicado, se remontan hasta mucho más allá de lo
que estaba dispuesta a considerar la historiografía del espíritu habi
da hasta ahora. De hecho, una esfera infinita, cuyo centro, según la
tesis medieval, estuviera en todas partes, no permite ya reconocer
un centro efectivo: por todas partes surgirían en ella autoenajena-
ciones místicas que no se distinguirían de los egocentrismos más ex
teriores. En consecuencia, el tema nuclear de la Modernidad, la au-
torreferencia, hubo de irrumpir en el pensamiento como una
consecuencia inevitable, por más que retardada y reprimida, de la
tesis mística del centrum-ubique. La última oportunidad de centrali
zación en un mundo infinitizado es, efectivamente, el egoísmo de
los puntos. Para él, todo lo que no sea la mónada misma, es decir,
la central de mando de un sistema de autorrelación, está en el
«mundo circundante», «medio ambiente» o «entorno». «Lo más al
to que hemos recibido de Dios y de la naturaleza es la vida, el mo
vimiento rotatorio de la mónada en tomo a sí misma, que no cono
ce tregua ni descanso. . . »52. Todo lo que es un sí mismo o sistema,
121
Arnulf Rainer, Cosmos, panel 20:
Flujo y corriente de la luz, 1994.
precisamente por ello tiene que preocuparse de sí mismo, se trate
de individuos o Estados, de familias o de empresas económicas. To
dos ellos son egoístas sagrados; su ascesis significa autorreferencia.
Con ello, la epopeya de la esfera divina acaba en el umbral de la
Modernidad en una general excentralización y autocentralización,
y en la estipulación del espacio.
Los continentes y océanos de la tierra están colonizados por ru
tinas actuales de tráfico y comunicación; potencialmente, en el es-
122
Hans Haacke, Emplazamiento merry-go-round,
Münster 1997. Tiovivo encofrado junto a la rotonda
del monumento a Bismarck en Münster.
pació neutralizado cualquier punto se ha convertido en un empla
zamiento, es decir, en un relé para la circulación de dinero en la su
perficie circunvalada de la tierra53. En la exterioridad generalizada
ningún punto puede hacerse inaccesible a otro.
Se podría definir
morfológicamente la esencia de la Modernidad como excentricis-
mo no-satánico, mientras que el esquema de centro y epicentro, que
había fundado la metafísica de la colaboración en el proyecto de
Dios, sólo se conserva ya en subculturas religiosas. Llamaremos es
pumas a las aglomeraciones de puntos excéntricos autorreferentes,
junto con sus entornos, en estructuras carentes de punto medio. De
ellas tratará el tercer volumen de estos estudios esferológicos.
El presente libro, un mausoleo de la idea de la unidad de todo,
pertenece al reino bimilenario de la monosfera o del globo integral.
¿Se puede aprender todavía algo de Stalin en lo referente a la cons
trucción de un mausoleo? Bajo todo punto de vista, por supuesto,
dado que también para lo que nosotros pretendemos, presentar la
123
Prototipo del cosmos autorreproductor como ramificación
arbórea de una urdimbre de burbujas inflacionarias.
Cada burbuja en este gráfico corresponde a un supuesto
sistema surgido de una explosión originaria.
metafísica en un sarcófago de cristal, sería conveniente mostrar al
muerto como si sólo durmiera54.
Podemos permanecer un poco más ante la vitrina ya que no se
pierde tiempo esperando en la cola ante el monumento. Contem
plaremos al Uno-Todo en sus estadios embrionales, en su creci
miento (capítulo 1) y su complementación cósmica (capítulo 4), ob
servaremos su reforzamiento exterior y sus borderpolitics (capítulos 2
y3),admiraremossutriunfoteológicoysuhybrismística(capítulo5),
124
Futuroscopio de Poitiers.
seguiremos su política de signos (capítulo 7) y su exceso negativo
(capítulo 6) y seremos testigos, finalmente, de su catástrofe, que
conlleva su metamorfosis en mero globo terráqueo (capítulo 8).
Al final de estas longitudes celestes habría de resultar evidente
por qué sólo mediante el rechazo del pensamiento contemporáneo
al Uno-y-Todo del proyecto metafísico-monoteísta de mundo pudo
conseguirse una nueva configuración no-teológica o post-teológica,
post-metafísica o de-otro-modo-metafísica, de las inmunidades hu
manas en la segunda ecúmene, que en principio sólo representa la
integral de todos los aislamientos55.
125
Acceso Clima antrópico
La burbuja del mundo tiene que hincharse antes de explotar.
Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito
Nuestros sondeos en el campo microsférico mostraron que los
seres humanos son seres vivos que, en principio, no pueden ser, o es
tar, en ninguna otra parte que en los invernáculos sin paredes de
sus relaciones de proximidad. En ese sentido, la microsferología no
es otra cosa que una antropología proxémica. El núcleo de la pro-
xémica personal es lo que hemos llamado la relación fuerte. De ella
provienen los receptáculos autógenos de las solidaridades primarias
que irónicamente sin ironía aclaramos, al final, con el paradigma de
la unión trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu56. Para estas relaciones
surreales vale que son «su propio lugar». Quien participa en ellas vi
ve, en un sentido topológicamente eminente, dentro.
Los seres humanos, como criaturas que bajo cualquier circuns
tancia son en principio vivientes amontonados unos sobre otros, que
tanto se protegen como se rechazan mutuamente, y nada más que
eso, como criaturas que para convertirse eventualmente y mucho
más tarde en individuos, como se dice, en seres autocomplementan-
tes que viven solos y que cuidan los contactos exteriores (direccio
nes, redes), necesitan, sin peros ni diferencias, el microclima esti
mulante de sus tempranos mundos interiores. Sólo en él, como
típica vegetación suya, llegan a lo mejor y a lo peor que pueden ser.
En él hacen acopio de temples básicos creadores, ambivalentes, des
tructivos, o de prejuicios sentimentales sobre el ente en su totalidad,
que se hacen valer constantemente en el tránsito a escenas más gran
des. Desde ese fondo se ponen en marcha todas las transferencias.
Sobre el primer clima no informa ningún boletín meteorológi-
127
co; de dónde sopla la brisa del mundo interior, qué zonas de baja
presión se extienden sobre los esfuerzos interhumanos: de cosas co
mo éstas sólo nos pone en conocimiento, en principio, el juicio de
la sensación o del sentimiento atmosférico, que es más originario
que el sentido íntimo oral, el gusto, y más público, a la vez, que él.
El sexto sentido siempre es el primero, puesto que por él los seres
humanos, sin inducciones ni investigación indirecta, saben en qué
lugar están: consigo mismos, con otros y con todos. Por inmersión
en el elemento conductor están originariamente ahíy abiertos al en
torno. El espacio como atmósfera no es otra cosa que vibración o
pura conductibilidad57. En este sentido, él es realmente, según la be
lla y oscura doctrina de la chora de Platón, la «nodriza del devenir».
¿Cómo con una torpe teoría de la comunicación pretende uno ba
sarse en tales relaciones de totalidad? Emisor, receptor, canal, me
dio, código, misiva: todas estas distinciones llegan demasiado tarde
para la apertura fundamental. Adquieren significado cuando se tra
ta de averiguar algo sobre algo. Pero mucho antes tiene que haber
ocurrido el ser-en o ser-en-algo que los ontólogos fundamentales in
terpretan como ser-en-el-mundo, ser-con o ser-templado-de-ánimo.
El clima, el temple de ánimo, la atmósfera componen la trinidad de
lo envolvente, en cuya revelación incesante viven siempre y por do
quier los seres humanos, sin que se pueda decir -aunque los mo
dernos hayan convertido el tiempo en un objeto de discurso inclu
so- que a esas epifanías corresponda un mensaje y un mensajero;
primero el meteoro y luego la mirada al cielo. A esta ofuscación
oponemos el recuerdo del pleroma climático: del «en» como baño
cromático en el que son bautizos todos los actos discretos de la vida
de representación, voluntad yjuicio.
Dado que las atmósferas son de naturaleza no-objetiva y no-infor-
mativa (y dado que no parecieron dominables) fueron dejadas de la
do por la vieja y nueva cultura europea de la razón a lo largo del di
latado proceso de cosificación e informatización de todos los hechos
y cosas. Cuando los discursos comenzaron a desplegarse a capricho
se fue haciendo cada vez más difícil, si no imposible, perder siquiera
una palabra relativa a la exponibilidad, solubilidad, apertura de la
existencia. Que fuera de las palabras y de las cosas podía existir algo
128
que no es ni palabra ni cosa y sí algo más extenso, anterior y pene
trante que ambas, es algo que no han querido reconocer ni las cien
cias positivas ni las teorías discursivas. Es verdad que el siglo XIX, al
hablar de milieu o de ambiente, intentaba asir este trío sutil; que el si
glo XX lo hizo suyo al traducirlo por Umwelt [entorno] y environment,
pero con todos esos conceptos se malogró lo atmosférico y se hicie
ron progresos de lo malo a lo peor. Sólo en los mundos de los gran
des romanciers, sobre todo en Balzac, Proust y Broch, surgieron at-
mosferologías superiores que esperan aún ser conectadas con los
análisis filosóficos fundamentales. Con todo, los «fenómenos» at
mosféricos, como tales, se han hecho interesantes en los últimos
tiempos para la teoría estética, para la teología y neo-fenomenología,
sobre todo por el estímulo de Heidegger, a veces incluso con pre
tensiones conceptuales fundantes; cosa que habría que interpretar,
después de todo, como signos de una apertura puntual58.
Con razón, la filosofía moderna -sobre todo la ontología funda
mental-, cuando comenzó, tras su bimilenario exilio en lo supra
sensible, a retomar pie en el ser-en-el-mundo, ha descrito la dispo
sición de ánimo como la primera apertura del ser-ahí al cómo y
dónde del mundo. Se podría considerar la obra temprana de Hei
degger como la carta magna de una climatología no intentada has
ta entonces59. Puede hacerse plausible por qué el desarrollo de las
sugerencias de Heidegger en la fenomenología de los estados de
ánimo y en la psiquiatría existencial pertenece a los aspectos más
fértiles de su influjo. Cuando se tensa en un individuo la cuerda de
la existencia, ésta vibra en la tonalidad de un estado de ánimo o de
un clima impregnante. Pero los estados de ánimo -quizá Heidegger
no ha hecho hincapié suficientemente en esto- nunca son, en prin
cipio, asunto del individuo en la aparente privacidad de su existencia
y en la soledad de su éxtasis existencial; se forman como atmósferas
-totalidades estructurales, teñidas de sentimiento- compartidas en
tre varios, o muchos, que disponen y tonalizan unos para otros el es
pacio de proximidad.
Como se deduce de nuestros análisis microsferológicos, las esfe
ras son, en principio, mundos interiores de relación fuerte, en los
que «viven, penden y son» quienes están aliados mutuamente en
129
Amuleto múltiple de plata
con llave, Corfú, siglo xx.
una atmósfera autógena o en una relación vibrante que los supera.
Por eso, lo que nosotros llamamos clima designa, en principio, una
magnitud comunitaria y, sólo después, un hecho atmosférico. Esto
vale para todas las formas de vida humanas, también para aquellas
que se orientan a la distancia, a la libertad de movimiento y a la re
nuncia al compañerismo. Precisamente los que viven solos son a
menudo especialmente sensibles al clima desde el punto de vista so
cial y muchos de los que buscan estar solos lo hacen, sobre todo, pa
ra reducir el ahogo de una atmósfera cargada. Como turistas que
viajan fuera de temporada, eluden las intimidades del mal tiempo.
Pero los seres humanos no son sensibles al tiempo sólo en grupo,
como seres vivientes activos climáticamente en microsferas, influyen
también ellos mismos, con todo lo que hacen y dejan de hacer en el
130
ámbito común, a través del compartimiento del espacio cercano. El
mundo de proximidad surge de la suma de nuestras acciones recí
procas y de nuestras mutuas aflicciones. Lo que en diferentes con
textos filosóficos -desde san Agustín hasta Vilém Flusser, pasando
por Heidegger- se ha querido significar con la expresión pática
«proximidad» es la redundancia vivida, la plétora de lo notorio, en
la que pululan los sincronizados. A nosotros nos van las cosas tal co
mo nos acomodemos unos a otros, y el modo en que nos vaya a unos
con otros manifiesta ajustes o desajustes entre nuestras vidas. En sus
campos de proximidad los seres humanos, sin excepción, son hace
dores de dempo y producen a cada instante embrujos de sol y de llu
via. Sus rostros son los rótulos de sus estados de ánimo; sus gestos y
sentímientos irradian tormenta o despejo a la comunidad.
En la época de la obra de arte los artistas consiguieron producir
sobresalientes imágenes climáticas de sus culturas porque reunie
ron en torno a sus obras comunidades acordes en sentimiento; por
ello siempre es una deducción errónea pensar que los productores
de arte expresaron su interior en sus obras. Lo que se llama expre
sión es un acopio de fórmulas de las posibilidades creadoras de cli
ma actuales de un grupo. Así, la sugestiva tesis ontológico-lingüísti-
ca de Heidegger de que la obra de arte postula o «erige un mundo»
(nunca se podría estar seguro, por lo demás; si no, habría de decir
se más bien «expone un mundo») es significativa esferológicamen-
te ante todo, y pierde rápidamente plausibilidad fuera de este cam
po significativo. Hubo una época en la que eran sobre todo las
imágenes religiosas las que personificaban el modelo de la capaci
dad de urdir grupos más grandes de seres humanos en un éter sim
bólico compartido. Por eso se atribuyó a tales obras de arte un ca
rácter de verdad y revelación: porque señalaban el punto central de
una apertura, un rayo local de mundo. La ironía de la doctrina hei-
deggeriana del origen de la obra de arte es que sea verdadera, en lo
esencial, para obras anteriores a la época del arte. En las obras a las
que se refería Heidegger no es, pues, decisivo que sean obras de ar
te, sino que constituyan lugares de culto en los que uno se encuen
tra con la exposición del ser.
Lo que nunca puede callarse, ya que -antes de toda representa
131
ción o exposición- hace que se rastree lo común revelado, es la at
mósfera, la tonalidad envolvente del espacio, que impregna a sus
moradores. Por eso, para la mayoría de los seres humanos, su clima
relacionante sigue siendo más importante y mucho más real que to
da la gran política y la «alta» cultura. Las gentes sencillas se definen
porque para ellas, bayo el aspecto de la indisponibilidad objetiva,
tienen el mismo rango la política y los fenómenos meteorológicos;
contra el mal tiempo y los grandes señores se puede hacer igual
mente poco: sólo hablar de ellos como si se tratara de fuerzas supe
riores. Pero estos discursos -y ello aparece sólo en reflexiones tar
días- son el éter de las sociedades; por eso, todos los grupos, desde
las hordas orales hasta las grandes culturas, con sus medios de es
critura, imprenta y radiodifusión, vibran y conviven casi exclusiva
mente en comunicaciones sobre sus preocupaciones básicas actua
les: su clima, sus dioses locales, sus demonios de grupo. Pero el
hecho de que este bamboleo en las habladurías propias sea la fun
ción basal, conformadora de clima, constitutora de sociedad, sólo se
muestra a la teoría cuando los grupos se han separado o diferencia
do tanto que ya no es posible hablar de unidad.
Para los sociólogos modemos-posmodemos, que se han «conver
tido» (convertir significa cambiar de error básico) del productivismo
al comunicacionismo, de lo que se trataría ahora sería de darse cuen
ta de que en el análisis esferológico de las sociedades se muestra un
«plano» que queda antes de la diferenciación entre producción y co
municación. La endosfera tonalizada es el primer producto de las co
munidades que viven estrechamente unidas, y el acuerdo de ánimo
que supone es su primera comunicación a sí misma. Compactarla,
redondearla, regenerarla y despejarla es el primer proyecto creador
de humanidad. En palabras triviales de lugar y de espacio interior,
como nido, habitación, cueva, cabaña, casa, hogar, plaza, pueblo, fa
milia, pareja, linsye, ciudad, se oculta para siempre un resto de cosas
impensadas, que exige que se lo siga soñando, sin que nunca haya
podido dilucidarse del todo ni ser captado representativamente. Es
te resto exuberante da fe de que las creaciones de mundo interior
nunca están cerradas y han de ser desarrolladas incesantemente de
132
Iglú esquimal en construcción,
Territorios del Noroeste, Canadá.
un cómo a otro. El misterio de la producción de espacio irrumpe
irradiando en las palabras que se refieren a receptáculos autógenos.
Mundus in guita: en gotas del espacio cósmico.
Desde siempre los seres humanos están empeñados en el pro
yecto de atraer hacia dentro, tanto como sea necesario, lo que su
cede fuera y mantener alejado del hogar de la vida buena lo exte
rior tanto como sea posible. Esa no es la última de las razones por
la que erigen pronto, regular, persistentemente imágenes de las per
sonas de su proximidad, sin las que no podrían vivir íntegramente;
sienten sus moradas físicas e imaginarias a través de los signos ac
tuales de compañeros ausentes, que siguen siendo vitalmente im
portantes aún después de su desaparición. La omnipresencia de
imágenes de dioses y de antepasados, de amuletos, fetiches y signos
sobrealimentados en las culturas antiguas testimonia el alcance de
la necesidad de redondear el mundo presente mediante alusiones a
algo esencial ausente, a algo complementario, envolvente. Que ten
ga que haber imágenes es algo que se fundamenta en la coacción de
133
la inteligencia por la muerte y por la ausencia; que pueda haber
imágenes es algo que se funda en la primordial función comple-
mentadora de la onto-grafía. Si escritura significa, prototípica e
idealmente, representación en lo desemejante, la imagen significa
representación en lo semejante.
El impulso, instaurador de imágenes, al redondeamiento descu
bre al hombre como el animal al que le puede faltar algo. ¿No es la
cultura, en su totalidad, una sobrerreacción a la ausencia? 60. Cuan
do lo que falta causa extrañeza se produce una presión morfológi
ca: los lugares vacíos quieren volver a ser ocupados, como si el pro
yecto del espacio-plenitud no permitiera vacantes duraderas. Por un
imperativo de complementación los mundos interiores se vuelven a
acercar al autorredondeamiento: en principio sólo en el sentido de
una nidificación sin paredes, en la que el predicado «redondo» ex
presa una cualidad pregeométrica, psicológico-espacial, vagamente
inmunológica, aunque a partir de cierto umbral del desarrollo dis
cursivo y político adquiera también significaciones arquitectónicas y
geométricas. Menos que una esfera redonda en sí misma, propor
cionados de espacio interior, no puede bastar a los que viven en
común como lugar característico propio en el mundo. Como sabe
mos por motivos morfológico-sociales y biológico-cooperativos, tales
esferas euclideanas de lo anímico grupal sólo surgen por comparti
ción de espacio interior con seres próximos de primer orden y con
sus recambios. A la vez, los seres humanos -dado que son seres de
mundo interior, en los que la nidificación endoclimática precede a
todas las demás construcciones- corren el peligro, como ninguna
otra especie, de que sean destruidos sus mundos interiores sin pa
redes por invasiones de fuera o por conflictos endógenos, pues na
da es más frágil que la existencia en las cubiertas exhaladas de inte
rioridad específicamente humana.
La expresión catástrofe climática -el auténtico santo y seña de
nuestra época- capta ya el riesgo originario de la humanidad. Los
seres humanos -de un modo del que sólo con reservas es aconseja
ble hacerse plenamente consciente, porque aquí puede muy bien
hacerse efectivo eso de «conciencia como fatalidad»61- dependen
de la gracia de las circunstancias de clima interno hasta en el último
134
Thomas Struth, Museo del Louvre I, 1989, detalle.
detalle de su dotación biológica y de sus rituales culturales. Que, al
menos en sus líneas reproductivas respetadas por las degeneracio
nes, los seres humanos hayan podido llegar a ser como son es la con
secuencia de una historia, tan inadvertida como inaudita, de auto-
135
Oskar Schlemmer, Jóvenes en grupos, 1928.
protecciones mediante creaciones propias de clima. Como habitan
tes de sus invernáculos de proximidad, creados por ellos mismos, se
encuentran en casa en un continuum de automimos; cosa que, por
otra parte, no prejuzga nada sobre la medida de durezas, dificulta
des y fracasos en las vidas individuales.
Los seres humanos viven en sus mimos: una expresión que ha de
valer como remisión provisional a la dinámica de refinamiento de
las individuaciones y culturas locales. En su balance evolutivo, la
existencia del Homo sapiens sólo es comprensible como historia exi
tosa de excitabilidad nerviosa creciente y de autoestímulos lujurian
tes mediados de símbolos. Las líneas de éxitos de esas historias re
saltan ante un trasfondo de fatalidades selectivas implacables, en las
que la regla es el exterminio y el fracaso.
Sólo si se pone de relieve la tensión entre interior y exterior, co
mo el motivo fundamental de toda topología cultural, se hace ple
namente consciente, en su sorpresividad, el constante retomo del in
terior. ¿No son innumerables los que han tenido que experimentar
el mundo exterior como un conjunto de incidentes destructores de
esferas? ¿No es el exterior perforante, arrollador, desguarneciente
siempre más impasible y fuerte que cualquier construcción de mun
do interior? La imagen-burbuja que antepusimos a nuestra teoría de
las esferas de intimidad evoca la fragilidad de los espacios habitados
por seres humanos. ¿Qué es, por el contrario, lo que hace capaces a
los mortales de protegerse a sí mismos en sus invernáculos de rela
ción? Ya es bastante sorprendente la fuerza de los aliados de estable
cerse en relaciones preferenciales unos con otros, a pesar de que tan
to endógena como exógenamente todo parece trabajar por hacer
que revienten las esferas que posibilitan seres humanos. Y sin em
bargo: ese autocobijo en el espacio creado por uno mismo -la capa
cidad de arrojar el abrigo sobre sí y los suyos y retirarse al inverna
dero invisible de mutua pertenencia experimentada- es el estímulo
creador de esferas, originario e incesante, que, sobre todo después
de crisis de grupos, ha de acreditarse en múltiples casos. De él pro
vienen las formaciones que más tarde, en tiempos burgueses, ciuda
danos, impulsores de teoría, se llamarán «sociedades» o culturas. Pa
rece que, cuando se alian entre ellos, la capacidad de los seres
137
humanos para desmentir su desamparo en la exterioridad es inmen
sa. ¿Cómo se soportaría, si no, el riesgo de pertenecer a una especie
de seres mortales hablantes, susceptibles al miedo -y qué insoporta
ble sería la amenaza del exterior-, si no hubiera una envoltura rege-
nerable de solidaridad reanimante que opusiera su resistencia crea
dora a los ataques disolventes, mientras los haya?
Como proceso de conjuntos crecientes de solidaridad, la historia
del Homo sapiens en la época de la gran cultura es, ante todo, una lu
cha por el invernáculo íntegro e integrador. Se funda en el intento
de dar una forma invulnerable, o al menos vivible, resistente a los
ataques del exterior a ser posible, a un interior más amplio, a un
propio más reconciliador, a un común más abarcante. Que, como
es evidente, este intento siga todavía en marcha y que, a pesar de
enormes contragolpes, continué la lucha aventurada por el ingreso
de fracciones de la humanidad, cada vez mayores, en endosferas o
refugios comunes, cada vez mayores, confirma tanto la irresistibili-
dad de sus motivos como la persistencia de las hostilidades que se
enfrentan al tirón histórico hacia una seguridad interior ampliada.
Las guerras por el mantenimiento y ampliación de esferas constitu
yen el núcleo dramático de la historia de la especie y de su princi
pio de continuidad a la vez.
Cuando observamos en su brotar y reventar las innumerables pe
queñas culturas que han aparecido desde el mundo primitivo hasta
los tiempos históricos -ese tropel de burbujas tornasoladas, rellenas
de lenguajes, ritos, proyectos-, cuando, en algunos casos escogidos,
podemos asistir a la prosecución de su vuelo, a su crecimiento y do
minio, surge la pregunta de cómo fue posible que el viento no se lo
llevara todo. La gran mayoría de los viejos clanes, tribus y pueblos
ha desaparecido, casi sin huellas, en una especie de nada, dejando
en algún caso, al menos, un nombre y oscuros objetos de culto; y de
los millones de minúsculas etnosferas que han fluido sobre la tierra
sólo se ha conservado una fracción a través de metamorfosis ampli
ficativas, autoaseguradoras, instauradoras de signos de poder. De
ellas se habla en este volumen, dedicado a las macrosferas. Ellas son
las que provocan esta pregunta: ¿por qué sigue habiendo aún gran
des esferas en lugar de ninguna?
138
Movimientos de un pájaro tejedor
para la construcción del nido.
Capítulo 1
Aurora de la lejanía-cercanía
El espacio tanatológico,la paranoia,la paz imperial
Toda historia es la historia de las relaciones de animación*: así lo
habíamos formulado en la Introducción al primer volumen de este
ensayo62. Los análisis microsferológicos muestran el alcance de esa te
sis. Abarca una plétora de relaciones bipolares y pluripolares en el
interior de espacios íntimos de resonancia, en los que los seres hu
manos se provocan y recrean mutuamente. Bajo la imagen de la bur
buja -de ese mundo pequeño, de paredes delicadas, terso por una
suave presión interior- hemos explicitado formas microsféricas, des
cribiéndolas detallada, aventurada, en cierto modo extravagantemen
te, tanto como lo permitía la naturaleza inobjetiva o semiobjetiva de
esas configuraciones. Así conseguimos hacer luz en los microcosmos
constituidos simbiótica, coexistencial, bipolar, multipolarmente, pres
cindiendo provisionalmente de su inclusión en estructuras más am
plias y de su potencial de crecimiento. Sólo se hicieron meras alu
siones a la dinámica de transferencia o trasplante de situaciones
primarias. El resultado del primer volumen fue el reconocimiento
de que sólo es lícito utilizar la palabra microcosmos para parejas, no
para individuos: lo que significa, desde luego, una ruptura clara con
la tradición metafísica. Toda historia es la historia de las animacio
nes que surgen del reparto y compartición a dos del espacio.
Ahora es el momento de seguir desarrollando la tesis, demasia
do compacta, de que, en verdad, toda historia es la historia de lu
chas por la ampliación de esferas63. Lo que tradicionalmente se ha
llamado lo anímico es la dimensión en la que se experimenta la ten
sión entre lo íntimo y lo no-íntimo. Se podría reproducir la tenden
*Recuérdese, como advertimos en el primer volumen de esta obra, que «anima
ción» (Beseelung)-de anima(Seele)=soplo,alma-,acciónoefectodeanimar,seutiliza
sobre todo en el sentido fuerte de dotar de alma, dar aliento, vida, inspirar. (N. del T. )
141
cia del psiquismo metafísico con la fórmula parafreudiana: donde
había alma de pareja ha de llegar a haber alma de mundo. Esta ad
vertencia contiene el pathos de la filosofía clásica. El concepto de al
ma de mundo encierra la admonición categórica de concebir todas
las cosas y efectos que existen y se producen en el exterior de modo
que puedan ser entendidos en cada momento como elementos de
un interior ampliado. Ya se adivina desde ahora que este programa
equivale a la exigencia de extender la simbiosis madre-hijo, por me
dios geométricos, hasta los confines del mundo. La capacidad para
tales extensiones es el núcleo de lo que tradicionalmente se designa
como «creencia».
Sólo se producen ampliaciones si previamente algo exterior pue
de ser asumido por una esfera más pequeña y permite que se lo
reinterprete en ella como un factor determinante de su fuerza ex
pansiva y de su abovedamiento peraltado. Para que esta imagen re
sulte plausible, habría que familiarizarse con la idea de que las es
feras son, por decirlo así, configuraciones capaces de aprender,
sistemas de inmunidad en ejercicio y receptáculos con paredes cre
cientes. Sólo cuando la inteligencia común a los participantes no se
paraliza por catástrofes esféricas, sino que éstas la incitan, más bien,
a llevar a cabo las reparaciones oportunas, aquello que normal
mente habría de conducir a la muerte de una esfera puede resultar
efectivo como estímulo para su crecimiento. Veremos que ya la sim
ple reproducción de esferas vivientes no puede suceder sin una in
teligencia reparadora primaria: los seres humanos viven continua
mente bajo el riesgo de ser separados con violencia o por medio de
la muerte de aquellos que les eran más cercanos, y los que han que
dado atrás, en los pequeños y primarios mundos humanos, se en
cuentran, desde siempre, en medio del aprieto de tener que buscar
un espacio para su tener-que-continuar-viviendo sin sus comple-
mentadores más importantes. El espacio humano surge por la va
cuna de la muerte.
Si los seres humanos no poseyeran la capacidad terrible y admi
rable de superar la muerte de los próximos, y no fueran capaces de
llenar o encubrir por medio de configuraciones sustitutorias el va
cío dejado por los desaparecidos, ningún individuo podríajamás ser
142
Llaves-amuleto de plata, siglo xviii.
alguien que muere solo; nadie iría nunca a la muerte sin compañía;
la muerte del uno insustituible supondría también la muerte del
otro aliado. Sería imposible que en esas condiciones de muerte se
pusiera en marcha la tradición cultural como sustitución creadora,
y nunca la trascendencia del otro se convertiría en experiencia ínti
ma, dado que en tales circunstancias no habría nada insustituible
que sustituir.
Se convierte en individuo quien queda marcado por la desapari
ción del otro insustituible. El núcleo irreductible de lo que llama
mos individualidad está en el hecho de que normalmente tampoco
los aliados íntimos mueren al mismo tiempo. Llegar a ser un indivi
duo en una sociedad de individuos significa, por tanto, acomodarse
al hecho de ser abandonado por los otros insustituibles que mueren
primero. De ahí proviene lo que puede llamarse la dureza o el tem
ple fundamental de los individuos maduros. Funciona como aisla
miento frente a tentaciones simbióticas de proximidad. Los motivos
por los que las sociedades humanas ven mal o prohíben la muerte
de amor son buenos motivos sistémicos (en caso de que los motivos
sistémicos puedan ser buenos), porque denuncian la traición que
hacen al destino universal humano los que mueren unidos: mien
tras que todos los individuos corrientes han de llevar hoy la vida de
alguien que mañana podría ser abandonado, los cómplices de una
143
James Cameron, Titanic,
muerte de amor, 1997.
muerte de amor atentan contra la ley que dice que tampoco los alia
dos íntimos conjuran lo temporal sincrónicamente. (Al poner de re
lieve esta ley, que de otra suerte se mantiene latente por todas par
tes, James Cameron consiguió el arrollador éxito emotivo de su
película Titanic, pues con la historia de Jack y Rose -«nada en el
mundo podía separarlos»- logró reafirmar la muerte de amor, elu
diendo a la vez su sincronía; Isolda sobrevive a Tristán ochenta años.
¡Ésa es la consumación por antonomasia del sueño de amor ameri
cano y moderno: se quiere a la vez el amourfou y la supervivencia to
tal! ) Quienes mueren realiterjuntos no se solidarizan con el esfuerzo
fundamental del que cada individuo parece ser deudor del mundo
compartido, sin que le haya sido declarado como mandamiento ex
plícito: el de soportar el peso del mundo aun cuando le haya deja
do sólo con la carga el coportador más importante.
La individualización más esencial depende del entrenamiento a
ser-abandonado por los más próximos, del mismo modo que la cul
tura sólo se produce cuando funciona como escuela preparatoria
de la permanencia aquí tras la muerte de los maestros. (La mayo
ría de las veces esto se discute bajo la rúbrica de herencia, que
acentúa la transmisión positiva; pero del mismo modo podría con
cebirse bajo el punto de vista del quedar-abandonado, diciendo: el
que queda está condenado a la recepción. ) El yo no surge por un
reflejo especular ilusorio, como seductora y equivocadamente ha en
señado Lacan; adopta, primero, una figura autorreferente por la an
ticipación de orfandad y viudedad; se afirma a sí mismo en tanto
abandonado y abandonante. El yo es el órgano del preabandono y
de la predespedida64. Dado que ese contar con que va a ser abando
nado, constitutivo del yo, es esencialmente de naturaleza anticipa-
dora, protege frente a irreparables catástrofes de separación a aque
llos que se han dado cuenta de que van a quedarse atrás y solos algún
día65. Lo que se llama individuación es la orientación anticipadora a
un estado que en ocasiones aparece descrito así en lápidas france
sas: Un seul étre vous manque, et tout le monde est dépeuplé. Para que el
mundo entero parezca despoblado basta que te falte una sola per
sona. Si vuelve a producirse la repoblación del mundo, la vida aban
donada no puede obstinarse en permanecer unida a la parte perdi-
145
Medallón funerario de Thomas de Marchant
et d’Ansembourg (muerto en 1728) y su mujer Anne Marie
de Neufonge (muerta en 1734), Tutange, Luxemburgo.
da. Digamos, pues, que hay que ejercitarse en la pérdida antes de
que ésta supere al perdedor.
Si no se quiere que su pérdida lleve al que se queda a petrificar
se en su obstinación, la parte más importante de todo duelo ha de
ser consumada antes de la muerte del otro esencial. El pre-duelo se
manifiesta como distancia. En el amourfou se ignora esa despedida
previa, como si los unidos quisieran negar anticipadamente cual
quier posibilidad de separación para siempre. Se hacen cómplices
recíprocamente en el propósito de no dar al otro oportunidad al
guna de sobrevivir al compañero íntimo.
Pero si los amenazados por el vacío humano, los supervivientes
de los muertos esenciales, están en condiciones, con todo, de in-
146
Anillos para evitar la separación.
gresar en tradiciones es porque siguen el imperativo de sustituir a
sus grandes ausentes: aquellos en los que primero confiaron y aque
llos de los que recibieron el saber. Quien se mantiene preparado pa
ra esta sustitución está dispuesto a asumir su parte del peso del mun
do. Si el mundo resulta pesado no es sólo porque en la época
histórica la mayoría de los seres humanos han de esforzarse mucho
para ganarse la vida; cuando con mayor precisión se nota la pesan
tez es cuando los seres humanos se inclinan para permitir que se les
cargue con la tarea de asumir el lugar de otros insustituibles.
¿Cómo, pues, pueden crecer las esferas? ¿De qué modo aprenden
pequeños pueblos, hordas, familias, parejas, mundos íntimos a so
breponerse a sus catástrofes, a sus escisiones, a las amenazas de ser
avasallados por fuerzas explosivas tanto internas como externas? ¿Có
mo es posible que no todos los grupos desafiados y vencidos se des
vanezcan en silencio en lo no-histórico, y que algunos de ellos saquen
fuerzas de flaqueza para asimilar lo que normalmente sólo produce
destrucción? ¿Qué clase de cambio en su modo de vida llevan a cabo
las pequeñas comunidades humanas cuando consiguen soportar lo
insoportable más allá de la medida normal? ¿Qué sucede con los uni
dos cuando consiguen imponer su supervivencia frente a pérdidas in
sustituibles? ¿Cómo aprenden a concentrarse así en sí mismos, a su
perarse, a endurecerse así, a comprometerse de tal modo con una
147
visión de sí mismos que son ellos mismos los que se convierten, más
bien, en fuerzas del destino para otros, en lugar de soportar el desti
no condicionados por circunstancias externas?
Cualesquiera que sean las respuestas a estas preguntas, han de
tener inevitablemente una implicación morfológica y un sentido in-
munológicoyesferológico (yeoipsounouterotécnico) mediadopor
ella. De lo que se trata en cada caso es de aclarar cómo los grupos
humanos soportan sus crisis de forma con relación a fuerzas exte
riores y tensiones internas.
Las microsferas crecen hasta convertirse en macrosferas en la
medida en que consiguen incorporar las fuerzas exteriores estresan
tes en su propio radio. Se podría describir, por tanto, el crecimien
to de las esferas como un derrotero de estrés en cuyo transcurso se
llega a neutralizar lo exterior asimilándolo al interior esférico. Son
sobre todo estresores protopolíticos del tipo de los enemigos y ex
traños, estresores psicológico-sociales como las depresiones colecti
vas y estresores mentales como lo monstruoso y la idea de infinito
los que han de ser integrados antes de que una pequeña unidad et-
nosférica se pueda desarrollar hasta convertirse en una forma de
mundo de tipo superior.
Un grupo que hubiera atraído hacia su interior toda desmesura
esencial, y en cierto sentido la hubiera superado o cercado, habría
crecido hasta convertirse en un imperio o en una macrosfera alta
mente cultural. Por eso, sólo puede hablarse de una forma auténti
camente macrosférica cuando también lo grande y lo máximo ma
nifiestan carácter de mundo interior. En una gran esfera que se
asemeje a un mundo interior la voluntad de poder ha de ser coex
tensiva con una voluntad de animación del espacio total. Por lo que
podemos ver, tales espacios con carácter de mundo interior sólo
han sido pensados y desarrollados con toda consecuencia en las tres
grandes culturas de la Antigüedad: en China, en India y en Grecia,
es decir, en aquellas culturas que por un consenso escolástico, rela
tivamente grande, pasan por ser los tres lugares de nacimiento de la
filosofía66. En las cosmologías de estas culturas comienza el impera
tivo morfológico: redondea y domina sin que valga limitación alguna.
Por eso, también en este caso aparece la geometría en la planifica
148
ción, colocándose, además, al servicio de la cosmología política im
perial como no es de esperar en ninguna otra parte. Los poderosos
y sus intérpretes piensan su mundo con círculos y legiones. En cuan
to los seres humanos intentan acomodar su forma anímica a las con
diciones macrosféricas tienen que formarse para hombres de Estado,
bien para funcionarios o bien para sabios, pues cuando el Estado al
tamente cultural da que pensar, el sentido del mundo se mueve en
dirección a una inclusividad abarcante: el todo es el coto del animal
inclusivo.
Fue un logro de las grandes culturas haber elevado la asimila
ción interior del exterior estresante a un nivel históricamente man-
tenible a largo plazo. Potencias mundiales que lograron ser algo
más que improvisaciones militares fueron aquellas que consiguie
ron domesticar los monstruos inmensos de la exterioridad -la
muerte, el mal, lo extraño, lo desmedido- y traspasar a las genera
ciones siguientes, como hábito cultural, sus éxitos en esa domesti
cación. Aunque ninguno de esos monstruos pierde nunca del todo
su pavorosa capacidad de intranquilizar, en las grandes cosmovisio-
nes se los convierte, sin embargo, en estresores internos y se los po
ne dialécticamente al servicio del «gran todo». Las grandes culturas
saben convertir en negatividades provechosas la exterioridad des
tructora. Utilizan los monstruos, por decirlo así, como hormonas de
crecimiento para elevarse de formas microsféricas a macrosferas.
Repetimos las ideas fundamentales de estas consideraciones: el
ser humano es el animal que ha de esperar y sobrevivir a las separa
ciones de sus próximos. Ya en las formas humanas de vida más anti
guas, las hordas arcaicas, la muerte se impone como apremio a di
rigir la mirada a los muertos más queridos. Cuando la vista del
cadáver y el pasmo que adviene en el lugar vacío adquieren formas
rituales, todo ello se organiza como recuerdo; de él provienen los
cultos a los antepasados y a los muertos; ellos inducen el originario
estrés metafísico que pesa sobre los grupos humanos ya en los esta
dios tempranos de la hominización. Se reconoce que esos cultos tie
nen siempre un sentido esferológico tan pronto como en el trato de
los vivos con sus muertos se ve no sólo una praxis religiosa creado-
149
Joseph Beuys, Palas comunitarias,
por duplicado, 1964.
ra de tradición o una forma de organización de memoria cultural,
como sucede normalmente en las ciencias de la cultura; el recuerdo
de los muertos libera necesariamente procesos creadores de esferas
porque sólo por una especie de reacción de inmunidad, creadora
de espacio, puede rehacerse la esfera psíquica rota por la desapari
ción del otro importante, la íntima burbuja de coexistencia.
Cristóbal se acercó a él, lo alzó del suelo, lo colocó cómodamente sobre
sus hombros, tomó en sus manos el varal que le servía de bastón y se intro
dujo en el agua. De pronto el nivel del cauce comenzó a subir incesante
mente y al mismo tiempo a aumentar el peso del niño cual si su cuerpo de
jase de ser carne y se tomase plomo. A cada paso que daba aumentaba el
caudal del agua visiblemente y hacíase más pesada la carga que transporta
ba en sus fornidos hombros. Al llegar hacia el medio del cauce creyó que
no podría soportar un momento más el peso del niño ni el ímpetu de la co
rriente. Lleno de angustia y temiendo que no le iba a ser posible salir con
vida del apurado trance en que se hallaba, hizo un esfuerzo supremo y, sa
cando de sus agotadas energías unas fuerzas sobrehumanas, consiguió lle
gar a la otra orilla, puso al chiquillo en el suelo, y en tono desfallecido ex
clamó: «¡Ay, pequeño! ¡Qué gravísimo peligro hemos corrido! ¡En menudo
aprieto me has puesto! ¡He sentido en mis espaldas un peso mayor que si
llevara sobre ellas el mundo entero! ». «Cristóbal», comentó el niño, «aca
bas de decir una gran verdad; no te extrañe que hayas sentido ese peso por
que, como muy bien has dicho, sobre tus hombros acarreabas al mundo en
tero y al creador de ese mundo. Yo soy Cristo, tu rey. Con este trabajo que
desempeñas me estás prestando un extraordinario servicio»40.
En el gigante cristiano del río reconocemos sin diñcultad a nues tro Adas. Pero éste ya no soporta el cielo como castigo por su parti cipación en la revuelta de las potencias antiguas contra el Olimpo. El ütán en el exilio se ha convertido en un servidor de Dios que auxilia a videros y peregrinos. En la escena del río se vuelve palma rio el cambio del esquema-Atlas: en lugar de un papel solitario de levantamiento de pesos aparece una relación fuerte con un patrón. Pues el atlante cristiano ya no soporta inmediatamente el todo del mundo sobre las espaldas; entre el todo pesado y su portador la le yenda ha introducido una magnitud humano-divina como medio, el Cristo mismo como personaje infantil. Con ello, el Cristóforo lleva
99
Maestro de Messkirch, Cristóforo, siglo XVII,
Kunstmuseum de Basilea, detalle.
en sus hombros el niño que se ha convertido en el propio cosmófo-
ro. Pero, en tanto soporta al portador del cosmos, el Adas cristiano
toma sobre sus hombros el peso no aminorado del mundo, acre
centado incluso por la ligera carga del Señor infantil.
En esta imagen se puede apreciar cómo la narración cristíana
descongela la figura antigua y cómo introduce su rigidez estatuaria
en la corriente terrena-supraterrena. La metamorfosis decisiva del
Adas sucede por la transformación de un esclavo-adeta, obstinada
mente filosofante, en un vasallo íntimo de Dios; con ese cambio, el
100
El Atlas político: «¡Oh, qué carga más
pesada! », en W. J. von Wallrabe, Nueva descripción
histórica de la vida de Carlos V, 1683.
acto arcaico de fuerza se convierte en una ocasión apasionada de re
lación; o en el lenguaje de las consideraciones de antes: en una rela
ción servicial entre centro adyacente y centro del ser.
La gran popularidad de la leyenda de san Cristóbal -que fue
plasmada durante siglos en innúmeras versiones figurativas- no só
lo se basa en la circunstancia de que hace que resuene toda una ri
ca serie mitológica de tonos concomitantes; su fascinación se debe,
101
sobre todo, a que de una manera sencilla y profunda incrusta la re ferencia del cristianismo al todo del mundo en una relación fuerte con un enfrente personal. Así se supera la maldición prehumana del Atías. Con el trabajo de cristóforo se vencen la exterioridad y la es clavitud bsyo condiciones extrañas. Desde ahora, eljuego con la esfe ra del ser siempre significará también un asunto íntimo. El portador entra en relación personal directa con el centro de la esfera y sólo en una indirecta con su volumen y su peso. La carga del mundo ya no recae sobre un titán solitario como un peso muerto, sino que se convierte en parte de la historia de amor entre el epicentro huma no y el centro divino. Ya que es el Niño-Dios el que soporta directa mente el globo del mundo, el esfuerzo de Cristóbal adquiere rasgos de cooperación; y precisamente porque sólo es inmediato al niño que está sobre sus hombros, y mediato al peso del mundo, consigue tomar parte en la pantoforía divina. El, el sirviente ejemplar, porta al portador que todo lo porta: de ese modo hace la experiencia de lo que significa convertirse en intermediario de Dios.
Se muestra, pues, cómo irrumpe un deshielo interinteligente so bre las imágenes especulativas del mito y de la física antigua. La es fera que significa el mundo ya no está ante el observador sólo como figura geométrica; tampoco es ya solamente un entorno unlversali zado: se ha convertido en el emblema de la relación fuerte entre ser humano y punto central. Ahora pueden utilizarse para la monarquía del centro incluso fuerzas viriles titánicas, libres ya del espíritu de contradicción del rebelde y de arbitrariedad fálica; lo que era es fuerzo recalcitrante se convierte en impulso servicial. Con ello, el cristianismo instauró en el mundo, más allá de la doctrina funda mental de los Evangelios, un principio de solidaridad anclado en un espacio dual, puesto que concibe, ingenua y reflexivamente a la vez, la acción solidaria como cooperación del epicentro en el proyecto del centro. Puede ser que mucho de lo que el presente considera co mo crisis de las solidaridades en la sociedad, o como debilitamiento del lazo de unión social, haya que remitirlo en última instancia al ocaso de esa metafísica de la cooperación. Todo contemporáneo atento puede cerciorarse fácilmente de que las filosofías contempo ráneas de equipo están muy lejos de subsanar esa pérdida41.
102
Más grande que Atlas.
Bola del mundo sobre los hombros
de Amor, emblema del siglo xvn.
Cuán poderosamente ha influido el modelo de la cooperación
cristofórica en los destinos modernos de la humanidad puede ilus
trarlo la referencia al más grande Cristóforo del comienzo de la
edad moderna, Cristóbal Colón, el navegante, el exponente ejem
plar de la maníaca cultura moderna del riesgo, que tras su primer
desembarco en las islas índico-occidentales comenzó a entenderse,
cada vez más abiertamente, como apóstol náutico y como portador
de salvación. En sus últimos años firmaba sus cartas, sin recato, con
el casi apostólico epíteto de Xroferens, como si hubiera hecho de su
nombre de pila su programa espiritual y hubiera interpretado la tra
vesía del Atlántico como una prosecución del papel de cristóforo en
el vado oceánico.
En la magia nominal de Colón se revela algo de los secretos psi-
103
Atlas en el Rockefeller Center,
de Lee Lawrie, Nueva York, 1937.
t
•S• A
j>í í^y
• £*•
XpoFtREÑÍ
Firma de Cristóbal Colón.
copolíticos de la historia europea de éxitos tras 1492: esa magia re
mite a la unidad operativa de siervos y señores, sin la cual no puede
entenderse la dinámica de ansia de poder y la vehemencia empren
dedora de la forma neoeuropea de subjetividad. Apenas cincuenta
años después del descubrimiento de América toma forma la nueva
psicopolítica en la Orden de losjesuitas, oficializada en 1540. La Com-
pagnia di Gesú es una Orden radicalmente cristofórica compuesta
por empresarios religiosos que no esperan que Dios los conduzca al
éxito, sino que confían plenamente en su propia anticipación. Ellos
son los activistas de la globalización de estilo católico. Con ironía fa
nática, se someten a las cargas más pesadas, impulsados por la cer
teza de que sólo su aceptación depara poder real.
IV. El evangelio morfológico y su destino
Para los modernos, cuyo pensamiento, desde los días de los dis
cípulos disidentes de Hegel, se caracteriza por descentralizaciones y
excentricidad existencial, apenas existe aún un acceso a los mundos
olvidados de magnificencia esférica metafísica. Ya no pueden com
prender realmente -a no ser que emprendan un trabajo rememo
rativo en contra de la corriente de la tendencia civilizatoria descen
105
,
tralizante- en qué medida la historia del espíritu de los últimos dos
mil años ha sido la marcha triunfal de un tema morfológico que so
brepuja a todo. Aunque los manuales de filosofía, e incluso los ar
chiveros de la philosophia perennis, hablen, en el mejor de los casos,
aludiendo a la vieja ontología de la esfera42, y los agentes habituales
del gremio, incluidos susjóvenes salvajes, vivan desde hace mucho
tiempo como detrás de una pared de olvido que no traspasa ningún
rayo de recuerdo: eso no cambia nada al respecto de que la vieja
metafísica europea, cuando más centrada «en sí misma» estuvo, fue
toda ella una única meditación entusiástica de la esfera animada y
de la existencia cómplice. Por eso, nunca importó a los pensadores
clásicos construir lo que hoy, con falso balbuceo (anti)cartesiano, se
llama fundamentación última; lo que buscaron fue una última en
voltura o, como diremos también en lo que sigue, una inmunidad
última. Se puede constatar casi definitoriamente: entendida como
ontoteología y cosmología filosófica, la metafísica clásica no fue otra
cosa que un ritual-teoría inmensamente circunstanciado y comple
jo en honor de Su Majestad la Forma Redonda. Sólo quien des
ciende a suficiente profundidad en los archivos del Uno (y, como
hemos visto en Esferas I, hay an-archivos protoescénicos antepuestos
a los archivos discursivos) puede hacerse una idea de la amplitud
del culto a las monosferas. Su tarea consistía en apaciguar la in
quietud humana en un mundo ampliado abismalmente, abierto pe
ligrosamente, por medio de la iniciación en la forma más edifican
te, más envolvente, de inmunidad: el universo; literalmente: lo que
abarca todo en un único giro. La buena nueva del evangelio del ser
en la redondez del orbe reza: cualquier punto del universo, por
muy alejado que esté del centro, y aunque fuera mi propia existen
cia temblando de desamparo, es alcanzado y posibilitado, potencial
y actualmente, por un rayo que dimana del centro. Y precisamente
porque todo lo que es proviene de un centro bueno, origen de to
do (omne ens est bonum, todo lo bueno tiene poder de inmunidad),
puede también mi vacilante luz vital cerciorarse de su cobijo en un
todo impregnado de espíritu, animado, completamente inmunizado.
Esto sólo tiene un presupuesto: yo tendría que aceptar y ratificar
que todo ente, incluido yo mismo con mis abismos y negaciones, es
106
algo que en un sentido eminente queda dentro, en el ámbito de ac
ción de una forma organizadora: de lo cual no se sigue otra cosa
que todo lo que es está localizado, contenido, rodeado por una má
xima periferia. Con la imagen de la esfera se extiende el evangelio
de la inclusión total: nada real puede estar realmente fuera; ningu
na cosa existe separada del corpus y continuum del Uno. La medita
ción filosófica de lo envolvente deja claro que, bajo cualquier cir
cunstancia, un universo, por muy grande que se suponga, puede ser
representado como espacio interior y, con ello, como esfera compar
tida de fuerza y de sentido. Lo que parece esoterismo es sólo esos-
ferismo43.
Cuando todo el poder procede del centro no hay exterioridad
absoluta, ningún punto perdido, ningún ente que hubiera de exis
tir verdaderamente apartado: a no ser que él mismo se colocara a sí
mismo fuera con intenciones rebeldes (pero incluso entonces re
sultaría problemática una exterioridad real). Dado que el todo cen
trado atrae todo hacia sí, en cuanto que remite a él como centro
cualquier punto distanciado en derredor, la totalidad esférica nun
ca conforma sólo un bloque inmóvil; está animada por la vida de re
lación del centro y por las ubérrimas correspondencias de los pun
tos epicéntricos entre sí. Esto es lo que reconocen, eufóricos, los
partidarios del principio-plenitud: la esfera inteligible vive. Y vive
gracias a la fuerza irradiante y al gusto por la relación del centro. Es
te expande sus rayos en un estallido incesante y reproduce su tota
lidad continuamente en tanto recoge una y otra vez hacia sí los pun
tos epicéntricos. El punto medio -que posee el sitio de Dios en el
círculo absoluto- se cerciora constantemente de todos los puntos
que están en el espacio en derredor suyo en tanto los produce y re
conoce; conforma todo en torno de sí puesto que se completa inin
terrumpidamente a sí mismo, reintegrando en sí cualquier punto
por lejano que esté. Es completo lo que tiene el poder de gastarse y
de recuperarse. Por eso el centro viviente no suelta los puntos de los
radios; mantiene a todos agrupados en tomo a sí en una asamblea
vibrante y, como hace el Dios de la canción infantil con las estrellas,
el centro cuenta los puntos sin que le falte uno entre todos los que
componen la inmensa cifra.
107
Por su naturaleza, la ontología de la esfera -la doctrina funda
mental de la vieja metafísica occidental, que parecía más secreta
cuanto más claramente se expresaba, y más poderosa cuanto más
permanecía en latencia- es una meditación sobre la imposibilidad de
que al sentido se le escape algo. El ser, como la casa, no pierde nada.
Cuando al todo se lo considera como esfera, cada individuo puede -y
debe también en caso de duda- incluirse en su perímetro: una cir
cunstancia en la que se hacen discemibles satisfacción y coerción.
Cuando el individuo puede encontrar su felicidad en la participación
en el todo, el recuerdo mismo del centro de la esfera se transforma
inmediatamente en un ejercicio terapéutico, salvífico. Pues mostrar
la esfera significa entonces nada menos que expandir la buena nue
va de la pertenencia de los puntos dispersos al centro organizador.
Cuando san Agustín escribió: «Nuestro corazón está inquieto hasta
que no descanse en ti», estaba inmerso en un diálogo entre epicen
tro y centro, motivado por el anhelo del punto arrojado al mundo de
ser recogido y cobijado por el centro protector.
En ese caso la metafísica era deudora de una idea de sentido
protectora y puso enjuego una concepción entusiástica de anima
ción o vivificación a través del centro. ¿No proporcionó ya el mito
del arquitecto de Platón un testimonio de hasta qué punto era ca
paz de proceder sin escrúpulos tal modo de pensar cuando se tra
taba de llevar a cabo su objetivo inmunológico: a saber, represen
tar la totalidad de lo existente bajo el signo del psiquismo? Pues
¿quién podía no darse cuenta de cómo convergen aquí lo esférico
y lo psíquico? El concepto de alma del mundo -cuyo decurso al
canza desde Platón hasta Schelling- testimonia cuánto se esperaba
en otro tiempo de la transferencia de lo psíquico a lo cósmico. En
él sobrevive el animismo como racionalismo44. No sin razón Nietzs-
che barruntó en la metafísica que había hecho escuela a través de
Platón una tendencia que persuadía a ojos cerrados de una impos
tura de altos vuelos; y apenas puede negarse que con el platonismo
la reflexión se colocó en una senda que había de llevar de lo ex
céntrico a lo concéntrico, a pensar en redondo las cosas irregula
res, a sobreinterpretar lo muerto como vivo. La escuela de escuelas
misma, la Academia, ¿qué era sino un seminario al que se atrajo a
108
toda una prole de predicadores de las grandes esferas, devotos del
circulo y del globo?
Cuando en la Antigüedad tardía progresaba la alfabetización fi
losófica del cristianismo no pudo dejar de suceder que los teólogos
se sintieran coaccionados a acomodar su discurso sobre la relación
de hombre y Dios a los moldes de la metafísica del centro y de la es
fera. Al hacerlo, salió a la luz, por muy encubiertamente que fuera,
la verdad de que, mucho antes que la buena nueva personal, un
evangelio morfológico había fascinado a las inteligencias del mun
do antiguo. Aunque Cristo, como los emperadores romanos, fuera
saludado por sus teólogos con el título de sotér, salvador y redentor,
como más redentora, y por motivos tan profundos pero más anti
guos, había aparecido ya la esfera en el pensar. El Dios de los mor-
fólogos, que remite todos los puntos a sí mismo, es, según la natu
raleza de las cosas, más antiguo y profundo que el Dios de las
basílicas, que vuelve a reunir las almas perdidas.
Elaborar la identidad críptica de cristología y metafísica de la es
fera: éste fue, desde el punto de vista estructural-profundo, el pro
grama de la historia cristiana del espíritu, aunque los teólogos, en
verdad, apenas tuvieran nunca claro que sólo como agentes de un
proyecto epocal de inmunización podían lograr sus éxitos. En él, la
salvación venía de la forma que se había hecho mundo. Cristo salva
como ya salvaba la esfera, pero si la esfera podía salvar es porque su
centro significa la fuente anónima de toda salvación y de todo re
tomo a lo íntegro. Habrá que esperar hasta mediados del siglo XV para que un pensador de tono relajado describa esta relación. Con Nicolás de Cusa la doctrina filosófica de la esfera clarifica definiti vam ente su intención:
CuandoélJesucristo,erasemejanteanosotros,moviólaesferadesuvi
da de tal modo que él quedó en el centro de la vida. . . Ynuestra esfera sigue
a la suya. . . 45
En el capítulo quinto de este volumen, que trata de las teologías
explícitas de la esfera, intentaremos esclarecer lo que todavía queda
109
Bola de juego de Nicolás de Cusa.
oscuro aquí, aunque la tesis latente de la reflexión cusana aparece
ya claramente: todos los misterios de la así llamada, cristianamente,
redención -dicho filosóficamente: del salvamento de la pérdida en
lo exterior, no redondo, incoherente- desembocan en la cuestión de
si los epicentros, las almas humanas, pueden superar su distancia
del centro absoluto de vida: ese centro que para los metafísicos cris
tianos no puede ser otro que el Dios replegado simplísimamente en
sí mismo (simplicissimus) y desplegado, a la vez, incluyéndolo todo.
El affaire entre el alma y Dios se basa, después de esto, en un pre
supuesto esferológico entusiasta: ambos sólo tienen que ver uno
con otro, en una relación fuerte, si pertenecen a un espacio interior
común: Dios como centro y el alma como punto fuera del centro,
pero, sin duda, en un radio que procede del centro irradiante. Si el
alma no estuviera posicionada en un rayo enviado (o, como dirá Ke-
pler, eyaculado) por el centro, no habría ninguna relación entre
ella y el punto de emanación; sería, en sentido literal, excéntrica,
sin relación con el centro, despegada de él, perdida en la corriente
de un exterior absoluto, incapaz de salvación, no necesitada de ella,
sólo «en casa» en relaciones consigo misma y en sus complementos
del «mundo-entorno».
En la concepción metafísica del mundo los únicos candidatos a
una excentricidad así son Satán y los grandes pecadores de su sé
quito; es decir, aquellas «existencias» que se han apuntado con pe
tulancia a un modo de ser anarquista, teófugo, desdeñoso de la sal
vación. En el campo filosófico quienes se acercan más a esta postura
110
son los antiguos atomistas y materialistas que mencionaron por pri
mera vez la posibilidad de un vacío infinito sin centro. En el marco
de la metafísica clásica esa posición es inaceptable46, y el hecho de
que le resulte desechable manifiesta la reacción de inmunidad del
mundo esférico autocobijante contra la tesis atea de la exterioridad.
Pues reconocer una existencia excéntrica como modo legítimo del
ser-en-el-mundo significaría negar la necesidad de la relación entre
centro y epicentro. Con ello se le habría robado su poder envol
vente a la esfera sagrada; la diferencia entre la existencia en ella y
fuera de ella se volvería insignificante. Esto significaría libertad reli
giosa con relación a la esfera única, es decir, licencia para la indife
rencia morfológica. En consecuencia, el ser-en-la-esfera ya no conti
nuaría siendo para todos los seres la condición de su salvación; sí,
no habría en absoluto salvación alguna, redención alguna, rescate
alguno de la exterioridad, e incluso la falta del salvador universal no
se echaría en falta universalmente. Sólo podrían distinguirse aún,
más allá de salvación o pérdida, éxitos o fracasos en juegos autorre-
ferenciales entre puntos excéntricos; ello manifestaría ya caracterís
ticas modernas, cuyos criterios son la renuncia a la coexistencia de
todos en un espacio interior común y la positivización del tráfago
enajenado como «comunicación» universal.
Que haya muchas viviendas en la casa del padre único no es lo
que confiere a la multiplicidad de mundos en la Modernidad el ti
rón unificante, sino que en el mercado global haya muchos puestos,
marcas, direcciones. Así como la casa es el símbolo del interior bue
no, el mercado es el modelo del exterior no-tan-malo. Mientras que
la esfera del ser valía como poder inclusivo por antonomasia, la ex
periencia fundamental de la Modernidad, el concierto de innúme
ras excentricidades autorreferentes, se habría considerado como ca
racterística del infierno. El ser-en-la-esfera tenía precisamente el
sentido de desprender a los puntos-individuos de su autorreferencia
egoísta y, en una gran extraversión ontológica y moral, remitirlos al
centro común a todos: de este modo se convertiría todo yo en un va
sallo del centro; encontraría su felicidad en la liberación del error
satánico-demasiado-humano de elegirse a sí mismo como punto de
referencia privilegiado.
111
Constructor de esferas,
catedral de Friburgo.
Lucas Cranach, Melancolía, 1532,
Statens Museum for Kunst,
Copenhague, detalle.
Por eso la esfera es más que un símbolo geométrico y una ima
gen teórico-cosmológica; conduce, a la vez, al punto de vista de la
ética y erótica altruistas. Cuando el centro mantiene en tensión los
epicentros, los puntos, tienen puesta, a priori, su mirada en él: ya que
el centro es quien insiste, frente a todos los puntos, en el privilegio
del otro. Con ello, teocentrismo y altruismo son estructuralmente lo
mismo. Pero, en la máxima esfera, los puntos individuales no están
conectados sólo con el punto medio; la energía del pacto teocéntri-
co reverbera en el punto individual y le capacita para solidarizarse
en los radios más amplios con los puntos adyacentes. Por eso, la con
ciencia de coexistencia en la esfera induce esa fuerza que el Zara-
tustra de Nietzsche llamará amor al lejano. Como compromiso de
amor en la lejanía la esfera de los teólogos es la figura ontológica de
alianza más poderosa. Por el balanceo común a todo ente fuera del
centro entre tendencias centrífugas (egoístas) y centrípetas (altruis
tas), todas las inteligencias finitas están en resonancia existencial
unas con otras: cada una de ellas sabe, o podría saber, qué significa
113
no ser el centro de todo y sin embargo considerarse tal. Lo que las
une a pesar de toda emulación es su intento común de ser: es decir,
de cerciorarse de su poder-ser. En este sentido, el ser común en la
esfera proporciona la fundamentación última de la solidaridad de
los puntos.
Desde esta perspectiva se entiende muy bien por qué los euro
peos estuvieron poseídos a lo largo de dos mil años por representa
ciones cosmológicas de cubiertas cósmicas. El bimilenio de la meta
física de la esfera es coextensivo con la era de las teorías de esferas
celestes: sólo bajo el patronazgo filosófico pudieron florecer los mo
delos cosmológicos que colocaron la tierra en el centro de un siste
ma de cielos redondos compactos. Las cubiertas planetarias super
puestas, envueltas todas ellas por un firmamento extremo, el cielo
de las estrellas fijas, que a su vez sólo era superado por la morada de
los bienaventurados en Dios, únicamente producen, más allá de
cualquier fundamentación formal en los discursos astronómicos
desde Aristóteles, un sentido plausible para una imagen histórica
del mundo cuando se las entiende también como proyecciones cos
mológicas de una exigencia morfológica insuperable durante mu
cho tiempo. Sirven para la impermeabilización del mundo en el
sentido de una inmunología universal. La cosmología de las cubier
tas sella con medios físicos el pacto entre el centro y el universo de
los puntos: muestra, con una evidencia casi insolente, qué significa
querer ser y permanecer bajo cualquier circunstancia en un mundo
interior.
La poderosa necesidad lo mantiene, al ente, en las cadenas del límite
que lo circunda; por eso no es lícito que lo ente sea inconcluso47.
Platón y Aristóteles elaboraron el motivo del límite-forma bueno;
consuman la idea de que la totalidad sólo subsiste en pregnancia es
férica, posibilitando así su transmisión a lo largo de la tradición. La
Edad Media agudizó al extremo los delirios de las cubiertas y ence
rró la tierra, y las almas humanas sobre ella, en numerosos estratos
de bóvedas celestes más o menos compactas, como si este lugar per
dido, y sin embargo elegido, del cosmos, en el que Dios había repo
114
sado para hacerse hombre, hubiera de ser blindado frente al míni
mo aliento del exterior. Rodeado de ocho, diez, doce, catorce mu
rallas y fosos, el mundo de los seres humanos gozó sobre la tierra del
dudoso privilegio de permanecer en el castillo interior del ser48.
Pero, dado que en el paradigma metafísico el mismo ser huma
no es un pequeño mundo, se repite en él mismo este múltiple cer
co del interior, manifestándose él mismo como una estructura de
cubiertas y muros en tomo al punto numinoso más íntimo que
constituye el centro de la mismidad humana. No es de extrañar,
pues, que el Homo metaphysicus nunca o casi nunca penetre en su úl
timo centro. Vive sólo en los barrios exteriores de su propio espacio
anímico, escalonado hasta lo profundo, y sabe con san Agustín que
el gran otro le es más próximo que sí mismo: interior intimo meo. Con
incansables esfuerzos de imaginación, por medio de un delirio de
cúpulas, cubiertas y esferas huecas, que lo penetra todo, se refuer
za, tanto por dentro como por fuera, el cobijo de todos los puntos
epicéntricos por la vida absoluta del centro.
Desde el punto de vista inmunológico y morfológico se puede
afirmar que la acción más importante de Dios en la era metafísica ha
sido la del aseguramiento de la frontera frente a la nada, el exterior
y la infinitud. Esta línea, la más sensible de todas, sólo podía defen
derse mediante la construcción de cubiertas. De ahí se siguió -aun
que suene insoportablemente teológico-inmanente- que el Dios só
lo logró permanecer «en vigor» mientras los representantes de sus
intereses consiguieron presentarlo como una esfera autocobijante,
gigantesca pero finita. En cuanto la teología comenzó a tomarse en
serio el devastador atributo de el infinito -y ése es, desde el punto de
vista histórico-metafísico, el acontecimiento endógeno que dio lugar
a la Modernidad—destruyó la función esferopoiética de Dios, porque
en una esfera infinita se pierde la diferencia metafísicamente explo
siva e inmunológicamente decisiva de dentro y fuera. En una esfera
de radio infinito y perímetro infinito todo estaría esparcido en cual
quier parte y, por ello, exteriorizado sin más por doquier. No otro es
el resultado de la infinitización de Dios y universo.
Fueron los teólogos más sagaces los que mataron a Dios cuando
ya no pudieron reprimir por más tiempo el concebirlo como infini-
115
Multiplicidad de sistemas solares.
Ilustración en una Cosmología
cartesiana del siglo XVIII.
Jürgen Klauke, Gran imagen del mundo n,
Colonia, 1991, tríptico.
to actual y extensivamente. La proposición «Dios ha muerto» signi
fica en primer lugar una tragedia morfológica: la aniquilación, por
una infinitización implacable, de la esfera de inmunidad, intuitiva,
clara, imaginariamente satisfactoria. Dios se convierte en algo invi
sible, oscuro, desemejante, amorfo: un monstruo para la capacidad
intuitiva humana, un no-receptáculo, un abismo y agujero absoluto.
De pronto, dado que ha desaparecido la barrera entre interior y ex
terior, ya no se puede entender en qué habría de consistir la venta
ja de estar dentro de ese Dios de infinitud.
Con la abolición de la inmunidad divina comienza la permanen
te crisis atea de los dempos modernos. En un tono místico susurran
te, en los círculos iluminados tardomedievales se expande el disan-
gelio* morfológico, cuyo significado y repercusión no entienden la
mayoría de quienes lo transmiten conmovidos. Pues, creyendo que
comunican algo misterioso estimulante, algo paradójico arrobante,
lo que anuncian, como a escondidas, es: «Dios es una esfera infinita
cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ningu
na»49. Ese «en todas partes» introduce la agonía de la forma centra
*Palabra con el prefijo griego dis> en lugar de eu (de «evangelio»). Significaría,
así, «mala nueva» en vez de «buena nueva». (N. del T. )
117
da y ese «en ninguna», la crisis del proyecto metafísico de envolver todo lo existente en lo anímico. En el momento en que se le atribu ye el predicado infinito, la esfera muere por sobredimensionamien- to en lo no-intuitivo. El resto ya es historia de la esfera. Sólo queda todavía que la muerte de la Esfera-Dios buena, salvadora, mayestáti- camente finita sea consumada por los interesados: un proceso que abarca al menos medio milenio de pensamiento europeo y que no puede darse aún por cerrado. De hecho, determinar la esfera como infinita significó robarle su fuerza unificadora, alejarla del interés de lo vivo y, con ello, convertir lo máximo en algo funesto.
La muerte de Dios se comunica en principio por una esquela morfológica: la esfera ha muerto. De su defunción se sigue todo lo restante, todo aquello que tiene que ver con el fallecimiento de Dios y con la administración de su legado: pérdida del margen, in flación del centro, andadura sin rumbo de los puntos. Cuando la es fera perece por su determinación infinita, los puntos anteriormen te epicéntricos se ven obligados bien a elegirse ellos mismos como centro de todas las relaciones o bien sucumbir, más allá de la acos tumbrada ilusión del punto medio, a unjuego sin norte de rauda les descentrados de acontecimientos. De la primera opción surgen las teorías modernas de sistemas; de la segunda posibilidad penden hasta ahora las oportunidades de una filosofía contemporánea, pos- monosférica. Con razón pudo hacer notar Michel Foucault: «Mun do como esfera, yo como círculo, Dios como centro: ése es el triple bloqueo del pensar-acontecimiento»50. Tanto el público posmoder no como el grueso del gremio filosófico no tiene aún un concepto de cómo podría estructurarse un pensar que se produzca en con ceptos-acontecimientos más allá del exceso macrosferológico que tenemos a nuestras espaldas como metafísica clásica. Sólo inciden tal, atmosférica y conjeturalmente, de vez en cuando, aquí o allá, aparece el entendimiento de que sólo fuera de la esfera única, en la que todo había de encontrar fundamento y animación, es decir, só lo en un exterior radicalizado, puede llegar la acontecibilidad a su modo de pensar característico.
Pero en el marco de los argumentos publicados hasta ahora no puede entenderse aún con suficiente solidez por qué es ahora el
118
Antonin Artaud, 1926.
Daniel Libeskind, Never is the Center,
Memorial Mies van der Rohe, proyecto, 1987,
acontecimiento, y ya no la esencia, el que ha de pensarse a toda costa.
Pues incluso el pensar postestructuralista del acontecimiento está
inequívocamente aún en la senda de la metafísica moderna, ya que
sigue soportando su furor infínidsta bajo signos variables, sea el de
la libido, sea el del comentario, aplazamiento, diálogo o el de la
creatividad sin más. Todo esto son ingenuidades que gustan porque
su ingenuidad es la propia de la filosofía. De lo que se trata tras
nuestro cansancio de los infinitismos postestructuralistas es del tra-
bsyo en una ontología del mundo finito, inacabado, inmenso, en el
que hay que compensar, en sus radicalismos, momentos conserva
dores y explosivos, o, como también se podría decir, intereses psí
quicos y técnicos. «¿Dónde estamos cuando estamos en lo inmen
so? »51. El pensar del futuro -quizá una filosofía transgénica- parte
de la percepción de que ha fracasado el proyecto metafísico de om-
nianimación -el monosferismo-, sin que por eso lo anímico haya si
do desautorizado en su alcance caprichoso. Cosa que queda por de
mostrar.
Hasta nuevo aviso, la situación filosófica de la Modernidad viene
caracterizada por el exitíis de la esfera perfecta, cuyos inicios críti
cos, como hemos indicado, se remontan hasta mucho más allá de lo
que estaba dispuesta a considerar la historiografía del espíritu habi
da hasta ahora. De hecho, una esfera infinita, cuyo centro, según la
tesis medieval, estuviera en todas partes, no permite ya reconocer
un centro efectivo: por todas partes surgirían en ella autoenajena-
ciones místicas que no se distinguirían de los egocentrismos más ex
teriores. En consecuencia, el tema nuclear de la Modernidad, la au-
torreferencia, hubo de irrumpir en el pensamiento como una
consecuencia inevitable, por más que retardada y reprimida, de la
tesis mística del centrum-ubique. La última oportunidad de centrali
zación en un mundo infinitizado es, efectivamente, el egoísmo de
los puntos. Para él, todo lo que no sea la mónada misma, es decir,
la central de mando de un sistema de autorrelación, está en el
«mundo circundante», «medio ambiente» o «entorno». «Lo más al
to que hemos recibido de Dios y de la naturaleza es la vida, el mo
vimiento rotatorio de la mónada en tomo a sí misma, que no cono
ce tregua ni descanso. . . »52. Todo lo que es un sí mismo o sistema,
121
Arnulf Rainer, Cosmos, panel 20:
Flujo y corriente de la luz, 1994.
precisamente por ello tiene que preocuparse de sí mismo, se trate
de individuos o Estados, de familias o de empresas económicas. To
dos ellos son egoístas sagrados; su ascesis significa autorreferencia.
Con ello, la epopeya de la esfera divina acaba en el umbral de la
Modernidad en una general excentralización y autocentralización,
y en la estipulación del espacio.
Los continentes y océanos de la tierra están colonizados por ru
tinas actuales de tráfico y comunicación; potencialmente, en el es-
122
Hans Haacke, Emplazamiento merry-go-round,
Münster 1997. Tiovivo encofrado junto a la rotonda
del monumento a Bismarck en Münster.
pació neutralizado cualquier punto se ha convertido en un empla
zamiento, es decir, en un relé para la circulación de dinero en la su
perficie circunvalada de la tierra53. En la exterioridad generalizada
ningún punto puede hacerse inaccesible a otro.
Se podría definir
morfológicamente la esencia de la Modernidad como excentricis-
mo no-satánico, mientras que el esquema de centro y epicentro, que
había fundado la metafísica de la colaboración en el proyecto de
Dios, sólo se conserva ya en subculturas religiosas. Llamaremos es
pumas a las aglomeraciones de puntos excéntricos autorreferentes,
junto con sus entornos, en estructuras carentes de punto medio. De
ellas tratará el tercer volumen de estos estudios esferológicos.
El presente libro, un mausoleo de la idea de la unidad de todo,
pertenece al reino bimilenario de la monosfera o del globo integral.
¿Se puede aprender todavía algo de Stalin en lo referente a la cons
trucción de un mausoleo? Bajo todo punto de vista, por supuesto,
dado que también para lo que nosotros pretendemos, presentar la
123
Prototipo del cosmos autorreproductor como ramificación
arbórea de una urdimbre de burbujas inflacionarias.
Cada burbuja en este gráfico corresponde a un supuesto
sistema surgido de una explosión originaria.
metafísica en un sarcófago de cristal, sería conveniente mostrar al
muerto como si sólo durmiera54.
Podemos permanecer un poco más ante la vitrina ya que no se
pierde tiempo esperando en la cola ante el monumento. Contem
plaremos al Uno-Todo en sus estadios embrionales, en su creci
miento (capítulo 1) y su complementación cósmica (capítulo 4), ob
servaremos su reforzamiento exterior y sus borderpolitics (capítulos 2
y3),admiraremossutriunfoteológicoysuhybrismística(capítulo5),
124
Futuroscopio de Poitiers.
seguiremos su política de signos (capítulo 7) y su exceso negativo
(capítulo 6) y seremos testigos, finalmente, de su catástrofe, que
conlleva su metamorfosis en mero globo terráqueo (capítulo 8).
Al final de estas longitudes celestes habría de resultar evidente
por qué sólo mediante el rechazo del pensamiento contemporáneo
al Uno-y-Todo del proyecto metafísico-monoteísta de mundo pudo
conseguirse una nueva configuración no-teológica o post-teológica,
post-metafísica o de-otro-modo-metafísica, de las inmunidades hu
manas en la segunda ecúmene, que en principio sólo representa la
integral de todos los aislamientos55.
125
Acceso Clima antrópico
La burbuja del mundo tiene que hincharse antes de explotar.
Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito
Nuestros sondeos en el campo microsférico mostraron que los
seres humanos son seres vivos que, en principio, no pueden ser, o es
tar, en ninguna otra parte que en los invernáculos sin paredes de
sus relaciones de proximidad. En ese sentido, la microsferología no
es otra cosa que una antropología proxémica. El núcleo de la pro-
xémica personal es lo que hemos llamado la relación fuerte. De ella
provienen los receptáculos autógenos de las solidaridades primarias
que irónicamente sin ironía aclaramos, al final, con el paradigma de
la unión trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu56. Para estas relaciones
surreales vale que son «su propio lugar». Quien participa en ellas vi
ve, en un sentido topológicamente eminente, dentro.
Los seres humanos, como criaturas que bajo cualquier circuns
tancia son en principio vivientes amontonados unos sobre otros, que
tanto se protegen como se rechazan mutuamente, y nada más que
eso, como criaturas que para convertirse eventualmente y mucho
más tarde en individuos, como se dice, en seres autocomplementan-
tes que viven solos y que cuidan los contactos exteriores (direccio
nes, redes), necesitan, sin peros ni diferencias, el microclima esti
mulante de sus tempranos mundos interiores. Sólo en él, como
típica vegetación suya, llegan a lo mejor y a lo peor que pueden ser.
En él hacen acopio de temples básicos creadores, ambivalentes, des
tructivos, o de prejuicios sentimentales sobre el ente en su totalidad,
que se hacen valer constantemente en el tránsito a escenas más gran
des. Desde ese fondo se ponen en marcha todas las transferencias.
Sobre el primer clima no informa ningún boletín meteorológi-
127
co; de dónde sopla la brisa del mundo interior, qué zonas de baja
presión se extienden sobre los esfuerzos interhumanos: de cosas co
mo éstas sólo nos pone en conocimiento, en principio, el juicio de
la sensación o del sentimiento atmosférico, que es más originario
que el sentido íntimo oral, el gusto, y más público, a la vez, que él.
El sexto sentido siempre es el primero, puesto que por él los seres
humanos, sin inducciones ni investigación indirecta, saben en qué
lugar están: consigo mismos, con otros y con todos. Por inmersión
en el elemento conductor están originariamente ahíy abiertos al en
torno. El espacio como atmósfera no es otra cosa que vibración o
pura conductibilidad57. En este sentido, él es realmente, según la be
lla y oscura doctrina de la chora de Platón, la «nodriza del devenir».
¿Cómo con una torpe teoría de la comunicación pretende uno ba
sarse en tales relaciones de totalidad? Emisor, receptor, canal, me
dio, código, misiva: todas estas distinciones llegan demasiado tarde
para la apertura fundamental. Adquieren significado cuando se tra
ta de averiguar algo sobre algo. Pero mucho antes tiene que haber
ocurrido el ser-en o ser-en-algo que los ontólogos fundamentales in
terpretan como ser-en-el-mundo, ser-con o ser-templado-de-ánimo.
El clima, el temple de ánimo, la atmósfera componen la trinidad de
lo envolvente, en cuya revelación incesante viven siempre y por do
quier los seres humanos, sin que se pueda decir -aunque los mo
dernos hayan convertido el tiempo en un objeto de discurso inclu
so- que a esas epifanías corresponda un mensaje y un mensajero;
primero el meteoro y luego la mirada al cielo. A esta ofuscación
oponemos el recuerdo del pleroma climático: del «en» como baño
cromático en el que son bautizos todos los actos discretos de la vida
de representación, voluntad yjuicio.
Dado que las atmósferas son de naturaleza no-objetiva y no-infor-
mativa (y dado que no parecieron dominables) fueron dejadas de la
do por la vieja y nueva cultura europea de la razón a lo largo del di
latado proceso de cosificación e informatización de todos los hechos
y cosas. Cuando los discursos comenzaron a desplegarse a capricho
se fue haciendo cada vez más difícil, si no imposible, perder siquiera
una palabra relativa a la exponibilidad, solubilidad, apertura de la
existencia. Que fuera de las palabras y de las cosas podía existir algo
128
que no es ni palabra ni cosa y sí algo más extenso, anterior y pene
trante que ambas, es algo que no han querido reconocer ni las cien
cias positivas ni las teorías discursivas. Es verdad que el siglo XIX, al
hablar de milieu o de ambiente, intentaba asir este trío sutil; que el si
glo XX lo hizo suyo al traducirlo por Umwelt [entorno] y environment,
pero con todos esos conceptos se malogró lo atmosférico y se hicie
ron progresos de lo malo a lo peor. Sólo en los mundos de los gran
des romanciers, sobre todo en Balzac, Proust y Broch, surgieron at-
mosferologías superiores que esperan aún ser conectadas con los
análisis filosóficos fundamentales. Con todo, los «fenómenos» at
mosféricos, como tales, se han hecho interesantes en los últimos
tiempos para la teoría estética, para la teología y neo-fenomenología,
sobre todo por el estímulo de Heidegger, a veces incluso con pre
tensiones conceptuales fundantes; cosa que habría que interpretar,
después de todo, como signos de una apertura puntual58.
Con razón, la filosofía moderna -sobre todo la ontología funda
mental-, cuando comenzó, tras su bimilenario exilio en lo supra
sensible, a retomar pie en el ser-en-el-mundo, ha descrito la dispo
sición de ánimo como la primera apertura del ser-ahí al cómo y
dónde del mundo. Se podría considerar la obra temprana de Hei
degger como la carta magna de una climatología no intentada has
ta entonces59. Puede hacerse plausible por qué el desarrollo de las
sugerencias de Heidegger en la fenomenología de los estados de
ánimo y en la psiquiatría existencial pertenece a los aspectos más
fértiles de su influjo. Cuando se tensa en un individuo la cuerda de
la existencia, ésta vibra en la tonalidad de un estado de ánimo o de
un clima impregnante. Pero los estados de ánimo -quizá Heidegger
no ha hecho hincapié suficientemente en esto- nunca son, en prin
cipio, asunto del individuo en la aparente privacidad de su existencia
y en la soledad de su éxtasis existencial; se forman como atmósferas
-totalidades estructurales, teñidas de sentimiento- compartidas en
tre varios, o muchos, que disponen y tonalizan unos para otros el es
pacio de proximidad.
Como se deduce de nuestros análisis microsferológicos, las esfe
ras son, en principio, mundos interiores de relación fuerte, en los
que «viven, penden y son» quienes están aliados mutuamente en
129
Amuleto múltiple de plata
con llave, Corfú, siglo xx.
una atmósfera autógena o en una relación vibrante que los supera.
Por eso, lo que nosotros llamamos clima designa, en principio, una
magnitud comunitaria y, sólo después, un hecho atmosférico. Esto
vale para todas las formas de vida humanas, también para aquellas
que se orientan a la distancia, a la libertad de movimiento y a la re
nuncia al compañerismo. Precisamente los que viven solos son a
menudo especialmente sensibles al clima desde el punto de vista so
cial y muchos de los que buscan estar solos lo hacen, sobre todo, pa
ra reducir el ahogo de una atmósfera cargada. Como turistas que
viajan fuera de temporada, eluden las intimidades del mal tiempo.
Pero los seres humanos no son sensibles al tiempo sólo en grupo,
como seres vivientes activos climáticamente en microsferas, influyen
también ellos mismos, con todo lo que hacen y dejan de hacer en el
130
ámbito común, a través del compartimiento del espacio cercano. El
mundo de proximidad surge de la suma de nuestras acciones recí
procas y de nuestras mutuas aflicciones. Lo que en diferentes con
textos filosóficos -desde san Agustín hasta Vilém Flusser, pasando
por Heidegger- se ha querido significar con la expresión pática
«proximidad» es la redundancia vivida, la plétora de lo notorio, en
la que pululan los sincronizados. A nosotros nos van las cosas tal co
mo nos acomodemos unos a otros, y el modo en que nos vaya a unos
con otros manifiesta ajustes o desajustes entre nuestras vidas. En sus
campos de proximidad los seres humanos, sin excepción, son hace
dores de dempo y producen a cada instante embrujos de sol y de llu
via. Sus rostros son los rótulos de sus estados de ánimo; sus gestos y
sentímientos irradian tormenta o despejo a la comunidad.
En la época de la obra de arte los artistas consiguieron producir
sobresalientes imágenes climáticas de sus culturas porque reunie
ron en torno a sus obras comunidades acordes en sentimiento; por
ello siempre es una deducción errónea pensar que los productores
de arte expresaron su interior en sus obras. Lo que se llama expre
sión es un acopio de fórmulas de las posibilidades creadoras de cli
ma actuales de un grupo. Así, la sugestiva tesis ontológico-lingüísti-
ca de Heidegger de que la obra de arte postula o «erige un mundo»
(nunca se podría estar seguro, por lo demás; si no, habría de decir
se más bien «expone un mundo») es significativa esferológicamen-
te ante todo, y pierde rápidamente plausibilidad fuera de este cam
po significativo. Hubo una época en la que eran sobre todo las
imágenes religiosas las que personificaban el modelo de la capaci
dad de urdir grupos más grandes de seres humanos en un éter sim
bólico compartido. Por eso se atribuyó a tales obras de arte un ca
rácter de verdad y revelación: porque señalaban el punto central de
una apertura, un rayo local de mundo. La ironía de la doctrina hei-
deggeriana del origen de la obra de arte es que sea verdadera, en lo
esencial, para obras anteriores a la época del arte. En las obras a las
que se refería Heidegger no es, pues, decisivo que sean obras de ar
te, sino que constituyan lugares de culto en los que uno se encuen
tra con la exposición del ser.
Lo que nunca puede callarse, ya que -antes de toda representa
131
ción o exposición- hace que se rastree lo común revelado, es la at
mósfera, la tonalidad envolvente del espacio, que impregna a sus
moradores. Por eso, para la mayoría de los seres humanos, su clima
relacionante sigue siendo más importante y mucho más real que to
da la gran política y la «alta» cultura. Las gentes sencillas se definen
porque para ellas, bayo el aspecto de la indisponibilidad objetiva,
tienen el mismo rango la política y los fenómenos meteorológicos;
contra el mal tiempo y los grandes señores se puede hacer igual
mente poco: sólo hablar de ellos como si se tratara de fuerzas supe
riores. Pero estos discursos -y ello aparece sólo en reflexiones tar
días- son el éter de las sociedades; por eso, todos los grupos, desde
las hordas orales hasta las grandes culturas, con sus medios de es
critura, imprenta y radiodifusión, vibran y conviven casi exclusiva
mente en comunicaciones sobre sus preocupaciones básicas actua
les: su clima, sus dioses locales, sus demonios de grupo. Pero el
hecho de que este bamboleo en las habladurías propias sea la fun
ción basal, conformadora de clima, constitutora de sociedad, sólo se
muestra a la teoría cuando los grupos se han separado o diferencia
do tanto que ya no es posible hablar de unidad.
Para los sociólogos modemos-posmodemos, que se han «conver
tido» (convertir significa cambiar de error básico) del productivismo
al comunicacionismo, de lo que se trataría ahora sería de darse cuen
ta de que en el análisis esferológico de las sociedades se muestra un
«plano» que queda antes de la diferenciación entre producción y co
municación. La endosfera tonalizada es el primer producto de las co
munidades que viven estrechamente unidas, y el acuerdo de ánimo
que supone es su primera comunicación a sí misma. Compactarla,
redondearla, regenerarla y despejarla es el primer proyecto creador
de humanidad. En palabras triviales de lugar y de espacio interior,
como nido, habitación, cueva, cabaña, casa, hogar, plaza, pueblo, fa
milia, pareja, linsye, ciudad, se oculta para siempre un resto de cosas
impensadas, que exige que se lo siga soñando, sin que nunca haya
podido dilucidarse del todo ni ser captado representativamente. Es
te resto exuberante da fe de que las creaciones de mundo interior
nunca están cerradas y han de ser desarrolladas incesantemente de
132
Iglú esquimal en construcción,
Territorios del Noroeste, Canadá.
un cómo a otro. El misterio de la producción de espacio irrumpe
irradiando en las palabras que se refieren a receptáculos autógenos.
Mundus in guita: en gotas del espacio cósmico.
Desde siempre los seres humanos están empeñados en el pro
yecto de atraer hacia dentro, tanto como sea necesario, lo que su
cede fuera y mantener alejado del hogar de la vida buena lo exte
rior tanto como sea posible. Esa no es la última de las razones por
la que erigen pronto, regular, persistentemente imágenes de las per
sonas de su proximidad, sin las que no podrían vivir íntegramente;
sienten sus moradas físicas e imaginarias a través de los signos ac
tuales de compañeros ausentes, que siguen siendo vitalmente im
portantes aún después de su desaparición. La omnipresencia de
imágenes de dioses y de antepasados, de amuletos, fetiches y signos
sobrealimentados en las culturas antiguas testimonia el alcance de
la necesidad de redondear el mundo presente mediante alusiones a
algo esencial ausente, a algo complementario, envolvente. Que ten
ga que haber imágenes es algo que se fundamenta en la coacción de
133
la inteligencia por la muerte y por la ausencia; que pueda haber
imágenes es algo que se funda en la primordial función comple-
mentadora de la onto-grafía. Si escritura significa, prototípica e
idealmente, representación en lo desemejante, la imagen significa
representación en lo semejante.
El impulso, instaurador de imágenes, al redondeamiento descu
bre al hombre como el animal al que le puede faltar algo. ¿No es la
cultura, en su totalidad, una sobrerreacción a la ausencia? 60. Cuan
do lo que falta causa extrañeza se produce una presión morfológi
ca: los lugares vacíos quieren volver a ser ocupados, como si el pro
yecto del espacio-plenitud no permitiera vacantes duraderas. Por un
imperativo de complementación los mundos interiores se vuelven a
acercar al autorredondeamiento: en principio sólo en el sentido de
una nidificación sin paredes, en la que el predicado «redondo» ex
presa una cualidad pregeométrica, psicológico-espacial, vagamente
inmunológica, aunque a partir de cierto umbral del desarrollo dis
cursivo y político adquiera también significaciones arquitectónicas y
geométricas. Menos que una esfera redonda en sí misma, propor
cionados de espacio interior, no puede bastar a los que viven en
común como lugar característico propio en el mundo. Como sabe
mos por motivos morfológico-sociales y biológico-cooperativos, tales
esferas euclideanas de lo anímico grupal sólo surgen por comparti
ción de espacio interior con seres próximos de primer orden y con
sus recambios. A la vez, los seres humanos -dado que son seres de
mundo interior, en los que la nidificación endoclimática precede a
todas las demás construcciones- corren el peligro, como ninguna
otra especie, de que sean destruidos sus mundos interiores sin pa
redes por invasiones de fuera o por conflictos endógenos, pues na
da es más frágil que la existencia en las cubiertas exhaladas de inte
rioridad específicamente humana.
La expresión catástrofe climática -el auténtico santo y seña de
nuestra época- capta ya el riesgo originario de la humanidad. Los
seres humanos -de un modo del que sólo con reservas es aconseja
ble hacerse plenamente consciente, porque aquí puede muy bien
hacerse efectivo eso de «conciencia como fatalidad»61- dependen
de la gracia de las circunstancias de clima interno hasta en el último
134
Thomas Struth, Museo del Louvre I, 1989, detalle.
detalle de su dotación biológica y de sus rituales culturales. Que, al
menos en sus líneas reproductivas respetadas por las degeneracio
nes, los seres humanos hayan podido llegar a ser como son es la con
secuencia de una historia, tan inadvertida como inaudita, de auto-
135
Oskar Schlemmer, Jóvenes en grupos, 1928.
protecciones mediante creaciones propias de clima. Como habitan
tes de sus invernáculos de proximidad, creados por ellos mismos, se
encuentran en casa en un continuum de automimos; cosa que, por
otra parte, no prejuzga nada sobre la medida de durezas, dificulta
des y fracasos en las vidas individuales.
Los seres humanos viven en sus mimos: una expresión que ha de
valer como remisión provisional a la dinámica de refinamiento de
las individuaciones y culturas locales. En su balance evolutivo, la
existencia del Homo sapiens sólo es comprensible como historia exi
tosa de excitabilidad nerviosa creciente y de autoestímulos lujurian
tes mediados de símbolos. Las líneas de éxitos de esas historias re
saltan ante un trasfondo de fatalidades selectivas implacables, en las
que la regla es el exterminio y el fracaso.
Sólo si se pone de relieve la tensión entre interior y exterior, co
mo el motivo fundamental de toda topología cultural, se hace ple
namente consciente, en su sorpresividad, el constante retomo del in
terior. ¿No son innumerables los que han tenido que experimentar
el mundo exterior como un conjunto de incidentes destructores de
esferas? ¿No es el exterior perforante, arrollador, desguarneciente
siempre más impasible y fuerte que cualquier construcción de mun
do interior? La imagen-burbuja que antepusimos a nuestra teoría de
las esferas de intimidad evoca la fragilidad de los espacios habitados
por seres humanos. ¿Qué es, por el contrario, lo que hace capaces a
los mortales de protegerse a sí mismos en sus invernáculos de rela
ción? Ya es bastante sorprendente la fuerza de los aliados de estable
cerse en relaciones preferenciales unos con otros, a pesar de que tan
to endógena como exógenamente todo parece trabajar por hacer
que revienten las esferas que posibilitan seres humanos. Y sin em
bargo: ese autocobijo en el espacio creado por uno mismo -la capa
cidad de arrojar el abrigo sobre sí y los suyos y retirarse al inverna
dero invisible de mutua pertenencia experimentada- es el estímulo
creador de esferas, originario e incesante, que, sobre todo después
de crisis de grupos, ha de acreditarse en múltiples casos. De él pro
vienen las formaciones que más tarde, en tiempos burgueses, ciuda
danos, impulsores de teoría, se llamarán «sociedades» o culturas. Pa
rece que, cuando se alian entre ellos, la capacidad de los seres
137
humanos para desmentir su desamparo en la exterioridad es inmen
sa. ¿Cómo se soportaría, si no, el riesgo de pertenecer a una especie
de seres mortales hablantes, susceptibles al miedo -y qué insoporta
ble sería la amenaza del exterior-, si no hubiera una envoltura rege-
nerable de solidaridad reanimante que opusiera su resistencia crea
dora a los ataques disolventes, mientras los haya?
Como proceso de conjuntos crecientes de solidaridad, la historia
del Homo sapiens en la época de la gran cultura es, ante todo, una lu
cha por el invernáculo íntegro e integrador. Se funda en el intento
de dar una forma invulnerable, o al menos vivible, resistente a los
ataques del exterior a ser posible, a un interior más amplio, a un
propio más reconciliador, a un común más abarcante. Que, como
es evidente, este intento siga todavía en marcha y que, a pesar de
enormes contragolpes, continué la lucha aventurada por el ingreso
de fracciones de la humanidad, cada vez mayores, en endosferas o
refugios comunes, cada vez mayores, confirma tanto la irresistibili-
dad de sus motivos como la persistencia de las hostilidades que se
enfrentan al tirón histórico hacia una seguridad interior ampliada.
Las guerras por el mantenimiento y ampliación de esferas constitu
yen el núcleo dramático de la historia de la especie y de su princi
pio de continuidad a la vez.
Cuando observamos en su brotar y reventar las innumerables pe
queñas culturas que han aparecido desde el mundo primitivo hasta
los tiempos históricos -ese tropel de burbujas tornasoladas, rellenas
de lenguajes, ritos, proyectos-, cuando, en algunos casos escogidos,
podemos asistir a la prosecución de su vuelo, a su crecimiento y do
minio, surge la pregunta de cómo fue posible que el viento no se lo
llevara todo. La gran mayoría de los viejos clanes, tribus y pueblos
ha desaparecido, casi sin huellas, en una especie de nada, dejando
en algún caso, al menos, un nombre y oscuros objetos de culto; y de
los millones de minúsculas etnosferas que han fluido sobre la tierra
sólo se ha conservado una fracción a través de metamorfosis ampli
ficativas, autoaseguradoras, instauradoras de signos de poder. De
ellas se habla en este volumen, dedicado a las macrosferas. Ellas son
las que provocan esta pregunta: ¿por qué sigue habiendo aún gran
des esferas en lugar de ninguna?
138
Movimientos de un pájaro tejedor
para la construcción del nido.
Capítulo 1
Aurora de la lejanía-cercanía
El espacio tanatológico,la paranoia,la paz imperial
Toda historia es la historia de las relaciones de animación*: así lo
habíamos formulado en la Introducción al primer volumen de este
ensayo62. Los análisis microsferológicos muestran el alcance de esa te
sis. Abarca una plétora de relaciones bipolares y pluripolares en el
interior de espacios íntimos de resonancia, en los que los seres hu
manos se provocan y recrean mutuamente. Bajo la imagen de la bur
buja -de ese mundo pequeño, de paredes delicadas, terso por una
suave presión interior- hemos explicitado formas microsféricas, des
cribiéndolas detallada, aventurada, en cierto modo extravagantemen
te, tanto como lo permitía la naturaleza inobjetiva o semiobjetiva de
esas configuraciones. Así conseguimos hacer luz en los microcosmos
constituidos simbiótica, coexistencial, bipolar, multipolarmente, pres
cindiendo provisionalmente de su inclusión en estructuras más am
plias y de su potencial de crecimiento. Sólo se hicieron meras alu
siones a la dinámica de transferencia o trasplante de situaciones
primarias. El resultado del primer volumen fue el reconocimiento
de que sólo es lícito utilizar la palabra microcosmos para parejas, no
para individuos: lo que significa, desde luego, una ruptura clara con
la tradición metafísica. Toda historia es la historia de las animacio
nes que surgen del reparto y compartición a dos del espacio.
Ahora es el momento de seguir desarrollando la tesis, demasia
do compacta, de que, en verdad, toda historia es la historia de lu
chas por la ampliación de esferas63. Lo que tradicionalmente se ha
llamado lo anímico es la dimensión en la que se experimenta la ten
sión entre lo íntimo y lo no-íntimo. Se podría reproducir la tenden
*Recuérdese, como advertimos en el primer volumen de esta obra, que «anima
ción» (Beseelung)-de anima(Seele)=soplo,alma-,acciónoefectodeanimar,seutiliza
sobre todo en el sentido fuerte de dotar de alma, dar aliento, vida, inspirar. (N. del T. )
141
cia del psiquismo metafísico con la fórmula parafreudiana: donde
había alma de pareja ha de llegar a haber alma de mundo. Esta ad
vertencia contiene el pathos de la filosofía clásica. El concepto de al
ma de mundo encierra la admonición categórica de concebir todas
las cosas y efectos que existen y se producen en el exterior de modo
que puedan ser entendidos en cada momento como elementos de
un interior ampliado. Ya se adivina desde ahora que este programa
equivale a la exigencia de extender la simbiosis madre-hijo, por me
dios geométricos, hasta los confines del mundo. La capacidad para
tales extensiones es el núcleo de lo que tradicionalmente se designa
como «creencia».
Sólo se producen ampliaciones si previamente algo exterior pue
de ser asumido por una esfera más pequeña y permite que se lo
reinterprete en ella como un factor determinante de su fuerza ex
pansiva y de su abovedamiento peraltado. Para que esta imagen re
sulte plausible, habría que familiarizarse con la idea de que las es
feras son, por decirlo así, configuraciones capaces de aprender,
sistemas de inmunidad en ejercicio y receptáculos con paredes cre
cientes. Sólo cuando la inteligencia común a los participantes no se
paraliza por catástrofes esféricas, sino que éstas la incitan, más bien,
a llevar a cabo las reparaciones oportunas, aquello que normal
mente habría de conducir a la muerte de una esfera puede resultar
efectivo como estímulo para su crecimiento. Veremos que ya la sim
ple reproducción de esferas vivientes no puede suceder sin una in
teligencia reparadora primaria: los seres humanos viven continua
mente bajo el riesgo de ser separados con violencia o por medio de
la muerte de aquellos que les eran más cercanos, y los que han que
dado atrás, en los pequeños y primarios mundos humanos, se en
cuentran, desde siempre, en medio del aprieto de tener que buscar
un espacio para su tener-que-continuar-viviendo sin sus comple-
mentadores más importantes. El espacio humano surge por la va
cuna de la muerte.
Si los seres humanos no poseyeran la capacidad terrible y admi
rable de superar la muerte de los próximos, y no fueran capaces de
llenar o encubrir por medio de configuraciones sustitutorias el va
cío dejado por los desaparecidos, ningún individuo podríajamás ser
142
Llaves-amuleto de plata, siglo xviii.
alguien que muere solo; nadie iría nunca a la muerte sin compañía;
la muerte del uno insustituible supondría también la muerte del
otro aliado. Sería imposible que en esas condiciones de muerte se
pusiera en marcha la tradición cultural como sustitución creadora,
y nunca la trascendencia del otro se convertiría en experiencia ínti
ma, dado que en tales circunstancias no habría nada insustituible
que sustituir.
Se convierte en individuo quien queda marcado por la desapari
ción del otro insustituible. El núcleo irreductible de lo que llama
mos individualidad está en el hecho de que normalmente tampoco
los aliados íntimos mueren al mismo tiempo. Llegar a ser un indivi
duo en una sociedad de individuos significa, por tanto, acomodarse
al hecho de ser abandonado por los otros insustituibles que mueren
primero. De ahí proviene lo que puede llamarse la dureza o el tem
ple fundamental de los individuos maduros. Funciona como aisla
miento frente a tentaciones simbióticas de proximidad. Los motivos
por los que las sociedades humanas ven mal o prohíben la muerte
de amor son buenos motivos sistémicos (en caso de que los motivos
sistémicos puedan ser buenos), porque denuncian la traición que
hacen al destino universal humano los que mueren unidos: mien
tras que todos los individuos corrientes han de llevar hoy la vida de
alguien que mañana podría ser abandonado, los cómplices de una
143
James Cameron, Titanic,
muerte de amor, 1997.
muerte de amor atentan contra la ley que dice que tampoco los alia
dos íntimos conjuran lo temporal sincrónicamente. (Al poner de re
lieve esta ley, que de otra suerte se mantiene latente por todas par
tes, James Cameron consiguió el arrollador éxito emotivo de su
película Titanic, pues con la historia de Jack y Rose -«nada en el
mundo podía separarlos»- logró reafirmar la muerte de amor, elu
diendo a la vez su sincronía; Isolda sobrevive a Tristán ochenta años.
¡Ésa es la consumación por antonomasia del sueño de amor ameri
cano y moderno: se quiere a la vez el amourfou y la supervivencia to
tal! ) Quienes mueren realiterjuntos no se solidarizan con el esfuerzo
fundamental del que cada individuo parece ser deudor del mundo
compartido, sin que le haya sido declarado como mandamiento ex
plícito: el de soportar el peso del mundo aun cuando le haya deja
do sólo con la carga el coportador más importante.
La individualización más esencial depende del entrenamiento a
ser-abandonado por los más próximos, del mismo modo que la cul
tura sólo se produce cuando funciona como escuela preparatoria
de la permanencia aquí tras la muerte de los maestros. (La mayo
ría de las veces esto se discute bajo la rúbrica de herencia, que
acentúa la transmisión positiva; pero del mismo modo podría con
cebirse bajo el punto de vista del quedar-abandonado, diciendo: el
que queda está condenado a la recepción. ) El yo no surge por un
reflejo especular ilusorio, como seductora y equivocadamente ha en
señado Lacan; adopta, primero, una figura autorreferente por la an
ticipación de orfandad y viudedad; se afirma a sí mismo en tanto
abandonado y abandonante. El yo es el órgano del preabandono y
de la predespedida64. Dado que ese contar con que va a ser abando
nado, constitutivo del yo, es esencialmente de naturaleza anticipa-
dora, protege frente a irreparables catástrofes de separación a aque
llos que se han dado cuenta de que van a quedarse atrás y solos algún
día65. Lo que se llama individuación es la orientación anticipadora a
un estado que en ocasiones aparece descrito así en lápidas france
sas: Un seul étre vous manque, et tout le monde est dépeuplé. Para que el
mundo entero parezca despoblado basta que te falte una sola per
sona. Si vuelve a producirse la repoblación del mundo, la vida aban
donada no puede obstinarse en permanecer unida a la parte perdi-
145
Medallón funerario de Thomas de Marchant
et d’Ansembourg (muerto en 1728) y su mujer Anne Marie
de Neufonge (muerta en 1734), Tutange, Luxemburgo.
da. Digamos, pues, que hay que ejercitarse en la pérdida antes de
que ésta supere al perdedor.
Si no se quiere que su pérdida lleve al que se queda a petrificar
se en su obstinación, la parte más importante de todo duelo ha de
ser consumada antes de la muerte del otro esencial. El pre-duelo se
manifiesta como distancia. En el amourfou se ignora esa despedida
previa, como si los unidos quisieran negar anticipadamente cual
quier posibilidad de separación para siempre. Se hacen cómplices
recíprocamente en el propósito de no dar al otro oportunidad al
guna de sobrevivir al compañero íntimo.
Pero si los amenazados por el vacío humano, los supervivientes
de los muertos esenciales, están en condiciones, con todo, de in-
146
Anillos para evitar la separación.
gresar en tradiciones es porque siguen el imperativo de sustituir a
sus grandes ausentes: aquellos en los que primero confiaron y aque
llos de los que recibieron el saber. Quien se mantiene preparado pa
ra esta sustitución está dispuesto a asumir su parte del peso del mun
do. Si el mundo resulta pesado no es sólo porque en la época
histórica la mayoría de los seres humanos han de esforzarse mucho
para ganarse la vida; cuando con mayor precisión se nota la pesan
tez es cuando los seres humanos se inclinan para permitir que se les
cargue con la tarea de asumir el lugar de otros insustituibles.
¿Cómo, pues, pueden crecer las esferas? ¿De qué modo aprenden
pequeños pueblos, hordas, familias, parejas, mundos íntimos a so
breponerse a sus catástrofes, a sus escisiones, a las amenazas de ser
avasallados por fuerzas explosivas tanto internas como externas? ¿Có
mo es posible que no todos los grupos desafiados y vencidos se des
vanezcan en silencio en lo no-histórico, y que algunos de ellos saquen
fuerzas de flaqueza para asimilar lo que normalmente sólo produce
destrucción? ¿Qué clase de cambio en su modo de vida llevan a cabo
las pequeñas comunidades humanas cuando consiguen soportar lo
insoportable más allá de la medida normal? ¿Qué sucede con los uni
dos cuando consiguen imponer su supervivencia frente a pérdidas in
sustituibles? ¿Cómo aprenden a concentrarse así en sí mismos, a su
perarse, a endurecerse así, a comprometerse de tal modo con una
147
visión de sí mismos que son ellos mismos los que se convierten, más
bien, en fuerzas del destino para otros, en lugar de soportar el desti
no condicionados por circunstancias externas?
Cualesquiera que sean las respuestas a estas preguntas, han de
tener inevitablemente una implicación morfológica y un sentido in-
munológicoyesferológico (yeoipsounouterotécnico) mediadopor
ella. De lo que se trata en cada caso es de aclarar cómo los grupos
humanos soportan sus crisis de forma con relación a fuerzas exte
riores y tensiones internas.
Las microsferas crecen hasta convertirse en macrosferas en la
medida en que consiguen incorporar las fuerzas exteriores estresan
tes en su propio radio. Se podría describir, por tanto, el crecimien
to de las esferas como un derrotero de estrés en cuyo transcurso se
llega a neutralizar lo exterior asimilándolo al interior esférico. Son
sobre todo estresores protopolíticos del tipo de los enemigos y ex
traños, estresores psicológico-sociales como las depresiones colecti
vas y estresores mentales como lo monstruoso y la idea de infinito
los que han de ser integrados antes de que una pequeña unidad et-
nosférica se pueda desarrollar hasta convertirse en una forma de
mundo de tipo superior.
Un grupo que hubiera atraído hacia su interior toda desmesura
esencial, y en cierto sentido la hubiera superado o cercado, habría
crecido hasta convertirse en un imperio o en una macrosfera alta
mente cultural. Por eso, sólo puede hablarse de una forma auténti
camente macrosférica cuando también lo grande y lo máximo ma
nifiestan carácter de mundo interior. En una gran esfera que se
asemeje a un mundo interior la voluntad de poder ha de ser coex
tensiva con una voluntad de animación del espacio total. Por lo que
podemos ver, tales espacios con carácter de mundo interior sólo
han sido pensados y desarrollados con toda consecuencia en las tres
grandes culturas de la Antigüedad: en China, en India y en Grecia,
es decir, en aquellas culturas que por un consenso escolástico, rela
tivamente grande, pasan por ser los tres lugares de nacimiento de la
filosofía66. En las cosmologías de estas culturas comienza el impera
tivo morfológico: redondea y domina sin que valga limitación alguna.
Por eso, también en este caso aparece la geometría en la planifica
148
ción, colocándose, además, al servicio de la cosmología política im
perial como no es de esperar en ninguna otra parte. Los poderosos
y sus intérpretes piensan su mundo con círculos y legiones. En cuan
to los seres humanos intentan acomodar su forma anímica a las con
diciones macrosféricas tienen que formarse para hombres de Estado,
bien para funcionarios o bien para sabios, pues cuando el Estado al
tamente cultural da que pensar, el sentido del mundo se mueve en
dirección a una inclusividad abarcante: el todo es el coto del animal
inclusivo.
Fue un logro de las grandes culturas haber elevado la asimila
ción interior del exterior estresante a un nivel históricamente man-
tenible a largo plazo. Potencias mundiales que lograron ser algo
más que improvisaciones militares fueron aquellas que consiguie
ron domesticar los monstruos inmensos de la exterioridad -la
muerte, el mal, lo extraño, lo desmedido- y traspasar a las genera
ciones siguientes, como hábito cultural, sus éxitos en esa domesti
cación. Aunque ninguno de esos monstruos pierde nunca del todo
su pavorosa capacidad de intranquilizar, en las grandes cosmovisio-
nes se los convierte, sin embargo, en estresores internos y se los po
ne dialécticamente al servicio del «gran todo». Las grandes culturas
saben convertir en negatividades provechosas la exterioridad des
tructora. Utilizan los monstruos, por decirlo así, como hormonas de
crecimiento para elevarse de formas microsféricas a macrosferas.
Repetimos las ideas fundamentales de estas consideraciones: el
ser humano es el animal que ha de esperar y sobrevivir a las separa
ciones de sus próximos. Ya en las formas humanas de vida más anti
guas, las hordas arcaicas, la muerte se impone como apremio a di
rigir la mirada a los muertos más queridos. Cuando la vista del
cadáver y el pasmo que adviene en el lugar vacío adquieren formas
rituales, todo ello se organiza como recuerdo; de él provienen los
cultos a los antepasados y a los muertos; ellos inducen el originario
estrés metafísico que pesa sobre los grupos humanos ya en los esta
dios tempranos de la hominización. Se reconoce que esos cultos tie
nen siempre un sentido esferológico tan pronto como en el trato de
los vivos con sus muertos se ve no sólo una praxis religiosa creado-
149
Joseph Beuys, Palas comunitarias,
por duplicado, 1964.
ra de tradición o una forma de organización de memoria cultural,
como sucede normalmente en las ciencias de la cultura; el recuerdo
de los muertos libera necesariamente procesos creadores de esferas
porque sólo por una especie de reacción de inmunidad, creadora
de espacio, puede rehacerse la esfera psíquica rota por la desapari
ción del otro importante, la íntima burbuja de coexistencia.
