El mundo se desvela aquí como
imposibilidad de emprender algo en él que signifique una diferen
cia para el actuante.
imposibilidad de emprender algo en él que signifique una diferen
cia para el actuante.
Sloterdijk - Esferas - v2
Desde el punto de vista de Nietzsche, la muerte de Dios aparece
como una especie de catástrofe climática producida por el hombre.
El hecho de que la utilización de las capacidades racionales huma
nas siguiera sus propios caminos desencadenó una época glacial
atea, en la que la pregunta por el «cómo» de la supervivencia hu
mana hubo de plantearse de nuevo desde la base misma. Tal cosa
sólo pudo suceder porque desde el Renacimiento las prácticas cog
noscitivas europeas se emanciparon de los condicionamientos cató
licos del modo tradicional de ser humano y pretendieron estable
cerse ellas mismas como una magnitud de propio derecho. En sus
errabundas y afiladas reflexiones de La gaya ciencia, sólo pocas líneas
antes de la parábola del hombre loco, Nietzsche manifiesta a las cla
510
ras, efectivamente, ese secreto de una Ilustración autolesiva, caren
te de consideración ante necesidades de siempre del ser humano:
Es algo nuevo en la historia el hecho de que el conocimiento pretenda
ser algo más que un medio2TM.
Así pues, ¿el ser humano sólo es para Nietzsche condición mar
ginal y medio de un proceso de verdad que le trasciende? Si el co
nocimiento se ha convertido en fin en sí mismo, el ser humano ten
dría que estar preparado a disponerse él mismo como medio para
ese fin superior. En ese caso sería lícito que el conocimiento pasara
por encima de condiciones y necesidades humanas, sin que los se
res humanos tuvieran por qué quejarse ante consecuencias no de
seadas del conocimiento. Si el ser humano cognoscente es un me
dio para algo que lleva más allá de él, podría resultar que su propia
puesta en peligro por la destrucción de sus antiguas necesidades de
inmunidad le precipitara en una crisis creadora de la que quizá sal
ga como una criatura superior: más allá de las ilusiones protectoras
de su primera naturaleza. Tras la muerte de la esfera, este gran «si»
condicional transforma toda vida en un «experimento del cognos
cente». «La vida no es argumento alguno; el error podría estar en
tre las condiciones de la verdad. »257
Con esta peligrosa frase se pone de manifiesto lo que desde el
punto de vista crítico-cognoscitivo persigue la parábola del hombre
loco: la salida a escena del Sócrates, vuelto doblemente loco, sirve
para dirigir a la contemporaneidad la pregunta de cómo sobrevive
el ser humano después de que hayan desaparecido las condiciones
en las que vivía hasta ahora. ¿Cómo es posible existencialmente el
ser humano que ha de plantearse a sí mismo la pregunta: cómo soy
posible sistémicamente? ¿Qué es la vida tras su autoesclarecimiento
por la biología? ¿Yqué será de la filosofía si ha de aparecer en el fu
turo como amor a un saber relativo a debilidades inmunológicas su
perables, fatales o todavía indeterminadas?
511
Capítulo 6
Antiesferas
Exploraciones en el espacio infernal
Por mí se va hasta la ciudad doliente,
por mí se va al eterno sufrimiento,
por mí se va a la gente condenada.
Antes de mí nofue cosa creada,
sino lo eterno y claro eternamente.
Dejad, los que estáis aquí, toda esperanza2TM.
En la metafísica teológica, sobre todo en la medieval, Dios es el
título de una hiperinmunidad que insiste en que han de ser supe
rados todos los sistemas de seguridad simplemente autoideados,
simplemente hechos por el hombre. De ahí el delirante interés de
los teólogos, teóricamente comprometidos, por aquello que consi
deran la magnitud inconmensurable de Dios: quieren a cualquier
precio un Dios más grande del cual nada se pueda pensar, más aún:
un Dios mayor que todo lo que se pueda pensar; Anselmo de Can-
terbury conoce ya esa sutil escalada. Hacer campaña en favor de la
participación en el bien de inmunidad alto, en el más alto, en el más
que alto, es el sentido de toda propaganda metafísico-religiosa.
Cuando se trata de la salvación de los mortales, sólo resulta sufi
cientemente grande lo más grande de lo pensable y aquello que es
inimaginablemente más grande que lo más grande pensable. Por
eso los seres humanos, según consejo sacerdotal unánime, bajo nin
guna circunstancia han de estar seguros de sí mismos: perderían
con esa postura el acceso a las estructuras de inmunidad sobrehu
manas, en las que parece que sólo se puede participar al modo de
la entrega, es decir, del dejarse-sostener por el garante supremo.
Con este argumento justifica la teología eterna su interés psica-
513
gógico: quitar seguridad a los seres humanos en sí mismos, para que
se aseguren más arriba, en el Dios omnipotente. Dado que ese Dios,
como cobertura de todas las coberturas y soporte de todos los so
portes, ofrece el máximo grado de aseguramiento e inmunidad, hay
que renunciar a todos los autoaseguramientos mentales más pe
queños, en los que la vida humana se labra su continuidad día a día,
año a año (todo esto, suponiendo que se haya de desear siquiera es
te supremo seguro divino); desde luego, donde ejercieron el poder
los sacerdotes monoteístas intentaron imponer por encima de todo
ese seguro, aunque nada más fuera por la razón de que un sacer
docio así, bien entendido, sólo podía legitimarse precisamente como
agencia de la inmunización suprema por medio de un Dios semper
rnaior, gradualmente elevado al infinito. (De lo contrario, curande
ros o santones regionales podrían cumplir tan bien, o mejor, tareas
de inmunidad. )
Con el elogio de Dios como fuente suprema, en absoluto, de
protección aseguradora de almas, se instala una dialéctica que pro
voca potencial y actualmente paradojas de inmunidad devastadoras.
Pues para poder afirmar a Dios como el supremo asegurador, la teo
logía tiene que hacer de él, primero, algo inquietante, exaltándole
desmesuradamente: para ensalzarlo como el ser de absoluta con
fianza, hay que contraponerlo al mundo humano como el absoluta
mente otro inaccesible; para canalizar hacia él torrentes de entrega
confiada, hay que describirlo como catarata que nos arrastra sin sa
ber adonde. Para festejarlo como patrocinador intangible de la se
mejanza fiel entre el alma y él mismo, hay que afirmar de él, a la vez,
una «desemejanza cada vez mayor»39; para encomiarlo como el ser
más digno de amor en absoluto, hay que hacerlo terrible comojuez
escatológico. Con ello, la forma general de esas paradojas puede
describirse como un debilitamiento de la inmunidad con el fin de
procurar la inmunización suprema. La vacuna con lo terrible y ab
solutamente otro ha de proporcionar a lo propio la seguridad últi
ma. Como sueño en una debilidad pura, el masoquismo primario se
realiza en lo sublime: en la esperanza de obligar a la parte fuerte,
mediante sumisión a ella, a una condescendencia protectora.
Se puede afirmar que fueron las tensiones producidas por estas
514
paradojas las que dinamizaron la historia de la religión de Oriente
Próximo y de Europa en la era del auge de los monoteísmos. En
ellas se muestra qué precio tan enorme exigieron los sistemas de
aseguramiento anímico de tipo eclesial, altamente metafisizados. Lo
que hoy se discute como fundamentalismo es todavía la manifesta
ción, tan inequívoca como ineludible, de aquella paradoja basal de
inmunidad inherente a las religiones monoteístas: buscar la seguri
dad máxima en lo estremecedor, y el último fundamento en el va
cío. Todo Dios supremo es terrible y lo admiramos mientras «re
nuncie, sereno, a destruimos».
Cuando la inmunidad y la salvación se postulan al absoluto, apa
recen, por necesidad sistémica, riesgos enormes de desgracia y ca
lamidad, que eran desconocidos antes de la búsqueda de seguridad
última e inmunidad suprema. Con el anhelo de seguridad inflacio-
na el miedo. Pues un Dios que ha de poder conceder «eterna bie
naventuranza» como contraprestación de seguridad suprema, tiene
que estar provisto del poder de desbaratar todos los aseguramien
tos humanos para sustituirlos por pólizas del absoluto. Los poderes
de ese mismo Dios llegan necesariamente a tanto que pueden asig
nar también contraprestaciones negativas: sobre éstas habla la
Edad Media en sus temores al infierno y en sus visiones de un sub
mundo en el que los mal asegurados tienen que pagar las conse
cuencias de no haber contado con el Dios amable y temible de la
hiperinmunidad.
Así pues, quien quiera saber, aunque nada más fuera por interés
histórico, en qué consistía el Dios de los teólogos no ha de omitir
una visita al infiemo cristiano. Pues el infierno es la segunda cara
del Dios de amor y adoración de que gustan los teólogos, el reverso
necesario de la teología de la communio: por eso Dante, por muy obs
ceno que pueda sonar, tiene toda la razón cuando hace decir a su
puerta del infierno que ha sido construida por el primer amor. Co
mo hemos visto, en el peor de los casos, la proscripción y excomu
nión fuera de la filosofía y de su ciudad redonda llevó a que los
ateos debieran ser abandonados fuera de la ciudad, sin enterrar, en
terreno de nadie260; en lo sucesivo observaremos cómo la excomu
nión fuera de Dios conducirá a una extinción por internamiento.
515
Esqueleto predicante
de la catedral de Murcia, siglo xvi.
Esto es, pues, el infierno cristiano: el campo de exterminio para di
sidentes del primer amor.
Que el círculo, que ofrecía a la ingenua geometría de inmuni
dad la más plausible de todas las formas de envoltura, puede deve
nir a la vez el motivo formal de un devastador desaseguramiento y
de una pérdida fatal de inmunidad: éste es el descubrimiento del
que se habla y discute en la ciencia cristiana del espacio infernal. Si
se vuelve a leer su manifiesto, los cantos-Inferno de Dante, desde una
posición esferológica y pospsicoanalítica, uno se da cuenta de que
lo que aparece en él es una primera fenomenología psiquiátrica en
forma de una teoría del tormento depresivo de estrechez y opresión
y del círculo vicioso existencial. Con el alzado de la estructura de los
infiernos Dante proporcionó, a la vez, él modelo de todo análisis del
albergue o cobijo en lo falso: pues -bien lo sabe Dios- sus habitan
tes del infierno están cercados y rodeados eficazmente, pero no, en
absoluto, en coberturas tónicas, ni en círculos buenos. Con consi
deraciones holistas de inmensa ironía, la infernología de Dante po
ne en evidencia que aparte de las esferas del éxito existe también
una redondez de la desesperanza encerrada en sí misma y autorre-
fluyente.
Ya a primera vista el fresco del infierno del poeta hace com
prender una doble atrocidad: no sólo expone, a tamaño épico, un
submundo de sufrimientos humanos eternizados; integra también
esa negra enciclopedia en las formas circulares, en las que se puede
comprobar una alusión, en la que es imposible no reparar, al mon
taje y organización divinos de la totalidad del sufrimiento. Con ello,
lo infernal se perfila tanto más claramente, pues cuando los inquili
nos de los anillos inferiores soportan sus torturas con cieno, sangre,
fuego y hielo, además de ello están condenados, adicionalmente, a
percibir a cada instante el carácter afirmativo de sus tormentos. ¿Có
mo, si no, podrían éstos aparecer como autorizados por la forma cir
cular? Sarcásticamente perfecto, cada rincón del infierno se arre
donda o aboveda en tomo a sus prisioneros; para mayor gloria de
Dios, cada demonio ayudante martiriza a sus clientes en el lugar me
ticulosamente señalado. Parece que el infiemo dantesco, por la for
517
ma concéntrica de su disposición, rinda homenaje al Dios-forma; su
estructura de nueve peldaños copia lajerarquía pseudo-areopagíti-
ca de los coros angélicos261.
El inframundo de Dante está dispuesto en forma de embudo, co
mo un megáfono del que, ascendiendo del centro de la tierra hasta
el final superior más ancho, procede un ensordecedor huracán de
lamentos. Su forma mantiene el punto medio entre el orden más se
reno y el horror más extremo. Quien quiera saber lo mucho que al
canzan las consecuencias de que san Agustín -uno de los Padres de
la infemología cristiana- defendiera la bondad y la buena factura
de todo lo creado - omne ens est bonum- sólo necesita visitar el más
allá más elaborado de la cultura visionaria europea: este infierno
pensado hasta el final, que se mantiene enteramente en el círculo,
como la filosofía. Si fuera posible que la forma se separara comple
tamente del contenido, el inferno de Dante significaría, más aún que
el paraíso, el triunfo del formalismo divino. Si realmente la luz de
todo lo que es proviniera de la Luz, la nonidad de los círculos del
inframundo podría considerarse también como un programa exce
lente teomorfológicamente hablando; el infierno sería la mazmorra
más arreglada, incluso la ciudad más perfecta, que les fuera conce
dido habitar jamás a los seres humanos. Se habría empleado a los
mejores diseñadores para desarrollar ideas eternas negativas; la
obra ejecutada podría llevar el indicativo de calidad made in heaven.
Lo único que no podría ser intención directa de Dios serían los ho
rribles contenidos del infierno, de modo que para las escenas de
tormento eterno se necesitaría una deriva a causas coadyuvantes no-
divinas.
Sobre la puerta del infierno aparece esta frase:
FECEMILA DIVINA POTESTATE,
LA SOMMA SAPIENZA E L PRIMO AMORE
[Hízome la divina potestad,
el saber sumo y el amor primero],
una expresión que manifiesta la complicidad de confianza-en-Dios
518
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 14:
Ed elli a me: «Tu sai che 7 loco e tondo;
e lutto che tu sie ven uto molto,
pur a sinistra, giu calando alfondo,//
non se’ ancor per tutto il cerchio vólto»
[Respondió: «Sabes que es redondo el sitio,
y aunque hayas caminado un largo trecho
hacia la izquierda descendiendo al fondo,//
aún la vuelta completa no hemos dado»].
y cinismo, y que ha podido inspirar a posteriores gestores de habi
táculos así inscripciones análogas en los portones. Por medio de ello
se pone en evidencia lo que costó a la fracción católica de la huma
nidad imponer su concepto de Dios como el inmunizador absoluto.
Para poder concertar pólizas de fe al estilo romano había que hacer
del asegurador divino alguien formidable en grado sumo: quien que
519
ría prometer el cielo tenía que poder amenazar con el infierno. Y
dado que el infierno tenía que ser un infierno por la gracia de Dios,
era necesario imponerle el sello formal del creador: el círculo.
Pero ¿no engaña también en este caso, como en toda la ontolo-
gía catolicizada, la ilusión homogénea, redondo-concéntrica? ¿Pue
de, de hecho, la esfericidad de las regiones inferiores del ser poseer
la misma dignidad morfológica que los ámbitos cercanos a Dios? ¿Es
posible que el círculo del infierno fuera substancialmente el mismo
que aquel en el que los ángeles y los redimidos celebran en eternos
éxtasis corales al punto central superbueno? ¿Hemos de inferir aquí
también, todavía bajo la impresión de sugestiones platónicas, de la
forma cíclica el optimum objetivo, de la apariencia redonda el ser
bien conformado? Está fuera de duda que Dante mismo habría res
pondido afirmativamente a estas preguntas, puesto que su cons
trucción del infierno se orienta por concepciones escolásticas de or
den, y está diseñada y poblada en correspondencia con la ortodoxia
teomorfológica. Esto no impide que el texto manifiesto, aparte de
la autolectura del autor, exponga ideas que quedan fuera del círcu
lo de jurisdicción de doctrinas ortodoxas. Cuando se trata de am
pliar la estructura del infierno, sabe hacerlo mejor la poesía misma
que el poeta y sus informadores escolásticos. Como hemos de mos
trar, la globalización del sufrimiento en el infierno sigue una ley
propia que sólo en apariencia es idéntica a la de la circularidad di
vina.
El penetrante predominio de las formas circulares, que llegan
hasta el fondo del infierno, pone en evidencia un sentido secunda
rio morfológico, de cuyo análisis se deduce que Dios no pudo afir
mar su monopolio de la forma circular sin que fuera impugnado
por ello. No consiguió reservar para sí el círculo como su sello for
mal inalienable; la redondez no es su rúbrica infalsificabie bajo ca
da una de sus criaturas bien logradas. En la obra de Dante se mues
tra, más bien, que la región del demonio posee una circularidad,
reflexividad y armonía sui generis. Es posible que nos volvamos a en
contrar aquí, y bajo un aspecto distinto, con aquella duplicación de
las esferas que fue comentada más arriba como dualidad irreducti
ble de esfera del mundo y esfera de Dios262. Si en la imagen geocén-
520
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 19: lo stava come 7frate che confessa
lo pérfido assessin, che, poi ch’efitto,
richiama lui, per che la morte cessa
[Yo estaba como el fraile que confiesa
al pérfido asesino, que, ya hincado,
por retrasar su muerte le reclama].
trica del mundo Dios se representa necesariamente arriba y afuera,
como margen esplendoroso y altura hiperclara, en el esquema teo-
céntrico Dios tiene que ser pensado como protuberancia de luz,
que, rebosando eternamente desde el centro hiperespacial, lo abar
ca todo, mientras al mundo, tal como lo conocemos, se lo coloca en
la más oscura periferia. Pero así como Dios, en su esfera eufórica,
sólo emana luz y éxitos en coros y olas que acaban en las zonas pe
riféricas, formalmente débiles, de lo existente, así, en la otra, en la
esfera cósmica, el punto más alejado de Dios de lo existente, el cen
tro del infierno en el núcleo de la tierra, puede rodearse de los ca
prichosos anillos del malogro y del fracaso.
Es un submundo extrañamente despejado, de malogros supre
mos que refluyen incesantemente a sí y en sí mismos, ese a través del
que Dante es conducido por su guía, Virgilio; y aunque el poeta
tampoco deje duda alguna de que a sus ojos las estructuras circula
res de inferno, purgatorio y paradiso remiten, todas ellas, a una ordena
ción unitaria precisa de arriba que se manifiesta en el esquema nu
mérico nueve-siete-nueve, si se considera con mayor detenimiento
la circularidad de los espacios infernales se ve que posee, sin embar
go, un principio diferente y, sobre todo, un centro diferente que las
conformaciones esféricas en tomo a Dios. La convicción de que los
mundos circulares celestes e infernales pertenecen al mismo orden
es menos un conocimiento asegurado, tranquilamente examinable,
que un prejuicio piadoso y precipitado con el que se ha armado el
poeta para su horrible viaje. Se trata del mismo prejuicio que había
de proporcionar sostén y respaldo a la era de la seguridad dogmáti
ca cristiana, y del mismo que permitió a los pensadores medievales
hacer la vista gorda sobre la imposible congruencia entre esfera de
Dios y esfera del mundo. Para que Dios, en verdad, sea tal como lo
postula su concepto de todopoderoso e infinitamente bueno, los
exégetas tienen que representar su obra maestra, el mundo, mucho
más redonda yconseguida de lo quejamás pueden percibir los mor
tales al uso. Sólo en el prospecto teológico muestra la creación una
figura sugestivamente esplendorosa.
Para ningún sector del universo vale más esto que para el infier
522
no, que desde el punto de vista ontológico representa el valor lími
te extremo de mundaneidad. Sólo quien percibe el infierno bajo las
más fuertes idealizaciones puede visitarlo, al estilo de Dante, como
una zona periférica problemática de la integridad-todo bien redon
da. En consecuencia, sólo atraviesan sin daño espíritus humanos el
campamento infernal cuando se han armado de impavidez metafí-
sicamente bendita, es decir, de optimismo morfológico. Dado que
nada es tan contagioso como la proximidad a la gran miseria, tanto
temporal como eterna, los visitantes del infierno tienen que inmu
nizarse mediante la convicción de que incluso aquí todo sucede co
rrectamente. ¿Qué sería Dios si no adjudicara a cada uno lo suyo?
No se puede achacar, ciertamente, al infierno de Dante que le
falte un plan soberano. ¿No son estas calles del tormento, bien cons
truidas, prueba suficiente de lo bien fundamentadas y meditadas
que están las instalaciones infames? ¿No muestra la distribución mi
nuciosa del todo que la administración del campamento sabe lo que
hace, y no ha de contar también su saber, como cualquier intelecto,
con una luz de Dios? ¿No tiene la ciudad infernal Dis* la estructura
urbanística más madura263, y no resulta admirable el modo tan pre
ciso en que sus habitantes están alojados en arrondissements específi
cos, de acuerdo con la culpa de cada uno?
Armados de prejuicios valerosos y esforzados, descienden los
poetas al submundo y atraviesan universos espantosos para aproxi
marse a la residencia del summum malum. El poeta viviente se des
maya muy a menudo a lo largo del viaje, vencido por el horror y la
compasión, pero siempre vuelve a levantarse, alentado por el espí
ritu de Virgilio, que le asegura que también el infierno, a su mane
ra, está en orden. El vivo y el muerto no pueden sentir lo mismo en
este punto, porque Dante no consigue apropiarse de la sangre fría
del colega muerto. Sobre la meta de su viaje común al bajo mundo,
sin embargo, no hayjamás duda alguna para ambos videros. Para
ellos resulta evidente: sólo en el círculo ínfimo, en el finís maUyrum,
*«Dis», forma contracta de dives (rico), «el Rico», dios romano del mundo sub
terráneo, traducción latina de Plutón o Hades, dios de la muerte, de los muertos y
del infierno en Grecia. (N. del T. )
523
El embudo del infierno de Dante,
proyectado en la cúpula de Brunelleschi
de la catedral de Florencia.
se hará del todo patente qué significa siquiera, de qué va siquiera el
infierno.
El paso por las cámaras de tortura muestra analogías con el pro
tocolo de una audiencia dificultosa con un príncipe, sustraído a mi
radas profanas mediante numerosos círculos de muros y puertas vi
giladas. Tampoco en este infierno superior se han disipado del todo
las reminiscencias tardoantiguas de aquella suntuosidad de que
hacían gala los grandes reyes persas invisibles264. Pero, dado que el
príncipe del inframundo, como modelo de majestad negativa, ocu
pa en la imagen aristotélico-dantesca del mundo el centro más in
terior del cuerpo de la tierra, que es a la vez el centro absoluto de
la esfera del mundo, el lugar del demonio perseseñala el sitio don
de el cosmos físico está más recogido en sí mismo y donde con más
pureza se refleja en su esencia. Aquí se desvela la verdad sobre el
mundo bajo, sublunar, de materia terrena, en su totalidad; sólo aquí
puede esperarse una penetración definitiva en la naturaleza del
mundo no-etérico, no-luminoso, no-bienaventurado. Por su audien
cia ante el emperador de ese reino doloroso -lo 'mperador del doloro
so regno (Inferno, canto 34, 28)-, ambos poetas se asomarán a la os
curidad más impenetrable, a un dolor más allá de todo umbral,
inaccesible a cualquier narcótico.
El visye de ios poetas al polo más bsyo refleja con precisión el in-
femocentrismo de la cosmografía católica. El sentido del viaje al in
framundo es ver en su trono al príncipe de los demonios, a Lucifer
en persona, dado que el imperio sólo se entiende desde el imperator.
También aquí vale: como el señor, así el país. Como el centro, así la
periferia. Sin el culmen de la satanofanía, la travesía del infierno
quedaría sin resultado. Los vi¿yes al más allá sólo cumplen su obje
tivo cuando desde el extremo informan sobre la región como tal.
Pero la región no es otra, nada menos, que el mundo extradivi
no, puesto que su parte subterránea representa su extracto oscuro.
¿Quién habría de ocupar el extremo ínfimo del espacio físico sino
el príncipe de las tinieblas en persona? Sabemos por qué desde el
punto de vista cosmológico el centro del infierno ha de ser el pun
to más alejado de Dios del universo de cubiertas, y por qué ese
punto viene a residir en el interior de la tierra; veremos por qué des
525
de una perspectiva metafísica o moral el infierno se define como la
fuente de estímulo de la negativa a la comunicación esferopoética
con Dios. Pero, dado que el significado metafísico del infierno en
el análisis de Dante va suplantando y desplazando progresivamen
te el esquema cosmográfico, su inferno deja de ser simplemente un
reflejo de la constitución geocéntrica del ser. Más bien se muestra
que el infierno posee una potencia esferopoética propia y está suje
to a una circularidad antiesférica específica265.
Durante el descenso exploran ambos poetas ese orco de la de
presión, en el que la negación conforma anillos característicos, los
círculos de la angostura y de la falta de vista. Descubren el infierno
como apocalipsis de la egoidad. Una cosa es que el ángel caído se
apartara de Dios y se volviera a sí mismo; y otra, que su giro se con
virtiera en una caprichosa vorágine de la negatividad. Seguir las
huellas de esa vorágine infemógena es el sentido ilustrado-metafísi-
co del visye nocturno poético. A ese precario querer-saber responde
la figura de Beatriz, que inmediatamente antes del descenso se le
aparece al poeta desde el cielo con el fin de infundirle aliento para
su arriesgado viaje. Ella misma no parece entender muy bien lo que
le obliga a «descender aquí absyo y a este centro,/ desde el lugar al
que volver ansias» (scender qua giuso in questo centro/ de Vampio loco ove
tomar tu ardi; Inferno, canto 2, 83-84). Beatriz no se deja desconcer
tar en su misión de protectora y musa por esa falta de comprensión:
sí, quizá sólo puede convertirse en musa del poeta porque comple
menta con una especie de ceguera salvadora al hombre genial que
se siente impulsado a bajar al centro de la incomplementabilidad, al
abismo melancólico.
Con ello se ha puesto al descubierto algo así como un interés por
el retomo de la poesía al corazón de las tinieblas, interés que diri
ge el conocimiento en ese sentido; el poeta vive bajo el imperativo
de entender algo que resulta inaccesible a la comprensión humana:
la naturaleza de una negatividad infinita que ha arrojado su sombra
sobre su vida. Que el rechazo de la comunicación con Dios pueda
llegar a convertirse en una fuerza causal de derecho propio y que
los negadores se encierren en anillos de frustración autógena: ésa es
la intuición trascendental de la infemología de Dante. La imagen
526
prototípica de tal negatividad no puede encontrarse en ninguna
otra parte que en la posición luciferina; en ella se cumple la unidad
permanente de horror y negación.
Nunca el pensamiento estuvo tan alejado de la ingenuidad filo
sófica que sólo ve en el mal ausencia de bien. Considerado desde el
punto de vista dantesco, lo que han expuesto autores como Proclo
y, siguiéndolo a él, el archimístico Dionisio Pseudo-Areopagita so
bre la insubstancialidad del mal son sólo sentimentalismos endebles
de monjes sobreprotegidos. Como retratista del diablo y como on-
tólogo del espacio antiesférico, el poeta comprende cómo de la ne
gación, a pesar de todo, puede resultar algo y cómo de negativas y
privaciones proceden, no obstante, entornos compactos, compacta
mente estériles, y enredados en sí mismos.
Durante su travesía del contrarreino, Dante hace un descubri
miento ontológico-formal de gran alcance: cada condenado se haya
hundido en su propio entorno, que se forma de negaciones pene
trantes. Llamar un mundo a ese entorno sería una exageración ma
liciosa, pues la eterna presencia actual del oprimido, constreñido,
parodia el dato de un universo despejado, que brinda espacio. De
lo que al aire libre se llamaba mundo sólo queda aquí el carácter
hostil, lacerante y viscoso. Por eso conservan los delincuentes sus
cuerpos, porque son los requisitos imprescindibles para la fijación
de un alma a una tortura. El cuerpo es el minimal world que se utili
za para la reclusión de seres humanos en receptáculos de tormento:
eso es lo que los torturadores expondrían si estuvieran contratados
como docentes de antropología; sin torturología falta a las ciencias
del ser humano una rama esencial.
Por lo que respecta a la parte contraria, al opositor hay que en
tenderlo con seriedad ontológica como héroe-fundador de una for
ma de sujeto que reside en el centro de un gran imperio de nega
ciones y rechazos. Por eso, como portador o soporte de todas las
privaciones, ha de reconocérsele, al menos a nivel fenoménico, co
mo un algo poderoso y un alguien formidable. Desde su polo pe
netra a través de la creación como un contra-sol que emanara rayos
de frío; éstos crean en tomo al punto de congelación del ser exten
sos círculos, en los que una multitud innúmera se ha encajonado en
527
la imitatio diaboli. La cólera del opositor genera suficiente frío para
atender las necesidades de negatividad y encierro en sí de todo el
mundo inferior y medio. Si el diablo supremo puede contar con
partidarios y mantener súbditos es porque las negaciones son infec
ciosas y porque la esplendorosa imagen del mal moviliza grandes sé
quitos de adeptos, encerrados en sí mismos. El infierno de Dante re
presenta, por decirlo así, la primera ola individualista: cada uno
para sí y todos para el demonio. La integración de todos los egoís
mos individuales en un gran reino con estilo propio es el sentido de
esta infernografía que sorprende por su minuciosidad. Pone ante
los ojos cómo la negatividad se convierte en un espacio de tipo pro
pio y en qué consiste su principio concluyente.
La substancialización poética del infierno es una hazaña en la
historia de la meditación sobre la conditio humana, ya que condujo
al descubrimiento de la antiesfera (o del espacio depresivo). Con
ella, la esencia humana misma fue caracterizada por primera vez co
mo posibilidad de privación de esferas y desposesión de mundo.
Dante investiga con paciencia heroica un «final del mundo», en el
que ha cesado toda compartición de espacio anímico y toda com-
plementación por el otro. Pero, dado que el pensamiento medieval
no admite espacios abandonados, sin dueño, también al espacio de
presivo se le coloca al frente un príncipe. Por ello, el infierno mis
mo ha de presentarse en forma de reino o imperio; su hábitante
supremo mantiene, como gran señor, la forma feudal; el infierno
mismo guarda el protocolo imperial. Si pudiera suspenderse esta
condición, en el Satán de Dante podría reconocerse sin esfuerzo al
guno el portador ejemplar del riesgo de la humanidad moderna
mente insinuado.
El Satán de Dante es el primero en el que aparece como hecho
consumado aquello de lo que en el siglo X X se hablará bajo el pre
cario título ontológico de «ser-en-el-mundo». El diablo está plena
mente en el mundo porque funciona y hace de las suyas desde el
centro del mundo: teje relaciones «autorreferenciales» en tanto prin
cipio y modelo insuperablemente inmanente. Quien pretenda en
tender la estructura metafísica del cosmos medieval no puede per
der de vista ni un instante que en su centro congelado reside un
528
saurio de seis ojos, un ángel caído. Él, el opositor abatido, es el úni
co y el primero que está plenamente en el mundo, porque es el pri
mero y el único que ha perdido el mundo compartido. En tanto que
experimentó antes que cualquier otro el impulso a instalarse en una
antiesfera que sólo gira en torno a él mismo, él es el individuo clá
sico, empobrecido ontológicamente al modo típicamente moderno.
Él es el primer punto sin contra-punto, el primero no complemen
tado, el primero que vive solo, que, como centro sin un enfrente, gi
ra dentro de su furibunda fijación al sí mismo doliente. Si Dante
traslada su príncipe del infierno al centro absoluto del universo cor
poral tiene que aparecer la ilusión de que en esa posición se trata
del centro de una intimidad. En realidad, la posición de Satán, por
muy interna y centrada que parezca, es una posición absolutamen
te exterior y excéntrica. Como señor del país dolorido, es a la vez su
observador fijo. Describe su país con ayuda de la diferencia entre es
peranza y desesperanza, y elige en cada caso el valor oscuro. Por eso,
la concepción del infierno como forma suprema de intramunda-
neidad fallida ofrece sólo media verdad sobre las situaciones infer
nales. La otra mitad, la más oscura, sólo aparece a segunda vista: el
infierno, el infierno es el exterior*6.
529
Observación intermedia:
De la depresión como crisis de expansión
Como hemos visto, resulta inseparable de la interpretación clá
sicamente metafísica del mundo el optimismo morfológico que se
expresa en la convicción de que todo lo que es está contenido en
círculos etéricos sin mácula. En ese modo de ver las cosas, obstina
damente claro, se manifiesta la convicción de que todo existente de
manda, desde sí mismo, ser recogido y cobijado en la forma más
perfecta. Así como cualquier cosa anhela participar en la forma me
jor de su especie, también quiere tener el entorno y la compañía
mejores, bien ampliados, bien redondos. Si la filosofía del espíritu y
de la luz de la antigua Europa pudo resumir su esencia en el lema
omnia quae sunt, lumina sunt, «todo lo que realmente es, es de natu
raleza luminosa», la metafísica clásica, en general, habría tenido
que hacer suyo el principio de que todo existente está en círculos;
omnia quae sunt, in circulis sunt. El Cusano contribuyó al prestigio
doctrinal de este punto de vista con su tesis de que la filosofía ente
ra reposa en el círculo; tota philosophia in circulo posita dicitur. La fi
losofía clásica está convencida de corresponder en sus movimientos
circulares de pensamiento -de lo explícito a lo implícito y de lo im
plícito a lo explícito- a la ley constitutiva de lo existente. Desde el
punto de vista filosófico nunca habría pensado aún quien no se hu
biera introducido en este círculo claro. Hasta Heidegger permane
ció viva esta creencia en el círculo como padre de todas las cosas
producidas y conocidas. Por su instalación y recogimiento en bue
nos círculos, cada una de las cosas,junto con su rango en total, ha
recibido el sello formal de su buena factura, a la que pertenece tam
bién su cognoscibilidad en tanto ordenación a una inteligencia co
rrespondiente. Cada una de las cosas es totalmente ella misma sólo
en su esfera, que, a su vez, está cobijada en la esfera de todas las es
feras.
530
«El mundo es redondo en torno al ser-ahí redondo» (Gastón Ba- chelard). Pieles y horizontes son lo que mantiene lo vivo en límites vivos. En el contorno divino, piel y horizonte se vuelven idénticos. En las noches calientes del ser la vida individual se siente diluida en medio de la esfera vital. Así pues, en círculos tan buenos el ser-ahí sería siempre un ser en el lugar oportuno.
La depresión tiene otra verdad; experimenta el mundo bajo un diseño espacial opuesto. Éste se anuncia en primer lugar en la aver sión a la exigencia de prestar atención a la propaganda que se hace de lo bien acabado y conseguido. Y no hay que negar que lo positi vo siempre lo tiene fácil, dado que gira en un círculo en el que lo bueno conduce a lo bueno. Puesto que los círculos de suerte y feli cidad están trazados con amplitud, quien se mueve en ellos no va contra la pared. La experiencia fundamental de la depresión dice, por el contrario: las paredes se han colocado tan cerca que en el ám bito definido por ellas resultan imposibles movimientos razonables. Para los deprimidos el círculo es una forma que encierra; lo que tendría que haber proporcionado cobijo se cierra como un muro carcelario en tomo a la vida individual y aislada. Por ello, aunque sea rotante, el movimiento depresivo no se asemeja para nada al via
je circular de los héroes, cuya medida es la circunferencia universal. No tiene nada en común con el prototipo del movimiento circular a lo grande, movimiento exitoso, como el de la Odisea, que en la vuelta diferida a casa va convirtiendo al héroe en una persona hábil, experimentada, en una persona de mundo y completa. Quien es atrapado por la depresión está condenado a la pobreza de mundo, puesto que para él se detiene el viaje y el horizonte implosiona. Du rante sus paseos en la celda el preso sólo experimenta la gastada si metría de la ida y vuelta incesante: el modelo de la mala circulación, del mal tránsito, que esjustamente aquel en el que no hay preemi nencia alguna de la ida.
Lo que no conduce a ninguna parte no puede reconocerse como camino, ni de ida ni de vuelta. Cuando no hay camino, ni método para andarlo, no se persigue nada, no se aprende nada, alcanza na da, esclarece nada. El horizonte no se despliega, los puntos lejanos no se hacen atractivos. Mientras que siempre podría decirse aún mu
531
cho más de lo ya contado sobre una odisea que está sucediendo o ya
llevada a cabo, nada digno de mención puede informarse jamás de
estados depresivos. Ellos mismos aparecen ante sí mismos como de
finitivamente banales. A la depresión pertenece la evidencia inco
rregible de que nada propio vale la pena decirse; ninguna de sus ex
periencias merecería convertirse en tema; jamás interesarían para
nada a comunidades de hablantes. El sentimiento del mundo de la
pantera de Rilke, que da vueltas en su jaula sin olfatear mundo al
guno tras los barrotes, se corresponde con el diseño del mundo del
depresivo, que no alcanza siquiera a lo más próximo.
Desde el punto de vista esferológico la depresión significa el ani
quilamiento del espacio de relación. El buen espacio desaparece
cuando se colapsa el radio que había mantenido el punto y contra
punto,juntos pero separados, dentro de una circunferencia común.
Un mundo sin energía radial es la antiesfera: un entorno cualquie
ra alrededor de un punto sin pareja. Dado que el radio vital -el fa
lo-espacio o la fuerza expansiva de las esferas, por decirlo así- es la
luz lejana que ilumina el horizonte, el mundo necesitado de radio,
débil de luz, del depresivo se encoge hasta convertirse en una pre
sencia inmediata sin horizonte, que ha vuelto a acercarse a la indi
gencia de mundo del animal: con la diferencia de que la pobreza de
mundo depresiva manifiesta a pesar de todo una disonancia especí
ficamente humana, dado que incluso como modo expoliado de ser-
en-el-mundo posee un rasgo ontológico267.
Lo que se le ha dado al depresivo, esa su descolorida circuns
tancia, sigue siendo el mundo como todo, incluso aunque su dación
esté b¿yo el signo de la retención.
El mundo se desvela aquí como
imposibilidad de emprender algo en él que signifique una diferen
cia para el actuante. Lo que se deniega, retiene, rehúye, ahí es el to
do de la existencia esférica, complementada. Cuando no hay posi
bilidad de dilatación o distensión de esferas falta el espacio en el
que pudiera realizarse una acción transformadora o en el que pu
diera pronunciarse una palabra eficaz, activa. La fuerza que pro
porcionara a la esfera su convexidad deja fuera de su radio de ac
ción al sí mismo adormecido. El todo: un estado de cosas vacío en
torno a un punto sin distensión.
532
Este espacio implosionado tiene su réplica en el amplio espacio-
entorno, que se toma a mal hacia todos lados, de la paranoia, en ese
«universo de la separación», del aislamiento, en el que el Saint-
Preux de Rousseau, el héroe de La nueva Eloísa, se siente encerrado:
«Mi espíritu sofocado quiere expandirse ahí y se encuentra compri
mido por todas partes». Rousseau dice en otro lugar sobre una de
sus figuras: «Se ha descubierto cómo encerrarlo en París en una so
ledad más terrible que la de bosques y cavernas. Entre los seres hu
manos no encuentra allí ni comprensión ni consuelo. . . todo le ro
dea y le mira con curiosidad, pero le rechaza»268.
Al deprimido sólo le resulta posible dentro de sí mismo repetir
rotaciones, en ningún lugar se le ofrece el punto de partida para
una acción creadora de espacio. Al contrario: el espacio se va enco
giendo cada vez más para él. El autor francés de diarios Amiel ha co
nectado ese retroceso de la expansión con un adelantarse hacia la
muerte:
La muerte nos reduce a un punto matemático; la destrucción que la
precede nos hace retroceder a círculos concéntricos, siempre más estre
chos, hacia ese último lugar de refugio inexpugnable. Sufro con antelación
ese cero, ese punto nulo, en el que forma y esencia se extinguen269.
Con ello descubre Amiel un secreto común a la depresión y a la
metafísica: que la muerte propia anticipada allana el camino a una
inmunidad perversa y agradable.
En la depresión existe un rasgo de aquel mal que la tradición ha
llamado el mal metafísico, porque en él, a la desazón por lo malo se
añade el descubrimiento de un fracaso. Puede ponerse nombre a la
fuente del mal: la imposibilidad de trasladarse y acomodarse en lo
abierto, al aire libre, es un entumecimiento o paralización de la ca
pacidad positiva de transferencia. Mientras que, por lo demás, en
caso de salidas al espacio, se transfiere la experiencia fundamental
«la expansión es buena» (los niños pequeños y los imperialistas dan
testimonio de ello), la depresión transfiere la inmovilización trau
mática de la capacidad de expansión: la inaccesibilidad, temprana
mente vivida, del complementados En su ausencia se colapsa el es
533
pació y se deja que el sujeto que está prisionero en una estrechez o
amplitud invivible se contraiga en el punto pánico del sí mismo.
Con la transferencia de ese punto-ser comienza la historia de la so
ledad.
Fin de la observación intermedia
534
El descubrimiento medieval de un lenguaje de la depresión se
produce con necesidad topológica, en principio, a partir de pene
traciones cognoscitivas en una relación macrosférica: habla, prime
ro, del temprano distanciamiento oficial del demonio de su señor y
enfrente divino. La situación depresiva no se descubre por un indi
cio privado o psicológico, sino como conflicto público o político en
tre el soberano y su criatura. Satán aparece como disidente de un
Dios que no es un genio privado, sino el Señor por encima de todo
rango. El distanciamiento entre esos adversarios no conduce a re
laciones íntimas enfriadas o envenenadas, sino a la creación de un
contramundo formal, de un exterior antiesférico. (Algo semejante
se produce a menudo también en las fases muertas de las hiperre-
laciones místicas entre el alma y Dios270. ) Por eso, en el mapa de lo
existente la depresión se señala en principio como una zona en la
que las existencias negativas se encuentran oficialmente en casa.
Con ello, la privación del ser aparece como una relación públi
ca. El círculo infernal primario, el que surgió de la rebelión, es el
punto que rota en sí mismo, en el que el ángel caído medita su fu
tura no-relación con Dios ante los ojos de todos. También ese pun
to es un «imperio»: puesto que en torno a él se forma un espacio va
cío en el que no surge nada que pudiera ser comunicado de modo
participativo. Una amplitud vacía se abre sin sentido en tomo a una
estrechez vacía; el individuo se instala en ésta como en una cápsula
rotante que actúa como su primum motile. En tomo a la primera es
fera de angostura pueden instalarse más anillos de estrechez de co
razón, mezquindad e indiferencia. Es la autocompasión, cargada de
autoodio, de este primer perdido la que mantiene la cápsula-yo en
giro permanente.
A causa de ello la localización central del ángel caído en el es
535
pació cósmico adquiere significados metafísicos: el centro del in
fierno es el punto del mundo desde el que puede percibirse la inac
cesibilidad del mundo para aquel que está allí. Satán posee la visión
panorámica completa, que le descubre la dimensión de la pérdida
del mundo; le fue dado el ojo espacial parmenídeo para contemplar
la abundancia de la privación; su anfiscopia capta el panorama en
tero de lo perdido. Por eso, en él la teoría y el autotormento se han
vuelto lo mismo; su ver es su padecer, su mirada en torno es su sín
toma: dolor por el mundo hacia todos lados. El es el único teórico
para el que vale la presunción escolástica de que la metafísica clási
ca consiguió constituir un sistema estrictamente cerrado y un voca
bulario definitivamente libre de metáforas. Lo que en los demás
-así llamados- sistemas filosóficos son sugestiones que en el plazo
de minutos pueden despacharse, para el diablo melancólico es una
conclusión substancial. Por eso, sólo él podría tener un interés fun
dado en la de«con»strucción, si no supiera demasiado bien que su
clóture es perfecta. Su grandeza estriba en que la privación de mun
do siempre se completa en él, una y otra vez, endógenamente. Su
visión engloba el todo de lo desesperanzado. Mientras que los pe
queños demonios usuales, por su persistente tropiezo con las cir
cunstancias, se convierten al final en algo así como hijos del mun
do, Satán el Grande instaura entre él y la creación un abismo que
no puede ser superado por ningún hábito. Él, que ha rechazado al
máximo, es el que está más desprovisto de todo; es el unum y totum
el que se le ha sustraído por su gran rechazo o negación. Negó el
ser-en dentro de la esfera divina y experimenta ahora cómo el círcu
lo negado excluye al negador.
La negación de la unión esférica engendra precisamente el total
aislamiento antiesférico que caracteriza el estado depresivo. Bajo
múltiples no-disfrutes, disfruta ésta de la certeza de poseer un siste
ma definitivamente cerrado y de utilizar un vocabulario definitivo,
el de la desesperanza. Sólo el demonio consigue el cierre perfecto
de su sistema del saber, porque sólo él sabe cómo se cierra lógica
mente tras uno el portón del infierno. Para él, el depresivo absolu
to, el mundo es todo lo que ha dejado de ser el caso. No en lo da
do, sino exclusivamente en lo perdido, es posible la evidencia. En
536
este sentido Satán es historicista; el bien es todo lo que ya ha pasa do. Si el metafísico quiere entender, tiene que entender al depresivo; quien quiere entender al depresivo, tiene que entender al demonio; entender al demonio significa comprender su círculo. El círculo de moníaco es el movimiento sobre el seguro camino de la no-escapa- toria.
En sus ilustraciones neogóticas para el Inferno de Dante, Gustave Doré captó el meollo de la existencia de Satán desde un punto de vista moderno, que representa al señor del submundo en la pose del genio melancólico, con brazos acodados y mirada obstinada y vacía, lleno de impenitencia y dolor reprimido, prisionero en una patéti ca gruta en el fundamento frío del mundo. Su entorno está envuel to en un viento glacial de alas batientes. En proyección tardorromán- tica, Satán aparece como naturaleza saturnal; se trata de un rebelde que niega lo existente por hastío y considera lo venidero como pro totipo de lo que fracasará. Emerge del hielo como el rebelde, lleno de talento, abandonado, demasiado orgulloso para tomar siquiera en consideración una alternativa diferente al ser-en-el-infiemo.
Ciertamente, Dante está todavía muy lejos de esa modernización posmiltoniana del demonio y, sin embargo, ciertos rasgos de su in- femografía contribuyen ya a una fenomenología de la negatividad, que sigue siendo válida más allá de las circunstancias medievales. A pesar de que le presenta como un monstruo ingenuo con tres caras de colores, regañando los dientes, también su demonio es un suje to que se ha excluido a sí mismo de la existencia en comuniones abiertas y ha caído, por ello, en una situación que sólo conoce de sesperanza en tomo a sí. Proscrito en su antiesfera, ya no le resulta familiar complementación íntima alguna; ningún acompañante rom pe su cápsula, ninguna compartición de mundo interior le propor ciona la sensación del volumen del espacio animable. Sólo es gran de por el pathos con que defiende su aislamiento. Por su autoelección, del ángel rebelde surgió el prototipo de inteligencia autorreferencial. Está proscrito en su antiesfera-alrededores, que pronto podrá llevar con toda razón el nombre de mundo-entorno.
En este demonio, que no puede liberarse de su cólera aniquila dora, dirigida obligadamente también contra sí mismo, está el mo-
537
liif (J
L'A
Dante, Divina cammedia,'Inferno, canto 34:
«Eira Ditr -ovecvnvienchedifortezzat'amii
[«Mira a Dite -diciendo-, y. mira e\ sirio
donde tendrás que armarte de valor»].
dicendo,
ed eccd il loco
délo de todo lo que en un medio-ambiente-mundo-entomo es cuer
po autorreferente. El simboliza el automantenimiento, decidido a
todo, de una vida aislada, fundada en el recelo. De hecho, cuerpos
pensados separadamente, que remiten preferencialmente a sí mis
mos y que sólo pueden dejar que valga otro como momento de su
autorreferencia, están programados para funcionar con la vista pues
ta en el punto demoníaco que hay dentro de ellos mismos. Sólo des
de él saben lo que parece ser de provecho propio y sólo desde él se
sostienen y sustentan a sí mismos a costa de lo que tienen a uso y dis
posición como mundo-entorno suyo. El modo de esa autorreferen
cia, el predominante pensar-en-sí-mismo y el incondicional tener-
que-preferirse-a-sí-mismocomopuntodepodercombativoyanimoso
en la batalla constante, es, considerado desde el punto de vista del
esquema clásico, satanismo en acción. Para la Modernidad no es
otra cosa que el inocente apriori del individualismo.
Se puede extraer de aquí la consecuencia de que Lucifer es sólo
una figura anticuada de eso que filosóficamente se llama el espíritu
del mundo; si se lo ha reconocido una vez en el original, se lo vuel
ve a reconocer también en sus renovaciones. El príncipe de este
mundo es el príncipe de los sistemas. Ese principio de inteligencia
egoísta sólo puede existir a priori disperso en innumerables espíritus
corporales o individuos, que se aglutinan en los superegoístas do
minantes, en los Estados leviatánicos, en empresas que buscan be
neficio, en las corporaciones cuyo objetivo es servirse a sí mismas.
De la suma de esas autorreferencias resulta lo que es la esencia de
la moderna razón de automantenimiento y de su encarnación en
egoísmos sistémicos.
Desde este punto de vista, hay que valorar la actual y sintomáti
ca teoría general de sistemas de Niklas Luhmann, ante todo, como
el último producto de neutralización de la satanología. En forma de
una ciencia de las inteligencias finitas, corporeizadas, trata con ad
mirable sutileza de los autismos activos que ocupan sus nichos eco
lógicos. Esa doctrina ha captado con clarividencia el punto en el que
convergen fenomenología y diabología. Considerada desde el tras
fondo de la metafísica de la antigua Europa, estudia con toda con
secuencia la absolución y desinfemalización de los pequeños de
540
monios finitos, es decir, de los sujetos racionales organizados, que,
aunque quisieran, es imposible que pudieran pensar y actuar remi
tidos al polo divino altruistamente, olvidados de sí, ya que están an
clados primordialmente y sin auténtica alternativa en autorreflexio-
nes remitidas al propio cuerpo, dicho tradicionalmente: en
autoadiciones, da igual que éstas aparezcan como egoísmos indivi
duales, egoísmos corporativos, egoísmos estatales y, por qué no,
también como egoísmos de Iglesias, de sectas y de salvadores cua
lesquiera. El postulado de Nietzsche de purificar las imágenes de
mundo de la antigua Europa de restos de resentimiento moralizan
te está en buenas manos en el caso de Luhmann. De hecho, ¿dón
de se habría manifestado más intensamente el resentimiento meta-
físico que en el tradicional tabú envidioso y rivalizante con el
egoísmo de los demás? Por medio del trabajo de neutralización del
pensamiento sistémico se supera el viejo infierno en circunstancias
mundanas con las que uno está familiarizado: hasta que se reparte
proporcionalmente por todos los círculos, que al final han de refe
rirse exclusivamente a sí mismo. Es más una cuestión de gusto que
una elección metafísica el que se prefiera, con los avaros y los de
rrochadores en el cuarto círculo del infierno de Dante, lanzarse
unos contra otros pesadas cargas, o que se prefiera adoptar una po
sición en la mesa de negociación sobre una tarifa consensuada para
el servicio público.
Al psicohistoriador se le plantea la pregunta de cómo es posible
que lectores modernos -prescindiendo de las alusiones relativas a la
época, que se han vuelto incomprensibles- pudieran recibir los can
tos del infierno de Dante como si lo que tuvieran ante sí fuera el
guión de una película contemporánea, al gusto del público. ¿Qué es
lo que proporciona a esas imágenes de cuerpos humanos que se
abren paso por el barro viscoso y se hunden en calientes ríos de san
gre, de cuerpos nevados por copos de fuego, que fermentan en
ataúdes ardientes, de perdidos que luchan con boas constríctor,
inermes y desconcertados sobre hielos movedizos, su infalible appeal
a la imaginación de seres humanos que desde hace siglos están con
vencidos de la irrealidad de los infiernos del más allá? Desde el pun
541
to de vista escenológico-psicodramático, la legibilidad sobre-epocal
de la infernografía dantesca se funda en el hecho, ciertamente ne
cesitado de explicación, de que conocimientos claustrofóbicos y em
pina del infierno desembocan en lo mismo. Quien conoce por ex
periencia los excesos de angustia y dolor claustrofóbico, o puede, al
menos, imaginárselos en sí mismo, siempre resulta accesible a misi
vas procedentes de la dimensión oscura.
Bajo este punto de vista, el informe poético sobre el inframundo
depara una fenomenología de los espacios de depresión que sobre
vive a sus vínculos con la imagen medieval del mundo. Esto resulta
sorprendente si se considera que Dante, en su obra, si bien se arroga
competencias proféticas, no conocía pretensión psiquiátrica alguna,
ni tenía idea de una psicología autónoma mundana. A pesar de ello,
su gran viaje a través de los tres niveles del más allá no sólo le depa
ra una experiencia objetiva, sino también un gran psicoanálisis, más
aún: una terapia primaria, con la que se abrió camino fuera de aque
lla crisis para la que proporciona la palabra clave el giro inicial enig
mático del bosque oscuro, nel mezzo del cammin di riostra vita.
La psicoterapia poética de Dante se aprovechó de una revolu
ción de la imagen de mundo, arraigada ya hacía un siglo en su épo
ca, y que, desde una posición moderna desarrollada, ha de ser en
tendida como el preludio metafísico decisivo del florecimiento de
la cultura psiquiátrica y terapéutica burguesa entre el siglo XVIII y
el XX. Por el «nacimiento del purgatorio» -por utilizar la expresión
de Jacques Le Goff- en el siglo XII se había instaurado en el mundo
aquella diferencia entre penas expiatorias humanas sin esperanza y
con esperanza de remisión, de la que dependen desde entonces,
mediata e inmediatamente, todos los conceptos de progreso de los
europeos posmedievales. Pero no sólo la idea de progreso viene del
purgatorio, también toda la cultura psicoterapéutica más reciente
-dando un rodeo por las teorías idealistas y materialistas de la ena
jenación y reapropiación- es una actualización bien codificada del
concepto altomedieval del infierno transitorio. Los contemporáneos
de la revolución del purgatorio aceptaron la nueva idea con una avi
dez que todavía hoy resulta desconcertante en cuanto se consideran
más de cerca los documentos, abalanzándose sobre ese tercer lugar
542
por medio del cual se superaba la vieja alternativa inexorable entre
bienaventuranza y perdición271.
Por la invención del purgatorio los europeos desarrollaron el
gusto por lo medio y descubrieron para sí la aventura de la dialécti
ca. Sólo mediante la diferenciación entre infierno de purificación e
infierno de perdición se hizo posible la desbandada a perseguir una
meta, cosa que ayudó a los europeos a desarrollar su sentido carac
terístico para abrirse camino y salir de circunstancias críticas. Cha
teaubriand hizo notar: «El fuego del purgatorio supera en poesía al
cielo y al infierno, dado que representa un futuro que falta en estos
dos». La poesía del purgatorio surge por el desdoblamiento del in
fierno en uno con esperanza y otro sin ella. Si la esperanza pudo
convertirse en un principio, fue sólo porque ciertos infiernos tienen
salida. Sin el purgatorio los seres humanos de la edad moderna
nunca habrían comprendido por qué es importante para la salva
ción esforzarse por conseguir algo, siempre con la vista puesta hacia
delante. Sin purgatorio, ninguna distinción entre depresiones; sin
diferencia de purgatorio e infierno, ninguna distinción entre lo sal-
vable y lo insalvable. Todavía la ulterior distinción, difícilmente
comprensible, de Sigmund Freud entre melancolía y duelo sigue las
viejas líneas que fueron trazadas en la alta Edad Media entre los can
didatos al infierno y los aspirantes del purgatorio: entre quienes no
desean superar jamás una pérdida inefable y se entierran a sí mis
mos, junto con su carencia sagrada, en una fosa interior, y quienes
anhelan regresar a la luz a través del túnel de dolor.
Si el purgatorio no se hubiera descubierto -como lugar de trán
sito entre infierno y cielo, donde las penas más severas, retorcidas so
bre sí mismas, consiguieran una esperanza de liberación-, la mirada
al infierno absoluto nunca habría podido madurar hasta una per
fección y serenidad tan inauditas como se manifestaron en el docu
mento dantesco y en imaginaciones infernales plásticas posteriores.
Sólo por la diferenciación de los infiernos en infiernos de estanca
miento, del tipo inferno, e infiernos de progresión, del tipo purgato
rio, se hizo posible la fenomenología de la soledad y desamparo hu
manos. Cuando, incluso en lo más oscuro se recobró el aliento de la
esperanza, los espíritus más valerosos pudieron responsabilizarse de
543
proyectar realistamente el futuro ultraterrenal de las almas. Ahora
podían aventurarse a descender comparativamente a los dos infier
nos, de los que uno -bajo apariencia infernal- es ya un vestíbulo del
cielo, mientras que el otro seguirá siendo hasta el final, de hecho, el
infierno que parece. En este examen el purgatorio se manifiesta co
mo un infierno fenoménico, que ontológicamente ya significa el pa
raíso, al que prepara, mientras que en el infierno auténtico ser y apa
riencia coinciden. Por eso el camino al infierno jamás conduce a
otra parte que a sí mismo; cerrazón es el distintivo característico de
este establecimiento, que sigue siendo siempre infierno porque vie
ne determinado por un movimiento recursivo que no se abre en el
purgatorio, es decir, en una circularidad esperanzada, que se dirija
en espiral a lo libre. Mientras que el monte de la purificación, el pur-
544
Pieter van der Heyden, Juicio Final, 1558,
grabado al cobre (detalle).
gatorio, alberga procesos catárticos, el infierno real deniega cual
quier salida y cualquier distanciamiento del mal.
En la línea de esa diferenciación revolucionaria dentro del im
perio de la negatividad, Dante pudo distanciar el infierno consu
mado, donde reina una angostura no aminorable, del infierno rela
tivo,donde se experimentan también estrecheces y apuros pero en
un horizonte de esperanza. A ello se debe que, con su guía Virgilio,
atraviese el infierno como observador estremecido, aunque no in
volucrado, mientras realiza su visita al monte de la purificación co
mo cura penitencial propia, que le prepara para la tercera parte del
viaje al más allá: a la puerta, el ángel guardián inscribe siete veces
sobre la frente de Dante la letra P, correspondiente a los siete pe
cados capitales o peccata, letras que se van borrando una a una con
545
forme se abandona cada uno de los anillos penitenciales. Aquí, la
observación va acompañada de la penitencia, por lo que la contem
plación del purgatorio resulta inmediatamente edificante -como en
elsigloXX tambiénlalecturadeuninformeterapéuticoexitosoac
túa a menudo terapéuticamente ella misma-, mientras que la teoría
del infierno -al menos en la primera lectura- no logra producir re
sultado moral alguno: sólo pura intimidación y desaliento. Los su
frimientos progresivos liberan significados consoladores y alegres, y
ofrecen, por decirlo así, un entretenimiento apto para menores.
Aunque pueda resultar horrible contemplar cómo los envidiosos
andan a tientas con ojos suturados por el segundo círculo, cómo los
coléricos del tercer círculo se vacían exhalando espesos vapores de
humo, y cómo los glotones recuperables (también los hay irrecupe
rables en el tercer infierno) se pasean por el sexto anillo como es
queletos a régimen haciendo sonar sus huesos, a pesar de todo ello,
vicios y penitencias están aquí relacionados de manera edificante.
Por ello el purgatorio proporciona intuiciones en la economía de
Dios, economía que se basa en la diferenciación entre deudas amor-
tizables y deuda inamortizable.
Este purgatorio es inequívocamente una institución de crédito,
en la que gestiona sus liquidaciones un sistema de crédito encarado
al futuro. ¿No se puso en marcha también, por la institución del pur
gatorio, la economía eclesial de indulgencias, que no parte de otro
presupuesto que de una cuantificación de las deudas amortizables,
finitas? Las equivalencias racionales entre deuda (culpa) y peniten
cia confirman la impresión de que en cada casó concreto se lleva a
término un negocio de pago a plazos fijos a satisfacción de las dos
partes. Quien ha rebasado su crédito terrenamente reembolsa la
deuda en el infierno transitorio. Esto proporciona a la configura
ción dantesca de infierno y purgatorio una cierta nota temprano-
burguesa: cuando la burguesía sale a la palestra reclama -y ya lo
hace en la Edad Media terminal- el derecho humano a la propor
cionalidad. Incluso el lugar más infernal del purgatorio, del que és
te recibe el nombre alemán*, el purgatorio de fuego del séptimo
*Fegefeuer=«purgatorio», «fuego del purgatorio», «purgatorio de fuego». (N. delT. )
546
anillo, no es ninguna excepción a ésta regla. El fuego purificador,
en el que arden los pecadores sexuales recuperables (también exis
te aquí, naturalmente, una clase irrecuperable), sigue siendo para
las víctimas un lugar de buenos auspicios: por una parte, a causa de
la finitud de la pena, y, por otra, a causa de la evidente analogía en
tre ésta y aquel fuego. Incluso en este exceso expiatorio, que sobre
pasa claramente el umbral del sadismo, actúa un elemento de lógi
ca posible de equivalencias, de modo que los absolventes del fuego
libertino entrarán en el cielo en plena posesión de su creencia en la
buena dosificación de la penitencia cumplida.
Otra cosa completamente distinta sucede en el auténtico infier
no, donde, junto con la perspectiva de un final de los tormentos,
queda aniquilado también el sentido de proporcionalidad. Aquí es
donde reside el fundamento ontológico de la infemalidad del in
fierno. Lo propio suyo es la desmesura de la privación de perspec
tivas,junto con sufrimientos corporales desmesurados. Este oscure
cimiento total produce la falta abismal de equivalencia entre un
delito finito y un castigo infinito. Es verdad que Dante se esfuerza
por establecer relaciones equivalentes entre tipo de pecado y tipo
de condena también en el infierno, al estilo de una vaga nemesis di
vina272-una relación para la que se utiliza ocasionalmente la expre
sión contrapasso, venganza, represalia o revancha273-, pero esas co
rrespondencias cualitativas se sobrepasan con mucho por la
desproporción de la cantidad y de la intensidad. Virgilio lo dice ya
al comienzo sin rodeos: los delincuentes han perdido aquí el bien
del intelecto: c'hanno perduto il ben de Uintelletto (Inferno, canto 3, 18).
No hay nada que entender, en consecuencia, respecto de las gran
des penas del infierno, porque cada una de ellas está provista de un
complemento de negatividad infinita, que invalida el principio de
las correspondencias. También aquí vale la tesis de que no hay co
rrespondencia alguna entre finito e infinito: Ínterfinitum et infinitum
non est proportio.
Con el fenómeno infierno se afirma la realidad de una infinitud
maligna. Pero aunque nunca pueda llegar a comprenderse por qué
y 3. un mal finito causado le siga uno infinito padecido, cualquier ser
humano entenderá, no obstante, lo que significa el infierno para
547
sus moradores. Por eso lo sorprendente del fenómeno infierno no
es tanto que se lo haya podido concebir siempre como parte de un
orden universal establecido por un Dios bueno, sino que las infer-
nografías hablen de situaciones insoportables, que tanto para los
autores como para los lectores resultaran probables desde el mismo
instante de su formulación y lectura. Mientras que la metafísica clá
sica hizo plausible su idea de ser-al-lado-de-Dios mediante la fanta
sía de una bienaventuranza incorruptible, cuyos modelos fueron el
pensar pensante y el amor amado, la infernología se apoyó en la
idea de una desesperanza incorregible, sacada de experiencias de
un desesperado encierro en el dolor más opresivo, aquel que se re
vuelve constantemente en sí mismo. Sólo si esa idea conlleva una
probabilidad a su estilo, se comprende que nadie haya necesitado
estar en el infierno del catolicismo para saber cómo sería estar en
él. Yjustamente ése es el caso en un amplio frente, dentro y fuera
del mundus catholicus. Parece, por el contrario, que las figuraciones
católicas del infierno, por su parte, no suponen más que la admi
nistración de un fondo de experiencias claustrofóbicas y de angus
tias primarias, de las que están provistos un gran número de morta
les más de lo que gustaría a cualquiera de ellos.
Así como las macrosferas poderosamente desplegadas del tipo
imperio, iglesia y ciudad no hubieran podido realizarse sin una
transferencia, por muy arriesgada que fuera, de conceptos espacia
les microsféricos integrables a una gran unidad, tampoco el infier
no puede disponerse sin una re-contracción violenta de la vivencia
macrosférica de la amplitud a las circunstancias íntimas microsféri-
cas más atroces. El infierno se desarrolla a partir del intimismo de
lo peor. En él todo sujeto queda pegado a esa opresión que en sue
ños angustiosos inconfesables sería la más sensible y tremenda para
él. Desde el punto de vista psicodinámico ése es el motivo de por
qué en los escenarios del infierno retornan con obsesiva regulari
dad las alusiones a sofocos o angustias prenatales y perinatales, aun
que por regla general se los ignore, dado que todas las culturas de
sarrollan cegueras específicas por las que tales signos se vuelven
ilegibles.
En innumerables individuos el propio alumbramiento superado
548
deja tras de sí un fondo profundamente enterrado, pero intranqui
lo, de engramas escénicos, claustrofóbicos prenatalmente y agora-
fóbicos posnatalmente, que se pueden traducir a lo largo de la vida
en disposiciones a la acción y disposiciones de ánimo fundamenta
les contraclaustrofóbicas y contraagorafóbicas. Como ha mostrado
la investigación en psicología profunda, en el nacimiento de los se
res humanos pueden aparecer inmediatamente juntas las dos inefa
bilidades más extremas: la estrechez insoportable en el fuego sinér-
gico y la insoportable amplitud en el hielo posnatal. Por eso se
distinguen radicalmente infiernos interiores e infiernos exteriores,
aunque escénicamente están muy cercanos. Lo mismo vale decir de
sus simbolismos.
En el campo de los discursos filosóficos al primer polo corres
ponden doctrinas teóricas de la libertad y fundamentadoras de la
revolución, que pueden desarrollarse, desde fobias privadas, como
programas de evasión y ampliación; al otro polo, las doctrinas ho-
listas de enlace y recuperación, que manifiestan a las claras su ca
rácter de programas de cobijo y calentamiento. Puede pensarse lo
que se quiera de la concepción platónica de las ideas innatas, pero
para la existencia de los individuos tiene, incontestablemente, im
portancia y significado real en cada caso concreto el esquema de los
recuerdos de terror de infiernos interiores o exteriores, o ambos,
que han nacido con uno mismo. Dado que en la memoria circuns
tancial de innumerables seres humanos, aunque no de todos ni mu
cho menos, hay almacenadas experiencias análogas a la del infierno,
experiencias de opresión angustiosa y de salida arriesgada, expues
ta al peligro, han de desarrollarse en el comportamiento posterior
de los que han salido airosos de ese trance imperativos de elusión o
soslayo, que pretenden ser válidos para siempre y sin excepción al
guna. Quienes, al final, y sea como sea, han sido dados a luz o des
prendidos saben ya para siempre, sin reflexión y sin necesidad de
fundamentarlo, qué es lo que nunca más, en absoluto, ha de suceder
con ellos. Se les ha marcado con fuego en la espalda un signo que
significa para ellos lo que se ha de evitar siempre en el futuro. Da
do que al concepto de infierno pertenece una intuición personal
concreta y oscura, el segundo imperativo categórico no necesita ser ejer-
549
citado expresamente: que la máxima de todas las acciones ha de ser
preservar a los actuantes de nuevas presencias infernales -en tanto
que el infierno es exactamente aquel estado que bajo ninguna cir
cunstancia ha de (volver a) hacerse presente jamás-274. Con ocasión
del surgimiento de fantasmas infernales -y de su despliegue en for
ma de torturas y acciones de exterminio- la imaginación se acerca
a ese polo de las escenas-¡nunca-más! y se deja embaucar en un jue
go malvado por la tentación de reescenificarlas. Por lo que respec
ta al concepto de castigo infernal, éste se basa precisamente en la
reproducción de aquellas escenas que nunca hubieran debido repe
tirse.
Quizá sea ésta la definición psicológica de lo demoníaco: tener
una intuición de aquello que para otro sería lo más insoportable y
esforzarse por que se repita. Desde el punto de vista topológico, la
idea o el postulado de un infierno se funda en el supuesto de que
en alguna parte, ahí-dentro y ahí-fuera, en el espacio que hay que
evitar en absoluto, haya un depósito central de repeticiones infa
mes. Si un lugar así actúa de modo fascinante sobre innumerables
seres humanos es porque de él proviene una fuerza de atracción o
succión que normalmente se neutraliza mediante el nunca-más que
se interpone espontáneamente: pero en comunicaciones perversas
puede liberarse por un afán de repetir-las-cosas-de-una-vez-como-es-
debido.
Los amenazadores discursos cristianos sobre las últimas cosas,
que tomaron sus imágenes y conjuros de la apocalípticajudía, cons
tituyen el paradigma de una comunicación metafísica perversa que
jamás se pone en movimiento sino actualizando la fuerza de suc
ción por medio de la advertencia y la amenaza. Quien evoca el in
fierno atrae la curiosidad sobre él. Quien advierte contra él envía
invitaciones a la conciencia, justamente a ese punto suyo en que
recuerda oscuramente haber perdido algo. Los portones de la fas
cinación se abrieron ampliamente para todos los interesados, des
pués, sobre todo, de que la diferenciación altomedieval de los in
fiernos hubiera popularizado la esperanza en la propia salvación
en el purgatorio. Entonces, los preservados virtualmente de lo
peor podían ya confiarse a imágenes en las que los recuerdos sim
550
bolizados tienen oportunidad de transformarse en repeticiones
concretas.
La ciudad infernal inferior dantesca, Dis, que dentro de las mu
rallas que la rodean ofrece espacio a los cuatro sistemas circulares
peores -entre ellos el temido octavo, el malebolge (mala bolsa) con
sus diez fosas de tortura-, es una auténtica suma de la ciencia de las
situaciones de abandono por parte de Dios. Cada una de ellas apa
rece como eterno restablecimiento de aquello que nunca más ha
bría tenido que suceder. ¡Nunca más! , exige el imperativo humano.
¡Precisamente ahora! , responde el interés positivo en el infierno.
Con intuiciones dignas de cualquier constructor de un campo de
castigo, los fantasmas del poeta reproducen las agonías de los semi-
nacidos como ejecuciones demoradas infinitamente. Dado que en
ciertas circunstancias puede recordarse a los cuerpos humanos su
plicios múltiples, el tormento mayor que se puede pensar también
puede ser evocado de diversas maneras.
Nunca se le ha reprochado al infierno falta de diversidad. En él,
los casi ahogados son sumergidos una y otra vez, y siempre de nue
vo, en un ahogo eternizado, en ríos de sangre hirviente o mares de
pez ardiente; los desmembrados son recompuestos incesantemente
sólo para volver a ser hechos pedazos, «de la barbilla abierto al bajo
vientre» (canto 28, 24); los casi asfixiados se asfixian una y otra vez y
siempre con mayor pánico; los casi estrangulados son estrujados fa
náticamente, una y otra vez, por serpientes asquerosas hasta reven
tar. Los ya afligidos hasta la muerte caminan por siempre en círcu
lo, en marcha fúnebre, envueltos en capotes de plomo de un peso
desmesurado. Los que casi han quedado atascados en túneles ina-
travesables son introducidos ahora en estrechos agujeros de fuego,
de los que sólo sobresalen sus piernas y muslos, como hijos que na
cieran, de nalgas, de madres incandescentes. En el núcleo frío-ca
liente del sistema universal de estrechamiento y opresión, en las tres
fauces de dientes rechinantes de Satán, los architraidores Bruto, Ca
sio yJudas son eternamente sacudidos a golpes, machacados y em
palados como en una trituradora, sofocante de recuerdos, hecha de
mucosas pegajosas y dientes invasivos: igual que se rastrilla y peina
el lino. Judas ha de dejarse triturar a dentelladas, en posición de nal-
551
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 28:
E 7 capo tronco tenea per le chiome,
pésol con mano a guisa di lanterna,
e quel mirava noi e dicea: «Oh me! »
[La testa trunca agarraba del pelo,
cual un farol llevándola en la mano;
y nos miraba, y «¡Ay de mí! » decía].
Lucifer se traga a los architraidores
Judas, Bruto y Casio, grabado de
Bernardino Stagnino, Venecia, 1512.
gas, por la boca de Satán que le toca en suerte, mientras Bruto y Ca
sio, los asesinos de César, de cabeza, están presos por las otras dos,
que les parten el abdomen a mordiscos.
Sólo en un caso parece haber fracasado el sadismo ejecutor del
poeta: cuando presenta al sumo sacerdote Caifas, que según la tra
dición cristiana (Juan 11, 46-ss. ) fue el responsable máximo de la con
dena de Cristo, en una imitación horizontal, casi cómoda, de la cru
cifixión, clavado al suelo de la sexta estancia, como si el refinamiento
553
infernotécnico de las crucifixiones romanas no hubiera sido llevar
hasta la desesperación al delincuente, en una cruz vertical, median
te una reescenificación del ahogo del parto con ayuda del insopor
table peso del propio cuerpo.
A la vista de tales imágenes y de sus correspondencias concretas
se impone la cuestión: cómo es posible que tales cosas formaran
parte de una metafísica respetable. ¿De qué modo un sadismo ante
rior a Sade pudo convertirse en autoridad magisterial y poder pasto
ral? La infemografía medieval, sin duda, desplegó energías psicagó-
gicas políticamente interesantes, en tanto avivó y administró miedos
elementales relativos a la selectividad de Dios. Pero es imposible
que los teólogos del infierno hubieran podido hacer de Dios algo
tan terrible y convertir al contrincante en una poderoso imperator
del no-mundo si la substancia de los estados contramundanos no
hubiese sido asimilable a un complaciente material escénico o psi-
coplasmático previo por parte de la clientela piadosa. Según ello, la
tarea no era más que la de organizar la creencia en los lugares ho
rribles y conectarla con imágenes plausibles de malevolencia. Dado
que la infemografía trata de un lugar en el que, por la propia natu
raleza de las cosas, no ha podido estar nadie de los que hablan de
él, sólo hay dos medios para autentificar las imaginaciones inferna
les: que bien se presentan como visiones concedidas por la gracia,
que descubren lo normalmente oculto, o bien apelan a uria fanta
sía del dolor, desarrollada por una cultura específica, que consigue
representar, así, de algún modo lo irrepresentable. Dante utiliza
ambos procedimientos con el mayor éxito.
Por lo que respecta al último, la recepción de su descripción del
infierno se convierte en un test de resonancia para el receptor, que
percibirá a través del recorrido por las fosas infernales a qué sím
bolos, escenas, a qué representaciones de tormento está aferrada su
imaginación. Con ello se activa en él un fondo de esquemas de de
presión, de los que puede suponerse que son de carácter estricta
mente privado, ya que, como adquisiciones tempranas, poseen el es
tatus cuasi-platónico de ideas escénicas nacidas con el individuo. Se
dejan activar en comunicaciones metafísicas perversas. La perver
sión es, primero, un hecho público y sólo se privatiza secundaria-
554
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 23:
Quel confitto che tu miri,
consiglió i Farisei che convenia
porre un uom per lo popolo a ’marttri
[El condenado que tú miras
dijo a los fariseos que era justo
ajusticiar a un hombre por el pueblo].
mente. Con ello también se ha nombrado ya la paradoja del poder
eclesial cristiano, que para innumerables personas se convirtió en el
infierno del que pretendía liberarlos la redención.
La imagen representativa de lo infernal absorbe, pues, una re
serva de intuiciones de sufrimientos depresivos, cuya característica
común es su desproporcionalidad. En la aflicción depresiva lo ini
maginable es lo más creíble.
