En tomo a 1750 un aforístico podía haber afirmado que la antigravita ción, la
elegancia
y la máquina constituían las grandes tendencias de la época.
Sloterdijk - Esferas - v3
Ciertamente, los ciudadanos de la época de posguerra en el Occidente en prosperidad hacen examen de conciencia de modo más o menos con fuso sobre el hecho de que gozan de un efecto invernadero del confort, sobre todo si el centro de gravedad de la historia en alerta de su vida cae en el espacio de tiempo entre 1945 y 19905*0. Como confirman observadores más antiguos casi al unísono, en ese lapso de tiempo se fueron imponien do las características de la gran reorientación continuadamente, aunque no sin retrocesos. También durante ese período los símbolos materiales de la no-pobreza casi general pasaron a primer plano. La nueva liaison entre capacidad adquisitiva de las «masas» y frivolidad de las «masas» conduce, en el frente más amplio posible, a un cambio psicosocial de estado de áni mo. Hasta en las capas más bajas de la burguesía media se puede estipular un consumo ostentoso de lujo de moda, mesa y movilidad como carac terística de las formas de vida socioindustriales; el culto al automóvil refle
ja la participación de todos los estratos sociales en técnicas de expansión agresivas, no pocas veces autodestructivas5*1. La fuerte dilatación del tiem po libre afecta al modus vivendi de todas las subculturas y niveles de renta. Son innumerables los que aprovechan sus excedentes en tiempo libre de vigilia para elaborar sus humores, sus talentos, sus enfermedades, su victi- mismo subjetivo y sus metafísicas privadas; tanto quienes viven solos como acompañados invierten cuantos enormes de atención, capacidad dejuicio, saber y savoirfaire en la mejora de sus viviendas y segundas viviendas; la re conversión del impulso a moverse en deporte, música, turismo e innume rables tipos de activismo de diversión alcanza un nivel para el que no hay modelo alguno en la historia de las civilizaciones. Incluso cuando sucede, como en la actualidad, que el Norte adinerado se ve obligado a abandonar el «capullo de los felices decenios de posguerra» -la expresión proviene de Pascal Bruckner- y a acomodarse a turbulencias, el nivel, que pasos atrás ha
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cen descender pasajeramente o durante fases más amplias, queda aún in comparablemente alto desde el punto de vista histórico-social.
Por lo que respecta a la percepción empírica e interpretación moral del gran cambio, habría que escuchar a la mayoría de los seres humanos del segundo tiempo de posguerra como testigos de época. Quien al final de la Segunda Guerra Mundial puso atención como observador de realidades americano-estadounidenses y europeo-occidentales tuvo oportunidad de percibir las derivaciones de la era precedente, marcada aún, predominan temente, por la penuria económica y la precariedad psicosocial, para com pararlas, después, rasgo a rasgo, con las definiciones -en relajamiento- de realidad del período siguiente de crecimiento continuado. Las últimas fa ses de carestía en el mundo occidental sobretensionaron la época de am bas guerras mundiales y los estadios agitados del experimento ruso; con la prohibición en Estados Unidos, los años veinte pusieron en marcha una insurrección tardía y estéril del antiguo sentimiento de seriedad de vida, que se había unido a un gran rechazo del consumo y la distensión. El con tinuo de oscurecimiento pasó en Occidente por la fase de depresión de los años treinta -entonces el Central Park de Nueva York era una favela com puesta de tiendas y barracas, mantenida en vida trabajosamente por el compromiso de instituciones caritativas y comunales- hasta llegar a las se cuelas de miseria de la Segunda Guerra Mundial, incluidos los comienzos de la fase de reconstrucción. Tras la gran crisis de 1930, Franklin D. Roo- sevelt pudo constatar que un tercio de la población de Estados Unidos es taba alimentada y vestida insuficientemente; todavía en 1962, Michael Ha- rrison, en su clásico estudio The Other America. Poverty in the United States*2, estimó en más del 20 por ciento el factor pobreza.
Sobre ese trasfondo se entiende por qué en la primera mitad del siglo XX parecía natural, e incluso quizá era legítimo, ceder a la tentación por inercia y seguir utilizando los lenguajes pesimistas del siglo XIX, junto con sus equivalentes utópicos -casi tan obtusos-, por mucho que éstos se pre sentaran como ciencia de un futuro mejor. Los discursos dominantes des pués de 1918 pueden remitirse, con pocas excepciones, a una alternativa tan superpotente como estéril: o uno se sometía resignadamente a las le yes eternas de la pobreza de masas, que sólo parecían admitir un pequeño número de ganadores en el malvado juego de la competencia, o, con mi litante audacia, uno se soñaba adelante, avanzando hacia un final rico e igualitario de la historia, que estaría cercano en cuanto las fuerzas pro
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ductivas de la «sociedad» cayeran en las manos oportunas. Hundirse en la melancolía conservadora de la parálisis o, con optimismo autohipnótico, dar el salto a la «revolución» (imitando el delirio leninista y avivando la es peranza de una oportunidad próxima): ésta parecía ser la elección que el campo histórico de entonces prescribía a intérpretes suyos que se tenían por realistas. Que con ello se exigía decidir entre dos opciones completa mente sobrepasadas era algo consciente a pocos entonces. También lo que se consideraba vanguardia fue burlado por falsos escenarios. Precisamen te la temprana Escuela de Frankfurt, que se hizo hegemónica desde los años cincuenta en Alemania, y más tarde en Estados Unidos como critical theory, se había enredado entre esos dos polos engañosos; sólo se mostró original por el hecho de proponer una combinación de salto y parálisis con consecuencias que llegan hasta el más reciente pesimismo de gala alemán. Sólo una pequeña minoría de intelectuales era capaz y estaba dis puesta, desde los años veinte, treinta, a salvaguardar, más acá de la utopía, más allá de la desesperanza, la referencia a los hechos económicos, jurídi cos y técnicos contemporáneos, en los que -por acumulación incesante de pasos aislados, apenas perceptibles, inventivos, operativamente eficientes- se hizo efectivo el acontecimiento de la época, la primera ruptura del círculo de miseria para los muchos583.
El lado psicodinámico y mental de esa cesura histórica no se trató en ninguna parte con el pormenor conveniente, por no hablar de las dimen siones conceptuales del acontecimiento: a ningún diagnosticador del mo mento se le ocurrió que en las generaciones presentes se estaba produ ciendo nada menos que el desprendimiento del concepto de realidad de la dogmática inmemorial de lo serio, pesado y necesario; en la que (según las insinuaciones del lógico e intérprete de Hegel, Gotthart Günther) des de siempre se oculta el sedimento de una comprensión tradicional insufi ciente de «ser» en el marco del pensamiento bivalente. En todos los fren tes se seguían escribiendo las novelas negras del positivismo. Tanto en el campamento izquierdo como en el derecho la inteligencia se desplomaba ante lo real como lo dominante, lo grandioso, lo terrible; sólo mínimos círculos estéticos consiguieron substraerse al culto de la realidad y a sus consecuencias paralizantes. Muy pocos se dieron cuenta, con Musil, de que al sentido de la realidad le había salido un rival serio en forma del sen tido de la posibilidad, que hoy alcanza su forma de explicación cristali zando en el reino de lo virtual. ¿Quién hubiera estado dispuesto a admitir
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que estaba en marcha una mutación de la experiencia y concepto de lo real mismo? El mensaje del siglo no encontró pregonero alguno. Tendría que haber rezado: hemos resucitado de lo real; o, menos patético: en ade lante permaneceremos a distancia de lo real.
La operación enriquecimiento es tan amplia, está tan llena de corrien tes en contra y efectos paradójicos, además, tan complicada en ambigüe dades y excepciones, ensombrecida por preguntas tan asediantes por los costes externos (hasta llegar a la sugerencia de que habría una carrera de armamentos de la miseria con el bienestar, imposible de ganar por este úl timo a la larga), que, exceptuando ciertos logros conceptuales, medio siglo después sigue sin poder ser apreciada en su desarrollo total. Tanto más difícil resultaba comprender lo que sucedía entonces, cuando esto mani festaba sus primeros perfiles. Ninguno de los que tras 1945 dirigieron su atención al fenómeno «economía libre de mercado» o comentaron la pe netración de electrodomésticos y combustibles fósiles en el moderno esti lo de vida hubiera sido capaz de juzgar el significado de esos objetos para la redefinición de viejos conceptos fundamentales europeos como «natu raleza», «realidad», «libertad» y «existencia». Por el contrario, apenas habría algún filósofo de ese tiempo que hubiera estado dispuesto a cons tatar que prácticamente todo el vocabulario tradicional de su disciplina co menzaba a volverse histórico con la aparición en el «mundo de la vida» de los teléfonos, motores de combustión interna, aparatos de radar, máquinas calculadoras. Puede que la antigua ecología europea de la escasez fuera perdiendo terreno, pero la creencia en el primado de la necesidad y en el carácter de carga de la existencia seguía manteniendo en pie el Viejo Mun do. El hábito de ser pobre y no tener éxito no cedía en su afán de dominio sobre los estados de ánimo. La riqueza llegó como un ladrón durante la no che584. Los pensamientos de los enriquecidos estaban en otra parte.
Hoy va resultando poco a poco reconocible que la negación de la levi- tación constituye la constante de la historia más reciente de las ideas. Fue ra donde fuera donde el alivio o aligeramiento pretendiera introducirse en la teoría y la moral, la gran mayoría de los pensadores -sobre todo los exégetas de los extremos, tanto de izquierdas como de derechas- se reti raba al terreno de lo «real» con peso, que se oculta bajo las superficies de la vida cotidiana y que ellos no se cansaban de evocar bajo los nombres más duros. Mientras que la descarga o aligeramiento enviaba por doquier sus señales, los realistas extremos se entregaban más desenfrenadamente
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que nunca al culto del pensamiento depresivo. Walter Benjamín se aven turó a la imagen del ángel de la historia, que creía tener a la vista una úni ca catástrofe, que amontona incesantemente ruinas sobre ruinas; con ello creó la imagen-test para los trastornos de vista de un siglo ofuscado por ra dicalismos585.
No puede decirse que sus contemporáneos lo hicieran mejor: se remi tieron a la lucha de razas y a las leyes de la sangre, a la explotación y las lu chas agudizadas de clases, al trauma y producciones inconscientes, al cuer po ignorado y a la agresión necrófila, a la mecanización de la vida y dominio de los aparatos, a la falta de recursos y a la segunda ley de la ter modinámica, a la aceleración del tráfico y globalización de la economía, al azar y acontecimiento no domesticado: pero, sobre todo, a la catástrofe, y una vez y otra a la catástrofe. Esos son los sitiales elevados en los que rei naba, soberanamente recelosa, la conciencia que había desertado a lo real. Ningún lomo de tigre era demasiado ancho como para que los realistas no hubieran querido cabalgar sobre él. Quien se consideraba en algo como pensador tenía que enseñorearse de lo real e inaugurar un discurso triun fante sobre su principio característico. Así como Bacon había enseñado que sólo se domina la naturaleza obedeciéndola, los realistas del siglo XX representaron la doctrina de que sólo se domina lo real sometiéndose a ello. Toda intervención en lo real estaba condenada a destacarse en com petición con otras duras ficciones de realidad. El suprematismo del realis mo se convirtió en el estilo lógico de la época. En la carrera por la puesta en evidencia más explícita de lo real hubieron de surgir las variantes on- tológicas de la pornografía: jamás se ha mirado a la realidad desnuda más profundamente dentro de las entrañas. Lo que se llamaron ideologías ¿qué eran, de hecho, sino ficciones de lo real, embriagadas por su dureza, su frialdad, su obscenidad? Para pasar como faltos de ilusión, los espíritus fuertes se precipitaron en el culto de la diosa cruel Facticidad. A ella le se cundaba una aliada no menos cruel, Decisión (en tanto que se reconoce la esencia de la apariencia en apostar por una única opción y dejar que mueran las alternativas). Con menosprecio indecible miraban los realistas, los diestros, los articulistas de los hechos duros, hacia lo que consideraban la chusma afeminada liberal, que se niega a aprender las lecciones sobre pasadas de la crueldad: si se trata de cepillar tablones de futuro, tanto peor para las virutas. Innumerables intelectuales se entregaron a la convicción de que sólo los grandes empresarios, los gángsters y dictadores han mira
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do al fondo de lo real; únicamente la mimesis del crimen da entrada al pensamiento en la arena histórica. Quien no logra participar en la em presa de la realidad como rufián del horror no ha entendido nada de las reglas de juego del todo.
Pero ¿y si el acontecimiento filosóficamente relevante del siglo XX hu biera consistido en que todas las ficciones de realidad, adictas a la grave dad, fueron debilitadas por un momento explícito de impulso hacia arri ba? ¿Si, en consecuencia, de lo que se tratara fuera de hacer profesión de aligeramiento como de una cesura evangélica? ¿De entender los realismos trágicos como hipnosis por kitsch negro? ¿Si el arrastrarse ante las defini ciones más duras de realidad hubiera sido el signo característico del opor tunismo más fútil -que hoy vuelve a verse actuar en los inspiradores inte lectuales de la realpolitik estadounidense-, como si se hubiera recapacitado mucho tiempo sobre la esencia del crimen, llegando a la conclusión de que sólo él determina el sentido del ser: al comienzo fue el delito? ¿Y si el espíritu libre hubiera de abandonar las estampas devotas de los hechos, a los que supuestamente no hay alternativa, si quiere volver a encontrar el camino a lo abierto? ¿Y si la característica del pensamiento reaccionario consistiera, desde entonces, en su alianza con la fuerza de la gravedad con el fin de negar la antigravitación?
2 La ficción del ser-de-carencias
A la vista de estas cuestiones se entiende sin esfuerzo que en el trans curso del siglo XX hubiera de resultar más difícil mantenerse en los su puestos fundamentales del conservadurismo clásico (en tanto su constitu ción es la de un conservadurismo de la miseria, un catolicismo de la carencia y una negación de la riqueza). En la medida en la que el mensa
je encubierto, y sin embargo omnipresente, de la facilitación de la vida se materializaba en los ánimos de las generaciones siguientes, la interpreta ción del mundo a la luz del prejuicio de la carencia se situó en una posi ción poco plausible. Cuya debilidad sólo podía compensarse con un des pliegue acrecentado de abstracciones pesimistas; y con una reforzada importación de negatividades. En este contexto ideológico se llega a una segunda explotación de la periferia, esta vez en favor del masoquismo del centro. El hábito de importar, barata, miseria como materia prima y de ela-
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horaria en productos admonitores de alto valor para el mercado domésti co es hasta hoy virulento entre los activistas de la indignación586. Con el ñn de no tener que reconocer lo inaudito sucedido en el Primer Mundo, la Internacional Pesimista hace cómputo de la penuria del Tercer Mundo frente a la reciente riqueza de Occidente y deduce un balance negativo; sí, incluso remite originariamente el bienestar del Primer Mundo a la pobre za del Tercero, para hacer que su holgura de vida parezca resultado de la injusticia (tanto económica como políticamente) frente al hemisferio sur. Así consigue que las circunstancias de vida propias, junto con su evidente abundancia y dinámica de mimo o autohalago, no se tematicen por de masiado cargadas de culpa. Siempre se permanece extático frente a la mi seria de los otros; a menudo hasta tal punto que ya no se puede decidir si en ese giro hacia el no-yo y no-aquí se trata de buscar ayuda desde lejos o de hipocresía en casa587. Los representantes de este modo de pensar se comportan como si hubieran descubierto una ley natural desconocida: la de la conservación de la energía miserógena. El espíritu conservador de la miseria, negador del bienestar, ha invertido, sobre todo desde los años se senta, grandes esfuerzos en la desvalorización de la riqueza occidental, en tanto que demostró la insostenibilidad de los métodos que ha habido has ta ahora para su adquisición: el debate internacional sobre los «límites del crecimiento» fue de trascendencia, como es sabido, porque tradujo el pe simismo económico clásico (al que hacen compañía últimamente todos los tipos de fundamentalismo) al lenguaje de la ecología, atrayendo, de ese modo, a unajuventud alternativa.
El esfuerzo más ambicioso del conservadurismo indigente frente al gi ro hacia una civilización del bienestar consistió, sin embargo, en colocar más en lo profundo los fundamentos conceptuales de la ontología de la ca rencia. Esto sólo pudo suceder haciendo de la carencia una especie de esencia negativa. Se trataba de desligarla de los datos económicos con el fin de colocarla, tan profundamente como fuera posible, dentro de la esencia humana, sí, dentro del corazón mismo de la subjetividad: la psique originariamente disociada, expoliada, requerida en exceso. Cuando lo que se pretende esjuzgar la existencia humana bajo el punto de vista de su de terminación como carencia, no puede tratarse de una privación fáctica, ca sual y reversible de una gran mayoría de personas reales de bienes mate riales y simbólicos; lo que importa realmente ha de presentarse ahora como una necesidad apriórica constitucional o biocultural del homo sapiens.
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El recuerdo de esa maniobra ingeniosa, aparentemente lograda en principio, la predatación de la pobreza humana antes de toda manifesta ción histórica y social concreta de carencia de productos, oportunidades y recursos, va unido en los anales de las ciencias de la cultura a la obra de Amold Gehlen, un sabio al que no se ofende si se le considera -antes de Niklas Luhmann- como el más sagaz de los conservadores confesos del siglo XX. De acuerdo con su puesto en la historia reciente de las ideas, Gehlen es un joven hegeliano de derechas, que declaró como tarea per sonal la materialización empírica o antropológica de la filosofía. En el planteamiento de Gehlen se puede ver un camino alemán al pragmatismo; su lema es escepticismo frente al desvanecimiento del «espíritu irreal»; su señal distintiva: menosprecio por la credulidad de los intelectuales en las palabras. Desde el punto de vista tipológico la inteligencia de Gehlen pue de calificarse de jesuítica, dado que debe sus mayores posibilidades a una actitud, casi reformadora, ejercitada ante la solidez del contrincante, de resistencia conservadora. Incluso el título paradójico de conservador de vanguardia, que dieron a Luhmann interlocutores italianos en los años se tenta, puede retransferirse sin esfuerzo a Gehlen, casi una generación ma yor. Cuando se trata de asomarse a los modernizadores más exitosos del síndrome pesimista en el siglo XX, su nombre merece citarse incluso antes del de Freud, Lacan, Adorno y Cari Schmitt.
Se revelará de provecho para lo que sigue examinar detalladamente, y analizar en su coherencia, la operación fundamental del conservadurismo rearmado con métodos gehlenianos: la determinación del homo pauper mediante una antropología profundizada de la carencia. Al hacerlo se mostrará cómo un aparato analítico de gran modernidad fue puesto ex presamente al servicio de ánimos conservadores y compromisos hostiles al aligeramiento de las cosas. Para construir como animal profundamente pobre al ser humano activo, reflexivo, creador de cultura, a pesar de todos sus potenciales creativos, Gehlen recurre a concepciones que en el mo mento de su primera configuración sistémica, los tardíos años treinta, per tenecían a las más avanzadas, y que hasta hoy no han sido comprendidas en todas partes ni desde todos los puntos de vista: comenzando por la ex presión nietzscheana, fecunda sin límites, del ser humano como «animal no determinado», hasta llegar a la tesis onto-antropológica de Scheler de la «patencia del mundo» (un motivo que en la lección de Heidegger, Con ceptos fundamentales de la metafísica, mundo-finitud-soledad, del semestre de
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invierno de 1929-1930, habría de desempeñar un papel sobresaliente). Geh- len, además, introduce en su empresa el concepto de acción de la tradi ción trascendental, y, junto a él, el concepto de riesgo de la filosofía con temporánea de la existencia, el concepto de posición del decisionismo, el concepto de síntoma del psicoanálisis. A ello se añaden una serie de inte lecciones biológicas de incitante novedad, como la concepción de neote- nia -la fijación fenotípica de conformaciones corporales juveniles- de Ju- lius Kollmann o la sensacional tesis de Lodewig (Louis) Bolk, expuesta en 1926, de la retardación primaria de la ontogénesis humana, así como de la retención de características fetales en la morfología adulta del ser huma no58. Si hay en Gehlen algún resto idealista se muestra en un antibiologis- mo escrupulosamente cultivado, que llega hasta la negación de dotaciones instintivas efecdvas en el homo sapiens: una posición exagerada, que se vio obligado a revisar en una fase posterior de su obra.
Todos estos aspectos determinantes se sintetizan en el teorema estraté gicamente central de Gehlen del ser humano como ser-de-carencias [Mán- gelwesen]. Esta expresión no sólo ha de designar las «dotaciones negativas» biológicas del homo sapiens, con todas sus no adaptaciones, no especializa- dones, no desarrollos y así llamados primitivismos589; recuerda también la elevada presión de carga bajo la que, según Gehlen, se inclinaría desde el comienzo este animal, necesitado sobremanera de protección, desligado del medio ambiente, expoliado de instinto, orgánicamente falto de recur sos, sin una guía interior innata. El autor no se cansa de poner de relieve la imposibilidad biológica de este ser vivo con giros siempre nuevos: afec tada por una «falta de medios única», esta criatura, «considerada como ser natural», está «inadaptada sin esperanza»590; es «incapaz para la vida en cualquier esfera de la naturaleza realmente natural y originaria»591; un re sultado de un «parto prematuro normalizado»592; amenazada por «tensio nes interiores virtuales», extremadamente altas593, y dotada de un peligro so potencial de desamparo y autodestrucción. Una vez formulados estos diagnósticos no podía tardar la apelación al patriarca del modo de consi deración antropológico-carencial, Johann Gottfried Herder. Gehlen le re clama abiertamente como su «predecesor» y toma de él una proposición fundamental bimembre sobre el ser humano, que reza: el «carácter de su especie» consiste siempre y por doquier en «vacíos y carencias»594; aunque por su genio lingüístico, así como por su capacidad creativa cultural e ins titucionalmente, el ser humano transforma su expolio originario en un
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privilegio. Después de esto ya pueden seguir el programa y la confesión de principios:
La antropología filosófica no ha dado un paso hacia delante desde Herder y, en esquema, es el mismo modo de ver las cosas que yo quiero desarrollar con los medios de la ciencia moderna. Tampoco necesita dar ningún paso hacia delante, porque eso es la verdad**5.
Se puede mostrar sin mucho esfuerzo que este sugestivo retrato del homo sapiens pauper está impregnado de una ambigüedad, cuya puesta en evidencia disuelve el sentido de toda la construcción, de tal modo que, después de ello, ésta puede ser interpretada igualmente como alegato en favor de lo contrario. Cuando Gehlen, tras las huellas de Herder, habla del homo sapiens como ser de carencias, presupone una historia de debilitación del ser humano o del predecesor del ser humano, que, de acuerdo con sus propios supuestos, ya no puede ser interpretada como mera historia natu ral. Evidentemente, el ser humano pobre y débil del retrato de Gehlen ha de constituir el punto de partida de una gran narración de la carencia pri mordial y de su compensación, igualmente originaria, mediante capacida des culturales. Dentro de este esquema queda completamente oscuro, sin embargo, cómo un ser vivo puede haber llegado por evolución natural a sus carencias iniciales. De una historia natural del antecesor del ser hu mano no puede deducirse una dote tan dramática de expoliaciones. La na turaleza abandonada a sí misma no conoce ninguna transmisión exitosa de inadaptaciones o debilidades mortíferas; en todo caso, especializacio- nes arriesgadas del tipo del plumaje del pavo real o de los cuernos del cier
vo, efectos de los que no puede hablarse en absoluto precisamente en el homo sapiens, que, como Gehlen no se cansa de recalcar, está des-especiali- zado yjuvenilizado del modo más llamativo. Así pues, si el desarrollo bioló gica y culturalmente motivado condujo después a resultados tales como los que se produjeron en el ser humano primitivo, sus propiedades evolutiva mente favorecidas no pueden interpretarse como expolios; al contrario, tendrían que poseer virtudes preponderantemente cualificadoras o, por hablar con Darwin,y¡! /nm-acrecentadoras.
Es absurdo describir la escena primordial de la formación del hombre como aparición de una criatura incapaz para la vida, que -apenas asenta da en el mundo entorno- hubiera de retirarse inmediatamente a la en
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voltura protectora de una coraza cultural protésica para compensar su im posibilidad biológica. El refinamiento de la imagen somática que ofrece el homo sapiens hay que pensarlo, en realidad, como dependiente de una ten dencia estable a largo plazo, que sólo pudo tener éxito sobre la base de un ensamblaje de factores biológicos y culturales. Este tirón de desarrollo só lo puede entenderse como un efecto de incubadora autofortalecedor, que convierte tanto a losjóvenes como a los individuos adultos de la especie en beneficiarios de una tendencia confortante, cerebralizante e infantilizado- ra. Esta se impone sin que por ello fueran menoscabadas a largo plazo y específicamente las oportunidades evolutivas de este ser vivo tan incubado, arriesgado neoténicamente. La historia de éxitos de la symbolic species no podría haber resultado tal como se presenta desde la retrospectiva hoy po sible, si, de acuerdo con su rasgo fundamental, no hubiera conducido a un ensamblsye productivo de refinamientos somáticos y fortalecimientos psi- coneuro-inmunológicos y técnicos596.
Si se invierte en este punto la serie de condiciones del ser-y-devenir-así del ser humano, reconociendo el acierto evolutivo de las morfologías hu manas, los indicios para la evaluación antropológica muestran eo ipso una tendencia opuesta. El ser humano no acude a la cultura y a sus institucio nes para transformarse de un ser biológicamente imposible en una criatu ra de algún modo apta aún para la vida; más bien procede de las circuns tancias de su generación y educación de tal modo que se aprovecha de su privilegio singular de incubadora hasta en sus más íntimas dotes somáticas, en su capacidad cerebral, su sexualidad, sus estructuras inmunes, su des nudez. Su fortaleza se expresa en el privilegio de su elevada fragilidad. En otras palabras, el homo sapiens no es un ser de carencias que compensa su pobreza con cultura, sino un ser de lujo, que por sus competencias proto- culturales estaba suficientemente asegurado para sobrevivir frente a todos los peligros y a prosperar ocasionalmente. En ello hay que admitir que los sapientes tuvieron que limitarse la mayoría de las veces, por motivos com prensibles, a la realización de una pequeña parte, más bien robusta, de su potencial cultural, para, llegada la ocasión, aventurarse en desarrollos de lujo típicamente específicos.
El homo sapiens es un ser intermedio basalmente mimado, polimórfica- mente suntuoso, capaz de superaciones múltiples, en cuya formación han colaborado fuerzas conformadoras genéticas y técnico-simbólicas. Su diag nóstico biomorfológico remite a una larga historia de refinamiento auto-
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plástico. Sus oportunidades de ser mimado vienen, por herencia, de lejos. A la vez, sigue pertrechado de una tenacidad completamente animal, más aún, dotado de una capacidad de perseverar hasta el final bajo las cir cunstancias más miserables. Describir las características provenientes de todo ello como «dotación con carencias» es una idea que sólo se le ocurre a un intérprete cuando se propone suministrar informes del homo pauper mismo -dogmáticamente presupuesto- en las condiciones más tempranas, a pesar de que desde las categorías del propio aparato teórico se insinua ran ya valoraciones contrarias. Por ello, la entente cordiale de Gehlen con el pastor de Weimar, Herder, es más que un azar de la historia de las ideas. Su idea común del ser humano como ser de carencias satisface la nueva necesidad del pesimismo burgués de reemplazar el dogma -devenido in vendible entre los cultos- del pecado original por la tesis, mucho más atractiva, de la carencia original.
Como más plausiblemente puede fundamentarse la inversión de los in dicios establecidos por Gehlen es con sus propios medios conceptuales. Que el homo sapiens no puede ser un ser de carencias, sino que desde el prin cipio encama una formación de lujo, es comprensible en toda forma en cuanto se someten a un análisis más cercano los dos conceptos más impor tantes del sistema de Gehlen: por una parte, la idea de patencia del mun do*, con la que el autor se introdujo en el horizonte de la filosofía de su tiempo; por otra, la categoría de descarga**, que representa, sin duda, la con tribución más fructífera de Gehlen a la antropología tanto filosófica como empírica: en ella se reconoce una de las pocas configuraciones conceptua les realmente originales de las ciencias de la cultura del siglo XX. Dado que ambos conceptos fueron puestos en la conexión más estrecha por el propio Gehlen, pueden discutirse aquí legítimamente en un derrotero común.
Desde su patencia de mundo se desarrolla en el ser humano -siguien do el supuesto fundamental de Gehlen- una complicación existencial, pa-
‘ Weltoffenheit patencia de mundo o del mundo, es decir, apertura del mundo al hombre y del hombre al mundo, el mundo se manifiesta al ser humano, el mundo es algo manifiesto para el ser humano, que percibe su apertura o patencia. (N. del T. )
* Entlastung. descarga de peso, de la sobrecarga estructural del ser humano, alivio de ten siones por el lujo de vivencias, etc. Recuerda, en un contexto transferido, al aligeramiento [Erleichterung] general del que se viene hablando en estas páginas como señal característica del ser humano en la modernidad. (N. del T. )
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ra la que no hay ejemplo alguno biológico: dado que vive, experimenta y reflexiona más que ningún animal, el ser humano es una criatura a la que se le exige demasiado no sólo ocasionalmente, sino que está sobrecargada estructuralmente. Su constitución fundamental, desde el lado sensible, se llama inundación de estímulos y, por el pragmático, presión de riesgo. Ya que el ser humano no trae consigo ninguna acoplación innata al entorno, al menos no para la totalidad de las circunstancias, que siempre tiene que arreglárselas en medio de compromisos autoestablecidos con el entorno, su ser-en-el-mundo tiene el carácter del estar-inmerso en un «campo de sorpresas»597. «A la luz de esta consideración, la patencia del mundo es fun damentalmente una carga»mH. Con ello se dice -aunque no lo exprese el autor- que el rasgo fundamental de la vivencia del mundo y del compor tamiento con él del homo sapiens consiste en una superabundancia de im presiones perceptivas, así como de posibilidades de experiencia y acción, y en absoluto en una expoliación y pobreza precedentes. Por su naturale za subespecializada, múltiplemente adaptable o «abierta» se produce, por una parte, una receptividad excesivamente impresionable, por otra, un es pectro extremadamente amplio de opciones de acción, que alcanza desde el término medio trivial hasta las improbabilidades del arte, la ascesis, la orgía y el crimen. Si pudiera existir en seres de ese tipo algo así como un temprano aditamento de sensación de carencia residiría en el embarazo ante la propia riqueza: una problemática que para la razón de la vida dia ria se expresa por el cliché «tortura de la elección», imbarazzo della sceltay semejantes; con mayor ambición teórica, lo mismo puede captarse en fi guras como «reducción de complejidad». El ser humano está «cargado» por su plasticidad en el sentido, por ejemplo, en que los millonarios han de inclinarse ante la necesidad de tener que administrar su riqueza.
Estas observaciones son reforzadas por las explicaciones de Gehlen con respecto a la categoría innovadora descarga: una expresión que articula el aspecto más importante de una economía general de la existencia. Si se puede decir que el ser-ahí es, efectivamente, en principio, un ser-cargado paradójico -y, como se ha dicho, por la riqueza del extatismo sensórico y pragmático del ser humano-, la tarea de los mecanismos descargantes es reducir la tensión primaria por la riqueza; comenzando con la configura ción modélica de la percepción y con la automatización de decursos de ac ción, hasta llegar a la normalización de expectativas de futuro mediante ri tuales y a la exclusión de imprevistos por rutinas técnicas. ¡Simplifícate, ser
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humano, hazte calculable! Gehlen supone, realistamente, que la vida, tan to somática, psíquica como socialmente, sigue la inclinación a instalarse en condiciones de funcionamiento de una bien temperada banalidad; condi ciones que se describen, psicológicamente, como habituaciones y, antro- pológico-culturalmente, como instituciones. Descarga es, según ello, un mecanismo de ahorro: constituye un procedimiento para echar el cerrojo a la tentación de autodesgaste. Su efecto capital surge de la inmunización contra la inmediatez, sea la del gasto excesivo de energía en el obrar es pontáneo, sea la de la inundación de percepciones arriesgadamente des automatizadas. Implanta, en cierto modo, un primer sistema de inmuni dad pragmático, que defiende contra las infecciones de la psique por un exceso de estímulos no asimilables e impide el gasto de energías psíquicas en aperturas extáticas al campo de acción y de percepción.
En un perfil así del concepto resulta claro que descarga no tiene nada que ver con administración de carencias: es competente para la gestión de una riqueza, que exige economía doméstica y sagacidad inversora. Sólo porque el elemento del ser humano es el demasiado, se hacen necesarias simplificaciones, restricciones y habituaciones, que detengan el derroche a bajo nivel, con el fin de tener a disposición las energías ahorradas para empresas superiores, más ambiciosas simbólicamente. En ese proceso de graduación se percibe el motivo del excedente tanto primaria como se cundariamente. Después de que Gehlen haya hecho lo suyo -casi con éxi to- para declarar pobre al ser humano ya al nivel elemental, vuelve a anun ciarse en su exposición de la economía psíquica más desarrollada del homo sapiens la riqueza negada del comienzo; sí, después de que fuera modela do por los mecanismos de descarga civilizatorios, en forma de potenciales de acción economizados, que sólo a niveles más altos impulsan verdadera mente a su realización. Pero, al igual que sucede en el caso de la primera riqueza, que surge de la patencia del mundo, Gehlen logra describir tam bién la segunda como carga y factor negativo. La palabra clave psicoeco- nómica para la segunda riqueza se llama liberación, que también conlleva un problema de inversión: se entiende por sí mismo que para el antropó logo estricto sólo valdrán asientos serios. Este procedimiento se explica en el ejemplo de la vida contemplativa de los carismáticos, que son sostenidos por las «sociedades» que los rodean, o en el modo de ser de los artistas, cu ya fluctuación entre maestría y licencias anárquicas presupone la toleran cia por parte del mundo que comparten. Ambos tipos de existencia libe
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rada han de ilustrar que todo depende de conectar la abundancia de energía conseguida por descarga con regulaciones ascéticas, sean las de la clausura monacal, sean las del atelier, de todos modos, el antropólogo con templa con preocupación y repugnancia la des-regulación de las existen cias de artistas en las subculturas anarquistas del siglo XX. Gehlen teme que si el anarquismo artístico hiciera escuela en general se arruinaría en poco tiempo la reproducción simbólica de la «sociedad» en sus institucio nes. Como el gran inquisidor de Dostoievski, el antropólogo está conven cido de que la libertad representa una exigencia excesiva, para la que só lo están preparados los menos. Para todos los demás, que no son capaces de la ascesis de las élites auténticas, se impone una heteronomía conse cuentemente organizada. Decididamente convencional, Gehlen apuesta por la disciplina con respecto a los muchos59.
Así, también con la mirada puesta en la dinámica humana de descar ga aparece claro que no se puede hablar de una problemática originaría de carencia; lo que realmente demanda interpretación y explicación es la absorción de las energías excedentes y su desvío a procesos más ambicio sos. Gehlen permanece fiel a su impulso pesimista también en el peldaño superior: del mismo modo que ha interpretado como carga originaria la patencia de mundo del ser de lujo que es el ser humano, explica también como cargas de segundo orden las energías ahorradas y liberadas, que están a disposición para lo superior y más amplio. Para éstas formula la sos pechosa recomendación de gastarlas al servicio de formas objetivas; aun que se tratara de rituales mágicos, por muy cuestionables que puedan ser sus éxitos empíricos. Mejor servir a una forma vacía, mientras tenga la fuerza de imponerse, que perderse en la libertad de la amorfía y en la fal ta de compromiso del mero experimento. Esto no lo podía decir más cla ro ningún miembro de la congregación de fe romana. Evidentemente, no es, pues, un ser de carencias originado por la evolución el que preo cupa al antropólogo; se trata del ser de lujo que es el ser humano, cuyo mimo constitutivo y protuberancia caprichosa le resultan inquietantes al máximo.
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3 Ligereza y aburrimiento
Si nuestros humores son los modelos de nuestrasfilosofías, dígame entonces, Edwin, ¿en
cuál se vierte la verdad?
Friedrich Schiller, El paseo bajo los tilos
Devolviendo al contexto de su tiempo la paradójica construcción de Gehlen del ser humano pobre, aparece una conexión sensible con el mo vimiento epocal del aligeramiento de la vida en la affluent society: un movi miento que, en otro matiz (y sobre el trasfondo de los modernos sistemas de solidaridad), habría que definir como transición a una primera red exi tosa de constructos de inmunidad altamente individualizados. No puede tratarse de un mero azar el hecho de que las expresiones centrales del con servadurismo modernizado, descarga y liberación, sean más aptas que cualquier otra para conceptualizar los reflejos subjetivos de la gran levita- ción. Son, efectivamente, su tiempo captado en pensamientos.
Con la aparición de la «sociedad» completamente legaliformizada, que flota en rutinas de optimación, movida por el dinero, ha entrado en vigor, por hablar una vez más con Hegel, un «estado de mundo», cuya carac terística principal consiste en un cambio perceptible de los contextos de seriedad y proporciones de peso existenciales. Pero dado que la «socie dad» levitada no ha encontrado aún el concepto correcto de su propia aventura, de la descarga que alcanza a todos sus estados de cosas semánti cos y materiales, o que, donde lo ha encontrado, no sabe utilizarlo con sen tido correcto, está expuesta a la tentación de hablar tanto de sus grandes logros como de males nuevos, y tanto de sus conquistas innovadoras como de situaciones precarias sin par. También por lo que respecta a sus estados de ánimo, marcados por liberaciones, la «sociedad» está en la incertidum bre en su salida del universo de la pobreza; cuando se refiere a su alivio inusual se pregunta si no se habrá alejado propiamente del camino verda dero, por difícil, y dictado por la penuria*’0.
Como intranquilo por estímulos de un tipo semejante, Hegel escribió en enero de 1807 en un tono solemne, diagnosticador de los tiempos:
Por lo demás, no es difícil ver que nuestro tiempo es el tiempo del nacimiento y del tránsito a un nuevo periodo. El espíritu ha roto con el mundo anterior de su
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existencia y representación [. . . ] disuelve una partícula tras otra del edificio de su mundo anterior, su desmoronamiento se insinúa sólo mediante síntomas aislados; tanto la ligereza como el aburrimiento que se propagan por lo existente, el pre sentimiento indeterminado de algo desconocido, son indicios de que algo dife rente está en marcha [. . . ] El comienzo del nuevo espíritu es el producto de una amplia revolución de múltiples formas intelectuales, el precio de un camino en trelazado de diversos modos601.
Si en algo se equivoca Hegel es en considerar la ligereza y el aburri miento como presagios de situaciones venideras: en realidad son lo nuevo mismo aparecido. Constituyen rastros tempranos del tránsito a una flota ción apenas reconocida del ser y a un desvanecerse del tiempo, desligado de metas fijas, que proporcionan su tonalidad a la nueva época en general. Hay que entender que aquí no se habla del spleen aristocrático, que había florecido bajo el Ancien régime, no se trata del paladeo melancólico de la doucer de vivre a hora avanzada. El giro expresivo del «propagarse» de tales estados de ánimo «por lo existente» habla ya de disposiciones burguesas. Delata la preocupación del filósofo por la solidez de las circunstancias de mundo transformadas en el campamento liberal. Por muy partidario que se reconozca de la nueva constitución de mundo, en la que la substancia quie re ser desarrollada como sujeto, no permite que cualquier modo discrecio nal de la subjetividad valga como representante de la substancia. Tiene que tratarse de una forma intelectual seria y capaz de representación del sujeto laborioso, la que ha de encontrarse en casa en la nueva situación posrevo lucionaria, instalada por una libertad que hubiera llegado a sí misma en el médium del Derecho. Los modos románticos de la conciencia ligera y abu rrida sólo poseen el significado de síntomas para Hegel: no han de consti tuir más que un mórbido intermezzo entre dos momentos sólidos; el más an tiguo vendría encarnado por el substancialismo católico, ya superado, y el nuevo ha de pertenecer a la libertad posprotestante dentro del Estado de Derecho. Con todo, la ligereza y el aburrimiento representan un entreacto, al que hay que asignar tanto margen de tiempo como exigen la fermenta ción y la fiebre transitoria para su trabajo provechoso: había que pasar in cluso los excesos terroristas de la Revolución Francesa como estadios nece sarios en el currículum que conduce al Estado de Derecho.
Pero ¿y si lo que está en fermentación no piensa en volver al reposo tras una efervescencia con éxito y, una vez que se ha elevado, quiere afirmarse
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Bernardino de Sousa Pereira: Primer intento de vuelo del globo de aire caliente de Bartolomeo Laurenzo de Gusmáo ante el rey Juan V, 1709.
como un modo de existencia de propio derecho, más ligero, más libre, más frívolo? ¿Cómo hemos de entender que el capriccio no se contentara ya con ser un género musical o una tonalidad literaria y quisiera conver tirse en un aspecto del modas vivrndi burgués, en un estilo de uso del di nero y de asiento de sentimientos e inclinaciones? ¿Y si los mongolfieros, que subieron al cielo de Francia durante la mode au balón antes de la Re volución. no fueran meros antojos condenados a la caída (una aeromá- quina s< nu jante, la Charliére, cayó a tierra en agosto de 1783 en Gonesse, cerca de París, y fue atacada por campesinos, llenos de pánico, con horcas y guadañas, para acabar siendo «matada» por un soldado por un disparo de fusil)? ¿Si esos aparatos de antojo significaran, más bien, la ambición de los modernos de instalarse en el espacio aéreo? ¿No había ya enviado Vol- taire en 17;VJ al héroe de su novela, Micromegas, sobre rayos de sol por el es pacio, aludiendo con ello a la intención de los ilustrados de tomar pose sión de la vertical? No se trataba más que de un emulador de Francis Bacon, que en 1(>24, en su narración utópica de la isla Xun'a-Atlántida, ha bía profetizado la imitación del vuelo del pájaro mediante máquinas apro piadas"02. También las maquinarias teatrales del Barroco habían descu bierto la dimensión altura, haciendo que flotara en el aire, sobre las cabezas del público, Mercurio con sus alas talares, Fortuna con su esfera. Se trata
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ra de juegos eclesiásticos o seglares, en sus apoteosis finales imprescindi bles el espacio aéreo se había convertido en un escenario por encima del escenario60*. Las ilusiones ópticas de las pinturas de techo de la misma épo ca invitaban al público a navegaciones en la vertical. Todas estas ocupa ciones del espacio de altura ya no podían anularse. Incluso los bailes del período pre-revolucionario dejaban reconocer que el piso ya no podía re clamar durante más tiempo, sin más, sus antiguos derechos a la atracción de los cuerpos; en lugar de los pasos gravitatorios surgió una cultura de los saltos y movimientos flotantes.
En tomo a 1750 un aforístico podía haber afirmado que la antigravita ción, la elegancia y la máquina constituían las grandes tendencias de la época. Los fenómenos hablaban por sí mismos: ¿no había delirado todo el siglo XVIII, poética y técnicamente, por el «arte-aire-nave», por la navigation aérienne, por máquinas de Dédalo y balones aerostáticos? ¿No había llega do realmente la víspera de la Revolución Francesa el momento en el que los seres humanos se sentían maduros para emancipar la existencia de la triste costumbre de su pesadez y para arrebatar a los dioses su último pri vilegio, el puro capricho? Con la exhibición exitosa de un globo de aire ca liente realizada por los hermanos Mongolfier el 19 de septiembre de 1783 en el patio del castillo de Versalles en presencia de Luis XVI se dio el sig no oficial para el comienzo de la levitación: un acontecimiento rodeado de júbilo, en el que un cordero, un gallo y un pato fueron los primeros ha bitantes animales de la Tierra que gozaron del placer de la subida a una altura de más de 120 metros. (Al cordero se le instaló en los corrales rea les y se le atendió cuidadosamente durante toda su vida, como merecía un testigo del progreso. ) Por esos tiempos la política de la antigravitación había dado el salto epocal y, en forma de republicanismo y navegación aé rea, de estética y terapéutica, de industria y tráfico de gran distancia, esta ba en vías de crear sus propios medios y máquinas. ¿No había declarado
Jacques Alexandre César Charles -el primer ser humano que había subido a una altura de 3. 500 metros a bordo de un balón de oxígeno el día 1 de diciembre de 1783- al día siguiente en el Journal de París: «Jamás algo igua lará al instante de alegría que se apoderó de mi existencia cuando sentí que abandonaba la tierra. »? También la multitud de abajo se extasiaba an te estos actos pioneros y festejaba a los aeróstatas como a los auténticos hé roes del momento; había entendido intuitivamente que ello también era asunto suyo. Parecía que la humanidad, representada por su vanguardia
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Encuentro de globos en los Alpes.
en las cestas bajo los globos atraídos por el cielo, hubiera encontrado la sa lida de su incapacidad autoculpable de volar. Jean Paul hizo que el aero nauta (iianozzo viviera en la barquilla del globo, y contempló a su héroe, como a un humorista pragmático, pasar las noches, durmiendo, en la al tura. Ya sólo el hecho de que este observador liberado del mundo inferior hubiera le romperse la nuca al caer durante una tormenta delata cómo el poeta, rcirocc-diendo ante el propio co-descubrimiento de la antigravita ción, se refugia en último instante en el cliché icárico; concediendo una última palabra malvada a la gravedad. Todavía cien años después de las primeras ascensiones de los mongolfieros y charlieros, Nietzsche, en la Ga- V(i <mii it. . apostrofará a los amigos librepensadores de la vida experimen tal como nosotros, aeronautas del espíritu». Así pues, quien no quiere hablar del impulso hacia arriba ha de guardar silencio también de la Mo dernidad.
Para apreciar en su justo valor la cólera antirromántica (y anti-antigra- ve) de 1legel hay que reconocer en él una figura precoz del conservadu rismo moderno. Le motiva la acertada percepción de que los llamados ro
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mánticos, los nuevos ligeros y aburridos, los polivalentes y flotantes, esos empresarios y aeronautas metafóricos en el espacio irónico, ya no están dispuestos a dejar que sus ánimos levitados, que planean por encima de cualquier empresa sin rumbo fijo, se consideren sólo como provisorios pa tológicos que habría que abandonar tan pronto como se haya vuelto a con diciones sólidas: un suceso que fue confirmado, por lo demás, por algunas conversiones espectaculares en los curricula vitae de los «subjetivillos» que
jugaban con todo al principio. Para Hegel, la punta hiriente del ataque romántico está en que con él lo ligero se consolidó por sí mismo. El filó sofo percibe claramente que aquí hay que poner en marcha procesos de revisión de los pesos y medidas de la antigua ponderación seria. Tiene pre sente, asimismo, que en el modo moderno de vivencia el aburrimiento se emancipa como fenómeno con valor propio: el tiempo interior se desyuga de carros destartalados con metas objetivas, de manera que surge una con ciencia suelta impelente, liberada de finalidad, en senddo positivo sin tra bajo, que avanza del capricho a la coyuntura y de vuelta al capricho: se le podría llamar el descubrimiento de las grandes vacaciones a partir del espíritu de los objetivos finales tachados. No resulta sorprendente que un pensador como Hegel, que todo lo que consideraba válido de verdad sólo pudo hacerlo inteligible desde un final explícitamente conseguido con ceptualmente, no reconociera en tales planteamientos otra cosa que des pliegues de un arbitrio veleidoso sobre el mundo objetivado. En las mani festaciones del espíritu levitado, que, por decirlo así, juega divinamente consigo mismo y con el elemento del mundo, sólo ve una «insubstanciali dad» que, como enseña, toma ineludiblemente en sus manos el timón «cuando falta la seriedad, el dolor, la paciencia y trabajo de lo negativo»604. Por muy amplio que sea, por lo demás, el parentesco entre ironía y dialéc tica, Hegel pretende fijar la inquietud activa, que es el sí mismo605, al mo vimiento circular serio y a la producción laboriosa que sabe adonde va. Por eso la libertad tiene que soportar que se la equipare a la comprensión de la necesidad: como si hubiera emergido de la substancia durante un se gundo insolente, para volver a hundirse inmediatamente, como afectada de arrepentimiento y vértigo, en la necesidad, legalidad, autolimitación.
Jamás puede permitirse que la efervescencia de lo vivo se convierta en un ir flotando sin rumbo; jamás el impulso hacia arriba puede seguir su pro pia línea. Inadmisible es para Hegel también el cortocircuito romántico entre la vivencia pura y el sentido de la existencia, tal como Lord Byron lo
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articuló en una carta del año 1813 a su prometida: «La gran meta de la vi da es la sensación, para experimentar que existimos, aunque sea entre tor mentos». Para el pensador, tales movimientos y conmociones sólo pueden ser los de la mala finitud; cuyo rastro psicológico es el sí mismo enfermo, que huye de su indolencia y falta de mundo refugiándose en jactancias e intensivismos.
De hecho, sin embargo, las disoluciones de la ligereza autoconscien- te sólo fueron posibles en el horizonte de una «sociedad» que, gracias a su acumulación de bienestar, ciencia y técnica, ya estaba a punto de salir del ámbito de la historia como trabajo duro y lucha: un estado que fue anticipado con gran pregnancia y precocidad maníaca en los pupitres del Romanticismo temprano. La doctrina poetológica de Novalis de la potenciación de lo casual sólo pudo ser redactada en un contexto, en el que -a consecuencia de la cesura kantiana y fichteana- ya era posible des pedirse del dictado de la objetividad externa como de un prejuicio derro cado. Tras la caída del Ancien régime ontológico se escuchan nuevos tonos:
Todos los azares de nuestra vida son materiales de los que podemos hacer lo que queramos. Quien tiene mucho espíritu hace mucho de su vida - cualquier co nocimiento, cualquier incidente sería para el que está lleno de espíritu - el primer miembro de una serie infinita - comienzo de una novela infinita.
Humanidad es un papel humorístico**’.
Hay que precaverse de aducir la precocidad de tales bosquejos como reproche en su contra. Tampoco puede confundirse la venganza, una y otra vez desatada, de lo real con una refutación de las tendencias antigra ves, por mucho que los conservadores integren con gusto tal cosa en su vi sión de los hechos: desde siempre han creído en la caída, no en el vuelo. Si Icaro cae al mar, serán ellos los que lo han sabido siempre. El pesimis mo manifiesta su debilidad, su parentesco con el ánimo vengativo, cuando pretende tener razón frente al esclarecimiento. ¿No más permisos de des pegue, pues, para reos de imitación de Icaro? Todavía la conocida vincu lación de Freud entre la erección y la «superación de la fuerza de la gra vedad» deja entrever la creencia de que tras tales insurrecciones la fuerza de atracción de la Tierra tiene la última palabra.
Lo que de hecho se había implantado al máximo nivel con la ironía romántica y su arte de tomarse a la ligera todas las cosas fue el cuestiona-
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miento del concepto tradicional de realidad junto con su fundación en una ontología superada monovalente; esto no sólo acaba en la crisis de la «teleología occidental»607, sino en la liquidación del concepto de realidad de la gran cultura. Los procedimientos técnicos más visibles para ello son la aeronáutica, que udliza el impulso hacia arriba, y la astronáutica, que abre a los cuerpos terrenos el acceso a la ingravidez. Desde ahora en el aire no hay nada menos que el final de lafuerza de gravedad608. Le llega la hora al pesimismo ontológico, que nunca había podido hablar de otra co sa que del Uno necesario. La nueva era es la de la distensión de la subjeti vidad frente a las venerables definiciones del mundo de la seriedad. Con ella comienza la infiltración de ligereza y ambigüedad en la pesantez monótona de la substancia. La libertad es más que la necesidad compren dida: es la división entre las fuerzas cargantes y descargantes.
En este punto queda claro dónde prenden empíricamente los intereses de una esferología pluralista: lo que le importa es acercarse con nuevos medios de descripción a la reconstrucción de espacios de animación co- subjetivos o surreales. Gracias al concepto de descarga puede emprender se la interpretación climatológica de una realidad polivalente, cuyo punto de mira se dirija a la animación de células mundano-vitales por medio de tendencias antigraves. Bsyo este punto de vista la Modernidad aparece co mo un experimento de levitación expansivo y transcultural: con el acento puesto en la espumización de lo real gracias a la introducción de momen tos de impulso hacia arriba en el complejo de la gravedad. Hay que admi tir ahora que el concepto de civilización tiene como premisa el de anti gravitación; implica la inmunización frente a la gravedad, super-gravedad, que paraliza las iniciativas humanas desde antiguo; protesta contra los montes inamovibles. Siguiendo el impulso a una explicación acorde con el tiempo de las técnicas de inmunidad, hay que hacer explícito ahora, por su parte, el giro hacia el aligeramiento.
Una vez asegurada en esbozo la deducción de las culturas del estrés co lectivo y de su desarrollo legal en el decorum de grupos -nos remitimos una vez más al trabajo de futuro de Bazon Brock y Heiner Mühlmann-, hay que dilucidar también el sentido civilizatorio de los momentos anti-estresantes. El triunfo empírico de las corrientes antigraves puede deducirse de la ob servación de que en todos los ámbitos abarcados por el mecanismo del mer cado y por la revisión inventiva la carencia se ha convertido en un bien es caso. Si fuera de otro modo no podría haber competencia alguna por la
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administración de los recursos penuria, pulsión, necesidad: ni a nivel ma terial, ni a nivel simbólico. Es sabido que en la esfera de consumo desarro llada son las ofertas las que abundan, mientras que las necesidades suscep tibles de demanda se presentan cada vez más como escaseces609.
Por los efectos antigraves de la superabundancia de medios de civili zación, que, a pesar de todos los contragolpes y aniquilaciones de valores, se acumulan incesantemente desde hace doscientos años, se ha puesto en marcha un proceso de revisión del concepto de realidad que echa aba
jo el asunto de lo sólido, pesado, ineludible. Partiendo de la definición de espuma que dimos al comienzo, hay que describir la totalidad del campo social modernizado como un sistema multicameral, compuesto de células de impulso hacia arriba - vulgo «mundos de\ja vida»-, en las que los sim biontes gozan de efectos antigraves, gracias a los medios de ingravidez ac cesibles a ellos. Los espacios simbióticos están constituidos co-confortable, co-frívola, co-delirante, la mayoría de las veces co-hipócrita y co-histérica- mente también. Por eso no son seguros frente a la infestación mimética y a la irrupción de epidemias paranoides. Si atribuimos a la climatología una importancia existencial tan grande es porque, por motivos filosóficos, hay que preguntar más allá de acondicionamientos técnicos de aire y modifi caciones opcionales de condiciones de respiración físicamente concretas: lo que da que pensar es la atemperación del ser-en-el-mundo en general, el ánimo del ser-ahí entre los polos de agravación y aligeramiento. ¿Espu ma significaría ahora: aire para respirar en un lugar inesperado?
Hay que admitir que el descubridor de los ánimos exploradores del mundo en el contexto filosófico, Martin Heidegger, estableció otros signos completamente diferentes para la valoración de lo ligero y pesado (bajo es te punto de vista, un pariente de Gehlen en el espíritu vanguardista-con servador). Por muy contemporáneas que sean las percepciones de Hei- degger con respecto a los flujos descargantes en la economía doméstica climática de la existencia modernizada, tanto por su hábito como por su pathos se manifestó claramente en contra de las tendencias de levitación y dedujo la dignidad de la existencia -todavía dentro completamente del sentimiento heroico de la vieja Europa- del dejar-se-enrolar en lo duro, pesado, necesario. Como Hércules en la encrucijada, el verdadero filósofo elige la solución incómoda. Aunque, como en Gehlen, este voto tiene una tonalidad voluntarista: otra vez vuelve a anticiparse el capricho a la necesi dad. Lo que le importa esta vez al pensador heroico es superar la conven
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ción por la espontaneidad. Aunque esto sólo significa que a un descubridor (mejor: a un explicitador) no se le puede obligar a sacar las consecuencias «progresivas» de su descubrimiento.
La opción en favor de la concentración, seriedad y pesantez -sobre un trasfondo de intelecciones agudas y profundas sobre la validez y omnipre- sencia de existenciales como dispersión, ligereza e indecisión- no puede deducirse necesariamente, en modo alguno, de la propia fenomenología de Heidegger de los estados de ánimo. Considerando las cosas con mayor detención, se muestra que las valoraciones ponófilas, amigas del esfuerzo, enemigas del aligeramiento -tanto en Heidegger como en Gehlen, Schmitt y semejantes-, son enteramente de naturaleza decisionista y prejuiciada; en todo caso, pueden anclarse en el decorum del viejo heroísmo europeo. Es tos protagonistas del realismo en el mundo desencantado poseían una conciencia agudizada de que, bajo las condiciones de su propio tiempo, la dispersión es un fenómeno más amplio que la concentración. Por analogía con ello, deberían haber tenido claro que la ligereza es toda una dimensión más rica que la seriedad, la indecisión que la decisión, y, finalmente, por rozar el núcleo caliente de la actualidad: que la falta de compromiso abar ca un campo más complejo de situaciones, tomas de postura y oportuni dades existenciales que el compromiso.
Sólo una opción espontánea puede obligamos a intervenir en un pun to conflictivo de lo real. No obliga la necesidad, somos nosotros quienes elegimos una dificultad. Mussolini lo había comprendido cuando definió el fascismo como horror ante la vida cómoda. En la popularidad ilimitada del deporte, que ya llamó la atención antes de 1914 al diagnosticador de los tiempos, Oswald Spengler, se articula la verdad sobre la época presen te: en él la necesidad imperativa ha sido sustituida por el esfuerzo elegido; a la pasión sigue la afición; el juego ha aventajado al trabajo, y lo que se presenta como trabajo es la superabundancia que ha puesto cara seria; las oficinas de trabajo ya podrían llamarse hace tiempo oficinas de simulación de trabajo. El capricho lleva de la cuerda por doquier a lo necesario. Sólo por mor de la forma ontológica acostumbrada se dejan atar las fuerzas li beradas y se hacen el tonto tanto como la necesidad quiera; simulan, co mo es debido, servir a los fines más sólidos e ineludibles.
La información decisiva sobre la inversión de los signos entre lo ligero y lo pesado procede de los mundos de expresión en los que se reviste la disposición popular neo-atlética al esfuerzo: precisamente porque las for
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mas de vida civilizadas, descargadas técnicamente, prácticamente nunca exigen ya en serio de los individuos que lleguen a sus límites -de modo que summa summarum están descargados crónicamente de la gran reacción de estrés frente a un riesgo real para el cuerpo y la vida-, muchos de ellos optan por una recarga intencionada, aunque no porque crean en la nece sidad de su apuesta, sino porque, de un modo latente-irónico, reclaman para sí el derecho a esfuerzos y riesgos acrecentados*10; se podría hablar de un apedto endógeno de caso crítico: los programas heroicos, que funcionan en vacío, quieren seguir ocupados con otros contenidos; tampoco ellos, con su liberación, pueden acostumbrarse a la larga a la arbitrariedad. No admiten, sin más, su despedida de la necesidad. Por eso, en el deporte, en el consumo, en el empresariado, y recientemente también en los activismos sociales otra vez, se ha llegado a una conjunción de trabajo yjuego que conduce a otros resultados completamente diferentes de los que consi guieron anticipar Schiller y Marcuse.
Partiendo de un espíritu semejante de autocarga deliberada, los ontó- logos fundamentales han reclamado para sí el derecho a ser utilizados por los asuntos más importantes del ser temporizado. Astutamente hablaba Heidegger de lo «ineludible»: no le parecía demasiado alto el precio de la renuncia a los encantos de la dispersión contemporánea para la alianza con el polo de pesantez. Por el gesto, es comparable a ello el afán cristia no de congoja de Simone Weil que se manifiesta en la doctrina: «Inme diatamente después de la conformidad con la muerte, la conformidad con la ley, que hace imprescindible el trabajo para el mantenimiento de la vi da, es el acto de obediencia más perfecto que ha sido dado cumplir al ser humano»61. Lo que quiere decir: dado que el trabajo corporal es una muerte diaria, tendría que convertirse en el centro espiritual de la vida so cial. No hace falta ser psicoanalista para darse cuenta de cómo en esos ges tos actúan derivaciones del masoquismo primario, que se manifiesta como furor ahorrativo, vuelto hacia dentro, o como afán de sujetarse estricta mente a uno mismo612. Nietzsche: «El ser humano siente auténtica volup tuosidad en dejarse forzar por demandas excesivas»61*. Es difícil negar que los fenómenos aparecen compuestos como en unajerga adleriana, donde no se trata tanto de inferioridades orgánicas, que demandan ser compen sadas por altas prestaciones, sino de estados de ánimo existenciales de in significancia y superfluidad, que por la huida a lo indispensable postulan su contrario.
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El deporte de altas prestaciones y las elevadas filosofías del siglo XX tie nen en común que sólo se saca sentido a ambos cuando se les entiende como enunciados sobre el stand de la levitación. Tanto el esfuerzo delibe rado por conseguir récords y victorias como la opción arbitraria por com promisos y nuevas cargas testimonian lo mucho que la vida liberada mis ma ha de preocuparse por la inversión de sus excedentes de sentido. Cuando no hay a la vista por ninguna parte una necesidad imperativa, los individuos pueden y tienen que elegirse ellos mismos sus casos críticos en frentes discrecionales. Deporte y compromiso son emanaciones de una ar bitrariedad profunda, en la que el esfuerzo se coloca al servicio de lo su- perfluo. La ligereza coge en hombros a la gravedad. Que altas apuestas se rodeen a menudo de un aura de seriedad sagrada es algo que sólo permi te reconocer el reverso de la elección liberada de realidad. Cuando se es trellan corredores de coches o se caen parapentistas, por regla general se compensa respetuosamente el trágico final y la ligereza. ¿No enterró con sus propias manos el Zaratustra de Nietzsche al saltimbanqui que había he cho del peligro su profesión? 614
Se puede formar indirectamente -en el espejo de la teoría- un con cepto del enorme progreso que representa el acontecimiento de la levita ción si se compara el diagnóstico ocasional de Hegel del aburrimiento y li gereza como síntomas epocales de la Modernidad incipiente con las radicalizaciones que Heidegger, en su fase de culminación entre 1926 y 1930, supo dar a los temas dispersión y aburrimiento. Que con ambos mo tivos rozaba el núcleo del ánimo de la época le resultaba tan cierto a Hei degger como poseído estaba de su vocación de regresar, transformado, del descenso a la falta de seriedad moderna. Como sufridor del vacío será ca paz -tal era su convicción- de mostrar el camino de subida; desde el baño de inmersión de la reflexión sobre la dispersión inevitable ha de seguirse adelante hacia nuevas formas de recogimiento y conmoción por la obra que hay que completar ineludiblemente. La lección del semestre de in vierno 1929-1930 sobre los Conceptosfundamentales de la metafísica es conoci da, sobre todo, por su sensacional fenomenología del aburrimiento, de la que no se exagera considerándola como la teoría del presente más pro funda que fue capaz de producir el siglo XX. Cuyo núcleo ocupa, según Heidegger, una existencia levitada, y su característica más relevante es la imposibilidad de ser aprehendida completamente por algo. El ser huma no se experimenta como una forma hueca y ligera, no adscrita a contenido
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alguno que la llene; a lo largo y ancho nada a la vista que eleve la existen cia a la dignidad de lo real615. Aquí se expone conceptualmente la inso portable levedad del ser, que en este punto se llama: «necesidad de la fal ta de necesidad». La expresión ofrece el primer diagnóstico filosófico claro de la sociedad de consumo desarrollada. Como sucede tantas veces, el espíritu conservador está en el pulso del tiempo en tanto que se deja es clarecer por aquello que rechaza. (Max Frisch: «No era dolor, necesidad, como había temido antes; era sólo el vacío, y eso era peor, se trataba de una existencia de sacudidores de alfombras»616. )
No hay escape alguno de la desazón del aligeramiento: dado que en la existencia desarmada falta el juicio interno de caso crítico, el sujeto se sien te expuesto a una descarga banal. Su levedad le hace daño de modo curio so; o, mejor, se siente separado inquietantemente de lo que podría hacer le daño. Se resulta indiferente a sí mismo; y ello con razón, porque, tal como vive actualmente, nada de lo que emprende puede tratarse de algo real. La vida poco conmocionada se aburre. Aburrimiento* quiere decir: se experimenta el propio tiempo como una dilatación interior, que se nota so bremanera porque no se llena con acciones significativas. Se vive como du ración torturante antes de la aparición del próximo suceso que deshaga el estancamiento. Paradigmáticamente: una espera de horas al tren en una es tación de provincias. Pero la falta de emoción llega mucho más lejos. El ani mal sin misión camina a tientas en la niebla; muchas cosas son posibles, nin guna convincente. Puesto que nada me impresiona, intento muchas cosas. Me lanzo a la acción, me dedico, artificialmente entusiasmado, a lo inapla zable, que parece decirme: ¡Atiéndeme! Me hago el comprometido, el agente de lo importante, el militante. ¡Si buscáis a un combatiente de pri mera fila, aquí estoy yo! Si observo más detenidamente he de confesar: «[. . . ] eso tampoco han sido más que ornamentos de mi soñolencia»617. In cluso el compromiso se manifiesta como una forma de dispersión. En tan to que distiende el sentido del tiempo en una extensión descolorida, la fal ta de emoción trunca la concentración sobre propósitos esenciales. Resulta imposible concentrarse en una acción. Aunque todavía consiga uno mismo matar el tiempo del aburrimiento superficial, el tiempo del aburrimiento profundo sigue dentro de la existencia. Por ello pierde ésta la característi-
’ iMtigeweile en alemán, repetimos: instante, momento, lapso de tiempo, largo, o que se hace largo. (N. del T. )
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ca de su existencialidad: la capacidad de desplegarse en una obra plausible. Crece la desazón, hasta que el sí mismo pierde todo perfil; pero Heidegger no piensa quedarse a medio camino. Lo que era existencia activa ha de con vertirse en profundo aburrimiento ahora. Aburrimiento, que es la imposi bilidad, incrustada en medio de la vida, de tener un proyecto.
Si uno se entiende plenamente como hijo del tiempo disperso y alige rado, y se siente, además, íntimamente como un perdedor al que no le queda nada: entonces uno está tan aburrido que ya no se puede decir si quiera quién es aquel al que le ocurre esa privación. Así como la gran an gustia produce la privación de mundo -y, por contraste, refuerza la refe rencia al milagro de que algo sea-, el aburrimiento profundo produce la privación de sí mismo. Puede hacer a contrario que destelle lo sustraído: la concentración del tiempo en la acción con sentido.
Con este descenso al último desposeimiento Heidegger roza un valor límite patológico de la descarga, en el que el descargado pierde el senti miento de la propia existencia, de modo que se experimenta a sí mismo como un hecho íntimo-indiferente. Mi característica propia puedo descri birla ahora como total ausencia de ser. En el aburrimiento más profundo sólo hay ya circunstancias en las que no habita sí-mismo alguno; el aburri do profundo es la inexistencia realmente existente. El dolor de la falta de dolor trona en ella. Como un Atlas negativo, la existencia inexistente tie ne que soportar la falta total de peso del universo. Es insoportablemente ligero un mundo del que se ha amputado mi corazón del tiempo, mi vital tener-algo-que-hacer-ahora.
Ciertamente, el filósofo no hubiera impuesto ese descensus ad inferos a sus oyentes si no hubiera creído que podía encender en ellos la chispa de la re-ascensión. El sentido de la meditación era claramente dialéctico, te nía que liberar la «fuerza positiva de lo negativo» con el fin de regresar de la lasitud a una conmoción efectiva por lo ahora así llamado ineludible. De modo que también en Heidegger, como después en Sartre, al compromi so precede una falta radical de compromiso; con la diferencia de que el maestro alemán construye la existencia capaz de compromiso y de acción dando un rodeo por el resurgimiento a partir del aburrimiento más pro fundo. Puede añadirse: en la forma alemana del aburrimiento de 1929 se esconde la forma alemana de la derrota de 1918. Naturalmente, el más ín timo estar abandonado en el vacío por la industriosidad de la vida, descri to por Heidegger, es un síntoma de perdedor, tal como se presenta en una
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población en la que ha desaparecido la orientación a las gratificaciones por el éxito y la victoria. Por ello, en esas teorías resuena también un ele mento de trágico asesoramiento y cuidado de la tropa; junto con un háli to de revancha al mayor nivel. Muchos son los vencidos, pocos los elegidos para hacer de la derrota una victoria de tipo especial.
El giro ha de conducir del permanecer vacío en la descarga a una nue va carga por algo epocalmente importante, necesario; apuesta por el valor terapéutico del darse importancia. De la revelación de la nada fútil en el tiempo vacío, el ser-ahí asciende a una exacerbación aguda de la existen cia en el tiempo de la acción. Lástima que Heidegger ilustrara sus medita ciones poco tiempo después con un falso ejemplo. Podría haber puesto uno correcto si hubiera seguido la «llamada» a la levitación y se hubiera comprometido con la democracia y la ingravidez618. Esto no entraba en sus determinaciones y proyectos. Hubiera presupuesto el cambio del carácter de su profesión y exigido el reciclaje del profeta en intelectual; hubiera re querido admitir que los modernos han de renunciar al fingido mandato de la necesidad.
4 Your Prívate Sky - Pensar el aligeramiento
Mientras que los proyectos de Gehlen y Heidegger se caracterizan por el esfuerzo de negarse a la antigravitación y decontracción de las condi ciones modernas de vida en la «sociedad» de consumo, con el desarrollo del constructivismo y funcionalismo, después de 1945, ha aparecido un nuevo paradigma de pensamiento, del que puede percibirse desde el co mienzo su pertenencia a la era de la levitación, tanto cronológica como es tilísticamente. Quien quiera puede reconocer en el giro constructivista la contribución de California a la historia más reciente del espíritu; enten diendo bajo California, como en otro tiempo bajo Schwabing, menos un territorio que una disposición mental, que puede encontrarse tanto en la costa americana del Pacífico como en Illinois o en Bielefeld. Es sobre to do por las manifestaciones del mentor filosófico de la corriente construc tivista, Heinz von Foersters, 1911-2002, a quien no sin razón se ha llamado el Sócrates de la cibernética, por las que resulta palpable la afinidad del nuevo planteamiento con la levitación en desarrollo. Sus procedimientos argumentativos y dialógicos acaban directamente en una crítica de la ra-
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Joseph Beuys, Levitazione in Italia, 1973.
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Charlotte Buff, Trans-formaciones XXV, revistas, redes, 1992.
zón grave o pesada. La intervención decisiva de Von Foersters consistió en un esclarecimiento del proceso del que surge la ilusión «ontológica» de la pesantez. Dio la prueba -prefigurada en la filosofía de Fichte- de que el peso de lo objetivo es el resultado de una externalización recóndita, no comprendida. Los objetos se hacen sobrepesados cuando se colocan en el plato de la balanza de la prueba de realidad sin el contrapeso de lo subje tivo. Si se contrapesa un objeto pesado con un sujeto sin peso, el plato de la balanza se inclina inevitablemente del lado del objeto. Este procedi miento de peso constituye la operación fundamental de las doctrinas clá sicas de la substancia y de las ontologías monovalentes. En ellas, el sujeto está inerme frente al bloque de lo objetivo y supuestamente sólo posee la opción de someterse a lo dado: un gesto que se presupone en las teorías clásicas del conocimiento, cuando reducen el saber a un reflejo de lo exis tente en un medio subjetivo. Con este arreglo los seres humanos pueden encubrir el hecho de que fueron ellos mismos quienes se adjudicaron la falta de peso y a los objetos el peso pesado: el peso es el señor, y quien co mo ser humano quiere participar en el señorío tiene que presentarse co mo representante de la fuerza de la gravedad. A no ser que se encuentre un camino para repartir de otro modo los pesos.
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Jeffrey Shaw, Waterwalk, 1969.
Si se vuelve a introducir explícitamente al observador, junto con su ac tividad diferenciadora y su responsabilidad frente a las diferencias elegidas por él, en el acontecimiento, deja de ser una quantité négfigeable, retoma al escenario como magnitud activa de propio derecho entre otras magnitu des (sobre todo cuando dispone de máquinas con cuya ayuda pueden mo verse incluso los objetos físicamente más pesados). El peso de las cosas es un constructo que se forma en el trato con ellas; como tal, es tácticamen te modifícable. Hay que reconocer, pues, que el ser humano topa con sus pre-decisiones en todo lo que hace. Tras el giro constructivista ha de saber que lo que se llama gravedad y ligereza no puede ser otra cosa que un efec to de equilibramiento o no-equilibramiento de pesos y contrapesos.
De aquí se sigue la máxima moral del constructivismo: demandar en to do la visibilidad de la libertad y la explicitud de las decisiones electivas.
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Quien se incorpora a este camino no tiene por qué soportar ninguna exter- nalización; ya no concederá autoridad alguna a afirmaciones que remitan a un exterior objetivo. Proposiciones que contengan el elemento «hay. . . » se traducirán en enunciados que comiencen con «supongo que. . . ». El impera tivo no demasiado categórico de Von Foersters reza: «Obra siempre de tal modo que crezca el número de las posibilidades»*19. Al Cibersócrates no se le ocurre considerar como carga la riqueza de alternativas. Cuando hay a la vista una mayoría de opciones, incluso las situaciones más penosas aparecen como terapéuticamente corregibles, al menos en el sentido de que se pue de sustituir un constructo invivible de realidad por uno menos insoporta ble620. Cuando se afirma una realidad externa, las buenas costumbres inte lectuales exigen después que se añada el nombre del autor y el año de aparición, junto con una mención de qué número de edición se trata. El trueque de confort por necesidad se acepta abiertamente como base de ne gocio del experimento moderno.
El pensamiento constructivista quiere protegerse frente al destino de las doctrinas de emancipación conocidas hasta ahora (frente a la dogma- tización de las propias ambiciones y, con ello, frente a la aproximación de la crítica de buena fe al polo jacobino) manteniendo una reserva frente a sí mismo. Esto sólo puede conseguirse mediante un constante entrena miento en autodistancia o autoaligeramiento. El humor dialógico de Von Foersters tiene relación con el concepto de Luhmann de razón irónica, que por motivos metódicos y morales se prohíbe a sí misma ponerse seria en asuntos propios. «Razón autocrítica», dice Luhmann en un momento destacado, «es razón irónica»621. La dimensión antigrave de ironía será en carnada suficientemente por una cultura de la teoría tan pronto como «pueda cambiar su propia creencia en la realidad, es decir comience a no creer en sí misma»62. Al advertir frente al momento autosugestivo, que re sulta inherente a toda forma de creencia en la realidad, Luhmann -como un romántico temprano que hubiera madurado después de las lecciones del siglo XX- alcanza una posición que puede entenderse como antítesis a la inmersión voluntaria de Heidegger en el fatum grave (naturalmente también como protesta frente al rigorismo moral, que rebosa de buena fe en sí mismo, y contra los fascismos de izquierdas, en los que se repara de masiado poco, que aparecen en vestimenta universalista y saben siempre hasta en el más mínimo detalle qué quieren, qué son y qué necesitan los seres humanos).
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El descubrimiento de la levedad, que se materializó en el siglo XXen los sistemas de previsión de la existencia, es doblemente significativo para la teoría de las relaciones esféricas: por una parte, como objeto de análisis, por otra, como presupuesto de su propia aparición. Sólo cuando la leve dad se ha hecho temática pueden describirse los espacios de coexistencia animados bajo el aspecto de la gravitación. Después del establecimiento de lo atmosférico como categoría -como dimensión ontológica-pública- to dos los hechos humanos se presentan subspeciede la descarga. La antigra vitación puede entenderse ahora como vector «más fundamental», mejor que la tendencia que se dirige contra la dimensión fundamento. Con ello queda claro: sin los viajes al cielo del sentido no-pesado la cultura sería im posible.
