l todo sea holgar, sino porque lo que promete no parece
inmediatamente
cumplirse.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n consciente.
La cual precisamente exige ese momento de voluntad que los burgueses, para los que el amor nunca sera?
lo bastante natural, le prohi?
ben.
Amar significa ser capaz de hacer que la inmediatez no se atrofie por la omni?
moda presio?
n de la mediacio?
n, por la economi?
a, y en ese empen?
o la inmediatez, mediada consigo misma, se constituye en una tenaz presio?
n contraria.
So?
lo ama el que tiene fuerzas para aferrarse al amor, Cuando la ventaja social, sublimada, con- forma incluso el impulso sexual haciendo esponta?
neamente apare- cer atractivos ora II estos ora a aquellos mediante mil rnatizacio- ncs de lo sancionado por el orden, a esa ventaja se opone la in- clinacio?
n afectiva, una vez suscitada, al perseverar en si?
misma donde la gravitacio?
n de la sociedad - antes de toda intriga, que
el senumrento es una prueba que esa actitud, mientras dura, vaya ma? s alla? del sentimiento, aunque sea en la forma de la ob- sesio? n. Pero aquel afecto que, bajo la apariencia de una espon- taneidad irreflexiva y orgullosa de su supuesta sinceridad, se aban- dona por entero a lo que considera la voz del corazo? n y deserta cuando le parece no escuchar esa voz, es, en esa soberana indepen- dencia, precisamente el instrumento de la sociedad. Pasivamente, y sin saberlo, registra los nu? meros que van saliendo en la ruelta de los intereses. Al traicionar a la persona amada se traiciona a
si? mismo. El mandato de fidelidad que imparte la sociedad es un medio para la privacio? n de libertad, mas so? lo mediante la fidelidad materializa la libertad la insubordinacio? n contra el mandato de la socieda d.
111
Fdemo? n y BauciJ. -EI tirano de la casa deja que su mujer le ayude a ponerse el abrigo. Ella cumple soli? citamente con el servicio del amor acompan? a? ndolo de una mirada que dice: que? le vaya hacer, darle su pequen? a felicidad, asi? es e? l, simplemente un hom- bre. El matrimonio patriarcal se venga del amo con la indulgencia que pone la mujer y que se ha hecho fo? nnula en el iro? nico lamen. to por el descontento y la falta de independencia del marido. Debajo de la falaz ideologi? a que coloca al hombre en un puesto super ior hay otra ideologi? a secreta , no menos falsa, que lo redu- ce a un puesto inferior , a vi? ctima de la manipulacio? n , de la manio- bra, del engan? o. El he? roe en zapatillas es la sombra del que tiene que enfrentarse a una vida hostil. Con la misma obtusa inteligen- cia con que la esposa juzga al esposo, juzgan generalmente los nin? os a los adultos. En la desproporcio? n que hay ent re su actitud autoritaria y su desamparo, desproporcio? n que necesariamente se manifiesta en la esfera privada, bay algo de ridi? culo. Todo matri- monio que interpreta bien su papel resulta co? mico, y esto es lo que trata de equilibrar la paciente comprensio? n de la mujer. Ape- nas hay mujer que lleve suficiente tiempo casada que no desaprue- be con sus cuchicheos las pequen? as debilidades del marido, La falsa proximidad estimula la malignidad, y en el a? mbito del con- sumo el ma? s fuerte es quien tiene la sarte? n por el mango. La dia- le? ctica del sen? or y el siervo de Hegel impera, hoy como ayer, en el orden arcaico de la casa, acentuada adema? s por el hecho de que
173
luego norma lment e pone a su servicio-s- no se lo permit e . 172
Par a
? ? ? ? ? la mujer se aferra tercamente al anacronismo. Como matriarca desplazada, alli? donde debe servir se convierte en patrona, mi? en- tras que el patriarca no necesita ma? s que parecerlo para ser una caricatura. Esta diale? ctica, comu? n a todas las e? pocas, se ha presen- tado siempre ante la visio? n individualista como <<guerra de los se- xos". Pero ninguno de los adversarios tiene razo? n. En el desen- canto del hombre, cuyo poder se basa en el hecho de ganar el dinero, que es lo que decide la jerarqui? a humana, la mujer expresa la falsedad del matrimonio, en elque ella busca su verdad. No hay emancipacio? n posible sin la emancipaci o? n de la sociedad.
112
El dona ? erenles. -Los filisteos alemanes de la libertad siem- pre han celebrado muy especialmente el poema de <<El dios y la bayadera>> * con su fanfarria final de que los inmortales elevara? n hasta el cielo con sus i? gneos brazos a los hijos pecadores . No hay que confiar en la generosidad aprobada. Esta hace suyo sin reser- vas el juicio burgue? s sobre el amor vendido; el efecto de la com- prensio? n y el perdo? n divinos so? lo lo consigue poniendo a la gra- ciosa rescatada , con arrohada inspiracio? n , como descarrriada . El acto de clemencia arrastra unas cautelas que lo hacen ilusorio. Para ganarse la salvacio? n - como si una salvacio? n ganada fuera de verdad tal salvacio? n-s-, a la muchacha se le permite participar de la <<fiesta placentera del ta? lamo>>, mas <\DO por placer ni lucro>>. ? Y por que? asi? ? ? No deshace groseramente el amor puro que a ella se le exige el encamo con que los ritmos de danza de Goethe cin? en la figura del poema y que la referencia a la profunda abyec- ci6n ciertamente no puede destruir? Pero es preciso tambie? n hacer de ella un alma buena que renuncie a lo que es. Para ser read- mitida en la congregacio? n de la humanidad, la hetera, de cuya tole- rancia la humanidad alardea, debe primero dejar de serlo. La di- vinidad se alegra del pecador contrito. Toda la incursio? n al lugar donde se hallan las u? ltimas casas es una especie de slumming
parly metafi? sico, un aman? o de la perversidad patriarcal para pare- cer doblemente grande acentuando hasta el extremo la distancia entre el espi? ritu masculino y la naturaleza femenina y reafirman.
* Der Gott und die Bajadere (lndsscbe Legende), poema de Goetbe al que permanentemente se: hace referencia. [N. dd T. ]
174
do luego, adornado de magnanimidad, lo indiscutible del propio poder, la diferencia creada. El burgue? s necesita a la bayadera no s? lameme para el placer, que al mismo tiempo envidia en ella, srno para sentirse tambie? n dios. Cuanto ma? s se aproxima a la linde de su reino y olvida su dignidad, ma? s craso es el ritual de la vio- lencia. La noche procura su placer, pero la ramera es quemada. El resto es la idea .
113
A guafiestas. - La afinidad entre el ascetismo y In embriaguez que la sabiduri? a psicolo? gica universal siempre ha observado J~ fobofilia de los santos y las prostitutas tiene un fundamento 'ob- jetivamente indiscutible en el hecho de que el ascetismo ofrece mayor posibilidad de satisfaccio? n que las dosificaciones de la cul- tura. La hostilidad hacia el placer no puede separarse de la con- {ormida? con I~. disciplina de una sociedad a cuya esencia perte- nece mas el exrgrr que el conceder. Pero existe tambie? n una des-
confianza ha~ia el placer que procede de la sospecha de que no hay placer rungunc en este mundo. Una construccio? n de Schopen- haue~exp~esainconscie~t~mentealgo de esta sospecha. El paso de la afirmacio? n a la negacton de la voluntad de vivir tiene lugar en el desarrollo de la idea segu? n la cual en toda inhibicio? n de la vo- luntad e? sta sufre por causa de un obsta? culo <<que se interpone e~tre ella y el objetivo que persigue, mientras que, por el contra- n. o, el logro de su objetivo tiene por resultado la satisfaccio? n el ble~estar,. la felicidad>>. Pero si, por una parte, y de acuerdo ~n
I~ tntransrgeme concepcio? n de Schcpenhauer, tal <<sufrimiento>> tiende a acrecentarse al punto que a menudo hace deseable la muerte, por otra el mismo estado de <<satisfaccio? n,. es insatisfacto- rio, ya que <<tan pronto como la necesidad y el sufrimiento con- ceden al hombre una tregua, el tedio esta? tan cerca que le crea
la necesidad del pasatiempo. Lo que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la existencia. Pero con Ja existenci~ una vez asegurada no sabemos que? hacer; de ahi? que el segundo impulso que la pone en movimiento sea el deseo de sa- cudir la carga del existir, de hacerla insensible, de 'matar el tiem- po:' ~s decir,. dc huir del tedio>> (Samlliche W erke, Insel-Verlag Leipeig, 1, DIe W ell als Wille und V orslellung, p. 415). Pero el
concepto del tedio, elevado a tan insospechada dignidad, es --cosa 17'
? ? ? ? ? ? ? ? ? que la enemiga de Schopenhauer a la historia seri? a 10 u? ltimo que concediera - de todo punto un concepto burgue? s. El tedio es un complemento del trabajo alienado en cuanto experiencia del anti- te? tico <<tiempo libre. . , ya sea porque e? ste es el encargado de re- novar la fuerza gastada, ya porque carga con la hipoteca que es la apropiacio? n del trabajo ajeno. El tiempo libre es un reflejo del ritmo de produccio? n hetero? nomamente impuesto al sujeto, ritmo que compulsivamente se mantiene en las pausas de descanso. La consciencia de la esclavitud de la existencia entera , que la presio? n de las exigencias adquisitivas, esto es, de la esclavitud misma, no
permite que se despierte, aparece como un intermeezo de libertad. La nostalgie du dimanche no es la nostalgia de la semana laboral, sino de ese estado de emancipacio? n; el domingo deja insatisfecho no porque en e?
l todo sea holgar, sino porque lo que promete no parece inmediatamente cumplirse. Como el ingle? s, todo domingo lo es a medias. Aquel a quien el tiempo se le hace penosamente largo, espera en vano, frustrado de que e! domingo se demora, que man? ana sea otra vez como ayer. Pero el tedio de los que no necesitan trabajar no es esencialmente distinto. La sociedad como totalidad impone a los poderosos lo que ellos aplican a los dema? s, y lo que a e? stos no se les concede apenas se lo permiten a si? mismos. Los burgueses han convertido la saciedad, emparentada con la dicha, en una blasfemia. Como los otros padecen hambre, la ideologi? a decide que la ausencia de! hambre es una ordinariez.
De ese modo los burgueses acusan al burgue? s. Su propia exencio? n del trabajo les prohibe el elogio de la holganza: esta es aburrida. La ecti? tvidad enfermiza a la que se refiere Schopcnhauer tiene menos que ver con la insoportabilidad de la situaci o? n privilegiada que con su ostentacio? n, la cual, segu? n la coyuntura histo? rica, au- mentara? las distancias sociales o bien las reducira? a mera aparten- da mediante actos representativos supuestamente importantes des- tinados a confirmar la utilidad de los amos. Si el que esta? arriba realmente se aburre, ello no es consecuencia del exceso de felicidad, sino del hecho de estar marcada por la infelicidad general, de su cara? cter de mercanci? a, que relega las diversiones a la idiotez; de la brutalidad de las o? rdenes, cuyo ero resuena estento? reo en
los alborozos de los dominadores; del miedo de e? stos a su propia superfluidad. Nadie que extraiga provecho del sistema de! pro- vecho puede existir en su seno sin vergu? enza, y e? sta deforma hasta el placer no deformado, aunque los desenfrenos que los filo? sofos envidian, en algunas e? pocas no debieron ser tan aburridos como
176
e? stos aseguran. Ciertas experiencias que le han sido arrebatadas a la civilizacio? n prueban que en la libertad realizada el tedio desapa- rece. El adagio omne animal post COU? UI" triste es una invencio? n del desprecio burgue? s por el hombre: en ningu? n otro orden se dis- tingue ma? s lo humano de la tristeza de la criatura. El asco sigue no a la embriaguez, sino al amor socialmente aprobado: e? ste es, al decir de lbsen, viscoso. En el er o? ri? cemcn re conmovido el can-
sando se transforma en demanda de ternura, y la momenta? nea im- potencia del sexo es algo accidental y concebido como un suceso completamente exterior a la pasio? n. No en vano combino? Beudelei? - re la esclavizante obsesio? n ero? tica con la espiritualizacio? n y llamo? inmortales por igual al beso, al perfume y a la conversacio? n. La fugacidad del placer, que el ascetismo subraya, responde al hecho de que, fuera de los minutes bereuses, en los que la vida olvi- dada del amante revive en las rodillas de la amada *, no se da placer ninguno. Ni siquiera las cristianas denuncias del sexo en la
Sonata a Kreutzer de Tolsro? consiguen, entre todas las pre? dicas capuchinas, borrar del todo su recuerdo. 1. . 0 que Tolstoi enfrenta al amor sensual no es so? lo el motivo teolo? gico, que grandiosa- mente aparece una y ot ra vez, de la abnegacio? n, de que ningu? n hom. bre ha de hacer de otro un objeto -lo que propiamente consti- tuye la protesta contra la disposicio? n patriarcal-; dicho motivo viene tambie? n mezclado con consideraciones acerca de la defor- ma~io? n burguesa del sexo, de su turbia mezcolanza con todo tipo de Intereses materiales y del matrimonio como indigno compro- miso tanto como sobre el resentimiento rousseauniano contra el goce acrecentado en la reflexio? n. El ataque al periodo de no- viazgo alcanza hasta a la fotografi? a de familia, que recuerda la
palabra novio. <<A esto se an? adi? a la enojosa costumbre de llevar confituras, de cargar con toda clase de golosi? nas, y todos los de- testables preparativos de la boda: por todas partes no se oi? a hablar ma? s que de la casa, el dormitorio, las camas, la topa de casa y de dormir, las sa? banas y los enseres del ban? o. . . Igualmente hace burla de la luna de miel, que es comparada con el desengan? o despue? s de la visita a un puesto de feria calurosamente recomen- dado y <<extremadamente aburrido>>. De este de? gout son menos culpables los sentidos agotados que lo institucional, lo permitido, lo montado, la falsa inmanencia del placer dentro de un orden que lo regula y 10 vuelve mortalmente triste en el momento mismo en
" Ch. Baudclairc, Le belcon. [N. del T. ] [77
? ? ? ? que lo ordena. Tal repugnancia puede aumentar de tal modo que al final toda embriaguez, entre tantas renuncias, prefiere quedar suspendida que asesinar su concepto al realizarlo.
114
Helio/Topo. - AI nmo cuyos padres acogen a un hue? sped le late el corazo? n con ma? s ansiedad que en vi? speras de Navidad. En este caso no por los regalos, sino por el cambio en su vida. El perfu- me que la dama invitada deja en la co? moda mientras se le permite mirar cuando abre su equipaje tiene, al respirado por primera vez, un aroma que es como una evocacio? n. Las maletas con las insignias de la SuvTetthaur y de la Madonna di Campiglio son CQo fres en los que las piedras preciosas de Aladino y AH-Baba? , en-
vueltas en ricas telas, y los kimonos de la visitante, trai? dos en los vagones-literas de las caravanas de Suiza y el sur del Ti? rol, quedan a merced de la insaciable curiosidad. Y como en los cuen- tos las hadas hablan a los nin? os, asi? habla la invitada, seria y sin afectuosidad, al nin? o de la casa. Lo? gicamente e? ste le pregunta por los pai? ses y las gentes, y ella, que no esta? familiarizada con e? l y no ve ma? s que fascinacio? n en sus ojos, le contesta con observa. ciones fatalistas sobre el reblandecimiento cerebral del cun? ado o los asuntos matrimoniales del sobrino. De ese modo el nin? o se ve de repente incluido en la poderosa y misteriosa comunidad de los
adultos, en el circulo ma? gico de la gente razonable. Con el orden del di? a -quiza? al siguiente pueda faltar a la escuela- se sus- penden las divisorias entre las generaciones, y el que a las once todavi? a no le envlan a la cama presiente la verdadera promiscui- dad. La visita hace del jueves di? a de fiesta, y en su bullido se cree esta r compartiendo la mesa con la humanidad entera . Porque el hue? sped viene de muy lejos. Su aparicio? n promete al nin? o la experiencia de lo que esta? ma? s alla? de la familia y le recuerda que e? sta no es lo u? ltimo. Ese ansia de felicidad informe, en un estanque de salamandras y cigu? en? as, que el nin? o habi? a aprendido a reprimir poniendo en su lugar la imagen temible del coco, del
demonio que quiere raptarlo, ahora la vuelve a sentir sin temor. La figura de lo diferente aparece ahora entre los suyos y en inri. mi? ded con ellos. La gitana agorera, admitida por la puerta prin- cipal, es absuelta en la dama visitante, que se transfigura en e? ogcl
salvador. Ella retira la maldicio? n que acompan? a a la Iclicidnd de la inmediata cercani? a al ligarla a la extrema lejani? a. Eso es lo que toda la existencia del nin? o espera, y lo que despue? s continuara? esperando el que no olvida 10 mejor de la nin? ez. El amor cuenta las horas hasta aquella en que la visita ha de traspasar el umbral y devolver el tono a la vida descolorida con un impercepuble: <<Aqui? estoy otra vez / de vuelta del ancho mundo. . .
115
Vino pUTo. -Para saber si una persona piensa bien de ti hay un criterio casi infalible, y es el modo como refiere las manii? es- raciones desfavorables u hostiles que oye sobre ti. Casi siempre tales informes carecen de importancia y no son ma? s que pretextos para abrir las puertas a la malevolencia sin responsabilidad y hasta en nombre del bien. Como todos los conocidos sienten la inclina- cio? n a hablar mal de vez en cuando unos de otros - aunque tamo bie? n lo hacen como protesta contra la insipidez del trato-, cada uno es sensible a las opiniones del otro en la medida en que secre- tamente desea ser querido alli? donde e? l mismo a nadie quiere: no menos difusa y general que la alienacio? n entre los hombres es el ansia de romperla. En este clima prospera el colporteur, al que no le falta el material ni la malaventura y que siempre puede contar con que el que quiere que todos le quieran esta? pendiente de la po-
sibilidad contraria. Loscomentarios desfavorables so? lo deberlen con- rarse cuando de forma clara y laxativa se trata de decisiones que han de tomarse en comu? n o del enjuiciamiento de personas en las que es preciso confiar o con las que hay que trabajar. Cuanto menos interesado parece el informe, ma? s turbio es el intere? s, el placer reprimido de producir dolor. Ello todavi? a es inofensivo cuando el informador quiere predisponer una contra otra a las dos partes y al mismo tiempo poner de relieve sus cualidades pero sonales. Pero ma? s frecuentemente se presenta como virtual pre- ganador de la opinio? n pu?
el senumrento es una prueba que esa actitud, mientras dura, vaya ma? s alla? del sentimiento, aunque sea en la forma de la ob- sesio? n. Pero aquel afecto que, bajo la apariencia de una espon- taneidad irreflexiva y orgullosa de su supuesta sinceridad, se aban- dona por entero a lo que considera la voz del corazo? n y deserta cuando le parece no escuchar esa voz, es, en esa soberana indepen- dencia, precisamente el instrumento de la sociedad. Pasivamente, y sin saberlo, registra los nu? meros que van saliendo en la ruelta de los intereses. Al traicionar a la persona amada se traiciona a
si? mismo. El mandato de fidelidad que imparte la sociedad es un medio para la privacio? n de libertad, mas so? lo mediante la fidelidad materializa la libertad la insubordinacio? n contra el mandato de la socieda d.
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Fdemo? n y BauciJ. -EI tirano de la casa deja que su mujer le ayude a ponerse el abrigo. Ella cumple soli? citamente con el servicio del amor acompan? a? ndolo de una mirada que dice: que? le vaya hacer, darle su pequen? a felicidad, asi? es e? l, simplemente un hom- bre. El matrimonio patriarcal se venga del amo con la indulgencia que pone la mujer y que se ha hecho fo? nnula en el iro? nico lamen. to por el descontento y la falta de independencia del marido. Debajo de la falaz ideologi? a que coloca al hombre en un puesto super ior hay otra ideologi? a secreta , no menos falsa, que lo redu- ce a un puesto inferior , a vi? ctima de la manipulacio? n , de la manio- bra, del engan? o. El he? roe en zapatillas es la sombra del que tiene que enfrentarse a una vida hostil. Con la misma obtusa inteligen- cia con que la esposa juzga al esposo, juzgan generalmente los nin? os a los adultos. En la desproporcio? n que hay ent re su actitud autoritaria y su desamparo, desproporcio? n que necesariamente se manifiesta en la esfera privada, bay algo de ridi? culo. Todo matri- monio que interpreta bien su papel resulta co? mico, y esto es lo que trata de equilibrar la paciente comprensio? n de la mujer. Ape- nas hay mujer que lleve suficiente tiempo casada que no desaprue- be con sus cuchicheos las pequen? as debilidades del marido, La falsa proximidad estimula la malignidad, y en el a? mbito del con- sumo el ma? s fuerte es quien tiene la sarte? n por el mango. La dia- le? ctica del sen? or y el siervo de Hegel impera, hoy como ayer, en el orden arcaico de la casa, acentuada adema? s por el hecho de que
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luego norma lment e pone a su servicio-s- no se lo permit e . 172
Par a
? ? ? ? ? la mujer se aferra tercamente al anacronismo. Como matriarca desplazada, alli? donde debe servir se convierte en patrona, mi? en- tras que el patriarca no necesita ma? s que parecerlo para ser una caricatura. Esta diale? ctica, comu? n a todas las e? pocas, se ha presen- tado siempre ante la visio? n individualista como <<guerra de los se- xos". Pero ninguno de los adversarios tiene razo? n. En el desen- canto del hombre, cuyo poder se basa en el hecho de ganar el dinero, que es lo que decide la jerarqui? a humana, la mujer expresa la falsedad del matrimonio, en elque ella busca su verdad. No hay emancipacio? n posible sin la emancipaci o? n de la sociedad.
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El dona ? erenles. -Los filisteos alemanes de la libertad siem- pre han celebrado muy especialmente el poema de <<El dios y la bayadera>> * con su fanfarria final de que los inmortales elevara? n hasta el cielo con sus i? gneos brazos a los hijos pecadores . No hay que confiar en la generosidad aprobada. Esta hace suyo sin reser- vas el juicio burgue? s sobre el amor vendido; el efecto de la com- prensio? n y el perdo? n divinos so? lo lo consigue poniendo a la gra- ciosa rescatada , con arrohada inspiracio? n , como descarrriada . El acto de clemencia arrastra unas cautelas que lo hacen ilusorio. Para ganarse la salvacio? n - como si una salvacio? n ganada fuera de verdad tal salvacio? n-s-, a la muchacha se le permite participar de la <<fiesta placentera del ta? lamo>>, mas <\DO por placer ni lucro>>. ? Y por que? asi? ? ? No deshace groseramente el amor puro que a ella se le exige el encamo con que los ritmos de danza de Goethe cin? en la figura del poema y que la referencia a la profunda abyec- ci6n ciertamente no puede destruir? Pero es preciso tambie? n hacer de ella un alma buena que renuncie a lo que es. Para ser read- mitida en la congregacio? n de la humanidad, la hetera, de cuya tole- rancia la humanidad alardea, debe primero dejar de serlo. La di- vinidad se alegra del pecador contrito. Toda la incursio? n al lugar donde se hallan las u? ltimas casas es una especie de slumming
parly metafi? sico, un aman? o de la perversidad patriarcal para pare- cer doblemente grande acentuando hasta el extremo la distancia entre el espi? ritu masculino y la naturaleza femenina y reafirman.
* Der Gott und die Bajadere (lndsscbe Legende), poema de Goetbe al que permanentemente se: hace referencia. [N. dd T. ]
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do luego, adornado de magnanimidad, lo indiscutible del propio poder, la diferencia creada. El burgue? s necesita a la bayadera no s? lameme para el placer, que al mismo tiempo envidia en ella, srno para sentirse tambie? n dios. Cuanto ma? s se aproxima a la linde de su reino y olvida su dignidad, ma? s craso es el ritual de la vio- lencia. La noche procura su placer, pero la ramera es quemada. El resto es la idea .
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A guafiestas. - La afinidad entre el ascetismo y In embriaguez que la sabiduri? a psicolo? gica universal siempre ha observado J~ fobofilia de los santos y las prostitutas tiene un fundamento 'ob- jetivamente indiscutible en el hecho de que el ascetismo ofrece mayor posibilidad de satisfaccio? n que las dosificaciones de la cul- tura. La hostilidad hacia el placer no puede separarse de la con- {ormida? con I~. disciplina de una sociedad a cuya esencia perte- nece mas el exrgrr que el conceder. Pero existe tambie? n una des-
confianza ha~ia el placer que procede de la sospecha de que no hay placer rungunc en este mundo. Una construccio? n de Schopen- haue~exp~esainconscie~t~mentealgo de esta sospecha. El paso de la afirmacio? n a la negacton de la voluntad de vivir tiene lugar en el desarrollo de la idea segu? n la cual en toda inhibicio? n de la vo- luntad e? sta sufre por causa de un obsta? culo <<que se interpone e~tre ella y el objetivo que persigue, mientras que, por el contra- n. o, el logro de su objetivo tiene por resultado la satisfaccio? n el ble~estar,. la felicidad>>. Pero si, por una parte, y de acuerdo ~n
I~ tntransrgeme concepcio? n de Schcpenhauer, tal <<sufrimiento>> tiende a acrecentarse al punto que a menudo hace deseable la muerte, por otra el mismo estado de <<satisfaccio? n,. es insatisfacto- rio, ya que <<tan pronto como la necesidad y el sufrimiento con- ceden al hombre una tregua, el tedio esta? tan cerca que le crea
la necesidad del pasatiempo. Lo que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la existencia. Pero con Ja existenci~ una vez asegurada no sabemos que? hacer; de ahi? que el segundo impulso que la pone en movimiento sea el deseo de sa- cudir la carga del existir, de hacerla insensible, de 'matar el tiem- po:' ~s decir,. dc huir del tedio>> (Samlliche W erke, Insel-Verlag Leipeig, 1, DIe W ell als Wille und V orslellung, p. 415). Pero el
concepto del tedio, elevado a tan insospechada dignidad, es --cosa 17'
? ? ? ? ? ? ? ? ? que la enemiga de Schopenhauer a la historia seri? a 10 u? ltimo que concediera - de todo punto un concepto burgue? s. El tedio es un complemento del trabajo alienado en cuanto experiencia del anti- te? tico <<tiempo libre. . , ya sea porque e? ste es el encargado de re- novar la fuerza gastada, ya porque carga con la hipoteca que es la apropiacio? n del trabajo ajeno. El tiempo libre es un reflejo del ritmo de produccio? n hetero? nomamente impuesto al sujeto, ritmo que compulsivamente se mantiene en las pausas de descanso. La consciencia de la esclavitud de la existencia entera , que la presio? n de las exigencias adquisitivas, esto es, de la esclavitud misma, no
permite que se despierte, aparece como un intermeezo de libertad. La nostalgie du dimanche no es la nostalgia de la semana laboral, sino de ese estado de emancipacio? n; el domingo deja insatisfecho no porque en e?
l todo sea holgar, sino porque lo que promete no parece inmediatamente cumplirse. Como el ingle? s, todo domingo lo es a medias. Aquel a quien el tiempo se le hace penosamente largo, espera en vano, frustrado de que e! domingo se demora, que man? ana sea otra vez como ayer. Pero el tedio de los que no necesitan trabajar no es esencialmente distinto. La sociedad como totalidad impone a los poderosos lo que ellos aplican a los dema? s, y lo que a e? stos no se les concede apenas se lo permiten a si? mismos. Los burgueses han convertido la saciedad, emparentada con la dicha, en una blasfemia. Como los otros padecen hambre, la ideologi? a decide que la ausencia de! hambre es una ordinariez.
De ese modo los burgueses acusan al burgue? s. Su propia exencio? n del trabajo les prohibe el elogio de la holganza: esta es aburrida. La ecti? tvidad enfermiza a la que se refiere Schopcnhauer tiene menos que ver con la insoportabilidad de la situaci o? n privilegiada que con su ostentacio? n, la cual, segu? n la coyuntura histo? rica, au- mentara? las distancias sociales o bien las reducira? a mera aparten- da mediante actos representativos supuestamente importantes des- tinados a confirmar la utilidad de los amos. Si el que esta? arriba realmente se aburre, ello no es consecuencia del exceso de felicidad, sino del hecho de estar marcada por la infelicidad general, de su cara? cter de mercanci? a, que relega las diversiones a la idiotez; de la brutalidad de las o? rdenes, cuyo ero resuena estento? reo en
los alborozos de los dominadores; del miedo de e? stos a su propia superfluidad. Nadie que extraiga provecho del sistema de! pro- vecho puede existir en su seno sin vergu? enza, y e? sta deforma hasta el placer no deformado, aunque los desenfrenos que los filo? sofos envidian, en algunas e? pocas no debieron ser tan aburridos como
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e? stos aseguran. Ciertas experiencias que le han sido arrebatadas a la civilizacio? n prueban que en la libertad realizada el tedio desapa- rece. El adagio omne animal post COU? UI" triste es una invencio? n del desprecio burgue? s por el hombre: en ningu? n otro orden se dis- tingue ma? s lo humano de la tristeza de la criatura. El asco sigue no a la embriaguez, sino al amor socialmente aprobado: e? ste es, al decir de lbsen, viscoso. En el er o? ri? cemcn re conmovido el can-
sando se transforma en demanda de ternura, y la momenta? nea im- potencia del sexo es algo accidental y concebido como un suceso completamente exterior a la pasio? n. No en vano combino? Beudelei? - re la esclavizante obsesio? n ero? tica con la espiritualizacio? n y llamo? inmortales por igual al beso, al perfume y a la conversacio? n. La fugacidad del placer, que el ascetismo subraya, responde al hecho de que, fuera de los minutes bereuses, en los que la vida olvi- dada del amante revive en las rodillas de la amada *, no se da placer ninguno. Ni siquiera las cristianas denuncias del sexo en la
Sonata a Kreutzer de Tolsro? consiguen, entre todas las pre? dicas capuchinas, borrar del todo su recuerdo. 1. . 0 que Tolstoi enfrenta al amor sensual no es so? lo el motivo teolo? gico, que grandiosa- mente aparece una y ot ra vez, de la abnegacio? n, de que ningu? n hom. bre ha de hacer de otro un objeto -lo que propiamente consti- tuye la protesta contra la disposicio? n patriarcal-; dicho motivo viene tambie? n mezclado con consideraciones acerca de la defor- ma~io? n burguesa del sexo, de su turbia mezcolanza con todo tipo de Intereses materiales y del matrimonio como indigno compro- miso tanto como sobre el resentimiento rousseauniano contra el goce acrecentado en la reflexio? n. El ataque al periodo de no- viazgo alcanza hasta a la fotografi? a de familia, que recuerda la
palabra novio. <<A esto se an? adi? a la enojosa costumbre de llevar confituras, de cargar con toda clase de golosi? nas, y todos los de- testables preparativos de la boda: por todas partes no se oi? a hablar ma? s que de la casa, el dormitorio, las camas, la topa de casa y de dormir, las sa? banas y los enseres del ban? o. . . Igualmente hace burla de la luna de miel, que es comparada con el desengan? o despue? s de la visita a un puesto de feria calurosamente recomen- dado y <<extremadamente aburrido>>. De este de? gout son menos culpables los sentidos agotados que lo institucional, lo permitido, lo montado, la falsa inmanencia del placer dentro de un orden que lo regula y 10 vuelve mortalmente triste en el momento mismo en
" Ch. Baudclairc, Le belcon. [N. del T. ] [77
? ? ? ? que lo ordena. Tal repugnancia puede aumentar de tal modo que al final toda embriaguez, entre tantas renuncias, prefiere quedar suspendida que asesinar su concepto al realizarlo.
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Helio/Topo. - AI nmo cuyos padres acogen a un hue? sped le late el corazo? n con ma? s ansiedad que en vi? speras de Navidad. En este caso no por los regalos, sino por el cambio en su vida. El perfu- me que la dama invitada deja en la co? moda mientras se le permite mirar cuando abre su equipaje tiene, al respirado por primera vez, un aroma que es como una evocacio? n. Las maletas con las insignias de la SuvTetthaur y de la Madonna di Campiglio son CQo fres en los que las piedras preciosas de Aladino y AH-Baba? , en-
vueltas en ricas telas, y los kimonos de la visitante, trai? dos en los vagones-literas de las caravanas de Suiza y el sur del Ti? rol, quedan a merced de la insaciable curiosidad. Y como en los cuen- tos las hadas hablan a los nin? os, asi? habla la invitada, seria y sin afectuosidad, al nin? o de la casa. Lo? gicamente e? ste le pregunta por los pai? ses y las gentes, y ella, que no esta? familiarizada con e? l y no ve ma? s que fascinacio? n en sus ojos, le contesta con observa. ciones fatalistas sobre el reblandecimiento cerebral del cun? ado o los asuntos matrimoniales del sobrino. De ese modo el nin? o se ve de repente incluido en la poderosa y misteriosa comunidad de los
adultos, en el circulo ma? gico de la gente razonable. Con el orden del di? a -quiza? al siguiente pueda faltar a la escuela- se sus- penden las divisorias entre las generaciones, y el que a las once todavi? a no le envlan a la cama presiente la verdadera promiscui- dad. La visita hace del jueves di? a de fiesta, y en su bullido se cree esta r compartiendo la mesa con la humanidad entera . Porque el hue? sped viene de muy lejos. Su aparicio? n promete al nin? o la experiencia de lo que esta? ma? s alla? de la familia y le recuerda que e? sta no es lo u? ltimo. Ese ansia de felicidad informe, en un estanque de salamandras y cigu? en? as, que el nin? o habi? a aprendido a reprimir poniendo en su lugar la imagen temible del coco, del
demonio que quiere raptarlo, ahora la vuelve a sentir sin temor. La figura de lo diferente aparece ahora entre los suyos y en inri. mi? ded con ellos. La gitana agorera, admitida por la puerta prin- cipal, es absuelta en la dama visitante, que se transfigura en e? ogcl
salvador. Ella retira la maldicio? n que acompan? a a la Iclicidnd de la inmediata cercani? a al ligarla a la extrema lejani? a. Eso es lo que toda la existencia del nin? o espera, y lo que despue? s continuara? esperando el que no olvida 10 mejor de la nin? ez. El amor cuenta las horas hasta aquella en que la visita ha de traspasar el umbral y devolver el tono a la vida descolorida con un impercepuble: <<Aqui? estoy otra vez / de vuelta del ancho mundo. . .
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Vino pUTo. -Para saber si una persona piensa bien de ti hay un criterio casi infalible, y es el modo como refiere las manii? es- raciones desfavorables u hostiles que oye sobre ti. Casi siempre tales informes carecen de importancia y no son ma? s que pretextos para abrir las puertas a la malevolencia sin responsabilidad y hasta en nombre del bien. Como todos los conocidos sienten la inclina- cio? n a hablar mal de vez en cuando unos de otros - aunque tamo bie? n lo hacen como protesta contra la insipidez del trato-, cada uno es sensible a las opiniones del otro en la medida en que secre- tamente desea ser querido alli? donde e? l mismo a nadie quiere: no menos difusa y general que la alienacio? n entre los hombres es el ansia de romperla. En este clima prospera el colporteur, al que no le falta el material ni la malaventura y que siempre puede contar con que el que quiere que todos le quieran esta? pendiente de la po-
sibilidad contraria. Loscomentarios desfavorables so? lo deberlen con- rarse cuando de forma clara y laxativa se trata de decisiones que han de tomarse en comu? n o del enjuiciamiento de personas en las que es preciso confiar o con las que hay que trabajar. Cuanto menos interesado parece el informe, ma? s turbio es el intere? s, el placer reprimido de producir dolor. Ello todavi? a es inofensivo cuando el informador quiere predisponer una contra otra a las dos partes y al mismo tiempo poner de relieve sus cualidades pero sonales. Pero ma? s frecuentemente se presenta como virtual pre- ganador de la opinio? n pu?
