Pedí al camarero
noticias
de Maggiorotti una noche.
Jose Zorrilla
habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del inglés, hizo V. mal
en pensar en nosotros para sostener tal apuesta. »
Valleras murió dos años despues, de una afeccion pulmonar; Monreal
se metió una noche la bala de su último tiro en el cerebro. . . y yo
abandoné el tiro, cuando mis compañeros abandonaron el mundo.
Al montar Ignacio Boix su librería en la calle de Carretas, dando á
este ramo de comercio una forma y un impulso hasta entónces inusitado
en España, _X_ se ingirió en su casa como administrador, ya con ciertas
pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix
aceptó la literatura de _X_ bajo su palabra: dióse éste á escribir
algunos artículos en _El Pensamiento_, semanario que Boix fundó: ganóse
_X_ la confianza de éste como habia ganado la mia, y Boix le comisionó
para ir á establecer en Cuba y Méjico dos sucursales de su casa de
Madrid.
Hé aquí el talento y la historia de las medianías que saben no
desperdiciar la sombra de la más pequeña hoja que puede dársela: _X_
empezó por adherirse á la pequeñísima sombra que mi pequeñísima persona
comenzaba á proyectar: cobijóse despues á la sombra de mi casa: recogió
como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los más
íntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos años, salió para Cuba,
agente de la primera casa de librería, con mejor porvenir que yo, y
con el manuscrito inédito de mi leyenda de _El capitan Montoya_, de
la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y Méjico, acompañándola de
una biografía del autor _su grande amigo_, cuyo nombre iba con el suyo
en la primera página, viva representacion de mi personalidad: segundo
yo en aquellos países, que no pensaba yo entónces visitar despues de
él, ni _X_ pensaba que yo en ellos habia de hallar más tarde la huella
de sus pasos. Volvió á Madrid en 1842, trájome grandes noticias de
mi gran fama por aquellos países y del éxito fabuloso de mi _Capitan
Montoya_; pero ni á él le ocurrió darme, ni á mí pedírsela, cuenta de
lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos. . .
Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi
_Cada cual con su razon_ y las dos partes de _El Zapatero y el Rey_, y
_X_ me habia dado á leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino,
que habia traducido y publicado _allá_ en compañía de mi _Capitan
Montoya_ y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para
mí. Celebróme mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su
antigua intimidad conmigo, siguió acompañándome á los ensayos en el
escenario y á mi mujer en mi palco en las representaciones. . . y un dia
me preguntó que qué me parecia _su_ novela de _El virey de Nápoles_. . .
y otro dia que si se podria hacer de ella un drama. . . y una noche
que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si,
escribiéndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los diálogos de
la novela, y poniéndolos á nombre suyo, ponerle á él al par del mio
como autor dramático: _cosa_ que á él le daria una grande importancia
con su principal Boix, etc. , etc.
¿Por qué no habia yo de ayudar á hacerse hombre á un tan buen amigo?
Me habia acompañado dos ó tres años cinco ó seis horas diarias, y dia
y noche en las épocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su
carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos
la prosa de mi vida. . . emprendí la transformacion de la novela _El
Virey de Nápoles_ en el drama _Los dos vireyes_; pero por más empeño
que puse en semejante trabajo, le concluí convencido de que habia
salido como no podia ménos de salir una obra malamente confeccionada,
muy desigualmente escrita y de éxito dudosísimo.
Llamé á _X_ y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre
leal, mi conciencia me obligaba á advertirle que _Los dos vireyes_
era un tiro que iba á salir para él por la culata; y que al silbarme
el público por primera vez, no faltaria á quien le ocurriera que
escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con _X_
me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal
éxito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba á
desacreditar y á cerrársela para siempre.
Pareció _X_ convencido de mis razones: y como la temporada cómica
iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado á dar la
tercera del año, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo
mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi
seguro del público y de una justa rechifla de la crítica por semejante
rapsodia.
Entregué mi obra á Lombía: recomendésela á Cárlos, poniéndole en los
pormenores de su historia: prometióme Cárlos, con el paternal cariño
que me tenia, ponerla en escena con tánto más esmero cuanto ménos
probabilidades de éxito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar
por más tiempo el compromiso de ir á pasar la Semana Santa con el duque
de Rivas, partí á Sevilla, huyendo de la primera representacion de
aquellos _Dos vireyes_, con cuyo azaroso porvenir dejé cargados á Mate
y Cárlos Latorre, diciéndome al meterme en la diligencia: «ojos que no
ven, corazon que no siente. »
¡Y qué recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan poético, es el de aquel
viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan
gran poeta y tan grande amigo como fué mio, aquel á quien yo llamaba
mi ángel, á quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria
vive aún por la amistad en mi corazon, y en España por el _Don Alvaro_,
que está todavía en pié sobre la escena en que hace cuarenta años que
apareció!
Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta
despues, me habian dado trabajo en sus periódicos, no habia yo dejado
pasar una semana sin publicar una ó dos composiciones por lo ménos:
en tres años habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor
Delgado. Desde que García Gutierrez me habia abierto la escena,
asociándome á él en el _Juan Dándolo_, habia yo presentado seis dramas,
benévolamente acogidos por el público, que tuvo sin duda en cuenta
al aplaudírmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha
priesa de meter ruido que llegara á los oidos de mi padre, emigrado en
Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel
tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un puñado de
onzas para mi solaz. Mi miedo al éxito de mis _Dos vireyes_, pedia á
Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era
el único que sabia lo que yo valia en dinero, que me gruñó siempre,
pero no me negó jamás el que le pedí, me dió el susodicho puñado de
onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que
Dios no ha concedido á ningun poeta al lado de los homóplatos. Dióme
Lombía una docena más de aquellas graves y amarillas monedas que por
atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto
y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dejé las dos docenas á
mi familia; y con el primer puñado en el bolsillo, me acomodé en la
berlina, que despues hemos llamado _coupé_, de la diligencia que á
las tres de una mañana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de
Alcalá.
Llevaba por compañeros á D. Juan Jústiz, noble mozo habanero, de tan
mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de
humor para gastarlas; á quien acompañaba Lorenzo Allo, otro habanero de
tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero,
con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el
gimnasio del conde de Villalobos.
Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el más agradable compañero del
mundo: tan enjuto como récio, era nervioso hasta tener trémulas las
manos, á pesar de lo cual tomaba café cuatro veces al dia; y usando en
anteojos de oro unos cristales de muy bajo número, alternaba con los
primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de cómo veia
el blanco, ni de cómo sujetaba é inmovilizaba sus nervios para hacer
finísimos tiros. Teníame una sincera amistad y sabia de memoria muchos
versos mios: dábame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan
diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto á
saltar un ojo de un puñetazo á quien no le concediera sin discusion que
era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de mí en el gimnasio
como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, é
hijo yo de su mismo padre.
Jústiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le
entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar
en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por
entónces no poco peliagudo en España, con los ocho cuartos y medio de
sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte
reales de sus onzas, las tres onzas y _dos duros_ de sus mil reales,
etc. ; de modo que la más mínima cuenta tenia siempre más picos que una
custodia.
La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la
berlina que habíamos acudido con tiempo por no habernos acostado,
estábamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos á cargar el
carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La
empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocupó
el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, dió una voz y tendió
su fusta á los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus
herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.
La nueva empresa habia montado á la francesa sus tiros, sustituyendo
al antiguo rosario de mulas, enfrenadas sólo las dos del tronco y las
seis restantes encomendadas á un muchacho ginete en el mingo delantero,
un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y
cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de sólo
berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran á
las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son á aquellas sillas
de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel
ruido de los cascabeles, aquel perpétuo vocerío con que á sus caballos
animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban
y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de
postas, aquellas hosterías en donde se hacian los altos y las comidas,
conservaban el carácter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra
por donde viajábamos los españoles; y se veia el país, y se bromeaba
con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia tantas ventajas para
los intereses materiales, pero tenia más poesía que el actual nuestro
modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de
caballeros á los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo
de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de
la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la máquina lo arrastra
todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo
decia el refran: «de las vidas arrastradas. . . la del coche. »
El en cuyo _coupé_ íbamos Allo, Jústiz y yo paró en Ocaña para
almorzar. Sin que Allo y yo hubiéramos bajado los cristiles, ni
hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas
pasadas, por respeto al descanso de Jústiz, que iba convaleciente de
larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado á
nuestra amistad por su cariñosa familia. Pero al apearme en Ocaña,
unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en
tierra me decia la voz vigorosa del individuo á quien aquellos fornidos
brazos correspondian:--«¿Aquí tú, Pepe? »--Era Paco Elipe, diputado
bullicioso, poeta un poco excéntrico, pero no despreciable, hacendado
manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de
la de quien voy á traer algunos recuerdos á estos mios de aquel viejo
tiempo. --¿Quién es tan descortés ni tan ingrato que no se pare á dar
un apreton de manos al viejo amigo, á quien encuentra por acaso en el
viaje de la vida? ¿Y qué son estos recuerdos más que un viaje de vuelta
por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?
Paco Elipe fué sócio del Liceo y escribió de todo, en verso y en
prosa; y empezando por un drama en compañía de Romero Larrañaga,
titulado _La Vieja del Candilejo_, cuyo plan está no más preparado y
versificado limpia y galanamente: escribió otros más, y tuvo sus éxitos
y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fué uno de los que,
con quienes empezábamos á hombrear, arrimó el hombro para empujar el
carro del progreso de aquella época. Recto y tenaz, y de vigorosísimo
carácter, hacia y decia las cosas de muy original y personalísima
manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y echándose por descuido
una gota de él encendida en un dedo, en lugar de sacudírsela dijo,
conservando el dedo inmóvil: «¡Bruto Paco; para que no seas torpe otra
vez! » Y dejó apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el
Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y
tocóle á Elipe el de la _Noche-Buena_.
El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una
hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en
la tribuna; llegó su turno á Elipe, y en medio de muchas redondillas
facilísimas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los
panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo,
soltó con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:
Y aunque la ilacion se quiebre,
lo que no apruebo y resisto
es el mal gusto de Cristo
de nacer en un pesebre.
Y continuó su descripcion de la _Noche-Buena_ con tanta
imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio.
Fué el amigo más consecuente de José Fernandez de la Vega, el fundador
del Liceo, mal recompensado por todos los á quienes hizo hombres con el
establecimiento de tan única y brillante sociedad. El Gobierno no supo
dar á Vega más que el Gobierno de una provincia de tercer órden; y Paco
Elipe fué el más fiel amigo de aquel á quien tantos faltaron.
Pero de Paco Elipe haré más larga y justa mencion más adelante, porque
espero en Dios que me dará tiempo de hacerle una visita en su palacio
solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en él materia para más
curioso relato.
Con este mi tercer compañero de viaje almorcé en Ocaña, en un parador
nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas
de diez y ocho y veinte años, de trigueña tez, boca sensual y risueña,
grandes, negros y retozones ojos, moño de picaporte con zorongo de
largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ceñidos corpiños, y
sus estrechos y cortos guarda-pieses.
El conductor nos presentó á los postres un libro en blanco, en cuyas
hojas rogaba la empresa á los viajeros que anotasen las faltas de
servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas
quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos
muchachas, que embelesaban á los viandantes para que no comiesen más
que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de
vanas esperanzas para los comensales; y pedíamos á la empresa que, ó
suprimiese aquellas dos muchachas, ó que cambiando las horas de salida
de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sinó que
cenaran y pernoctaran en aquel parador de Ocaña.
* * * * *
El 1. º de Abril á las siete de la mañana nos apeamos de la diligencia
en Sevilla, café del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo á ver la
tierra por primera vez; y como el pájaro que deja por primera vez
el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad,
desempolvando sus plumas entre el fresco césped y las primeras
margaritas, y se baña en el brillante ajófar y las líquidas perlas de
las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes
orillas, me salí por la Puerta del Arenal á ver el puente, y el rio, y
la Torre del Oro, y á respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y á
bañarme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; á pasar, en
fin, una mañana de muchacho que hace novillos.
Y fué aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices,
y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del
egregio poeta, del cariñoso amigo, del entretenidísimo conversador, y
del nunca olvidado autor del _Moro expósito_ y del _Don Alvaro_.
El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de
Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un
oasis frondoso en el arenal desierto de mis estériles aspiraciones,
una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi
inutilidad viviente, mi improductiva é improvisora poesía. La casa del
duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruiseñores, donde fué á
albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.
XVII.
¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera á broma,
y hace bien, por vida mia.
Quien á Sevilla no vió
no vió nunca maravilla;
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir! »
dicen los napolitanos.
Y dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y á vivir! »
Esto digo yo de Sevilla en _La leyenda de los Tenorios_, y esto hice
cuando fuí á aquella ciudad sin más objeto que á ver á Sevilla y á
vivir. No existian aún en España las academias y los profesores de
_bombo_, ni _La Correspondencia_ anunciaba la salida de Madrid de don
Fulanito y doña Menganita, ni nos habian hecho cardenales, tratándonos
de _Eminencias_, á los que por algo comenzábamos á distinguirnos los
que aún no se distinguian por su profesion de _bombistas_; ni habíanse
aún establecido las sociedades y comisiones de aplausos mútuos que
anuncien, calificándolo de acontecimiento, la partida, la llegada ó
el resfriado de cualquier medianía ó nulidad, á quien cuatro amigos,
si no ella misma, dan importancia miéntras se lee el número en que se
da ó se la da bombo: así que pude yo pasearme por Sevilla con Allo
y Jústiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y
teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita
hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda
resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban á ver cómo era
el autor de _El Zapatero y el Rey_ cuando entraba ó salia en el café
del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia ó entraba en su
alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar
que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y
moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular
como mal juzgado todavía, de su drama _El Zapatero y el Rey_. Hacia, en
fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del pájaro, como dije en mi
número anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares,
cantar y esponjarse á la sombra y entre las hojas de los naranjos y las
magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los pájaros de rama en
rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruiseñores, que era la
casa del duque de Rivas.
En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias
de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras
horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la
duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian ó dibujaban
sus hijos, ó escuchaban todos al duque, que les leia ó recitaba
algunos de sus característicos romances, ó algunas de las consejas
por él recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura
del rincon de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos
con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y
completamente originales; y acompañaban su voz el murmullo del aire en
las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian
los dos balcones de aquella estancia. El cariñoso respeto y la cordial
é infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el
poeta, era la cualidad característica, el fondo típico de aquel cuadro
de interior, en cuya atmósfera se respiraba la más sincera alegría y la
más tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas,
en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos
labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonomías de
los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos álbums,
grabados y caballetes abiertos siempre, ó siempre cargados de algun
trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el
padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos,
en donde siempre habia murmullo de música ó de poesía, y cuyo silencio
era el són del agua y los árboles del jardin, daban á aquella casa un
carácter especial, único y típico, que me hizo calificarla de nido
de ruiseñores, y cuya paz fuí yo á interrumpir con el desordenado
turbion de versos de mi leyenda de _La cabeza de plata_, de la cual iba
escribiendo el último capítulo durante aquel viaje. Habia en aquella
leyenda (que el fin se publicó bajo el título del _Talisman_, y de la
cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamoradísimo Genaro, á
quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un
bárbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo á punto fijo cómo
concluir, pero que entusiasmó á la duquesa, complació al duque por lo
que me queria, y encantó á las muchachas por lo romántica y apasionada.
Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos
quitó de delante aquel ídolo á quien adorábamos, gloria de España,
cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su
_Don Alvaro_; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como
motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento á la
sombra suya, ni como halagüeña adulacion á los hijos vivos del amigo
muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de
aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches.
Obligábame á pasar á Cádiz un asunto de familia; y librándome á fuerza
de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del
duque, me embarqué con mis compañeros en un vapor que descendia el
Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle prosáicamente
desde una playa, me eché á lomos de aquella serpiente de plata,
que deshace las móviles escamas de sus dulces ondas en las amargas
profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que
se llama Cádiz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla diré una palabra
más; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya
dicho, ni estos recuerdos son memorias históricas, ni relacion de
impresiones de viaje, que obligan á seguir lógica y consiguientemente
una narracion; sinó la consignacion de mis ideas en un papel, segun en
mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Está ya convenido
que el autor del _Zapatero y el Rey_ y de _Margarita la Tornera_ es un
poeta. . . bueno ó malo, grande ó pequeño: pero ¿cómo fué poeta? ¿Cuáles
fueron los gérmenes de su inspiracion? ¿Qué influencia han tenido en
sus escritos las vicisitudes de su vida? ¿Qué hay en la suya íntima,
puesto que no la tiene pública no habiendo sido nunca más que poeta?
Esto es lo que él solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus
Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de interés como de órden,
por ser personales y desligados de toda adherencia con la política, el
progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido,
como una planta parásita sin raices que á su tierra la sujetaran.
Poseia en Cádiz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que
reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra.
Ni la dueña de aquella posesion conocia su finca, ni jamás habia estado
muy clara la historia de ella; habíasela cedido un pariente suyo en
cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en más de lo
que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse.
Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial,
cuyo abandonado edificio é inútiles utensilios habian ido vendiéndose
cuando la ocasion se habia presentado. Teníala entónces en arriendo un
signor Doménico Maggiorotti, genovés ó livornés, de una honradez sin
tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre
algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias,
como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando
habia hablado de calderas viejas y de útiles ya inútiles de hierro,
que allí arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para
cuya enajenacion pedia permiso; diósele siempre la propietaria, y el
livornés tuvo siempre á su disposicion el precio de lo vendido. Las
cuentas del año anterior estaban con él todavía pendientes, y por
el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la
piedra de una especie de estanques ó secaderos de cera; que cerería
aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la
finca. De la aclaracion de estos hechos y del cobro de la renta del
último año iba yo encargado, con legal poder y ámplias facultades de su
propietaria.
Fuíme una tarde con Allo á la huerta del Maggiorotti, quien, segun
costumbre de su país, se llamaba abreviadamente Ménico, y á quien
entre las gentes vulgares con quienes trataba, llamaban unos el señor
Ménico y otros el tio Mónico; no alcanzando la abreviatura del nombre
italiano. Dimos en la huerta, y topamos en ella con el signor Ménico
Maggiorotti; que era efectivamente mayor en años y en estatura que Allo
y yo juntos, y uno de los mayores hombres con quienes yo he tropezado
en mi vida. Tenia, segun nos dijo, setenta y dos años, y segun vimos
cerca de seis piés de alto, con una cabellera y unas patillas como
la nieve, unas cejas crecidísimas, bajo las cuales relampagueaban
dos ojazos de un azul pardo y de una admirable limpidez; una tez
curtida como si hubiese pasado mucho tiempo expuesto á los aires
del mar; una boca grande de perpétua sonrisa y guarnecida aún de su
completa dentadura, y unos hombros, unos brazos y unas manos fornidos,
musculares y encallecidas, como de quien debia de haber pasado largos
años en rudo y continuado ejercicio. --Saludéle yo afablemente; díjele
quién era, y exhibíle mis credenciales; tendióme él su diestra llevando
la zurda al sombrero, y miéntras por poco no me desmonta las catorce
coyunturas de mi mano entre las de la suya, me dijo con una voz como de
contramaestre hecho á mandar la maniobra entre la tempestad:--«Mañana
á las diez le llevaré á usted á su casa ocho mil reales, y los seis
mil trescientos restantes, el dia 30, á la misma hora: porque no
habiéndome usted avisado de su venida, no le tengo juntos los catorce
mil trescientos del total de su cuenta. »
Ocurrióseme decirle que á mí, como el más jóven, correspondia ir á
su casa; y contestóme, frunciendo más el entrecejo, y mirándome como
quien necesita seis como yo para almorzar:--«Si tiene V. empeño de
ir á mi casa, vaya; pero yo no hago ningun trato en mi casa, sinó
en los _Montañeses_ que tengo en frente de ella, y ante un jarro de
manzanilla, como tal vez no es costumbre entre los señoritos de Madrid,
y yo pago siempre. »
Acepté, tomé en mi cartera las señas de la casa y despedímonos hasta
las diez de la mañana siguiente. Allo y yo convinimos en que aquel
viejo tenia trazas de haber sido tallado sobre el modelo del Laoconte,
y de ser un hombre tan formal como poco hecho á sufrir cosquillas.
--Parece que no tiene muchas ganas de recibirte en su casa--me dijo
Allo.
--Y no sé por qué las tengo yo de meter en ella las narices,--le dije
yo; y nos fuimos á buscar á Jústiz, para ir á la ópera.
Al dia siguiente, exacto como un suizo, me presenté á las diez en casa
del signor Ménico, que la tenia en una calleja cerca de la muralla y
en frente de una tienda de montañeses; á la cual se entraba por un
patinillo cercado de un emparrado, bajo cuyos vástagos se veian cinco
ó seis mesillas, con sus correspondientes bancos, éstos y aquellas
clavados, que no asentados en el suelo.
La casa del signor Ménico Maggiorotti tenia su parte habitable en el
piso principal, que, sostenido sobre dos postes, gravitaba entero
sobre ellos y las paredes maestras de un gran portalon, todo lleno
en derredor de bien apilados sacos de lana, en la cual comerciaba su
propietario. Enclavada en la pared de la izquierda, pendiente, estrecha
y de un solo tramo, una escalera de madera con su pasamano remataba en
una puerta de maciza encina, único paso al piso superior; y en vez de
postigo en ella abierto, se abria en la pared derecha un ventanillo,
que dominaba el portalon, y desde cuyo ventanillo, un hombre armado
de una escopeta de dos tiros ó de un par de pistolas, podia defender
la subida y la entrada de una docena de asaltantes, que caerian
infaliblemente uno tras otro ántes de que ninguno lograse forzar la
puerta. Mil suposiciones, á cual más absurdas, forjó mi imaginacion
de poeta y mi juvenil inesperiencia sobre las riquezas, la avaricia
y el misterio de la vida del signor Ménico á la vista de aquellos
sacos de lana, que representaban un buen par de sacos de duros, y de
aquella colocacion de postigo y escalera, que delataban muy calculadas
precauciones.
Y todos estos supuestos me los hice yo como autor acostumbrado á
preparar la escena de mis dramas, y como maniático tirador que no
veia por donde quiera más que escenarios ó tiros de pistola; miéntras
el corpulento signor Ménico venia á presentarme su mano de Titán,
abandonando un saco de lana sobre el cual dormitaba ó echaba cuentas
á mi llegada. Saludámonos, y atajando tiempo y cumplidos, el viejo
italiano, con su vigoroso acento, pero en un tono cariñoso y dulcísimo,
aunque imperativo, pronunció, llamándola, el más bello nombre de mujer
que habia yo oido nunca.
--_¡Stella! _--dijo, y á su voz asomó al ventanillo una cabeza
rubia, que respondió con una voz de indefinible dulzura: «Eccomi,
nonno. »--«Troverai un sacco con un pò di danaro sulla tavola: portalo
colla vesta:»--repuso Maggiorotti, y, unos momentos despues abrióse la
puerta y descendió, con el saco y la chaqueta por él pedidos, la más
deliciosa y poética criatura. Era una muchacha diez y ochena, blanca
como una perla, rubia como un querubin y ligera como una corza. Traia
el cabello recogido en dos trenzas sobre los hombros, con dos ligeros
rizos flotantes sobre las sienes, un corpiño de terciopelo negro
abrochado hasta el cuello con botones de plata, y un delantal blanco
encima de una falda gris; por bajo cuyos ribetes se la veia bajar sobre
dos piececitos inconcebibles, metidos dentro de dos escarpines de
charol con hebillitas de plata. _Stella_ la habia llamado su abuelo, y
á mí me pareció, en efecto, la estrella de la mañana.
Notó el viejo la impresion que en mí hacia la presencia de aquella
criatura, y diciéndola: «son qui alla bottega col signore,» la
despidió. Saludónos ella, y, al desaparecer en lo alto de la escalera,
me sacó maese Ménico de su portalon, diciéndome: «es mi nieta;» seguíle
yo, sospechando si podia ser un ángel á quien aquel viejo demonio debia
de haber arrancado las alas, y nos metimos uno tras otro en el patio de
la tienda de los montañeses.
Va á ser más fácil de comprender para mis lectores que para mí de
relatar, la escena de mis cuentas con el signor Ménico Maggiorotti;
porque la forma y consecuencias de tal escena son tan comunes y
vulgares, como extraño y fantástico su fondo. El hecho en resúmen,
por más empacho que confesarlo me cueste, fué que el signor Ménico,
bebedor consuetudinario, enterró en el fondo de un jarro de manzanilla
la razon de un muchacho, para quien era exceso lo que para aquel
costumbre; la manera visible con que se efectuó este entierro, fué la
de ingerir una á una en el estómago las aceitunas de un plato, y otra
á otra las cañas en que Ménico vaciaba el contenido del jarro; cuya
vulgar operacion vieron sin curiosidad ni extrañeza los propietarios
del local que detrás del mostrador estaban; pero su fondo, es decir,
la intencion del signor Ménico y el pensamiento mio, es lo de todos
áun ignorado, y lo que voy en breves palabras á revelar; si acierto
con las frases á propósito para escribir tan vulgar como fantástica
situacion. Comenzó el corpulento administrador por enterarme, entre
las dos primeras aceitunas y las dos primeras y aún inofensivas cañas,
de las partidas de cargo y data de su cuenta, y de la que á favor de
mi poderdante resultaba; vació en seguida el saquillo que le habia
entregado su nieta, y apiló con la destreza y rapidez del más ducho
banquero de cabecera, primero las monedas de oro, despues los pesos,
y en fin, las pesetas, que componian la suma que me correspondia:
cuatro mil reales en onzas y cuatro mil en plata; hizo rollos primero
del oro, despues de los duros y de las pesetas; hízome guardar los
primeros en los bolsillos del pecho de mi levita y en los del chaleco;
metióme los de las pesetas en los del pantalon, y haciendo un lio de
los de los duros en mi pañuelo, lo colocó dentro de la comba que mi
brazo izquierdo trazaba sobre la mesa, é introduciéndome la cuenta en
el bolsillo del relój y guardando él mi recibo en su cartera y ésta en
el inmenso bolsillo de su chaqueton de pana, dijo: «ahora emprendámosla
con el manzanilla. »
Pero todo esto que él hizo y que yo le dejé hacer, lo hizo él con la
calma, el aplomo y la prevision de quien sabia lo que iba á suceder, no
queriendo que sucediera nada que fuera en perjuicio de su honradez de
buen administrador y de pagador exacto.
Bebíamos y hablábamos del estado de la huerta, de lo que yo hacia en
Madrid, y de lo que pensaba hacer en adelante; de lo que él habia
hecho en Génova y en algunas otras partes del mundo por tierra y mar.
De mi manera de vivir debió comprender él muy poco, por ser para él
los versos despreciable capital y mezquino género de comercio; y de
lo que él habia hecho no comprendia yo tampoco mucho; porque además
de que me lo contaba por terceras partes, en dialecto genovés, en
italiano y en español, formulaba su narracion con tales circunloquios y
digresiones, que tan pronto llevaba mi atencion por el mar, en un buque
que iba y volvia á no recuerdo qué puntos de América; como por entre
los fardos, las cuentas y las disputas de una casa de tráfico en un
puerto del Mediterráneo; ya me hablaba de los granaderos de Nápoles y
de una campaña de Italia, ya de un barco pirata y de encuentros con los
contrabandistas de la montaña; ya de una casa tranquila y pintoresca
de la campiña de Livorno, cuyo interior tenian hecho un cielo una hija
y tres nietas como pintadas por Rafael: ya de una especie de génio
siniestro de su familia que habia enterrado vivas á todas aquellas
mujeres. . . y yo le escuchaba mirándole, á través del manzanilla sin
duda, ya soldado, ya pirata, contrabandista, comerciante, padre, marido
y abuelo de aquellos séres, que, tan hermosos como desventurados,
pasaban todos por delante de mí, y saludándome bajo la forma de aquella
_Stella_, que acababa de aparecer y desaparecérseme en el portalon de
la extraña casa de maese Ménico Maggiorotti.
Esta era mi idea fija, y la única clara que en el turbio cristal de
mi mente se dibujaba; en cuanto el más mínimo intervalo de aspiracion
ó reposo del viejo Ménico me lo permitia, intercalaba yo mi eterna
pregunta--«_¿y Stella? _»--á la cual oponia él tenazmente su eterna
respuesta--«mi nieta: mi última nieta»--y continuaba bebiendo y
hablando, y yo contemplando su enorme boca, ya jurando en genovés, ya
dilatándose en homéricas carcajadas; y sentíame fascinado por aquellos
dos ojos que brillaban inquietos y chispeantes bajo el toldo blanco de
sus nunca recortadas cejas. A veces enjugaba una lágrima con un pañuelo
de algodon, que sacaba y metia rápida y facilísimamente de un bolsillo,
en el cual cabria con comodidad una pieza entera de doce pañuelos; y á
veces dando un formidable puñetazo sobre la desvencijada mesa, hacia
saltar en ella el jarro, las cañas y mis rollos de duros envueltos
y anudados en mi pañuelo de batista, sobre el cual ponia él su mano
como único objeto de que habia que cuidar, diciendo «mi scusi. . .
ma. . . » y miraba al cielo cerrando el puño. Yo, asegurando tambien
por instinto mi dinero, aprovechaba aquel respiro para dirigirle mi
eterna pregunta--«_¿y Stella? _»--y él exclamó al fin levantándose y
apabullándose de través su sombrero hasta las orejas:--«¡Dio santo!
¡Stella. . . Stella! --¡Sventurata! ¡Condamnata á morte comme tutte le
altre! »
Habia yo llegado á aquel período en que el mundo baila y gira en torno
del mal bebedor, y al levantarse el signor Ménico, quise tambien
ponerme derecho; pero al levantarme comprendí que mis piés no podian
cómodamente con mi cabeza. Dióme el brazo maese Ménico; metióme el
pañuelo de duros en el bolsillo izquierdo de atrás de mi levita; y
arrollando este bolsillo en el faldon correspondiente, me lo colocó
bajo el brazo izquierdo, y diciéndome en su galimatías:--«Niente,
niente: en diez minutos se pasa todo: tenga firme el brazo, ed avanti
sempre: questo vino non é che fummo. »
Me sacó á la calle, me acompañó no sé hasta dónde; y yo, sintiendo
reirse y danzar al rededor mio la gente, la muralla, los árboles,
las fuentes y las casas, llegué á la mia, y dí conmigo y con mi
dinero en brazos de Jústiz, que casi lloraba, y de Allo que reia
como si él fuera el borracho. Yo, con una lengua que me pesaba seis
arrobas, acerté á decir--«ahí traigo ocho mil reales. . . acuéstenme. . .
y déjenme dormir»--me dejé desnudar, y ni ví cuándo me dejaban solo,
ni sentí cómo me cerraban puertas y ventanas; y en la lobreguez de
aquel vergonzoso y forzado sueño de mi primera embriaguez, no surgió
luminosa, ni siquiera por un instante, la pura y poética imágen de
aquella Stella fotografiada en mis pupilas y en mi cerebro, desde que
apareció en el último peldaño de la empinada escalera del portalon de
maese Ménico. --¡Tánto rebaja y embrutece tan innoble vicio al hombre
inspirado por la más espiritual y fantástica poesía!
No recuerdo si desperté ó me despertaron: pero anochecia cuando abrí
los ojos, y me hallé entre el melancólico Jústiz y el siempre alegre
Allo: interrogábanme ellos y respondíales yo: pero, ni me atrevia, ni
podia explicarles lo que todavía no se acusaba bien definido en mi
confusa memoria; excepto la de Stella, que, como la de los Magos, fué
lo primero que brotó claro del caos espirituoso que aún envolvia mis
enmarañados recuerdos.
Allo, hombre de sentido práctico, concluyó por declarar que lo que
sacaba en limpio de mi inconexo relato era, que el viejo italiano, fiel
á las costumbres del país, habia hecho beber más de lo que podia al
que no la tenia de beber en ayunas; pero que no habia motivo alguno de
queja, ni acusacion en él de torcido intento, puesto que los ocho mil
reales estaban completos y su cuenta exacta y sin tacha. Que aceitunas
y manzanilla era una nutricion andaluza insuficiente, aunque excesiva
para un castellano viejo; y que lo más acertado y perentorio era
sentarnos á la mesa, y que yo echara un buen lastre en mi estómago,
deslabazado por un vino chacharero y poco arropado, como la gente
ligera de ropa de la caliente Andalucía.
Sentámonos, pues, á la ya preparada mesa, que alegró Allo con su
conversacion un poco verde, que escuchó Jústiz con su atildada
compostura, y las _dos hijas de la casa_, sin darse por entendidas de
lo hablado, en atencion á una noble botella de Sillery que destaponó
y las sirvió Allo en són de próxima despedida; pues segun anunció,
debíamos embarcarnos para Málaga á la siguiente noche.
Y no sé por qué á tal anuncio se me oprimió el corazon.
Comí poco, bebieron Allo y las muchachas, y á instancias del impaciente
Jústiz, que no queria perder la salida de Salvatori en _Los Puritanos_,
ocupamos nuestras lunetas (hoy butacas) en el teatro. Una de las
mayores desventuras con que castiga Dios á un hombre es la de crearle
poeta; es peor que si le creara bizco: todo lo ve de través, y en
cambio de los imaginarios goces con que embelesa su espíritu, le
estravía en el mundo real y le condena á vivir fuera de su época y
extraño generalmente á sus contemporáneos. _Los Puritanos_ son para
mí la más deliciosa partitura de la escuela italiana; no tienen una
nota de desperdicio, y yo he sabido de memoria música y letra, á pesar
de que el libreto del conde Peppoli es indigno de aquella sentida
inspiracion de Vincenzo Bellini. Pues bien; yo escuché aquella noche
_Los Puritanos_ como quien oye llover: no me dí cuenta de nada de lo
que en escena pasaba; y desde que el primer coro cantó:
La luna, il sol, _le stelle_
le tenebre, il folgor
dan laude al Creator
in lor' favelle,
yo no pensé ni me fijé en más que en el recuerdo de la pálida nieta de
Ménico Maggiorotti, como si fuera la tiple que por la escena se movia:
al llamarla el bajo _l'angelica sua Elvira_ creí que se equivocaba,
y al oir al tenor juzgarla _tremante ed spirante_, los ojos se me
arrasaron en lágrimas. ¡Qué desventura la de nacer poeta! ¿Qué tenia
yo con la nieta de maese Ménico? ¿Sentia por ella desgraciadamente
una de esas pasiones que nacen, crecen, se desarrollan y hacen feliz
ó infeliz á un hombre en cinco minutos? Nada ménos que eso: era una
impresion poética, un misterioso castillo en el aire, forjado sobre
la vulgarísima historia de un tratante en lanas italiano que tenia
una nieta que se llamaba Stella; era que acababa yo de compaginar el
asunto italiano de mis _Dos vireyes_, cuyo éxito me tenia inquieto, y
aquella inquietud, unida al recuerdo de lo que en aquel drama pasa á
la enamorada Anunciata, me hacia esperar de Stella una heroina de un
cuento, fin de la historia de la representacion de mi drama; era, en
fin, la curiosidad, el sueño, el delirio de un poeta, que no ha visto
nunca la vida tal como es, ni las personas vivas sinó como personajes:
era una muchacha rubia, vista á través de una copa de manzanilla, vino
chacharero y poco arropado, como decia Lorenzo Allo.
Antes de acostarnos, acordaron éste y Jústiz nuestra partida para
Málaga: declaréles yo mi resolucion de quedarme: tenia que cobrar el 30
los 6,000 reales de mi crédito con maese Ménico. Allo se echó á reir:
Jústiz me miró tristemente. Allo me dijo: el italiano es hombre formal;
lo mismo te pagará el 30 que el 10, que estaremos de vuelta.
--No, repuse; quiero concluir mi _Cabeza de plata_.
--Otra cabeza rubia es la que ha barajado el seso de la tuya.
--Idos: me quedo.
--Pues nos iremos: quédate; pero volveremos por tí, y _velis
nolis_, aunque haya que romper alguna cabeza, tú volverás á Madrid
conmigo--dijo Allo--y nos acostamos.
Allo y Jústiz partieron á Málaga á la noche siguiente: en la mañana
del otro dia cambié yo de alojamiento: me ofendia la sonrisa perpétua
de aquellas dos muchachas morenas y alegres que me habian visto volver
de través, abrazado con el pañuelo de duros de Ménico: me disgustaban
los ojos negros, los rizos negros y las formas redondas de aquellas dos
andaluzas: yo soñaba rubio, veia rubio, adoraba lo blanco, lo esbelto y
lo ligero; lo robusto, lo redondo, me parecia materia bruta: lo blanco,
flexible y delicado, espíritu y corazon; lo andaluz, carne y prosa; lo
italiano arte y poesía.
Me instalé en el hotel del Correo, donde no habia más huésped que un
inglés, y cuyo camarero era italiano. Púseme á concluir mi _Cabeza de
plata_, para podérsela leer completa á la duquesa de Rivas, que habia
quedado curiosa da saber su conclusion, que ignoraba yo todavía á mi
paso por Sevilla.
Pedí al camarero noticias de Maggiorotti una noche.
--E un ogro, me respondió; non riceve nessun italiano in casa sua.
--¿Conocette Stella? --le pregunté.
--¡Chi! ¿Stella? ¿Una vecchia brutta?
--¡Va via, grand' imbecile! --le dije despidiéndole furioso. --¡Una
vecchia brutta Stella! . . . il Sole.
Marchóse el pobre hombre sin comprenderme. . . y quedéme yo tan asombrado
como él de lo dicho.
¿Quién era Stella? ¿Qué tenia para mí? Que Dios me habia hecho nacer
poeta y que habia dicho de ella maese Ménico: ¡Sventurata! ¡condamnata
á morte comme tutte!
Y todos nacemos condenados á muerte; sinó que los poetas vivimos como
sonámbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.
El inglés, único huésped del Hotel del Correo cuando yo tomé en él
aposento, era el compañero más á propósito para mí en aquella ocasion.
Taciturno gastrónomo, recorria todos los países del mundo para estudiar
la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia:
escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba sólo
algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua
Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias
calles y sus ya arboladas plazas, á la luz melancólica del astro
poético de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de
otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra.
Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras
y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles
y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga ó las recoge,
desde que sale hasta que se pone. Sé los infinitos ángulos y triángulos
que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y
las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que
estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado los balcones alumbrados
de las casas en que se vela ó se baila, de las puertas que se abren
para despedir á los contertulios á la luz de bujía, farol ó linterna;
todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con
precaucion y á oscuras para recibir ó despedir á los amantes; todos
los rumores de las pisadas que se acercan ó se alejan con resolucion ó
con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta
del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado;
del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas
están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un
poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis
comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en
aquellas de Cádiz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre
la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el
mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus
encrespadas olas; á través de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en
que el aire convertia la ola que en los peñascos se estrellaba, adoraba
yo á Dios y aspiraba la poesía que ha extendido sobre los mares para el
poeta creyente.
El mar es para mí el grande espejo en que se pinta la faz de Dios,
y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y móvil panteon de
líquido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo
á la tierra. ¡Qué mausoleo más magnífico que el mar! A quien naufraga
y muere en alta mar, le da Dios la muerte más dulce y sin agonía; una
impresion rapidísima de inmersion en un baño, un zumbido de oidos
semejante á una lejana música, un resplandor fosfórico que deslumbra
las pupilas. . . y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad.
¡Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso
y lo ridículo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar
verdadero de los que le aman, la hipócrita comedia del dolor de los
que le heredan, los falsos consuelos de los que están deseando que
espire pronto, ofendidos de su superioridad ó envidiosos de su gloria;
el entierro oficial, si es un personaje ó una celebridad; el olvido
inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba
por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que
olvida que le dijo al crearle: _Pulvis es et in pulverem reverteris_.
Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la
necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de
murallon roto, por donde yo miraba el de Cádiz en aquellas noches, me
volvia á mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se
alzaba sombría y casi aislada la casa de maese Ménico Maggiorotti. En
su esquina del Mediodía veia siempre iluminado por dentro el postigo de
una ventana. ¿Quién velaba allí? ¿Hacia allí las prosáicas cuentas de
sus sacos de lana ó de cuartos maese Ménico, ó mecian allí á la luz de
una lamparilla los sueños de la esperanza, el espíritu virginal de la
hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvia á mi
alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia á trabajar en mi _Cabeza
de plata_, bailándome perpétuamente delante de los ojos la rubia de
Stella; y el recuerdo de su poética imágen bajaba y subia perpétuamente
por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, miéntras con
ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente
el dia 30.
El veinte y ocho recibí una carta de Cárlos Latorre, en la cual me
decia: «Se levantó el telon sobre el primer acto de _Los dos vireyes_
con entrada llena. Mate llevó con aplomo sus escenas en verso, y el
público las escuchó con agrado: oyó sin repugnancia las en prosa,
gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluyó Azcona
caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudió: no me
lo esperaba, y comencé á respirar. »
«Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia
oleaje. Durante el entreacto, un criado incógnito habia repartido al
público, y no al buen tun, tun, sinó entre la gente de letras de las
lunetas (hoy butacas), quince ó veinte ejemplares de la novela _El
virey de Nápoles_, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una
nota con lápiz que decia «los diálogos que Zorrilla ha copiado en su
drama van marcados al márgen. » Los posesores de aquellos librillos
se los mostraban y pasaban riendo á los curiosos que se los pedian:
los palcos, las galerías y el pueblo pedian silencio: los actores no
comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron.
Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; quedó Mate sólo en
escena, y el público respetó su respetable personalidad; é hiriendo
sus oidos las octavillas italianas, comenzó á hacer silencio; y Mate
le aprovechó para decírselas tan vigorosa é intencionadamente, que al
concluirlas arrancó el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili
hizo un efecto inesperado; y Mate se llevó la sala con la redondilla:
con un cordel á la gola
y un crucifijo en la mano,
cantar haré á ese villano
su postrera barcarola,
y con un segundo aplauso preparó mi salida. Excuso ponderar á V. lo que
hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la
amistad. »
«En el entreacto segundo nos enteramos de la villanía de _X_, que era
quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la
novela; yo me apresuré á dar la clave del ataque traidor de que era V.
objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del
drama con todo el empeño de que hombres y mujeres fuéramos capaces;
pero _los amigos_ de fuera trabajaban en contra con los librejos; la
escena en prosa y los endecasílabos pasaron apenas difícilmente; y ya
temia yo una catástrofe para el final, cuando nos salvó lo que temíamos
que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la
escena VI, en la cual logré arrancar un aplauso y hacerme escuchar.
Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando
orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que
representaba, y al volvérsele las tornas, las galerías y la ignominia
ahogaron á las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos
tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y
permítame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de
Fabiani en «_La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito;_»
y cuente V. con este que le querrá siempre. »
No me sentó tan mal como me asombró la incomprensible partida mulata de
_X_, porque me revelaba más estupidez que malas entrañas; puesto que,
mero traductor de la novela de que me habia hecho _sacar_ el drama,
quien tenia derecho en resúmen á aparear su nombre con el mio no era
él, sinó Pietro Angelo Fiorentino--á quien yo habia robado por darle
gusto.
Tal es la historia de mi miserable rapsodia _Los dos vireyes_, y tal la
de su primera representacion; de la cual no he hablado jamás á _X_, ni
él ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia:
sobre mis hombros no pudo, empero, volver á poner los piés. Así vivimos
en estos tiempos y en esta sociedad, en que las medianías se atreven á
todo, y á todo tal vez alcanzan, ménos á engañar á la posteridad.
El 30 á las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del
portalon de maese Ménico; pues no hallándole en él, quise ver si podia
forzar el paso al, segun fama, impenetrable _sancta sanctorum_ de su
misterioso hogar. Subí rápida y llamé ruidosamente á la puerta en que
la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo
acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada
el mismo maese Ménico, por la barreada puerta, ante mí abierta de par
en par.
El genovés, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibió con algo
encapotado ceño y melancólica sonrisa; en los cuales mi extraviada
preocupacion y mi fantástico espíritu se empeñaban en ver algo
misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero él atajó
mis escusas diciendo:
--«Son las diez, y es la hora. ¿Trae V. el recibo?
--Sí, señor.
--Pues los seis mil están contados: y conduciéndome á través de una
antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, á
una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su
pupitre los trescientos duros en pilas de á veinte y cinco. Mostréle
mi recibo firmado y comencé á hacer rollos de á cincuenta, en los ocho
pedazos en que corté un periódico que me alargó.
Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba él
esperando distraido á que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en
su interior de mí por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca
destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi
irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que
hacia diez dias tenia en mis labios:--¿y _Stella_?
Sentí la mirada de Ménico sobre mi faz, y la busqué con la mia,
resuelto á todo: entre las blancas pestañas de sus hundidos ojos
percibí dos lágrimas, que no dejó rodar por sus curtidas mejillas,
enjugándolas ántes con el reverso de su mano.
--¿Stella? --dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi
pregunta. --¿Quiere V. verla?
--Si V. me lo permite. . .
--¿Por qué no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle á
V. oro, porque. . .
Interrumpióse sin acabar de darme su razon; concluí yo de liar mi sexto
rollo, y miéntras ataba los seis en mi pañuelo, completé néciamente mi
pensamiento, formulándole en esta menguada frase:
--Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya
voz arrulla los oidos.
--¡Desventurada! --exclamó el viejo;--«¡é la più sventurata creatura del
mondo! ¡Non può essere sposa, ne madre, ne padrona di sé stessa! »--Y
abriendo ante mí una puerta, me mostró en un gabinete cariñosamente
lleno de cuanto puede necesitar la coquetería mujeril, y en un lecho,
que no exhalaba más que virginales emanaciones, ni excitaba más
que castas ideas, la pálida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las
almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.
Sin poderme contener, exclamé:--¡Muerta! --Y Ménico, poniéndome
bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:--¡silencio: oye, está
en catalepsia! --y cogiéndome por el brazo, sacóme del aposento.
Iba yo estupefacto á pronunciar un vulgar _mi scusi_; pero el
infortunado maese Ménico me le atajó con otro, que en su boca y en
su situacion resultó sublime de abnegacion y sentimiento, y siguió
diciéndome:
--Es la última de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con
esa enfermedad, se casó con mi hija: sus dos mayores han muerto á los
21 años; ella de pesadumbre; él. . . á manos de la venganza; yo les he
enterrado á todos; no me queda más que Stella: si me sobrevive. . .
¡qué vida tan horrible la espera! Si se me muere. . . ¡qué soledad! . . .
_¡Misero me! _
Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia aún aplomo en el
teatro del mundo. Mudo é inmóvil, no sabia ni consolarle ni despedirme.
La vieja que se habia asomado al ventanillo, presentándose en la
antesala, dirigió á maese Ménico algunas palabras, que no comprendí:
éste me abrió la puerta de la escalera, y yo descendí por ella abrazado
con mi dinero, y me salí de aquella casa, más ébrio con la emocion y
el desencanto que la primera vez con el manzanilla.
Llegué al Hotel del Correo y hallé una carta que me habia traido de
Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir
á oscuras del teatro del Príncipe; Julian Romea habia cuidado de ella
en los primeros instantes, la habia conducido á casa con el doctor
Codorniú, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente á Madrid.
Hé aquí la historia de mis _Dos vireyes_ y de la primera salida del
Quijote de los poetas, á hacer por el mundo real la vida fantástica de
los pájaros y de los locos.
¿Qué logró en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desengaños y la
vergüenza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero quedó
en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste
recuerdo del tiempo viejo: la imágen de Stella.
XVIII.
CUATRO PALABRAS SOBRE MI «DON JUAN TENORIO».
Corria la temporada cómica del 43 al 44: Cárlos Latorre habia
trabajado en Barcelona, y Lombía solo sostenido el teatro de la Cruz
con su compañía, para la cual habia yo escrito aquel año tres obras
dramáticas: _El Molino de Guadalajara_, drama estrambótico y fatalista,
en el cual Lombía hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de
dificultades inútiles, que él superó con una paciencia y un estudio que
no sabré yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron
él, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que
fué lo que hizo el éxito de aquella mi extravagante elucubracion,
forjada con tan heterogéneos elementos.
La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de
Iradier para dormir á Azcona, arrancó aplausos hasta de las bambalinas;
pero repito que el éxito de esta obra se debió al esmero con que los
actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decoró;
pagando además las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y
no el público, me arrojaron la primera noche. Lombía no se descuidaba,
y era preciso que las obras que yo para él escribia no tuvieran éxito
inferior á las de Latorre.
_La mejor razon la espada_, refundicion ó rapsodia de _Las travesuras
de Pantoja_, fué otro de mis triunfos de aquel año; pero no hay para
qué alabarme por él, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de
Moreto, y no mio.
En Febrero del 44 volvió Cárlos Latorre á Madrid, y necesitaba una
obra nueva: correspondíame de derecho aprontársela, pero yo no tenia
nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril.
No recuerdo quién me indicó el pensamiento de una refundicion del
_Burlador de Sevilla_, ó si yo mismo, animado por el poco trabajo
que me habia costado la de _Las travesuras de Pantoja_, dí en esta
idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es
que, sin más datos ni más estudio que _El burlador de Sevilla_, de
aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Solís, que era la
que hasta entónces se habia representado bajo el título de _No hay
plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague_ ó _El convidado de
piedra_, me obligué yo á escribir en veinte dias un _Don Juan_ de mi
confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprendí yo con aquel
magnífico argumento, sin conocer ni _Le festin de Pierre_, de Molière,
ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que
en Alemania, Francia é Italia habia escrito sobre la inmensa idea
del libertinaje sacrílego personificado en un hombre: Don Juan. Sin
darme, pues, cuenta del arrojo á que me iba á lanzar ni de la empresa
que iba á acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon
humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto
como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuicion de poeta y en mi
facultad de versificar, empecé mi _Don Juan_ en una noche de insomnio,
por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la
criada de doña Ana de Pantoja. Ya por aquí entraba yo en la senda de
amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque
el ovillejo, ó séptima real, es la más forzada y falsa metrificacion
que conozco: pero afortunadamente para mí, el público, incurriendo
despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta
escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice á oscuras y de
memoria en una hora de insomnio. Escribílos á la mañana siguiente para
que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando
el cuaderno que iba á contener mi _Don Juan_, puse en su primera hoja
la acotacion de la primera escena, poco más ó ménos como habia hecho
en _El puñal del godo_, sin saber á punto fijo lo que iba á pasar ni
entre quiénes iba á desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo,
era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia á la hija
del Comendador, á quien mi D. Juan debia sacar del convento, para
que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las demás
puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fué el más inocente,
el más vulgar, el más necesario á un autor novel: el de presentar á mi
protagonista, á quien puse enmascarado y escribiendo, en una hostería y
en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia
peores un colegial que todavía no habia visto el mundo más que por
un agujero; y para calificar á mi personaje, lo más pronto posible,
como temiendo que se me escapara, se me ocurrió aquella hoy famosa
redondilla:
«¡Cuál gritan esos malditos!
pero mal rayo me parta
si en acabando mi carta
no pagan caros sus gritos. »
La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta
cuarteta, más era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque
yo todavía no sabia qué hacer con él, ni lo qué ni á quién escribia:
así que comencé á hacer hablar á los otros dos personajes que habia
colocado en escena, sólo porque lógicamente lo requeria la situacion:
el dueño de la hostería, y el criado del que en ella habia yo metido á
escribir.
La prueba más palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que
los personajes que en escena esperaban, más á mí que á él, eran Ciutti,
el criado italiano que Jústiz, Allo y yo habíamos tenido en el café
del Turco de Sevilla, y Girólamo Buttarelli, el hostelero que me habia
hospedado el año 42 en la calle del Cármen, cuya casa iban á derribar,
y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un
pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, á quien nunca se
encontraba en su sitio al primer llamamiento, y á quien otro camarero
iba inmediatamente á buscar fuera del café á una de dos casas de la
vecindad, en una de las cuales se vendia vino más ó ménos adulterado,
y en otra carne más ó ménos fresca. Ciutti, á quien hizo célebre mi
drama, logró fortuna, segun me han dicho, y se volvió á Italia.
Buttarelli era el más honrado hostelero de la villa del Oso: su padre
Benedetto vino á España en los últimos años del reinado de Cárlos III,
y se estableció en aquella hoy derribada casa de la calle del Cármen,
cuya hostería llevaba el nombre de la Vírgen de esta advocacion,
y en donde yo conocí ya viejo á su hijo Girólamo, el hostelero de
mi _Don Juan_. Era célebre por unas chuletas esparrilladas, las más
grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia
vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia.
Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos
_tortellini_ napolitanos se sostenia el establecimiento. Viví yo seis
meses alojado en el piso segundo de su hostería, tratado á cuerpo de
rey por un duro diario, y allí tuve por comensales á Nicomedes Pastor
Diaz y á su hermano Felipe, á García Gutierrez, á Eugenio Moreno Lopez
y á otros muchos á quienes gustaban los _tortellini_ y las chuletas de
Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, murió tan
pobre como honrado y desconocido, y de él no queda más que el recuerdo
que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo.
Por lo dicho se comprende fácilmente que no podia salir buena una obra
tan mal pensada; pero no quiero decir aquí lo que de ella pienso,
porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula _Don Juan
Tenorio ante la conciencia de su autor_, publicado á fines de un mes de
Octubre, para que el público tenga presente mi opinion al asistir en
Noviembre á sus obligadas representaciones; en nuestro país nadie se
acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo.
Haré sin embargo brevísimas observaciones sobre mis más pasaderos
descuidos, para probar tan sólo la ligereza imprevisora y la falta de
reflexion con que mi obra está escrita.
Pero ántes de todo voy á responder á algunas objeciones á que da lugar
la severidad de mis juicios. No hablo con la crítica racional, sinó con
la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejarán de decir:
1. º Que insulto al público criticando y dando por mediana una obra que
aplaude hace treinta y seis años. --No.
2. º Que soy ingrato y mal español, despreciando la reputacion fabulosa
que por mi _Don Juan_ me ha acordado. --Tampoco.
3. º Que de lo que con mi crítica trato, es de perjudicar á mis editores
y á las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis
obras. --Mucho ménos.
A lo primero, respondo que mi _Don Juan_, tal como está, tiene
condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta
años es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo
cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el público
que la aplaude, reconociendo como él sus defectos: es decir la parte
inteligente del público, porque el vulgo no es nunca juez competente ni
aceptable ni aceptado en materias literarias.
A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el
aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por
lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sinó aceptarla
con justa medida en lo que vale. Y aquí me ocurre una observacion,
y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi _Don Juan
Tenorio_ y alcanzado el éxito colosal que yo con el mio, hubiera sido
probablemente necesario echarle de España ó encerrarle en un manicomio;
porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y
tener estátuas en vida.
Y á lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva
contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi _Don
Juan_ en época en que aún no existia la ley de propiedad literaria,
en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida más
de lo que yo esperaba, me dirigí francamente al Gobierno, diciéndole:
«Mi _Don Juan_ produce un puñado de miles de duros anuales á sus
editores, y mantengo con él en la primera quincena de Noviembre á todas
las compañías de verso en España; pero como tu ley no tiene efecto
retroactivo, no por el mérito de mi obra, sinó por lo que á los demás
produce, no me dejes morir en el hospital ó en el manicomio. »
El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me dió pan y con él me
he contentado.
Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra;
Revilla y otros críticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion
de que deben corregirse y de que su autor está, no sólo en el derecho,
sinó en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que
la hará durar largo tiempo sobre la escena, un génio tutelar en cuyas
alas se elevará sobre los demás Tenorios; la creacion de mi doña Inés
cristiana: los demás Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son
hijas de Vénus y de Baco y hermanas de Priapo; mi doña Inés es la hija
de Eva ántes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas
de flores y ébrias de lujuria, y mi doña Inés, flor y emblema del
amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden de
caballería. Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes,
quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata,
la ilumina y la da relieve es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el
creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear á D. Juan. El
pueblo aplaude á éste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria
las de un calavera mal criado; pero aplaude á doña Inés, porque ve
tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma
del poeta: la inteligencia y la fé. D. Juan desatina siempre, doña Inés
encauza siempre las escenas que él desborda.
Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus
primeras palabras son:
Ciutti. . . este pliego
irá dentro del orario
en que reza doña Inés
á sus manos á parar.
¡Hombre, no! en el orario en que rezará, cuando usted se lo regale;
pero no en el que no reza aún, porque aún no se lo ha dado Vd. Así
está mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella
tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las
horas. El primer acto comienza á las ocho; pasa todo: prenden á D. Juan
y á D. Luis; cuentan cómo se han arreglado para salir de su prision:
preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el
acto segundo diciendo D. Juan:
A las nueve en el convento,
á las diez en esta calle.
Relój en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se
estrenó, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el
entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos
minutos son exclusivamente propias del relój de mi D. Juan. En el
tercer acto se oye el toque de ánimas; yo tengo en mis dramas una
debilidad por el toque de ánimas; olvido siempre que en aquellas épocas
se contaba el tiempo por las horas canónicas; y cuando necesito marcar
la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no sé dónde, y
pregunto qué hora es á las ánimas del purgatorio. La unidad de tiempo
está _maravillosamente_ observada en los cuatro actos de la primera
parte de mi _D. Juan_, y tiene dos circunstancias especialísimas; la
primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho ménos tiempo del que
absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni
el público saben nunca qué hora es.
En el final, D. Juan trae á los talones toda la sociedad representada
en el novio de la mujer por engaño desflorada, en el padre de la hija
robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza
trás el seductor, el robador y el sacrílego: en aquella situacion está
el drama; por el amor de doña Inés, va á matar á su padre y á D. Luis,
y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti;
pues bien, en esta situacion altamente dramática, aquel enamorado que
por su pasion ha atropellado y está dispuesto á atropellar cuanto hay
respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van á
poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar á su amada
más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye
la cancion del pescador y los gorjeos de los ruiseñores, en aquellas
décimas tan famosas como fuera de lugar: doña Inés las encarrila
desarrollando á tiempo su amor poético y su bien delineado carácter, en
las redondillas mejores que han salido de mi pluma.
De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dramática situacion
tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya
acertado ni pueda acertar á decirlas bien. El público, que se las
sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo á un clown que
va á dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo
artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el
cariño que sus suaves, cariñosas y rebuscadas palabras exigen. . . ¡ay de
mí! como aquellas décimas no fueron por mí escritas acendrándolas en el
crisol del sentimiento, sinó exhalándolas en un delirio de mi fantasía,
resulta su expresion falsa y descolorida por culpa únicamente mia; que
me entretuve en meter á la paloma y á la gacela, y á las estrellas
y á los azahares en aquel duo de arrullos de tórtolas, en lugar de
probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de
aquel amor profundo, único, que celeste ó satánico, salva ó condena;
obligando á Dios á hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la
segunda parte de mi _D. Juan_.
Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la
del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto á éste y
arrancar un aplauso, las declama á gritos y sombrerazos como se hace
hoy por nuestros más roncos y aplaudidos actores. .
