ltima
inmediatez
se convierte en vk rima de la lejani?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
s adelante.
La psicologia no alcanza al horror .
104
Golden C ate. - E n el desairado , en el desden? ado hay algo que se deja notar con la misma claridad con que los dolores intensos iluminan el propio cuerpo. E? l reconoce que en lo Intimo del amor ciego, que nada sabe ni puede saber, palpita la exigencia de clari- dad. Ha padecido injusticia, y ah! apoya su demanda de justi- cia al tiempo que se ve obligado a retirarla, pues lo que e? l desea so? lo puede provenir de la libertad. En esta servidumbre el rechaza- do alcanza la integridad humana. Como invariablemente el amor descubre 10 general en 10 particular, u? nico lugar donde se hace honor a lo general, e? ste se vuelve mortalmente contra el amor eri-
giendo la autonomi? a de lo pro? ximo. El fracaso, en el que se im- pone lo general, le parece al individuo un estado en el que se halla excluido de lo general; el que perdio? el amor se sabe abando- nado de todos, por eso desden? a el consuelo. En el sinsentido de la privacio? n llega a percibir 10 falso de toda satisfaccio? n meramen- te individual. Pero de ese modo se despierta en e? l la conciencia parado? jica de lo general, del inalienable e irrecusable derecho hu- mano a ser amado por la amada. Con su aspiracio? n, no fundada en ti? tulo ni prerrogativa algunos, a ser correspondido apela a una
instancia desconocida que graciosamente le conceda lo que le per- tenece - que no le pertenece. El secreto de la justicia en el amor es la superacio? n del derecho que el amor reclama en sus gestos, sin palabras. <<Dondequiera debe el amor/engan? ada, neciamente existir. ?
105
S610 un cuarto de hora. -i'Joche de insomnio: para esto puede haber alguna fo? rmula capaz de hacer olvidar la vaci? a duracio? n, las horas penosas que se prolongan en inu? tiles esfuerzos parecien- do que nunca llegara? el fin con el alba. Pero lo que causa esas noches de insomnio en las que el tiempo se contrae y se escapa, inu? til, de las manos, son los terrores. Uno apaga la luz con la esperanza de llenar esas largas horas con un descanso reparador. Pero cuando no puede apaciguar los pensamientos desperdicia la valiosa provisio? n de la noche, y hasta que consigue no ver nada detra? s de los ojos cerrados y enrojecidos sabe que es muy tarde, que pronto le despertara? con sobresalto la man? ana. De un modo
164
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? ? parejo, implacable, inu? til, debe agotarse para el condenado a muer- te el u? ltimo plazo. Pero 10 que en esta contraccio? n de las horas se manifiesta es la contrafigura del tiempo consumado. Si en e? ste e! poder de la experiencia rompe e! hechizo de la duracio? n y reu? ne lo pasado y lo futuro en lo presente, en las impacientes noches de insomnio la duracio? n origina un horror insoportable. La vida hu- mana se convierte en instante, y no porque supere la duracio? n, sino porque se desvanece en la nada manifestando su vanidad en el seno de la mala finitud de! tiempo en si. En e! ruidoso tic-tac del reloj se percibe el desde? n de los an? os-luz por el palmo de la propia existencia. Las horas que ya han pasado como segundos antes de que e! sentido interno las haya asimilado, anuncian a e? ste, arrastra? ndolo en su precipitacio? n, que e? l y toda memoria esta? n consagrados al olvido en la noche co? smica. Un olvido del que los hombres hoy se percatan de un modo obsesivo. En su estado de total impotencia, 10 que se le ha dejado vivir le parece al individuo el plazo breve de un ajusticiado. No espera vivir por si? mismo su vida hasta e! final. La posibilidad de la muerte violenta o el mar- tirio, presente a cada uno, se continu? a en la angustia de saber que los di? as esta? n contados y la duracio? n de la propia vida establecida en las estadi? sticas; de saber que el envejecer en cierto modo se ha convertido en una ventaja ili? cita que hay que sacar con engan? o de los valores medios. Quiza? este? ya agotada la cuota de vida dispuesta, con cara? cter revocable, por la sociedad. Una angustia semejante registra el cuerpo en la huida de las horas. El tiempo vuela.
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Las florecillas todas. -L a frase de j cen Paul de que los recuer- dos son la u? nica posesio? n que nadie nos puede arrebatar, pertenece al acervo de consuelos impotentemente sentimentales que pretende hacer creer al sujeto que la retirada llena de resignacio? n a la inte- rioridad supone para e? l una satisfaccio? n que suele desperdiciar. Con la disposicio? n del archivo de si mismo, el sujeto se incauta de su propio depo? sito de experiencias haciendo del mismo una pro- piedad y, de ese modo, convirtie? ndolo en algo totalmente exterior al propio sujeto. La pasada vida interior se convierte en mobilia- rio del mismo modo que, inversamente, toda pieza estilo bieder-
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maier se converti? a en recuerdo hecho madera. El inte? ri? eur en que el alma guarda la coleccio? n de sus acontecimientos y curiosidades es algo caduco. Los recuerdos no se conservan en cajones o en abanicos, sino que en ellos lo prete? rito se combina I? ntimamente con lo presente. Nadie puede disponer con libertad o a capricho de aquello en cuyo elogio tanto abundan las frases de Jean Paul. Es precisamente cuando los recuerdos se hacen objetivos y mane- jables, cuando el sujeto cree estar completamente seguro de ellos, cuando pierden el color como delicados tapices expuestos a la hi- riente luz solar. Pero cuando, protegidos por el olvido, conservan su vigor, esta? n expuestos a riesgos como todo lo viviente. La con. cepcio? n de Bergson y Proust dirigida contra la cosificacio? n, se- gu? n la cual lo presente, la inmediatez, s610 se constituye por la memoria, por la accio? n reci? proca de! ahora y el antes, por lo mismo tiene no s610 un aspecro salvador, sino tambie? n infernal. Igual que ninguna vivencia anterior que no haya sido liberada por algu- na involuntaria rememoracio? n de la rigidez cadave? rica de su exis- tencia aislada es real, ningu? n recuerdo esta? , a la inversa, garanti- zado como algo que fuera existente en si? , indiferente al futuro del que lo guarda; ni ningu? n pasado es inmune, por su conversio? n en mera representacio? n, a la maldicio? n del presente empi? rico. El ma? s feliz recuerdo de una persona puede ser sustancialmente anulado por una experiencia posterior. Quien ha amado y traicio- na ese amor, no so? lo inflige un dan? o a la imagen de lo pasado, sino tambie? n a e? ste mismo. Cuando se despierta el recuerdo, con incontrastable evidencia se introduce en e? l un gesto involuntario, un tono de ausencia, una vaga hipocresi? a del placer, que hace de la cercani? a de ayer la extran? eza de hoy. La desesperacio? n no tiene la expresio? n de lo irrevocable porque la situacio? n no pueda llegar a mejorar, sino porque arrastra a su abismo al tiempo pasado. Por eso es necio y sentimental querer mantener el pasado limpio de la sucia marea del presente. El pasado no tiene otra esperanza que la de, abandonado al infortunio, resurgir de e? l transformado. Pero quien muere desesperado es que su vida entera ha sido inu? til.
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Ne cbercbez plus mon coeur,-EI heredero de la obsesio? n balo
zaquiana, Proust, al que toda invitacio? n del mundo elegante parece 167
? ? ? ? ? ? ? ? ? ? abrir el se? samo de la vida recobrada, se introduce en un laberinto donde el cotilleo prehisto? rico le revela los oscuros secretos de todo esplendor hasta parecer e? ste insulso y agrietado a los ojos cercanos y nosta? lgicos. Pero el placet [utile, la afliccio? n por una clase ociosa histo? ricamente sentenciada de la que todo burgue? s destaca su superfluidad, la absurda energi? a disipada en los disipa- dores, compensa mucho ma? s que la serena atencio? n a lo relevante. El esquema de la decadencia en que Proust encuadra la imagen de su sociery se revela como el de una poderosa tendencia evolutiva. Lo que Charlus, Saint-Loup y Swann van perdiendo es lo mismo que le falta a toda la generacio? n posterior, que ya no conoce el nombre del u? ltimo narrador. La exce? ntrica psicologi? a de la de? ca- Jet/ce esboza la antropologi? a negativa de la sociedad de masas: Proust da cuenta con alergia de lo que despue? s se hara? con toda forma de amor. La relacio? n de intercambio a la que el amor par- cialmente se opuso a lo largo de la e? poca burguesa ha acabado por absorberlo; la u?
ltima inmediatez se convierte en vk rima de la lejani? a de todos los contratantes entre si? . El amor se enfri? a con el valor que el propio yo se adjudica. Amar significa para e? ste amar ma? s, y quien ama ma? s habita en la injusticia. Se hace sospechoso a los ojos de la amada y, refleja? ndose en e? l mismo, su afecto enferma de despotismo posesivo e imaginacio? n autodestructiva. <<Las relaciones con una mujer amada - leemos en Le tempJ re- trouve? - pueden ser plato? nicas por una razo? n ajena a la virtud de la mujer o a la naturaleza poco sensual del amor que e? sta ins-
pira. Esta razo? n puede ser que el enamorado, demasiado impacien- te, no sepa, por el exceso mismo de su amor, esperar con una si- mulacio? n de indiferencia el momento en que lograra? lo que desee. Vuelve continuamente a la carga, no cesa de escribir a la mujer amada, intenta a cada momento verla, ella le rechaza, e? l se dcses- pera. Entonces ella comprende que si le concede su compan? i? a, su amistad, estos bienes parecera? n ya tan considerables al que los creyo? inasequibles, que la mujer puede evitarse el dar ma? s, y apro- vechar un momento en que el hombre no pueda pasar sin verla, en que quiera, cueste lo que cueste, terminar la guerra, imponie? n- dole una paz cuya primera condicio? n sera? el platonismo de las relaciones [ . . . ] Las mujeres adivinan todo esto y saben que pue- den permitirse el lujo de no darse jama? s a aquellos en quienes notan, si han estado demasiado nerviosos para oculta? rselo los primeros di? as, el incurable deseo que de ellas sienten. >> El joven Morel es ma? s fuerte que su influyente amante. <<. . . era e? l elque mandaba si no queri? a rendirse. Y para que no quisiera rendirse,
quiza? bastaba que se sintiera amado. . . . El motivo personal de la balzaquiana duquesa de Lengeais se ha difundido universalmente. La calidad de cada uno de los incontables automo? viles que en las tardes de domingo regresan a Nueva York se corresponde con el atractivo de la chica que lo ocupa-e-La disoludo? n objetiva de la sociedad se manifiesta subjetivamente en que el impulso ero? tico se ha debilitado demasiado como para unir las mo? nadas aurosufi-
cier nes, como si la humanidad imitase la teori? a ffsica del universo en expasio? n. A la frfgida inasequibilidad del ser amado con el tiempo convertida en una institucio? n reconocida de la cuitura de masas, responde el <<incurable deseo>> del amante. Cuando Casa- nova deci? a de una mujer que no teni? a prejuicios, queri? a decir que ninguna convencio? n religiosa le impedi? a entregarse; hoy una mujer sin prejuicios seri? a la que ya no cree ma? s en el amor y no
da ocasio? n a que la engan? en invirtiendo ma? s de lo que pueda esperar a cambio. La sexualidad, por la que supuestamente se mantiene la tensio? n, se ha convertido en la ilusio? n que antes es- t? ba en la renuncia. Cuando la organizacio? n de la vida ya no deja tiempo para el placer consciente de si mismo y lo sustituye por las ocupaciones fisiolo? gicas, el sexo mismo desinhibido se desexua. liza. Propiamente los sujetos ya no desean la embriaguez, sino tan so? lo la compensacio? n que pueda traer una ocupacio? n que pre- feriri? an ahorrarse por superflua.
108
Princesa plebeya. -So? lo excitan la fantasi? a las mujeres a las que les falta la fantasi? a. El nimbo ma? s colorista es el que tienen ~quel1as que, permanentemente volcadas a lo exterior, resultan Insustanciales. La atraccio? n que despiertan procede de la escasez de conciencia de si? mismas, y sin duda tambie? n de uno mismo. A este respecto Osear Wilde hablaba de la esfinge sin enigma. Reproducen una imagen predeterminada: cuanto ma? s pura aparien-
cia son, sin perjuicio de toda nota personal, ma? s se asemejan a los arquetipos - Preziosa, Peregrina, Albetti na--, que hacen presentir en toda individuacio? n la mera apariencia y terminan siempre de- fraudando en cuanto se descubre lo que son. Su vida toma el as-
* Traduccio? n de Consuelo Bcrgcs, Alianza Editorial, Madrid, 1969, pa? - ginas 156-l. 58. [N. dtl T. J
168
169
? ? ? pecto de las i. lu. stra. ci~nes o el de una perpetua fiesta infantil, y tal aspecto hace mjusncra a su menesterosa existencia empi? rica. Storm trato? este tema en su libro Pole Poppenspa? ler, una historia infan- t! l. ~n trasfondo. El mozo friso? n se enamora de la pequen? a de los nnnteros ambulantes ba? varos. <<Cuando por fin me volvi? vi un v:e~t~do rojo que se acercaba a mi? ; y era ella, era ella, la pequen? a ntmtera. A pesar de su descolorido traje me pareci? a salida de un mundo de ensuen? o. Me arme? de valor y le dije: ? Quieres que de- mos un paseo, Lisei? Me miro? desconfiada con sus ojos negros. ? Un paseo>, repitio? parsimoniosa. ? Ah, pues esta? s tu? listo! ? A do? nde vas entonces? - Al tendero. ? Quieres comprarte un vesti-
do nuevo~, pregunte? sin darme cuenta de mi torpeza. Ella solto? una carcalad~. ,iAh, vamos! - No, esto no son simples harapos. ? Harapos, Lisei? - iClaro! , son restos de los trajes que llevan los mun? ecos; asi? sale ma? s barato. >> La pobreza obliga a Lise? a con- tentarse con lo gastado - los <<haraposs-c,. , aunque le gustari? a llevar otras cosas. Inconscientemente ha de desconfi? ar de todo lo que no se justifique pra? cticamente, vie? ndolo como un exceso. La
fantasi? a es compan? era de la pobreza. Porque lo gastado s610 tiene encanto para elque lo contempla. Pero tambie? n la fantasi? a necesi. ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la felicidad a la que . se abandona la describe con los trazos del sufrimiento. La justina de Sade pasando de un lecho de tortura a otro es aqui? notre inte? restante b e? rome, asi? como Mignon, en el momento en que es azotada, la criatura interesante. La princesa de los suen? os y ~a nin? a de azotes son la misma persona, so? lo que no lo saben. Aun hay huellas de esto en las relaciones de los pueblos no? rdicos con los meridionales: los adinerados puritanos buscan inu? tilmente elcontacto con las morenas que llegan del extranjero, y no es que l~ marcha. ~el mundo que ellos imponen se lo impida so? lo a ellos, SIOO tambi e? n y sobre todo a las vagantes. El sedentario envidia el nomadismo, la bu? squeda de pastos frescos, y el carromato verde
es la casa sobre ruedas, en cuya ruta le acompan? an las estrellas. El cara? ct~r infantil, vertido en movimientos arbitrarios que dan al que vive en una penosa inestabilidad el aliento momenta? neo para seguir viviendo, quiere representar la vida no deformada la plenitud, y, sin embargo, relega a e? sta al a?
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Golden C ate. - E n el desairado , en el desden? ado hay algo que se deja notar con la misma claridad con que los dolores intensos iluminan el propio cuerpo. E? l reconoce que en lo Intimo del amor ciego, que nada sabe ni puede saber, palpita la exigencia de clari- dad. Ha padecido injusticia, y ah! apoya su demanda de justi- cia al tiempo que se ve obligado a retirarla, pues lo que e? l desea so? lo puede provenir de la libertad. En esta servidumbre el rechaza- do alcanza la integridad humana. Como invariablemente el amor descubre 10 general en 10 particular, u? nico lugar donde se hace honor a lo general, e? ste se vuelve mortalmente contra el amor eri-
giendo la autonomi? a de lo pro? ximo. El fracaso, en el que se im- pone lo general, le parece al individuo un estado en el que se halla excluido de lo general; el que perdio? el amor se sabe abando- nado de todos, por eso desden? a el consuelo. En el sinsentido de la privacio? n llega a percibir 10 falso de toda satisfaccio? n meramen- te individual. Pero de ese modo se despierta en e? l la conciencia parado? jica de lo general, del inalienable e irrecusable derecho hu- mano a ser amado por la amada. Con su aspiracio? n, no fundada en ti? tulo ni prerrogativa algunos, a ser correspondido apela a una
instancia desconocida que graciosamente le conceda lo que le per- tenece - que no le pertenece. El secreto de la justicia en el amor es la superacio? n del derecho que el amor reclama en sus gestos, sin palabras. <<Dondequiera debe el amor/engan? ada, neciamente existir. ?
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S610 un cuarto de hora. -i'Joche de insomnio: para esto puede haber alguna fo? rmula capaz de hacer olvidar la vaci? a duracio? n, las horas penosas que se prolongan en inu? tiles esfuerzos parecien- do que nunca llegara? el fin con el alba. Pero lo que causa esas noches de insomnio en las que el tiempo se contrae y se escapa, inu? til, de las manos, son los terrores. Uno apaga la luz con la esperanza de llenar esas largas horas con un descanso reparador. Pero cuando no puede apaciguar los pensamientos desperdicia la valiosa provisio? n de la noche, y hasta que consigue no ver nada detra? s de los ojos cerrados y enrojecidos sabe que es muy tarde, que pronto le despertara? con sobresalto la man? ana. De un modo
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? ? parejo, implacable, inu? til, debe agotarse para el condenado a muer- te el u? ltimo plazo. Pero 10 que en esta contraccio? n de las horas se manifiesta es la contrafigura del tiempo consumado. Si en e? ste e! poder de la experiencia rompe e! hechizo de la duracio? n y reu? ne lo pasado y lo futuro en lo presente, en las impacientes noches de insomnio la duracio? n origina un horror insoportable. La vida hu- mana se convierte en instante, y no porque supere la duracio? n, sino porque se desvanece en la nada manifestando su vanidad en el seno de la mala finitud de! tiempo en si. En e! ruidoso tic-tac del reloj se percibe el desde? n de los an? os-luz por el palmo de la propia existencia. Las horas que ya han pasado como segundos antes de que e! sentido interno las haya asimilado, anuncian a e? ste, arrastra? ndolo en su precipitacio? n, que e? l y toda memoria esta? n consagrados al olvido en la noche co? smica. Un olvido del que los hombres hoy se percatan de un modo obsesivo. En su estado de total impotencia, 10 que se le ha dejado vivir le parece al individuo el plazo breve de un ajusticiado. No espera vivir por si? mismo su vida hasta e! final. La posibilidad de la muerte violenta o el mar- tirio, presente a cada uno, se continu? a en la angustia de saber que los di? as esta? n contados y la duracio? n de la propia vida establecida en las estadi? sticas; de saber que el envejecer en cierto modo se ha convertido en una ventaja ili? cita que hay que sacar con engan? o de los valores medios. Quiza? este? ya agotada la cuota de vida dispuesta, con cara? cter revocable, por la sociedad. Una angustia semejante registra el cuerpo en la huida de las horas. El tiempo vuela.
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Las florecillas todas. -L a frase de j cen Paul de que los recuer- dos son la u? nica posesio? n que nadie nos puede arrebatar, pertenece al acervo de consuelos impotentemente sentimentales que pretende hacer creer al sujeto que la retirada llena de resignacio? n a la inte- rioridad supone para e? l una satisfaccio? n que suele desperdiciar. Con la disposicio? n del archivo de si mismo, el sujeto se incauta de su propio depo? sito de experiencias haciendo del mismo una pro- piedad y, de ese modo, convirtie? ndolo en algo totalmente exterior al propio sujeto. La pasada vida interior se convierte en mobilia- rio del mismo modo que, inversamente, toda pieza estilo bieder-
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maier se converti? a en recuerdo hecho madera. El inte? ri? eur en que el alma guarda la coleccio? n de sus acontecimientos y curiosidades es algo caduco. Los recuerdos no se conservan en cajones o en abanicos, sino que en ellos lo prete? rito se combina I? ntimamente con lo presente. Nadie puede disponer con libertad o a capricho de aquello en cuyo elogio tanto abundan las frases de Jean Paul. Es precisamente cuando los recuerdos se hacen objetivos y mane- jables, cuando el sujeto cree estar completamente seguro de ellos, cuando pierden el color como delicados tapices expuestos a la hi- riente luz solar. Pero cuando, protegidos por el olvido, conservan su vigor, esta? n expuestos a riesgos como todo lo viviente. La con. cepcio? n de Bergson y Proust dirigida contra la cosificacio? n, se- gu? n la cual lo presente, la inmediatez, s610 se constituye por la memoria, por la accio? n reci? proca de! ahora y el antes, por lo mismo tiene no s610 un aspecro salvador, sino tambie? n infernal. Igual que ninguna vivencia anterior que no haya sido liberada por algu- na involuntaria rememoracio? n de la rigidez cadave? rica de su exis- tencia aislada es real, ningu? n recuerdo esta? , a la inversa, garanti- zado como algo que fuera existente en si? , indiferente al futuro del que lo guarda; ni ningu? n pasado es inmune, por su conversio? n en mera representacio? n, a la maldicio? n del presente empi? rico. El ma? s feliz recuerdo de una persona puede ser sustancialmente anulado por una experiencia posterior. Quien ha amado y traicio- na ese amor, no so? lo inflige un dan? o a la imagen de lo pasado, sino tambie? n a e? ste mismo. Cuando se despierta el recuerdo, con incontrastable evidencia se introduce en e? l un gesto involuntario, un tono de ausencia, una vaga hipocresi? a del placer, que hace de la cercani? a de ayer la extran? eza de hoy. La desesperacio? n no tiene la expresio? n de lo irrevocable porque la situacio? n no pueda llegar a mejorar, sino porque arrastra a su abismo al tiempo pasado. Por eso es necio y sentimental querer mantener el pasado limpio de la sucia marea del presente. El pasado no tiene otra esperanza que la de, abandonado al infortunio, resurgir de e? l transformado. Pero quien muere desesperado es que su vida entera ha sido inu? til.
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Ne cbercbez plus mon coeur,-EI heredero de la obsesio? n balo
zaquiana, Proust, al que toda invitacio? n del mundo elegante parece 167
? ? ? ? ? ? ? ? ? ? abrir el se? samo de la vida recobrada, se introduce en un laberinto donde el cotilleo prehisto? rico le revela los oscuros secretos de todo esplendor hasta parecer e? ste insulso y agrietado a los ojos cercanos y nosta? lgicos. Pero el placet [utile, la afliccio? n por una clase ociosa histo? ricamente sentenciada de la que todo burgue? s destaca su superfluidad, la absurda energi? a disipada en los disipa- dores, compensa mucho ma? s que la serena atencio? n a lo relevante. El esquema de la decadencia en que Proust encuadra la imagen de su sociery se revela como el de una poderosa tendencia evolutiva. Lo que Charlus, Saint-Loup y Swann van perdiendo es lo mismo que le falta a toda la generacio? n posterior, que ya no conoce el nombre del u? ltimo narrador. La exce? ntrica psicologi? a de la de? ca- Jet/ce esboza la antropologi? a negativa de la sociedad de masas: Proust da cuenta con alergia de lo que despue? s se hara? con toda forma de amor. La relacio? n de intercambio a la que el amor par- cialmente se opuso a lo largo de la e? poca burguesa ha acabado por absorberlo; la u?
ltima inmediatez se convierte en vk rima de la lejani? a de todos los contratantes entre si? . El amor se enfri? a con el valor que el propio yo se adjudica. Amar significa para e? ste amar ma? s, y quien ama ma? s habita en la injusticia. Se hace sospechoso a los ojos de la amada y, refleja? ndose en e? l mismo, su afecto enferma de despotismo posesivo e imaginacio? n autodestructiva. <<Las relaciones con una mujer amada - leemos en Le tempJ re- trouve? - pueden ser plato? nicas por una razo? n ajena a la virtud de la mujer o a la naturaleza poco sensual del amor que e? sta ins-
pira. Esta razo? n puede ser que el enamorado, demasiado impacien- te, no sepa, por el exceso mismo de su amor, esperar con una si- mulacio? n de indiferencia el momento en que lograra? lo que desee. Vuelve continuamente a la carga, no cesa de escribir a la mujer amada, intenta a cada momento verla, ella le rechaza, e? l se dcses- pera. Entonces ella comprende que si le concede su compan? i? a, su amistad, estos bienes parecera? n ya tan considerables al que los creyo? inasequibles, que la mujer puede evitarse el dar ma? s, y apro- vechar un momento en que el hombre no pueda pasar sin verla, en que quiera, cueste lo que cueste, terminar la guerra, imponie? n- dole una paz cuya primera condicio? n sera? el platonismo de las relaciones [ . . . ] Las mujeres adivinan todo esto y saben que pue- den permitirse el lujo de no darse jama? s a aquellos en quienes notan, si han estado demasiado nerviosos para oculta? rselo los primeros di? as, el incurable deseo que de ellas sienten. >> El joven Morel es ma? s fuerte que su influyente amante. <<. . . era e? l elque mandaba si no queri? a rendirse. Y para que no quisiera rendirse,
quiza? bastaba que se sintiera amado. . . . El motivo personal de la balzaquiana duquesa de Lengeais se ha difundido universalmente. La calidad de cada uno de los incontables automo? viles que en las tardes de domingo regresan a Nueva York se corresponde con el atractivo de la chica que lo ocupa-e-La disoludo? n objetiva de la sociedad se manifiesta subjetivamente en que el impulso ero? tico se ha debilitado demasiado como para unir las mo? nadas aurosufi-
cier nes, como si la humanidad imitase la teori? a ffsica del universo en expasio? n. A la frfgida inasequibilidad del ser amado con el tiempo convertida en una institucio? n reconocida de la cuitura de masas, responde el <<incurable deseo>> del amante. Cuando Casa- nova deci? a de una mujer que no teni? a prejuicios, queri? a decir que ninguna convencio? n religiosa le impedi? a entregarse; hoy una mujer sin prejuicios seri? a la que ya no cree ma? s en el amor y no
da ocasio? n a que la engan? en invirtiendo ma? s de lo que pueda esperar a cambio. La sexualidad, por la que supuestamente se mantiene la tensio? n, se ha convertido en la ilusio? n que antes es- t? ba en la renuncia. Cuando la organizacio? n de la vida ya no deja tiempo para el placer consciente de si mismo y lo sustituye por las ocupaciones fisiolo? gicas, el sexo mismo desinhibido se desexua. liza. Propiamente los sujetos ya no desean la embriaguez, sino tan so? lo la compensacio? n que pueda traer una ocupacio? n que pre- feriri? an ahorrarse por superflua.
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Princesa plebeya. -So? lo excitan la fantasi? a las mujeres a las que les falta la fantasi? a. El nimbo ma? s colorista es el que tienen ~quel1as que, permanentemente volcadas a lo exterior, resultan Insustanciales. La atraccio? n que despiertan procede de la escasez de conciencia de si? mismas, y sin duda tambie? n de uno mismo. A este respecto Osear Wilde hablaba de la esfinge sin enigma. Reproducen una imagen predeterminada: cuanto ma? s pura aparien-
cia son, sin perjuicio de toda nota personal, ma? s se asemejan a los arquetipos - Preziosa, Peregrina, Albetti na--, que hacen presentir en toda individuacio? n la mera apariencia y terminan siempre de- fraudando en cuanto se descubre lo que son. Su vida toma el as-
* Traduccio? n de Consuelo Bcrgcs, Alianza Editorial, Madrid, 1969, pa? - ginas 156-l. 58. [N. dtl T. J
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? ? ? pecto de las i. lu. stra. ci~nes o el de una perpetua fiesta infantil, y tal aspecto hace mjusncra a su menesterosa existencia empi? rica. Storm trato? este tema en su libro Pole Poppenspa? ler, una historia infan- t! l. ~n trasfondo. El mozo friso? n se enamora de la pequen? a de los nnnteros ambulantes ba? varos. <<Cuando por fin me volvi? vi un v:e~t~do rojo que se acercaba a mi? ; y era ella, era ella, la pequen? a ntmtera. A pesar de su descolorido traje me pareci? a salida de un mundo de ensuen? o. Me arme? de valor y le dije: ? Quieres que de- mos un paseo, Lisei? Me miro? desconfiada con sus ojos negros. ? Un paseo>, repitio? parsimoniosa. ? Ah, pues esta? s tu? listo! ? A do? nde vas entonces? - Al tendero. ? Quieres comprarte un vesti-
do nuevo~, pregunte? sin darme cuenta de mi torpeza. Ella solto? una carcalad~. ,iAh, vamos! - No, esto no son simples harapos. ? Harapos, Lisei? - iClaro! , son restos de los trajes que llevan los mun? ecos; asi? sale ma? s barato. >> La pobreza obliga a Lise? a con- tentarse con lo gastado - los <<haraposs-c,. , aunque le gustari? a llevar otras cosas. Inconscientemente ha de desconfi? ar de todo lo que no se justifique pra? cticamente, vie? ndolo como un exceso. La
fantasi? a es compan? era de la pobreza. Porque lo gastado s610 tiene encanto para elque lo contempla. Pero tambie? n la fantasi? a necesi. ta de la pobreza, sobre la que ejerce violencia: la felicidad a la que . se abandona la describe con los trazos del sufrimiento. La justina de Sade pasando de un lecho de tortura a otro es aqui? notre inte? restante b e? rome, asi? como Mignon, en el momento en que es azotada, la criatura interesante. La princesa de los suen? os y ~a nin? a de azotes son la misma persona, so? lo que no lo saben. Aun hay huellas de esto en las relaciones de los pueblos no? rdicos con los meridionales: los adinerados puritanos buscan inu? tilmente elcontacto con las morenas que llegan del extranjero, y no es que l~ marcha. ~el mundo que ellos imponen se lo impida so? lo a ellos, SIOO tambi e? n y sobre todo a las vagantes. El sedentario envidia el nomadismo, la bu? squeda de pastos frescos, y el carromato verde
es la casa sobre ruedas, en cuya ruta le acompan? an las estrellas. El cara? ct~r infantil, vertido en movimientos arbitrarios que dan al que vive en una penosa inestabilidad el aliento momenta? neo para seguir viviendo, quiere representar la vida no deformada la plenitud, y, sin embargo, relega a e? sta al a?
