En relación con la esfera de luz o de Dios, se podría hablar
de un continuum de puras acciones interiores, mientras que en la es
fera cósmica domina un continuum de circunstancias materiales y
sus transformaciones.
de un continuum de puras acciones interiores, mientras que en la es
fera cósmica domina un continuum de circunstancias materiales y
sus transformaciones.
Sloterdijk - Esferas - v2
Analistas posteriores de Dios, como el Cusano y Bruno, apare
cen como cazadores de la sabiduría, que afirmaban de sí mismos que
al final se transformarían, como Acteón, en lo cazado. Tras una cura
exitosa, estos rastreadores rastreados habrían de estar en situación de
contemplar el arcanum magnum del ser, la esfera luminosa de Dios,
en toda su magnificencia y de trasplantarse a su centro. Marsilio Fi-
cino no captó mal el tono original de Dios cuando en su Diálogo teo
lógico entre Dios y el alma hace decir a la divinidad que estalla ordena
damente: «Yo lleno y penetro y contengo el cielo y la tierra. Yo lleno
y no soy llenado, porque soy la llenura misma. Yo penetro y no soy
penetrado porque soy la fuerza de penetración misma. Yo envuelvo y
no soy envuelto porque yo mismo soy la virtud envolvente»202.
El pensar desde la «posición» teocéntrica hace presuposiciones
claramente exageradas, que sólo pueden cumplirse a través de un
proceso metódico de desprendimiento del sí mismo de los pensa
dores (desprendimiento del sí mismo que, naturalmente, significa
en realidad de verdad una afirmación suya), a lo largo del cual que
da oscuro hasta el final si es posible tal desprendimiento y si tal des
prendimiento procura lo que los ejercitantes esperan de él. Es ca
racterístico de este proceder una cierta capacidad de intuición y
deducción sobrehumana, que equivale al intento de asistir tan de
cerca como sea posible al origen o emanación primordiales de todas
las categorías de lo existente a partir del punto fontal. En la cerca
nía al punto absoluto no hay cogito alguno, sino sólo el testigo des
lumbrado del nacimiento de la luz. Si fuera posible el salto del
intelecto al inicio, éste se convertiría en confidente de procesos inau
ditos: en caso de que fuera apropiada aquí la metáfora pedestre, po-
429
Roma 1653.
dría seguir paso a paso el camino de Dios hacia el mundo. El testi
go ocular de la protuberancia divina contemplaría los fuegos artifi
ciales del despliegue de los principios: un acontecimiento soberano
de autodegradación a partir de lo absoluto, que todo lo saca de sí,
lo penetra, mantiene, contiene, comenzando por las primeras in
tuiciones luminosas en Dios, a través de nueve eslabones de ángeles,
430
conceptos generales, géneros, hasta llegar a la forma de la mínima
partícula de polvo al límite del universo. El intelecto asombrado po
dría asistir al espectáculo de cómo, a través de la emanación de los
primeros círculos de ideas, cascadasjerarquizadas de luz se expan
den concéntricamente por todos los lados a partir del centro gene
rativo: círculo a círculo, peldaño a peldaño, determinación a deter
minación, hasta que al final se alcance aquella zona relativamente
lejana al punto central, en la que las erupciones hiperclaras de luz
pura se hayan amortiguado lo suficiente como para crear, por la co
nexión de las ideas específicas o luces concretas con la materia pe
riférica, el cosmos accesible a los ojos sensibles. Pensar significa aquí
dejarse caer dentro del bullir de una explosión cosmogónica de luz.
Hay que conceder que el discurso de una esfera teocéntrica
mantiene un fuerte impacto metafórico, debido a que la emanación
de las categorías de lo existente a partir del origo divino es, en prin
cipio, un acontecimiento imperceptible e hiperespacial, que sólo
después de traducirse al lenguaje de la metafísica y metafórica de la
luz adquiere relación con circunstancias espaciales y perceptibles.
Pero precisamente en esas traducciones y figuraciones tiene su ele
mento el platonismo medieval, y quien en aquel tiempo quisiera
tratar con expresiones no-bíblicas de cómo el Dios de la teología
mística se las arregla para que haya mundo, apenas podía hacer otra
cosa que adherirse a los juegos de lenguaje que trataban de la
autoexpansión de la luz en la esfera escalonada203. Aquí todo reposa
en el «cuasi» y en el «por-decirlo-así», y, sin embargo, todo se dice
exactamente como se dice.
Quien siguiera cuidadosamente el extravase del centro hacia los
bordes a través de umbrales y peldaños,
. . . polen de la divinidadfloreciente,
articulaciones de la luz, pasillos, escaleras, tronos,
recintosdeesencia, muestrasdegozo, tumultos
de sentimiento ardientemente arrebatado, y de improviso único,
espejos: que recrean la propia belleza irradiada
d e v o l v i é n d o l a a l r o s t r o p r o p i o . . . 204,
431
podría darse cuenta directamente de a qué distancias precarias al
primer centro aparece el mundo terreno junto con sus criaturas ve
getales, animales, humanas: una configuración cercana al borde ex
tremo del globo de Dios, alcanzada y conformada aún por la luz, pe
ro troquelada también poderosamente por lo oscuro, nulo. Pues en
tanto el cosmos material representa un fenómeno para intelectos
preparados para mediaciones sensibles, a través de él sólo se realiza
una «exteriorización» oscurecida del torrente de luz. El observador
de la luz irradiante consigue penetración en la ambigüedad ontoló-
gica del mundo corporal, situado tan peligrosamente lejos del cen
tro de luz, pues, de una parte, sólo el poder del centro y de su con-
tinuum mantiene en el ser a los cuerpos: todo ente caracterizado
por la forma, hasta el mínimo insecto de una determinada especie,
toma parte en el efluvio, donador de ser, de las formas genéricas y
específicas, y, con ello, en el continuum de lo mejor que emana del
punto hiperóntico; de otra, sin embargo, a las formas se añaden adi
tamentos enturbiantes de materialidad vacía, de un-algo-originario
amorfo, que según crece la distancia se van compactando más y se
vuelven más pesados, inertes, opacos, hasta alcanzar una periferia
sin luz, sobre cuyo más allá los teólogos sólo aventuran funestas in
sinuaciones. Si no fuera inaceptable en el contexto escolástico con
siderar expresamente limitado el radio de Dios, se podría constatar
sin ambages que, más allá de su variopinta periferia creatural, la es
fera luminosa, cargada de esencia, habría de estar rodeada de una
noche de inanalizable lejanía a Dios. Naturalmente, el teoesferismo
clásico no permite que se pierda a priori ninguno de los rayos en
viados por Dios; según la teoría ortodoxa, todos los rayos abando
nan el centro sólo hasta su punto específico de retorno, desde el
que se precipitan de vuelta al punto de salida. La reflexión, o el re
torno a casa de la luz, es un término fototeológico de alto rango, cu
ya historia -desde Plotino y Proclo hasta Habermas, Hawkins y Za-
jonc- quedaría por escribir.
Pero algo está claro: no toda la luz se refleja o vuelve a casa, y por
ello, aunque el espíritu católico no lo vea con agrado, hay un páli
do desierto exterior, desde el que ya no existe reflexión o rescate.
La periferia extrema de Dios, más bien el más allá de su periferia, es
432
Crearar otíiiU "Si
C-tufA ^rriA.
También este esquema del mundus hierarchicus,
de un manuscrito vienés del siglo xii, muestra el seudoconcentrismo
de las inteligencias areopagíticas (que emanan supuestamente
de Dios en círculos concéntricos) y del mundo de esferas aristotélico
(que se organiza concéntricamente en torno a la tierra).
un círculo de casi-nada o de absolutamente-nada, en cuya exteriori
dad se han aventurado rayos puntuales perdidos, incapaces de re
torno y no dispuestos a regresar a casa. Pero, entonces, también el
Dios irradiante tiene un exterior irrecuperable, en el que falla el sis
tema de inmunidad del ser. Con toda cautela, la palabra católica pa
ra exterior: infierno, se refiere a esa zona lúgubre.
Las periferias de ambos proyectos esféricos reflejan con toda cla
ridad la antitética de los centros: si en el globo del mundo el final
muerto cae en el centro mientras que la perfección se atribuye al
margen más extremo, el globo de Dios se caracteriza por la monar
quía del centro en tanto su periferia extrema -con mayor exactitud:
su trans-periferia- sólo significa una anarquía diabólica. Por eso es
tan informativo en estos bosquejos ontotopológicos la localización
de los infiernos. En el esquema geocéntrico las almas perdidas se
precipitan fuera de la unió y, de acuerdo con el modelo del conge
lado Señor de los demonios de Dante, van a dar al último abajo y
adentro; son resocializadas sarcásticamente en el infierno: el exte
rior en el que tampoco Dios penetra es aquí el inferno de la negati-
vidad, en el que están retenidos sus ofensores. En la esfera teocén-
trica, por el contrario, los rayos inquebrantables se pierden, en un
camino sin retorno, tras las señales de cambio de sentido de la luz
capaz de regreso a casa. Por una dinámica teófuga alcanzan un es
pacio del que no regresa nada: si se quisiera interpretar existencial-
mente su destino, al que más se parecería sería al de los llamados
esquizofrénicos, que vagan por el universo con un dolor indecible.
Una vez cotejadas y distinguidas formalmente ambas esferas de
totalidad -cosa que, a nuestro saber, no se ha hecho explícitamen
te en ningún punto siquiera de la tradición europea, por más que
en la de la lógica de los discursos y gráficos ambas formaciones es
tén por doquier suficientemente explícitas y actúen incesantemente
una en otra y una a través de otra- mediante tales esbozos, cierta
mente toscos, aparece superflua de por sí la idea de una identifica
ción o, al menos, de un acoplamiento concéntrico de ambas. Sólo
en la filosofía islámica algunos pensadores se volvieron sensibles al
conflicto entre la interpretación teocéntrica y teoperiférica del
434
mundo, sin que sus intentos de solución, que por lo general favore
cían al Dios periférico, resultaran muy convincentes205. La ventaja de
la teosofía islámica estriba en que puso en evidencia, sin rebozo al
guno, la paradoja de un «centro» situado fuera. Por lo que respecta
al pensamiento europeo, hoy puede constatarse tranquilamente, le
jos de polémicas cosmovisionales, que la esfera de Dios y la esfera
del mundo de la metafísica clásica, a causa de su construcción
opuesta, no eran compatibles una con otra, ni podían «reconciliar
se» o hacerse compatibles de algún modo.
Tanto más interesante resulta por ello la cuestión de cómo se las
arreglaron los pensadores de la tradición para eludir esta disyuntiva
y cómo consiguieron preservar la ilusión católica, en vistas de la
fractura potencialmente ruinosa entre ambos modelos de totalidad
corrientes. Lo que les facilitó esa tarea son, como hemos visto, las
analogías morfológicas entre ambos sistemas. Junto con la esferici
dad común, cuenta para ello, sobre todo, el omnipenetrante realis
mo escalonado, que tanto en un modelo como en otro se traduce
en un hábito obsesivo de pensamiento jerárquico. En ambas esferas
los miembros de las profesiones metafísicas podían aprender que
tanto el pensamiento como la existencia del católico se basaban so
bre todo en discreción o separación de grados: se piense hacia aba
jo o hacia arriba, teoperiféricamente desde la tierra hacia el cielo o
teocéntricamente desde Dios hacia el mundo, en cualquier caso ser
significa siempre también ser-en-su-rango.
Elflairdel racionalismo católico ha permanecido hasta el siglo XX
bsyo la impronta de modelosjerárquicos; el sagrado orden de lo de
arriba y lo de abzyo sigue valiendo ahí siempre como criterio de
orientación más fuerte. Incluso por lo que respecta a la posición del
ser humano en las dos esferas de totalidad, el proyecto geocéntrico
y el teocéntrico tienen en común el pathos de la humillación, dado
que, en ambos modelos, al ser humano se le coloca ante los ojos su
distancia, sólo difícilmente superable, al optimum, independiente
mente de que se interprete a éste como lo lejano-dentro o como lo
lejano-arriba. Pero el teocentrismo humilla de modo diferente al ge
ocentrismo: mientras que la humilitas aristotélico-católica asigna al
ser humano un lugar en la tierra y le atribuye una dignidad en lo in
435
digno, la humillación platónica estimula la ambición mística y tien
ta a los adeptos a nobles y elevadas pretensiones de interiorización
o transfiguración o aniquilación; despierta en sus partidarios la idea
de fusionar, por autoabismamiento, el alma propia con el centro de
la esfera de Dios (Plotino: eíso en báthei, dentro en lo profundo). No
obstante, los rasgos comunes de los dos totalismos clásicos no bas
tan para borrar su disparidad fundamental, e incluso cuando los
pensadores intentaron pasar por alto la diferencia, la diversidad re
al se impuso necesariamente en sus discursos, irreprimible por vo
luntad piadosa alguna de síntesis.
La historia de la ignorada diferencia entre las dos superesfero-
logías de la antigua Europa comienza de nuevo en el pensamiento
de Platón. Los núcleos de cristalización, tanto de una como de otra,
pueden encontrarse en el idealismo o esferismo geométrico, que
-junto con la teoría de los números- proporciona el fundamento de
inteligibilidad de lo existente en el discurso platónico. Si había pa
ra Platón un inconcussum fuera de duda, éste era que Dios y el mun
do sólo podían ser contemplados (e imitados modélicamente) bajo
la forma de un totum absolutamente redondo. Ya se ha hecho refe
rencia a los antiguos orígenes de la producción europea del globo
a partir del espíritu de la uranografía o cosmografía filosófica. Que
la cosmología aristotélico-tolemaica de cubiertas represente un ayus
te o actualización de impulsos que proceden de los soberbios estí
mulos del Timeo es algo de lo que se puede convencer fácilmente
cualquier lector contemporáneo. Al comienzo del largo discurso
del pitagórico, al que Platón deja llevar la voz cantante en asuntos
de cosmogonía, se encuentran aquellas formulaciones, por decirlo
así evangélicas, sobre la creación de un mundo redondo por parte
de un arquitecto perfecto y sin envidia alguna, que no pudo hacer
otra cosa que transmitir su optimidad a la mejor obra posible.
Toda esta consideración (logismós) [. . . ] hizo que se formara [. . . ] el cuer
po del mundo liso y llano, equidistante por todas partes del punto medio y
cerrado en sí mismo. Y así fue como dispuso el universo como un contorno
que se mueve en círculo, y que, único y solo, consigue por su excelencia te
ner trato consigo mismo, y a ningún otro necesita para ello, sino que resulta
436
Ilustración para una edición del siglo xiv
del Breviculum de Raimundo Lulio;
prototipos de la escalera que hay
que arrojar tras la subida.
suficientemente conocido y amigado sólo consigo mismo, y por medio de to
das estas disposiciones lo convirtió en un Dios bienaventurado ( Timeo 34b).
Aristóteles hará un retoque trascendental a esta imagen, al colo
car expresamente en el centro del kósmos-uranós -junto al alma del
mundo platónica, que desde allí entreteje todo el cuerpo del mun
do hasta más allá de su borde- la tierra, con cuya posición central
en el medio del cosmos de cubiertas la física precopemicana ad
quiere su forma milenaria.
(Pero también aquí tendría Platón la preeminencia si se consi
deraran sus manifestaciones, al final del Fedón [108e], sobre la tie
rra, suspendida «en medio del cielo», como una tesis cosmológica
mente seria. )
Resulta sorprendente, en vistas de ello, descubrir que fue el mis
mo autor, Platón, el que,junto a los esbozos de la imagen del cosmos
centrado en la tierra, puso en circulación también los comienzos de
la doctrina de la segunda hiperesfera, en cuyo centro no hay un
cuerpo, sino una idea, más bien el principio hiperideal de todas las
ideas y de su conexión en un mundo paralelo, superior o inteligible.
Se trata, por supuesto, de aquel Bien de quien los «verdaderos filó
sofos» creen ejercer como teólogos desde antiguo. No hay que bus
car en un lugar apartado el locus classicus de la teoría del punto ger
minal de la doctrina de la esfera del espíritu o de Dios. Se encuentra
en el cénit del corpus platónico: al final del libro sexto de la Repúbli
ca, en vecindad directa al símil o alegoría de la caverna como cima
crítico-epistemológica previa a la última cumbre de la logopoesía
platónica. Sí, con buenas razones podría mantenerse la opinión de
que, en su frágil radicalidad, el símil del sol es él mismo la cumbre,
a la que se asociaría el símil de la caverna de las imágenes engañosas
y de la salida de ella sólo como ilustración pedagógica. En el símil del
sol, meditado con toda atención y formulado con toda cautela, Pla
tón no habla de otra cosa, efectivamente, que del objeto o hiperob-
jeto actualmente más poderoso del pensar, que al conocimiento re
ceptivo se revela a la vez como el sujeto propio del pensar: el ágathon,
que en ese lugar (tras los preludios de los presocráticos) debuta de
manera inolvidable como Dios de los filósofos. Como se verá, con la
438
salida de ese supersol se insinúa ya el giro hacia el pensar desde lo
absoluto, que en adelante se convertirá para todos los teocéntricos
en ideal, ejercicio artístico y confesión religiosa a la vez.
Ya desde su primera aparición este Bien se presenta al entendi
miento vulgar como un unicum lógico, sí, como un monstrum. Pues,
de una parte, parece estar ante el intelecto representante como te
ma u objeto, como un problema entre otros; por otra, sin embargo,
como transferido hacia dentro por un viraje misterioso, resplande
ce en los ojos del conocedor mismo e irradia a través de ellos den
tro del mundo. Que algo esté presente en una cosa existente y con-
templable, y procure, a la vez, la captación apropiada en el intelecto
que está enfrente: para esa situación pretenciosa Platón no sabe po
ner sino un único ejemplo del mundo sensible. Según su explica
ción, la luz solar está repartida de manera comparable entre ambos
lados de cualquier relación cognoscitiva visualmente mediada: a un
lado, diseminada sobre los objetos iluminados, al otro, presente en
el ojo cognoscente como disposición innata a la luz. Así, el sol físi
co siempre tiene que ofrecer un doble regalo: el primero, al «bie
naventurado mundo de las cosas»206que aparecen y crecen bajo su
iluminación; el segundo, al ojo que almacena prototipos y luz en
cierto modo filtrada, que hace acopio, además, de experiencias con
visualidades reales y que, por la conexión de ambas cosas, irradia a
los objetos presentes una segunda luz, cognitiva o inteligible. (Es
oportuno recordar aquí otra vez, entre paréntesis, que en la óptica
de Platón no se trata tanto de que el ojo sea afectado pasivamente
por los objetos iluminados cuanto de que éstos sean observados en
base a un destello visual activo. )
La vista se encuentra en la siguiente relación con ese dios (el sol) [. . . ].
No es sol la vista, ni tampoco aquello en que mora (a lo que llamamos ojo)
[. . . ]. Pero es al menos el más parecido al sol entre nuestros órganos de los
sentidos [. . . ]. Incluso su poder visual lo recibe de él en forma de una espe
cie de emanación [. . . ].
Pues bien, he aquí -continué- lo que puedes decir que yo designaba co
mo hijo del bien, engendrado por éste a su semejanza como algo que en la
región visible se comporta, con respecto a la visión y a lo visto, del mismo
439
modo que aquél, en la región inteligible, con respecto a la inteligencia y a
lo aprehendido por ella.
[. . . ] Pues bien -dije-, observa que, como decíamos, son dos, y que rei
nan, uno en el mundo inteligible, y otro, en cambio, en el visible, por no
decir en el cielo [. . . ]. Sea como sea, ¿tienes ante ti esos dos mundos, el visi
ble y el inteligible?
[. . . ] Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento [den
tro del mundo inteligible, P. SI. ] aquello a que alcanza la razón por sí mis
ma valiéndose del poder dialéctico [. . . ] sin recurrir en absoluto a nada sen
sible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas,
pasando de una idea a otra y acabando en las ideas mismas*.
Aquí se publica un enorme descubrimiento, de cuyos desarrollos
proceden las inconmensurables ascesis y galaxias de discursos de la
metafísica del espíritu y de la luz de la antigua Europa. La nueva
suena simple en apariencia: las ideas conforman contextos propios,
texturas propias, continentes propios, sí, imperios propios, de tipo
completamente diferente a los continua del mundo sensiblemente
perceptible. Si siguen las reglas de la lógica, los seres humanos pue
den navegar en los contextos propios de las ideas y convencerse al
hacerlo de que las ideas se siguen de ideas y se asocian a otras ideas
convirtiéndose en tejidos concluyentes, entramados por hilos de evi
dencia. Cuantas más experiencias adquieran los pensadores con
operaciones en el espacio de las ideas, más claro tendrán que los ob
jetos inteligibles presentan algo así como un «mundo» propio re
fractario (o ¿hay que decir dimensión, esfera, contextura? : todos, en
cualquier caso, conceptos con un grado semejante de inaprensibili-
dad) con leyes que sólo valen en ellos. Las ideas son, por ello, co
nectivas, conformadoras de esferas, productoras de contextos, ca
paces de mundo, de una manera que sólo es propia de ellas. Por su
propia conexión forman lo que el idealismo, cuando llegue a estar
seguro de su experiencia fundamental, llamará kósmos noetós o mun-
dus intelligibilis.
‘ República 508a-c, 509d, 511b. Cfr. trad. dej. M. Pabón y M. Fernández Galiano,
en Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1969, págs. 215, 218, 221. (N. del T. )
440
El novum de la doctrina no reside, pues, en la suposición de un
segundo mundo. La creencia popular y la tradición premetafísica
habían supuesto desde siempre un mundo detrás del mundo, sea
como un más-allá de espíritus o como escondida dimensión de fuer
zas activas transpersonales. Que la realidad sea bidimensional per
tenece a los supuestos universales de las ontologías populares y de
sus doctas prosecuciones207. La burla que Nietzsche dirige a los «trans
mundanos» del platonismo cristiano resulta un tanto provinciana
desde el trasfondo de las convicciones, presentes en todas las cultu
ras del mundo, respecto a la duplicación de la realidad en un mun
do manifiesto y otro oculto.
La innovación del idealismo consiste en que colocó el segundo
mundo bajo una nueva constitución lógica, dominada por la razón
y, por tanto, calculable y factible en cierto modo. El «más-allá» per
tenece desde entonces a las entidades racionales, cuya característica
consiste en ser más claras y precisas que todo lo que se puede en
contrar en el más-acá sensible. Claridad y suprasensibilidad conver
gen con el fin de generar la evidencia; evidencia es el modo en el
que el más-allá noético se hace presente en el más-acá. Los vagos
fantasmas tienen que morir para que puedan vivir los prototipos, las
ideas, las verdades precisas. El fantaseo ha de acabar para que se ha
ga posible el pensar (la navegación en lo lógico). Por eso la metafí
sica aparece, desde el punto de vista de la política de las ideas, como
una guerra con dos frentes: a la vez que el más-acá deslumbrante
combate también el antiguo más-allá confuso. Tan pronto como la
ciencia del más-allá claro gana sus primeras batallas, las conviccio
nes heredadas sobre supuestos objetos psíquicos o morales se vuel
ven exactamente tan poco valiosas como cuentos de viejas sobre
apariciones de fantasmas o visiones poéticas de los dioses. Todo el
ámbito del aparecer ha de ser renovado: eso es lo que reclama Pla
tón en su soberana y trascendental parábola del otro sol.
Quien ha experimentado alguna vez la solidez triunfante de la
conexión entre principios, corolarios, grupos preposicionales, colo
nias de tesis -quien alguna vez, pues, ha argumentado con éxito o
calculado con beneficio- compartirá el afecto básico de la revuelta
filosófica contra la trivialidad: la sensación de que ya no se puede to
441
lerar por más tiempo, sin resistencia, la dependencia del pensar de
chismes tradicionales flojos, débiles en su fundamentación. Las re
laciones de las ideas con la certeza sensible exigen una revisión de
base. El pensamiento ha de encender él mismo su propia luz: la luz
del otro contexto, en el que todo depende, en definitiva, del prin
cipio de los principios, del primer Bien y sus irradiaciones.
Así inicia la matemática su secesión de la realidad; la geometría
enseña a ver círculos y triángulos perfectos; la evidencia enarbola su
estandarte sobre la planicie lógica. Por medio de un avance inma
nente de proposición a proposición, de figura a figura, y embriaga
do por su fuerza para articular conexiones puramente internas, el
pensamiento pone a prueba su poder autolegislador sobre el mun
do o -lo que significa lo mismo- sus dotes para navegar consecuen
temente en el «mundo verdadero», libre en el marco de la conse
cuencia lógica. Todas las operaciones lógicas, sin embargo, aunque
comiencen como raciocinios en línea recta, sólo describen al final
un único gran círculo. Todas las proposiciones que se siguen de
otras reciben su luz de un comienzo lógico que se retrotrae hasta el
comienzo de todos los comienzos, el Bien, que concede su luz, la
claridad de la evidencia, a todo lo que se sigue y es seguido correc
tamente.
Con ello se levanta un sol más claro que todos los mediodías te
rrenales. Comienza a dominar una visualidad más sólida, de nitidez
surreal como en días de levante en el sur. Se necesitaba el genio de
Platón para reclamar con toda consecuencia el título de mundo pa
ra el otro lado de lo real, experimentable en el pensar como pensar.
Ysólo en tanto que fue posible establecer en lo pensado un mundo
para sí, pudo en lo sucesivo un mundo entero entrar en conflicto
«en el mundo» con otro mundo entero.
De esa fricción surge la contienda originaria de la ontología clá
sica. El mundo verdadero, pensado, arroja el guante al real, simple
mente percibido. Esa provocación es la que convierte el texto de
Platón en el acontecimiento clave de la historia occidental. A partir
de él comienza la reconstrucción ideológica y técnica de lo existen
te. Se hizo patente que el mundo mismo no es uno unánime y sim
ple, sin diferencias, y que quien dice mundo, científicamente o no,
442
Ákos Birkás, Cabeza 55, 1989,
óleo sobre lienzo, 200 x 164 cm.
siempre se refiere con ello a un mundo diferenciado o a un mundo
en lucha. Una vez que estalla, la contienda originaria, que Platón ca
racterizó con total realismo como «lucha de gigantes por el ser», no
permite a nadie declararse no-combatiente; en esa lucha intervie
nen todos los partidos, incluso aquellos ingenuos que pretenden no
saber de qué va. Desde ese momento, ni siquiera el omnipresente
sol es ya lo que parecía ser hasta entonces, pues ha surgido un sol
detrás del sol, que disputa la primacía al visible. «¡Conocemos, co
nocemos realmente! »208. El sol negro de la otra luz: sus rayos abra
san las cabezas humanas cuando proposiciones verdaderas se pre
sentan en el pensar209.
Con el símil del sol escucha la posteridad la declaración de in
dependencia de las colonias inteligibles de la tierra madre de la vi
sibilidad. En un único período Platón proclama los Estados Unidos
de la luz: un imperio que se crea a sí mismo y se basta a sí mismo.
Con ideas, por ideas, hacia ideas, en el médium de ideas: así vivirán
los nuevos habitantes del Estado de la luz, retirados a un asilo lógi
co indestructible, vecinos de una ciudad situada sobre la colina de
la luz, en un otra-parte que está por todas partes, y desde todas par
tes, sin embargo, igualmente inaccesible. Y, naturalmente, esos Es
tados exportarán sus ideas y, cuando sea necesario, se entrometerán
en las oscuridades del viejo mundo sensible para procurar un nue
vo orden. Obviamente, aunque lo descubran tarde y tras largo des
conocimiento, se convencerán de que ellos, a causa de su evidencia
superior, ocupan el primer rango; se convencerán, además, de que,
tras la aparición del nuevo mundo, el viejo sólo resulta interesante
ya como zona de influencia y como abastecedor de imágenes.
En nuestro contexto, lo más significativo del modelo-espíritu hi-
per-heliológico de Platón es la posición central de la fuente surreal
de luz. Por ella se entroniza, en forma sumamente expresiva, el otro
medio, sólo por el cual la segunda redondez, la esfera-espíritu o teos-
fera, pudo emanciparse de la esfera-cosmos. Aquí están los comien
zos del discurso posterior, admirablemente condescendiente, de los
teólogos sobre el absoluto, que, considerado a su propia luz, no ten
dría necesidad alguna de un mundo y, sin embargo, se lo permite:
en tiempos griegos tardíos, por medio de rebosantejovialidad; en el
444
El Lissitzky, Globetrotter (en el tiempo);
hoja 5 de la carpeta de figurines realizada
para la exposición electromecánica
«Victoria sobre el sol», Hannover 1923.
régimen católico, por medio de gracia descendente. Con ello, el día
en que Platón publicó su teoría del Bien significa el independence day
de la historia del espíritu.
Platón, sin embargo, con su símil del sol introdujo en el mundo
una ambigüedad de la que se aprovechó el pensamiento edificante
de la antigua Europa hasta el umbral de la actualidad; nos referimos
a la doble función de la luz, que, como resulta evidente, habría de
asumir desde el principio funciones constitutivas hacia ambos lados:
tanto para la cosmosfera como para la teosfera. Si antes fue posible
referirse a lajerarquización como fundamento formal de la desea
ble intercambiabilidad de los dos modelos de totalidad, ahora puede
entenderse la constitución fotológica de ambas esferas como fun
damento material para su aproximación y equiparación. Como ar
ticulación entre el cosmos inteligible y el físico, la teoría de la luz
posibilitó la medida de asimilación entre ambos totalismos esféri
cos, necesaria para impedir el desmoronamiento prematuro del re
cién estrenado zócalo (o entramado) metafísico de la metafísica eu
ropea. Naturalmente, los tempranos maestros de la especulación de
la luz, no en último término Platón mismo, y más aún Plotino, Pro-
clo, Jámblico y Dionisio Pseudo-Areopagita, fueron conscientes del
carácter metafórico, figurado, de sus discursos heliológicos, fotoló-
gicos, radiológicos. No se cansaron de señalar el estatuto alegórico,
analógico o «paralelo» de esos discursos, sin que esto cambiara en
lo más mínimo el carácter homogeneizador de las retóricas idealis
tas de la luz.
Por lo que respecta al símil platónico del sol, en él se manifiesta
el rasgo figurativo del discurso de la luz en los tímidos giros expre
sivos de Sócrates, a quien, al parecer, no le gusta hablar figurativa
mente; y esto no sucede por casualidad, dado que Platón tenía que
preocuparse aquí de la claridad más que en ninguna parte, puesto
que su tarea era hacer retroceder al viejo y conocido sol físico a un
segundo lugar tras un nuevo sol hiperfísico, recién descubierto. Por
esta victoria sobre el sol, la metafísica del espíritu manifiesta qué
piensa de los fenómenos. Porque el sol verdadero se llama desde
ahora ágathon, y porque Helios ya sólo puede interpretarse como
imagen proyectada y representación externa de la forma-ágathon, la
446
El Gran Sello de los
Estados Unidos de América, 1776.
luz que brilla realmente, tanto física como espiritual, siempre se en
tiende desde ahora duplicada y escalonada. Después de que el sol
blanco es sobrepasado por el supersol negro, la fuente de luz de úl
tima instancia no brilla ella misma, sino que hace brillar. Si la luz
resplandece realiter;como claridad sensible o evidencia noética, es
sólo en tanto «luz proveniente de luz»; plotínicamente: phosekphotós;
católico-niceanamente: lumendelumine. Y, dado que la luz real, tan
to la pensada como la vista, vale siempre ya como segunda luz de
una primera luz suprema, puede reclamarse también para la cosmo
logía ortodoxa un matiz fotocéntrico o cripto-heliocéntrico, pues la
luz física no tiene ventajas sobre la noética en relación con la hi-
perluz de Dios: ha de confesar que no procede de sí misma, sino ab
alio. Es el otro centro el que posibilita ambas.
Aunque constituida geocéntrica y, en definitiva, infernocéntri-
camente, también la naturaleza física puede, en consecuencia, con
siderarse regida por la luz, sólo que no espiritualmente y desde den-
447
Stereopticon de Caries A. Chase, 1894.
tro, sino solarmente y desde fuera-arriba. Con ello se alcanza lo me
jor que podía conseguirse bajo estas circunstancias: la imagen del
todo del mundo de cuerpos puede seguir simulando confiadamen
te su compatibilidad con la visión teocéntrica del todo del espíritu.
Puede aventurarse la suposición de que sin esta fraus pia la ontoteo-
logía de la antigua Europa, alias catolicismo filosófico, habría fraca
sado desde un principio. Si el resplandor de resplandor no hubiera
seguido inmediatamente a la luz de luz, los teólogos no habrían po
dido desarrollar sus soberbios juegos de lenguaje en el centro de
poder de las universidades medievales.
La atracción de la segunda esfera se fundamenta en que posee
una continuidad interior de tipo completamente diferente a todas
448
El ojo flota com o un extraño globo
en lo infinito, Odilon Redon, 1882, litografía,
ilustración para E. A. Poe.
las relaciones conocidas en el mundo espacial-sensible de la expe
riencia.
En relación con la esfera de luz o de Dios, se podría hablar
de un continuum de puras acciones interiores, mientras que en la es
fera cósmica domina un continuum de circunstancias materiales y
sus transformaciones. Esto corresponde grosso modo a la diferencia
entre emanación y metabolismo. En la teosfera importan exclusiva
mente las operaciones de la luz noética; por inmanencia indestruc
tible en sí misma, ésta se expande por las bóvedas de sus propias
acciones y pasiones. Esa esfera de operaciones luminosas es avasa
lladoramente atractiva para el pensamiento porque representa el
prototipo de una producción constructivista del mundo a partir de
un centro. Su encanto procede de la sugestión de que el uno en el
centro de la esfera del espíritu es capaz de lograr un mundo com
pleto sólo mediante la autoconsumación de su pensar, mediante el
desarrollo pensamental de primeros pensamientos: un mundo, so
bre todo, que, prescindiendo de ciertas faltas de claridad en la pe
riferia, en ninguna parte podría sufrir perturbación alguna por par
te del exterior. Que la luz, tanto la noética como la física, no se
pierda en la exterioridad, sino que esté «consigo» por doquier en su
propio espacio de difusión, es algo que subrayaron siempre con én
fasis los neoplatónicos, el primero de ellos Plotino:
Puede servir de ejemplo el sol, que es como el punto central de la luz
procedente de él, que queda sujeta a él: pues por doquier la luz está unida
al sol y no separada de él, y si se quiere separarla de él hacia otro lado, la
luz sigue siempre del lado del sol210.
Lo que vale del continuum físico de luz vale, sobre todo, para la
autoexpansión del kósmos noetós, da igual que se la llame el Bien, o
Dios, o el Uno, o el Supérente. El pnncipio-continuum luminoso pro
porciona a la esfera divina un máximo de comunicatividad y trans
parencia interna:
Pues todo allí es transparente y no hay algo oscuro, resistente, sino que
cada uno y cada cosa es visible para cada uno hasta el interior mismo21.
450
Esto significa que todo punto en el espacio de la esfera de luz
queda sobre un radio que sale del centro del espíritu. De ello se si
gue que todos los puntos participan del centro, dado que cada uno
de ellos puede estar seguro de su accesibilidad inmediata por el ra
yo proveniente del centro. Pero no sólo domina una total transpa
rencia entre punto y centro, sino que los puntos están enlazados
entre sí, unos con otros, en comunicaciones innúmeras, lúcidas.
Para todos los amantes de la transparencia se dan aquí condiciones
ideales.
Aparecen los motivos, a la vez, de por qué en la fuga idealista ha
cia la luz podían distinguirse desde muy pronto dos conmociones:
una asocial espiritualista y una espiritual social, por hablar de modo
un tanto exageradamente claro. Por lo que respecta a la primera,
fue la que contribuyó a crear, por pura espiritualidad, la mala y sec
taria fama de la vida. Sin duda, en ese primer constructivismo ya en
traba también enjuego una tendencia anoréctica, que favorece sin
reservas el asco por los cuerpos en movimiento y su ávido contacto:
las comunas pitagóricas representan, así, el primer intento en suelo
europeo de reconstruir la sociedad como una Orden de abstinen
cia212. De impulsos de ese tipo se alimentan algunas corrientes ascé
ticas, enemigas del matrimonio, «bionegativas» en general. Parece
justo preguntar si ha habido alguna vez un pensamiento metafísico-
espiritual sin ese suplemento de abstención, casi autista, de lo de
masiado humano, demasiado viscoso.
A la vez, en el descubrimiento del imperio del espíritu, que exis
te por y para sí mismo, se manifiesta un discreto interés por la posi
bilidad de una asociación política de espíritus puros. Los socialismos
se fundamentan en el cielo. Si el núcleo anímico-espiritual mismo
de los seres humanos fuera algo así como ideas, ¿qué podría impe
dirles formar grupos puros, comunas de luz no comprometida? En
tonces ¿no pueden imaginarse también los seres humanos que don
de habrían de estar socializados de verdad sería en el otro, el
auténtico, mundo? Parece como si de consideraciones de este or
den se siguiera una lectura plausible de la curiosa formulación plo-
tiniana de que «allí», en el mundo espiritual, «cada uno y cada cosa»
sería visible para «cada uno» hasta el interior mismo. Los giros per-
451
El dodecaedro (pentágono-dodecaedro)
platónico y sus derivaciones, en Wentzel Jamnitzer,
Perspectiva corporum regularium, Nuremberg Í568.
Francesco Botticini, Asunción de María,
ca. 1485, National Gallery, Londres.
sonales indican: aquí entran en juego subjetividades, que podrían
identificarse con «ideas». Pero, entonces, ideas y almas espirituales
(o núcleos personales) son «allí» vecinos muy próximos. Tales ve
cindades son la materia de la que están hechos los imperios espiri
tuales interesantes para los seres humanos. Allí, al otro lado, en la
segunda sociedad, ¿no tenían que ser superadas necesariamente las
carencias evidentes de la primera, dado que entre espíritus puros
sólo son posibles relaciones concertantes? ¿No parece indicado de
ducir del socialismo de las inteligencias angélicas y de las fuerzas su
tiles, el de los seres humanos empíricos, que han llegado a la razón?
Y, en definitiva, la competencia comunicativa de los espíritus puros
¿no había de acarrear consigo también la de los encarnados?
Como hemos visto, desde el punto de vista de la historia de las
ideas, la duplicación de totalidad geocéntrica y totalidad teocéntrica
no es un proprium de la metafísica cristiano-católica, sino una conse
cuencia necesaria de la decisión esférica fundamental del clasicismo
griego. En el racionalismo esferológico de Platón -que recibe estí-
453
Robert Fludd, monocordio cósmico, 1617
mulos, por su parte, de Parménides, Empédocles y Pitágoras- no se
expresa sólo un optimismo morfológico forzado. A través de él se es
tablece, a la vez, la alianza entre pensamiento de totalidad y geome
tría, alianza que desde entonces ha de mantenerse ante los ojos co
mo la característica fuerte del pensamiento de la antigua Europa
sobre el ser. El racionalismo geométrico o, más bien, uranométrico
es la respuesta creadora del pensamiento griego al reto del gran
mundo: es respuesta, porque le precede la pregunta acuciante por la
magnitud y forma del mundo; es creador, porque ya no sólo experi
menta la magnitud de la forma del mundo como un destino indes
cifrable, sino que contribuye a producirla por medio de presencia de
espíritu constructiva y la penetra con distinciones propias. Bajo este
aspecto, los esferogramas de la filosofía de la naturaleza griega, así
como las fantasías corales de los angeloteólogos, son emblemas de la
capacidad madura para encerrar la totalidad maximizada en una re
presentación formal clara y precisa. De hecho, el cosmos, antes de
que, simbolizado como sphaira, pueda ser colocado bajo el pie de un
emperador o como globo imperial, coronado por una cruz, en su
mano, tiene que ser concebido en el pensar como totalidad ilumi
nada, medida, bien construida. Por su mera apariencia estos globos
claman hacia su constructor, y sólo en el ámbito de audibilidad de
ese clamor pueden encontrarse pensadores y regentes universales. El
texto de ese clamor es inequívoco: «Pertenezco a aquel que sea ca
paz de construirme en mi verdadera forma». El Panteón romano es
el testimonio más fuerte de cómo fue escuchado ese clamor.
Como hemos visto, Platón estableció dos planteamientos com
pletamente diferentes para la constitución o creación de esferas: al
primero lo caracteriza la construcción llevada a cabo por el de
miurgo, que, como productor cuasi-trascendente, crea el universo
en forma de una esferoplastia animada; al segundo se llegó extra
yendo consecuencias del símil del sol, que puede entenderse, con
toda legitimidad, como la escena primordial de una creación esfé
rica por irradiación: si se piensan bien las cosas, el hipersol platóni
co, el ágathon, sólo puede expandirse energética y productivamente
en derredor, y por todas partes, mediante sus emisiones o emana
ciones en lo existente subordinado.
455
Karlheinz Stockhausen ante la mesa de control
del auditorio esférico del pabellón alemán
de la Exposición Universal de Osaka, 1970.
Tanto una como otra de las creaciones esféricas -la heteropoié-
tico-demiúrgica y la autopoiético-emanativa- confrontan a los seres
humanos con un concepto de poder que libera reflexiones ambiva
lentes con respecto a él. En ambos casos, el ser humano se encuen
tra transferido, en principio, no del lado del hacedor, sino del he
cho: como sucede en el mito bíblico de la creación, que coloca al
ser humano completamente del lado creatural, moldeado como un
objeto cerámico y soplado como una obra pneumática213. Pero esta
autocolocación originaria, pasiva, religioidea, del ser humano al la
do del producto no tiene por qué coagularse en una posición defi
456
nitiva; la humillación en la que se encuentra el ser humano, creado
por un poder creador, no es la última palabra en todos los respec
tos. Pues: un poder creador supremo -por el que yo mismo soy pro
ducido- como el de representarme: es un poder, a su vez, que des
pierta admiración y que, si se toma en serio a sf mismo, crea las
condiciones para desarrollos extraordinarios. La idea del poder de
Dios despierta el interés del principio de la técnica y proporciona
alas a la voluntad de desarrollar también el poder propio.
La facultad humana de comprender -por muy oscuro e imper
fecto que sea el modo de hacerlo- el fundamento de lo dado, el po
der omniproductivo, señala el lugar claro y caliente del universo:
puesto que sólo a partir de ahí se forma el eco lógico que responde
al nuevo factum comprendido de saber que todo lo que es está hecho
por un poder central o por sus agentes; si está hecho por sí mismo o
por un poder extraño, es algo que no importa por el momento. Da
do que, como se sabe desde ahora, los mundos redondos son cha
puzas de una fuerza suprema creadora, producidas soberana y de-
miúrgicamente o autoconstituidas por propia irradiación, los seres
humanos, que, pensando, han encontrado la huella de estos dos he
chos, de la redondez y del carácter de obra creada del mundo, se
sienten de improviso implicados lógicamente. Esto equivale a la pér
dida de la inocencia tecnológica. Se ven implicados en una provoca
ción intelectual que no puede compararse con ninguna. Es como si
se le introdujera a uno en una complicidad, ya indisoluble, con los
procederes de los dioses. Pues reflexionar sobre la forma esférica del
todo y reconocer su carácter de factura de un principio de poder: el
concurso de ambas ideas desencadena en los seres humanos que
piensan correctamente una sensación de totalidad por la que su in
teligencia se siente llamada a participar en esa capacidad omnipo
tente. El intelecto humano, que ha dirigido su mirada tan lejos, se ve
ahora a sí mismo perteneciente a una unidad familiar de fuerzas que
saben y pueden hacer las cosas, y que firman como responsables del
ser-ahí y del ser-así del mundo. Sí, puede llegarse incluso hasta el
punto de que los individuos, que comprenden tales cosas, se sientan
más afines a esas fuerzas que a los congéneres, insensibles a tales
ideas. Aunque en principio apenas es perceptible, por esta razón se
457
separan aquí los caminos de los sacerdotes y de los tecnólogos: por
que los primeros se limitan a exponer y comentar el principio de la
docilidad religiosa: non possumus, mientras que los segundos desa
rrollan la frase: dum possum volo, mientras pueda, quiero.
El saber que se puede hacer algo divide a las sociedades en cuan
to se eleva a complicidad con el modus operandi del Dios creador de
esferas. Se podría decir: hay una nueva diferencia en el mundo, que
divide a la multitud de los mortales entre aquellos que saben que lo
que importa son las esferas y el poder de entender y producir mun
dos de esferas, y aquellos que siguen tejiendo sus fábulas y no ad
vierten qué gran juego ha comenzado en esta tierra iluminada por
ideas que quieren realizarse en la práctica.
A la vez que la diferencia técnica entre los cómplices de la esfe
ra y los que no tienen idea de ella aparece una diferencia erótica,
cuyos efectos en la escisión de las sociedades humanas son aún más
profundos. Esta diferencia divide las comunas en las mayorías que
persiguen objetivos u objetos convencionalmente cercanos, estimu
lantes, pareja sexual, medios de poder, beneficios de la seguridad, y
la minoría conmovida por el anhelo del summum bonum redondo: se
trate del lugar supraceleste, accesible ascendiendo a través de la cos-
mosfera, en el que los espíritus puros tratan con Dios, o se trate del
punto fontanal más íntimo de la teosfera hiperclara, del que pro
vienen las procesiones de los coros de luz cercanos a Dios.
La diferencia entre ambos modos del deseo -digamos: el amor
cercano y el excesivo- colocará los acentos decisivos en el desarro
llo de la cultura cristiana. Como más tarde en el islam, también en
ella la diferencia entre el ser humano de deseos normales y el que
desea otras cosas se convertirá en una línea divisoria culturalmente
determinante. El cristianismo medieval impuso el modus del amor
excesivo como modelo psicagógico, ampliamente influyente, cuan
do consiguió provocar y mantener el anhelo de lo más lejano en los
proyectos vitales de innumerables eclesiásticos y legos, a la vez. Este
es un logro civilizatorio que puede calibrarse en toda su magnitud
si se tiene en cuenta, en comparación, qué pequeño fue en la Anti
güedad el tropel de los teófilos, a los que, por motivos auténtica
458
mente racionales, les importaba algo la fusión con el Uno o la ele
vación del alma al lugar supraceleste. («Uno entre mil, dos entre
diez mil», se dice en un documento gnóstico relativo al tema. ) El
cristianismo, vicariamente y en propio interés a la vez, consiguió un
amplio éxito para el exceso erótico y esferológico; explicar o, al me
nos, esclarecer el secreto de ese éxito puede suministrar una piedra
de toque de la fuerza explicativa de la esferología general.
Si el cristianismo medieval consiguió hacer habituales las formas
de pensar y de comportamiento del amor excesivo (recuérdese la
comunión de órganos en el Herzmaerede Konrad von Würzburg, del
siglo xm214) en amplios círculos tanto del clero como de la sociedad
profana, no fue porque hubiera proporcionado pretextos para arre
batos masivos de amor a la geometría. No predicó en los púlpitos los
privilegios del centro en la esfera noética, ni cantó el atractivo de los
espacios etéreos en el margen superior del globo del cielo. Sin du
da, la doctrina cristiana habría permanecido teóricamente pobre y,
frente a los estándares académicos griegos, primitiva, si no hubiera
asumido en su estructura profunda los principios macrosferológicos
de la metafísica antigua; como se ha mostrado ya suficientes veces,
la vera religio sólo por su helenización llegó a convertirse en intelec
tualmente satisfactoria. Pero en su texto atractivo no hablaba de
grandes esferas, sino de relaciones fuertes, no de la curiosidad por
el centro, sino de la añoranza del regreso a la integridad del espa-
cio-alma-Dios, que aquí, con toda franqueza, se llama basiléia theóu,
reino de Dios, o regnum vitae, reino de la vida. Cristo no es anuncia
do como principio ontomorfológico, sino como complementador
íntimo de las almas, dicho microsferológicamente: como un genio-
representante, que ocupa, a la vez, para cada individuo la posición
del otro interior supremo.
Con esas propuestas de sentido, incomprensiblemente atractivas
y publicitarias para los modernos, el cristianismo primitivo y el me
dieval consiguieron romper el hielo metafísico, que enajenaba de la
verdad a las masas antiguas. De la indiferente mirada a la dimensión
hiperurania hizo una relación de amor con un amigo capaz de sen
tir, de la tensión distante al centro -vomitador de hipóstasis- de la
459
esfera del ser, una liaison con un Dios-compañero-interior. La poli
valente inteligencia apostólica de san Agustín -que podría denomi
narse anacrónicamente genialidad religiosa- puso de manifiesto de
finitivamente la doble naturaleza cerca-lejos del concepto cristiano
de Dios. Con la mirada puesta en san Agustín puede comprobarse
en su instante más vivaz la carga personal del centro-ser platónico.
Desde el corpus de los escritos agustinianos puede explicarse la
obra de arte total, psicodinámica y semántica, de la gran religión
monoteísta: el obispo de Hipona formuló la síntesis de religiosidad
íntima y religiosidad mayestática con una claridad inusitada y con
ágil flexibilidad respecto a las exigencias necesarias por ambos la
dos. En él puede aprenderse mejor que en cualquier otro autor que
en la Gran Teoría lo que ha importado siempre es concebir un Dios
íntimo y cósmico a la vez, un Dios, pues, que no cesa de ser el apa
cible gemelo esplendoroso de los individuos, aun después de que
tomara asiento, como cosmócrator, en el trono imperial de lo exis
tente (y, como supérente, en el centro hiperespacial del reactor on-
tológico).
Se ha atribuido al período maniqueo temprano de san Agustín
todas las posibles repercusiones posteriores, espiritualmente malha
dadas; él mismo no dejó títere con cabeza, más tarde, hablando mal,
tanto moral como doctrinalmente, de sus antecedentes dualistas. Y,
sin embargo, a los morfólogos de la religión no se les puede escapar
que lo más atractivo del fenómeno agustiniano procede de una he
rencia maniquea, efectiva hasta el final: de una teología del gemelo,
ampliamente silenciada e ignorada, que ya en Mani había significa
do el punto de cambio y vuelta de la teología: del acompañamiento
privado por parte de un genio a la complementación por medio de
un Dios cósmico215. En ese doble interior del que habla este funda
dor religioso, al que en los escritos canónicos de los maniqueos se
llama el gemelo luminoso, hubo de reconocer san Agustín la figura
de un Dios íntimo, que permanece unido a su compañero terreno
en íntima proximidad, sin dejar nunca de actuar como principio su
premo del bien en dimensiones histórico-cósmicas. Así pues, por
medio del maniqueísmo llegó san Agustín a ponerse en contacto
con un Dios próximo, del que se podía decir con mayor motivo que
460
Hans Kemmer, Cristo entre
fundadores, 1537, portando
la esfera diáfana, detalle.
del Dios de los cristianos que estaba interior intimo meo. Tras la im
pregnación maniquea con el gemelo de la dulce proximidad, san
Agustín se convirtió, como es sabido, al Dios de los filósofos plató
nicos -la conversio significó en ese momento entrega a la vida filosó
fica-, y sólo cuando la grandiosidad anónima del Dios llamado el
Bien o la Substancia comenzó a tomarse fría e insípida para él, san
Agustín estuvo maduro para la síntesis entre intimismo maniqueo y
ontología griega: lo que surgió de ahí fue el abrazo de los extremos.
No otra cosa proporciona el sistema de la vera religio, que des
cansa en el balance entre la proximidad última y la majestad más
distante. En nuestra terminología, ello corresponde a la posibilidad
de que el enfrente íntimo-complementador, el segundo polo de la
dualidad psíquica, se haga uno con el centro de la macrosfera on-
tológicamente desarrollada. Desde ese momento, el alma no sólo
tiene un genio a su lado, sino el ser mismo. Que ese voto solemne
al absoluto habría de proponerse a cada individuo pensante (o, en
caso de que eso fuera demasiado pedir, a cada individuo creyente)
pertenece a aquellos planteamientos en tomo a los cuales, en el ám
bito de la política de ideas, se discutió en las tempranas luchas dog
máticas teológico-trinitarias. Sólo porque el centro del ser, como in-
timidad-Padre-Hijo, ya es relación en sí mismo, con el Espíritu como
461
cierre de una figura triádica, los seres humanos pueden sentirse
también como aliados del todo y no sólo incluidos en él o trascen
didos impersonalmente. Para ellos, su íntimo enfrente coincide con
el centro del absoluto. Entiende esto y estarás en el ojo del huracán.
Esta sobreposición posibilita el paso de la intimidad a la majes
tad, y vuelta: abre el absoluto a la pareja. Así pues, el epicentro de
la pequeña elipse y el centro de la gran esfera pueden fundirse uno
con otro o, al menos, acercarse uno a otro en proximidad resonan
te: a condición de que la esfera sea la espiritual, pues con el centro
del globo del mundo material no podría realizarse esa operación (a
no ser que relajamientos románticos o neopanteístas permitieran el
abrazo del todo-madre-naturaleza). Es la magia exacta del otro centro,
a la que, en un éxtasis de accesibilidad de tintes personales, puede
uno dirigirse llamándola Super-Con216o Super-Tú.
Desde el punto de vista psicoestructural, el monoteísmo especí
fico no fue otra cosa que un intento de acomodación y arreglo de
diferentes cultos y culturas a ese modelo -sin duda el de mayores pre
tensiones y más refinado de la historia de la religión-, que se reali
za en la práctica dentro de un espectro que abarca desde el conven
cionalismo hasta la profundidad abismática. Efectivamente, como
resulta fácil de comprender, los riesgos psicológicos de la dualidad
-tomada en serio- con el Uno son desacostumbradamente altos:
por medio de la identificación del excelso punto central de la teos-
fera con el compañero íntimo de espacio anímico, los creyentes se
rios se convierten, por decirlo así, en puntos inmediatos a Dios den
tro de la aureola del infinito; y, puesto que el enfrente es a la vez lo
envolvente, se convierten también potencialmente en moluscos dé
biles de ego. (Naturalmente, al lado existe también el monoteísmo
no-íntimo, la tranquila heteronomía del catolicismo de cada día, del
islamismo de cada día, deljudaismo de cada día, igual que hay por
doquier intimidad banal sin ampliación anímica, perdurable ausen
cia de contexto en las parejas. )
El modelo de proximidad-lejanía es un fuerte motivo para ha
blar de riesgos. Si mi gemelo o mi acompañante invisible es a la vez
Dios e ipsoJacto centro y contorno del universo, entonces puedo go
zar de euforias dinámicas mientras consiga experimentar sólo las
462
ventajas de esta soberbia estructura de complementación; pero, pre
cisamente por mi íntima conexión con el Otro envolvente, caigo fá
cilmente en la situación del resto debilitado, olvidado, indigente. La
sumersión del individuo en la comunidad con el gran Otro puede
crear un estado en el que converjan religión y adicción: la mística
cristiana como forma de vida es la dependencia voluntaria de una
circulación sanguínea común, en la que el sujeto se deja licuar por
su gran Otro; estimula la escucha del latido del corazón de un es
pacio compartido de mundo interior.
Cuando uno de los más ambiciosos teólogos laicos del siglo XX
escribió: «El corazón de Dios latirá por medio de nosotros dentro
del mundo sin corazón»217, estaba dando un testimonio expresivo de
la realidad íntima intercordial en su contraste con cualquier envol
tura meramente formal o cualquier agregación externa. Silencia o
pasa por alto el riesgo de psicosis de la posición media: al ser atra
vesado por el latido del Otro hipertrófico es difícil evitar que uno
pierda el sentido para simetrías más maduras. Ciertamente, si la in
timidad fuera el salvoconducto para la igualdad de condición, en la
relación con el Dios del monoteísmo no habría límite alguno para
la integradora ascensión al cielo del sujeto. Pero intimidad con el
Dios cercano-lejano significa asimismo: poder caer de modo peli
grosamente fácil del lado invivible de una hiperrelación. Los nu
merosos testimonios de sufrimientos psíquicos extremos por parte
de íntimos a Dios confirman el riesgo inherente a una relación de
gemelos metafisizante, demasiado estrecha. Cuando el otro inte
rior, eventualmente, no permite acceder a él, el sujeto que queda
rezagado ha de experimentar esa incomunicación hasta el extremo
más amargo. Apenas hay un místico que no haya tenido la expe
riencia de momentos secos, depresivos. La mística no sólo abre al yo
poéticos paraísos de presencia fluida, sino también -y, quizá, ante
todo- prosaicos infiernos de abandono.
Para evitar malentendidos: si fuera posible que el Dios intimiza-
do permaneciera fielmente presente en la posición del cómplice si
lencioso y pudiera dedicarse al sujeto de continuo, sustentándolo
discretamente, sin problemas de accesibilidad, entonces, las tensio
nes que surgen de la intimización del Otro mayestático podrían
463
transformarse en vivencias estimulantes regulares, psíquicamente
bien integradas. Si es que toda una biblioteca de testimonios espiri
tuales no se basa sólo en hiperestilización y fraude psicágógico, eso
es lo que, al parecer, consiguieron algunos afortunados activistas
del absoluto después de largas y penosas luchas transformadoras.
Pero, dado que el Dios aliado es la parte -la mayoría de las veces
ocupada en otras cosas- de una gran pareja asimétrica, sigue siendo
muy alta la probabilidad de que sea yo el que se encuentre una vez
y otra en la posición oscurecida: como despojo excomulgado de
Dios, su hermana negra, su resto inconfesable, perdido en la basu
ra o enterrado bajo un rosal, como cosa que no puede aparecer y
que no tiene nada que aportar al gran Otro.
En perfecta consonancia con ello, una de las tareas más impor
tantes de la literatura mística fue captar e interpretar los sufrimien
tos psíquicos que había creado la misma cultura mística de intimi
dad o que, al menos, su cultivo había puesto de manifiesto. El tenor
de esos discursos es: con cuántos sufrimientos Dios engalana al alma.
En la línea de los principios paulinos, el sufrimiento se interpreta
como cocrucifixión con un Dios crucificado. En la obra de Mecht-
hild von Magdeburg, La luzfluyente de la divinidad, se formula la her
menéutica del dolor del místico en muchas variantes. Su frase nu
clear dice:
Cuando estamos enfermos llevamos los vestidos de boda, cuando esta
mos sanos llevamos los vestidos de diario218.
Cuando no se consigue dar al morbus mysticus el sentido de un
preludio a la fusión, se imponen los síntomas de la mera depresión
por separación. En ella las almas consumidas se sienten como los
idiotas de Dios, a quienes se les sustrajo el premio de la autoentre-
ga. De todos modos, no son sólo síntomas de abandono los que ca
racterizan a los dotados místicamente en sus períodos oscuros; son
también signos de sufrimiento por la indiscreción ilimitada de la
otra parte que se manifiesta en la enfermedad sagrada. Daniel Paul
Schreber, en sus Memorias de un neurópata (1900-1903), que tratan en
muchos pasajes de molestias de influjo psicótico causadas por pará
464
sitos trascendentes de nervios e ideas, dibuja una imagen plástica de
ello, de la que sólo hay que lamentar que hasta hoy su recepción ha
ya sido demasiado escasa en la investigación mística afirmativa, que,
por lo demás, está en manos de ingenuos.
Por muy explosivas que hayan sido las consecuencias derivadas de
la decisión fundamental monoteísta de formar una diada con el ab
soluto, quizá más detonantes aún fueran los efectos de la radicaliza-
ción del atributo de Dios, infinitud, en la teología de la alta y la baja
Edad Media. Se podría llegar a considerar, incluso, el juego de los
teólogos con el concepto de infinitud como un experimento cuyos
resultados arruinaron el proyecto medieval de mundo. Quizá lo que
se llama edad moderna sea, ante todo, una formación reactiva de las
subculturas conceptualmente sensibles a la vacuna con el infinito.
Con el giro hacia el infinitismo, en la esfera de luz interpretada
teocéntricamente se introduce la paradoja espacial, y eo ipso una
irrepresentabilidad aguda. En lo sucesivo, también el Dios de los fi
lósofos se oculta completamente en lo oscuro, como si no quisiera
en absoluto ser menos que el fundamento cristiano del mundo en
oscuridad misteriosa; se sumerge en un abismo de extravagantes de
terminaciones, que no ofrecen sentido alguno a la imaginación es
pacial corriente. Con ello, el design inmunológico de la forma me
tafísica de mundo, la bóveda geometrizada del todo como último
peldaño de abstracción de la uterotécnica y del habitáculo del ser,
entra en una crisis de la que no puede encontrarse ya salida con
servadora alguna. ¿Cómo habría de representarse siquiera una esfe
ra actualmente infinita? Una esfera cuyo centro no tiene lugar al
guno, porque, brotando de puntos que estallan, se repite hasta el
infinito: ¿cómo relacionarse con un monstruo geométrico tal? ¿Ycó
mo, en tanto creatura, sentirse encuadrado en un orden de tal des-
centramiento? ¿No había citado Aristóteles, en su tratado sobre el
cielo, razones concluyentes de por qué un cuerpo infinitamente
grande es un absurdo, de modo que tras él ya quedó claro que ha
bía que contemplar el universo como un máximum bien conforma
do, precisamente como esa esfera celeste una y única?
465
La fuente decisiva para la colocación por doquier del otro cen
tro, el difamado Líber viginti quattuor philosophorum, confirma expre
samente el diagnóstico de crisis; en él tenemos el documento funda
mental del hermetismo filosófico en la alta Edad Media. La teosofía
es la forma de pensamiento que todo lo fía en Dios y que sólo asig
na al mundo el valor posicional de un pliegue complejo en el inte
rior del absoluto. El pensamiento hermético, a su vez, es una parte
de aquellas formidables ciencias ocultas que querían hacer partíci
pes a los seres humanos de un poder ilimitado. El libro de los veinti
cuatro filósofos fue traducido del griego al latín o compilado por
redactores occidentales pocos decenios antes del año 1200, posible
mente; quizá sea incluso la copia o la actualización de un tratado
alejandrino del siglo III, que pudo llegar a Europa por caminos po
co claros, y en el que, según hipótesis más recientes, se conservarían
fragmentos de una Teología aristotélica que se creía perdida219; otros
autores consideran el líbercomo una compilación de frases del neo-
platónico Jámblico. En torno al año 1200 el libro ya está muy difun
dido en el Occidente latino. Aunque no se digna mencionar artícu
lo de fe cristiano alguno, se cotiza mucho entre la elite del clero
europeo, tal como demuestra el número de los manuscritos conser
vados. Quien ha conseguido su literatura alguna vez en librerías al
ternativas sabe qué significa informarse a partir de fuentes que so
brealimentan a los lectores con informaciones completamente
diferentes a las usuales. La lista de pensadores de primer rango, im
presionados o influenciados por el libro, el Maestro Eckhart, Nico
lás de Cusa, Giordano Bruno, Leibniz, asegura al pequeño escrito
un lugar respetable en la historia de la especulación metafísica. La
obra, cuyo autor figura como la persona fantástica de Hermes Tris-
megisto -el primer sabio, según la leyenda de la Antigüedad tardía,
del que tanto Moisés como Platón habrían extraído sus doctrinas-,
conduce sin rodeos a las tierras altas de la teosofía neoplatónica,
diez mil pies más allá de sacerdocio y catecismo.
En la introducción se dice lapidariamente que veinticuatro filó
sofos -como si no se tratara de personal sospechoso- se habrían reu
nido para recopilar sus respuestas a la pregunta: Quid estDeusl, con
la idea de llegar a una determinación final común reuniendo las di
466
ferentes tesis; determinación a la que, por cierto, no se llegará. Tras
esta lacónica observación previa siguen veinticuatro definiciones de
Dios, que, sin derivación unas de otras, pasan por delante del lector
como una lluvia meteorítica de rápidas proposiciones especulativas
de consistencia y audacia sin par. Para nosotros son de especial im
portancia la primera, la segunda y la decimoctava.
1. Deusestmonasmonademgignens, inseunumreflectensardorem.
2. Deus est sphaera infinita cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam.
18. Deus est sphaera cuius tot sunt circumferentiae quot puncta.
1. Dios es la mónada que engendra una mónada y la hace retroflexio-
nar hacia sí en un único soplo ardiente.
2. Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circun
ferencia en ninguna.
18. Dios es la esfera que tiene tantas circunferencias como puntos220.
Mostraremos por qué parece natural leer las tres definiciones co
mo paráfrasis de una única idea, que, bajo la forma de una parado
ja geométrica, expresa una representación necesaria por lo que res
pecta a la teología de la luz y, sin embargo, inaprehensible para la
intuición sensible. Que las proposiciones 2 y 18 convergen se reco
noce directamente por su tema común, la esfera de Dios. Que am
bas coinciden también con la primera es menos autoevidente y hay
que mostrarlo por medio de una consideración adicional.
Al final de la proposición 18 se puede aclarar más fácilmente que
en ninguna parte el capricho esferológico de la conformación divi
na de espacio. En cualquier esfera profana que pongamos, todos los
puntos han de representarse sobre radios que emanan del centro.
Pero en el caso de la irradiación a partir de Dios, en cada punto en
torno a Dios se manifiesta de nuevo el distintivo característico de la
divinidad, la naturaleza irradiante y automanifestante. Si esto es así,
en la esfera divina no tiene lugar la trivial diferencia geométrica en
tre punto medio y punto distante, ya que desde cada punto puede
comenzar de nuevo el proceso de la irradiación en redondo. De he
cho, el proprium de Dios consiste en que transmite a cada punto que
467
toca el regalo de su indivisible plétora esencial, de modo que los
puntos distantes no pueden ser más pobres que el centro, que en
principio parecía monopolizarlo todo él solo. Con ello, lo que era
punto se convierte en centro mismo, y lo que recibió ser se con
vierte, a su vez, en foco de nuevas irradiaciones de ser. De ahí pro
viene que en la «primera» esfera se produzca, necesariamente, una
reacción en cadena de nuevas formaciones a partir de cada punto;
todos y cada uno de los puntos actúan ellos mismos como centros,
irradian su luz a nuevas esferas, dentro de las cuales todos los pun
tos, a su vez, siguen actuando luminosamente y donando ser: y así
hasta el infinito (en caso de que no se quiera traer a colación aquí,
como es usual desde el punto de vista neoplatónico, una mecánica
de la distancia y la debilitación, por la que en último término apa
rece un margen en el que se pierde la irradiación). La sphaira divina,
en consecuencia, tiene en total tantos puntos como circunferencias:
infinitos; que era lo que había que demostrar.
Esta decimoctava definición de Dios, como se nota, es un prin
cipio inmanente de plenitud, que garantiza que no pueda haber
pérdida alguna de substancia en Dios, por muy lejos que alcancen
sus irradiaciones a partir del «primer» centro misterioso. Se podría
decir, igualmente, que no hay puntos débiles en Dios y que en su in
terior, estrictamente hablando, no son posibles regiones alejadas de
él (como hemos visto, el neoplatonismo no es estricto en este pun
to, y salva el primado del primer centro haciendo que la esfera de
emanación se vaya apagando o enfriando hacia la periferia debido
a pérdidas ocasionadas por la distancia); más bien -si se tuviera el
valor de reconocerlo- Dios está presente en plenitud por doquier, en
tero, autodado y autodándose. Con ello, la decimoctava definición,
de modo magníficamente simple y complejo a la vez, proporciona,
bajo la forma de una tesis geométricamente paradójica, el esquema
por el que puede hacerse comprensible a medias para la razón hu
mana el principio generativo de la autoinfinitización de Dios, por
más que la intuición empírica fracase en ese cálculo teomatemático
(pues ésta no puede -ni quiere- representarse punto alguno que es
tuviera infinitamente alejado de Dios, y fuera, sin embargo, Dios
mismo). Dado que Dios, desde un primer centro inconstatable, se
468
derrama en su «entorno», todo punto en tomo a él es él mismo, y,
en tanto se rechaza la idea de una debilitación progresiva de Dios
-en tanto se rechaza o prohíbe nada más hacerse explícita (y expli-
citud es el elemento común de la diabología y de la teología)-, po
see el don inimaginable de ser a cualquier distancia de su centro él
mismo, tan intensamente indiviso y desbordantemente entero co
mo en el hipotético origo mismo. Así pues, desde cada punto de su
contomo genera nuevos contornos, en los que estaría presente, del
mismo modo, en plenitud. Tot circumferentiae quot puncta*21.
Lo único que falta aún a esta audaz proposición es una referen
cia a las fuerzas centrípetas o de reflexión, por medio de las cuales
se garantizaba la «permanencia» de la luz en su primer centro. Se
entiende inmediatamente por qué son necesarias esas fuerzas re
troactivas, si se echa una mirada al design cognitivo del Dios hermé
tico. En el caso de un puro sistema de irradiación -como en el de
simples fuentes de luz sensibles del tipo de soles o lámparas-, el au
ra de rayos en tomo al centro refulgente sería irreflexivamente cen
trífuga; una vez que un rayo abandonaba su fuente, se lanzaba, dis
tante e irreversiblemente, a una vorágine de perpetuo movimiento
de huida. Así y todo, a cada uno de tales rayos le seguía su constan
te renovación desde la fuente, de modo que también la luz irradia
da podía concebirse, en cierto sentido, como «permaneciendo eter
namente en la esfera», por muy debilitada y enrarecida que fuera.
A las características esenciales de la luz divina pertenece, sin em
bargo, el que se complemente y complete a sí misma incesantemen
te por medio de rayos reflexivos o retomantes, razón por la cual to
do «camino de ida» de la luz ha de corresponder a un «camino de
vuelta» más o menos simétrico; esto lo desarrolló la especulación
neoplatónica con toda formalidad. La protoluz no sale, pues, de
modo meramente centrífugo de su primer punto de emisión para
precipitarse en lo inconmensurable, irrecuperable, sino que -en
una eterna revolución conservadora- regresa a su fuente desde un
punto de retomo exactamente determinado. Con cierta falta de res
peto podría decirse que de lo que es capaz el éter aristotélico es ca
paz, sobre todo, la luz noética, dado que su «reflexión» es la prose
cución de la cicloforia etérea con medios superiores. Este retomo o
469
Thomas Wright, ilustración para An Original Theory
or New Hypothesis of the Universe, Londres 1750; cada esfera
de estrellas posee su propio centro inteligente. Dado que Wright
identifica el centro de gravitación del universo con Dios,
y que no hay, pues, una plétora de centros secundarios
que procure contrapesos y equilibrio, el mundo tendría
que implosionar en Dios.
regreso a casa es constitutivo del ser-englobante de Dios, pues sin él
no podría distinguirse, uno de otro, fuente y rayo, primero y se
gundo; no habría motivo racional alguno para la preeminenciaje
rárquica del origen frente a lo originado. El primer emisor se per
dería en sus emisiones, el creador perdería su prioridad ante las
criaturas; el Dios disipador tendría que estallar y difundir eterna
mente, sin poder recoger ni reconocer nunca.
Mientras sea preciso recurrir a representaciones centralistas, la
fuente ha de poseer el privilegio, constitutivo para la unidad-todo,
de recoger de nuevo sus rayos enviados y unirlos; de otro modo, se
trataría sólo de una reacción en cadena, semejante a una explosión
nuclear, y la luz sólo sería el soporte de una diseminación irrecupe
rable; dicho contemporáneamente: un gasto sin beneficio alguno.
Si no tuviera lugar la vuelta de la luz, la monarquía del punto me
dio, toda la economía del centro, correría peligro, y una vez aban
donada ésta, la teología especulativa como tal habría terminado.
Precisamente de esa ley de la vuelta trata, con extrema conden
sación pero de modo suficientemente explícito, la poderosa defini
ción primera del libro de los veinticuatro filósofos: «Dios es una mó
nada que engendra una mónada», cuya segunda parte dice: in se
unum reflectens ardorem, que Kurt Flasch, con tanto atrevimiento co
mo exactitud, traduce: «Yla hace retroflexionar hacia sí en un úni
co soplo ardiente», donde «la» se refiere inequívocamente a los ra
yos que regresan, es decir, a la mónada engendrada, como todo, de
la que se puede mostrar que no significa otra cosa que la suma de la
luz irradiada en tomo, luz que desde el margen de la esfera de luz
es retroproyectada al centro. No en vano ya en la primera de estas
definiciones de Dios se plantea la pregunta por la reflexión o re
greso-a-sí, dado que sin ello Dios sería nada más que un reactor de
luz, y no un proceso de conocimiento. Pero precisamente esto últi
mo es lo que él tiene que ser en una cultura especulativa como és
ta, que subraya la omnisciencia, puesto que en ella subsiste Dios sólo
en la medida en que se afirme como omnisciente-creador-de-todo.
Y está fuera de duda que sin la reflexión salvadora los rayos envia
dos por él se perderían en una «mala» infinitud sin retorno y no vol
veríanjamás al punto.
471
En Leonhard Euler, Cartas a una princesa alemana, 1768.
Dios sólo pudo y hubo de ser representado como esfera porque
únicamente la forma esférica consiguió prometer el autocobijo de
la vida libre y expansiva -se entienda pan-psíquica, vitalista o noéti-
camente- en una estructura abovedada de espacio interior. Si la vi
da sólo fuera de antemano una estancia en lo exterior, si no tuviera
que procurar mecanismos de inmunidad, ni que atender a intereses
de cobijo tanto a pequeña como a gran escala, no se necesitaría ha
blar de círculos y esferas salvo en el último peldaño de su autoin-
terpretación metafísica; pues entonces no habría nada que necesita
ra refugiarse en la forma solidaria y coaligante. La simple presencia
de cosas en el espacio no tiene pretensiones morfológicas, ni gene
ra dificultades con respecto a la idea de que algo sale y no vuelve.
Pero cuando el imperativo inmunológico está metido en la cabeza
-se podría decir también: cuando de lo que se trata es de pensar, en
sentido enfático, una vidé22- el motivo del círculo se impone, pues
to que a él viene asignado more geométrico, ineludiblemente, el peso
principal del aseguramiento del espacio interior y de la conforma
ción del borde del mundo. La vida quiere expandirse libre de mo
vimientos y, sin embargo, experimentar el privilegio de poder habi
tar dentro de un límite endógeno.
(Habitar es, por citar una definición contemporánea: «Cultura
de los sentimientos en un espacio cercado»223; una frase que conlle
va filosóficamente las consecuencias más ambiciosas cuando se ad
mite que el único cerco lógicamente satisfactorio sólo puede pro
porcionarlo el hén kaípán. )
Por eso, incluso un Dios que juega con el fuego infinitista no
puede estar fuera de quicio, fuera de todo límite y atadura; el im
perativo morfológico vale también, y hasta el final, para sus rela
ciones internas más expansivas. Por eso, pues: in se refiectens. Sale de
sí y regresa a sí: esto es lo que había que retener en la primera pro
posición de éste, el más excesivo de todos los discursos sobre Dios.
El ardor, el soplo ardiente, creador de esferas en derredor, que él,
el punto originario, ha lanzado fuera de sí -ése es precisamente el
sentido de hablar de la creación de una mónada por la mónada-
tiene que volver a su emisor sobre un arco de luz, por así decirlo.
Como en la aritmética trivial, también en Dios uno por uno es uno;
473
Paul Klee, Límites de la razón, 1927.
la mónada que se multiplica por sí misma genera de nuevo una mó
nada, pero esta operación, a diferencia de la profana matemática,
posee fecundidad teosférica, ya que «explícita» algo implícito: a sa
ber, la identidad del inextenso punto-uno, o mínimo, y de la om-
nienvolvente esfera-uno, o máximo (por el momento, dejamos de
lado la imposibilidad cosmológica de una esfera así). Desde el bor
de de lo máximo, los rayos provenientes del núcleo vuelven a rom
per contra el núcleo.
cen como cazadores de la sabiduría, que afirmaban de sí mismos que
al final se transformarían, como Acteón, en lo cazado. Tras una cura
exitosa, estos rastreadores rastreados habrían de estar en situación de
contemplar el arcanum magnum del ser, la esfera luminosa de Dios,
en toda su magnificencia y de trasplantarse a su centro. Marsilio Fi-
cino no captó mal el tono original de Dios cuando en su Diálogo teo
lógico entre Dios y el alma hace decir a la divinidad que estalla ordena
damente: «Yo lleno y penetro y contengo el cielo y la tierra. Yo lleno
y no soy llenado, porque soy la llenura misma. Yo penetro y no soy
penetrado porque soy la fuerza de penetración misma. Yo envuelvo y
no soy envuelto porque yo mismo soy la virtud envolvente»202.
El pensar desde la «posición» teocéntrica hace presuposiciones
claramente exageradas, que sólo pueden cumplirse a través de un
proceso metódico de desprendimiento del sí mismo de los pensa
dores (desprendimiento del sí mismo que, naturalmente, significa
en realidad de verdad una afirmación suya), a lo largo del cual que
da oscuro hasta el final si es posible tal desprendimiento y si tal des
prendimiento procura lo que los ejercitantes esperan de él. Es ca
racterístico de este proceder una cierta capacidad de intuición y
deducción sobrehumana, que equivale al intento de asistir tan de
cerca como sea posible al origen o emanación primordiales de todas
las categorías de lo existente a partir del punto fontal. En la cerca
nía al punto absoluto no hay cogito alguno, sino sólo el testigo des
lumbrado del nacimiento de la luz. Si fuera posible el salto del
intelecto al inicio, éste se convertiría en confidente de procesos inau
ditos: en caso de que fuera apropiada aquí la metáfora pedestre, po-
429
Roma 1653.
dría seguir paso a paso el camino de Dios hacia el mundo. El testi
go ocular de la protuberancia divina contemplaría los fuegos artifi
ciales del despliegue de los principios: un acontecimiento soberano
de autodegradación a partir de lo absoluto, que todo lo saca de sí,
lo penetra, mantiene, contiene, comenzando por las primeras in
tuiciones luminosas en Dios, a través de nueve eslabones de ángeles,
430
conceptos generales, géneros, hasta llegar a la forma de la mínima
partícula de polvo al límite del universo. El intelecto asombrado po
dría asistir al espectáculo de cómo, a través de la emanación de los
primeros círculos de ideas, cascadasjerarquizadas de luz se expan
den concéntricamente por todos los lados a partir del centro gene
rativo: círculo a círculo, peldaño a peldaño, determinación a deter
minación, hasta que al final se alcance aquella zona relativamente
lejana al punto central, en la que las erupciones hiperclaras de luz
pura se hayan amortiguado lo suficiente como para crear, por la co
nexión de las ideas específicas o luces concretas con la materia pe
riférica, el cosmos accesible a los ojos sensibles. Pensar significa aquí
dejarse caer dentro del bullir de una explosión cosmogónica de luz.
Hay que conceder que el discurso de una esfera teocéntrica
mantiene un fuerte impacto metafórico, debido a que la emanación
de las categorías de lo existente a partir del origo divino es, en prin
cipio, un acontecimiento imperceptible e hiperespacial, que sólo
después de traducirse al lenguaje de la metafísica y metafórica de la
luz adquiere relación con circunstancias espaciales y perceptibles.
Pero precisamente en esas traducciones y figuraciones tiene su ele
mento el platonismo medieval, y quien en aquel tiempo quisiera
tratar con expresiones no-bíblicas de cómo el Dios de la teología
mística se las arregla para que haya mundo, apenas podía hacer otra
cosa que adherirse a los juegos de lenguaje que trataban de la
autoexpansión de la luz en la esfera escalonada203. Aquí todo reposa
en el «cuasi» y en el «por-decirlo-así», y, sin embargo, todo se dice
exactamente como se dice.
Quien siguiera cuidadosamente el extravase del centro hacia los
bordes a través de umbrales y peldaños,
. . . polen de la divinidadfloreciente,
articulaciones de la luz, pasillos, escaleras, tronos,
recintosdeesencia, muestrasdegozo, tumultos
de sentimiento ardientemente arrebatado, y de improviso único,
espejos: que recrean la propia belleza irradiada
d e v o l v i é n d o l a a l r o s t r o p r o p i o . . . 204,
431
podría darse cuenta directamente de a qué distancias precarias al
primer centro aparece el mundo terreno junto con sus criaturas ve
getales, animales, humanas: una configuración cercana al borde ex
tremo del globo de Dios, alcanzada y conformada aún por la luz, pe
ro troquelada también poderosamente por lo oscuro, nulo. Pues en
tanto el cosmos material representa un fenómeno para intelectos
preparados para mediaciones sensibles, a través de él sólo se realiza
una «exteriorización» oscurecida del torrente de luz. El observador
de la luz irradiante consigue penetración en la ambigüedad ontoló-
gica del mundo corporal, situado tan peligrosamente lejos del cen
tro de luz, pues, de una parte, sólo el poder del centro y de su con-
tinuum mantiene en el ser a los cuerpos: todo ente caracterizado
por la forma, hasta el mínimo insecto de una determinada especie,
toma parte en el efluvio, donador de ser, de las formas genéricas y
específicas, y, con ello, en el continuum de lo mejor que emana del
punto hiperóntico; de otra, sin embargo, a las formas se añaden adi
tamentos enturbiantes de materialidad vacía, de un-algo-originario
amorfo, que según crece la distancia se van compactando más y se
vuelven más pesados, inertes, opacos, hasta alcanzar una periferia
sin luz, sobre cuyo más allá los teólogos sólo aventuran funestas in
sinuaciones. Si no fuera inaceptable en el contexto escolástico con
siderar expresamente limitado el radio de Dios, se podría constatar
sin ambages que, más allá de su variopinta periferia creatural, la es
fera luminosa, cargada de esencia, habría de estar rodeada de una
noche de inanalizable lejanía a Dios. Naturalmente, el teoesferismo
clásico no permite que se pierda a priori ninguno de los rayos en
viados por Dios; según la teoría ortodoxa, todos los rayos abando
nan el centro sólo hasta su punto específico de retorno, desde el
que se precipitan de vuelta al punto de salida. La reflexión, o el re
torno a casa de la luz, es un término fototeológico de alto rango, cu
ya historia -desde Plotino y Proclo hasta Habermas, Hawkins y Za-
jonc- quedaría por escribir.
Pero algo está claro: no toda la luz se refleja o vuelve a casa, y por
ello, aunque el espíritu católico no lo vea con agrado, hay un páli
do desierto exterior, desde el que ya no existe reflexión o rescate.
La periferia extrema de Dios, más bien el más allá de su periferia, es
432
Crearar otíiiU "Si
C-tufA ^rriA.
También este esquema del mundus hierarchicus,
de un manuscrito vienés del siglo xii, muestra el seudoconcentrismo
de las inteligencias areopagíticas (que emanan supuestamente
de Dios en círculos concéntricos) y del mundo de esferas aristotélico
(que se organiza concéntricamente en torno a la tierra).
un círculo de casi-nada o de absolutamente-nada, en cuya exteriori
dad se han aventurado rayos puntuales perdidos, incapaces de re
torno y no dispuestos a regresar a casa. Pero, entonces, también el
Dios irradiante tiene un exterior irrecuperable, en el que falla el sis
tema de inmunidad del ser. Con toda cautela, la palabra católica pa
ra exterior: infierno, se refiere a esa zona lúgubre.
Las periferias de ambos proyectos esféricos reflejan con toda cla
ridad la antitética de los centros: si en el globo del mundo el final
muerto cae en el centro mientras que la perfección se atribuye al
margen más extremo, el globo de Dios se caracteriza por la monar
quía del centro en tanto su periferia extrema -con mayor exactitud:
su trans-periferia- sólo significa una anarquía diabólica. Por eso es
tan informativo en estos bosquejos ontotopológicos la localización
de los infiernos. En el esquema geocéntrico las almas perdidas se
precipitan fuera de la unió y, de acuerdo con el modelo del conge
lado Señor de los demonios de Dante, van a dar al último abajo y
adentro; son resocializadas sarcásticamente en el infierno: el exte
rior en el que tampoco Dios penetra es aquí el inferno de la negati-
vidad, en el que están retenidos sus ofensores. En la esfera teocén-
trica, por el contrario, los rayos inquebrantables se pierden, en un
camino sin retorno, tras las señales de cambio de sentido de la luz
capaz de regreso a casa. Por una dinámica teófuga alcanzan un es
pacio del que no regresa nada: si se quisiera interpretar existencial-
mente su destino, al que más se parecería sería al de los llamados
esquizofrénicos, que vagan por el universo con un dolor indecible.
Una vez cotejadas y distinguidas formalmente ambas esferas de
totalidad -cosa que, a nuestro saber, no se ha hecho explícitamen
te en ningún punto siquiera de la tradición europea, por más que
en la de la lógica de los discursos y gráficos ambas formaciones es
tén por doquier suficientemente explícitas y actúen incesantemente
una en otra y una a través de otra- mediante tales esbozos, cierta
mente toscos, aparece superflua de por sí la idea de una identifica
ción o, al menos, de un acoplamiento concéntrico de ambas. Sólo
en la filosofía islámica algunos pensadores se volvieron sensibles al
conflicto entre la interpretación teocéntrica y teoperiférica del
434
mundo, sin que sus intentos de solución, que por lo general favore
cían al Dios periférico, resultaran muy convincentes205. La ventaja de
la teosofía islámica estriba en que puso en evidencia, sin rebozo al
guno, la paradoja de un «centro» situado fuera. Por lo que respecta
al pensamiento europeo, hoy puede constatarse tranquilamente, le
jos de polémicas cosmovisionales, que la esfera de Dios y la esfera
del mundo de la metafísica clásica, a causa de su construcción
opuesta, no eran compatibles una con otra, ni podían «reconciliar
se» o hacerse compatibles de algún modo.
Tanto más interesante resulta por ello la cuestión de cómo se las
arreglaron los pensadores de la tradición para eludir esta disyuntiva
y cómo consiguieron preservar la ilusión católica, en vistas de la
fractura potencialmente ruinosa entre ambos modelos de totalidad
corrientes. Lo que les facilitó esa tarea son, como hemos visto, las
analogías morfológicas entre ambos sistemas. Junto con la esferici
dad común, cuenta para ello, sobre todo, el omnipenetrante realis
mo escalonado, que tanto en un modelo como en otro se traduce
en un hábito obsesivo de pensamiento jerárquico. En ambas esferas
los miembros de las profesiones metafísicas podían aprender que
tanto el pensamiento como la existencia del católico se basaban so
bre todo en discreción o separación de grados: se piense hacia aba
jo o hacia arriba, teoperiféricamente desde la tierra hacia el cielo o
teocéntricamente desde Dios hacia el mundo, en cualquier caso ser
significa siempre también ser-en-su-rango.
Elflairdel racionalismo católico ha permanecido hasta el siglo XX
bsyo la impronta de modelosjerárquicos; el sagrado orden de lo de
arriba y lo de abzyo sigue valiendo ahí siempre como criterio de
orientación más fuerte. Incluso por lo que respecta a la posición del
ser humano en las dos esferas de totalidad, el proyecto geocéntrico
y el teocéntrico tienen en común el pathos de la humillación, dado
que, en ambos modelos, al ser humano se le coloca ante los ojos su
distancia, sólo difícilmente superable, al optimum, independiente
mente de que se interprete a éste como lo lejano-dentro o como lo
lejano-arriba. Pero el teocentrismo humilla de modo diferente al ge
ocentrismo: mientras que la humilitas aristotélico-católica asigna al
ser humano un lugar en la tierra y le atribuye una dignidad en lo in
435
digno, la humillación platónica estimula la ambición mística y tien
ta a los adeptos a nobles y elevadas pretensiones de interiorización
o transfiguración o aniquilación; despierta en sus partidarios la idea
de fusionar, por autoabismamiento, el alma propia con el centro de
la esfera de Dios (Plotino: eíso en báthei, dentro en lo profundo). No
obstante, los rasgos comunes de los dos totalismos clásicos no bas
tan para borrar su disparidad fundamental, e incluso cuando los
pensadores intentaron pasar por alto la diferencia, la diversidad re
al se impuso necesariamente en sus discursos, irreprimible por vo
luntad piadosa alguna de síntesis.
La historia de la ignorada diferencia entre las dos superesfero-
logías de la antigua Europa comienza de nuevo en el pensamiento
de Platón. Los núcleos de cristalización, tanto de una como de otra,
pueden encontrarse en el idealismo o esferismo geométrico, que
-junto con la teoría de los números- proporciona el fundamento de
inteligibilidad de lo existente en el discurso platónico. Si había pa
ra Platón un inconcussum fuera de duda, éste era que Dios y el mun
do sólo podían ser contemplados (e imitados modélicamente) bajo
la forma de un totum absolutamente redondo. Ya se ha hecho refe
rencia a los antiguos orígenes de la producción europea del globo
a partir del espíritu de la uranografía o cosmografía filosófica. Que
la cosmología aristotélico-tolemaica de cubiertas represente un ayus
te o actualización de impulsos que proceden de los soberbios estí
mulos del Timeo es algo de lo que se puede convencer fácilmente
cualquier lector contemporáneo. Al comienzo del largo discurso
del pitagórico, al que Platón deja llevar la voz cantante en asuntos
de cosmogonía, se encuentran aquellas formulaciones, por decirlo
así evangélicas, sobre la creación de un mundo redondo por parte
de un arquitecto perfecto y sin envidia alguna, que no pudo hacer
otra cosa que transmitir su optimidad a la mejor obra posible.
Toda esta consideración (logismós) [. . . ] hizo que se formara [. . . ] el cuer
po del mundo liso y llano, equidistante por todas partes del punto medio y
cerrado en sí mismo. Y así fue como dispuso el universo como un contorno
que se mueve en círculo, y que, único y solo, consigue por su excelencia te
ner trato consigo mismo, y a ningún otro necesita para ello, sino que resulta
436
Ilustración para una edición del siglo xiv
del Breviculum de Raimundo Lulio;
prototipos de la escalera que hay
que arrojar tras la subida.
suficientemente conocido y amigado sólo consigo mismo, y por medio de to
das estas disposiciones lo convirtió en un Dios bienaventurado ( Timeo 34b).
Aristóteles hará un retoque trascendental a esta imagen, al colo
car expresamente en el centro del kósmos-uranós -junto al alma del
mundo platónica, que desde allí entreteje todo el cuerpo del mun
do hasta más allá de su borde- la tierra, con cuya posición central
en el medio del cosmos de cubiertas la física precopemicana ad
quiere su forma milenaria.
(Pero también aquí tendría Platón la preeminencia si se consi
deraran sus manifestaciones, al final del Fedón [108e], sobre la tie
rra, suspendida «en medio del cielo», como una tesis cosmológica
mente seria. )
Resulta sorprendente, en vistas de ello, descubrir que fue el mis
mo autor, Platón, el que,junto a los esbozos de la imagen del cosmos
centrado en la tierra, puso en circulación también los comienzos de
la doctrina de la segunda hiperesfera, en cuyo centro no hay un
cuerpo, sino una idea, más bien el principio hiperideal de todas las
ideas y de su conexión en un mundo paralelo, superior o inteligible.
Se trata, por supuesto, de aquel Bien de quien los «verdaderos filó
sofos» creen ejercer como teólogos desde antiguo. No hay que bus
car en un lugar apartado el locus classicus de la teoría del punto ger
minal de la doctrina de la esfera del espíritu o de Dios. Se encuentra
en el cénit del corpus platónico: al final del libro sexto de la Repúbli
ca, en vecindad directa al símil o alegoría de la caverna como cima
crítico-epistemológica previa a la última cumbre de la logopoesía
platónica. Sí, con buenas razones podría mantenerse la opinión de
que, en su frágil radicalidad, el símil del sol es él mismo la cumbre,
a la que se asociaría el símil de la caverna de las imágenes engañosas
y de la salida de ella sólo como ilustración pedagógica. En el símil del
sol, meditado con toda atención y formulado con toda cautela, Pla
tón no habla de otra cosa, efectivamente, que del objeto o hiperob-
jeto actualmente más poderoso del pensar, que al conocimiento re
ceptivo se revela a la vez como el sujeto propio del pensar: el ágathon,
que en ese lugar (tras los preludios de los presocráticos) debuta de
manera inolvidable como Dios de los filósofos. Como se verá, con la
438
salida de ese supersol se insinúa ya el giro hacia el pensar desde lo
absoluto, que en adelante se convertirá para todos los teocéntricos
en ideal, ejercicio artístico y confesión religiosa a la vez.
Ya desde su primera aparición este Bien se presenta al entendi
miento vulgar como un unicum lógico, sí, como un monstrum. Pues,
de una parte, parece estar ante el intelecto representante como te
ma u objeto, como un problema entre otros; por otra, sin embargo,
como transferido hacia dentro por un viraje misterioso, resplande
ce en los ojos del conocedor mismo e irradia a través de ellos den
tro del mundo. Que algo esté presente en una cosa existente y con-
templable, y procure, a la vez, la captación apropiada en el intelecto
que está enfrente: para esa situación pretenciosa Platón no sabe po
ner sino un único ejemplo del mundo sensible. Según su explica
ción, la luz solar está repartida de manera comparable entre ambos
lados de cualquier relación cognoscitiva visualmente mediada: a un
lado, diseminada sobre los objetos iluminados, al otro, presente en
el ojo cognoscente como disposición innata a la luz. Así, el sol físi
co siempre tiene que ofrecer un doble regalo: el primero, al «bie
naventurado mundo de las cosas»206que aparecen y crecen bajo su
iluminación; el segundo, al ojo que almacena prototipos y luz en
cierto modo filtrada, que hace acopio, además, de experiencias con
visualidades reales y que, por la conexión de ambas cosas, irradia a
los objetos presentes una segunda luz, cognitiva o inteligible. (Es
oportuno recordar aquí otra vez, entre paréntesis, que en la óptica
de Platón no se trata tanto de que el ojo sea afectado pasivamente
por los objetos iluminados cuanto de que éstos sean observados en
base a un destello visual activo. )
La vista se encuentra en la siguiente relación con ese dios (el sol) [. . . ].
No es sol la vista, ni tampoco aquello en que mora (a lo que llamamos ojo)
[. . . ]. Pero es al menos el más parecido al sol entre nuestros órganos de los
sentidos [. . . ]. Incluso su poder visual lo recibe de él en forma de una espe
cie de emanación [. . . ].
Pues bien, he aquí -continué- lo que puedes decir que yo designaba co
mo hijo del bien, engendrado por éste a su semejanza como algo que en la
región visible se comporta, con respecto a la visión y a lo visto, del mismo
439
modo que aquél, en la región inteligible, con respecto a la inteligencia y a
lo aprehendido por ella.
[. . . ] Pues bien -dije-, observa que, como decíamos, son dos, y que rei
nan, uno en el mundo inteligible, y otro, en cambio, en el visible, por no
decir en el cielo [. . . ]. Sea como sea, ¿tienes ante ti esos dos mundos, el visi
ble y el inteligible?
[. . . ] Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento [den
tro del mundo inteligible, P. SI. ] aquello a que alcanza la razón por sí mis
ma valiéndose del poder dialéctico [. . . ] sin recurrir en absoluto a nada sen
sible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas,
pasando de una idea a otra y acabando en las ideas mismas*.
Aquí se publica un enorme descubrimiento, de cuyos desarrollos
proceden las inconmensurables ascesis y galaxias de discursos de la
metafísica del espíritu y de la luz de la antigua Europa. La nueva
suena simple en apariencia: las ideas conforman contextos propios,
texturas propias, continentes propios, sí, imperios propios, de tipo
completamente diferente a los continua del mundo sensiblemente
perceptible. Si siguen las reglas de la lógica, los seres humanos pue
den navegar en los contextos propios de las ideas y convencerse al
hacerlo de que las ideas se siguen de ideas y se asocian a otras ideas
convirtiéndose en tejidos concluyentes, entramados por hilos de evi
dencia. Cuantas más experiencias adquieran los pensadores con
operaciones en el espacio de las ideas, más claro tendrán que los ob
jetos inteligibles presentan algo así como un «mundo» propio re
fractario (o ¿hay que decir dimensión, esfera, contextura? : todos, en
cualquier caso, conceptos con un grado semejante de inaprensibili-
dad) con leyes que sólo valen en ellos. Las ideas son, por ello, co
nectivas, conformadoras de esferas, productoras de contextos, ca
paces de mundo, de una manera que sólo es propia de ellas. Por su
propia conexión forman lo que el idealismo, cuando llegue a estar
seguro de su experiencia fundamental, llamará kósmos noetós o mun-
dus intelligibilis.
‘ República 508a-c, 509d, 511b. Cfr. trad. dej. M. Pabón y M. Fernández Galiano,
en Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1969, págs. 215, 218, 221. (N. del T. )
440
El novum de la doctrina no reside, pues, en la suposición de un
segundo mundo. La creencia popular y la tradición premetafísica
habían supuesto desde siempre un mundo detrás del mundo, sea
como un más-allá de espíritus o como escondida dimensión de fuer
zas activas transpersonales. Que la realidad sea bidimensional per
tenece a los supuestos universales de las ontologías populares y de
sus doctas prosecuciones207. La burla que Nietzsche dirige a los «trans
mundanos» del platonismo cristiano resulta un tanto provinciana
desde el trasfondo de las convicciones, presentes en todas las cultu
ras del mundo, respecto a la duplicación de la realidad en un mun
do manifiesto y otro oculto.
La innovación del idealismo consiste en que colocó el segundo
mundo bajo una nueva constitución lógica, dominada por la razón
y, por tanto, calculable y factible en cierto modo. El «más-allá» per
tenece desde entonces a las entidades racionales, cuya característica
consiste en ser más claras y precisas que todo lo que se puede en
contrar en el más-acá sensible. Claridad y suprasensibilidad conver
gen con el fin de generar la evidencia; evidencia es el modo en el
que el más-allá noético se hace presente en el más-acá. Los vagos
fantasmas tienen que morir para que puedan vivir los prototipos, las
ideas, las verdades precisas. El fantaseo ha de acabar para que se ha
ga posible el pensar (la navegación en lo lógico). Por eso la metafí
sica aparece, desde el punto de vista de la política de las ideas, como
una guerra con dos frentes: a la vez que el más-acá deslumbrante
combate también el antiguo más-allá confuso. Tan pronto como la
ciencia del más-allá claro gana sus primeras batallas, las conviccio
nes heredadas sobre supuestos objetos psíquicos o morales se vuel
ven exactamente tan poco valiosas como cuentos de viejas sobre
apariciones de fantasmas o visiones poéticas de los dioses. Todo el
ámbito del aparecer ha de ser renovado: eso es lo que reclama Pla
tón en su soberana y trascendental parábola del otro sol.
Quien ha experimentado alguna vez la solidez triunfante de la
conexión entre principios, corolarios, grupos preposicionales, colo
nias de tesis -quien alguna vez, pues, ha argumentado con éxito o
calculado con beneficio- compartirá el afecto básico de la revuelta
filosófica contra la trivialidad: la sensación de que ya no se puede to
441
lerar por más tiempo, sin resistencia, la dependencia del pensar de
chismes tradicionales flojos, débiles en su fundamentación. Las re
laciones de las ideas con la certeza sensible exigen una revisión de
base. El pensamiento ha de encender él mismo su propia luz: la luz
del otro contexto, en el que todo depende, en definitiva, del prin
cipio de los principios, del primer Bien y sus irradiaciones.
Así inicia la matemática su secesión de la realidad; la geometría
enseña a ver círculos y triángulos perfectos; la evidencia enarbola su
estandarte sobre la planicie lógica. Por medio de un avance inma
nente de proposición a proposición, de figura a figura, y embriaga
do por su fuerza para articular conexiones puramente internas, el
pensamiento pone a prueba su poder autolegislador sobre el mun
do o -lo que significa lo mismo- sus dotes para navegar consecuen
temente en el «mundo verdadero», libre en el marco de la conse
cuencia lógica. Todas las operaciones lógicas, sin embargo, aunque
comiencen como raciocinios en línea recta, sólo describen al final
un único gran círculo. Todas las proposiciones que se siguen de
otras reciben su luz de un comienzo lógico que se retrotrae hasta el
comienzo de todos los comienzos, el Bien, que concede su luz, la
claridad de la evidencia, a todo lo que se sigue y es seguido correc
tamente.
Con ello se levanta un sol más claro que todos los mediodías te
rrenales. Comienza a dominar una visualidad más sólida, de nitidez
surreal como en días de levante en el sur. Se necesitaba el genio de
Platón para reclamar con toda consecuencia el título de mundo pa
ra el otro lado de lo real, experimentable en el pensar como pensar.
Ysólo en tanto que fue posible establecer en lo pensado un mundo
para sí, pudo en lo sucesivo un mundo entero entrar en conflicto
«en el mundo» con otro mundo entero.
De esa fricción surge la contienda originaria de la ontología clá
sica. El mundo verdadero, pensado, arroja el guante al real, simple
mente percibido. Esa provocación es la que convierte el texto de
Platón en el acontecimiento clave de la historia occidental. A partir
de él comienza la reconstrucción ideológica y técnica de lo existen
te. Se hizo patente que el mundo mismo no es uno unánime y sim
ple, sin diferencias, y que quien dice mundo, científicamente o no,
442
Ákos Birkás, Cabeza 55, 1989,
óleo sobre lienzo, 200 x 164 cm.
siempre se refiere con ello a un mundo diferenciado o a un mundo
en lucha. Una vez que estalla, la contienda originaria, que Platón ca
racterizó con total realismo como «lucha de gigantes por el ser», no
permite a nadie declararse no-combatiente; en esa lucha intervie
nen todos los partidos, incluso aquellos ingenuos que pretenden no
saber de qué va. Desde ese momento, ni siquiera el omnipresente
sol es ya lo que parecía ser hasta entonces, pues ha surgido un sol
detrás del sol, que disputa la primacía al visible. «¡Conocemos, co
nocemos realmente! »208. El sol negro de la otra luz: sus rayos abra
san las cabezas humanas cuando proposiciones verdaderas se pre
sentan en el pensar209.
Con el símil del sol escucha la posteridad la declaración de in
dependencia de las colonias inteligibles de la tierra madre de la vi
sibilidad. En un único período Platón proclama los Estados Unidos
de la luz: un imperio que se crea a sí mismo y se basta a sí mismo.
Con ideas, por ideas, hacia ideas, en el médium de ideas: así vivirán
los nuevos habitantes del Estado de la luz, retirados a un asilo lógi
co indestructible, vecinos de una ciudad situada sobre la colina de
la luz, en un otra-parte que está por todas partes, y desde todas par
tes, sin embargo, igualmente inaccesible. Y, naturalmente, esos Es
tados exportarán sus ideas y, cuando sea necesario, se entrometerán
en las oscuridades del viejo mundo sensible para procurar un nue
vo orden. Obviamente, aunque lo descubran tarde y tras largo des
conocimiento, se convencerán de que ellos, a causa de su evidencia
superior, ocupan el primer rango; se convencerán, además, de que,
tras la aparición del nuevo mundo, el viejo sólo resulta interesante
ya como zona de influencia y como abastecedor de imágenes.
En nuestro contexto, lo más significativo del modelo-espíritu hi-
per-heliológico de Platón es la posición central de la fuente surreal
de luz. Por ella se entroniza, en forma sumamente expresiva, el otro
medio, sólo por el cual la segunda redondez, la esfera-espíritu o teos-
fera, pudo emanciparse de la esfera-cosmos. Aquí están los comien
zos del discurso posterior, admirablemente condescendiente, de los
teólogos sobre el absoluto, que, considerado a su propia luz, no ten
dría necesidad alguna de un mundo y, sin embargo, se lo permite:
en tiempos griegos tardíos, por medio de rebosantejovialidad; en el
444
El Lissitzky, Globetrotter (en el tiempo);
hoja 5 de la carpeta de figurines realizada
para la exposición electromecánica
«Victoria sobre el sol», Hannover 1923.
régimen católico, por medio de gracia descendente. Con ello, el día
en que Platón publicó su teoría del Bien significa el independence day
de la historia del espíritu.
Platón, sin embargo, con su símil del sol introdujo en el mundo
una ambigüedad de la que se aprovechó el pensamiento edificante
de la antigua Europa hasta el umbral de la actualidad; nos referimos
a la doble función de la luz, que, como resulta evidente, habría de
asumir desde el principio funciones constitutivas hacia ambos lados:
tanto para la cosmosfera como para la teosfera. Si antes fue posible
referirse a lajerarquización como fundamento formal de la desea
ble intercambiabilidad de los dos modelos de totalidad, ahora puede
entenderse la constitución fotológica de ambas esferas como fun
damento material para su aproximación y equiparación. Como ar
ticulación entre el cosmos inteligible y el físico, la teoría de la luz
posibilitó la medida de asimilación entre ambos totalismos esféri
cos, necesaria para impedir el desmoronamiento prematuro del re
cién estrenado zócalo (o entramado) metafísico de la metafísica eu
ropea. Naturalmente, los tempranos maestros de la especulación de
la luz, no en último término Platón mismo, y más aún Plotino, Pro-
clo, Jámblico y Dionisio Pseudo-Areopagita, fueron conscientes del
carácter metafórico, figurado, de sus discursos heliológicos, fotoló-
gicos, radiológicos. No se cansaron de señalar el estatuto alegórico,
analógico o «paralelo» de esos discursos, sin que esto cambiara en
lo más mínimo el carácter homogeneizador de las retóricas idealis
tas de la luz.
Por lo que respecta al símil platónico del sol, en él se manifiesta
el rasgo figurativo del discurso de la luz en los tímidos giros expre
sivos de Sócrates, a quien, al parecer, no le gusta hablar figurativa
mente; y esto no sucede por casualidad, dado que Platón tenía que
preocuparse aquí de la claridad más que en ninguna parte, puesto
que su tarea era hacer retroceder al viejo y conocido sol físico a un
segundo lugar tras un nuevo sol hiperfísico, recién descubierto. Por
esta victoria sobre el sol, la metafísica del espíritu manifiesta qué
piensa de los fenómenos. Porque el sol verdadero se llama desde
ahora ágathon, y porque Helios ya sólo puede interpretarse como
imagen proyectada y representación externa de la forma-ágathon, la
446
El Gran Sello de los
Estados Unidos de América, 1776.
luz que brilla realmente, tanto física como espiritual, siempre se en
tiende desde ahora duplicada y escalonada. Después de que el sol
blanco es sobrepasado por el supersol negro, la fuente de luz de úl
tima instancia no brilla ella misma, sino que hace brillar. Si la luz
resplandece realiter;como claridad sensible o evidencia noética, es
sólo en tanto «luz proveniente de luz»; plotínicamente: phosekphotós;
católico-niceanamente: lumendelumine. Y, dado que la luz real, tan
to la pensada como la vista, vale siempre ya como segunda luz de
una primera luz suprema, puede reclamarse también para la cosmo
logía ortodoxa un matiz fotocéntrico o cripto-heliocéntrico, pues la
luz física no tiene ventajas sobre la noética en relación con la hi-
perluz de Dios: ha de confesar que no procede de sí misma, sino ab
alio. Es el otro centro el que posibilita ambas.
Aunque constituida geocéntrica y, en definitiva, infernocéntri-
camente, también la naturaleza física puede, en consecuencia, con
siderarse regida por la luz, sólo que no espiritualmente y desde den-
447
Stereopticon de Caries A. Chase, 1894.
tro, sino solarmente y desde fuera-arriba. Con ello se alcanza lo me
jor que podía conseguirse bajo estas circunstancias: la imagen del
todo del mundo de cuerpos puede seguir simulando confiadamen
te su compatibilidad con la visión teocéntrica del todo del espíritu.
Puede aventurarse la suposición de que sin esta fraus pia la ontoteo-
logía de la antigua Europa, alias catolicismo filosófico, habría fraca
sado desde un principio. Si el resplandor de resplandor no hubiera
seguido inmediatamente a la luz de luz, los teólogos no habrían po
dido desarrollar sus soberbios juegos de lenguaje en el centro de
poder de las universidades medievales.
La atracción de la segunda esfera se fundamenta en que posee
una continuidad interior de tipo completamente diferente a todas
448
El ojo flota com o un extraño globo
en lo infinito, Odilon Redon, 1882, litografía,
ilustración para E. A. Poe.
las relaciones conocidas en el mundo espacial-sensible de la expe
riencia.
En relación con la esfera de luz o de Dios, se podría hablar
de un continuum de puras acciones interiores, mientras que en la es
fera cósmica domina un continuum de circunstancias materiales y
sus transformaciones. Esto corresponde grosso modo a la diferencia
entre emanación y metabolismo. En la teosfera importan exclusiva
mente las operaciones de la luz noética; por inmanencia indestruc
tible en sí misma, ésta se expande por las bóvedas de sus propias
acciones y pasiones. Esa esfera de operaciones luminosas es avasa
lladoramente atractiva para el pensamiento porque representa el
prototipo de una producción constructivista del mundo a partir de
un centro. Su encanto procede de la sugestión de que el uno en el
centro de la esfera del espíritu es capaz de lograr un mundo com
pleto sólo mediante la autoconsumación de su pensar, mediante el
desarrollo pensamental de primeros pensamientos: un mundo, so
bre todo, que, prescindiendo de ciertas faltas de claridad en la pe
riferia, en ninguna parte podría sufrir perturbación alguna por par
te del exterior. Que la luz, tanto la noética como la física, no se
pierda en la exterioridad, sino que esté «consigo» por doquier en su
propio espacio de difusión, es algo que subrayaron siempre con én
fasis los neoplatónicos, el primero de ellos Plotino:
Puede servir de ejemplo el sol, que es como el punto central de la luz
procedente de él, que queda sujeta a él: pues por doquier la luz está unida
al sol y no separada de él, y si se quiere separarla de él hacia otro lado, la
luz sigue siempre del lado del sol210.
Lo que vale del continuum físico de luz vale, sobre todo, para la
autoexpansión del kósmos noetós, da igual que se la llame el Bien, o
Dios, o el Uno, o el Supérente. El pnncipio-continuum luminoso pro
porciona a la esfera divina un máximo de comunicatividad y trans
parencia interna:
Pues todo allí es transparente y no hay algo oscuro, resistente, sino que
cada uno y cada cosa es visible para cada uno hasta el interior mismo21.
450
Esto significa que todo punto en el espacio de la esfera de luz
queda sobre un radio que sale del centro del espíritu. De ello se si
gue que todos los puntos participan del centro, dado que cada uno
de ellos puede estar seguro de su accesibilidad inmediata por el ra
yo proveniente del centro. Pero no sólo domina una total transpa
rencia entre punto y centro, sino que los puntos están enlazados
entre sí, unos con otros, en comunicaciones innúmeras, lúcidas.
Para todos los amantes de la transparencia se dan aquí condiciones
ideales.
Aparecen los motivos, a la vez, de por qué en la fuga idealista ha
cia la luz podían distinguirse desde muy pronto dos conmociones:
una asocial espiritualista y una espiritual social, por hablar de modo
un tanto exageradamente claro. Por lo que respecta a la primera,
fue la que contribuyó a crear, por pura espiritualidad, la mala y sec
taria fama de la vida. Sin duda, en ese primer constructivismo ya en
traba también enjuego una tendencia anoréctica, que favorece sin
reservas el asco por los cuerpos en movimiento y su ávido contacto:
las comunas pitagóricas representan, así, el primer intento en suelo
europeo de reconstruir la sociedad como una Orden de abstinen
cia212. De impulsos de ese tipo se alimentan algunas corrientes ascé
ticas, enemigas del matrimonio, «bionegativas» en general. Parece
justo preguntar si ha habido alguna vez un pensamiento metafísico-
espiritual sin ese suplemento de abstención, casi autista, de lo de
masiado humano, demasiado viscoso.
A la vez, en el descubrimiento del imperio del espíritu, que exis
te por y para sí mismo, se manifiesta un discreto interés por la posi
bilidad de una asociación política de espíritus puros. Los socialismos
se fundamentan en el cielo. Si el núcleo anímico-espiritual mismo
de los seres humanos fuera algo así como ideas, ¿qué podría impe
dirles formar grupos puros, comunas de luz no comprometida? En
tonces ¿no pueden imaginarse también los seres humanos que don
de habrían de estar socializados de verdad sería en el otro, el
auténtico, mundo? Parece como si de consideraciones de este or
den se siguiera una lectura plausible de la curiosa formulación plo-
tiniana de que «allí», en el mundo espiritual, «cada uno y cada cosa»
sería visible para «cada uno» hasta el interior mismo. Los giros per-
451
El dodecaedro (pentágono-dodecaedro)
platónico y sus derivaciones, en Wentzel Jamnitzer,
Perspectiva corporum regularium, Nuremberg Í568.
Francesco Botticini, Asunción de María,
ca. 1485, National Gallery, Londres.
sonales indican: aquí entran en juego subjetividades, que podrían
identificarse con «ideas». Pero, entonces, ideas y almas espirituales
(o núcleos personales) son «allí» vecinos muy próximos. Tales ve
cindades son la materia de la que están hechos los imperios espiri
tuales interesantes para los seres humanos. Allí, al otro lado, en la
segunda sociedad, ¿no tenían que ser superadas necesariamente las
carencias evidentes de la primera, dado que entre espíritus puros
sólo son posibles relaciones concertantes? ¿No parece indicado de
ducir del socialismo de las inteligencias angélicas y de las fuerzas su
tiles, el de los seres humanos empíricos, que han llegado a la razón?
Y, en definitiva, la competencia comunicativa de los espíritus puros
¿no había de acarrear consigo también la de los encarnados?
Como hemos visto, desde el punto de vista de la historia de las
ideas, la duplicación de totalidad geocéntrica y totalidad teocéntrica
no es un proprium de la metafísica cristiano-católica, sino una conse
cuencia necesaria de la decisión esférica fundamental del clasicismo
griego. En el racionalismo esferológico de Platón -que recibe estí-
453
Robert Fludd, monocordio cósmico, 1617
mulos, por su parte, de Parménides, Empédocles y Pitágoras- no se
expresa sólo un optimismo morfológico forzado. A través de él se es
tablece, a la vez, la alianza entre pensamiento de totalidad y geome
tría, alianza que desde entonces ha de mantenerse ante los ojos co
mo la característica fuerte del pensamiento de la antigua Europa
sobre el ser. El racionalismo geométrico o, más bien, uranométrico
es la respuesta creadora del pensamiento griego al reto del gran
mundo: es respuesta, porque le precede la pregunta acuciante por la
magnitud y forma del mundo; es creador, porque ya no sólo experi
menta la magnitud de la forma del mundo como un destino indes
cifrable, sino que contribuye a producirla por medio de presencia de
espíritu constructiva y la penetra con distinciones propias. Bajo este
aspecto, los esferogramas de la filosofía de la naturaleza griega, así
como las fantasías corales de los angeloteólogos, son emblemas de la
capacidad madura para encerrar la totalidad maximizada en una re
presentación formal clara y precisa. De hecho, el cosmos, antes de
que, simbolizado como sphaira, pueda ser colocado bajo el pie de un
emperador o como globo imperial, coronado por una cruz, en su
mano, tiene que ser concebido en el pensar como totalidad ilumi
nada, medida, bien construida. Por su mera apariencia estos globos
claman hacia su constructor, y sólo en el ámbito de audibilidad de
ese clamor pueden encontrarse pensadores y regentes universales. El
texto de ese clamor es inequívoco: «Pertenezco a aquel que sea ca
paz de construirme en mi verdadera forma». El Panteón romano es
el testimonio más fuerte de cómo fue escuchado ese clamor.
Como hemos visto, Platón estableció dos planteamientos com
pletamente diferentes para la constitución o creación de esferas: al
primero lo caracteriza la construcción llevada a cabo por el de
miurgo, que, como productor cuasi-trascendente, crea el universo
en forma de una esferoplastia animada; al segundo se llegó extra
yendo consecuencias del símil del sol, que puede entenderse, con
toda legitimidad, como la escena primordial de una creación esfé
rica por irradiación: si se piensan bien las cosas, el hipersol platóni
co, el ágathon, sólo puede expandirse energética y productivamente
en derredor, y por todas partes, mediante sus emisiones o emana
ciones en lo existente subordinado.
455
Karlheinz Stockhausen ante la mesa de control
del auditorio esférico del pabellón alemán
de la Exposición Universal de Osaka, 1970.
Tanto una como otra de las creaciones esféricas -la heteropoié-
tico-demiúrgica y la autopoiético-emanativa- confrontan a los seres
humanos con un concepto de poder que libera reflexiones ambiva
lentes con respecto a él. En ambos casos, el ser humano se encuen
tra transferido, en principio, no del lado del hacedor, sino del he
cho: como sucede en el mito bíblico de la creación, que coloca al
ser humano completamente del lado creatural, moldeado como un
objeto cerámico y soplado como una obra pneumática213. Pero esta
autocolocación originaria, pasiva, religioidea, del ser humano al la
do del producto no tiene por qué coagularse en una posición defi
456
nitiva; la humillación en la que se encuentra el ser humano, creado
por un poder creador, no es la última palabra en todos los respec
tos. Pues: un poder creador supremo -por el que yo mismo soy pro
ducido- como el de representarme: es un poder, a su vez, que des
pierta admiración y que, si se toma en serio a sf mismo, crea las
condiciones para desarrollos extraordinarios. La idea del poder de
Dios despierta el interés del principio de la técnica y proporciona
alas a la voluntad de desarrollar también el poder propio.
La facultad humana de comprender -por muy oscuro e imper
fecto que sea el modo de hacerlo- el fundamento de lo dado, el po
der omniproductivo, señala el lugar claro y caliente del universo:
puesto que sólo a partir de ahí se forma el eco lógico que responde
al nuevo factum comprendido de saber que todo lo que es está hecho
por un poder central o por sus agentes; si está hecho por sí mismo o
por un poder extraño, es algo que no importa por el momento. Da
do que, como se sabe desde ahora, los mundos redondos son cha
puzas de una fuerza suprema creadora, producidas soberana y de-
miúrgicamente o autoconstituidas por propia irradiación, los seres
humanos, que, pensando, han encontrado la huella de estos dos he
chos, de la redondez y del carácter de obra creada del mundo, se
sienten de improviso implicados lógicamente. Esto equivale a la pér
dida de la inocencia tecnológica. Se ven implicados en una provoca
ción intelectual que no puede compararse con ninguna. Es como si
se le introdujera a uno en una complicidad, ya indisoluble, con los
procederes de los dioses. Pues reflexionar sobre la forma esférica del
todo y reconocer su carácter de factura de un principio de poder: el
concurso de ambas ideas desencadena en los seres humanos que
piensan correctamente una sensación de totalidad por la que su in
teligencia se siente llamada a participar en esa capacidad omnipo
tente. El intelecto humano, que ha dirigido su mirada tan lejos, se ve
ahora a sí mismo perteneciente a una unidad familiar de fuerzas que
saben y pueden hacer las cosas, y que firman como responsables del
ser-ahí y del ser-así del mundo. Sí, puede llegarse incluso hasta el
punto de que los individuos, que comprenden tales cosas, se sientan
más afines a esas fuerzas que a los congéneres, insensibles a tales
ideas. Aunque en principio apenas es perceptible, por esta razón se
457
separan aquí los caminos de los sacerdotes y de los tecnólogos: por
que los primeros se limitan a exponer y comentar el principio de la
docilidad religiosa: non possumus, mientras que los segundos desa
rrollan la frase: dum possum volo, mientras pueda, quiero.
El saber que se puede hacer algo divide a las sociedades en cuan
to se eleva a complicidad con el modus operandi del Dios creador de
esferas. Se podría decir: hay una nueva diferencia en el mundo, que
divide a la multitud de los mortales entre aquellos que saben que lo
que importa son las esferas y el poder de entender y producir mun
dos de esferas, y aquellos que siguen tejiendo sus fábulas y no ad
vierten qué gran juego ha comenzado en esta tierra iluminada por
ideas que quieren realizarse en la práctica.
A la vez que la diferencia técnica entre los cómplices de la esfe
ra y los que no tienen idea de ella aparece una diferencia erótica,
cuyos efectos en la escisión de las sociedades humanas son aún más
profundos. Esta diferencia divide las comunas en las mayorías que
persiguen objetivos u objetos convencionalmente cercanos, estimu
lantes, pareja sexual, medios de poder, beneficios de la seguridad, y
la minoría conmovida por el anhelo del summum bonum redondo: se
trate del lugar supraceleste, accesible ascendiendo a través de la cos-
mosfera, en el que los espíritus puros tratan con Dios, o se trate del
punto fontanal más íntimo de la teosfera hiperclara, del que pro
vienen las procesiones de los coros de luz cercanos a Dios.
La diferencia entre ambos modos del deseo -digamos: el amor
cercano y el excesivo- colocará los acentos decisivos en el desarro
llo de la cultura cristiana. Como más tarde en el islam, también en
ella la diferencia entre el ser humano de deseos normales y el que
desea otras cosas se convertirá en una línea divisoria culturalmente
determinante. El cristianismo medieval impuso el modus del amor
excesivo como modelo psicagógico, ampliamente influyente, cuan
do consiguió provocar y mantener el anhelo de lo más lejano en los
proyectos vitales de innumerables eclesiásticos y legos, a la vez. Este
es un logro civilizatorio que puede calibrarse en toda su magnitud
si se tiene en cuenta, en comparación, qué pequeño fue en la Anti
güedad el tropel de los teófilos, a los que, por motivos auténtica
458
mente racionales, les importaba algo la fusión con el Uno o la ele
vación del alma al lugar supraceleste. («Uno entre mil, dos entre
diez mil», se dice en un documento gnóstico relativo al tema. ) El
cristianismo, vicariamente y en propio interés a la vez, consiguió un
amplio éxito para el exceso erótico y esferológico; explicar o, al me
nos, esclarecer el secreto de ese éxito puede suministrar una piedra
de toque de la fuerza explicativa de la esferología general.
Si el cristianismo medieval consiguió hacer habituales las formas
de pensar y de comportamiento del amor excesivo (recuérdese la
comunión de órganos en el Herzmaerede Konrad von Würzburg, del
siglo xm214) en amplios círculos tanto del clero como de la sociedad
profana, no fue porque hubiera proporcionado pretextos para arre
batos masivos de amor a la geometría. No predicó en los púlpitos los
privilegios del centro en la esfera noética, ni cantó el atractivo de los
espacios etéreos en el margen superior del globo del cielo. Sin du
da, la doctrina cristiana habría permanecido teóricamente pobre y,
frente a los estándares académicos griegos, primitiva, si no hubiera
asumido en su estructura profunda los principios macrosferológicos
de la metafísica antigua; como se ha mostrado ya suficientes veces,
la vera religio sólo por su helenización llegó a convertirse en intelec
tualmente satisfactoria. Pero en su texto atractivo no hablaba de
grandes esferas, sino de relaciones fuertes, no de la curiosidad por
el centro, sino de la añoranza del regreso a la integridad del espa-
cio-alma-Dios, que aquí, con toda franqueza, se llama basiléia theóu,
reino de Dios, o regnum vitae, reino de la vida. Cristo no es anuncia
do como principio ontomorfológico, sino como complementador
íntimo de las almas, dicho microsferológicamente: como un genio-
representante, que ocupa, a la vez, para cada individuo la posición
del otro interior supremo.
Con esas propuestas de sentido, incomprensiblemente atractivas
y publicitarias para los modernos, el cristianismo primitivo y el me
dieval consiguieron romper el hielo metafísico, que enajenaba de la
verdad a las masas antiguas. De la indiferente mirada a la dimensión
hiperurania hizo una relación de amor con un amigo capaz de sen
tir, de la tensión distante al centro -vomitador de hipóstasis- de la
459
esfera del ser, una liaison con un Dios-compañero-interior. La poli
valente inteligencia apostólica de san Agustín -que podría denomi
narse anacrónicamente genialidad religiosa- puso de manifiesto de
finitivamente la doble naturaleza cerca-lejos del concepto cristiano
de Dios. Con la mirada puesta en san Agustín puede comprobarse
en su instante más vivaz la carga personal del centro-ser platónico.
Desde el corpus de los escritos agustinianos puede explicarse la
obra de arte total, psicodinámica y semántica, de la gran religión
monoteísta: el obispo de Hipona formuló la síntesis de religiosidad
íntima y religiosidad mayestática con una claridad inusitada y con
ágil flexibilidad respecto a las exigencias necesarias por ambos la
dos. En él puede aprenderse mejor que en cualquier otro autor que
en la Gran Teoría lo que ha importado siempre es concebir un Dios
íntimo y cósmico a la vez, un Dios, pues, que no cesa de ser el apa
cible gemelo esplendoroso de los individuos, aun después de que
tomara asiento, como cosmócrator, en el trono imperial de lo exis
tente (y, como supérente, en el centro hiperespacial del reactor on-
tológico).
Se ha atribuido al período maniqueo temprano de san Agustín
todas las posibles repercusiones posteriores, espiritualmente malha
dadas; él mismo no dejó títere con cabeza, más tarde, hablando mal,
tanto moral como doctrinalmente, de sus antecedentes dualistas. Y,
sin embargo, a los morfólogos de la religión no se les puede escapar
que lo más atractivo del fenómeno agustiniano procede de una he
rencia maniquea, efectiva hasta el final: de una teología del gemelo,
ampliamente silenciada e ignorada, que ya en Mani había significa
do el punto de cambio y vuelta de la teología: del acompañamiento
privado por parte de un genio a la complementación por medio de
un Dios cósmico215. En ese doble interior del que habla este funda
dor religioso, al que en los escritos canónicos de los maniqueos se
llama el gemelo luminoso, hubo de reconocer san Agustín la figura
de un Dios íntimo, que permanece unido a su compañero terreno
en íntima proximidad, sin dejar nunca de actuar como principio su
premo del bien en dimensiones histórico-cósmicas. Así pues, por
medio del maniqueísmo llegó san Agustín a ponerse en contacto
con un Dios próximo, del que se podía decir con mayor motivo que
460
Hans Kemmer, Cristo entre
fundadores, 1537, portando
la esfera diáfana, detalle.
del Dios de los cristianos que estaba interior intimo meo. Tras la im
pregnación maniquea con el gemelo de la dulce proximidad, san
Agustín se convirtió, como es sabido, al Dios de los filósofos plató
nicos -la conversio significó en ese momento entrega a la vida filosó
fica-, y sólo cuando la grandiosidad anónima del Dios llamado el
Bien o la Substancia comenzó a tomarse fría e insípida para él, san
Agustín estuvo maduro para la síntesis entre intimismo maniqueo y
ontología griega: lo que surgió de ahí fue el abrazo de los extremos.
No otra cosa proporciona el sistema de la vera religio, que des
cansa en el balance entre la proximidad última y la majestad más
distante. En nuestra terminología, ello corresponde a la posibilidad
de que el enfrente íntimo-complementador, el segundo polo de la
dualidad psíquica, se haga uno con el centro de la macrosfera on-
tológicamente desarrollada. Desde ese momento, el alma no sólo
tiene un genio a su lado, sino el ser mismo. Que ese voto solemne
al absoluto habría de proponerse a cada individuo pensante (o, en
caso de que eso fuera demasiado pedir, a cada individuo creyente)
pertenece a aquellos planteamientos en tomo a los cuales, en el ám
bito de la política de ideas, se discutió en las tempranas luchas dog
máticas teológico-trinitarias. Sólo porque el centro del ser, como in-
timidad-Padre-Hijo, ya es relación en sí mismo, con el Espíritu como
461
cierre de una figura triádica, los seres humanos pueden sentirse
también como aliados del todo y no sólo incluidos en él o trascen
didos impersonalmente. Para ellos, su íntimo enfrente coincide con
el centro del absoluto. Entiende esto y estarás en el ojo del huracán.
Esta sobreposición posibilita el paso de la intimidad a la majes
tad, y vuelta: abre el absoluto a la pareja. Así pues, el epicentro de
la pequeña elipse y el centro de la gran esfera pueden fundirse uno
con otro o, al menos, acercarse uno a otro en proximidad resonan
te: a condición de que la esfera sea la espiritual, pues con el centro
del globo del mundo material no podría realizarse esa operación (a
no ser que relajamientos románticos o neopanteístas permitieran el
abrazo del todo-madre-naturaleza). Es la magia exacta del otro centro,
a la que, en un éxtasis de accesibilidad de tintes personales, puede
uno dirigirse llamándola Super-Con216o Super-Tú.
Desde el punto de vista psicoestructural, el monoteísmo especí
fico no fue otra cosa que un intento de acomodación y arreglo de
diferentes cultos y culturas a ese modelo -sin duda el de mayores pre
tensiones y más refinado de la historia de la religión-, que se reali
za en la práctica dentro de un espectro que abarca desde el conven
cionalismo hasta la profundidad abismática. Efectivamente, como
resulta fácil de comprender, los riesgos psicológicos de la dualidad
-tomada en serio- con el Uno son desacostumbradamente altos:
por medio de la identificación del excelso punto central de la teos-
fera con el compañero íntimo de espacio anímico, los creyentes se
rios se convierten, por decirlo así, en puntos inmediatos a Dios den
tro de la aureola del infinito; y, puesto que el enfrente es a la vez lo
envolvente, se convierten también potencialmente en moluscos dé
biles de ego. (Naturalmente, al lado existe también el monoteísmo
no-íntimo, la tranquila heteronomía del catolicismo de cada día, del
islamismo de cada día, deljudaismo de cada día, igual que hay por
doquier intimidad banal sin ampliación anímica, perdurable ausen
cia de contexto en las parejas. )
El modelo de proximidad-lejanía es un fuerte motivo para ha
blar de riesgos. Si mi gemelo o mi acompañante invisible es a la vez
Dios e ipsoJacto centro y contorno del universo, entonces puedo go
zar de euforias dinámicas mientras consiga experimentar sólo las
462
ventajas de esta soberbia estructura de complementación; pero, pre
cisamente por mi íntima conexión con el Otro envolvente, caigo fá
cilmente en la situación del resto debilitado, olvidado, indigente. La
sumersión del individuo en la comunidad con el gran Otro puede
crear un estado en el que converjan religión y adicción: la mística
cristiana como forma de vida es la dependencia voluntaria de una
circulación sanguínea común, en la que el sujeto se deja licuar por
su gran Otro; estimula la escucha del latido del corazón de un es
pacio compartido de mundo interior.
Cuando uno de los más ambiciosos teólogos laicos del siglo XX
escribió: «El corazón de Dios latirá por medio de nosotros dentro
del mundo sin corazón»217, estaba dando un testimonio expresivo de
la realidad íntima intercordial en su contraste con cualquier envol
tura meramente formal o cualquier agregación externa. Silencia o
pasa por alto el riesgo de psicosis de la posición media: al ser atra
vesado por el latido del Otro hipertrófico es difícil evitar que uno
pierda el sentido para simetrías más maduras. Ciertamente, si la in
timidad fuera el salvoconducto para la igualdad de condición, en la
relación con el Dios del monoteísmo no habría límite alguno para
la integradora ascensión al cielo del sujeto. Pero intimidad con el
Dios cercano-lejano significa asimismo: poder caer de modo peli
grosamente fácil del lado invivible de una hiperrelación. Los nu
merosos testimonios de sufrimientos psíquicos extremos por parte
de íntimos a Dios confirman el riesgo inherente a una relación de
gemelos metafisizante, demasiado estrecha. Cuando el otro inte
rior, eventualmente, no permite acceder a él, el sujeto que queda
rezagado ha de experimentar esa incomunicación hasta el extremo
más amargo. Apenas hay un místico que no haya tenido la expe
riencia de momentos secos, depresivos. La mística no sólo abre al yo
poéticos paraísos de presencia fluida, sino también -y, quizá, ante
todo- prosaicos infiernos de abandono.
Para evitar malentendidos: si fuera posible que el Dios intimiza-
do permaneciera fielmente presente en la posición del cómplice si
lencioso y pudiera dedicarse al sujeto de continuo, sustentándolo
discretamente, sin problemas de accesibilidad, entonces, las tensio
nes que surgen de la intimización del Otro mayestático podrían
463
transformarse en vivencias estimulantes regulares, psíquicamente
bien integradas. Si es que toda una biblioteca de testimonios espiri
tuales no se basa sólo en hiperestilización y fraude psicágógico, eso
es lo que, al parecer, consiguieron algunos afortunados activistas
del absoluto después de largas y penosas luchas transformadoras.
Pero, dado que el Dios aliado es la parte -la mayoría de las veces
ocupada en otras cosas- de una gran pareja asimétrica, sigue siendo
muy alta la probabilidad de que sea yo el que se encuentre una vez
y otra en la posición oscurecida: como despojo excomulgado de
Dios, su hermana negra, su resto inconfesable, perdido en la basu
ra o enterrado bajo un rosal, como cosa que no puede aparecer y
que no tiene nada que aportar al gran Otro.
En perfecta consonancia con ello, una de las tareas más impor
tantes de la literatura mística fue captar e interpretar los sufrimien
tos psíquicos que había creado la misma cultura mística de intimi
dad o que, al menos, su cultivo había puesto de manifiesto. El tenor
de esos discursos es: con cuántos sufrimientos Dios engalana al alma.
En la línea de los principios paulinos, el sufrimiento se interpreta
como cocrucifixión con un Dios crucificado. En la obra de Mecht-
hild von Magdeburg, La luzfluyente de la divinidad, se formula la her
menéutica del dolor del místico en muchas variantes. Su frase nu
clear dice:
Cuando estamos enfermos llevamos los vestidos de boda, cuando esta
mos sanos llevamos los vestidos de diario218.
Cuando no se consigue dar al morbus mysticus el sentido de un
preludio a la fusión, se imponen los síntomas de la mera depresión
por separación. En ella las almas consumidas se sienten como los
idiotas de Dios, a quienes se les sustrajo el premio de la autoentre-
ga. De todos modos, no son sólo síntomas de abandono los que ca
racterizan a los dotados místicamente en sus períodos oscuros; son
también signos de sufrimiento por la indiscreción ilimitada de la
otra parte que se manifiesta en la enfermedad sagrada. Daniel Paul
Schreber, en sus Memorias de un neurópata (1900-1903), que tratan en
muchos pasajes de molestias de influjo psicótico causadas por pará
464
sitos trascendentes de nervios e ideas, dibuja una imagen plástica de
ello, de la que sólo hay que lamentar que hasta hoy su recepción ha
ya sido demasiado escasa en la investigación mística afirmativa, que,
por lo demás, está en manos de ingenuos.
Por muy explosivas que hayan sido las consecuencias derivadas de
la decisión fundamental monoteísta de formar una diada con el ab
soluto, quizá más detonantes aún fueran los efectos de la radicaliza-
ción del atributo de Dios, infinitud, en la teología de la alta y la baja
Edad Media. Se podría llegar a considerar, incluso, el juego de los
teólogos con el concepto de infinitud como un experimento cuyos
resultados arruinaron el proyecto medieval de mundo. Quizá lo que
se llama edad moderna sea, ante todo, una formación reactiva de las
subculturas conceptualmente sensibles a la vacuna con el infinito.
Con el giro hacia el infinitismo, en la esfera de luz interpretada
teocéntricamente se introduce la paradoja espacial, y eo ipso una
irrepresentabilidad aguda. En lo sucesivo, también el Dios de los fi
lósofos se oculta completamente en lo oscuro, como si no quisiera
en absoluto ser menos que el fundamento cristiano del mundo en
oscuridad misteriosa; se sumerge en un abismo de extravagantes de
terminaciones, que no ofrecen sentido alguno a la imaginación es
pacial corriente. Con ello, el design inmunológico de la forma me
tafísica de mundo, la bóveda geometrizada del todo como último
peldaño de abstracción de la uterotécnica y del habitáculo del ser,
entra en una crisis de la que no puede encontrarse ya salida con
servadora alguna. ¿Cómo habría de representarse siquiera una esfe
ra actualmente infinita? Una esfera cuyo centro no tiene lugar al
guno, porque, brotando de puntos que estallan, se repite hasta el
infinito: ¿cómo relacionarse con un monstruo geométrico tal? ¿Ycó
mo, en tanto creatura, sentirse encuadrado en un orden de tal des-
centramiento? ¿No había citado Aristóteles, en su tratado sobre el
cielo, razones concluyentes de por qué un cuerpo infinitamente
grande es un absurdo, de modo que tras él ya quedó claro que ha
bía que contemplar el universo como un máximum bien conforma
do, precisamente como esa esfera celeste una y única?
465
La fuente decisiva para la colocación por doquier del otro cen
tro, el difamado Líber viginti quattuor philosophorum, confirma expre
samente el diagnóstico de crisis; en él tenemos el documento funda
mental del hermetismo filosófico en la alta Edad Media. La teosofía
es la forma de pensamiento que todo lo fía en Dios y que sólo asig
na al mundo el valor posicional de un pliegue complejo en el inte
rior del absoluto. El pensamiento hermético, a su vez, es una parte
de aquellas formidables ciencias ocultas que querían hacer partíci
pes a los seres humanos de un poder ilimitado. El libro de los veinti
cuatro filósofos fue traducido del griego al latín o compilado por
redactores occidentales pocos decenios antes del año 1200, posible
mente; quizá sea incluso la copia o la actualización de un tratado
alejandrino del siglo III, que pudo llegar a Europa por caminos po
co claros, y en el que, según hipótesis más recientes, se conservarían
fragmentos de una Teología aristotélica que se creía perdida219; otros
autores consideran el líbercomo una compilación de frases del neo-
platónico Jámblico. En torno al año 1200 el libro ya está muy difun
dido en el Occidente latino. Aunque no se digna mencionar artícu
lo de fe cristiano alguno, se cotiza mucho entre la elite del clero
europeo, tal como demuestra el número de los manuscritos conser
vados. Quien ha conseguido su literatura alguna vez en librerías al
ternativas sabe qué significa informarse a partir de fuentes que so
brealimentan a los lectores con informaciones completamente
diferentes a las usuales. La lista de pensadores de primer rango, im
presionados o influenciados por el libro, el Maestro Eckhart, Nico
lás de Cusa, Giordano Bruno, Leibniz, asegura al pequeño escrito
un lugar respetable en la historia de la especulación metafísica. La
obra, cuyo autor figura como la persona fantástica de Hermes Tris-
megisto -el primer sabio, según la leyenda de la Antigüedad tardía,
del que tanto Moisés como Platón habrían extraído sus doctrinas-,
conduce sin rodeos a las tierras altas de la teosofía neoplatónica,
diez mil pies más allá de sacerdocio y catecismo.
En la introducción se dice lapidariamente que veinticuatro filó
sofos -como si no se tratara de personal sospechoso- se habrían reu
nido para recopilar sus respuestas a la pregunta: Quid estDeusl, con
la idea de llegar a una determinación final común reuniendo las di
466
ferentes tesis; determinación a la que, por cierto, no se llegará. Tras
esta lacónica observación previa siguen veinticuatro definiciones de
Dios, que, sin derivación unas de otras, pasan por delante del lector
como una lluvia meteorítica de rápidas proposiciones especulativas
de consistencia y audacia sin par. Para nosotros son de especial im
portancia la primera, la segunda y la decimoctava.
1. Deusestmonasmonademgignens, inseunumreflectensardorem.
2. Deus est sphaera infinita cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam.
18. Deus est sphaera cuius tot sunt circumferentiae quot puncta.
1. Dios es la mónada que engendra una mónada y la hace retroflexio-
nar hacia sí en un único soplo ardiente.
2. Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circun
ferencia en ninguna.
18. Dios es la esfera que tiene tantas circunferencias como puntos220.
Mostraremos por qué parece natural leer las tres definiciones co
mo paráfrasis de una única idea, que, bajo la forma de una parado
ja geométrica, expresa una representación necesaria por lo que res
pecta a la teología de la luz y, sin embargo, inaprehensible para la
intuición sensible. Que las proposiciones 2 y 18 convergen se reco
noce directamente por su tema común, la esfera de Dios. Que am
bas coinciden también con la primera es menos autoevidente y hay
que mostrarlo por medio de una consideración adicional.
Al final de la proposición 18 se puede aclarar más fácilmente que
en ninguna parte el capricho esferológico de la conformación divi
na de espacio. En cualquier esfera profana que pongamos, todos los
puntos han de representarse sobre radios que emanan del centro.
Pero en el caso de la irradiación a partir de Dios, en cada punto en
torno a Dios se manifiesta de nuevo el distintivo característico de la
divinidad, la naturaleza irradiante y automanifestante. Si esto es así,
en la esfera divina no tiene lugar la trivial diferencia geométrica en
tre punto medio y punto distante, ya que desde cada punto puede
comenzar de nuevo el proceso de la irradiación en redondo. De he
cho, el proprium de Dios consiste en que transmite a cada punto que
467
toca el regalo de su indivisible plétora esencial, de modo que los
puntos distantes no pueden ser más pobres que el centro, que en
principio parecía monopolizarlo todo él solo. Con ello, lo que era
punto se convierte en centro mismo, y lo que recibió ser se con
vierte, a su vez, en foco de nuevas irradiaciones de ser. De ahí pro
viene que en la «primera» esfera se produzca, necesariamente, una
reacción en cadena de nuevas formaciones a partir de cada punto;
todos y cada uno de los puntos actúan ellos mismos como centros,
irradian su luz a nuevas esferas, dentro de las cuales todos los pun
tos, a su vez, siguen actuando luminosamente y donando ser: y así
hasta el infinito (en caso de que no se quiera traer a colación aquí,
como es usual desde el punto de vista neoplatónico, una mecánica
de la distancia y la debilitación, por la que en último término apa
rece un margen en el que se pierde la irradiación). La sphaira divina,
en consecuencia, tiene en total tantos puntos como circunferencias:
infinitos; que era lo que había que demostrar.
Esta decimoctava definición de Dios, como se nota, es un prin
cipio inmanente de plenitud, que garantiza que no pueda haber
pérdida alguna de substancia en Dios, por muy lejos que alcancen
sus irradiaciones a partir del «primer» centro misterioso. Se podría
decir, igualmente, que no hay puntos débiles en Dios y que en su in
terior, estrictamente hablando, no son posibles regiones alejadas de
él (como hemos visto, el neoplatonismo no es estricto en este pun
to, y salva el primado del primer centro haciendo que la esfera de
emanación se vaya apagando o enfriando hacia la periferia debido
a pérdidas ocasionadas por la distancia); más bien -si se tuviera el
valor de reconocerlo- Dios está presente en plenitud por doquier, en
tero, autodado y autodándose. Con ello, la decimoctava definición,
de modo magníficamente simple y complejo a la vez, proporciona,
bajo la forma de una tesis geométricamente paradójica, el esquema
por el que puede hacerse comprensible a medias para la razón hu
mana el principio generativo de la autoinfinitización de Dios, por
más que la intuición empírica fracase en ese cálculo teomatemático
(pues ésta no puede -ni quiere- representarse punto alguno que es
tuviera infinitamente alejado de Dios, y fuera, sin embargo, Dios
mismo). Dado que Dios, desde un primer centro inconstatable, se
468
derrama en su «entorno», todo punto en tomo a él es él mismo, y,
en tanto se rechaza la idea de una debilitación progresiva de Dios
-en tanto se rechaza o prohíbe nada más hacerse explícita (y expli-
citud es el elemento común de la diabología y de la teología)-, po
see el don inimaginable de ser a cualquier distancia de su centro él
mismo, tan intensamente indiviso y desbordantemente entero co
mo en el hipotético origo mismo. Así pues, desde cada punto de su
contomo genera nuevos contornos, en los que estaría presente, del
mismo modo, en plenitud. Tot circumferentiae quot puncta*21.
Lo único que falta aún a esta audaz proposición es una referen
cia a las fuerzas centrípetas o de reflexión, por medio de las cuales
se garantizaba la «permanencia» de la luz en su primer centro. Se
entiende inmediatamente por qué son necesarias esas fuerzas re
troactivas, si se echa una mirada al design cognitivo del Dios hermé
tico. En el caso de un puro sistema de irradiación -como en el de
simples fuentes de luz sensibles del tipo de soles o lámparas-, el au
ra de rayos en tomo al centro refulgente sería irreflexivamente cen
trífuga; una vez que un rayo abandonaba su fuente, se lanzaba, dis
tante e irreversiblemente, a una vorágine de perpetuo movimiento
de huida. Así y todo, a cada uno de tales rayos le seguía su constan
te renovación desde la fuente, de modo que también la luz irradia
da podía concebirse, en cierto sentido, como «permaneciendo eter
namente en la esfera», por muy debilitada y enrarecida que fuera.
A las características esenciales de la luz divina pertenece, sin em
bargo, el que se complemente y complete a sí misma incesantemen
te por medio de rayos reflexivos o retomantes, razón por la cual to
do «camino de ida» de la luz ha de corresponder a un «camino de
vuelta» más o menos simétrico; esto lo desarrolló la especulación
neoplatónica con toda formalidad. La protoluz no sale, pues, de
modo meramente centrífugo de su primer punto de emisión para
precipitarse en lo inconmensurable, irrecuperable, sino que -en
una eterna revolución conservadora- regresa a su fuente desde un
punto de retomo exactamente determinado. Con cierta falta de res
peto podría decirse que de lo que es capaz el éter aristotélico es ca
paz, sobre todo, la luz noética, dado que su «reflexión» es la prose
cución de la cicloforia etérea con medios superiores. Este retomo o
469
Thomas Wright, ilustración para An Original Theory
or New Hypothesis of the Universe, Londres 1750; cada esfera
de estrellas posee su propio centro inteligente. Dado que Wright
identifica el centro de gravitación del universo con Dios,
y que no hay, pues, una plétora de centros secundarios
que procure contrapesos y equilibrio, el mundo tendría
que implosionar en Dios.
regreso a casa es constitutivo del ser-englobante de Dios, pues sin él
no podría distinguirse, uno de otro, fuente y rayo, primero y se
gundo; no habría motivo racional alguno para la preeminenciaje
rárquica del origen frente a lo originado. El primer emisor se per
dería en sus emisiones, el creador perdería su prioridad ante las
criaturas; el Dios disipador tendría que estallar y difundir eterna
mente, sin poder recoger ni reconocer nunca.
Mientras sea preciso recurrir a representaciones centralistas, la
fuente ha de poseer el privilegio, constitutivo para la unidad-todo,
de recoger de nuevo sus rayos enviados y unirlos; de otro modo, se
trataría sólo de una reacción en cadena, semejante a una explosión
nuclear, y la luz sólo sería el soporte de una diseminación irrecupe
rable; dicho contemporáneamente: un gasto sin beneficio alguno.
Si no tuviera lugar la vuelta de la luz, la monarquía del punto me
dio, toda la economía del centro, correría peligro, y una vez aban
donada ésta, la teología especulativa como tal habría terminado.
Precisamente de esa ley de la vuelta trata, con extrema conden
sación pero de modo suficientemente explícito, la poderosa defini
ción primera del libro de los veinticuatro filósofos: «Dios es una mó
nada que engendra una mónada», cuya segunda parte dice: in se
unum reflectens ardorem, que Kurt Flasch, con tanto atrevimiento co
mo exactitud, traduce: «Yla hace retroflexionar hacia sí en un úni
co soplo ardiente», donde «la» se refiere inequívocamente a los ra
yos que regresan, es decir, a la mónada engendrada, como todo, de
la que se puede mostrar que no significa otra cosa que la suma de la
luz irradiada en tomo, luz que desde el margen de la esfera de luz
es retroproyectada al centro. No en vano ya en la primera de estas
definiciones de Dios se plantea la pregunta por la reflexión o re
greso-a-sí, dado que sin ello Dios sería nada más que un reactor de
luz, y no un proceso de conocimiento. Pero precisamente esto últi
mo es lo que él tiene que ser en una cultura especulativa como és
ta, que subraya la omnisciencia, puesto que en ella subsiste Dios sólo
en la medida en que se afirme como omnisciente-creador-de-todo.
Y está fuera de duda que sin la reflexión salvadora los rayos envia
dos por él se perderían en una «mala» infinitud sin retorno y no vol
veríanjamás al punto.
471
En Leonhard Euler, Cartas a una princesa alemana, 1768.
Dios sólo pudo y hubo de ser representado como esfera porque
únicamente la forma esférica consiguió prometer el autocobijo de
la vida libre y expansiva -se entienda pan-psíquica, vitalista o noéti-
camente- en una estructura abovedada de espacio interior. Si la vi
da sólo fuera de antemano una estancia en lo exterior, si no tuviera
que procurar mecanismos de inmunidad, ni que atender a intereses
de cobijo tanto a pequeña como a gran escala, no se necesitaría ha
blar de círculos y esferas salvo en el último peldaño de su autoin-
terpretación metafísica; pues entonces no habría nada que necesita
ra refugiarse en la forma solidaria y coaligante. La simple presencia
de cosas en el espacio no tiene pretensiones morfológicas, ni gene
ra dificultades con respecto a la idea de que algo sale y no vuelve.
Pero cuando el imperativo inmunológico está metido en la cabeza
-se podría decir también: cuando de lo que se trata es de pensar, en
sentido enfático, una vidé22- el motivo del círculo se impone, pues
to que a él viene asignado more geométrico, ineludiblemente, el peso
principal del aseguramiento del espacio interior y de la conforma
ción del borde del mundo. La vida quiere expandirse libre de mo
vimientos y, sin embargo, experimentar el privilegio de poder habi
tar dentro de un límite endógeno.
(Habitar es, por citar una definición contemporánea: «Cultura
de los sentimientos en un espacio cercado»223; una frase que conlle
va filosóficamente las consecuencias más ambiciosas cuando se ad
mite que el único cerco lógicamente satisfactorio sólo puede pro
porcionarlo el hén kaípán. )
Por eso, incluso un Dios que juega con el fuego infinitista no
puede estar fuera de quicio, fuera de todo límite y atadura; el im
perativo morfológico vale también, y hasta el final, para sus rela
ciones internas más expansivas. Por eso, pues: in se refiectens. Sale de
sí y regresa a sí: esto es lo que había que retener en la primera pro
posición de éste, el más excesivo de todos los discursos sobre Dios.
El ardor, el soplo ardiente, creador de esferas en derredor, que él,
el punto originario, ha lanzado fuera de sí -ése es precisamente el
sentido de hablar de la creación de una mónada por la mónada-
tiene que volver a su emisor sobre un arco de luz, por así decirlo.
Como en la aritmética trivial, también en Dios uno por uno es uno;
473
Paul Klee, Límites de la razón, 1927.
la mónada que se multiplica por sí misma genera de nuevo una mó
nada, pero esta operación, a diferencia de la profana matemática,
posee fecundidad teosférica, ya que «explícita» algo implícito: a sa
ber, la identidad del inextenso punto-uno, o mínimo, y de la om-
nienvolvente esfera-uno, o máximo (por el momento, dejamos de
lado la imposibilidad cosmológica de una esfera así). Desde el bor
de de lo máximo, los rayos provenientes del núcleo vuelven a rom
per contra el núcleo.
