--Pues
poniéndome
á trabajar
ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni
para almorzar.
ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni
para almorzar.
Jose Zorrilla
Continúo, pues, mi relato, tomándolo en el mismo cementerio de
Fuencarral, donde lo dejé.
Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que
me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado
en mi gran _surtout_ de Jacinto Salas y circundado por mi flotante
melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de
atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos,
diciéndome: «Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle
á dos personas que desean conocerle. » Seguíle, y sacándome de aquella
confusion, me hizo subir á una cómoda y elegante carretela, cuyos dos
asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos
individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podia yo ver ya bien, porque
ya era casi de noche. Saludáronme y correspondiles; colocáronme en
el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró
el lacayo la portezuela, y á la voz del de mi izquierda, que dijo:
«Calle de la Reina,» salieron á un resueltísimo trote las dos poderosas
yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas
arrastradas, la mejor es la del coche,» y aquella carretela inglesa
estaba maestramente montada sobre sus muelles. Hablábanme dos, de los
tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo
que hablamos, y sin saber entónces con quiénes, en la semi-oscuridad
crepuscular.
La direccion dada á la calle de la Reina era á la fonda de Genyes, que
era entónces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis
nuevos amigos moraban ó comian en ella habitualmente, puesto que el
nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus
yeguas á la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una
mesa con tres cubiertos; añadieron el cuarto para mí; desembarazáronse
ellos de sus abrigos exteriores, quedándome yo con el mio por razones
que no son del caso; sentámonos á la mesa y presentóme mi presentador á
mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado á Madrid hacia
pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta años,
de amenísima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado
mucho, de cuyo nombre no me he podido volver á acordar, á quien no he
vuelto á ver más, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar á
mi resuelto y aguileño presentador: que era ni más ni ménos que Luis
Gonzalez Brabo, ántes de ser diputado, embajador y ministro. Desde
aquella tarde fué para mí Luis, como yo para él fuí Pepe; la suya fué
la primera mano en que me apoyé para poner mi pié derecho en el primer
escalon del efímero alcázar de mi fama: y desde entónces no he tenido
un más bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por entónces más que
_tijera_ en no recuerdo qué periódico; pero segun fué ascendiendo por
la escala de la fortuna, se volvió á mí desde cada peldaño que subia,
á tenderme aquella misma mano con que me sacó del cementerio; pero
mi objetivo, como hoy se dice, no era la política, y con tanta pena
suya como desden mio, le dejé subir solo. Ignoro lo que fué Luis Brabo
social ó políticamente considerado, porque he vivido veinte años fuera
de España y once en América, sin correspondencia con Europa; cuando
volví á Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian
que tenia la nacion en sus manos; pero para mí fué el mismo Luis Brabo,
que me la tendió como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.
Aquí dirá V. , mi querido poeta Velarde: ¿cómo el primero? ¿Pues y
los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando
de la Vera, sus condiscípulos de Universidad y del Seminario? ¿Y
Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V.
los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la
nombradía? --Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran
los amigos de mi niñez: los del estudiante y del condiscípulo; los
amigos cariñosos, casi los hermanos, del mancebo que iba á ser hombre;
la casualidad llevó á Massard á la biblioteca y me puso al lado de Roca
de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo buscó el primero al poeta
y no abandonó jamás al amigo. La primera obligacion del narrador es
ser verídico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre
noble ser agradecido. Desde la fonda me llevó Luis Brabo, orgulloso
de llevarme, al café del Príncipe, donde hallé á Breton, á Ventura, á
Gil y Zárate, á García Gutierrez, que me reconoció y con quien trabé
pronto amistad; al buen Hartzenbusch, á quien quise desde aquella noche
como á un hermano mayor, y que fué parte y testigo de sucesos íntimos
y posteriores de mi vida, y en fin, á la mayor parte de los que por
entónces figuraban en las letras y en las artes.
No sé quién me llevó á las diez á casa de Donoso Cortés, que aún no
era el marqués de Valdegamas: allí encontré á Nicomedes Pastor Diaz y
á D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto
Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su periódico _El
Porvenir_. --Preguntáronme mil cosas: examináronme, sin que de ello
me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron
lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no
cumplí veinte años hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra:
estaba animado por el éxito de aquella tarde y por los plácemes y
aplausos que acababa de recibir en el café del Príncipe; recitéles mi
destartalada composicion «A Venecia», el romancillo de unos Gomeles
que corrian por la vega de Granada, y unas redondillas á una dueña de
negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis
admiradores, pero en Dios y en mi ánima creo que no sabia yo entónces
lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le teñí.
Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se
fascinaron con las circunstancias fantásticas de mi aparicion, y con
la excentricidad de mi nuevo género de poesía y de mi nueva manera
de leer, y me ofrecieron el folletin de _El Porvenir_ con 600 reales
mensuales; único sueldo que en este periódico se debia de pagar,
porque iban á escribirle sin interés de lucro, en pró de su política
comunion. --Diéronme á traducir para el periódico uno de los infantiles
cuentos de Hoffmann, y á las doce me llevó Pastor Diaz consigo á su
casa. --Pastor Diaz, cuya alma de niño simpatizó con la ignara candidez
de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la
de su muerte, me tuvo el más fraternal cariño.
No era ya aquella la de volver á recogerme á la bohardilla del cestero,
y. . . á pesar del frio, vagué por las calles hasta el nuevo dia,
abrigado interiormente con el champagne y el café de mi generoso y
desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las
ilusiones de mis aún no cumplidos veinte años.
No recuerdo ya donde me amaneció; pero á las ocho estaba ya á la
cabecera de la cama de Alvarez, contándole mis venturas del dia
anterior; de las cuales nada sabia, no habiéndole yo podido buscar
desde que hacia veinte horas me habia separado de él, para ir á llevar
mi carta á _El Mundo_ y mis versos á Massard. --Asombróle primero
lo sucedido; alegróle despues; lloramos, reimos, ayudéle á vestir,
y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de
Fenimore Cooper al rededor del postre de la guerra; la patrona creyó
que nos habia caido la lotería.
Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos á la calle y comenzamos
á dar fin á los pocos duros que le quedaban á Alvarez; declarámonos los
dos modernos Pílades y Orestes; presentéle yo á cuantos me presentaron;
presentóme él á la que despues fué mi mujer, y cuando llegaron á
nuestras manos mis primeros treinta duros de «El Porvenir», de Donoso,
nos creimos dueños del Universo.
VI.
Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la
explicacion de mis preguntas finales en el artículo del lunes último,
voy adelante con mis desatinos personales. Escribí muchos en _El
Porvenir_: á Cervantes y á Calderon, cuantos pudieron ocurrírseme, y
á la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y
la luna su pupila; escribí, en fin, los suficientes para impacientar á
cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras;
pero Nicomedes y Donoso seguian sosteniéndome y animándome, y yo seguí
asombrando al público con la multitud de mis poéticos engendros.
Una noche me encontré al volver á mi casa de pupilaje, una carta
de D. José García Villalta que decia: «Muy señor mio: he tomado la
direccion de _El Español_, periódico cuyas columnas surtía Larra con
sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta,
entiendo que éste debe de suceder á aquel en la redaccion de _El
Español_. Sírvase V. , pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina,
esquina á la de las Torres, para acordar las bases de un contrato.
Suyo, afectísimo, _J. G. de Villalta_. »
Era este el autor de _El golpe en vago_, la novela mejor escrita de
las de la coleccion primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho
desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre
acrecentaron mi respeto y mi estimacion hácia el escritor. Villalta
era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon
humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente
colocada sobre sus hombros; de una fisonomía atractiva y simpática,
con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual
y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he
podido nunca esplicarme el por qué su busto abultado de contornos me
recordaba el olímpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador
en su viaje á Grecia: el Neron que ponia fuego á dos viejos barrios
de Roma para obligar al municipio republicano á construir otro nuevo,
tan suntuoso como la mansion palatina que él junto á lo incendiado
habitaba. Yo tengo á Neron por un emperador muy calumniado; y desde
que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo
que quemó, para que se construyera lo que se construyó; y á este Neron
que yo me figuro, es el Neron á quien me figuraba yo que se parecia
Villalta.
El hecho es que Villalta era todo un hombre: sóbrio y diligente, pero
gracioso y amabilísimo; como andaluz de la buena raza, su trato era
fascinador; y en cinco minutos hizo de mí lo que le convino en nuestra
primera entrevista; el cuarto en que esta pasó influyó sin duda en mi
aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no
tenia Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de
academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa
de despacho cargada de papeles estaba entre él y yo, y por una puerta
entreabierta se veia en el inmediato aposento el baño del que acababa
de salir.
Vió Villalta que no era yo hombre de abandonar á Donoso y á Pastor
Diaz, sin una grave razon, y me dió una carta para ellos, en la que
les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le
daba. _El Porvenir_ tenia apenas suscricion, y _El Español_ la tenia
numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar á mis versos la más
lata publicidad, etc.
Ofrecíame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que entónces
creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poesías
del número de los domingos, que era una revista de mayor tamaño; la
colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una
larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por él en
persona. Espronceda era el ídolo de mis creencias literarias. Donoso y
Pastor Diaz me autorizaron abrazándome para abandonarles, y me pasé al
campo de Villalta sin traicion ni villanía.
Continué en él publicando centenares de versos, entre los cuales habia
algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no
parar mientes en mis infinitos y excéntricos disparates. Es verdad
que contribuian á darlos boga las lecturas que de ellos hacia en
los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa,
quienes, ausentes de Madrid á la sazon, se los habian cedido á aquella
sociedad literaria y artística. Era el Liceo. . . Pero ya ha dicho lo
que era en _La Ilustracion_ el ameno _Curioso parlante_ D. Ramon de
Mesonero Romanos; y ante él arría bandera quien en su juventud supo
aprovecharse de su picante y donosa crítica, y hoy se complace en
hallar una ocasion de darle una prueba pública de consideracion y
respeto. Allí, en el Liceo, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré
fama de gran lector; allí ayudé á subir á la tribuna y entrar en la
palestra literaria á Rodriguez Rubí, con su precioso romance de la
venta del jaco; allí coroné una noche á Carolina Conrado y presenté una
mañana á Gertrudis Avellaneda; allí. . . pero lo que sucedió allí lo sabe
todo el mundo, y lo que no sepa se lo dirá mejor que yo el _Curioso
Parlante_.
Ya se lo ha dicho en _La Ilustracion_ del 22 de Octubre: «de allí
salieron los que allí figuraron despues como ministros, embajadores,
consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos
bandos y épocas, segun la marcha de los sucesos: y sólo Zorrilla y
el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su
nombre exclusivamente literario, sin aspirar á su engrandecimiento por
otros caminos; con la circunstancia en pró de Zorrilla de que á mí
sólo me faltaba la ambicion, y á Zorrilla le faltaban la ambicion y la
fortuna. » Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga
como yo le agradezco que lo haya dicho.
Lo que no dice y le voy á decir yo á V. , mi querido Velarde, es cómo
éste á quien llama ilustre, corriendo quijotescamente trás de ideales
fantásticos, no era en la vida social ni en la literaria más que un
tonto y un ingrato.
VII.
Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V. , mi
querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron ménos
de ser en su lugar publicados: atañendo ambas á asuntos tan perentorios
y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso
beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de mí me propuse
dar á V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto
de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de mí me resta que
decirle.
[1] Estas dos composiciones van en el apéndice de esta obra.
Una tarde me dijo Villalta: «esta noche iremos á casa de Espronceda,
que ya desea ver á V. » Figúrese usted que un creyente hubiera enviado
por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado:
«venga V. esta noche por la absolucion ó la penitencia» esta fué mi
situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunció
tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verificó. Yo
creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel oráculo divino á quien yo
iba á consultar desaprobaba mis versos, si aquel ídolo á cuyos piés
iba yo á postrarme desdeñaba mi homenaje, no tenia más remedio que irme
á buscar á mi padre á la corte de Oñate, y suplicarle contrito que me
matriculase en la Universidad de Vergara.
Villalta leyó sonriendo en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior,
y me condujo en silencio á la calle de San Miguel, núm. 4. Espronceda
estaba ya convaleciente, pero aún tenia que acostarse al anochecer.
Introdújome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente «aquí tiene
V. á Zorrilla», me empujó paternalmente hácia el lecho en que estaba
incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sentí
brotar las lágrimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello,
sus labios en mi frente, y su voz que decia á Villalta, «es un niño».
Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema:
Villalta se despidió y nos dejó solos; de la conversacion que siguió. . .
no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tuteábamos Espronceda y
yo, como si hiciera veinte años que nos conociéramos; pero la luz que
estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia
yo todavía visto á Espronceda; «no te veo», le dije; «pues trae la
luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera
vez, como á la primera querida que me hubiera dado un beso á oscuras.
La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara,
pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra,
riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza
y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas pequeñas y finas, cuyos
lóbulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas
y rectas, doselaban sus ojos límpidos é inquietos, resguardados como
los del leon por riquísimas pestañas: el perfil de su nariz no era muy
correcto, y su boca desdeñosa, cuyo labio inferior era algo aborbonado,
estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida á la barba,
que se rizaba por ambos lados de la mandíbula inferior. Su frente
era espaciosa y sin más rayas que la que de arriba abajo marcaba el
fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y
frecuente, no rompia jamás en descompuesta carcajada. Su cuello era
vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A mí me pareció
una encarnacion de Píndaro en Atinoo: de tal modo me fascinó su belleza
varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poesía.
Espronceda sabia más que la mayor parte de los que despues de él hemos
alcanzado reputacion: discípulo de Lista como Ventura de la Vega y
Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la
poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion
del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el
infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.
Espronceda era leal, generoso y bueno: la política y los amigos
le dieron un carácter y una reputacion ficticia, que jamás le
pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado despues de su
muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en
producir.
A la tercera visita que le hice de dia, me cansé de la sociedad de sus
amigos: no porque su conversacion me espantara, sinó por que no la
comprendia; vivia yo dado á mi trabajo, y no conocia á nadie de los ni
de las de quiénes allí se hablaba. Una noche entré en su alcoba despues
de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutricion
teníanle á él desvelado, y á mí con pocas ganas de recogerme temprano
la estrechez de mi pupilaje.
--Vengo á esta hora--le dije--porque es en la que no tienes amigos en
tu casa.
--¿No te gustan mis amigos?
--No.
--Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas
horas, que son para mí las más insoportables; ¡tardo tánto en conciliar
el sueño! . .
Hacia poco que le habia abandonado Teresa: yo ni la conocia, ni aun
tenia por entónces conocimiento de que existiese: yo no conocia de la
vida de Espronceda más que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no
conocia del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veia más
que en el lecho donde le retenia su enfermedad.
Seguí pues yendo á visitarle despues de media noche.
Y de aquellas conversaciones á solas con Espronceda sí que podria yo
hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leidos hasta cuarenta
años despues de escritos.
Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras
diversas costumbres, áunque no las entibiaron, hicieron ménos
frecuentes nuestras relaciones. Yo deserté el primero del cafetin
del teatro del Príncipe, en donde nos juntábamos, y me pasé al de
Sólito, con los Gil y Zárate, G. Gutierrez y otros, á quienes comenzó
á importunar el elemento militar y político que se incrustó allí en el
literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda
no se atrevió á hablarme más que una vez, comprendió que el niño era
ya hombre; y habiendo ya escrito _El Cristo de la Vega_ y _Margarita
la Tornera_, estimó al hombre como un hermano y al poeta como ingenio
privilegiado que él era, y que no tenia nada que envidiar al mozo
atrevido que osaba trepar á tientas al Parnaso.
Encerréme yo en mi casa y seguí produciendo libros: García Gutierrez me
dió la mano para presentarme en la escena, ó más bien me sacó á ella en
brazos, en un drama que escribimos juntos, y comencé la vida aislada
y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba
mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan
revueltos no era inútil estudio, y los paseos á caballo por fuera de
puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales
escribí once tomos de versos, de los cuales no he sabido jamás cuatro
de memoria.
El Liceo concluyó entre tanto, saliendo sus sócios más notables para
las embajadas, los ministerios y los destinos más importantes de la
nacion: Mesonero Romanos se fué á su casa, cargado de memorias, y yo á
la mia de coronas de papel recogidas en una funcion de obsequio que se
me dió, y con un álbum en cuya primera hoja escribió S. M. la Reina D. ª
Isabel. Tal fué el fin y el fruto que yo saqué del Liceo.
Salustiano Olózaga, á quien habia hecho emigrar mi padre cuando era
superintendente general de policía, y que fué uno de mis mejores
amigos, me ofreció la entrega de mis bienes paternos, que habian sido
secuestrados; pero yo rehusé incautarme de ellos, creyendo que «pues
habia abandonado mi casa, habia renunciado á mis derechos de hijo. . . »
Olózaga vió que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvió de
su emigracion, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo
de ver las cosas y mi caballeresco desprendimiento no fué apreciado
por nadie: mi padre me dijo que habia hecho mal en no aprovechar mi
favor en el partido liberal, sacrificio que yo creia muy agradable á
su intransigencia realista; mi extrañamiento de la sociedad y mi vida
oscura de diario trabajo, no me procuró más amigos que el público;
y como todos no son nadie, no tuve más amigo que mi trabajo; y como
corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones
sociales, yo gané mucha fama con dos ó tres afortunadas obras, y llegué
á la vejez como la cigarra de la fábula. Pero en mis famosas obras se
revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento
de todo sentido práctico, y jamás apoyado en principio alguno fijo.
Yo debia mi fama á mis inspiraciones románticas de Toledo.
Aquella gótica catedral, cuyas esculturas se habian levantado de sus
sepulcros para venir á cruzar por mis romances y mis quintillas;
aquel órgano y aquellas campanas que en ellos habian sonado; aquellos
rosetones, capiteles y doseletes; aquellos cláustros católicos,
aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas judías, aquel rio
y aquellos puentes y aquellos alcázares que habian dado á mis
_repiqueteados_ y desiguales versos la vistosa apariencia de sus
festonadas labores de imaginería y de crestería, no me habian merecido
más que el desprecio de su antigüedad y la mofa de su perdida grandeza;
y aquel pueblo, á cuyas costumbres, á cuyas tradiciones y á cuyas
consejas debia yo todo el valor de mi poesía lírica y legendaria, no me
mereció más que el epíteto de _imbécil_, en aquella estrofa, padron de
mi infamia:
Hoy sólo tiene el gigantesco nombre,
parodia con que cubre su vergüenza:
parodia vil en que adivina el hombre
lo que Toledo la opulenta fué.
Tiene un templo sumido en una hondura,
dos puentes y entre ruinas y blasones
un alcázar sentado en una altura
y _un pueblo imbécil_ que vegeta al pié.
¿Concibe V. poeta más necio y más ingrato, mi querido Velarde? ¿Por
qué llamé yo _imbécil_ al pueblo de Toledo? ¿Por que era religioso y
legendario, y pretendia yo echármelas de incrédulo y de volteriano?
Pues entónces, ¿por qué seguia buscando fama y favor con mi poema de
_María_ y con el carácter religioso y creyente de todas mis obras?
Porque el imbécil era yo: y gracias á Dios que me ha dado tiempo,
juicio y valor civil para reconocer y confesar públicamente en mi vejez
mi juvenil imbecilidad.
En cuanto á mi ingratitud. . . por más que me avergüence y me humille
tal confesion, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fué el
orígen de mis versos leidos en el cementerio. Su cadáver llevó allí
aquel público, dispuesto á ver en mí un génio salido del otro mundo
á éste por el hoyo de su sepultura; sin las extrañas circunstancias
de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la
oscuridad, y tal vez muerto en la más abyecta miseria; y apenas me ví
famoso, me descolgué diciendo un dia:
Nací como una planta corrompida
al borde de la tumba de un malvado, etc.
Hé aquí un insensato que insulta á un muerto, á quien debe la vida;
que intenta deshonrar la memoria del muerto á quien debe el vivir
honrado y aplaudido. ¿Concibe V. , Sr. Velarde, un ente más ingrato
ni más imbécil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y
supersticion, ejemplar inconcebible de progresista retrógrado, que
ignoraba, por lo visto, hasta la acepcion de las palabras que escribia.
Han transcurrido treinta y nueve años: nadie ha venido jamás á pedirme
cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tardía,
ocasion que á la pluma se me viene, para dar á quien corresponde una
satisfaccion espontánea y jamás por nadie exigida; quiero decir: á los
toledanos de hoy y á los hijos de Larra.
Y en estas últimas líneas, con las que con V. corto mi correspondencia,
fundo yo más vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle V. más
motivo de estimacion que en los cuarenta tomos de versos que lleva
escritos el autor de _D. Juan Tenorio_.
VIII.
Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre áscuas.
Mis memorias son demasiado personales para inspirar interés, y
demasiado íntimas para ser reveladas en vida: temo además que parezcan
comezon de hablar de mí mismo, cuando siento un profundísimo anhelo y
tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria
á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios.
Corramos, pues, cuatro años en cuatro líneas. Habíame hecho conocer
como poeta lírico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me
compraba mis versos coleccionados en tomos, despues de haber sido
publicados en _El Español_ y en otros periódicos; pero terminada la
guerra carlista con el convenio de Vergara, emigró mi padre á Francia y
era forzoso procurarle recursos. Acudí á mi editor D. Manuel Delgado,
quien á vueltas de larguísimas é inútiles conversaciones no me dejaba
salir de su casa sin darme lo que le pedia; es decir, jamás me lo
dió en su casa, sinó que me lo envió siempre á la mia á la mañana
siguiente del dia en que se lo pedí: parecia que necesitaba algunas
horas para despedirse del dinero, ó que no queria dejarme ver que
lo tenia en su casa, ó que no era dueño de emplearle sin consulta
ó permiso prévio de incógnitos asociados. Como quiera que fuere,
comenzó á pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte á mi
padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como
de tiempo, continué produciendo tántas líneas diarias cuantos reales
necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las vanalidades que
en ellas decia. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y
andar en la procesion, suprimí las amistades del café y las visitas de
cumplimiento; y encerrándome en mi casa cerré su puerta á los ociosos
y á los gorristas; quedándome reducido á la cariñosa amistad de Pastor
Diaz, á la proteccion incondicional de Donoso Cortés, y á la sociedad
de G. Gutierrez, á quien quise y quiero como á un hermano mayor, y á la
de Fernando de la Vera, el corazon más leal y más constante de cuantos
me han acordado su afecto y pasado cariñosamente por las desigualdades
de mi carácter.
Años hemos pasado juntos y años sin vernos ni escribirnos; al volvernos
á encontrar, Gutierrez desplega la misma sonrisa semi-séria con que
nos despedimos hace treinta años, y Fernando de la Vera, de prodigiosa
memoria, toma la conversacion donde la dejamos hace veinte. Yo admiro
y saboreo aún los versos de G. Gutierrez, aunque ya él no me los
lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin
haber tenido jamás necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habian
desaparecido de Madrid; y cuando yo leia mis versos en las sesiones
del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer
por detrás de algun tapiz la severa figura del viejo duque, que me
perdonaba las muchachadas que le enojaron, ó la pálida hermosura de
la duquesa, que tengo aún en las pupilas como la imágen de la duquesa
de quien habla Cervantes, ó la faz, en fin, semi-burlona del actual
duque, que venia á decirme: «Mira cómo te regocijas en mi casa, como
si estuvieras en la tuya. » Los Madrazos se habian dividido en muchas
familias, y Espronceda entre sus ruidosos amigos me llamaba el viejo de
veinticuatro años.
Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La
casualidad, que es la providencia de los españoles, y la debilidad
de García Gutierrez para conmigo, me abrieron campo más ancho,
franqueándome la escena, cuando más necesitaba variar y acrecentar mis
medios de accion y de subsistencia.
No recuerdo por qué ni cómo, porque aún no conocia el teatro por
dentro, habia quedado Madrid aquel verano sin compañía dramática
alguna, ni por qué ni cómo andaban por las provincias Matilde, los
Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era
que desde fines de Mayo actuaba en el del Príncipe una sociedad
improvisada, bajo un programa tan modesto que no anunciaba más
pretensiones que la de no dejar al público de Madrid sin ningun
espectáculo. Componíanla García Luna, Juan Lombía, Pedro Lopez, Alverá,
Bárbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa,
Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la Bárbara eran ya
actores de reputacion; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas
compañías de Grimaldi: Breton no habia aún escrito para Lombía _El
pelo de la dehesa_, y no habia tenido aún tiempo Teodora de abordar los
grandes papeles. Una mañana de Junio, miércoles ántes de un _Corpus
Christi_, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado,
á quien no habia podido ver; acordéme de que hacia más de un mes que
no veia á G. Gutierrez, que habitaba en un piso principal de los
soportales, y me ocurrió verle y ver si él me procuraba el dinero que
de Delgado no habia obtenido. Colocaban los operarios del municipio
el toldo para la procesion del dia siguiente; y como yo anduviese por
entónces muy dado á la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que
me habia roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta
la calle, aseguradas en el balcon de G. Gutierrez, trepé á su aposento
por tan inusitado camino, encontrándole todavía acostado, á pesar de
ser cerca de medio dia. Nuestra conversacion no fué muy larga.
--¿Qué tienes? ¿Por qué estás aún en la cama?
--Porque me aburro: y tú, ¿qué traes?
--Mohina por no haber encontrado á Delgado en casa.
--¿Necesitas dinero?
--¿Cuándo no?
--Pues dos dias hace que estoy yo aquí discurriendo de dónde sacar dos
mil reales.
--¡Pero, hombre, tú, con ofrecer una obra al teatro! . .
--No tengo más que medio acto de un drama.
--Pues yo te ayudaré; y haciendo en tres dias tres actos cortos, yo
me encargo de sacarle á Delgado el precio del derecho de impresion,
y tú puedes tomar los de representacion de la compañía del Príncipe,
que verá el cielo abierto de tener en Junio un drama del autor del
_Trovador_.
Hice á Gutierrez oferta tal, sin pesar más que mi buen deseo, y
aceptóla él sin pensar en mi inexperiencia del arte dramático, ni la
distancia que entre él y yo mediaba. Convinimos en que él me escribiria
el plan de su obra y vendria á las cuatro á comer con mi familia, para
repartirnos el trabajo. Hízolo así Gutierrez; leyóme las dos primeras
escenas que tenia escritas: tocóme á mí escribir el acto segundo, y
nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves á las cuatro, á
examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos
escenas más, y leíle yo todo el acto segundo. Asombróle mi trabajo y
esclamó:--¡Demonio! ¿Cómo has hecho eso?
--Pues poniéndome á trabajar
ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni
para almorzar.
Fuése picado, y concluyó su primer acto en aquella noche: el viernes
concluimos cada cual la mitad del tercero que le tocó: el sábado
lo copié yo, el domingo lo presentó él al teatro y cobró tres mil
reales, y el lunes cobré yo otros tres mil de Delgado. . . y no siguió
aburriéndose García Gutierrez, y envié yo á mi padre dos mensualidades,
y ganosos los actores de complacer al público, y éste de recompensarles
su buena voluntad, se representó y se aplaudió el drama _Juan Dándolo_;
en cuyo apellido esdrújulo veneciano cargamos nosotros el acento en su
segunda sílaba, por razones que no hay necesidad de aducir: y cátenme
ya autor dramático por gracia de García Gutierrez, que me aceptó en él
por su colaborador.
Mi innata é inconsciente audacia me arrastró á escribir inmediatamente
mi _Cada cual con su razon_, en cuya comedia atropellé la historia,
clavándole á Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y
armoniosa diccion de Bárbara Lamadrid, la intencionada representacion
de García Luna, el empeño de Lombía, el esmero de Alverá en ensayar
como profesor de esgrima el duelo á cuatro con espada y daga del primer
acto, el discreteo galan de algunas escenas, y mi insolente fortuna
sobre todo, hicieron parecer un éxito la benevolencia del público con
el atrevido mozalvete, autor de aquel afiligranado desatino.
«A mí que las vendo,» me dije: y á los dos meses presenté mis
_Aventuras de una noche_, comedia en la cual levanté un chichon
histórico á don Pedro de Peralta y otro al príncipe de Viana. Al
infantil enredo de esta mi segunda comedia dieron un alto relieve
la Bárbara y la Llorente: y á fin de año dí mi primera parte de _El
Zapatero y el Rey_, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una
conjuracion de muchachos de colegio, que no hay narices con que
admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el gérmen de un drama.
Desde aquella noche quedé, como un mal médico con título y facultades
para matar, por el dramaturgo más flamante de la romántica escuela,
capaz de asesinar y de volver locos en la escena á cuantos reyes
cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero así comencé
yo el primer año de mi carrera dramática, con asombro de la crítica,
atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los
espectros y asesinatos históricos, bautizados con el nombre de dramas
románticos.
Si entónces hubiera vuelto mi padre de la emigracion, y él con su
jubilacion de consejero de Castilla (que más tarde le concedió S. M.
la Reina doña Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubiéramos
cuidado de nuestro solar y de nuestras viñas, habríamos ambos vivido
en paz; habria él muerto tranquilo y sin deudas, y hubiérame yo
ahorrado tántos tumbos por el mar y tántos tropezones por la tierra,
acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician
una gloria que no es más que ruido y unas coronas de papel, bajo
cuyas hojas sin sávia vienen siempre millones de espinas, que bajan
atravesando el cerebro á clavarse en el corazon de los que en España
llegan á la celebridad literaria.
Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstinó en no acogerse á
amnistía alguna; mi infeliz madre siguió oculta por las montañas, no
queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lombía, al
hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreció un sueldo mensual
por no escribir para el del Príncipe, á donde volvieron Matilde y
Julian, y ajustó á Cárlos Latorre con la condicion de que estrenara mi
segunda parte de _El Zapatero y el Rey_, de la cual habia yo hablado,
como consecuencia del ensayo hecho en la primera.
Lombía, actor de ambicion, empresario activo y espíritu tan malicioso
como previsor, habiendo crecido en reputacion con la ayuda de las
obras de Breton y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no
desaprovechó la doble ocasion, que á la mano se le vino, de interesar
pecuniariamente en su empresa á Fagoaga, director entónces del
Banco, y de ajustar en su compañía á Cárlos Latorre; á quien Julian
Romea, su discípulo, habia desdeñado, dejándole sin ajuste en la
suya del Príncipe. Latorre era el único actor trágico heredero de
las tradiciones de Maiquez y educado en la buena escuela francesa de
Talma. Su padre habia sido alto empleado en Hacienda, intendente de una
provincia, en tiempos anteriores; y Cárlos, buen ginete, diestro en
las armas y de gallarda y aventajada estatura, habia sido paje del Rey
José, y adquirido en Francia una educacion y unos modales que le hacian
modelo sobre la escena. Grimaldi, el director más inteligente que
han tenido nuestros teatros, habia amoldado sus formas clásicas y su
mímica greco-francesa á las exigencias del teatro moderno, haciéndole
representar el capitan Buridan de _Margarita de Borgoña_ de una manera
tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo
teatro. Cárlos Latorre no era ya jóven, pero no era aún de desdeñar,
sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos
papeles, obligándole á concluir de perder sus resabios de amaneramiento
francés, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas
facultades.
Lombía se apresuró á ajustarle en su compañía del teatro de la Cruz,
en la renovacion de cuyo escenario y decoracion de cuya sala gastó
cerca de cuarenta mil duros; y agregándose al erudito y estudioso galan
Pedro Mate, á la Antera y á la Joaquina Baus, heredera ésta de los
papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermosísima dama de _Lo
cierto por lo dudoso_, y á las dos Lamadrid, Bárbara, ya acreditada,
y Teodora, esperanza justa del porvenir, juntó una numerosa aunque
algo heterogénea compañía, de la cual no supo sacar partido por
dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de
bastidores, dividiéndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de
la otra.
Pero es larga materia, y merece número aparte.
IX.
Hacia ya tres meses que habia abierto Lombía el teatro de la Cruz,
corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que
permitian poner en escena las obras que más aparato exigiesen; pero
como dueño de su caballo, se habia apeado por las orejas, y no habia
puesto más que obras, en las cuales como en _El Cardenal y el judío_,
se habian gastado muchos dineros á cambio de algunos silbidos y del
desden y la ausencia del público. Julian y Matilde con su compañía
marchaban miéntras viento en popa, llevándose con justicia su favor y
sus monedas al teatro del Príncipe. Lombía era un gracioso de buena
ley y un característico de primer órden en especiales papeles; era uno
de los actores más estudiosos y que más han hecho olvidar sus defectos
físicos con el estudio y la observacion. Su figura era un poco informe
por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonomía inmóvil, de poca
expresion; y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales
que, en lo gracioso y lo característico, le daban el sello especial del
talento, pues se veia que luchando consigo mismo de sí mismo triunfaba;
pero le hacian desmerecer en los papeles y con los trajes de galan,
cuya categoría tenia afan de asaltar, saliéndose de la suya, en la
cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos
de _El pelo de la dehesa_, en el Garabito de _La redoma encantada_ y
en el exclaustrado D. Gabriel de _Lo de arriba abajo_. En tal empeño,
y luchando desventajosamente con la competencia del Príncipe, llegó
Lombía en el teatro de la Cruz á las fiestas de Navidad, habiendo
agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del público.
Cárlos Latorre y la parte de la compañía que en su género sério le
secundaba, apenas habia trabajado en unos cuantos dramas viejos, de
los cuales estaba ya el público hastiado; y si la obra que en Navidad
se estrenara no sacaba á flote la nave de la Cruz del bajío en que
Lombía la habia hecho encallar, tenia las noventa y nueve contra
las ciento de naufragar ántes de Reyes. Todos los autores de alguna
reputacion estaban con Romea: excepto yo, que tenia señalados, pero no
los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el
Príncipe, y la obligacion de presentar un drama en Setiembre y otro
en Enero. El 21 de Setiembre habia presentado la _Segunda parte del
Zapatero y el Rey_: llegó, empero, el 23 de Diciembre, y se puso en
escena, con grandes esperanzas, una _Degollacion de los inocentes_,
arreglada del francés, y en la cual hacía Lombía el papel del _rey
Herodes_. Fagoaga habia consentido en suplir gastos y abonar sueldos
hasta la primera representacion de Noche-buena; pero los inocentes
fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya
degollina se presentó Lombía con el flotante manto y el tradicional
timbal de macarrones en la cabeza, con el que solian representar á
Herodes los pintores y escultores de imaginería de la Edad Media; y
el drama continuó arrastrándose penosamente hasta su final entre los
aplausos de los amigos de la empresa, á quienes nos interesaba su
porvenir, y la hilaridad del público de Noche-buena, que tomó en chunga
á Herodes y á sus niños descabezados.
Entónces recordó la empresa que yo habia cumplido mi contrato, y que
mi rey D. Pedro descansaba en el archivo, y preguntó si habria medio
de ponerle en escena con la rapidez que exigian las circunstancias, y
como tabla de salvacion del _Naufragio de la Medusa_, que habia tambien
naufragado ántes del degollador Tetrarca Hierosolimita.
El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mio, habia armado y pintado
en ratos perdidos, y con _palitos y tronchitos_, como se dice en
lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Noren,
Mate y la Teodora habian estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor
en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad á
que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey D. Pedro podia
presentarse al público con tres ensayos y el paso de papeles. Pero
habia la dificultad de que el papel del zapatero requeria un primer
actor, y Latorre y Mate se habian ya encargado de los del rey D. Pedro
y del infante Don Enrique. Yo me fuí derecho á Lombía, por consejo de
Cárlos Latorre, y le dije: que el papel de zapatero era el principal
del drama, puesto que se titulaba _El Zapatero y el Rey_, y no _El Rey
y el Zapatero_; que los maldicientes malquerientes de la empresa, y
nuestros enemigos naturales (que eran los del teatro del Príncipe),
decian que no se atreveria nunca á presentarse en escena con Cárlos
Latorre, y que por eso habia dividido en dos la compañía; que yo habia
escrito el papel de Blas expresamente para él, y que finalmente, el
único modo de salvar el teatro y mi pobre drama, que trás de tantos
tumbos y naufragios se iba á hacer á la mar, necesitaba al capitan del
buque para cuidar del timon.
Lombía, ó vencido por mis razones, ó viendo que el papel era de aplauso
seguro, aunque el drama no gustara, cayó en el lazo, aceptó el papel,
se activaron los ensayos y llegó el momento de redactar el cartel.
Aquí era ella. ¿Qué nombre iria en él delante? ¿El de Cárlos ó el
suyo? Las vanidades del teatro son más incapaces de transaccion que
las de D. Alvaro de Luna y del conde-duque de Olivares: Cárlos cedió,
en obsequio á mí; pero me costaba la transaccion más tal vez de lo que
valia el drama: se me impuso la condicion de que habia de consentir que
se anunciase con mi nombre; cosa inusitada hasta entónces, y áun muy
rara vez usada hoy en dia. Neguéme yo á semejante innovacion, alegando
que era un alarde de vanidad que iba á atraer indudablemente una silba
sobre mi obra, y que mi nombre puesto en los anuncios desde la primera
representacion, era un cartel de desafío, cuyo guante arrojaba la
empresa y cuyo campeon inmolado iba á ser el pobre autor en cuyo nombre
lo arrojaba. Sostuvo la empresa su opinion, alegando que, en el estado
en que se hallaba el teatro, sólo mi nombre atraeria gente á la primera
representacion, y que era una falsa modestia el encubrir mi nombre,
porque ¿á quién se podria ocultar que habria escrito la segunda parte
el mismo que habia escrito la primera? Yo, entre la espada y la pared,
pospuse mi derecho al bien de la empresa; y una mañana apareció el
cartel anunciando la primera representacion de la _segunda parte_ de
_El Zapatero y el Rey_, por D. José Zorrilla: y el nombre del poeta
más pequeño que habia en España, apareció en las letras más grandes que
en cartel de teatros hasta entónces se habian impreso.
Resultó lo que yo habia previsto: todos los poetas, periodistas
y escritores de Madrid,--excepto Hartzenbusch y Leopoldo Augusto
de Cueto, hoy marqués de Valmar, que me sostuvieron y ampararon
siempre, y el Curioso Parlante, que no sé si habia ido más que á la
inauguracion del teatro de la Cruz,--se dieron de ojo para preparar la
más estrepitosa caida á mi forzada vanidad: las cañas se me volvieron
lanzas, y mis mejores amigos tornaron la espalda al orgulloso chicuelo
que decia al firmar el cartel--«¡aquí estoy yo! --ficó Blas y punto
redondo. »--Apeché yo con la desventaja de la lucha y me resolví á morir
en brava lid, como el gladiador á quien decia «digitum porgo» el pueblo
de los circos de Roma. La empresa y los actores tomaron despechados á
pechos llevar el drama adelante, y la noche del ensayo general estaba
el teatro más lleno que lo iba á estar la de la primera representacion.
Una multitud _de amigos_ fué á estudiar las situaciones débiles, y las
escenas difíciles y atacables de mi obra, para herirla á golpe seguro y
en sitio mortal.
Era esta una escena del acto tercero. Pedro Mate, actor cuidadoso,
idólatra de su arte y enamorado de mi drama por la amistad que me
tenia, se habia encargado del ingrato papel de D. Enrique; y encariñado
con él se habia hecho, no solamente un costoso traje, sinó una sombra
de fino alambre y bien engomada gasa, moldeada sobre su mismo cuerpo,
para que apareciese en el lugar en que mi acotacion la reclamaba.
Aquella sombra era una maravilla de trabajo y de parecido: era un
Pedro Mate, un infante D. Enrique flotante y transparente como una
aparicion de vapor ceniciento: era una sombra del rey bastardo de un
efecto maravilloso; pero cuanto más ligera, fantástica y asombrosa
era aquella sombra, era tanto más difícil de manejar. Puesto sobre el
fondo cárdeno de la piedra de la torre de Montiel al lado de Mate, daba
frio y parecia fantasma desprendida del mismo D. Enrique; pero como
Mate la habia ideado y confeccionado sobre mi acotacion que dice: «La
sombra de D. Enrique. . . _aparece en lo alto del torreon, bajando poco
á poco hasta colocarse en frente del rey_. » Mate la habia registrado
en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por más exactamente
paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de
gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambaleándose como borracha,
convirtiendo la aparicion temerosa en ridículo maniquí. Añadióle Mate
peso en la cabeza y pataleaba como un ahorcado; púsosele á los piés
y cabezeaba como los gigantones de Búrgos: cuanto más ensayábamos la
presentacion de la sombra, más mala sombra tenia para el drama y para
la empresa: y á las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los
curiosos el teatro diciéndonos: «hasta mañana. »
Cárlos Latorre, despues de arrancar de cólera con las uñas una media
caña dorada de la embocadura, se fué á su casa renegando de la
empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajustó en aquel
desventurado teatro; y en él nos quedamos solos, Lombía paseándose por
detrás de los torreones de carton de Montiel, el maquinista Aranda por
delante con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca
de proscenio hilvanando una retahila de interjecciones de Andalucía, y
yo respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel «hasta mañana»
con que los amigos me habian emplazado tan sin merecerlo.
Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el
proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusion en que
sentia entrampado su pensamiento, trabó un pié en un aparato de
quinqués, portátil, volcólo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite
sobre un forillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que soltó
alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se
levantó éste exclamando--¡ya está! --y trepando á la escena, empezó á
extender el aceite por la tela del forrillo, miéntras acudíamos Lombía
y yo á ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguia
dando al lienzo sin cesar de repetir: «Ya está, hombres, ya está! » De
repente comprendimos el «ya está» de Esquivel por lo que éste hizo;
tomóme de la mano Lombía, y sacándome del teatro y dejando en él á
los dos pintores, nos despedimos todos «hasta mañana,» y al cruzar
la plazuela de Santa Ana para irme con el alba que ya lucia, á mi
casa, núm. 5 de la plaza de Matute, lancé al aire con todo el de mis
pulmones, aquel «¡hasta mañana! » que no habia podido digerir.
X.
Llegó, en fin, aquel mañana, que en los teatros es siempre noche. El
despacho del de la Cruz estaba cerrado, porque todas sus localidades
estaban ya vendidas. El alumbrante habia ya encendido los quinqués
de los pasillos; los actores pedian ya luz para sus cuartos, y los
comparsas se probaban los arrequives que mejor convenian á sus tan
desconocidas como necesarias personalidades. Los comparsas son en
el teatro y en la política de España lo más arriesgado y difícil de
presentar.
Tenia yo por contrata el derecho de ocupar el palco bajo del proscenio
de la izquierda en todas las funciones, excepto en las de beneficio:
generosidad que hasta entónces no habia costado nada á la empresa,
porque apenas habia tenido diez entradas llenas, fuera de los estrenos:
mi familia entraba en el teatro por la plaza del Angel, y al palco
por el escenario; con cuya costumbre sólo los actores me veian en el
teatro, á donde no iba yo nunca á hacerme ver, sino á estudiar desde el
fondo escondido del palco lo que en escena pasaba, y el trabajo de los
actores para quienes me habia comprometido á escribir. Aquella noche
ocupó mi familia el palco cuando aún estaba á oscuras la sala, dentro
de cuyo escenario por todas partes hacia miedo; yo subí al cuarto de
Cárlos Latorre.
Estaba solo con Agustin, el ayuda de cámara que le vestia, á quien
hallo aún en la portería de un teatro, y á quien doy la mano como si
fuera un antiguo camarada de glorias y fatigas: no há muchas semanas
me hizo venir las lágrimas á los ojos recordando á su amo á quien
adoraba; y eso que dice el refran que «no hay hombre grande para su
ayuda de cámara,» pero este refran es francés, y en España falso por
consiguiente. Cárlos se vestia cabizbajo, y la primera palabra que me
dijo: fué «tengo miedo. »--«Yo le tengo siempre, le contesté; aunque
nunca lo manifiesto. »--«¡Y yo que le esperaba á V. para que me diera
valor! » repuso: á lo cual, cerrando la puerta y mandando al ayuda de
cámara que no dejara entrar á nadie, le dije: «Hablemos cuatro minutos:
y si despues de lo que le diga no se siente V. con más valor que
Paredes en Cerignola, no será por culpa mia. »
Cárlos era un hombron de cerca de seis piés de estatura y podia
tenerme en sus rodillas como á una criatura de seis años. Habia
conocido á mi padre, superintendente general de policía; le habia
debido algunas atenciones en los difíciles tiempos en que mandaba en
Madrid y presidia los teatros; le habia Cárlos prestado armas y trajes
para que yo hiciera comedias en el Seminario de Nobles, y habia yo
empezado á declamar tomando á éste por modelo: pero por una de esas
revoluciones naturales en el progreso del tiempo, habíame éste colocado
en la situacion de tenerle que hacer observaciones y darle consejos;
que, en honor de la verdad, escuchó y siguió con la conviccion de
que eran dados con la más sincera franqueza y la más fraternal buena
fé. Durante dos semanas nos habíamos encerrado en su estudio, él y
yo sólos, y allí me habia hecho leerle y releerle su papel y decirle
sobre su desempeño todo cuanto pudo ocurrírseme. Él, el primer trágico
de España, sin sucesor todavía, la primera reputacion en la escena,
escuchó con atencion mis reflexiones y se convenció por ellas de que
su aversion á los versos octosílabos y al género de nuestro teatro
antiguo era injusta: de que su declamacion de los endecasílabos del
Edipo conservaba aún cierto dejo francés, que sólo le haria perder
la recitacion de los versos de arte menor, y de que las redondillas
de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos
estudiadamente colocados para que el actor aprovechara sin fatiga los
efectos de sus palabras, le debian de presentar ante el público, bajo
una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro Español, sin las
reminiscencias del francés, que era el único defecto que el público
alguna vez le encontraba. Todo esto habia yo dicho á mis veinticuatro
años á aquel coloso de nuestra escena, que iba á presentarse aquella
noche en el papel del rey D. Pedro, transformado en otro actor
diferente del hasta entónces conocido por gracia y poder de un
muchachuelo atrabiliario, que se habia atrevido á decir la verdad á un
hombre de verdadero talento y de verdadera conciencia artística.
Cuando aquel gigante se quedó solo en su cuarto con aquel chico, hé
aquí lo que éste le dijo á aquel:
«Dice el vulgo, mi querido Cárlos, que este teatro es un panteon donde
Lombía ha reunido una coleccion de mómias, que un chico loco está
empeñado en galvanizar. Usted es una de estas supuestas mómias, y yo
el loco galvanizador; pero yo, que le quiero á V. con toda mi alma,
y que espero que su voz de V. llegue con las palabras de mi rey D.
Pedro hasta los oidos de mi padre, emigrado en Burdeos, necesito que
resucite usted, aunque me deje en la oscuridad de la fosa de que usted
se alce. Jugamos esta noche V. y yo el todo por el todo; pero, aunque
se hundan el autor y el drama, es forzoso que el actor se levante;
nuestro público tiene aún en sí el gérmen del entusiasmo revolucionario
de la época, y el personaje que va V. á representar será siempre
popular en España. Vamos á tener además un poderoso auxiliar en Mr. de
Salvandy, el embajador francés, que ha pedido ya sus pasaportes y un
palco para asistir inconsciente á la representacion; «ya verá usted
la que se arma cuando salga Beltran Claquin. »--Cárlos Latorre brincó,
oyendo esto, de la silla en que estaba sentado, y yo seguí diciéndole:
«con que haga usted cuenta que representa V. á Sanson, y asegúrese
bien de las columnas; aunque no le darán á V. tiempo de derribar el
templo. »--Mucho me temo que me le den, me dijo no muy confortado por
mis palabras. --¡Qué diablos! repuse yo, si se le dan á V. sepúltese con
todos los filisteos. Yo me voy á mi palco. --Pero, ¿y la sombra, que
ni siquiera he visto? me dijo viéndome tomar la puerta. --Fíese V. en
Aranda, que tiene ya luz con que producirla, le respondí, escapándome
por el escenario.
Cuando entré en mi proscenio, ya habia empezado la sinfonía y el teatro
estaba lleno. Nunca he tenido más miedo, ni más resolucion de provocar
á la fortuna. A los tres cuartos para las nueve se alzó el telon; el
frio del escenario entró en mi palco, sin que yo le dejara entrar en mi
corazon. Se oyó el primer acto en el más sepulcral silencio; cayó el
telon sin un aplauso, pero yo conocí que la impresion que dejaba no me
era desfavorable.
Cárlos comprendió que necesitaba todo su brío y su talento para
atraerse á un público tan mal prevenido, y al levantarse el telon
para el acto segundo, encabezó su papel con uno de esos pormenores
que sólo saben dar á los suyos los cómicos como Cárlos Latorre. El
rey don Pedro se presenta de incógnito en el primer acto de mi obra:
al presentarse Cárlos en el segundo, presentó la figura del rey como
un modelo de estatuaria; apoyado el brazo izquierdo en el respaldo
de su sillon blasonado de castillos y leones, y el derecho en una
enorme espada de dos manos. Vestia un jubon grana con dos leones y dos
castillos cruzados, bordados en el pecho; un calzon de pié, anteado y
ajustado, sin una arruga, borceguíes grana bordados y con acicates de
oro, y gola y puños de encaje blancos; tocando su cabeza con un ancho
aro de metal, que así podia tomarse por birrete como por corona; de
debajo de la cual, asomando sobre la frente el pelo cortado en redondo
y cayendo por ambos lados las dos guedejas rubias, encuadraban un
rostro copiado del busto del sepulcro del rey D. Pedro en Santo Domingo
el Real. Era Cárlos Latorre un hombre de notables proporciones y
correccion de formas: sus piernas y sus brazos, clásicamente modelados,
daban movimiento á su figura con la regularidad académica de las de
los relieves y modelos de la estatuaria griega: siempre sobre sí, en
reposo y en movimiento, estaba siempre en escena; y ni el aplauso ni
la desaprobacion le hacian jamás salirse del cuadro ni descomponerse
en él. Al empezar el acto segundo, su figura semi-colosal, vestida
de ante y de grana, se destacaba sobre el fondo pardo de un telon
que representaba un muro de vieja fábrica, reposando perfectamente
sobre su centro de gravedad, ligeramente escorzada y en actitud tan
intachable como natural; y así permaneció inmóvil, hasta que el público
aplaudió tan bello recuerdo plástico del rey caballero á quien iba á
representar; y no rompió á hablar hasta que el general aplauso espiró
en el silencio de la atencion: parecia que allí comenzaba el drama. El
gigante habia tenido en cuenta el consejo del muchacho pigmeo, y el
actor habia ganado para sí al público que tan hosco se mostraba con el
autor.
En la escena endecasílaba con Juan Pascual desplegó Cárlos todas sus
poderosas facultades orales y toda la clásica maestría de su dominio
de la escena; la cual estaba estudiada con tan minucioso cuidado, que
tenian marcado su sitio los piés de los comparsas, los de Juan Pascual
y los suyos para la escena penúltima; y al decir al conspirador que si
el cielo se desplomara sobre su cabeza le veria caer sin inclinarla,
rugió como un leon estremeciendo al auditorio; y al barrer, despues de
un gallardísimo molinete de su tremendo mandoble, las once espadas de
los conjurados, al tiempo que el antiguo zapatero Blas abria tras él
la puerta de salvacion, el público entero se levantó en pró del rey
que tan bien se servia de sus armas, y aplaudió entusiasta la promesa
de su vuelta para el acto siguiente. El actor habia ganado la primera
jugada de una partida de tres. El rey habia derrotado el ala derecha
del enemigo: el público no habia visto jamás un combate tan bien
ensayado en los teatros de Madrid, y pedia ¡el autor! que no parecia.
Alzóse el telon sobre Cárlos Latorre; y cuando éste, dirigiendo la
vista á mi palco me dirigia una mirada de indefinible satisfaccion,
esperando que yo saltase á la escena para compartir con él un triunfo
que era solamente suyo, oyó con asombro á Felipe Reyes, _autor de la
compañía_, decir: «Señores, el nombre del autor está en el cartel y el
Sr. Zorrilla en su palco; pero suplica al público que no insista en su
presentacion, porque tiene mucho miedo al tercer acto. »
El público de entónces entraba en el teatro á ver la representacion
y se embebecia con lo que en ella pasaba; entendió que mi miedo era
natural y no insistió en llamar al autor; pero continuó aplaudiendo,
ayudado de _mis amigos_ que me tenian aplazado y me esperaban en el
acto tercero.
Levantóse el telon para éste. Era la primera vez que se veia la escena
sin bastidores: Aranda, malogrado é incomparable escenógrafo, presentó
la terraza de la torre de Montiel dos piés mas alta que el nivel
del escenario; de modo que parecia que los cuatro torreones que la
flanqueaban surgian verdaderamente del foso, y que los personajes se
asomaban á las almenas; desde las cuales se veian en magistralmente
calculada perspectiva las blancas y diminutas tiendas del lejano
campamento del Bastardo, destacándose todo sobre un telon circular
de cielo y veladuras cenicientas, representacion admirable de la
atmósfera nebulosa de una noche de luna de invierno. El pendon morado
de Castilla, clavado en medio de la terraza en un pedestal de piedra,
se mecia por dos hilos imperceptibles, como si el aire lo agitára, y
el aire entraba verdaderamente en la sala por el escenario, desmontado
y abierto hasta la plaza del Angel. La silueta fina de la Teodora,
cuya pequeña y graciosa cabeza, tocada con sus ricas trenzas negras,
se dibujaba sobre el blanquecino celaje, animaba aquel cuadro sombrío,
cuya ilusion era completa. Cárlos y Lumbreras yacian absortos en
profunda meditacion en los dos ángulos del fondo, de espaldas al
público, que aplaudió largo rato, y el pintor continuaba el triunfo
del actor. Teodora dió á sus breves escenas una melancolía tan
poética, Lombía al suyo una resignacion tan adustamente resuelta, y
prepararon tan maestramente la escena fantástica del fatalismo bajo el
cual se iba á presentar el rey D. Pedro, que cuando éste se levantó,
el público estaba profundamente identificado con aquella absurda
y fantástica situacion. Oyóse en silencio todo el acto; colocóse
Lumbreras (Men-Rodriguez de Sanábria) sobre el torreon del fondo de
la izquierda, y salió el rey con la lámpara del judío. Cárlos, al
colocarla sobre el pedestal, me echó una mirada que queria decir: ¡Y la
sombra! Yo permanecí impasible para no turbarle, y empezó su monólogo
con el temblor del miedo que tenia á la sombra, y que hizo, por lo
mismo que era un miedo real, un efecto maravillosamente pavoroso en
los espectadores. _¡Brotó la llama! _ dijo el rey D. Pedro, y apareció
detrás de él, cenicienta, callada é inmoble, la sombra transparente de
D. Enrique sobre el oscuro torreon: asombróse Cárlos de verla tan al
contrario de como la esperaba; identificóse con su papel, creciéndose
hasta la fiebre que se llama inspiracion: y cómo dijo aquel actor
aquellas palabras, cómo soltó aquella carcajada histérica y cómo cayó
riéndose y extremeciendo al público de miedo y de placer, ni yo puedo
decirlo, ni concebirlo nadie que no lo haya visto.
El público y el huracan entraron en el teatro: mis amigos ahullaban
de placer de haber sido vencidos; Aranda y Cárlos Latorre habian
convertido en éxito colosal el atrevido desatino de un muchacho, y la
empresa habia parado con él á la fortuna en el despacho de billetes
de su arrinconado teatro. Cuando Lumbreras anunció _¡el farol! _ y
se apercibió éste del tamaño de una nuez sobre la mirmidónica tienda
de Duglesquin, ya nadie escuchó la salida del rey. Cárlos, rendido y
anheloso, volvió á la escena con Teodora, Noren y Lumbreras á recibir
los aplausos del público, á cuyos gritos de «¡el autor! » volvió á
presentarse Felipe Reyes y á decir medio espantado: que yo tenia más
miedo al cuarto acto que al tercero.
El por entónces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia más
que por haberme encontrado várias veces en el tiro de pistola, y que
se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala,
aplaudia de pié en su luneta, dispuesto á sostenerme á todo trance,
comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.
Cárlos me envió á decir que «no estirase tanto la cuerda que la
rompiese. » Yo habia ensayado mi obra á conciencia: sabia cómo iban
á hacer la escena de la tienda Cárlos y Mate, y fiaba además en la
presencia del embajador francés en la de D. Pedro con Beltran de
Claquin. Esperé, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi
proscenio, y mi cálculo no salió fallido.
La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la
torre de Montiel: Cárlos dijo sus redondillas á los franceses con un
brío tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en
la que empieza _sí_, _si vosotros, señores_, é hicieron por fin la suya
él y Mate con tal verdad, que sólo pudo serlo más la realidad de la de
Montiel.
Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el público
quedó en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate pálido, sin
casco, desgreñado y saltadas las hebillas de la armadura, arrancó
un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto
segundo. Mate, casi tan alto como Cárlos, pero flaco y herido de la
tísis de que murió, se presentó trémulo del cansancio y del miedo de
la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y
dió á su papel una poesía y unos tamaños que no habia sabido darle el
autor. Cuando él concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su
manto á Cárlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante
de cansancio y de emocion á que el infante mostrase á Blas Perez su
cadáver. Cuando nos presentamos todos al público, me tenia de la mano
como con unas tenazas: y cuando caido el telon por última vez, me cogió
en brazos para besarme, creí que me deshacía al decirme las únicas
y curiosas palabras con que acertó á expresarme su pensamiento, que
fueron: «¡diablo de chiquitin! » y me dejó en tierra.
Así se ensayó y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero
y el Rey_, el año 41 ó 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la
fraternidad que entónces reinaba entre autores y actores; tal era
el cariño y entusiasmo del público por los de entónces, y tan poco
consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor éxito las vencia,
y el soplo vital de la lealtad las disipaba.
Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_
treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil
duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia
ocurrido á la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del
drama con que se habia salvado. Siempre en España ha sido considerado
el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la túnica de
Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho á hacer tiras y
capirotes.
Hasta que el viejo juez Valdeosera se presentó una noche á intervenir
la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lombía de que no podíamos
los poetas vivir del aire, y se apresuraron á darme paga cumplida con
intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la más
cándida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de
oro del que les habia traido la gallina que los ponia.
XI.
_De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras
dramáticas. _
SANCHO GARCÍA. --EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.
Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz,
dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido á escribir
sólo para el de la Cruz, miéntras en su compañía conservara su
empresario á Cárlos Latorre y á Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el
único poeta que no ponia los piés en el saloncito de Julian Romea,
porque yo no he vuelto jamás la cara á lo que una vez he dado la
espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer
traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de
críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en
el Príncipe, á cuyas lunetas iba á aplaudir á Julian y á Matilde, pero
no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico;
era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba á dar sus batallas llevando
á mi lado á Bárbara Lamadrid y á Cárlos Latorre, con cuyos dos atletas
le dí algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados
de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan
ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch
su _D. Alfonso el Casto_ y su _Doña Mencía_, una porcion de primorosos
juguetes en prosa y verso, y las dos mágias _La redoma_ y_ Los polvos_:
diónos García Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho más
de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía,
metiéndose á autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanzó
un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asíduos en Doncel
y Valladares, que escribian á destajo para la actriz más preciosa
y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la
Juanita Perez, quien con Guzman en _No más muchachos_ y en _El pilluelo
de París_, habia hecho las delicias del público desde muy niña. La
Juana Perez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con
una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de
facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa
eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos
piés de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como
diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones
picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir
hasta á los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz
de hacer condenarse á la más austera comunidad de cartujos.
La Juana Perez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil
atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez
y siete años; y fué, miéntras las pisó, el encanto y la desesperacion
del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como
la _fée aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos
poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas
Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático
moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion
del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad
atrevida de Lombía, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez,
ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia
de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos
bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la
justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba á los espectadores,
y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada
quince dias, convertido en juguete valioso ó en ingeniosísima comedia,
un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien
veces más talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas
originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y
á los de _La rueda de la fortuna_, de Rubí, al _Muérete y verás_ y á
las trescientas obras de Breton, y á _Otra casa con dos puertas_, de
Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del
_D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D. ª Mencía_, y las mágias
de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se
elaboraba Lombía, asociado á Tirado y Coll, é impelidos los tres por el
fecundísimo Olona.
Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho García_, mi _Excomulgado_, mi
_Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_,
contribuyeron á nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, á
la inusitada perfeccion de detalles y á la perpétua atencion con
que me los representaban Cárlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes
encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia,
considerándole como á un hijo mal criado á quien se le mima por sus
mismas calaveradas y á quien se adora por las pesadumbres que nos
da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban á mis caprichos y se
doblegaban á mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis
obras no parecian los mismos que en las de los demás, y los demás se
quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. Cárlos
Latorre habia conocido á mi padre, á quien debió atenciones extrañas
á aquella _ominosa década_; Cárlos Latorre, de estatura y fuerzas
colosales, me sentaba á veces en sus rodillas como á sus propios
hijos, y me preguntaba cómo yo habia imaginado tal ó cual escena que
para él acababa yo de escribir: él me contradecia con su experiencia
y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba
forma práctica y plástica á la informe poesía de mis fantásticas
concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él los papeles, en
los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales
nos habia dotado á ambos la naturaleza, y. . . no necesito decir más para
que se comprenda cómo hacia Cárlos mis obras, como un padre las de su
hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.
Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima é intachable, mi papel
era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas;
pero, actriz adherida á Cárlos, compañera obligada en la escena de
aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis
dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas
innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como á una
hermana menor, á quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe;
yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez
veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia,
la ensayaba sus papeles como á una chiquilla de primer año de
Conservatorio; y á veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo
fuese, hasta llorar como una chiquilla, y á veces me obedecia resignada
como á un loco á quien se obedece por compasion; pero convencida al
fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de
la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis
obras, hacia en ellas lo que en _Sancho García_, lo que es lamentable
que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no
lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el
ruido de su voz y desaparece trás del telon!
En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinacion que la
supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan
vigorosamente el poder de una pasion tardía en una mujer adulta, que
traspasó al público la fascinacion del personaje, suprema prueba del
talento de una actriz. En las escenas sexta y sétima del acto tercero
se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que
no queria ni respirar. Bárbara tenia mucho miedo al monólogo: en el
segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y Cárlos
y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada,
conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su
izquierda por mí que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo
del proscenio. Cárlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres
aplausos nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras
obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más
profundo silencio hasta el verso vigésimo cuarto; pero en los cuatro
siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la
mujer, y al decir
«Hijo mio.
