ticos
encierran
hoy una mayor resistencia a la ve- sania de la economi?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
De ese modo la bondad es limitada tambie?
n
en si? misma. Su falta esta? en la familiaridad. Aparenta relaciones directas entre los hombres y anula la distancia so? lo mediante la cual puede el individuo protegerse de la manipulacio? n de lo gene- ral. Precisamente en el contacto ma? s estrecho es donde ma? s dolo- rosamente experimenta la diferencia no superada. La condicio? n de ajeno es el u? nico anti? doto de la enajenacio? n. La efi? mera ima- gen de armoni? a con que se deleita la bondad no hace ma? s que resaltar tanto ma? s cruelmente en lo inconciliable e! sufrimiento que imprudentemente niega. El atentado al buen gusto y al res- peto -del que ninguna actitud bondadosa se libra - consuma la nivelacio? n a que se opone la impotente utopi? a de lo bello. Asi? resulto? ser desde los comienzos de la sociedad industrializada la decisio? n por 10 malo no s610 anuncio de la barbarie, sino tambie? n ma? scara de lo bueno. Su nobleza se troco? en maldad al atraerse todo el odio y todo el resentimiento del orden establecido que in-
culcaba a sus subordinados el bien forzoso a fin de poder conti- nuar siendo malo impunemente. Cuando Hedda Gabler mcniflca a su ti? a julle, persona infundida hasta la me? dula de buenos senti- mientos; cuando intencionadamente le dice que el espantoso som- brero que se ha puesto para honrar a la hija del general debe ser el de la sirvienta, la insatisfecha no desahoga sa? dicamente su odio al viscoso matrimonio en la indefensa, sino que ofende a lo mejor,
objeto de su aspiracio? n, porque en lo mejor reconoce el agravio de lo bueno. De manera inconsciente y absurda ella defiende, frente a la vieja que adora a sus demen? edos sobrinos, lo absoluto. ~~ vi? cti"! a es Hedda Gabler, y no Julle. Lo bello, que cual idea fija domina a Hedda, se halla enfrentado a la moral ya antes de ridiculizarla. Pues lo bello se cierra a toda forma de lo general imponiendo de manera absoluta lo diferencial de la mera existen. cia, el azar que permitio? lograrse a una cosa y a la otra no. En lo bello lo particular y opaco se afirma como norma, como lo u? nico general, porque la normal generalidad se ha tornado demasiado transparente. Deeste modo reclama la igualdad de todo lo que no ~ libre. Pero de! mismo modo se hace tambie? n culpable al negar Juntamente con lo general la posibilidad de ir ma? s alla? de aquella mera existencia cuya opacidad no hace ma? s que reflejar la falsedad de la mala generalidad. Deesta suerte lo bello representa lo injus- ro frente a lo justo, y sin embargo lo hace justamente. En lo
bello el inciert o futuro sacrifica su vi? ctima al Moloch del presente: como en su imperio no puede haber nada por si? bueno, e? l mismo se hace malo para, en su derrota, hacer culpable al juez. La vindi- cacio? n de lo bello frente a lo bueno es la forma secularizada que
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? ? adquiere en la burguesi? a la obcecacio? n del he? roe de tragedia. En la inmanencia de la sociedad sc halla obturada la conciencia de su esencia negativa, y la negacio? n abstracta es lo u? nico que le queda a la verdad. La antimoral, al rechazar lo inmoral que hay en la moral - la rcpresio? n--, al mismo tiempo hace exclusivamente suyo su ma? s i? ntimo motivo: que junto con la limitacio? n desaparee- ca tambie? n la violencia. Por eso los motivos de la inflexible auto- cri? tica burguesa coinciden de hecho con los materialistas, que son los que hacen a aque? llos conscientes de si mismos.
59
Desde que lo vi. - EI cara? cter femenino y el ideal de feminidad conforme al cual se halla modelado, son productos de la sociedad masculina. La imagen de la naturaleza no deforme brota primaria- mente de la deformacio? n como su anti? tesis. Dondequiera que tal naturaleza pretende ser humana, la sociedad masculina aplica con plena soberani? a en las mujeres su propio correctivo, mostra? ndose con su restriccio? n como un maestro riguroso. El cara? cter femenino es una copia del <<positivo>> de la dominacio? n . Asi? resulta tan mala como e? ste. 1. 0 que dentro del sistema? tico enmascaramiento bur- gue? s se denomina en general naturaleza, es simplemente la cicatriz que deja la mutilacio? n producida por la sociedad. Si es cierto el teorema psicoanali? tico segu? n el cual las mujeres viven su cons- titucio? n psi? quica como la consecuencia de una castracio? n , e? stas tie- nen en su neurosis una vislumbre de la verdad. La que cuando sangra experimenta el hecho como una herida, sabe ma? s de si mis- ma que la que se siente como una flor porque a su marido asi? le conviene. La mentira no esta? solamente en decir que la naturaleza se afirma donde se la sufre y acata; lo que en la civilizacio? n se entiende por naturaleza es sustancialmente lo ma? s alejado de toda naturaleza, el puro convertirse uno mismo en objeto. Aquella es- pecie de feminidad basada en el instinto constituye en todos los casos el ideal por el que cada mujer debe violentamente ---con violencia masculina- esforzarse: las mujercitas resultan ser horn- brecitos. No hay ma? s que observar, bajo el efecto de los celos, co? mo tales mujeres femeninas disponen de su feminidad , co? mo la acentu? an segu? n su conveniencia haciendo que sus ojos brillen y poniendo en juego su temperamento para saber cua? n poca rela- cio? n hay en ello con un inconsciente resguardado y no estropeado
por el intelecto. Su integridad y pureza es justamente obra del yo, de la censura, del intelecto, y es por eso por lo que la mujer se adapta con tan pocos conflictos al principio de realidad del orden racional. Las naturalezas femeninas son, sin excepcio? n, conformis- tas. Que la insistencia de Nietzsche se detuviera aqui? y tomase el modelo de la naturaleza femenina, sin examen y sin experiencia, de la civilizacio? n cristiana --dc la que tan funda mentalmen te des- confiaba- , es lo que acabo? subordinando el esfuerzo de su pensa- miento a la sociedad burguesa. Cayo? en la trampa de decir <<la mujer>> cuando hablaba de las mujeres. De ahi? el pe? rfido consejo de no olvidar el la? tigo: la propia mujer es ya el efecto del la? tigo. La liberacio? n de la naturaleza consiste en eliminar su autoposi- cio? n. La glorificacio? n del cara? cter femenino trae consigo la humi- llacio? n de todas las que lo poseen.
60
RehabiJilaci6n de la moraJ. -EI amoralismo con el que Nieta- sehe embistio? contra la vieja falsedad tampoco escapa al veredicto de la historia. Con la disolucio? n de la religio? n y sus manifiestas secularizaciones filoso? ficas, las prohibiciones y su cara? cter restric- tivo perdieron su acreditada razo? n de ser, su sustancialidad. Sin embargo, la produccio? n material estaba al principio tan poco des- arrollada quc teni? a motivos para anunciar que no habia suficien- te para todos. El que no criticaba la economi? a poli? tica en si? mis- ma necesitaba apoyarse en el principio restrictivo, que entonces se interpretaba como aprovechamiento no racionalizado a costa del ma? s de? bil. Los supuestos objetivos de esta situacio? n se han modificado. No so? lo a los ojos del inconformista o del burgue? s sujeto a restricciones tiene que parecer la restriccio? n algo sobrante cuando tiene a la vista la posibilidad inmediata de la sobrada abun- dancia. El sentido impli? cito de la <<moral de los sen? ores>>, segu? n el cual quien quiera vivir debe imponerse, se ha ido convirtiendo en una mentira ma? s ruin que la sabiduri? a de los pastores decimo- no? nicos. Si en Alemania los pequen? os burgueses se han confirmado como <<bestias rubias>>, ello no proviene en modo alguno de las peculiaridades nacionales, sino de que la bestialidad rubia, la rapi- n? a social, se ha convertido ante la manifiesta abundancia en la ac- titud del provinciano, del filisteo deslumbrado; en suma: del que <<se ha quedado con las ganas>>, contra el que se invento? la <<moral dc los sen? ores>>. Si Ce? sar Borgia resucitara se pareceri? a a David
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95
? ? ? ? ? Friedrich Strauss y se llamari? a Adolf Hitler. La pre? dica de la amo- ralidad fue cosa de aquellos darwinistas a quienes Nietzsche des- preciaba y que proclamaban espasmo? dicamente como ma? xima la ba? rbara lucha por la existencia simplemente porque ya no teni? an necesidad de la misma. La virtud de la distincio? n no puede ya consistir en tomar frente a los otros lo mejor, sino en cansarse de tomar y practicar realmente la <<virtud de regalar>>, que para Nietzsche era exclusivamente una virtud penetrada de espi? ritu. Los ideales asce?
ticos encierran hoy una mayor resistencia a la ve- sania de la economi? a del provecho que hace sesenta an? os el exte- nuarse en la lucha contra la represio? n liberal. El amoralista podri? a, en fin, permitirse ser tan bondadoso, delicado, inegofsta y abierto como lo fue ya Nietzsche. Como una garanti? a de su indesmayada resistencia, Nietzsche se halla au? n tan solitario como en los di? as en que expuso al mundo normal la ma? scara de lo malo para ensen? ar a la norma el temor de su propio absurdo.
61
Instancia de apelacio? n. -Nietzsche expuso en el Anticristo el ma? s vigoroso argumento no so? lo contra la teologi? a, sino tambie? n contra la metaflsica: que la esperanza es confundida con la verdad ; que la imposibilidad de vivir feliz o simplemente vivir sin pensar en un absoluto no presta legitimidad a tal pensamiento. Refuta en los cristianos la <<prueba de la Iuerae>>, segu? n la cual la fe es ver- dad porque produce la bienaventuranza. Pues, <<? seria alguna vez la bienaventuranza -o, hablando te? cnicamente, el placer- una prueba de la verdad? Lo es tan poco, que casi aporta la prueba de lo contrario, y en todo caso induce a la ma? xima suspicacia acer- ca de la 'verdad' cuando en la pregunta '? que? es verdadero? ' ha- blan tambie? n sentimientos de placer. La prueba del 'placer' es una prueba de 'placer' - nada ma? s; ? a base de que? , por vida mi? a, estari? a establecido que precisamente los juicios verdaderos producen ma? s gusto que los falsos y que, de acuerdo con una armoni? a preestablecida, traen consigo necesariamente sentimientos egradebles>>> tAf. 50), Pero fue el mismo Nietzsche el que ense- n? o? el amor fati, el <<debes amar tu destino>>. Esta es, como dice en el epi? logo al Crepu? sculo de los i? dolos, su naturaleza ma? s Inri- me. y habri? a entonces que preguntarse si existe algu? n otro motivo que lleve a amar lo que a uno le sucede y afirmar lo existente
porque existe que el tener por verdadero aquello en 10 que uno 96
espera, ? No conduce esto de la existencia de stubbom [acts a su instalacio? n como valor supremo, a la misma falacia que Nietzsche rechaza en el acto de derivar la verdad de la esperanza? Si envi? a al manicomio la <<bienaventuranza que procede de una idea fija>>, el origen del amor [ati podri? a buscarse en el presidio. Aquel que ni ve ni tiene nada que amar acaba amando los muros de piedra y las ventanas enrejadas. En ambos casos rige la misma incapaci- dad de adaptacio? n que, para poder mantenerse en medio del horror del mundo, atribuye realidad al deseo y sentido al contrasentido de la coercio? n. No menos que en el credo qui? a absurdum se arras- tra la resignacio? n en el amor [ati, ensalzamiento del absurdo de los absurdos, hacia la cruz frente a la dominacio? n. Al final la es- peranza, tal como se la arranca a la realidad cuando aque? lla niega a e? sta, es la u? nica figura que toma la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad apenas seri? a pensable, y la falsedad cardinal es hacer pasar la existencia mal conocida por la verdad s610 porque ha sido conocida. Es aqui mucho ma? s que en lo contrario donde radica el crimen de la teologi? a, cuyo proceso impulso? Nietzsche sin haber
arribado a la u? ltima instancia. En uno de los ma? s vigorosos pasa- jes de su cri? tica tildo? al cristianismo de mitologi? a: 4liEI sacrificio expiatorio, y en su forma ma? s repugnante, ma? s ba? rbara, el sacri- ficio del inocente por los pecados de los culpables! [Qu e? horrendo paganismo! >> (AL 41). Pero no otra cosa es el amor al destino que la sancio? n absoluta de la infinitud de tal sacrificio. Es el mito lo que separa la cri? tica de Nietzsche a los mitos de la verdad.
62
Breves disquisieiones. --Cuando se relee uno de los libros ma? s especulativos de Anatole France, como el Jardi? n. d' E? pi? cure, en me- dio de toda la gratitud por sus iluminaciones no puede uno librar- se de cierta sensacio? n penosa que no llega a explicarse sufi? clen-
temente ni por la faceta anticuada, que los renegados irracionalistas franceses tan celosamente resaltan, ni por la vanidad personal. Pero por servir e? sta de pretexto a la envidia - porque necesariamente en todo espi? ritu se da un momento de vanidad- , tan pronto como aparece se revela la razo? n de la penosidad. Esta acompa- n? a a lo contemplativo, al tomarse tiempo, a la normalmente dispersa homili? a, al i? ndice indulgentemente alzado. El contenido cri? tico de las ideas es desmentido por el gesto divagatorio, ya fa-
97
? ? ? miliar desde la aparicio? n de los profesores al serVICIO del estado, y la ironi? a con que el imitador de Voltaire revela en las portadas de sus libros su pertenencia a la Acade? m i? e Francaise se vuelve contra el sarca? stico. Su exposicio? n oculta en toda acentuada huma- nidad un elemento de violencia: puede permitirse hablar asi? , nadie interrumpe al maestro. Algo de la usurpacio? n latente en toda do- cencia y en toda lectura de viva voz se halla concentrado en la lu? cida construccio? n de los peri? odos, que tanta ociosidad reserva para las cosas ma? s fastidiosas. Inequi? voco signo de latente despre- cio de lo humano en el u? ltimo abogado de la dignidad humana es la impavidez con que escribe trivialidades, como si nadie pudiera atreverse a advertirlas: <<L'aniste doit aimer la vie et nous mon- trer qu'elle est belle. Saos lui, nous en douterions. >> Pero 10 que en las meditaciones arcaicamente estilizadas de France es manifies- to afecta larvadarnente a toda reflexio? n que defiende el privilegio de rehuir la inmediatez de los objetivos. La tranquilidad se con- vierte en la misma mentira en que despue? s de todo incurre la pre- mura de la inmediatez. Mientras el pensamiento, en su contenido, se opone a la incontenible marea del horror, pueden los nervios, el a? rgano ta? ctil de la conciencia histo? rica, percibir en la forma del pensamiento mismo, ma? s au? n, en el hecho de que todavi? a se per- mita ser pensamiento, el rastro de la complicidad con el mundo, al cual se le hacen ya concesiones en el mismo instante en que uno se retira lejos de e? l para hacerlo objeto de filosofi? a. En esa soberani? a, sin la cual es imposible pensar, se enfatiza el privilegio que a uno se le concede. La aversio? n al mismo se ha ido poco a poco convirtiendo en el ma? s grave impedimento para la teori? a: si uno se mantiene en ella, tiene que enmudecer, y si no, se vuel- ve tosco y vulgar por la confianza en la propia cultura. Incluso el aborrecible desdoblamiento del hablar en la conversacio? n profe- sional y la estrictamente convencional hace sospechar la imposi- bilidad de decir 10 que se piensa sin arrogancia y sin asesinar el
tiempo del otro. La ma? s urgente exigencia que como mi? nimo debe mantenerse para cualquier forma de exposicio? n es la de no cerrar los ojos a tales experiencias, sino evidenciarlas por medio del lem- po, la concisio? n, la densidad y hasta la descortesi? a misma.
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Muerte de la inmortalidad. - Flaubert, de quien se refiere la
afirmacio? n de que e? l despreciaba la fama, sobre la que asento? 98
toda su vida, se encontraba en la conciencia de semejante contra. diccio? n tan a gusto como el burgue? s acomodado que una vez escri. bio? Madame Bovary. Frente a la corrupta opinio? n pu? blica, frente a la prensa, contra la que ya reaccionaba a la manera de Kraus, creyo? poder confiar en la posteridad, la de una burguesi? a liberada del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute? ntico cri? - tico. Pero subestimo? la estupidez: la sociedad que e? l defendi? a no puede llamarse tal, y con su despliegue hacia la totalidad ha des- plegado tambie? n la estupidez de la inteligencia al grado de lo absoluto. Ello esta? consumiendo las reservas de energi? a del inre- lecrual. Ya no puede esperar en la posteridad sin caer, aunque fuera en la forma de una concordancia con los grandes espi? ritus, en el conformismo. Pero en cuanto renuncia 11 tal esperanza, se introduce en su labor un elemento de fanatismo e intransigencia dispuesto desde el principio a trocarse en ci? nica capitulacio? n. La fama, en cuanto resultado de procesos objetivos dentro de la so- ciedad de mercado, que teni? a algo de contingente y a menudo versa? til, mas tambie? n el halo de la justicia y la libre eleccio? n, esta? liquidada. Se ha transformado por entero en una funcio? n de los o? rganos de propaganda a sueldo y se mide por la inversio? n que arriesga el portador del nombre o los grupos interesados que hay tras e? l. El claquer, que todavi? a pareci? a a los ojos de Daumier una aberracio? n, ha perdido mientras tanto como agente oficial del sis- tema cultural su irrespetabilidad. Los escritores que quieren hacer carrera hablan de sus agentes con tanta naturalidad como sus ano repasados del editor, que ya se vali?
en si? misma. Su falta esta? en la familiaridad. Aparenta relaciones directas entre los hombres y anula la distancia so? lo mediante la cual puede el individuo protegerse de la manipulacio? n de lo gene- ral. Precisamente en el contacto ma? s estrecho es donde ma? s dolo- rosamente experimenta la diferencia no superada. La condicio? n de ajeno es el u? nico anti? doto de la enajenacio? n. La efi? mera ima- gen de armoni? a con que se deleita la bondad no hace ma? s que resaltar tanto ma? s cruelmente en lo inconciliable e! sufrimiento que imprudentemente niega. El atentado al buen gusto y al res- peto -del que ninguna actitud bondadosa se libra - consuma la nivelacio? n a que se opone la impotente utopi? a de lo bello. Asi? resulto? ser desde los comienzos de la sociedad industrializada la decisio? n por 10 malo no s610 anuncio de la barbarie, sino tambie? n ma? scara de lo bueno. Su nobleza se troco? en maldad al atraerse todo el odio y todo el resentimiento del orden establecido que in-
culcaba a sus subordinados el bien forzoso a fin de poder conti- nuar siendo malo impunemente. Cuando Hedda Gabler mcniflca a su ti? a julle, persona infundida hasta la me? dula de buenos senti- mientos; cuando intencionadamente le dice que el espantoso som- brero que se ha puesto para honrar a la hija del general debe ser el de la sirvienta, la insatisfecha no desahoga sa? dicamente su odio al viscoso matrimonio en la indefensa, sino que ofende a lo mejor,
objeto de su aspiracio? n, porque en lo mejor reconoce el agravio de lo bueno. De manera inconsciente y absurda ella defiende, frente a la vieja que adora a sus demen? edos sobrinos, lo absoluto. ~~ vi? cti"! a es Hedda Gabler, y no Julle. Lo bello, que cual idea fija domina a Hedda, se halla enfrentado a la moral ya antes de ridiculizarla. Pues lo bello se cierra a toda forma de lo general imponiendo de manera absoluta lo diferencial de la mera existen. cia, el azar que permitio? lograrse a una cosa y a la otra no. En lo bello lo particular y opaco se afirma como norma, como lo u? nico general, porque la normal generalidad se ha tornado demasiado transparente. Deeste modo reclama la igualdad de todo lo que no ~ libre. Pero de! mismo modo se hace tambie? n culpable al negar Juntamente con lo general la posibilidad de ir ma? s alla? de aquella mera existencia cuya opacidad no hace ma? s que reflejar la falsedad de la mala generalidad. Deesta suerte lo bello representa lo injus- ro frente a lo justo, y sin embargo lo hace justamente. En lo
bello el inciert o futuro sacrifica su vi? ctima al Moloch del presente: como en su imperio no puede haber nada por si? bueno, e? l mismo se hace malo para, en su derrota, hacer culpable al juez. La vindi- cacio? n de lo bello frente a lo bueno es la forma secularizada que
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? ? adquiere en la burguesi? a la obcecacio? n del he? roe de tragedia. En la inmanencia de la sociedad sc halla obturada la conciencia de su esencia negativa, y la negacio? n abstracta es lo u? nico que le queda a la verdad. La antimoral, al rechazar lo inmoral que hay en la moral - la rcpresio? n--, al mismo tiempo hace exclusivamente suyo su ma? s i? ntimo motivo: que junto con la limitacio? n desaparee- ca tambie? n la violencia. Por eso los motivos de la inflexible auto- cri? tica burguesa coinciden de hecho con los materialistas, que son los que hacen a aque? llos conscientes de si mismos.
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Desde que lo vi. - EI cara? cter femenino y el ideal de feminidad conforme al cual se halla modelado, son productos de la sociedad masculina. La imagen de la naturaleza no deforme brota primaria- mente de la deformacio? n como su anti? tesis. Dondequiera que tal naturaleza pretende ser humana, la sociedad masculina aplica con plena soberani? a en las mujeres su propio correctivo, mostra? ndose con su restriccio? n como un maestro riguroso. El cara? cter femenino es una copia del <<positivo>> de la dominacio? n . Asi? resulta tan mala como e? ste. 1. 0 que dentro del sistema? tico enmascaramiento bur- gue? s se denomina en general naturaleza, es simplemente la cicatriz que deja la mutilacio? n producida por la sociedad. Si es cierto el teorema psicoanali? tico segu? n el cual las mujeres viven su cons- titucio? n psi? quica como la consecuencia de una castracio? n , e? stas tie- nen en su neurosis una vislumbre de la verdad. La que cuando sangra experimenta el hecho como una herida, sabe ma? s de si mis- ma que la que se siente como una flor porque a su marido asi? le conviene. La mentira no esta? solamente en decir que la naturaleza se afirma donde se la sufre y acata; lo que en la civilizacio? n se entiende por naturaleza es sustancialmente lo ma? s alejado de toda naturaleza, el puro convertirse uno mismo en objeto. Aquella es- pecie de feminidad basada en el instinto constituye en todos los casos el ideal por el que cada mujer debe violentamente ---con violencia masculina- esforzarse: las mujercitas resultan ser horn- brecitos. No hay ma? s que observar, bajo el efecto de los celos, co? mo tales mujeres femeninas disponen de su feminidad , co? mo la acentu? an segu? n su conveniencia haciendo que sus ojos brillen y poniendo en juego su temperamento para saber cua? n poca rela- cio? n hay en ello con un inconsciente resguardado y no estropeado
por el intelecto. Su integridad y pureza es justamente obra del yo, de la censura, del intelecto, y es por eso por lo que la mujer se adapta con tan pocos conflictos al principio de realidad del orden racional. Las naturalezas femeninas son, sin excepcio? n, conformis- tas. Que la insistencia de Nietzsche se detuviera aqui? y tomase el modelo de la naturaleza femenina, sin examen y sin experiencia, de la civilizacio? n cristiana --dc la que tan funda mentalmen te des- confiaba- , es lo que acabo? subordinando el esfuerzo de su pensa- miento a la sociedad burguesa. Cayo? en la trampa de decir <<la mujer>> cuando hablaba de las mujeres. De ahi? el pe? rfido consejo de no olvidar el la? tigo: la propia mujer es ya el efecto del la? tigo. La liberacio? n de la naturaleza consiste en eliminar su autoposi- cio? n. La glorificacio? n del cara? cter femenino trae consigo la humi- llacio? n de todas las que lo poseen.
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RehabiJilaci6n de la moraJ. -EI amoralismo con el que Nieta- sehe embistio? contra la vieja falsedad tampoco escapa al veredicto de la historia. Con la disolucio? n de la religio? n y sus manifiestas secularizaciones filoso? ficas, las prohibiciones y su cara? cter restric- tivo perdieron su acreditada razo? n de ser, su sustancialidad. Sin embargo, la produccio? n material estaba al principio tan poco des- arrollada quc teni? a motivos para anunciar que no habia suficien- te para todos. El que no criticaba la economi? a poli? tica en si? mis- ma necesitaba apoyarse en el principio restrictivo, que entonces se interpretaba como aprovechamiento no racionalizado a costa del ma? s de? bil. Los supuestos objetivos de esta situacio? n se han modificado. No so? lo a los ojos del inconformista o del burgue? s sujeto a restricciones tiene que parecer la restriccio? n algo sobrante cuando tiene a la vista la posibilidad inmediata de la sobrada abun- dancia. El sentido impli? cito de la <<moral de los sen? ores>>, segu? n el cual quien quiera vivir debe imponerse, se ha ido convirtiendo en una mentira ma? s ruin que la sabiduri? a de los pastores decimo- no? nicos. Si en Alemania los pequen? os burgueses se han confirmado como <<bestias rubias>>, ello no proviene en modo alguno de las peculiaridades nacionales, sino de que la bestialidad rubia, la rapi- n? a social, se ha convertido ante la manifiesta abundancia en la ac- titud del provinciano, del filisteo deslumbrado; en suma: del que <<se ha quedado con las ganas>>, contra el que se invento? la <<moral dc los sen? ores>>. Si Ce? sar Borgia resucitara se pareceri? a a David
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? ? ? ? ? Friedrich Strauss y se llamari? a Adolf Hitler. La pre? dica de la amo- ralidad fue cosa de aquellos darwinistas a quienes Nietzsche des- preciaba y que proclamaban espasmo? dicamente como ma? xima la ba? rbara lucha por la existencia simplemente porque ya no teni? an necesidad de la misma. La virtud de la distincio? n no puede ya consistir en tomar frente a los otros lo mejor, sino en cansarse de tomar y practicar realmente la <<virtud de regalar>>, que para Nietzsche era exclusivamente una virtud penetrada de espi? ritu. Los ideales asce?
ticos encierran hoy una mayor resistencia a la ve- sania de la economi? a del provecho que hace sesenta an? os el exte- nuarse en la lucha contra la represio? n liberal. El amoralista podri? a, en fin, permitirse ser tan bondadoso, delicado, inegofsta y abierto como lo fue ya Nietzsche. Como una garanti? a de su indesmayada resistencia, Nietzsche se halla au? n tan solitario como en los di? as en que expuso al mundo normal la ma? scara de lo malo para ensen? ar a la norma el temor de su propio absurdo.
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Instancia de apelacio? n. -Nietzsche expuso en el Anticristo el ma? s vigoroso argumento no so? lo contra la teologi? a, sino tambie? n contra la metaflsica: que la esperanza es confundida con la verdad ; que la imposibilidad de vivir feliz o simplemente vivir sin pensar en un absoluto no presta legitimidad a tal pensamiento. Refuta en los cristianos la <<prueba de la Iuerae>>, segu? n la cual la fe es ver- dad porque produce la bienaventuranza. Pues, <<? seria alguna vez la bienaventuranza -o, hablando te? cnicamente, el placer- una prueba de la verdad? Lo es tan poco, que casi aporta la prueba de lo contrario, y en todo caso induce a la ma? xima suspicacia acer- ca de la 'verdad' cuando en la pregunta '? que? es verdadero? ' ha- blan tambie? n sentimientos de placer. La prueba del 'placer' es una prueba de 'placer' - nada ma? s; ? a base de que? , por vida mi? a, estari? a establecido que precisamente los juicios verdaderos producen ma? s gusto que los falsos y que, de acuerdo con una armoni? a preestablecida, traen consigo necesariamente sentimientos egradebles>>> tAf. 50), Pero fue el mismo Nietzsche el que ense- n? o? el amor fati, el <<debes amar tu destino>>. Esta es, como dice en el epi? logo al Crepu? sculo de los i? dolos, su naturaleza ma? s Inri- me. y habri? a entonces que preguntarse si existe algu? n otro motivo que lleve a amar lo que a uno le sucede y afirmar lo existente
porque existe que el tener por verdadero aquello en 10 que uno 96
espera, ? No conduce esto de la existencia de stubbom [acts a su instalacio? n como valor supremo, a la misma falacia que Nietzsche rechaza en el acto de derivar la verdad de la esperanza? Si envi? a al manicomio la <<bienaventuranza que procede de una idea fija>>, el origen del amor [ati podri? a buscarse en el presidio. Aquel que ni ve ni tiene nada que amar acaba amando los muros de piedra y las ventanas enrejadas. En ambos casos rige la misma incapaci- dad de adaptacio? n que, para poder mantenerse en medio del horror del mundo, atribuye realidad al deseo y sentido al contrasentido de la coercio? n. No menos que en el credo qui? a absurdum se arras- tra la resignacio? n en el amor [ati, ensalzamiento del absurdo de los absurdos, hacia la cruz frente a la dominacio? n. Al final la es- peranza, tal como se la arranca a la realidad cuando aque? lla niega a e? sta, es la u? nica figura que toma la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad apenas seri? a pensable, y la falsedad cardinal es hacer pasar la existencia mal conocida por la verdad s610 porque ha sido conocida. Es aqui mucho ma? s que en lo contrario donde radica el crimen de la teologi? a, cuyo proceso impulso? Nietzsche sin haber
arribado a la u? ltima instancia. En uno de los ma? s vigorosos pasa- jes de su cri? tica tildo? al cristianismo de mitologi? a: 4liEI sacrificio expiatorio, y en su forma ma? s repugnante, ma? s ba? rbara, el sacri- ficio del inocente por los pecados de los culpables! [Qu e? horrendo paganismo! >> (AL 41). Pero no otra cosa es el amor al destino que la sancio? n absoluta de la infinitud de tal sacrificio. Es el mito lo que separa la cri? tica de Nietzsche a los mitos de la verdad.
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Breves disquisieiones. --Cuando se relee uno de los libros ma? s especulativos de Anatole France, como el Jardi? n. d' E? pi? cure, en me- dio de toda la gratitud por sus iluminaciones no puede uno librar- se de cierta sensacio? n penosa que no llega a explicarse sufi? clen-
temente ni por la faceta anticuada, que los renegados irracionalistas franceses tan celosamente resaltan, ni por la vanidad personal. Pero por servir e? sta de pretexto a la envidia - porque necesariamente en todo espi? ritu se da un momento de vanidad- , tan pronto como aparece se revela la razo? n de la penosidad. Esta acompa- n? a a lo contemplativo, al tomarse tiempo, a la normalmente dispersa homili? a, al i? ndice indulgentemente alzado. El contenido cri? tico de las ideas es desmentido por el gesto divagatorio, ya fa-
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? ? ? miliar desde la aparicio? n de los profesores al serVICIO del estado, y la ironi? a con que el imitador de Voltaire revela en las portadas de sus libros su pertenencia a la Acade? m i? e Francaise se vuelve contra el sarca? stico. Su exposicio? n oculta en toda acentuada huma- nidad un elemento de violencia: puede permitirse hablar asi? , nadie interrumpe al maestro. Algo de la usurpacio? n latente en toda do- cencia y en toda lectura de viva voz se halla concentrado en la lu? cida construccio? n de los peri? odos, que tanta ociosidad reserva para las cosas ma? s fastidiosas. Inequi? voco signo de latente despre- cio de lo humano en el u? ltimo abogado de la dignidad humana es la impavidez con que escribe trivialidades, como si nadie pudiera atreverse a advertirlas: <<L'aniste doit aimer la vie et nous mon- trer qu'elle est belle. Saos lui, nous en douterions. >> Pero 10 que en las meditaciones arcaicamente estilizadas de France es manifies- to afecta larvadarnente a toda reflexio? n que defiende el privilegio de rehuir la inmediatez de los objetivos. La tranquilidad se con- vierte en la misma mentira en que despue? s de todo incurre la pre- mura de la inmediatez. Mientras el pensamiento, en su contenido, se opone a la incontenible marea del horror, pueden los nervios, el a? rgano ta? ctil de la conciencia histo? rica, percibir en la forma del pensamiento mismo, ma? s au? n, en el hecho de que todavi? a se per- mita ser pensamiento, el rastro de la complicidad con el mundo, al cual se le hacen ya concesiones en el mismo instante en que uno se retira lejos de e? l para hacerlo objeto de filosofi? a. En esa soberani? a, sin la cual es imposible pensar, se enfatiza el privilegio que a uno se le concede. La aversio? n al mismo se ha ido poco a poco convirtiendo en el ma? s grave impedimento para la teori? a: si uno se mantiene en ella, tiene que enmudecer, y si no, se vuel- ve tosco y vulgar por la confianza en la propia cultura. Incluso el aborrecible desdoblamiento del hablar en la conversacio? n profe- sional y la estrictamente convencional hace sospechar la imposi- bilidad de decir 10 que se piensa sin arrogancia y sin asesinar el
tiempo del otro. La ma? s urgente exigencia que como mi? nimo debe mantenerse para cualquier forma de exposicio? n es la de no cerrar los ojos a tales experiencias, sino evidenciarlas por medio del lem- po, la concisio? n, la densidad y hasta la descortesi? a misma.
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Muerte de la inmortalidad. - Flaubert, de quien se refiere la
afirmacio? n de que e? l despreciaba la fama, sobre la que asento? 98
toda su vida, se encontraba en la conciencia de semejante contra. diccio? n tan a gusto como el burgue? s acomodado que una vez escri. bio? Madame Bovary. Frente a la corrupta opinio? n pu? blica, frente a la prensa, contra la que ya reaccionaba a la manera de Kraus, creyo? poder confiar en la posteridad, la de una burguesi? a liberada del hechizo de la estupidez que le honrarla como su aute? ntico cri? - tico. Pero subestimo? la estupidez: la sociedad que e? l defendi? a no puede llamarse tal, y con su despliegue hacia la totalidad ha des- plegado tambie? n la estupidez de la inteligencia al grado de lo absoluto. Ello esta? consumiendo las reservas de energi? a del inre- lecrual. Ya no puede esperar en la posteridad sin caer, aunque fuera en la forma de una concordancia con los grandes espi? ritus, en el conformismo. Pero en cuanto renuncia 11 tal esperanza, se introduce en su labor un elemento de fanatismo e intransigencia dispuesto desde el principio a trocarse en ci? nica capitulacio? n. La fama, en cuanto resultado de procesos objetivos dentro de la so- ciedad de mercado, que teni? a algo de contingente y a menudo versa? til, mas tambie? n el halo de la justicia y la libre eleccio? n, esta? liquidada. Se ha transformado por entero en una funcio? n de los o? rganos de propaganda a sueldo y se mide por la inversio? n que arriesga el portador del nombre o los grupos interesados que hay tras e? l. El claquer, que todavi? a pareci? a a los ojos de Daumier una aberracio? n, ha perdido mientras tanto como agente oficial del sis- tema cultural su irrespetabilidad. Los escritores que quieren hacer carrera hablan de sus agentes con tanta naturalidad como sus ano repasados del editor, que ya se vali?
