A las once
anunció
su necesidad de recogerse: le ayudé
á desnudarse, le acosté.
á desnudarse, le acosté.
Jose Zorrilla
_--Completamente; y puedes tú quedarlo de que en la
representacion haremos cuanto podamos: y si de mi empeño sólo
dependiera el éxito. . .
_Yo. _--Perdona que te ataje; pero el éxito de este drama no será grande.
_Julian. _--¿Por qué?
_Yo. _--Porque tú y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el
otro. No te amostaces. ¿Crees, ó no, que yo soy tu amigo?
_Julian. _--Aunque no tuviera más pruebas de tu amistad que esta obra
que ya está en mi poder, no podria racionalmente dudarlo.
_Yo. _--Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no
has de salir airoso del papel de Don Sebastian.
Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para
serlo: al oir estas palabras, áun de su mejor amigo, frunció el
entrecejo y encapotó con él su mirada. --Escucha,--seguí yo diciéndole,
sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color--escucha:
tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en
el campo del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena
no cabe más que la verdad artística. Desde el momento en que hay
que convenir en que la luz de la batería es la del sol; en que la
decoracion es el palacio ó la prision del rey Don Sebastian; en que
el jubon, el traje y hasta la camisa del actor son los del personaje
que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades
convencionales del arte y dentro del vestido de la creacion poética,
un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sinó otra
verdad convencional y artística; un personaje dramático, detrás y
dentro del cual desaparezca la fisonomía, el nombre, el recuerdo, la
personalidad, en fin, del actor.
--¿Y qué? --me dijo desabrida y desdeñosamente Julian.
--Que tú eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza:
que tú has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de
costumbres: que puedes presentarte, y te presentas á veces en escena,
conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin más que quitarte
el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas
copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son á
veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con
nosotros viven y hablan, tú que con ellos vives y que eres de ellos
conocido, no estorbas y no pareces intruso. Tú eres Julian Romea y
puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un
paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan
de una manera ideal y poética, en cuyo campo jura y se tira á los
ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo
necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastian.
--Y le tendrás, Pepe, le tendrás:--esclamó Julian. --¡Qué diablos de
autores! A vosotros os toca escribir y á nosotros representar.
--Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes.
--¡Pepe, Pepe! _Suum cuique. _ Porque tú alucinas á tus oyentes cuando
lees tus versos, y porque yo mismo te he dado á leer los mios en el
_Liceo_, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que
es la escena, sobre la cual estoy desde que me despuntó la barba.
--Y estás en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de
nuestra escena: pero. . .
--Déjate de peros, y fíate en mí--y partió Julian con el fin de mi
drama en la mano: y se ensayó con cuidado, y los actores se encariñaron
con sus papeles, y á los pocos dias, á las ocho de la noche de un
viernes, para el beneficio de la incomparable Matilde, se alzó el telon
sobre la primera escena de mi _Traidor, inconfeso y mártir_.
Ni la crítica hostil de eruditos apasionados, ni la mordacidad
atrevida de medianías envidiosas, me han negado que esta obra me
da derecho á tenerme por autor dramático, y el tiempo y la opinion
pública han sancionado esta pretenciosa vanidad mia. La exposicion de
este drama está _confeccionada_ con todas las reglas del arte, y la
presentacion del protagonista preparada con intencionada habilidad. El
papel de Aurora estaba confiado á Matilde; yo, seguro de que Julian
iba á dejar pálida la figura del rey D. Sebastian, de que no iba á
pasar de Espinosa el pastelero, de que iba á seguir su fatal sistema
de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la
del arte, y de que iba, en fin, á representar un rey D. Sebastian
de levita; y como encariñado y casi fanatizado yo con mi personaje
fantástico, habia, prescindiendo á sabiendas de la verdad de la
historia por la poesía de la tradicion, hecho del pastelero de Madrigal
y del rey portugués una sola personalidad poética, necesitaba que la
exuberancia del arte diese relieve á las medias tintas de la verdad
de la naturaleza, que la luz de la poesía esclareciera y relevara la
sombra que la maciza figura de la verdad iba á proyectar en el paisaje
fantástico de la ficcion: y pensé en Matilde, la actriz más poética,
sentimental y apasionada que hemos conocido en nuestro moderno teatro
Español.
Yo tenia, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi
razon de no escribir para Julian; pero debia satisfaccion á Matilde
por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sostén y la
fortuna del teatro del Príncipe y de los autores que para él escribian.
Matilde era la gracia, el sentimiento y la poesía personificadas
sobre la escena; su voz de contralto, un poco _parda_, no vibraba
con el sonido agudo, seco y metálico del tiple estridente, ni con el
cortante y forzado _sfogatto_ del soprano, sinó con el suave, duradero
y pastoso són de la cuerda estirada que vuelve á su natural tension,
exhalando la nota natural de la armonía en su vibracion encerrada. El
arco del violin de Paganini, al pasar por sus cuerdas para dar el tono
á la orquesta, despertaba la atencion del auditorio con un atractivo
magnético que parecia que hacia estremecer y ondular las llamas de
las candilejas: y la voz de Matilde tenia esta afinidad con el violin
de Paganini: al romper á hablar se apoderaba de la atencion del
público, heria las fibras del corazon al mismo tiempo que el aparato
auditivo, y el público era esclavo de su voz, y la seguia por y hasta
donde ella queria llevarle, con una pureza de pronunciacion que hacia
percibir cada sílaba con valor propio, y la diferencia entre la _c_
y la _z_, y la doble _s_ final y primera de dos palabras unidas que
en _s_ concluyeran y empezaran. Matilde no se habia dejado seducir ni
contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y
recitacion salmodiada, que Espronceda y yo dimos á nuestros versos,
no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su
boca los períodos y estrofas como esculpidas en láminas invisibles de
sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un
plato de oro.
Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad,
el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de
que apenas habrán podido dar idea á mis lectores mis antecedentes
frases; y al retirarse acompañada de un aplauso general, dejó completa
la exposicion, prevenido al público en favor de la obra y enflorada
con una guirnalda de poesía la puerta del fondo, por la cual iba á
presentarse el misterioso protagonista.
Por ella salió á escena Julian, perfectamente vestido, pintado y con
su papel concienzudamente estudiado: pero salió Julian; presentó y
no representó su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar
al verdadero juez Santillana, hubiérase vuelto á apoderar de aquel
verdadero Espinosa, confundiéndole con el que él hizo ahorcar; pero
para el público tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento,
fisonomía, relieve, poesía. Julian hizo sus escenas del primer acto
con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo,
con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos
primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo
escénico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas
sin consecuencia. Quedó en el público el recuerdo de Matilde y la
curiosidad que habia excitado la exposicion.
En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde:
Barroso. Era éste un mozo sevillano, de los que vinieron á inocular
en la corte la sávia andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los
Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros
buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente
al progreso literario y político de aquella época. Antonio Barroso
era poeta; pero habiéndose presentado en el teatro privado del Liceo
con Ventura, Marrací, el marqués de Palomares y demás sócios de la
seccion de declamacion, concluyó por consagrar al teatro su talento
nada vulgar, á consecuencia de los aplausos allí obtenidos y de la
buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado
el ingrato y difícil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al
dársele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como él
de abordar, estudiar y probarse en un carácter que podia colocarle en
muy buen punto de partida para su carrera dramática, y muy alto en
la consideracion del público si acertaba á desempeñarle con éxito.
Era Barroso un mancebo de buena estatura, cenceño y nervioso, de
cabeza pequeña y rubia, pero de aguileño perfil y límpidos ojos y
correctamente colocada sobre los hombros.
Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y
comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa
esperanza inconsciente que hace atrevido á todo talento meridional,
Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se
identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla,
sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró tan
poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposicion
del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena
resaltó como sombra negra é infernal de aquella blanca y celeste
aparicion, entre cuyas dos figuras iba á pasar desde la hostería
al patíbulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma
del perpétuamente acusado y jamás reconocido soberano pastelero de
Madrigal.
Barroso en la escena VI secundó y sirvió de apoyo á Julian con la
atencion perpétua de su maestra ejecucion; desarrolló tan á tiempo y
alternativamente su doble carácter de juez y de reo con el marqués
de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI
endecasílaba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su
corazon, toda la poesía de su amor recóndito, y toda la grandeza de
su incondicional abnegacion; en un juego escénico tan infantil como
apasionado, con un acento de castísima ingenuidad, con una declamacion
tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan melódicas,
tan suaves y tan variadas, que encantó, enterneció, fascinó y exaltó
al público, arrancándome á mí las lágrimas: á mí, poeta entusiasta y
satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como
si estuviera oyendo arrullar á una paloma enamorada de un ruiseñor. El
arte de Matilde reverberó con tal intensidad, rebosó tan profusamente
sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poesía de
Aurora, concluyó la escena en universal aplauso.
En el acto tercero, Barroso tomó creces tan imprevistas ante la
seguridad de su éxito y la esperanza de su porvenir, que comenzó desde
la primera á dominar la escena con su atencion nunca distraida, su
figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente
juego escénico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira
se iban desarrollando y apoderándose de su espíritu. La escena sétima
entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una
ribera donde yo cogia
yerbezuelas y conchas, del rugiente
mar que sus ondas sin cesar mecia,
de un monasterio triste y solitario
fundado al pié de un monte, y vagamente
la memoria de un templo, con su coro
enverjado, sus techos con pinturas,
su altar lleno de flores, su sagrario
iluminado con mecheros de oro;
el recuerdo tambien, porque la daban
miedo aquellas inmóviles figuras
de mármol que tendidas reposaban
encima de sus anchas sepulturas,
es preciso habérsele visto y oido hacer y decir á Matilde; la creciente
angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ingénua y
enamorada doncella. . . es preciso habérsela visto representar á Barroso
en la noche del estreno; pero la escena novena volvió, no á enfriar,
pero sí á descolorar la representacion.
Lo misterioso de la historia, lo terrorífico de la situacion, la calma
heróica del rey mártir, la indecisa concentracion de las pasiones del
juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron
por un momento á la verdad el dominio sobre la poesía y partió en
silencio al patíbulo el incógnito é innominado protagonista. Quedó el
teatro y el público en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda
del éxito y más convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza
no es la verdad del arte. Esta volvió á surgir en la escena al recobrar
Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos
inciertos, la voz perdida aún en la cavidad de la garganta, sin que el
aliento pudiera aún extraerla de los pulmones, preguntó:
¿Qué sucede? ¡ay de mí! los pensamientos
no acierto á combinar en mi cabeza.
¿Y Gabriel?
y empezó á buscar á Gabriel y á sentir por la ventana el rumor de la
plaza, y vió y escuchó, pero no concibió lo que oia ni lo que miraba,
pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeció. ¡Allí va! ¿A
dónde se le llevan sin ella? ¿qué palos son aquellos? ¿qué le ponen
al cuello? ¡es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. ¡Un
sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta á Santillana:
pero vos, ¡miserable! que sois hombre,
gritad conmigo. . .
y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido,
el estertor, todo junto, que constituyó la exclamacion de Matilde _¡ay!
¡es ya tarde! _ no son para escritos.
Lo más á tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida
es el decir á Santillana:
Tomad: sepamos la verdad postrera,
y obligarle á tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del
rey Don Sebastian.
Lo mejor que hizo Matilde en _Traidor, inconfeso y mártir_, fué el
final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar á su padre. . .
estuvo sublime de dolor y de ira:
¡Tu hija! --¡Esto tan sólo me faltaba!
Tú, para que su muerte te perdone,
me llamas hija tuya. . . mas te engañas,
nada hay en mí que tu maldad abone,
para tí solo hay ódio en mis entrañas.
Aquí acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastró á prolongar
con veintiseis versos más tan repugnante escena: sólo Matilde pudo
hacerla pasar.
El telon cayó en un momento de silencio, que se cambió en un espontáneo
y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio:
Julian sonreía, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como
si fuese á sufrir un ataque de nervios. . . de mí no sé lo que era. . .
Pero ¿gustó el drama?
Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche:
Romea le retiró á los pocos dias del cartel, y no se volvió á hacer más
en el teatro del Príncipe.
Andando el tiempo, Catalina, separándose de Julian, formó compañía y
ajustó á Matilde; y habiéndose llevado con ella la mayor parte del
repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi _Traidor,
inconfeso y mártir_. ¡Qué éxito el del pastelero! Mi drama se hizo
en todas las provincias, y en todas las Américas, y aún es hoy de
repertorio en todos los teatros, ménos en los de Madrid; y he visto
actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que
siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian.
Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado
á conocer en todos los países en que se habla la lengua castellana,
gracias á Catalina.
¡Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cariño fraternal
y la gratitud, que la tengo y la tendré siempre.
_Post scriptum. _--¡Pobre Barroso! Víctima de la medicacion á grandes
dósis, murió de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y
otras drogas de este jaez. En un ensayo exhaló repentinamente un
profundísimo gemido: dió luego un gran grito y dijo: «¡me muero! » y
una repentina parálisis comenzó á apoderarse de su cuerpo, comenzando
por los piés. No hubo tiempo más que para conducirle á la habitacion y
cama del portero, donde recibió la Extrema-Uncion, y espiró contando
_cómo se moria_: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya
se me muere el corazon. . . lo último que pareció vivo en él fueron los
ojos, cuyos párpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del
_Traidor inconfeso y mártir_, dejé de escribir para el teatro.
XXI.
Aquí debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va á seguir, no
deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece,
más que á mis Recuerdos del tiempo viejo, á mis memorias póstumas:
es exclusiva y personalmente mio, es historia íntima de mi corazon:
va acaso á ser enojoso para mis lectores de _El Imparcial_, y no va
seguramente á interesar más que á dos docenas de viejos como yo, que á
aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin á despertar
en ellos más que un sentimiento ficticio, efímero, _artístico_, si se
me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un
drama sentimental miéntras á la representacion asistimos. Lo que va
á seguir es una página de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el
protagonista; ¡y soy yo tan poca cosa para hablar tánto de mí mismo!
Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres años que se habla
de mí en España: quiénes me celebran y quiénes me critican; algunos me
calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de mí dicen, y pocos
dejan de juzgarme sin pasion, porque ya nadie me conoce á través de
tánto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de _D. Juan
Tenorio_.
Los meridionales, y más que ningunos los españoles (y más entre estos
los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores
y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un
sucedido, un dato cualquiera, sin añadirle algo de nuestra cosecha; así
que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia
ó el suceso narrado, ni el que la inventó ni al que le sucedió; y como
cada cual sostiene las añadiduras y variaciones por él intercaladas en
el relato, é impugna ó contradice las de los demás, todo copo de nieve
llega á ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una
novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada
del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de
los hombres notables: al contrario, comienzo siempre á simpatizar con
toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido á quien se
critica; porque estoy convencido de que tánto más de bueno deben de
tener, cuanto más de malo les aplica y atribuye la maledicencia.
De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares.
Hay sobre la mujer mil pareceres;
allá va el mio aunque parezca raro:
yo amé toda mi vida á las mujeres;
entendámonos bien y hablemos claro:
más que por torpe gérmen de placeres
me es el amor de las mujeres caro,
porque ellas son, por más que digan otros,
muchísimo mejores que nosotros.
Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio;
yo de hablar de ellas bien tengo manía;
al que habla de ellas mal tengo por necio,
falto de corazon y cortesía.
No objeto para mí de menosprecio
son, sinó manantial de poesía:
no obró conmigo mal jamás ninguna,
y debo más de un bien á más de una.
Desde la vírgen que en los cláustros ora
hasta la vil, impúdica ramera
que, enfangada en el vicio, á cada hora
á sí se infama y á su raza entera,
toda mujer que deshonrada llora,
toda la que en dolor se desespera,
de su duelo ó su infamia, no os asombre,
la ocasion ó el orígen es un hombre.
Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto á las mujeres, sigo
adelante con las que respecto á mí mismo voy aduciendo: y no creo que
voy muy descarriado al creerme con derecho á decir algo de mí mismo,
despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y
tres años, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo,
en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y
escrito de mí; de mí, pobre insensato que nunca supe contentar á nadie,
ni acerté con nadie á quedar bien, y á quien Dios acordó lo único bueno
que de nada en España sirve: la modestia de reconocerse y la humildad
de no aspirar á nada; no creyéndome para nada con aptitud, por haberme
pasado la juventud concentrado en mí mismo, aspirando sólo á conseguir
un ideal que sólo dentro de mí mismo albergaba mi esperanza, y en
la soledad de mi alma únicamente crecía, como una palma estéril sin
compañera, condenada á secarse sin fruto en el desierto de mi inútil
existencia.
Voy, pues, á alargar con unos capítulos más estos Recuerdos, y á decir
de mí mismo y de mi casa lo que yo sólo sé; porque por mucho que de mí
sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los críticos, los
murmuradores y los entremetidos, sólo los necios podrán disputarme el
derecho de saber mejor que yo lo que por muchos años he guardado entre
pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jamás ha
formulado.
Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando á un lado digresiones
y zarandajas.
Era jefe político de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario
Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya
muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima
de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos años en
una ciudad de Francia, que por entónces vivia sola en Madrid, porque
se habia extrañado de la única hija que de su único matrimonio habia
tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman
de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de
fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el
tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad
de su tiempo, no habia perdonado jamás á su hija, que vivia en Toledo
en donde yo la conocí, tan honrada como pobre y tan contenta con su
mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz
olvido de su madre orgullosa ó descorazonada.
Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio
de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano,
y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con
las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido
al extravío juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la
ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija
preciosa á quien habia bautizado con el poético nombre de Esperanza: la
chica era á los catorce años una preciosa criatura, cifra expresiva de
la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no albergó nunca bajo su
techo á su tan hermosa como inocente nieta. . . é ignoro lo que de ésta
y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella
vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envió con
un guardia civil una carta anunciándome que el Excmo. Sr. Benavides, su
jefe, deseaba que me avistara con él en su gabinete, de nueve á diez de
la noche, para un asunto que me concernia.
Alarmó á la gente de mi casa aquella cita con puntas de órden; pero
como nunca me habia yo mezclado en la política, acudí sin inquietud al
gabinete del jefe político, que era por otra parte lo más político y
bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente
de letras, y especialmente benévolo conmigo.
La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada
y extraña en su forma; mi padre, despues de seis años de emigracion,
en vista de que casi todos los de su partido, acogiéndose á las
amnistías, habian regresado á sus pátrios hogares, y de que S. M. la
Reina D. ª Isabel II reinaba tranquilamente en España, reconocida por
todas las potencias de Europa, se convenció de que su constante y leal
adhesion á la causa del Pretendiente no le serviria más que para morir
inútilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se
decidió á enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso
de volver á España.
Pero esta representacion se dirigia á S. M. la Reina, empezando con
estas palabras: «Señora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. José
Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc. , etc. ,» lo
cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no
reconocia Reina de derecho á D. ª Isabel. El jefe político, por encargo
del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma
de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no
dijo más aquella grave autoridad que estas palabras: «En ese caso. . . » y
encogiéndose de hombros, dobló el papel en que me mostró la firma.
Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr.
Benavides correspondió con la reserva que á mí me convenia guardar
en aquel caso por respeto á mi padre, me despidió con muy corteses
palabras, y yo me apresuré á ir á tranquilizar á mi mujer; en España no
las tiene nadie consigo cuando tiene que habérselas con la autoridad.
Yo fuí quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sueño en toda
la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia
levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion
un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo
de mi esperanza. Tenia yo entónces fé en muchas cosas en que hoy ya
no creo, y quedábame aún un amigo en cuyos consejos esperar podia, en
cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para
derramar mis lágrimas. Era este el docto é ilustre prelado D. Manuel
Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de Córdoba, y que
moraba entónces en la corte y en la calle de la Union por ser senador
del reino. El Sr. Tarancon, condiscípulo de mi padre, á quien éste
tenia en muy alta estima y que á mí me profesaba un cariño paternal,
habia sido mi catedrático y mi confesor.
Habia gozado con los éxitos de mis obras, como si verdaderamente mi
padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia
corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de
haber llegado á ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia
cuidado en la universidad, y al chiquitin á quien habia visto romper
á hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del
hogar paterno. Aún tengo en mis pupilas la imágen venerable de aquel
sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado
hábito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que
me contemplaba con los ojos arrasados en lágrimas, pasando por mis
abundosos cabellos sus aristocráticas manos, y derramando con sus
santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi
alma. ¡Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos!
Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el más precioso,
y su figura es la más augusta é imponente que esculpida en la mia
conservan mi gratitud y mi veneracion.
Por él supe pocos dias más tarde que el Gobierno habia enviado á mi
padre autorizacion para volver al suelo pátrio, reconociéndole ántes
sus títulos y gerarquía, considerando sus años de emigracion como
pasados al servicio de la Reina, y señalándole veinte mil y pico de
reales de jubilacion que le correspondian por su categoría en la alta
magistratura. Debia todo esto mi padre, no sólo á la influencia de mi
reputacion literaria, sinó á la eficaz proteccion con que le ayudaba
un conocido personaje, que aún vive y conserva su influencia en los
negocios políticos de nuestro país; pero á quien yo nunca he tratado,
de quien no sé si se ha ocupado jamás de mí, ni si ha leido una letra
mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: «Prepara
en tu casa un aposento para tu padre, que vendrá la semana próxima. »
Mi mujer se ocupó con miedo y alegría del mueblaje y decoracion del
alojamiento de aquel tan esperado y temido huésped, y anduve yo ocho
dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y
avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de
la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.
Diez dias despues recibí un billete en que me decia el obispo Tarancon:
«Mañana llega tu padre; pero no vayas tú á esperarle ni á recibirle;
debe de ver y hablar á otra persona ántes que á tí; yo le tendré un dia
en mi casa y te le llevaré á la tuya. » Y todo se hizo como Tarancon
lo dispuso; y él llevó á mi padre á su casa, y estuvo y habló en ella
con él á solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entró con el
venerable prelado el ex-superintendente general de policía del Rey D.
Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de _Don Juan Tenorio_.
Mi padre era el último eslabon entero de la rota cadena de la época
realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista
absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de
sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cláustro de la
de Valladolid; convencido desde su niñez de que sólo el estudio del
derecho, la teología y los cánones podia producir hombres, y de que
sólo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y
posicion social. Yo era el primero y débil eslabon de la nueva época
literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas
clásicas, el fuego fátuo, leve é inquieto, personificacion de la
escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no
rendido, iba á perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la
inmensidad desconocida en que iba á arrojarme, fiaba en mis nacientes
alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo,
el último y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se
enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cariño, y
brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por
las lágrimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados
y exprimidos por un placer inexplicable.
Yo no he tenido hermanos: mi padre me separó de sí á los nueve años
para meterme en un colegio, y habíamos vivido juntos muy poco tiempo:
él no habia modificado su cariño ni sus derechos paternales en la
gradacion del trato de su hijo niño, adolescente, mancebo y al fin
hombre; me encontraba niño como cuando de nueve años me separó de sí; y
viejo robusto y de elevada estatura, me levantó en sus brazos como si
todavía no hubiera pasado de aquellos nueve años á que su cariño y sus
recuerdos paternales se remontaban. Al volver á dejarme en el suelo,
dijo mi padre contemplándome, no sé aún con qué sentimiento:--«¡Qué
chiquitin te has quedado! »--El obispo Tarancon, que enjugaba sus
lágrimas sin rebozo, le dijo:--«Chiquitin es; pero se ha colocado á tal
luz que ya te cobija con su sombra. »--No sé lo que pensó mi padre, que
no respondió á la halagüeña alusion del prelado. Mi mujer le mostró y
condujo á su habitacion: el buen obispo de Córdoba nos dejó en ella
muy satisfecho, y quedólo no poco mi padre de hallar en mi casa la
paz doméstica, y el tranquilo bienestar de la medianía á quien nada
falta ni nada sobra. Halló en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas
y dedicatorias leyó con mucha atencion, y sin atreverse en largo
espacio á volverse á mí, para no dejarme ver la emocion que le causaban
aquellos emblemas poéticos de la efímera gloria de su hijo. Así comenzó
la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo.
Comimos, salió él en carruaje á sus visitas y volvió á las diez y media
de la noche.
A las once anunció su necesidad de recogerse: le ayudé
á desnudarse, le acosté. . . y no me da vergüenza consignarlo: cuando
le tuve acostado, me senté en su cama, le dí mil besos, le hice mil
cariños, le dije mil niñerías; le traté como habria tratado á mi pobre
madre, acariciándole y mimándole como cuando yo tenia seis años. Rióse
él y enternecióse, y díjome en fin despidiéndome:--«Eres un chiquillo y
no tienes formalidad. » Le arreglé la ropa, le coloqué la pantalla en la
lamparilla, y dándole las buenas noches con el último beso. . . le dejé
solo con sus pensamientos.
No habíamos hablado de nada: nada nos habíamos dicho: ni una palabra
del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo
presente. ¿Qué pensaba de mí mi padre? Que me habia quedado chiquito y
que no tenia formalidad: esto era lo único que su lengua habia dicho,
pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las lágrimas
delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al
llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre.
Pero ¿quién iba á dominar mañana en su ánimo, el corazon ó la cabeza?
¿Quién se iba á revelar definitivamente, el padre ó el magistrado? Yo
dormí mal, y esta cuestion me tuvo insomne é inquieto toda la noche.
A la mañana siguiente, despues del desayuno, entabló á solas conmigo el
diálogo, sobre palabra más ó ménos, de esta manera.
--Necesito algo de algun ministro; ¿cómo estás tú con este Gobierno?
--Yo estoy bien con todos.
--Tengo una pretension en el negociado de Instruccion pública.
--El director es D. Antonio Gil y Zárate y el ministro Nicomedes Pastor
Diaz.
--Segun el prólogo que puso á tu primer libro, si no le has hecho
alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo.
--Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cariñoso, que
si hubiera cometido la torpeza ó tenido la desgracia de jugarle alguna
mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella ó me la hubiera
perdonado. Donoso Cortés, D. Joaquin Francisco Pacheco y Pastor Diaz me
han servido de padres en ausencia de V.
--Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. ¿Cuándo podré ver á
Pastor Diaz?
--Hoy mismo, á la una, en el ministerio. No será la primera vez que
hable V. con él.
--¿Te ha dicho? . . .
--Todo: que le debe á V. tal vez la vida.
--Es posible: su situacion era dificilísima. Venia yo de comisario
régio con la expedicion carlista que entró en Segovia. Creíamos
encontrarte allí con él.
--Yo esparcí la voz de que me encerraba en el alcázar, pero me volví á
Madrid.
--Te hubiéramos visto con gusto.
--Yo no le hubiera tenido en ir á Oñate á hacer versos á Cárlos V y á
San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el éxito de los que he escrito en
Madrid.
--Es verdad: Nicomedes se vió obligado á esconderse en un horno; yo lo
supe y me alojé en la casa en que estaba. En un momento en que soldados
revoltosos podian haber dado con él y cometer cualquier tropelía, me
senté yo á la boca del horno y entablé con él conversacion á través de
la tapa que le cerraba y que él sostenia por dentro. Le dije quién era
y le pregunté por tí. Cuando tocaron bota-silla, no abandoné aquella
casa hasta que las tropas comenzaron á salir de la poblacion, y le dije
el camino que íbamos á tomar para que echara por el opuesto.
--Así me lo ha contado él.
--Me holgaré de conocerle, porque no pudimos vernos entónces.
--Pues hoy se verán Vds.
Salí yo á la imprenta de Boix, donde tenia en prensa una leyenda, salió
mi padre á hacer ciertas compras, y á la una nos presentamos en el
edificio de la calle de Torija, donde estaban por entónces las oficinas
del ministerio de Fomento.
A mi presentacion abrió el portero la mampara del despacho
de Nicomedes, y anunciándome, me abrió paso. Hallábase allí
accidentalmente Patricio de la Escosura, que acababa de ser nombrado
jefe político de Madrid; soltó al verme el baston y el sombrero que en
la mano tenia, y pasándome el brazo por la cintura, me hizo dar una
vuelta de él suspendido: no tuve yo más que el tiempo necesario para
decirle al oido: «mi padre», ni él necesitó más para volverme á dejar
en pié, y dirigiéndose á aquel que tras mí habia entrado, le dijo,
tendiéndole la mano: «A nuevos tiempos nuevas costumbres, Sr. Zorrilla:
hoy son así recibidos los poetas, y donde quiera que vaya V. con su
hijo verá lo mismo. »
--Ya veo--respondió mi padre--que mi hijo es el más afortunado
tarambana de Madrid.
Presentéles yo unos á otros, mi padre á Nicomedes y Escosura á mi
padre: recordó éste al de aquel don Jerónimo de la Escosura, director
de la fábrica de tabacos en su tiempo; y unos con otros corteses, y
unos con otros cumplidos, despidióse Patricio y quedamos mi padre y yo
á solas con Pastor Diaz.
Hablaron en secreto mi padre y él: pidió éste á poco su carruaje y
partió con mi padre, previniéndome que si me cansaba de esperar me
fuera á mis quehaceres, que él se encargaba de mi padre; y yo, despues
de aguardar largo tiempo su vuelta en el despacho de Gil y Zárate,
volví á mi casa, donde el carruaje de Pastor Diaz habia conducido á mi
padre.
--¿Qué tal? --le dije. --¿Ha quedado V. contento de Nicomedes?
--Jamás fué pretendiente mejor servido que yo. Dentro de cuatro dias
puedo irme á cuidar de la hacienda de Torquemada, con todos mis
negocios despachados en Madrid.
--¿Tan pronto piensa V. dejarnos?
--No es Madrid ya para mí. Sus casas son muy estrechas: tenemos casi un
palacio allá: hay además que recepar y acodar las viñas, que abonar
las tierras y reponer las huertas, de todo lo cual no te has ocupado tú.
--Yo al abandonar á V. renuncié á todos mis derechos: ¿por qué no me
envió V. órden y poderes legales?
--Olózaga te los ofreció, y levantar el secuestro.
--Pero yo se lo hice á V. avisar: ¿por qué no determinó V. ?
--Eres hijo único y heredero forzoso: todo el mundo te hubiera dado la
razon.
--Yo no he contado con nadie en el mundo más que con V. : todo lo que
he hecho, por V. ha sido y no he pensado más que en V. Si yo me he
hecho aplaudir y me he hecho querer, no ha sido mas que para esperar y
preparar su vuelta de V. ; no he tenido más ambicion que la de volver á
los brazos y al cariño de mi padre, y morir con él en la tranquilidad
del hogar paterno.
--Has sido un tonto. Con la fama que has adquirido, con los amigos que
tienes, hoy debias de ser cuando ménos subsecretario de Pastor Diaz.
--Usted era carlista y optó por la emigracion: no creí decoro del hijo
no ser nada en el gobierno que no habia aceptado el padre; he rechazado
todo cuanto se me ha ofrecido: todos los literatos están empleados
ménos yo: hoy puede V. haber visto que no es por falta de favor.
--Por eso te he dicho que eras un tonto.
--Pero si yo he hecho milagros por V. . . Me he hecho aplaudir por la
milicia nacional en dramas absolutistas como los del rey Don Pedro
y Don Sancho: he hecho leer y comprar mis poesías religiosas á la
generacion que degolló los frailes, vendió su conventos, y quitó las
campanas de las iglesias: he dado un impulso casi reaccionario á la
poesía de mi tiempo; no he cantado más que la tradicion y el pasado:
no he escrito una sola letra al progreso ni á los adelantos de la
revolucion, no hay en mis libros ni una sola aspiracion al porvenir.
Yo me he hecho así famoso, yo, hijo de la revolucion, arrastrado por
mi carácter hácia el progreso, porque no he tenido más ambicion, más
objeto, más gloria que parecer hijo de mi padre y probar el respeto en
que le tengo. . .
--¡Bah, bah! Quijotadas.
--¡Ay, padre! Cuando perdamos los españoles lo que tenemos de Quijotes,
¿en qué vendremos á parar?
--Lope de Vega y Calderon eran teólogos ántes de poetas: Melendez
Valdés fué como yo oidor de la Chancillería: todavía es tiempo;
eres muy jóven: métete un año á estudiar, y con cuatro ó cinco mil
reales y los amigos que tienes, puedes doctorarte en Toledo; y siendo
jurisconsulto puedes serlo todo. Yo me voy para Torquemada: allí debe
de ir tu madre, y no quiero que se encuentre sola sin mí entre aquellos
pardillos, maestros de gramática parda.
Una nube negra que pasó por mi cerebro entristeció mi alma, envolviendo
en lágrimas mi pasado y en tinieblas mi porvenir.
Aquella noche me fuí á casa de Tarancon y le dije: «he perdido todo lo
hecho: mi padre, el único por quien todo lo hice, es el único que en
nada lo estima. »
Tarancon lo comprendió todo: me abrazó y sobre su morada túnica
episcopal dejé correr las lágrimas más amargas que han abrasado mis
párpados. Tarancon no era hombre de intentar consolar con palabras
banales una pesadumbre que no podia tener momentáneo consuelo.
--Yo me arreglaré con tu padre--me dijo despues de largo silencio. --Tú
emprende alguna obra de importancia que necesite estudios, atencion y
tiempo. Teníamos convenido en escribir juntos un libro de la Vírgen;
esto halagaria mucho á tu padre y enloqueceria á tu madre de alegría;
pero yo no tengo ya tiempo para meterme en tal trabajo. Me has hablado
de Granada. Emprende tu poema morisco y empieza por ir á localizarte en
la ciudad de Boabdil. Si no tienes dinero, cuenta con mi bolsillo; no
está muy lleno, pero entrarás á la par con los pobres de mi diócesis.
Deja á tu padre irse á Torquemada, y. . . ¡á Granada tú! Fia en Dios y
cuenta conmigo.
Y mi padre se fué á Castilla, y yo empecé á pensar en Granada. Pero,
¿qué importa todo esto á los lectores de _El Imparcial_? Todas estas
_memorias íntimas_ figurarian tal vez muy bien en las mias _póstumas_:
vivo yo aún, pueden ser tachadas de pretenciosa é insoportable vanidad:
pero ya he tirado del primer hilo y voy á deshacer todo el ovillo.
XXII.
Burdeos es una gran ciudad, magnífica, sólida, monumental, con grandes
puentes, bien arbolados paseos, soberbios templos; amplios mercados
y suntuosos teatros; asiento del primer arzobispado de Francia, es,
como si dijéramos, el Toledo de allende los Pirineos; cuajado de
Seminarios y de colegios, semillero de toda clase de plantas clericales
más ó ménos parásitas, más ó ménos productivas. Por el tiempo de
que voy hablando hacian un principal papel en fiestas y procesiones
los hermanos de la doctrina y _los ignorantins_, en uno de cuyos
establecimientos hacia dos ó tres años que se habia ventilado el
ruidoso proceso del Frère Liotard, con el cual ya no me acuerdo lo que
pasó.
Como yo no era hombre de política ni de administracion, ni de ciencia,
no me ocupé de más en Burdeos que de sus templos, como cristiano,
y de sus teatros, como poeta. Encontraba poquísima gente por las
calles, no mucha por los paseos y casi ninguna en el teatro, al cual
sostenian solamente los transeuntes, los forasteros, y, sobre todo, los
españoles, puesto que habia muchos allí emigrados ó allí establecidos,
y todos los que de España iban á veranear á París se detenían por
costumbre en la capital de la Gironda. Hallábame yo en Burdeos á todo
mi gusto: era la primera vez que podia yo separar mi personalidad de mi
malhadada reputacion y andar libre como cualquier ciudadano pacífico,
metiéndome por todas partes á fisgarlo todo, sin llamar la atencion ni
ser responsable de nada.
Así ví yo á Burdeos, así recogí varios asuntos de leyendas que no sé si
llegaré á escribir, y así averigüé la razon de las perpétuas quiebras
del teatro por falta de público.
Los bordeleses han tenido siempre (y con justicia) la pretension de que
su ciudad es la primera de Francia, el pequeño París, y han aspirado
á ser tenidos por _sprits-forts_, libres pensadores y espadachines;
y con respecto á esta última cualidad, tiene una justa reputacion
y un riquísimo legendario la escuela de armas de Burdeos; pero las
bordolesas son, por lo general, devotas. El clero francés sabe que las
dos palancas con que se mueve el mundo son las mujeres y el dinero, y
por entónces los confesores no absolvian á las confesadas cuyos maridos
leian _El Constitucional_ y los periódicos liberales, tronando siempre
contra la inmoralidad del teatro. Donde no van las mujeres no vamos
los hombres; no iban las bordelesas al teatro, con que á pesar de la
subvencion de que goza siempre _el grande_ de Burdeos, sus empresas se
arruinaban á mitad de temporada todos los años.
Además, el gran teatro de aquella ciudad tiene lo que los franceses
llaman _guignon_ y nosotros _mala sombra_. Allí se rompió por entónces
una pierna Mademoiselle Angelin, una bailarina rubia de diez y siete
años, que era ya una estrella luminosa en el cielo del arte de
Terpsícore. Allí tuvo Borelly que matar á puñaladas en presencia del
público á su tigre real de Bengala, porque éste tenia ya entre sus
dientes la pantorrilla izquierda del domador: quien al levantarse
lanzando un caño de sangre de una arteria rota, tuvo tiempo, ántes de
perder el sentido, de decir á los espectadores á modo de satisfaccion:
«Señores, ya habia gustado mi sangre, y ó él ó yo. »
Esto en el teatro. En los templos las fiestas son tan suntuosas como
concurridas: pero á los católicos españoles se nos hacen al principio
muy difíciles de aceptar aquella forma mundana y teatral y aquellos
accidentes mercantiles con que los actos sublimes de nuestra religion
se verifican. Yo escribí mis primeras impresiones de Burdeos en una
larga epístola á un condiscípulo mio, cura carlista, de la cual
recuerdo las siguientes líneas, versos tan malos como verdades de á
puño:
En Francia hay religion, y fé y conventos,
seminarios, colegios, catedrales,
y todos los cristianos elementos
de nuestra santa fé fundamentales:
pero todo está hecho á la francesa,
todo sujeto á reglas comerciales;
aquí todo se tasa, mide y pesa,
aquí todo se hace por empresa:
la gente para orar no se arrodilla
mas que con una pierna en una silla;
no se atiende al altar ni al sacerdote;
las mujeres se plantan por delante
con mucho faralá, mucho volante,
abultado postizo y largo escote;
y los hombres detrás, misa durante,
se distraen en mirarlas el cogote;
y como nadie en equilibrio posa,
y es perpétuo el rumor y el desacato
y la desatencion y el movimiento,
es el pensar en Dios difícil cosa,
miéntras pasa una vieja con un plato
pidiendo en alta voz sin miramiento
los cuartos que _la rinde_ cada silla
en que apoya un cristiano su rodilla.
* * * * *
Atraviesa despues el presbiterio
con balandrán, sobre-pelliz y estola,
y sus pasos al púlpito dirige
un pulcro capellan, de quien muy sério
un monago gentil lleva la cola.
Hace su adoracion, su texto elige,
comenta el evangelio de aquel dia,
y siempre encuentra medio en su homilia
de echar un par de pullas al gobierno,
* * * * *
que el infierno
está abierto ante el siglo refractario,
que Enrique quinto al fin subirá al trono,
que hay peregrinacion á tal Santuario
que se sale á tal hora y de tal parte,
que lleva cada pueblo su estandarte,
que el precio es un doblon por peregrino,
incluso todo gasto del camino
y además un bonito escapulario;
pero que en el doblon no entra el rosario,
porque estos los fabrica por empresa,
de encina negra y de eucaliptus blanco,
una judía asociacion inglesa
que los da á todos precios desde un franco.
Todo lo cual se anuncia aquí en la iglesia
como puede anunciarse un electuario
ó sus botes azules de magnesia
mister Bóllon en Lóndres boticario.
Ilustrados ya pues sus feligreses
de lo que en sus negocios les importa
y á sus espirituales intereses,
con un responso en homilia corta
el cura; y ya _pro domo_, á lo que creo,
dá volviendo á apretar el _quibis quobis_
la vieja con su plato otro paseo.
Larga el buen cura un _benedico vobis_,
hace la cruz, se cala el solideo
y respondiendo el pueblo _ora pro nobis_
se acaba la funcion y Läus Deo. . . .
* * * * *
con qué como ver puedes por la muestra,
la religion de Francia no es la nuestra.
Dios es el mismo, porque Dios es uno;
mas de adorarle el modo
ligero asaz y asaz inoportuno,
es en Francia francés como lo es todo;
y á un español asombran si no irritan
la irreverencia con que á Dios se trata,
y el ver cómo sus preces se recitan
sobre un pié y sobre un codo,
como banda de grullas que dormitan
en el invierno al sol sobre una pata;
pasando en cuenta que se queda ayuno
de lo que en Francia se le dice á Cristo,
con una fé de bolsa que no acata
al Señor más que á medias por lo visto,
y en un latin francés que cual ninguno
la habla gentil de Ciceron maltrata:
todo siempre fué aquí como hoy en dia
doublé, contrefaçon, bisutería.
* * * * *
Nunca así á Dios se adorará en Castilla;
nuestra fé es más profunda y más sencilla.
Tal fué mi primera impresion hace treinta y cuatro años: poeta
creyente, hallé de ménos mucho fondo y de sobra mucha forma en la
manifestacion religiosa del catolicismo francés en Burdeos, arzobispado
primado de la nacion vecina: despues he pasado en Burdeos largas
temporadas, y es la ciudad en donde más tranquilo y más á gusto he
vivido. Me acostumbré á leer á la puerta de la catedral el anuncio
de la funcion, el nombre del orador que debia de llevar la palabra
en el púlpito, los del director y el organista que dirigian la parte
instrumental, y los de las damas y los ó las artistas que sostenian
la parte de canto; el objeto piadoso á que la funcion se dedica bajo
el patronato de tales ó cuales damas, prelados ó corporaciones, y el
precio (generalmente de dos francos) por el cual se puede adquirir
el derecho á ocupar una de las sillas, numeradas ó no, que llenan el
templo. ¿Y por qué no?
A nosotros nos choca esta asimilacion de las basílicas á los teatros;
pero es, al mio, un mal modo de ver las cosas: en Francia usa cada cual
libremente del derecho de anuncios y propaganda; y puede que en los
templos y fiestas religiosas francesas haya ménos fé, ménos devocion y
ménos fervor, pero hay más órden que en las nuestras: nosotros entramos
y salimos de las iglesias á codazos, empujones y puñetazos; nos
colocamos donde podemos, pisamos á las mujeres que se arrodillan y se
sientan en el suelo, etc. ; los franceses entran por una puerta y salen
por otra, y ocupan tranquilamente los puestos que les corresponden,
bajo la direccion de bedeles y pertigueros; que á nosotros nos parecen
ridículos, pero cuyos oficios y trajes están encarnados en sus
costumbres.
Los franceses han comprendido que la sociedad moderna es un hermoso
lago cuyo fondo es cieno, y tienen cuidado de no revolver jamás el
agua, poblando su superficie de blancos y ligeros cisnes entre los
cuales bogan sin remo miles de botecitos sin quilla, que hacen temblar
y rielar el líquido, pero que no levantan oleaje: siembran y plantan
las orillas de jardines y de bosques, y van á sentarse á contemplar el
espectáculo social á la sombra de los árboles y entre el perfume de
las macetas.
Nosotros tenemos la maldita manía de revolver el agua y de arrancar
hasta la yerba al rededor del lago, y nos tenemos que estar al sol y
al aire, siempre sedientos, contemplando el agua cálida y turbia que
hacemos dificilísima de beber.
Hé aquí mis impresiones de ayer y hoy en Burdeos. Esta ciudad, cuyo
casco componen miles de edificios tan macizos y suntuosos, y calles
más anchas y regulares que las de Roma antigua, atestada de recuerdos
y monumentos históricos, aireada por anchos paseos y frescos jardines,
regada por dos soberbios rios, el Garona y la Dordoña, salpicada de
Colegios, Museos, Academias, Bibliotecas é Institutos, conteniendo
veintidos clubs y círculos para todas las clases sociales, diez teatros
y salas de recreo, un hipódromo, nueve periódicos diarios y once lógias
masónicas; mitad católica, militante y revolucionaria libre pensadora,
la tengo yo comparada á una rica, nobilísima y aristocrática viuda
legitimista que sonríe á la república, papista que no llora el perdido
poder temporal de los Papas, que se ha retirado á vivir y á morir
tranquila en sus opulentas posesiones, á cuidar de sus incomparables
viñedos y á gozar de sus rentas sin miseria y sin despilfarro, sin
ruinosos vicios y sin pretenciosas virtudes, sin orgullo de la
majestad de su noble raza, pero con la conciencia de la dignidad de su
ilustracion y de su bien heredada opulencia.
Hé aquí mi juicio sobre Burdeos, donde empecé mi poema, y de donde salí
para París á estudiar mucho que no sabia, y á adquirir algo que me
hacia falta para llevar á cabo mi incompleta _Granada_.
XXIII.
París tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraiso de
los tontos. En el primero forjan sus grandes elucubraciones todos los
grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan hácia
el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo pierden su
tiempo, su salud y su dinero, en el turbion de marionetas, charlatanes,
estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso eden á la luz
del gas y al son de las orquestas de Mussard y de Straus, todos los
imbéciles que de las cuatro partes del mundo acuden como mariposas á
quemarse en aquel foco de luz infernal.
De París salen simultáneamente los gérmenes de todo lo bueno y de todo
lo malo, sobre todo para nosotros los españoles; que, sea dicho sin que
nadie se ofenda, ó aunque se amosque conmigo la mitad de la nacion,
solemos tomar casi todo lo malo y poquísimo de lo bueno. Llegué yo á
París miéntras ocupaba el trono francés el rey ciudadano Luis Felipe
de Orleans, de quien sabian trazar la caricatura todos los chicos de
su capital bajo la forma de una pera, cuya régia representacion se
veia por todas las paredes y siempre de un parecido maravilloso. No
era todavía el París ensanchado, dorado y ámpliamente refundido por el
imperio del tercer Napoleon; era todavía su primer teatro la sala de la
rue Lepelletier, y no estaba aún cerrada la plaza del Carroussel por la
calle de Rivoli: existian aún al frente del Palais-Royal una espesa red
de callejuelas, tan conocidas como mal afamadas, y á su espalda los dos
famosos restaurants de Befour y de los tres hermanos Provenzales, y se
alzaban todavía gárrulos y chillones, en los boulevares du Temple y de
Beaumarchais, los cien teatrillos más divertidos del mundo, la Gaité,
Follies-Dramatiques, Delassements-comiques, etc. , etc.
Asomé yo las narices los dos primeros meses al paraiso de los tontos
y, sin dejarme fascinar ni embriagar por sus delicias de contrabando
ni por sus huríes sin corazon, me establecí á la puerta del manicomio,
haciendo con el editor Baudry un trato poco lucrativo; por el cual
fueron mis versos los primeros que de poeta español tuvieron lugar en
su magnífica coleccion. Por un puñado de luises y dos carros de libros,
le dí el derecho de coleccionar todas las obras por mí hasta entónces
escritas, por dos razones que me eran exclusivamente personales;
la primera para que mi padre leyera mi nombre en el catálogo de la
coleccion de los primeros escritores de Europa; y la segunda porque
la extensa venta, el gigantesco anuncio y el renombre universal que
ya tenia la coleccion Baudry, me hicieran conocido como poeta fuera
de mi patria. A pesar de que mi padre, encerrado en nuestro solar de
Castilla, no habia vuelto á darme noticias suyas, esperaba yo que esta
prueba honrosa de aprecio de la librería editorial francesa para su
hijo, le convenceria, por fin, de que no era menester que me doctorara
en Toledo y de que ya no habia razon de cerrarme la casa y los brazos
paternos. En esta esperanza viví en París desde Julio a Noviembre,
estudiando y trabajando en mi _Granada_ y dividiendo mi tiempo entre
las bibliotecas y los teatros, esquivo como en España, á la sociedad
banal de las visitas y la chismografía, y un poco en contacto con la
sociedad del arte y de las letras.
La redaccion de _La Revista de Ambos Mundos_ me acogió con simpáticos
obsequios, y sus redactores Charles Mazzade, Paulino de Lymerac y
Xavier Durrieux fueron mis amigos y comensales; y por mi influencia
y la de Juan Donoso, que fué despues nuestro embajador, empezaron á
publicarse en aquella importante _Revista_ artículos sobre España,
en los cuales comenzaba á probarse á los franceses que el Africa no
empieza en los Pirineos. Pitre Chevalier, director del _Museo de las
Familias_, se empeñó en publicar en él mi retrato y mi biografía, y lo
hizo, como francés, sin atender á mis justas y modestas observaciones.
Convirtió mis breves notas biográficas en una fantástica novelilla, y
Mr. Pauquet, el primer dibujante de aquel tiempo, recibió su órden de
retratarme embozado en mi capa española y mirando de perfil al cielo,
como un D. Juan Jerezano que espera que se le aparezca su Dulcinea en
el balcon para decirla: «por ahí te pudras». No era posible que mi
retrato indicara que era de un poeta español, si no tenia capa y si no
buscaba con la vista la inspiracion del Espíritu Santo; y aún le quedé
agradecido á que no me pusiera una guitarra en la mano, de lo que creo
que me libró solo su afan de embozarme.
En aquel retrato, correcta y francamente dibujado, y por aquella
biografía, _bizarramente detallada_ á la parisienne, no me conoce la
madre que me parió; pero no por eso quedó ménos agradecido el español
á la buena intencion del francés.
Trás estos necesarios precedentes, pasemos una rápida ojeada por los
últimos y sombríos cuadros de estos mis tristes recuerdos del tiempo
viejo.
Entre los conocimientos que hice y renové por entónces en París entre
Dumas padre, Jorge Sand (Mme. du Devant), Alfred de Musset y Teophile
Gautier; entre embajadores, editores, escritores, emigrados, cómicos
y bailarinas; entre Fernando de la Vera, la Rachel, la Rose Chery,
Frederik Lemaitre, Giusseppe Multedo, Zariategui y otros emigrados
liberales y carlistas, italianos y españoles, se me vino á los brazos
uno de estos, el más honrado y divertido andaluz que la tierra de
María Santísima y la tenacidad carlista echaron á Francia. Era este
D. Fernando Freyre, pariente próximo del general del mismo apellido,
adherido no sé muy bien cómo á la corte de Fernando VII, de quien
elegia los caballos y para quien iba á buscar los toros; amigo de los
ganaderos, amparador de los _diestros_, y el primer inspector de la
escuela taurómaca sevillana, institucion de aquel Sr. Rey, que santa
gloria haya.
Fernando Freyre no habia sido nada importante ni influyente, ni en
la corte huraña y recelosa de las camarillas y apostasías políticas
del difunto Rey, ni en la trashumante de D. Cárlos María Isidro de
Borbon, segundo Cárlos V en Oñate; pero en ambas habia sido recibido
y estimado por todos, incluso por mi padre, porque tenia uno de los
mejores corazones y uno de los caractéres más alegres y más iguales del
mundo. Realista por conviccion, no transigió nunca con las modernas
ideas liberales, ni quiso jamás acogerse á amnistía ni indulto alguno;
pero jamás odió, ni esquivó siquiera el saludo, á ningun liberal
emigrado ó viajero con quien en tierra extranjera se topara, siendo de
todos los españoles sinceramente apreciado y noblemente acogido por los
legitimistas franceses. Con apoyo de éstos, no temió ni le avergonzó
establecer un pequeño y privado depósito de vinos, pasas, caldos y
frutos de Andalucía, que aquellos le compraban; y con los setenta á
noventa duros que este oscuro comercio le producia, vivia modesta y
honradamente en la mejor sociedad de la _legitimidad_ francesa y de la
aristocracia española. Establecido ya de años en París, y encargado
por sus amparadores de toda clase de comisiones, era conocido en el
comercio y conocia á París, como un _commis-voyageur_ á quien comprar
en la tienda ó en el taller, puede producir legal y honrosamente un
tanto por ciento más crecido de utilidad. Por uno de estos encargos
dimos allí uno con otro, y por las horas buenas que le debo, me
complazco en consagrarle cariñosamente estas líneas en mis recuerdos.
Era ya por entónces hombre de más de sesenta años; pero ágil, robusto
y colorado, con sus patillas blancas de _boca-é-jacha_ y su sombrero
sobre la oreja derecha, corria por las calles _recortando_ los coches y
evitándolos apoyándose en la saliente lanza, como quien pone rehiletes
de sobaquillo, porque todo lo hacia y lo hablaba á lo torero y lo
macareno; y asombraba el verle cruzar los _boulevarts_ sin tropezar ni
vacilar entre la multitud de carros, ómnibus y coches que de contínuo
los obstruyen. Todo era en él extraño y original; en su negocio
no tenia más que un empleado, y éste tenia las más incompatibles
cualidades: era polaco, judío, carlista, fiel y discreto; hablaba un
castellano aprendido en Vizcaya, tan disparatado como el francés que
hablaba Freyre, y entre los dos me decian despropósitos imposibles de
reproducir. Yo llamaba tio á Freyre; y cuando mi familia me dejó solo
en París, me fuí á vivir al hotel de Italia, frente á la Opera-cómica,
en cuyo piso tercero habitaba Freyre un pequeño aposento, compuesto
de sala, gabinete y alcoba, y atestado de botellas y cajas. Cuando mi
trabajo asíduo y sus compromisos con sus anfitriones nos dejaban libres
las noches, comíamos juntos, y las concluíamos en el teatro, en algunos
de los cuales tenia yo entradas libres, como escritor extranjero con
editor en Francia.
Llegó así Noviembre, y ya tenia yo apalabrados contratos para imprimir
mi poema de Granada, y pagábanme ya no escasamente la prosa y los
versos que para sus publicaciones de América me pedian, cuando se
acordó Dios de mí, como dicen los católicos, enviándome una de esas
desventuras que envenenan y enturbian para toda la vida el manantial
amargo de la memoria.
Pedíame de Madrid mi primo P. , consócio mio, con Rafael X, una cadena
de relój igual á otra mia, que era una cinta hecha con mil pequeñísimos
cilindros de oro engarzados y giratorios en una red de ejes, de tan
prolijo trabajo, como maravillosa flexibilidad. Averiguó Freyre el
domicilio del obrero que para el platero los trabajaba, y nos acostamos
conviniendo en que á la mañana siguiente muy temprano iríamos á comprar
ó á encargar la demandada cadena.
Habíanme regalado en Burdeos un _necessaire_ de ébano fileteado de
marfil, que garantizado por una guadamacilada funda de cuero, llevaba
yo á la mano y servia en nuestros viajes de escabel á mi mujer. Al
levantarme al dia siguiente, híceme la barba segun costumbre con las
navajas y ante el espejo de aquel _necessaire_, y llamando Freyre á mi
puerta y dándome prisa, porque él la tenia de acudir á sus negocios
despues que al mio, vestíme apresuradamente y partí con él; dejando las
navajas sobre el velador y el espejo colgado en la escarpia, que para
ello tenia puesta á mi altura en el marco de la vidriera.
Fuimos hasta el final del Faubourg de San Dionisio; hallamos y
compramos el objeto pedido, acompañé á Freyre á tres ó cuatro puntos
que tenia que recorrer, y volvimos juntos al hotel de Italia.
Pedimos al conserje nuestras llaves, pero la mia no estaba en el
llavero; en vez de dejarla en él al salir, me la habia llevado en el
bolsillo. Al entrar en mi cuarto, exclamó Freyre: «Mal agüero, zobrino:
aquí han andado loz menguez en auzencia nueztra: mira:»--y me mostró
el espejo hendido trasversalmente de arriba á abajo. --Reíme yo de su
supersticiosa observacion, y llamé al camarero; el cual respondió á
mis reclamaciones diciendo, que ni él habia podido _hacer_ mi cuarto,
ni nadie entrar en él, porque yo no habia dejado la llave en la
conserjería.
«¡Mal agüero, zobrino, mal agüero! » Seguia Freyre rezungando entre
dientes, y yo, que no creo más que en Dios, le hice observar que al
cerrar la puerta de golpe, la vibracion de las vidrieras produjo
probablemente el choque y rotura del espejo; y que teniendo los dueños
de los hoteles dobles llaves por mandato expreso de la policía, tal
vez el no haber yo dejado la mia llamó la atencion, abrieron sin
precauciones la puerta y ocasionaron el fracaso.
Freyre tragó como pudo mi explicacion; y teniendo ambos el dia libre,
nos fuimos á almorzar á la taberna inglesa de la calle de Richelieu,
con la intencion de ir á las dos al hipódromo del Arco de la Estrella.
representacion haremos cuanto podamos: y si de mi empeño sólo
dependiera el éxito. . .
_Yo. _--Perdona que te ataje; pero el éxito de este drama no será grande.
_Julian. _--¿Por qué?
_Yo. _--Porque tú y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el
otro. No te amostaces. ¿Crees, ó no, que yo soy tu amigo?
_Julian. _--Aunque no tuviera más pruebas de tu amistad que esta obra
que ya está en mi poder, no podria racionalmente dudarlo.
_Yo. _--Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no
has de salir airoso del papel de Don Sebastian.
Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para
serlo: al oir estas palabras, áun de su mejor amigo, frunció el
entrecejo y encapotó con él su mirada. --Escucha,--seguí yo diciéndole,
sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color--escucha:
tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en
el campo del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena
no cabe más que la verdad artística. Desde el momento en que hay
que convenir en que la luz de la batería es la del sol; en que la
decoracion es el palacio ó la prision del rey Don Sebastian; en que
el jubon, el traje y hasta la camisa del actor son los del personaje
que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades
convencionales del arte y dentro del vestido de la creacion poética,
un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sinó otra
verdad convencional y artística; un personaje dramático, detrás y
dentro del cual desaparezca la fisonomía, el nombre, el recuerdo, la
personalidad, en fin, del actor.
--¿Y qué? --me dijo desabrida y desdeñosamente Julian.
--Que tú eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza:
que tú has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de
costumbres: que puedes presentarte, y te presentas á veces en escena,
conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin más que quitarte
el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas
copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son á
veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con
nosotros viven y hablan, tú que con ellos vives y que eres de ellos
conocido, no estorbas y no pareces intruso. Tú eres Julian Romea y
puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un
paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan
de una manera ideal y poética, en cuyo campo jura y se tira á los
ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo
necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastian.
--Y le tendrás, Pepe, le tendrás:--esclamó Julian. --¡Qué diablos de
autores! A vosotros os toca escribir y á nosotros representar.
--Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes.
--¡Pepe, Pepe! _Suum cuique. _ Porque tú alucinas á tus oyentes cuando
lees tus versos, y porque yo mismo te he dado á leer los mios en el
_Liceo_, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que
es la escena, sobre la cual estoy desde que me despuntó la barba.
--Y estás en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de
nuestra escena: pero. . .
--Déjate de peros, y fíate en mí--y partió Julian con el fin de mi
drama en la mano: y se ensayó con cuidado, y los actores se encariñaron
con sus papeles, y á los pocos dias, á las ocho de la noche de un
viernes, para el beneficio de la incomparable Matilde, se alzó el telon
sobre la primera escena de mi _Traidor, inconfeso y mártir_.
Ni la crítica hostil de eruditos apasionados, ni la mordacidad
atrevida de medianías envidiosas, me han negado que esta obra me
da derecho á tenerme por autor dramático, y el tiempo y la opinion
pública han sancionado esta pretenciosa vanidad mia. La exposicion de
este drama está _confeccionada_ con todas las reglas del arte, y la
presentacion del protagonista preparada con intencionada habilidad. El
papel de Aurora estaba confiado á Matilde; yo, seguro de que Julian
iba á dejar pálida la figura del rey D. Sebastian, de que no iba á
pasar de Espinosa el pastelero, de que iba á seguir su fatal sistema
de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la
del arte, y de que iba, en fin, á representar un rey D. Sebastian
de levita; y como encariñado y casi fanatizado yo con mi personaje
fantástico, habia, prescindiendo á sabiendas de la verdad de la
historia por la poesía de la tradicion, hecho del pastelero de Madrigal
y del rey portugués una sola personalidad poética, necesitaba que la
exuberancia del arte diese relieve á las medias tintas de la verdad
de la naturaleza, que la luz de la poesía esclareciera y relevara la
sombra que la maciza figura de la verdad iba á proyectar en el paisaje
fantástico de la ficcion: y pensé en Matilde, la actriz más poética,
sentimental y apasionada que hemos conocido en nuestro moderno teatro
Español.
Yo tenia, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi
razon de no escribir para Julian; pero debia satisfaccion á Matilde
por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sostén y la
fortuna del teatro del Príncipe y de los autores que para él escribian.
Matilde era la gracia, el sentimiento y la poesía personificadas
sobre la escena; su voz de contralto, un poco _parda_, no vibraba
con el sonido agudo, seco y metálico del tiple estridente, ni con el
cortante y forzado _sfogatto_ del soprano, sinó con el suave, duradero
y pastoso són de la cuerda estirada que vuelve á su natural tension,
exhalando la nota natural de la armonía en su vibracion encerrada. El
arco del violin de Paganini, al pasar por sus cuerdas para dar el tono
á la orquesta, despertaba la atencion del auditorio con un atractivo
magnético que parecia que hacia estremecer y ondular las llamas de
las candilejas: y la voz de Matilde tenia esta afinidad con el violin
de Paganini: al romper á hablar se apoderaba de la atencion del
público, heria las fibras del corazon al mismo tiempo que el aparato
auditivo, y el público era esclavo de su voz, y la seguia por y hasta
donde ella queria llevarle, con una pureza de pronunciacion que hacia
percibir cada sílaba con valor propio, y la diferencia entre la _c_
y la _z_, y la doble _s_ final y primera de dos palabras unidas que
en _s_ concluyeran y empezaran. Matilde no se habia dejado seducir ni
contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y
recitacion salmodiada, que Espronceda y yo dimos á nuestros versos,
no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su
boca los períodos y estrofas como esculpidas en láminas invisibles de
sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un
plato de oro.
Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad,
el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de
que apenas habrán podido dar idea á mis lectores mis antecedentes
frases; y al retirarse acompañada de un aplauso general, dejó completa
la exposicion, prevenido al público en favor de la obra y enflorada
con una guirnalda de poesía la puerta del fondo, por la cual iba á
presentarse el misterioso protagonista.
Por ella salió á escena Julian, perfectamente vestido, pintado y con
su papel concienzudamente estudiado: pero salió Julian; presentó y
no representó su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar
al verdadero juez Santillana, hubiérase vuelto á apoderar de aquel
verdadero Espinosa, confundiéndole con el que él hizo ahorcar; pero
para el público tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento,
fisonomía, relieve, poesía. Julian hizo sus escenas del primer acto
con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo,
con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos
primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo
escénico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas
sin consecuencia. Quedó en el público el recuerdo de Matilde y la
curiosidad que habia excitado la exposicion.
En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde:
Barroso. Era éste un mozo sevillano, de los que vinieron á inocular
en la corte la sávia andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los
Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros
buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente
al progreso literario y político de aquella época. Antonio Barroso
era poeta; pero habiéndose presentado en el teatro privado del Liceo
con Ventura, Marrací, el marqués de Palomares y demás sócios de la
seccion de declamacion, concluyó por consagrar al teatro su talento
nada vulgar, á consecuencia de los aplausos allí obtenidos y de la
buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado
el ingrato y difícil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al
dársele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como él
de abordar, estudiar y probarse en un carácter que podia colocarle en
muy buen punto de partida para su carrera dramática, y muy alto en
la consideracion del público si acertaba á desempeñarle con éxito.
Era Barroso un mancebo de buena estatura, cenceño y nervioso, de
cabeza pequeña y rubia, pero de aguileño perfil y límpidos ojos y
correctamente colocada sobre los hombros.
Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y
comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa
esperanza inconsciente que hace atrevido á todo talento meridional,
Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se
identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla,
sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró tan
poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposicion
del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena
resaltó como sombra negra é infernal de aquella blanca y celeste
aparicion, entre cuyas dos figuras iba á pasar desde la hostería
al patíbulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma
del perpétuamente acusado y jamás reconocido soberano pastelero de
Madrigal.
Barroso en la escena VI secundó y sirvió de apoyo á Julian con la
atencion perpétua de su maestra ejecucion; desarrolló tan á tiempo y
alternativamente su doble carácter de juez y de reo con el marqués
de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI
endecasílaba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su
corazon, toda la poesía de su amor recóndito, y toda la grandeza de
su incondicional abnegacion; en un juego escénico tan infantil como
apasionado, con un acento de castísima ingenuidad, con una declamacion
tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan melódicas,
tan suaves y tan variadas, que encantó, enterneció, fascinó y exaltó
al público, arrancándome á mí las lágrimas: á mí, poeta entusiasta y
satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como
si estuviera oyendo arrullar á una paloma enamorada de un ruiseñor. El
arte de Matilde reverberó con tal intensidad, rebosó tan profusamente
sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poesía de
Aurora, concluyó la escena en universal aplauso.
En el acto tercero, Barroso tomó creces tan imprevistas ante la
seguridad de su éxito y la esperanza de su porvenir, que comenzó desde
la primera á dominar la escena con su atencion nunca distraida, su
figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente
juego escénico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira
se iban desarrollando y apoderándose de su espíritu. La escena sétima
entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una
ribera donde yo cogia
yerbezuelas y conchas, del rugiente
mar que sus ondas sin cesar mecia,
de un monasterio triste y solitario
fundado al pié de un monte, y vagamente
la memoria de un templo, con su coro
enverjado, sus techos con pinturas,
su altar lleno de flores, su sagrario
iluminado con mecheros de oro;
el recuerdo tambien, porque la daban
miedo aquellas inmóviles figuras
de mármol que tendidas reposaban
encima de sus anchas sepulturas,
es preciso habérsele visto y oido hacer y decir á Matilde; la creciente
angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ingénua y
enamorada doncella. . . es preciso habérsela visto representar á Barroso
en la noche del estreno; pero la escena novena volvió, no á enfriar,
pero sí á descolorar la representacion.
Lo misterioso de la historia, lo terrorífico de la situacion, la calma
heróica del rey mártir, la indecisa concentracion de las pasiones del
juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron
por un momento á la verdad el dominio sobre la poesía y partió en
silencio al patíbulo el incógnito é innominado protagonista. Quedó el
teatro y el público en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda
del éxito y más convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza
no es la verdad del arte. Esta volvió á surgir en la escena al recobrar
Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos
inciertos, la voz perdida aún en la cavidad de la garganta, sin que el
aliento pudiera aún extraerla de los pulmones, preguntó:
¿Qué sucede? ¡ay de mí! los pensamientos
no acierto á combinar en mi cabeza.
¿Y Gabriel?
y empezó á buscar á Gabriel y á sentir por la ventana el rumor de la
plaza, y vió y escuchó, pero no concibió lo que oia ni lo que miraba,
pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeció. ¡Allí va! ¿A
dónde se le llevan sin ella? ¿qué palos son aquellos? ¿qué le ponen
al cuello? ¡es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. ¡Un
sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta á Santillana:
pero vos, ¡miserable! que sois hombre,
gritad conmigo. . .
y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido,
el estertor, todo junto, que constituyó la exclamacion de Matilde _¡ay!
¡es ya tarde! _ no son para escritos.
Lo más á tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida
es el decir á Santillana:
Tomad: sepamos la verdad postrera,
y obligarle á tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del
rey Don Sebastian.
Lo mejor que hizo Matilde en _Traidor, inconfeso y mártir_, fué el
final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar á su padre. . .
estuvo sublime de dolor y de ira:
¡Tu hija! --¡Esto tan sólo me faltaba!
Tú, para que su muerte te perdone,
me llamas hija tuya. . . mas te engañas,
nada hay en mí que tu maldad abone,
para tí solo hay ódio en mis entrañas.
Aquí acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastró á prolongar
con veintiseis versos más tan repugnante escena: sólo Matilde pudo
hacerla pasar.
El telon cayó en un momento de silencio, que se cambió en un espontáneo
y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio:
Julian sonreía, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como
si fuese á sufrir un ataque de nervios. . . de mí no sé lo que era. . .
Pero ¿gustó el drama?
Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche:
Romea le retiró á los pocos dias del cartel, y no se volvió á hacer más
en el teatro del Príncipe.
Andando el tiempo, Catalina, separándose de Julian, formó compañía y
ajustó á Matilde; y habiéndose llevado con ella la mayor parte del
repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi _Traidor,
inconfeso y mártir_. ¡Qué éxito el del pastelero! Mi drama se hizo
en todas las provincias, y en todas las Américas, y aún es hoy de
repertorio en todos los teatros, ménos en los de Madrid; y he visto
actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que
siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian.
Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado
á conocer en todos los países en que se habla la lengua castellana,
gracias á Catalina.
¡Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cariño fraternal
y la gratitud, que la tengo y la tendré siempre.
_Post scriptum. _--¡Pobre Barroso! Víctima de la medicacion á grandes
dósis, murió de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y
otras drogas de este jaez. En un ensayo exhaló repentinamente un
profundísimo gemido: dió luego un gran grito y dijo: «¡me muero! » y
una repentina parálisis comenzó á apoderarse de su cuerpo, comenzando
por los piés. No hubo tiempo más que para conducirle á la habitacion y
cama del portero, donde recibió la Extrema-Uncion, y espiró contando
_cómo se moria_: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya
se me muere el corazon. . . lo último que pareció vivo en él fueron los
ojos, cuyos párpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del
_Traidor inconfeso y mártir_, dejé de escribir para el teatro.
XXI.
Aquí debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va á seguir, no
deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece,
más que á mis Recuerdos del tiempo viejo, á mis memorias póstumas:
es exclusiva y personalmente mio, es historia íntima de mi corazon:
va acaso á ser enojoso para mis lectores de _El Imparcial_, y no va
seguramente á interesar más que á dos docenas de viejos como yo, que á
aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin á despertar
en ellos más que un sentimiento ficticio, efímero, _artístico_, si se
me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un
drama sentimental miéntras á la representacion asistimos. Lo que va
á seguir es una página de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el
protagonista; ¡y soy yo tan poca cosa para hablar tánto de mí mismo!
Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres años que se habla
de mí en España: quiénes me celebran y quiénes me critican; algunos me
calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de mí dicen, y pocos
dejan de juzgarme sin pasion, porque ya nadie me conoce á través de
tánto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de _D. Juan
Tenorio_.
Los meridionales, y más que ningunos los españoles (y más entre estos
los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores
y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un
sucedido, un dato cualquiera, sin añadirle algo de nuestra cosecha; así
que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia
ó el suceso narrado, ni el que la inventó ni al que le sucedió; y como
cada cual sostiene las añadiduras y variaciones por él intercaladas en
el relato, é impugna ó contradice las de los demás, todo copo de nieve
llega á ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una
novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada
del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de
los hombres notables: al contrario, comienzo siempre á simpatizar con
toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido á quien se
critica; porque estoy convencido de que tánto más de bueno deben de
tener, cuanto más de malo les aplica y atribuye la maledicencia.
De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares.
Hay sobre la mujer mil pareceres;
allá va el mio aunque parezca raro:
yo amé toda mi vida á las mujeres;
entendámonos bien y hablemos claro:
más que por torpe gérmen de placeres
me es el amor de las mujeres caro,
porque ellas son, por más que digan otros,
muchísimo mejores que nosotros.
Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio;
yo de hablar de ellas bien tengo manía;
al que habla de ellas mal tengo por necio,
falto de corazon y cortesía.
No objeto para mí de menosprecio
son, sinó manantial de poesía:
no obró conmigo mal jamás ninguna,
y debo más de un bien á más de una.
Desde la vírgen que en los cláustros ora
hasta la vil, impúdica ramera
que, enfangada en el vicio, á cada hora
á sí se infama y á su raza entera,
toda mujer que deshonrada llora,
toda la que en dolor se desespera,
de su duelo ó su infamia, no os asombre,
la ocasion ó el orígen es un hombre.
Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto á las mujeres, sigo
adelante con las que respecto á mí mismo voy aduciendo: y no creo que
voy muy descarriado al creerme con derecho á decir algo de mí mismo,
despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y
tres años, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo,
en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y
escrito de mí; de mí, pobre insensato que nunca supe contentar á nadie,
ni acerté con nadie á quedar bien, y á quien Dios acordó lo único bueno
que de nada en España sirve: la modestia de reconocerse y la humildad
de no aspirar á nada; no creyéndome para nada con aptitud, por haberme
pasado la juventud concentrado en mí mismo, aspirando sólo á conseguir
un ideal que sólo dentro de mí mismo albergaba mi esperanza, y en
la soledad de mi alma únicamente crecía, como una palma estéril sin
compañera, condenada á secarse sin fruto en el desierto de mi inútil
existencia.
Voy, pues, á alargar con unos capítulos más estos Recuerdos, y á decir
de mí mismo y de mi casa lo que yo sólo sé; porque por mucho que de mí
sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los críticos, los
murmuradores y los entremetidos, sólo los necios podrán disputarme el
derecho de saber mejor que yo lo que por muchos años he guardado entre
pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jamás ha
formulado.
Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando á un lado digresiones
y zarandajas.
Era jefe político de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario
Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya
muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima
de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos años en
una ciudad de Francia, que por entónces vivia sola en Madrid, porque
se habia extrañado de la única hija que de su único matrimonio habia
tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman
de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de
fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el
tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad
de su tiempo, no habia perdonado jamás á su hija, que vivia en Toledo
en donde yo la conocí, tan honrada como pobre y tan contenta con su
mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz
olvido de su madre orgullosa ó descorazonada.
Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio
de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano,
y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con
las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido
al extravío juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la
ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija
preciosa á quien habia bautizado con el poético nombre de Esperanza: la
chica era á los catorce años una preciosa criatura, cifra expresiva de
la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no albergó nunca bajo su
techo á su tan hermosa como inocente nieta. . . é ignoro lo que de ésta
y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella
vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envió con
un guardia civil una carta anunciándome que el Excmo. Sr. Benavides, su
jefe, deseaba que me avistara con él en su gabinete, de nueve á diez de
la noche, para un asunto que me concernia.
Alarmó á la gente de mi casa aquella cita con puntas de órden; pero
como nunca me habia yo mezclado en la política, acudí sin inquietud al
gabinete del jefe político, que era por otra parte lo más político y
bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente
de letras, y especialmente benévolo conmigo.
La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada
y extraña en su forma; mi padre, despues de seis años de emigracion,
en vista de que casi todos los de su partido, acogiéndose á las
amnistías, habian regresado á sus pátrios hogares, y de que S. M. la
Reina D. ª Isabel II reinaba tranquilamente en España, reconocida por
todas las potencias de Europa, se convenció de que su constante y leal
adhesion á la causa del Pretendiente no le serviria más que para morir
inútilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se
decidió á enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso
de volver á España.
Pero esta representacion se dirigia á S. M. la Reina, empezando con
estas palabras: «Señora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. José
Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc. , etc. ,» lo
cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no
reconocia Reina de derecho á D. ª Isabel. El jefe político, por encargo
del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma
de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no
dijo más aquella grave autoridad que estas palabras: «En ese caso. . . » y
encogiéndose de hombros, dobló el papel en que me mostró la firma.
Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr.
Benavides correspondió con la reserva que á mí me convenia guardar
en aquel caso por respeto á mi padre, me despidió con muy corteses
palabras, y yo me apresuré á ir á tranquilizar á mi mujer; en España no
las tiene nadie consigo cuando tiene que habérselas con la autoridad.
Yo fuí quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sueño en toda
la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia
levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion
un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo
de mi esperanza. Tenia yo entónces fé en muchas cosas en que hoy ya
no creo, y quedábame aún un amigo en cuyos consejos esperar podia, en
cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para
derramar mis lágrimas. Era este el docto é ilustre prelado D. Manuel
Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de Córdoba, y que
moraba entónces en la corte y en la calle de la Union por ser senador
del reino. El Sr. Tarancon, condiscípulo de mi padre, á quien éste
tenia en muy alta estima y que á mí me profesaba un cariño paternal,
habia sido mi catedrático y mi confesor.
Habia gozado con los éxitos de mis obras, como si verdaderamente mi
padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia
corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de
haber llegado á ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia
cuidado en la universidad, y al chiquitin á quien habia visto romper
á hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del
hogar paterno. Aún tengo en mis pupilas la imágen venerable de aquel
sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado
hábito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que
me contemplaba con los ojos arrasados en lágrimas, pasando por mis
abundosos cabellos sus aristocráticas manos, y derramando con sus
santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi
alma. ¡Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos!
Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el más precioso,
y su figura es la más augusta é imponente que esculpida en la mia
conservan mi gratitud y mi veneracion.
Por él supe pocos dias más tarde que el Gobierno habia enviado á mi
padre autorizacion para volver al suelo pátrio, reconociéndole ántes
sus títulos y gerarquía, considerando sus años de emigracion como
pasados al servicio de la Reina, y señalándole veinte mil y pico de
reales de jubilacion que le correspondian por su categoría en la alta
magistratura. Debia todo esto mi padre, no sólo á la influencia de mi
reputacion literaria, sinó á la eficaz proteccion con que le ayudaba
un conocido personaje, que aún vive y conserva su influencia en los
negocios políticos de nuestro país; pero á quien yo nunca he tratado,
de quien no sé si se ha ocupado jamás de mí, ni si ha leido una letra
mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: «Prepara
en tu casa un aposento para tu padre, que vendrá la semana próxima. »
Mi mujer se ocupó con miedo y alegría del mueblaje y decoracion del
alojamiento de aquel tan esperado y temido huésped, y anduve yo ocho
dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y
avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de
la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.
Diez dias despues recibí un billete en que me decia el obispo Tarancon:
«Mañana llega tu padre; pero no vayas tú á esperarle ni á recibirle;
debe de ver y hablar á otra persona ántes que á tí; yo le tendré un dia
en mi casa y te le llevaré á la tuya. » Y todo se hizo como Tarancon
lo dispuso; y él llevó á mi padre á su casa, y estuvo y habló en ella
con él á solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entró con el
venerable prelado el ex-superintendente general de policía del Rey D.
Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de _Don Juan Tenorio_.
Mi padre era el último eslabon entero de la rota cadena de la época
realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista
absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de
sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cláustro de la
de Valladolid; convencido desde su niñez de que sólo el estudio del
derecho, la teología y los cánones podia producir hombres, y de que
sólo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y
posicion social. Yo era el primero y débil eslabon de la nueva época
literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas
clásicas, el fuego fátuo, leve é inquieto, personificacion de la
escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no
rendido, iba á perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la
inmensidad desconocida en que iba á arrojarme, fiaba en mis nacientes
alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo,
el último y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se
enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cariño, y
brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por
las lágrimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados
y exprimidos por un placer inexplicable.
Yo no he tenido hermanos: mi padre me separó de sí á los nueve años
para meterme en un colegio, y habíamos vivido juntos muy poco tiempo:
él no habia modificado su cariño ni sus derechos paternales en la
gradacion del trato de su hijo niño, adolescente, mancebo y al fin
hombre; me encontraba niño como cuando de nueve años me separó de sí; y
viejo robusto y de elevada estatura, me levantó en sus brazos como si
todavía no hubiera pasado de aquellos nueve años á que su cariño y sus
recuerdos paternales se remontaban. Al volver á dejarme en el suelo,
dijo mi padre contemplándome, no sé aún con qué sentimiento:--«¡Qué
chiquitin te has quedado! »--El obispo Tarancon, que enjugaba sus
lágrimas sin rebozo, le dijo:--«Chiquitin es; pero se ha colocado á tal
luz que ya te cobija con su sombra. »--No sé lo que pensó mi padre, que
no respondió á la halagüeña alusion del prelado. Mi mujer le mostró y
condujo á su habitacion: el buen obispo de Córdoba nos dejó en ella
muy satisfecho, y quedólo no poco mi padre de hallar en mi casa la
paz doméstica, y el tranquilo bienestar de la medianía á quien nada
falta ni nada sobra. Halló en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas
y dedicatorias leyó con mucha atencion, y sin atreverse en largo
espacio á volverse á mí, para no dejarme ver la emocion que le causaban
aquellos emblemas poéticos de la efímera gloria de su hijo. Así comenzó
la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo.
Comimos, salió él en carruaje á sus visitas y volvió á las diez y media
de la noche.
A las once anunció su necesidad de recogerse: le ayudé
á desnudarse, le acosté. . . y no me da vergüenza consignarlo: cuando
le tuve acostado, me senté en su cama, le dí mil besos, le hice mil
cariños, le dije mil niñerías; le traté como habria tratado á mi pobre
madre, acariciándole y mimándole como cuando yo tenia seis años. Rióse
él y enternecióse, y díjome en fin despidiéndome:--«Eres un chiquillo y
no tienes formalidad. » Le arreglé la ropa, le coloqué la pantalla en la
lamparilla, y dándole las buenas noches con el último beso. . . le dejé
solo con sus pensamientos.
No habíamos hablado de nada: nada nos habíamos dicho: ni una palabra
del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo
presente. ¿Qué pensaba de mí mi padre? Que me habia quedado chiquito y
que no tenia formalidad: esto era lo único que su lengua habia dicho,
pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las lágrimas
delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al
llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre.
Pero ¿quién iba á dominar mañana en su ánimo, el corazon ó la cabeza?
¿Quién se iba á revelar definitivamente, el padre ó el magistrado? Yo
dormí mal, y esta cuestion me tuvo insomne é inquieto toda la noche.
A la mañana siguiente, despues del desayuno, entabló á solas conmigo el
diálogo, sobre palabra más ó ménos, de esta manera.
--Necesito algo de algun ministro; ¿cómo estás tú con este Gobierno?
--Yo estoy bien con todos.
--Tengo una pretension en el negociado de Instruccion pública.
--El director es D. Antonio Gil y Zárate y el ministro Nicomedes Pastor
Diaz.
--Segun el prólogo que puso á tu primer libro, si no le has hecho
alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo.
--Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cariñoso, que
si hubiera cometido la torpeza ó tenido la desgracia de jugarle alguna
mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella ó me la hubiera
perdonado. Donoso Cortés, D. Joaquin Francisco Pacheco y Pastor Diaz me
han servido de padres en ausencia de V.
--Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. ¿Cuándo podré ver á
Pastor Diaz?
--Hoy mismo, á la una, en el ministerio. No será la primera vez que
hable V. con él.
--¿Te ha dicho? . . .
--Todo: que le debe á V. tal vez la vida.
--Es posible: su situacion era dificilísima. Venia yo de comisario
régio con la expedicion carlista que entró en Segovia. Creíamos
encontrarte allí con él.
--Yo esparcí la voz de que me encerraba en el alcázar, pero me volví á
Madrid.
--Te hubiéramos visto con gusto.
--Yo no le hubiera tenido en ir á Oñate á hacer versos á Cárlos V y á
San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el éxito de los que he escrito en
Madrid.
--Es verdad: Nicomedes se vió obligado á esconderse en un horno; yo lo
supe y me alojé en la casa en que estaba. En un momento en que soldados
revoltosos podian haber dado con él y cometer cualquier tropelía, me
senté yo á la boca del horno y entablé con él conversacion á través de
la tapa que le cerraba y que él sostenia por dentro. Le dije quién era
y le pregunté por tí. Cuando tocaron bota-silla, no abandoné aquella
casa hasta que las tropas comenzaron á salir de la poblacion, y le dije
el camino que íbamos á tomar para que echara por el opuesto.
--Así me lo ha contado él.
--Me holgaré de conocerle, porque no pudimos vernos entónces.
--Pues hoy se verán Vds.
Salí yo á la imprenta de Boix, donde tenia en prensa una leyenda, salió
mi padre á hacer ciertas compras, y á la una nos presentamos en el
edificio de la calle de Torija, donde estaban por entónces las oficinas
del ministerio de Fomento.
A mi presentacion abrió el portero la mampara del despacho
de Nicomedes, y anunciándome, me abrió paso. Hallábase allí
accidentalmente Patricio de la Escosura, que acababa de ser nombrado
jefe político de Madrid; soltó al verme el baston y el sombrero que en
la mano tenia, y pasándome el brazo por la cintura, me hizo dar una
vuelta de él suspendido: no tuve yo más que el tiempo necesario para
decirle al oido: «mi padre», ni él necesitó más para volverme á dejar
en pié, y dirigiéndose á aquel que tras mí habia entrado, le dijo,
tendiéndole la mano: «A nuevos tiempos nuevas costumbres, Sr. Zorrilla:
hoy son así recibidos los poetas, y donde quiera que vaya V. con su
hijo verá lo mismo. »
--Ya veo--respondió mi padre--que mi hijo es el más afortunado
tarambana de Madrid.
Presentéles yo unos á otros, mi padre á Nicomedes y Escosura á mi
padre: recordó éste al de aquel don Jerónimo de la Escosura, director
de la fábrica de tabacos en su tiempo; y unos con otros corteses, y
unos con otros cumplidos, despidióse Patricio y quedamos mi padre y yo
á solas con Pastor Diaz.
Hablaron en secreto mi padre y él: pidió éste á poco su carruaje y
partió con mi padre, previniéndome que si me cansaba de esperar me
fuera á mis quehaceres, que él se encargaba de mi padre; y yo, despues
de aguardar largo tiempo su vuelta en el despacho de Gil y Zárate,
volví á mi casa, donde el carruaje de Pastor Diaz habia conducido á mi
padre.
--¿Qué tal? --le dije. --¿Ha quedado V. contento de Nicomedes?
--Jamás fué pretendiente mejor servido que yo. Dentro de cuatro dias
puedo irme á cuidar de la hacienda de Torquemada, con todos mis
negocios despachados en Madrid.
--¿Tan pronto piensa V. dejarnos?
--No es Madrid ya para mí. Sus casas son muy estrechas: tenemos casi un
palacio allá: hay además que recepar y acodar las viñas, que abonar
las tierras y reponer las huertas, de todo lo cual no te has ocupado tú.
--Yo al abandonar á V. renuncié á todos mis derechos: ¿por qué no me
envió V. órden y poderes legales?
--Olózaga te los ofreció, y levantar el secuestro.
--Pero yo se lo hice á V. avisar: ¿por qué no determinó V. ?
--Eres hijo único y heredero forzoso: todo el mundo te hubiera dado la
razon.
--Yo no he contado con nadie en el mundo más que con V. : todo lo que
he hecho, por V. ha sido y no he pensado más que en V. Si yo me he
hecho aplaudir y me he hecho querer, no ha sido mas que para esperar y
preparar su vuelta de V. ; no he tenido más ambicion que la de volver á
los brazos y al cariño de mi padre, y morir con él en la tranquilidad
del hogar paterno.
--Has sido un tonto. Con la fama que has adquirido, con los amigos que
tienes, hoy debias de ser cuando ménos subsecretario de Pastor Diaz.
--Usted era carlista y optó por la emigracion: no creí decoro del hijo
no ser nada en el gobierno que no habia aceptado el padre; he rechazado
todo cuanto se me ha ofrecido: todos los literatos están empleados
ménos yo: hoy puede V. haber visto que no es por falta de favor.
--Por eso te he dicho que eras un tonto.
--Pero si yo he hecho milagros por V. . . Me he hecho aplaudir por la
milicia nacional en dramas absolutistas como los del rey Don Pedro
y Don Sancho: he hecho leer y comprar mis poesías religiosas á la
generacion que degolló los frailes, vendió su conventos, y quitó las
campanas de las iglesias: he dado un impulso casi reaccionario á la
poesía de mi tiempo; no he cantado más que la tradicion y el pasado:
no he escrito una sola letra al progreso ni á los adelantos de la
revolucion, no hay en mis libros ni una sola aspiracion al porvenir.
Yo me he hecho así famoso, yo, hijo de la revolucion, arrastrado por
mi carácter hácia el progreso, porque no he tenido más ambicion, más
objeto, más gloria que parecer hijo de mi padre y probar el respeto en
que le tengo. . .
--¡Bah, bah! Quijotadas.
--¡Ay, padre! Cuando perdamos los españoles lo que tenemos de Quijotes,
¿en qué vendremos á parar?
--Lope de Vega y Calderon eran teólogos ántes de poetas: Melendez
Valdés fué como yo oidor de la Chancillería: todavía es tiempo;
eres muy jóven: métete un año á estudiar, y con cuatro ó cinco mil
reales y los amigos que tienes, puedes doctorarte en Toledo; y siendo
jurisconsulto puedes serlo todo. Yo me voy para Torquemada: allí debe
de ir tu madre, y no quiero que se encuentre sola sin mí entre aquellos
pardillos, maestros de gramática parda.
Una nube negra que pasó por mi cerebro entristeció mi alma, envolviendo
en lágrimas mi pasado y en tinieblas mi porvenir.
Aquella noche me fuí á casa de Tarancon y le dije: «he perdido todo lo
hecho: mi padre, el único por quien todo lo hice, es el único que en
nada lo estima. »
Tarancon lo comprendió todo: me abrazó y sobre su morada túnica
episcopal dejé correr las lágrimas más amargas que han abrasado mis
párpados. Tarancon no era hombre de intentar consolar con palabras
banales una pesadumbre que no podia tener momentáneo consuelo.
--Yo me arreglaré con tu padre--me dijo despues de largo silencio. --Tú
emprende alguna obra de importancia que necesite estudios, atencion y
tiempo. Teníamos convenido en escribir juntos un libro de la Vírgen;
esto halagaria mucho á tu padre y enloqueceria á tu madre de alegría;
pero yo no tengo ya tiempo para meterme en tal trabajo. Me has hablado
de Granada. Emprende tu poema morisco y empieza por ir á localizarte en
la ciudad de Boabdil. Si no tienes dinero, cuenta con mi bolsillo; no
está muy lleno, pero entrarás á la par con los pobres de mi diócesis.
Deja á tu padre irse á Torquemada, y. . . ¡á Granada tú! Fia en Dios y
cuenta conmigo.
Y mi padre se fué á Castilla, y yo empecé á pensar en Granada. Pero,
¿qué importa todo esto á los lectores de _El Imparcial_? Todas estas
_memorias íntimas_ figurarian tal vez muy bien en las mias _póstumas_:
vivo yo aún, pueden ser tachadas de pretenciosa é insoportable vanidad:
pero ya he tirado del primer hilo y voy á deshacer todo el ovillo.
XXII.
Burdeos es una gran ciudad, magnífica, sólida, monumental, con grandes
puentes, bien arbolados paseos, soberbios templos; amplios mercados
y suntuosos teatros; asiento del primer arzobispado de Francia, es,
como si dijéramos, el Toledo de allende los Pirineos; cuajado de
Seminarios y de colegios, semillero de toda clase de plantas clericales
más ó ménos parásitas, más ó ménos productivas. Por el tiempo de
que voy hablando hacian un principal papel en fiestas y procesiones
los hermanos de la doctrina y _los ignorantins_, en uno de cuyos
establecimientos hacia dos ó tres años que se habia ventilado el
ruidoso proceso del Frère Liotard, con el cual ya no me acuerdo lo que
pasó.
Como yo no era hombre de política ni de administracion, ni de ciencia,
no me ocupé de más en Burdeos que de sus templos, como cristiano,
y de sus teatros, como poeta. Encontraba poquísima gente por las
calles, no mucha por los paseos y casi ninguna en el teatro, al cual
sostenian solamente los transeuntes, los forasteros, y, sobre todo, los
españoles, puesto que habia muchos allí emigrados ó allí establecidos,
y todos los que de España iban á veranear á París se detenían por
costumbre en la capital de la Gironda. Hallábame yo en Burdeos á todo
mi gusto: era la primera vez que podia yo separar mi personalidad de mi
malhadada reputacion y andar libre como cualquier ciudadano pacífico,
metiéndome por todas partes á fisgarlo todo, sin llamar la atencion ni
ser responsable de nada.
Así ví yo á Burdeos, así recogí varios asuntos de leyendas que no sé si
llegaré á escribir, y así averigüé la razon de las perpétuas quiebras
del teatro por falta de público.
Los bordeleses han tenido siempre (y con justicia) la pretension de que
su ciudad es la primera de Francia, el pequeño París, y han aspirado
á ser tenidos por _sprits-forts_, libres pensadores y espadachines;
y con respecto á esta última cualidad, tiene una justa reputacion
y un riquísimo legendario la escuela de armas de Burdeos; pero las
bordolesas son, por lo general, devotas. El clero francés sabe que las
dos palancas con que se mueve el mundo son las mujeres y el dinero, y
por entónces los confesores no absolvian á las confesadas cuyos maridos
leian _El Constitucional_ y los periódicos liberales, tronando siempre
contra la inmoralidad del teatro. Donde no van las mujeres no vamos
los hombres; no iban las bordelesas al teatro, con que á pesar de la
subvencion de que goza siempre _el grande_ de Burdeos, sus empresas se
arruinaban á mitad de temporada todos los años.
Además, el gran teatro de aquella ciudad tiene lo que los franceses
llaman _guignon_ y nosotros _mala sombra_. Allí se rompió por entónces
una pierna Mademoiselle Angelin, una bailarina rubia de diez y siete
años, que era ya una estrella luminosa en el cielo del arte de
Terpsícore. Allí tuvo Borelly que matar á puñaladas en presencia del
público á su tigre real de Bengala, porque éste tenia ya entre sus
dientes la pantorrilla izquierda del domador: quien al levantarse
lanzando un caño de sangre de una arteria rota, tuvo tiempo, ántes de
perder el sentido, de decir á los espectadores á modo de satisfaccion:
«Señores, ya habia gustado mi sangre, y ó él ó yo. »
Esto en el teatro. En los templos las fiestas son tan suntuosas como
concurridas: pero á los católicos españoles se nos hacen al principio
muy difíciles de aceptar aquella forma mundana y teatral y aquellos
accidentes mercantiles con que los actos sublimes de nuestra religion
se verifican. Yo escribí mis primeras impresiones de Burdeos en una
larga epístola á un condiscípulo mio, cura carlista, de la cual
recuerdo las siguientes líneas, versos tan malos como verdades de á
puño:
En Francia hay religion, y fé y conventos,
seminarios, colegios, catedrales,
y todos los cristianos elementos
de nuestra santa fé fundamentales:
pero todo está hecho á la francesa,
todo sujeto á reglas comerciales;
aquí todo se tasa, mide y pesa,
aquí todo se hace por empresa:
la gente para orar no se arrodilla
mas que con una pierna en una silla;
no se atiende al altar ni al sacerdote;
las mujeres se plantan por delante
con mucho faralá, mucho volante,
abultado postizo y largo escote;
y los hombres detrás, misa durante,
se distraen en mirarlas el cogote;
y como nadie en equilibrio posa,
y es perpétuo el rumor y el desacato
y la desatencion y el movimiento,
es el pensar en Dios difícil cosa,
miéntras pasa una vieja con un plato
pidiendo en alta voz sin miramiento
los cuartos que _la rinde_ cada silla
en que apoya un cristiano su rodilla.
* * * * *
Atraviesa despues el presbiterio
con balandrán, sobre-pelliz y estola,
y sus pasos al púlpito dirige
un pulcro capellan, de quien muy sério
un monago gentil lleva la cola.
Hace su adoracion, su texto elige,
comenta el evangelio de aquel dia,
y siempre encuentra medio en su homilia
de echar un par de pullas al gobierno,
* * * * *
que el infierno
está abierto ante el siglo refractario,
que Enrique quinto al fin subirá al trono,
que hay peregrinacion á tal Santuario
que se sale á tal hora y de tal parte,
que lleva cada pueblo su estandarte,
que el precio es un doblon por peregrino,
incluso todo gasto del camino
y además un bonito escapulario;
pero que en el doblon no entra el rosario,
porque estos los fabrica por empresa,
de encina negra y de eucaliptus blanco,
una judía asociacion inglesa
que los da á todos precios desde un franco.
Todo lo cual se anuncia aquí en la iglesia
como puede anunciarse un electuario
ó sus botes azules de magnesia
mister Bóllon en Lóndres boticario.
Ilustrados ya pues sus feligreses
de lo que en sus negocios les importa
y á sus espirituales intereses,
con un responso en homilia corta
el cura; y ya _pro domo_, á lo que creo,
dá volviendo á apretar el _quibis quobis_
la vieja con su plato otro paseo.
Larga el buen cura un _benedico vobis_,
hace la cruz, se cala el solideo
y respondiendo el pueblo _ora pro nobis_
se acaba la funcion y Läus Deo. . . .
* * * * *
con qué como ver puedes por la muestra,
la religion de Francia no es la nuestra.
Dios es el mismo, porque Dios es uno;
mas de adorarle el modo
ligero asaz y asaz inoportuno,
es en Francia francés como lo es todo;
y á un español asombran si no irritan
la irreverencia con que á Dios se trata,
y el ver cómo sus preces se recitan
sobre un pié y sobre un codo,
como banda de grullas que dormitan
en el invierno al sol sobre una pata;
pasando en cuenta que se queda ayuno
de lo que en Francia se le dice á Cristo,
con una fé de bolsa que no acata
al Señor más que á medias por lo visto,
y en un latin francés que cual ninguno
la habla gentil de Ciceron maltrata:
todo siempre fué aquí como hoy en dia
doublé, contrefaçon, bisutería.
* * * * *
Nunca así á Dios se adorará en Castilla;
nuestra fé es más profunda y más sencilla.
Tal fué mi primera impresion hace treinta y cuatro años: poeta
creyente, hallé de ménos mucho fondo y de sobra mucha forma en la
manifestacion religiosa del catolicismo francés en Burdeos, arzobispado
primado de la nacion vecina: despues he pasado en Burdeos largas
temporadas, y es la ciudad en donde más tranquilo y más á gusto he
vivido. Me acostumbré á leer á la puerta de la catedral el anuncio
de la funcion, el nombre del orador que debia de llevar la palabra
en el púlpito, los del director y el organista que dirigian la parte
instrumental, y los de las damas y los ó las artistas que sostenian
la parte de canto; el objeto piadoso á que la funcion se dedica bajo
el patronato de tales ó cuales damas, prelados ó corporaciones, y el
precio (generalmente de dos francos) por el cual se puede adquirir
el derecho á ocupar una de las sillas, numeradas ó no, que llenan el
templo. ¿Y por qué no?
A nosotros nos choca esta asimilacion de las basílicas á los teatros;
pero es, al mio, un mal modo de ver las cosas: en Francia usa cada cual
libremente del derecho de anuncios y propaganda; y puede que en los
templos y fiestas religiosas francesas haya ménos fé, ménos devocion y
ménos fervor, pero hay más órden que en las nuestras: nosotros entramos
y salimos de las iglesias á codazos, empujones y puñetazos; nos
colocamos donde podemos, pisamos á las mujeres que se arrodillan y se
sientan en el suelo, etc. ; los franceses entran por una puerta y salen
por otra, y ocupan tranquilamente los puestos que les corresponden,
bajo la direccion de bedeles y pertigueros; que á nosotros nos parecen
ridículos, pero cuyos oficios y trajes están encarnados en sus
costumbres.
Los franceses han comprendido que la sociedad moderna es un hermoso
lago cuyo fondo es cieno, y tienen cuidado de no revolver jamás el
agua, poblando su superficie de blancos y ligeros cisnes entre los
cuales bogan sin remo miles de botecitos sin quilla, que hacen temblar
y rielar el líquido, pero que no levantan oleaje: siembran y plantan
las orillas de jardines y de bosques, y van á sentarse á contemplar el
espectáculo social á la sombra de los árboles y entre el perfume de
las macetas.
Nosotros tenemos la maldita manía de revolver el agua y de arrancar
hasta la yerba al rededor del lago, y nos tenemos que estar al sol y
al aire, siempre sedientos, contemplando el agua cálida y turbia que
hacemos dificilísima de beber.
Hé aquí mis impresiones de ayer y hoy en Burdeos. Esta ciudad, cuyo
casco componen miles de edificios tan macizos y suntuosos, y calles
más anchas y regulares que las de Roma antigua, atestada de recuerdos
y monumentos históricos, aireada por anchos paseos y frescos jardines,
regada por dos soberbios rios, el Garona y la Dordoña, salpicada de
Colegios, Museos, Academias, Bibliotecas é Institutos, conteniendo
veintidos clubs y círculos para todas las clases sociales, diez teatros
y salas de recreo, un hipódromo, nueve periódicos diarios y once lógias
masónicas; mitad católica, militante y revolucionaria libre pensadora,
la tengo yo comparada á una rica, nobilísima y aristocrática viuda
legitimista que sonríe á la república, papista que no llora el perdido
poder temporal de los Papas, que se ha retirado á vivir y á morir
tranquila en sus opulentas posesiones, á cuidar de sus incomparables
viñedos y á gozar de sus rentas sin miseria y sin despilfarro, sin
ruinosos vicios y sin pretenciosas virtudes, sin orgullo de la
majestad de su noble raza, pero con la conciencia de la dignidad de su
ilustracion y de su bien heredada opulencia.
Hé aquí mi juicio sobre Burdeos, donde empecé mi poema, y de donde salí
para París á estudiar mucho que no sabia, y á adquirir algo que me
hacia falta para llevar á cabo mi incompleta _Granada_.
XXIII.
París tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraiso de
los tontos. En el primero forjan sus grandes elucubraciones todos los
grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan hácia
el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo pierden su
tiempo, su salud y su dinero, en el turbion de marionetas, charlatanes,
estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso eden á la luz
del gas y al son de las orquestas de Mussard y de Straus, todos los
imbéciles que de las cuatro partes del mundo acuden como mariposas á
quemarse en aquel foco de luz infernal.
De París salen simultáneamente los gérmenes de todo lo bueno y de todo
lo malo, sobre todo para nosotros los españoles; que, sea dicho sin que
nadie se ofenda, ó aunque se amosque conmigo la mitad de la nacion,
solemos tomar casi todo lo malo y poquísimo de lo bueno. Llegué yo á
París miéntras ocupaba el trono francés el rey ciudadano Luis Felipe
de Orleans, de quien sabian trazar la caricatura todos los chicos de
su capital bajo la forma de una pera, cuya régia representacion se
veia por todas las paredes y siempre de un parecido maravilloso. No
era todavía el París ensanchado, dorado y ámpliamente refundido por el
imperio del tercer Napoleon; era todavía su primer teatro la sala de la
rue Lepelletier, y no estaba aún cerrada la plaza del Carroussel por la
calle de Rivoli: existian aún al frente del Palais-Royal una espesa red
de callejuelas, tan conocidas como mal afamadas, y á su espalda los dos
famosos restaurants de Befour y de los tres hermanos Provenzales, y se
alzaban todavía gárrulos y chillones, en los boulevares du Temple y de
Beaumarchais, los cien teatrillos más divertidos del mundo, la Gaité,
Follies-Dramatiques, Delassements-comiques, etc. , etc.
Asomé yo las narices los dos primeros meses al paraiso de los tontos
y, sin dejarme fascinar ni embriagar por sus delicias de contrabando
ni por sus huríes sin corazon, me establecí á la puerta del manicomio,
haciendo con el editor Baudry un trato poco lucrativo; por el cual
fueron mis versos los primeros que de poeta español tuvieron lugar en
su magnífica coleccion. Por un puñado de luises y dos carros de libros,
le dí el derecho de coleccionar todas las obras por mí hasta entónces
escritas, por dos razones que me eran exclusivamente personales;
la primera para que mi padre leyera mi nombre en el catálogo de la
coleccion de los primeros escritores de Europa; y la segunda porque
la extensa venta, el gigantesco anuncio y el renombre universal que
ya tenia la coleccion Baudry, me hicieran conocido como poeta fuera
de mi patria. A pesar de que mi padre, encerrado en nuestro solar de
Castilla, no habia vuelto á darme noticias suyas, esperaba yo que esta
prueba honrosa de aprecio de la librería editorial francesa para su
hijo, le convenceria, por fin, de que no era menester que me doctorara
en Toledo y de que ya no habia razon de cerrarme la casa y los brazos
paternos. En esta esperanza viví en París desde Julio a Noviembre,
estudiando y trabajando en mi _Granada_ y dividiendo mi tiempo entre
las bibliotecas y los teatros, esquivo como en España, á la sociedad
banal de las visitas y la chismografía, y un poco en contacto con la
sociedad del arte y de las letras.
La redaccion de _La Revista de Ambos Mundos_ me acogió con simpáticos
obsequios, y sus redactores Charles Mazzade, Paulino de Lymerac y
Xavier Durrieux fueron mis amigos y comensales; y por mi influencia
y la de Juan Donoso, que fué despues nuestro embajador, empezaron á
publicarse en aquella importante _Revista_ artículos sobre España,
en los cuales comenzaba á probarse á los franceses que el Africa no
empieza en los Pirineos. Pitre Chevalier, director del _Museo de las
Familias_, se empeñó en publicar en él mi retrato y mi biografía, y lo
hizo, como francés, sin atender á mis justas y modestas observaciones.
Convirtió mis breves notas biográficas en una fantástica novelilla, y
Mr. Pauquet, el primer dibujante de aquel tiempo, recibió su órden de
retratarme embozado en mi capa española y mirando de perfil al cielo,
como un D. Juan Jerezano que espera que se le aparezca su Dulcinea en
el balcon para decirla: «por ahí te pudras». No era posible que mi
retrato indicara que era de un poeta español, si no tenia capa y si no
buscaba con la vista la inspiracion del Espíritu Santo; y aún le quedé
agradecido á que no me pusiera una guitarra en la mano, de lo que creo
que me libró solo su afan de embozarme.
En aquel retrato, correcta y francamente dibujado, y por aquella
biografía, _bizarramente detallada_ á la parisienne, no me conoce la
madre que me parió; pero no por eso quedó ménos agradecido el español
á la buena intencion del francés.
Trás estos necesarios precedentes, pasemos una rápida ojeada por los
últimos y sombríos cuadros de estos mis tristes recuerdos del tiempo
viejo.
Entre los conocimientos que hice y renové por entónces en París entre
Dumas padre, Jorge Sand (Mme. du Devant), Alfred de Musset y Teophile
Gautier; entre embajadores, editores, escritores, emigrados, cómicos
y bailarinas; entre Fernando de la Vera, la Rachel, la Rose Chery,
Frederik Lemaitre, Giusseppe Multedo, Zariategui y otros emigrados
liberales y carlistas, italianos y españoles, se me vino á los brazos
uno de estos, el más honrado y divertido andaluz que la tierra de
María Santísima y la tenacidad carlista echaron á Francia. Era este
D. Fernando Freyre, pariente próximo del general del mismo apellido,
adherido no sé muy bien cómo á la corte de Fernando VII, de quien
elegia los caballos y para quien iba á buscar los toros; amigo de los
ganaderos, amparador de los _diestros_, y el primer inspector de la
escuela taurómaca sevillana, institucion de aquel Sr. Rey, que santa
gloria haya.
Fernando Freyre no habia sido nada importante ni influyente, ni en
la corte huraña y recelosa de las camarillas y apostasías políticas
del difunto Rey, ni en la trashumante de D. Cárlos María Isidro de
Borbon, segundo Cárlos V en Oñate; pero en ambas habia sido recibido
y estimado por todos, incluso por mi padre, porque tenia uno de los
mejores corazones y uno de los caractéres más alegres y más iguales del
mundo. Realista por conviccion, no transigió nunca con las modernas
ideas liberales, ni quiso jamás acogerse á amnistía ni indulto alguno;
pero jamás odió, ni esquivó siquiera el saludo, á ningun liberal
emigrado ó viajero con quien en tierra extranjera se topara, siendo de
todos los españoles sinceramente apreciado y noblemente acogido por los
legitimistas franceses. Con apoyo de éstos, no temió ni le avergonzó
establecer un pequeño y privado depósito de vinos, pasas, caldos y
frutos de Andalucía, que aquellos le compraban; y con los setenta á
noventa duros que este oscuro comercio le producia, vivia modesta y
honradamente en la mejor sociedad de la _legitimidad_ francesa y de la
aristocracia española. Establecido ya de años en París, y encargado
por sus amparadores de toda clase de comisiones, era conocido en el
comercio y conocia á París, como un _commis-voyageur_ á quien comprar
en la tienda ó en el taller, puede producir legal y honrosamente un
tanto por ciento más crecido de utilidad. Por uno de estos encargos
dimos allí uno con otro, y por las horas buenas que le debo, me
complazco en consagrarle cariñosamente estas líneas en mis recuerdos.
Era ya por entónces hombre de más de sesenta años; pero ágil, robusto
y colorado, con sus patillas blancas de _boca-é-jacha_ y su sombrero
sobre la oreja derecha, corria por las calles _recortando_ los coches y
evitándolos apoyándose en la saliente lanza, como quien pone rehiletes
de sobaquillo, porque todo lo hacia y lo hablaba á lo torero y lo
macareno; y asombraba el verle cruzar los _boulevarts_ sin tropezar ni
vacilar entre la multitud de carros, ómnibus y coches que de contínuo
los obstruyen. Todo era en él extraño y original; en su negocio
no tenia más que un empleado, y éste tenia las más incompatibles
cualidades: era polaco, judío, carlista, fiel y discreto; hablaba un
castellano aprendido en Vizcaya, tan disparatado como el francés que
hablaba Freyre, y entre los dos me decian despropósitos imposibles de
reproducir. Yo llamaba tio á Freyre; y cuando mi familia me dejó solo
en París, me fuí á vivir al hotel de Italia, frente á la Opera-cómica,
en cuyo piso tercero habitaba Freyre un pequeño aposento, compuesto
de sala, gabinete y alcoba, y atestado de botellas y cajas. Cuando mi
trabajo asíduo y sus compromisos con sus anfitriones nos dejaban libres
las noches, comíamos juntos, y las concluíamos en el teatro, en algunos
de los cuales tenia yo entradas libres, como escritor extranjero con
editor en Francia.
Llegó así Noviembre, y ya tenia yo apalabrados contratos para imprimir
mi poema de Granada, y pagábanme ya no escasamente la prosa y los
versos que para sus publicaciones de América me pedian, cuando se
acordó Dios de mí, como dicen los católicos, enviándome una de esas
desventuras que envenenan y enturbian para toda la vida el manantial
amargo de la memoria.
Pedíame de Madrid mi primo P. , consócio mio, con Rafael X, una cadena
de relój igual á otra mia, que era una cinta hecha con mil pequeñísimos
cilindros de oro engarzados y giratorios en una red de ejes, de tan
prolijo trabajo, como maravillosa flexibilidad. Averiguó Freyre el
domicilio del obrero que para el platero los trabajaba, y nos acostamos
conviniendo en que á la mañana siguiente muy temprano iríamos á comprar
ó á encargar la demandada cadena.
Habíanme regalado en Burdeos un _necessaire_ de ébano fileteado de
marfil, que garantizado por una guadamacilada funda de cuero, llevaba
yo á la mano y servia en nuestros viajes de escabel á mi mujer. Al
levantarme al dia siguiente, híceme la barba segun costumbre con las
navajas y ante el espejo de aquel _necessaire_, y llamando Freyre á mi
puerta y dándome prisa, porque él la tenia de acudir á sus negocios
despues que al mio, vestíme apresuradamente y partí con él; dejando las
navajas sobre el velador y el espejo colgado en la escarpia, que para
ello tenia puesta á mi altura en el marco de la vidriera.
Fuimos hasta el final del Faubourg de San Dionisio; hallamos y
compramos el objeto pedido, acompañé á Freyre á tres ó cuatro puntos
que tenia que recorrer, y volvimos juntos al hotel de Italia.
Pedimos al conserje nuestras llaves, pero la mia no estaba en el
llavero; en vez de dejarla en él al salir, me la habia llevado en el
bolsillo. Al entrar en mi cuarto, exclamó Freyre: «Mal agüero, zobrino:
aquí han andado loz menguez en auzencia nueztra: mira:»--y me mostró
el espejo hendido trasversalmente de arriba á abajo. --Reíme yo de su
supersticiosa observacion, y llamé al camarero; el cual respondió á
mis reclamaciones diciendo, que ni él habia podido _hacer_ mi cuarto,
ni nadie entrar en él, porque yo no habia dejado la llave en la
conserjería.
«¡Mal agüero, zobrino, mal agüero! » Seguia Freyre rezungando entre
dientes, y yo, que no creo más que en Dios, le hice observar que al
cerrar la puerta de golpe, la vibracion de las vidrieras produjo
probablemente el choque y rotura del espejo; y que teniendo los dueños
de los hoteles dobles llaves por mandato expreso de la policía, tal
vez el no haber yo dejado la mia llamó la atencion, abrieron sin
precauciones la puerta y ocasionaron el fracaso.
Freyre tragó como pudo mi explicacion; y teniendo ambos el dia libre,
nos fuimos á almorzar á la taberna inglesa de la calle de Richelieu,
con la intencion de ir á las dos al hipódromo del Arco de la Estrella.
