Me lavé, tomé otra taza de café con leche,
enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz.
enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz.
Jose Zorrilla
Cárlos, rendido y
anheloso, volvió á la escena con Teodora, Noren y Lumbreras á recibir
los aplausos del público, á cuyos gritos de «¡el autor! » volvió á
presentarse Felipe Reyes y á decir medio espantado: que yo tenia más
miedo al cuarto acto que al tercero.
El por entónces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia más
que por haberme encontrado várias veces en el tiro de pistola, y que
se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala,
aplaudia de pié en su luneta, dispuesto á sostenerme á todo trance,
comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.
Cárlos me envió á decir que «no estirase tanto la cuerda que la
rompiese. » Yo habia ensayado mi obra á conciencia: sabia cómo iban
á hacer la escena de la tienda Cárlos y Mate, y fiaba además en la
presencia del embajador francés en la de D. Pedro con Beltran de
Claquin. Esperé, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi
proscenio, y mi cálculo no salió fallido.
La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la
torre de Montiel: Cárlos dijo sus redondillas á los franceses con un
brío tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en
la que empieza _sí_, _si vosotros, señores_, é hicieron por fin la suya
él y Mate con tal verdad, que sólo pudo serlo más la realidad de la de
Montiel.
Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el público
quedó en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate pálido, sin
casco, desgreñado y saltadas las hebillas de la armadura, arrancó
un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto
segundo. Mate, casi tan alto como Cárlos, pero flaco y herido de la
tísis de que murió, se presentó trémulo del cansancio y del miedo de
la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y
dió á su papel una poesía y unos tamaños que no habia sabido darle el
autor. Cuando él concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su
manto á Cárlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante
de cansancio y de emocion á que el infante mostrase á Blas Perez su
cadáver. Cuando nos presentamos todos al público, me tenia de la mano
como con unas tenazas: y cuando caido el telon por última vez, me cogió
en brazos para besarme, creí que me deshacía al decirme las únicas
y curiosas palabras con que acertó á expresarme su pensamiento, que
fueron: «¡diablo de chiquitin! » y me dejó en tierra.
Así se ensayó y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero
y el Rey_, el año 41 ó 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la
fraternidad que entónces reinaba entre autores y actores; tal era
el cariño y entusiasmo del público por los de entónces, y tan poco
consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor éxito las vencia,
y el soplo vital de la lealtad las disipaba.
Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_
treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil
duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia
ocurrido á la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del
drama con que se habia salvado. Siempre en España ha sido considerado
el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la túnica de
Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho á hacer tiras y
capirotes.
Hasta que el viejo juez Valdeosera se presentó una noche á intervenir
la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lombía de que no podíamos
los poetas vivir del aire, y se apresuraron á darme paga cumplida con
intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la más
cándida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de
oro del que les habia traido la gallina que los ponia.
XI.
_De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras
dramáticas. _
SANCHO GARCÍA. --EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.
Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz,
dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido á escribir
sólo para el de la Cruz, miéntras en su compañía conservara su
empresario á Cárlos Latorre y á Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el
único poeta que no ponia los piés en el saloncito de Julian Romea,
porque yo no he vuelto jamás la cara á lo que una vez he dado la
espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer
traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de
críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en
el Príncipe, á cuyas lunetas iba á aplaudir á Julian y á Matilde, pero
no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico;
era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba á dar sus batallas llevando
á mi lado á Bárbara Lamadrid y á Cárlos Latorre, con cuyos dos atletas
le dí algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados
de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan
ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch
su _D. Alfonso el Casto_ y su _Doña Mencía_, una porcion de primorosos
juguetes en prosa y verso, y las dos mágias _La redoma_ y_ Los polvos_:
diónos García Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho más
de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía,
metiéndose á autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanzó
un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asíduos en Doncel
y Valladares, que escribian á destajo para la actriz más preciosa
y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la
Juanita Perez, quien con Guzman en _No más muchachos_ y en _El pilluelo
de París_, habia hecho las delicias del público desde muy niña. La
Juana Perez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con
una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de
facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa
eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos
piés de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como
diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones
picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir
hasta á los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz
de hacer condenarse á la más austera comunidad de cartujos.
La Juana Perez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil
atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez
y siete años; y fué, miéntras las pisó, el encanto y la desesperacion
del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como
la _fée aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos
poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas
Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático
moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion
del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad
atrevida de Lombía, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez,
ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia
de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos
bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la
justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba á los espectadores,
y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada
quince dias, convertido en juguete valioso ó en ingeniosísima comedia,
un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien
veces más talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas
originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y
á los de _La rueda de la fortuna_, de Rubí, al _Muérete y verás_ y á
las trescientas obras de Breton, y á _Otra casa con dos puertas_, de
Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del
_D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D. ª Mencía_, y las mágias
de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se
elaboraba Lombía, asociado á Tirado y Coll, é impelidos los tres por el
fecundísimo Olona.
Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho García_, mi _Excomulgado_, mi
_Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_,
contribuyeron á nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, á
la inusitada perfeccion de detalles y á la perpétua atencion con
que me los representaban Cárlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes
encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia,
considerándole como á un hijo mal criado á quien se le mima por sus
mismas calaveradas y á quien se adora por las pesadumbres que nos
da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban á mis caprichos y se
doblegaban á mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis
obras no parecian los mismos que en las de los demás, y los demás se
quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. Cárlos
Latorre habia conocido á mi padre, á quien debió atenciones extrañas
á aquella _ominosa década_; Cárlos Latorre, de estatura y fuerzas
colosales, me sentaba á veces en sus rodillas como á sus propios
hijos, y me preguntaba cómo yo habia imaginado tal ó cual escena que
para él acababa yo de escribir: él me contradecia con su experiencia
y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba
forma práctica y plástica á la informe poesía de mis fantásticas
concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él los papeles, en
los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales
nos habia dotado á ambos la naturaleza, y. . . no necesito decir más para
que se comprenda cómo hacia Cárlos mis obras, como un padre las de su
hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.
Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima é intachable, mi papel
era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas;
pero, actriz adherida á Cárlos, compañera obligada en la escena de
aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis
dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas
innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como á una
hermana menor, á quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe;
yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez
veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia,
la ensayaba sus papeles como á una chiquilla de primer año de
Conservatorio; y á veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo
fuese, hasta llorar como una chiquilla, y á veces me obedecia resignada
como á un loco á quien se obedece por compasion; pero convencida al
fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de
la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis
obras, hacia en ellas lo que en _Sancho García_, lo que es lamentable
que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no
lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el
ruido de su voz y desaparece trás del telon!
En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinacion que la
supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan
vigorosamente el poder de una pasion tardía en una mujer adulta, que
traspasó al público la fascinacion del personaje, suprema prueba del
talento de una actriz. En las escenas sexta y sétima del acto tercero
se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que
no queria ni respirar. Bárbara tenia mucho miedo al monólogo: en el
segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y Cárlos
y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada,
conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su
izquierda por mí que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo
del proscenio. Cárlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres
aplausos nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras
obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más
profundo silencio hasta el verso vigésimo cuarto; pero en los cuatro
siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la
mujer, y al decir
«Hijo mio. . . ¡ay de mí! me acuerdo tarde,»
hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues
de un grito desgarrador, que el público estalló en un aplauso que
extremeció el coliseo. Crecióse con él la actriz; entró en la fiebre
de la inspiracion; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclamó
concluyendo, con el acento profundo y las cóncavas inflexiones del de
la más criminal desesperacion,
«para uno de los dos guarda esa copa,
de la callada eternidad la llave! »
quedó Bárbara inmóvil, trémula, inconsciente de lo que habia hecho,
ajena y sin corresponder con la más mínima inclinacion de cabeza á
los aplausos frenéticos, que tuvo que interrumpir Cárlos Latorre
presentándose á continuar la representacion, sacando á Bárbara de su
absorcion con el «¡Madre mia! » de su salida.
Así hacian Cárlos y Bárbara _Sancho García_. Aún vive: pregúntenselo
mis lectores á Bárbara, y que diga ella cuántos malos ratos la dí
con el ensayo y cuántas noches insomnes la hice pasar con el estudio
de mis papeles; cuántas lágrimas la hice derramar y cuántas veces la
hice detestar su suerte de actriz; pero que diga tambien si tuvo nunca
amigo más leal ni aplausos y ovaciones como las de mi _Sancho García_.
Hoy siento orgullo con tal recuerdo, y me congratulo de poderla dar
este testimonio de mi gratitud treinta y ocho años despues de aquella
representacion.
Lombía, por su parte, lo inventó y lo intentó todo en aquellos cuatro
años para sostener nuestro teatro de la Cruz enfrente del afortunado
del Príncipe. A su iniciativa se debió que Basili, Salas, Ojeda y
Azcona echaran los fundamentos de la Zarzuela con la escena de _La
pendencia_ y _El sacristan de San Lorenzo_, y otras parodias de
_Norma_, _Lucía_ y _Lucrecia_, en las cuales despuntó Caltañazor, y
concluyó por presentar _La lámpara maravillosa_, baile maravillosamente
decorado por Aranda y Avrial, ejecutado por la familia Bartholomin,
cuya primera pareja, Bartholomin-Montplaisir, fué reforzada con un
cuerpo de baile de andaluzas y aragonesas; de cuyos cuerpos se han
perdido los moldes, y de cuyas modeladuras no quiero acordarme, por
no quitar tres meses de sueño á los que no las vieron con aquellos
vestidos, que no eran más que un pretesto para salir en cueros.
En el verano del 40 ó del 41, ántes de que estas huríes hicieran un
infierno del teatro de la Cruz, reclamó Lombía de mí una comedia de
espectáculo, en ausencia de Cárlos Latorre, que veraneaba por las
provincias. Los actores sérios y jóvenes se habian ido con Cárlos, y el
trabajo cómico de Lombía, no acomodándose con el mio patibulario, no
sabia yo cómo salir de aquel compromiso ineludible, segun mi contrato
con la empresa. Apurábame Lombía, y devanábame yo los sesos trás del
argumento por él pedido, sin que él aflojara un punto en su demanda y
sin que yo me atreviera á decirle que no éramos el uno para el otro.
Acosábale á él tal vez la secreta comezon de abordar el drama en
ausencia de Cárlos, y pesábame á mí tener que escribir para otro que
no fuera aquel único modelo del galan clásico del drama romántico;
costaba mucho á mi lealtad lo que tal vez podia parecer una traicion
á Cárlos Latorre, y ¡Dios me perdone mi mal juicio! pero tengo para mí
que Lombía tenia la mala intencion de hacérmela cometer. Impacientábase
Lombía y desesperábame yo de no dar con un asunto á propósito, lo que
ya le parecia, vista mi anterior fecundidad, no querer escribir para
él, cuando una tarde, obligado á trabajar un caballo que yo tenia
entablado hacia ya muchos dias, salia yo en él por la calle del Baño
para bajar al Prado por la Carrera de San Jerónimo. Era el caballo
regalo de un mi pariente, Protasio Zorrilla, y andaluz, de la ganadería
de Mazpule, negro, de grande alzada, muy ancho de encuentros, muy
engallado y rico de cabos, y llevábale yo con mucho cuidado, miéntras
por el empedrado marchaba, por temor de que se me alborotase. Cabeceaba
y braceaba el animal contentísimo de respirar el aire libre, cuando, al
doblar la esquina, oí exclamar á uno de tres chulos que se pararon á
contemplar mi cabalgadura: «Pues miá tú que es idea dejar á un animal
tan hermoso andar sin ginete. »
La verdad era que siendo yo tan pequeño, no pasaban mis piés del
vientre del caballo; y visto de frente, no se veia mi persona detrás
de su engallada cabeza y de sus ondosas y abundantes crines. Por mas
que fuera poco halagüeña para mi amor propio la chusca observacion de
aquellos manolos, el de montar tan hermosa bestia me hizo dar en la
vanidad de lucirla sobre la escena, y ocurrírseme la idea de escribir
para ello mi comedia _El caballo del rey D. Sancho_. Rumié el asunto
durante mi paseo, registré la historia del Padre Mariana de vuelta á
mi casa, y fuíme á las nueve á proponer á Lombía el argumento de mi
comedia, advirtiéndole que debia de concluir en un torneo, en cuyo
palenque debia él de presentarse armado de punta en blanco, ginete
sobre mi andaluz caparazonado y enfrontalado.
Aceptó la idea de la comedia, plúgole la del torneo final y halagóle
la de ser en él ginete y vencedor. Puse manos á mi obra aquella misma
noche, y díla completa en veinte y dos dias. El señor duque de Osuna,
hermano y antecesor del actual, á quien me presentó y cuya benevolencia
me ganó el conde de las Navas, puso á mi disposicion su armería, de la
cual tomé cuantos arneses y armas necesité para el torneo de mi drama,
cuya última decoracion del palenque trás de la tienda real montó Aranda
con un lujo y una novedad inusitadas.
Pasóse de papeles mi drama; ensayóse cuidadosamente y conforme á un
guion, que los directores de escena hacen hoy muy mal en no hacer, y
llegó el momento de enseñar su papel á mi caballo. Metíle yo mismo una
mañana por la puerta de la plaza del Angel, desde la cual subian los
carros de decoraciones y trastos por una suave y sólida rampa hasta el
escenario: subió tranquilo el animal por aquella, pero al pisar aquél,
comenzó á encapotarse y á bufar receloso, y al dar luz á la batería
del proscenio, no hubo modo de sujetarle y ménos de encubertarle con
el caparazon de acero. Lombía anunció que ni el Sursum-Corda le haria
montar jamás tan rebelde bestia, y estábamos á punto de desistir de la
representacion, cuando el buen doctor Avilés nos ofreció un caballo
isabelino, de tan soberbia estampa como extraordinaria docilidad, que
aguantó la armadura de guerra, la batería de luces y en sus lomos á
Lombía, que no era, sea dicho en paz, un muy gallardo ginete.
La primera representacion de este drama fué tal vez la más perfecta
que tuvo lugar en aquel teatro: Lombía se creció hasta lo increible: é
hizo, como director de escena, el prodigio de presentar trescientos
comparsas tan bien ensayados y unidos, que se hicieron aplaudir en un
palenque de inesperado efecto; y Bárbara Lamadrid, para quien fueron
los honores de la noche, llevó á cabo su papel con una lógica, una
dignidad tales, que al perdonar al pueblo desde la hoguera y á su hijo
en el final, oyó en la sala los más justos y nutridos aplausos que
habian atronado la del teatro de la Cruz.
Pero aquel drama no pudo quedar de repertorio; hubo que devolver las
armaduras al señor duque de Osuna y el caballo al doctor Avilés, y. . .
ni mereció los honores de la crítica, ni ningun empresario se ha vuelto
á acordar de él, ni yo, que de él me acuerdo en este artículo, recuerdo
ya lo que en él pasa. En cambio, al fin de aquel mismo año se escribió
otro que todo el mundo conoce, que no hay aficionado que no haya hecho
con gusto y aplauso, de cuyo orígen se han propalado las más absurdas
suposiciones, que me ha valido tanta fama como al mismo _D. Juan
Tenorio_, y en cuya representacion no han dado jamás pié con bola más
que los tres actores que, bajo mi direccion, lo estrenaron: Latorre,
Pizarroso y Lumbreras; hablo de _El puñal del godo_, del cual me voy á
ocupar en el siguiente número.
XII.
EL PUÑAL DEL GODO.
I.
Acababa de estrenarse Sancho García y espiraba el tercero dia de
Diciembre de 1842. Trabajaba yo aprovechando la luz que comenzaba á
cambiarse en crepúsculo, cuando un avisador del teatro me trajo un
billete de Lombía, en el cual me suplicaba que no dejara de ir á la
representacion de aquella noche, porque deseaba tener conmigo una
entrevista de diez minutos.
Ya Lombía, á imitacion de Romea, tenia una antecámara en la cual se
reunian sus autores favoritos y sus amigos íntimos, como los de Julian
en el saloncito del teatro del Príncipe. De aquel venian algunos
que escribian para ambos teatros, y que como Hartzenbusch y García
Gutierrez no formaban pandillaje; porque su talento, formalidad y
reputacion, les habian ya colocado muy encima de todo mezquino espíritu
de partido. Yo no iba nunca al saloncito del Príncipe é iba poco á
la antecámara de Lombía, pero asistia contínuamente á mi palco de
proscenio para estudiar mis actores, y bajaba en los entreactos á
saludar á Cárlos Latorre y á la Bárbara, las noches que trabajaban.
Aquella era de Lombía; en el primer entreacto me aboqué con él en su
cuarto y trabamos inmediatamente conversacion, presentes Hartzenbusch,
Tomás Rubí, Isidoro Gil y no recuerdo quiénes más. Hé aquí en resúmen
nuestro diálogo:
_Lombía. _--La empresa espera de V. un señalado servicio.
_Yo. _--Debo servirla segun mi contrato y segun mis fuerzas.
_Lombía. _--Sabe V. que es costumbre que las funciones de Noche-Buena
sean beneficio de la compañía, repartiéndose sus productos á prorrata
entre todos sus actores y empleados segun su clase.
Agucé yo el oido sintiendo abrir una trampa en la que se trataba de
hacerme caer, y continuó Lombía diciéndome:
Sabe V. que Cárlos Latorre no toma nunca parte en las funciones de
Navidad, so pretesto de que en el género cómico de estas alegres
representaciones no cabe el suyo trágico; de modo que cobra y se pasea
desde Navidad á Reyes. Queremos que comparta este año con nosotros el
trabajo de tales dias, y no hay más que un medio con el cual se avenga,
y es, que se le escriba una pieza nueva, y la empresa ha pensado en V.
_Yo. _--Estamos á 13, y por breve que sea el trabajo. . .
_Lombía. _--Deberia estar concluido el 17; copiado y repartido, el 18;
estudiado, el 19 y el 20; ensayado el 21 y 22, y representado el 24.
_Yo. _--Imposible: me faltan tres escenas y copiar el tercer acto de la
segunda obra, que debo entregar á ustedes ántes de año nuevo; si la
interrumpo no la concluyo; no puedo, pues, ocuparme de nada más hasta
el 17, y ya no es tiempo.
_Lombía. _--No quiere V. servir á la empresa por no contrariar á su
amigo. --(Lombía partia siempre del principio de que yo era mejor amigo
de Cárlos que suyo. )
_Yo. _--Mi obligacion es primero que mi amistad.
_Lombía. _--Su excusa de V. nos prueba lo contrario.
_Yo. _--Voy á hacer á V. una propuesta que le asegure de mi buena
fé. Concluiré mi trabajo el 16: en su noche volveré aquí; y si para
entónces el Sr. Hartzenbusch se ocupa de encontrarme un argumento para
un drama en un acto, yo me comprometo á escribirlo el 17 y presentarlo
el 18.
_Lombía. _--Propuesta evasiva: con decir que el argumento que á V. se le
dé no es de su gusto. . . .
_Yo. _--El Sr. Hartzenbusch sabe el respeto en que le tengo, y todos
Vds. saben que sigo sus consejos y acepto sus correcciones como de mi
superior y maestro. He buscado al Sr. Hartzenbusch en dos situaciones
difíciles de mi vida; sabe todos los secretos de mi casa, es en ella
como mi hermano mayor, y lo que él me diga que haga, eso haré yo, como
mejor hacerlo sepa.
_Lombía. _--Se conoce que ha estudiado V. con los jesuitas: sus palabras
de V. son tan suaves como escurridizas. Si no quiere V. no hablemos más.
_Yo. _--Mi última proposicion. Traiga V. aquí el 16 por la noche un
ejemplar de la historia del P. Mariana; le abriremos por tres partes,
desde la época de los godos hasta la de Felipe IV: leeremos tres
hojas de cada corte en sus hojas hecho; y si en las nueve que leamos
tropezamos con algo que nos dé luz para un asunto dramático, lo
amasaremos entre todos, yo lo escribiré como Dios me dé á entender, y
el jesuita Mariana abonará la fé del discípulo de los jesuitas del
Seminario de Nobles.
_Lombía. _--Propuesta aceptada.
_Yo. _--Pues hasta el 16 á las siete.
En tal dia y en tal hora, concluido mi trabajo, volví á presentarme
en el teatro de la Cruz, donde Hartzenbusch, Rubí y algunos otros de
quienes no me acuerdo, me esperaban con Lombía, que tenia sobre la
mesa una _Historia de España_. Metimos tres tarjetas por tres páginas
distintas, y en el primer corte tropezamos, en el capítulo XXIII del
libro sétimo, estas palabras sobre el fin de la batalla de Guadalete
y muerte del rey D. Rodrigo: «Verdad es que, como doscientos años
adelante, en cierto templo de Portugal, en la ciudad de Viseo, se halló
una piedra con un letrero en latin, que vuelto en romance dice:
AQUI REPOSA RODRIGO, ULTIMO REY DE LOS GODOS.
Por donde se entiende que, salido de la batalla, huyó á las partes de
Portugal. »
Al llegar aquí, dije yo: «Basta: un embrion de drama se presenta á
mi imaginacion. ¿Con qué actores y con qué actrices cuento? Necesito
á Cárlos, á Bárbara y á lo ménos dos actores más. » Y miéntras esto
decia, me rodaban por el cerebro las imágenes de Pelayo, don Rodrigo,
Florinda y el conde D. Julian. --Lombía dijo: «Imposible disponer de
Bárbara. »--«Pues Teodora, repuse yo. »--«Tampoco; la cuesta mucho
estudiar, replicó Lombía. »--«Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me
sirven para mi idea, repuse. »--«Pues compóngase usted como pueda,
exclamó por fin Lombía: tiene V. á Cárlos, á Pizarroso y á Lumbreras:
_los tres de V. _ Van á levantar el telon y no quiero faltar á mi
salida. ¿En qué quedamos? ¿Es V. hombre de sostener su palabra? »
Picóme el amor propio el tonillo provocativo de Lombía, y sin
reflexionar, tomé mi sombrero y dije saliendo tras él de su cuarto:
«Mañana á estas horas quedan Vds. citados para leer aquí un drama en un
acto. --Buenas noches.
--¿Apostado? me gritó Lombía dirigiéndose á los bastidores.
--Apostado: me darán Vds. de cenar en casa de Próspero; respondí yo
echándome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel.
Poco trecho mediaba de allí á mi casa, núm. 5 de la de Matute: poco
tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder.
Me encerré en mi despacho: pedí una taza de café bien fuerte, dí
órden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empecé á escribir
en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. «Cabaña, noche,
relámpagos y truenos lejanos. --Escena primera. » Yo no sabia á quién
iba á presentar ni lo que iba á pasar en ella: pero puesto que iba
á desarrollarse en una cabaña, debia por álguien estar habitada:
ocurrióme un eremita, á quien bauticé con el nombre de Romano por
no perder tiempo en buscarle otro; y como lo más natural era que
un ermitaño se encomendase á Dios en aquella tormenta que habia yo
desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso á encomendarse á
Dios, miéntras yo me encomendaba á todas las nueve musas para que me
inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pensé que si el monje y yo
no nos encomendábamos bien á nuestros dioses respectivos, corria el
riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que
no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni
todos los moros que á sus márgenes les derrotaron.
Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que
dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro
que si andaba por el monte á aquellas horas y con aquel temporal, debia
de poner en cuidado al que abria la escena en la cabaña. Decidíme por
fin á atajar la palabra á mi monje romano y escribí: Escena segunda.
_Sale Theudia_: y salió Theudia; mas como no sabia yo aún quién era
aquel Theudia, le saqué embozado, y me pregunté á mí mismo: ¿Quién
será este Sr. Theudia, á quien tampoco podia tener embozado mucho
tiempo en una capa, que no me dí cuenta de si usaban ó no los godos?
era preciso empero desembozarle, y él se encargó de decirme quién era:
un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia
necesariamente que ser un godo; quien trabándose de palabras con aquel
monje que en la choza estaba, me fué dando con los pormenores que en
ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro;
de modo que andando entre Theudia, el ermitaño y yo á ciegas y á
tientas con unos cuantos recuerdos históricos y unas cuantas ficciones
legendarias de mi fantasía, cuando al fin de aquella larga escena
segunda escribí yo: Escena tercera. _El ermitaño_, _Theudia_, _Don
Rodrigo_, ya comenzaba á ver un poco más claro en la trama embrollada
de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abrió en cuanto me ví con
Cárlos Latorre en las tablas; porque miéntras él estuviera en ellas,
era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera á mí el gigante
Briareo; porque estaba ya acostumbrado á ver á Cárlos sacarme con bien
de los atolladeros en que hasta allí me habia metido, y á él conmigo le
habia arrastrado mi juvenil é inconsiderada osadía.
En cuanto me hallé, pues, con Cárlos, fiado en él, me desembaracé del
monje como mejor me ocurrió, y me engolfé en los endecasílabos: cuando
yo los escribia para Cárlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en
mi escena al personaje que para él creaba, sinó á él que lo habia de
representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada,
con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion
tan teatrales, tan artísticos, tan plásticos, nunca distraido, jamás
descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion á
los demás actores que le secundaban: así que al entrar yo en los
endecasílabos de la escena cuarta, me despaché á mi gusto haciendo
decir á D. Rodrigo cuanto se me ocurrió, sin curarme del cansancio que
iba á procurar á un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre
de más de sesenta años con un papel que sostenia solo todo mi drama;
mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacilé
en añadirle el fatigosísimo monólogo de la escena V para preparar la
salida del conde D. Julian. Aquí me amaneció: tomé chocolate y leí lo
escrito; parecióme largo y asombréme de tal longitud, pero no habia
tiempo de corregir; presentia que me iba á cansar, y temiendo no
concluir para las siete, acometí la escena del conde con D. Rodrigo,
que me costó más que todo lo llevado á cabo, y me faltó la luz del dia
cuando escribia:
Escucha, pues, ¡oh rey Rodrigo
á cuánto llega mi rencor contigo!
No me habia acostado, no habia comido, no podia más y se acercaba
la hora de la lectura.
Me lavé, tomé otra taza de café con leche,
enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz.
Leyóse; asombréme yo y asombráronse los que me escucharon; abrazóme
Hartzenbusch, y frotábase ya Lombía las manos pensando en que la
funcion de Navidad trabajaria Cárlos, cuando éste dijo con la mayor
tranquilidad: «Señores, yo no tengo conciencia para poner esto en
escena en cuatro dias; esta obra es de la más difícil representacion,
y yo me comprometo á hacer de ella un éxito para la empresa, si se me
da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; miéntras que si la
hacemos el 24 vamos de seguro á tirar por la ventana el dinero de la
empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla.
Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; mascó
Lombía de través el puro que en la boca tenia y. . . se dejó _El puñal
del godo_ para despues de las fiestas; y tampoco aquel año trabajó en
ellas Cárlos Latorre.
Así se escribió _El puñal del godo_. ¿Cómo lo puso en escena aquel
irreemplazable trágico?
La representacion para el próximo lunes.
XIII.
EL PUÑAL DEL GODO.
II.
Durante las fiestas de Navidad ocupóse Cárlos Latorre del estudio de
aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito
y leido en veinticuatro horas y bautizado con el título de _El puñal
del godo_: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para
reflexionar sobre lo que habia hecho.
Debo yo á Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente
agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado
en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer
por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como
yo sé mejor que nadie cómo y por qué las he escrito, no tengo vanidad
en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sinó que tampoco
me ofende su crítica, por más que muchas veces me las haya acerba,
personal y agresivamente flagelado.
Desde que el 17 por la noche leí en el teatro de la Cruz lo que en
aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que
aquel _Puñal del godo_, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo
dicho, escribiéndolo ántes de pensarlo, creándolo y dándole forma
segun escribiéndolo iba, y fiándome al escribirlo en que era Cárlos
quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de gravísimos
defectos, que hacian dificilísima su representacion. Yo habia escrito
sin juicio, sin correccion y sin poder pararme á leer lo que escribia,
por miedo de perder los minutos que para concluir á tiempo mi trabajo
podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las
cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion
á los espectadores, sinó lo que yo me iba diciendo á mí mismo para
comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi
imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no
podia volverse á borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y
los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque
para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. Así en la escena
IV endecasílaba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar
de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete.
Fiado yo en Cárlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores
concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonomía
avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente,
puse en boca de D. Rodrigo aquella fantástica historia del monje;
figurándome conforme la iba escribiendo cómo me la iba á poner en
accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levantó y á quien debo
la poca reputacion que como autor dramático he obtenido.
Y en verdad que, con sinceridad revelándoselo hoy al público despues de
treinta y ocho años, hasta que hice decir á la vision del bosque en la
narracion de D. Rodrigo, que
él, á quien deshonró tu incontinencia,
vendrá de crímen y vergüenza lleno
con tu mismo puñal á hender tu seno,
maldito si sabia yo aún en lo que habia de parar todo aquello, que no
era todavía más que la exposicion. Hasta que brotó del diálogo aquel
bienaventurado puñal, mi mal perjeñado trabajo no tenia ni accion,
ni final, ni título: desde allí el drama lo es, y caminé desde allí
resueltamente á la escena VI, que es lo único que en él tiene un valor
real y un interés verdadero.
Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete octógono de su casa
de la plaza de Santa Ana Cárlos y yo, para tratar del reparto y ensayo
de mi drameja, me dijo Cárlos: «La espontaneidad con que ha escrito
usted _esto_, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada,
hacen difícil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima
una sola palabra; quitaria V. á su obra su originalidad; quiero hacerla
tal como está; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el
éxito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha
colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto á V.
le ha faltado para escribirla. Escúcheme V. , y vamos á ver si yo he
comprendido bien su pensamiento. »
Latorre y yo teníamos siempre esta conferencia preliminar, en la cual
exponíamos mútuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que
íbamos á poner en escena: yo le decia cómo la habia yo concebido,
y él me decia cómo pensaba desarrollarla. Siguió, pues, Cárlos
diciéndome: «D. Rodrigo es en _El puñal del godo_ un rey acosado por
dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la
profunda melancolía que en su corazon ha engendrado el vencimiento.
La concentracion en sí mismo y la distraccion perpétua en que sus
pensamientos le tienen absorbido son las señales externas del carácter
de esta figura. ¿No es eso?
--Exactamente.
--El conde D. Julian es un mal hombre: por más que la ofensa que
ha recibido le da derechos para mucho, él va tras de una venganza
insaciable, en la cual no ha dudado envolver á toda la nacion de su
ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha
oblícua del lobo, son los caractéres exteriores de esta figura, que se
mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente.
¿No es así?
--Exactamente.
--Theudia es. . . su Sancho Montero y su Blas de usted en _Sancho García_
y _El Zapatero y el Rey_: á Lumbreras le viene como pintado el papel de
Theudia, y daremos el del conde á Pizarroso.
Y se envió á estos actores su respectivo papel.
Lumbreras era entónces un mozo de buena estatura, de franca fisonomía,
de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de
fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se
apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado.
Lumbreras tenia el gérmen de un buen actor sério; habia estrenado
con justo aplauso el papel del moro Hissem en _Sancho García_; y en
la escuela y compañía de Latorre le secundaba dignamente bajo su
direccion.
Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz áspera y
_garrasposa_, pero de buena estatura y fisonomía, de fácil comprension,
de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz
ciego y adorador idólatra de Cárlos Latorre, entre cuyas manos era
materia dúctil como actor útil y aceptable.
Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez _El
puñal del godo_ y levantamos el telon sobre el interior sombrío de
una fantástica cabaña, pintada por Aranda para mi drama en miniatura,
en una noche en que la política traia un poco inquietos los ánimos, y
la atmósfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una
noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo á un público que no sabia
lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto á descargar su inquietud
sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero
inseguro de hallar quien le distrajera.
Ante este público se levantó el telon del teatro de la Cruz sobre la
cabaña de mi monje Romano, quien empezó aquella larga plegaria, de la
cual no habia querido Cárlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido
yo más miedo: tenia cariño á mi tan mal forjado _Puñal_, y temia
que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro
minutos en vergonzosa derrota. Presentóse Lumbreras, y se presentó
bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidióle de cenar con
mucha naturalidad, comió como sóbrio que dijo ser, observó al ermitaño
como hombre que está sobre sí, pero con la tranquila serenidad de un
valiente, y llevó en fin á cabo la escena, dándola la flexibilidad,
el movimiento y el lujo de pormenores de que Cárlos habia previsto la
necesidad. El público la oyó en el más desanimador silencio.
Salió al fin Cárlos, cabizbajo, distraido, sombrío y brusco, llenando
la escena del misterio del carácter del personaje que representaba,
y á los primeros versos se captó la atencion de los espectadores, y
al sentarse empujando á Theudia y diciéndole: «Haceos, buen hombre,
atrás. . . » yo respiré en mi palco, porque ví que todo el mundo queria ya
ver lo que iba á pasar.
Cárlos no tenia par para estas escenas: no dejó enfriar la atencion
un solo instante; y cuando, sólo ya con Theudia, entró en los
endecasílabos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofocábanse
por no toser los á quienes traia resfriados aquella húmeda frialdad del
Enero de 43.
Cárlos reveló tánto miedo, tánta esperanza, tánta supersticion, tal
lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entró
en la narracion de su cuento tan vaga y tan fantásticamente, que al
concluirle diciendo
«Dijo: y por entre la niebla arrebatado
huyó el fantasma y me dejó aterrado,»
estalló un general aplauso: era que el público expresaba así el placer
de que Cárlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras picó y despertó
el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien
marcada; Cárlos olfateó y oyó el aura militar del campamento y el
clarin que extremecia á los corceles con una accion tan dramática y
levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala
estalló en aquel ¡bravo, Latorre! que era sólo para él y que él sólo
sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la
salida del conde D. Julian, rápido, perfectamente á tiempo y entre
el fulgor de un relámpago, se presentó por el fondo Pizarroso, torvo,
sombrío, hosco é insolente, envuelto en una parda y corta anguarina,
con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda
de arriba á abajo. Fuése directamente á la lumbre, que estaba á la
derecha, y picando con intachable precision el diálogo de entrada,
Cárlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal
humor, llegó éste al rústico banquillo que junto á la lumbre estaba, y
diciendo
D. Julian. ¿Tiene algo que cenar?
D. Rodrigo. Nada.
D. Julian. Pues basta;
la cuestion por mi parte ha dado fondo,
engánchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vuélcase
éste y da fondo Pizarroso, sentándose á plomo sobre el tablado.
Aquí hubiera acabado hoy el drama; pero hé aquí el público y los
actores de aquel tiempo viejo: el público ahogó en un ¡chist!
general la natural hilaridad que iba á romper; Cárlos, en lugar de
decir: «desatento venís donde os alojan,» dijo en voz muy clara y
con un altanero desenfado: «desatentado entrais donde os alojan,» y
aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorporóse enderezando
el banquillo, asentóle sobre sus piés con un furioso golpe, y sentóse
tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel.
Cárlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se
quedó contemplándole de través y en silencio, hasta que el público
rompió en un aplauso universal; y continuó la escena en una suprema
lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fué tan
rápida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y
aconterada por Cárlos con la octava final con tal sentimiento y brío,
que el aplauso final se prolongó muchos minutos. _El puñal del godo_
obtuvo el éxito que se obligó á darle Cárlos Latorre, si se nos
concedia tiempo para ponerle en escena como él habia concebido que
debia ponerse.
Así se hacian y así se escuchaban las obras dramáticas desde 1832 á
1843.
XIV.
INTERRUPCION.
Sr. Director de _Los Lunes de El Imparcial_:
Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar á V. original de
mis _Recuerdos del tiempo viejo_ para el número de mañana: pero la
primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana á los que
en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el espíritu
vagabundo y holgazan de todo buen español en la estacion primaveral.
Confieso á V. , y sin que tal confesion me pese ó me ruborice, que no he
hecho más en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo,
que con el frio comenzaba ya á apergaminarse, conversar con dos amigos
tan viejos como yo, del tiempo que no volverá, y vagar por las calles
de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa
en volver á él miéntras luzca el sol sobre el horizonte.
En esta ociosa vagancia me ha cogido el sábado, mi querido Munilla,
sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del artículo de
mañana: así que, mi _Puñal del godo_ pendiente se está como quedó en
nuestro número del 1. º de Marzo, y no lo volveré á coger hasta el del
lunes 15: y para bien sea; porque un puñal en manos de un viejo loco,
puede acarrear á cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera
sincerar mi falta dando á V. alguna razon que de ella con V. me
disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera á V.
en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo
en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.
El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi artículo, me salí
al sol á expaciar el ánimo y á descansar del trabajo hecho. Los martes
son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el miércoles me
volví á salir al sol para prepararme á oir por la noche en el Ateneo
al Sr. Moreno Nieto; á quien voy yo siempre á escuchar con tanto
asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no sé, y las
dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me
pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados
discursos, tan lógicamente hilvanados en tan primorosas frases. El
jueves continué paseándome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno
Nieto; y á las siete y media (costumbre mia de los jueves) me senté á
la mesa de la condesa de Guaquí, quien siendo hija de mi condiscípulo
el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del ángel rubio
encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar
la luz y la alegría sobre la tierra. Recibe conmigo á su mesa los
jueves esta gentilísima señora al prodigio de memoria, de erudicion
y de precocidad, el jóven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que
nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce;
á Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste
concierto del Paraiso, cuando él pone las manos en el piano, y otros
renombrados ingenios y conocidísimos personajes, de quienes no cito á
V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme más importancia
de la escasa que mis versos me han adquirido, más por el ajeno favor
que por su mérito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon
de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los
recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa Cármen, con la
cual no tienen flor comparable ninguno de los Cármenes escalonados en
el valle de los Avellanos de la morisca Granada.
Del viernes ya pensé emplear la noche en escribir mi artículo; pero
fatalmente para V. , los viernes ha dado en reunir en su casa la señora
de Malpica á algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y ¡ay,
señor Director de _Los Lunes de El Imparcial_! recibe esta señora con
tal cariño y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van á
casa de esta señora dos niñas morenas, que cantan como dos ángeles,
dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez apiñonada
y cabello castaño que tocan y cantan como dos Santas Cecilias. . . en
fin, de aquella casa se sale con pesar á las cuatro de la mañana; y el
sábado hay que pasarlo en soñar con aquellas tres parejas de muchachas,
que le dejan á uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas
las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruiseñores de los
bosques de la Alhambra.
La tarde del sábado, cuando ya iba disipándose la especie de embriaguez
en que envuelven el espíritu de los poetas, aunque seamos viejos, el
recuerdo de tánta poesía, tánta música y tántos serafines con forma
humana. . . ella bajando y yo subiendo, tropecé en la calle de la
Montera con la marquesa de D. H. , que es la más mona de todas las
marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malagueña
que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un puñado de azucenas
por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines
por manos; y que me dió justísimas quejas, y que la dí merecidísimas
satisfacciones, y que me ofreció el perdon suyo y el de su esposo, y
que la prometí enmienda, y que me fuí á mi casa entre la niebla del
crepúsculo, mareado y andando á tientas con el recuerdo de sus palabras
y la imágen de su hermosura.
Envié á mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la
comedia _Angel_ por oir á Blasco, me dirigí al Ateneo.
Pero Blasco es más vagabundo que yo, y á las diez nos dijo el
secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco
despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, eché
hácia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan
poética y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una
comedia en prosa para mí desconocida: _Lo positivo_.
A más de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando
ocupé yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y dábame
apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en
ella estaba sola, dejó un periódico en que habia leido y tomó una carta
que tenia delante por leer. Desplegó poco á poco el papel de aquella
carta y comenzó su lectura con una indiferencia que cambió en atencion,
y que fué pasando de ésta al interés, y de éste al sentimiento, y luego
á la ternura, y ví con mis gemelos que las lágrimas brotaban de los
ojos de la actriz, y sentí las mias anublarme los cristales á cuyo
través la contemplaba, y oí por fin estallar un aplauso universal, y
solté mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia
mucho tiempo que no habia yo visto par.
En el tercero desplegó Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio
de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de cómica coquetería,
manifestó tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que
envidié la fortuna del Sr. Tamayo ó Estévanez, ó como quiera llamarse
el académico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban á
un mismo tiempo el más práctico de nuestros autores, y una actriz
incomparable para el estudio de sus papeles.
Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos ó en castiza prosa, un
gran pensamiento, y dar cima á una gran creacion; pero el mejor poeta
no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da á
cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento
y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un
sonido sin vibracion, que excita seca, pálida y fria la idea en ella
expresada. En lo que yo ví de _Lo Positivo_, el poeta ha confeccionado
sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da á su palabra
el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.
Yo no conocia, amigo Munilla, á esta actriz que ha hecho su reputacion
durante mis treinta años de ausencia de España, y como todavía su
acento me resuena dentro del tímpano, su figura y su juego escénico
me bailan aún en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la
memoria, no tengo ni tiempo ni ánimo para escribir el artículo de
mañana.
Compóngase Vd. , pues, como pueda; que yo voy á probar si durmiendo doce
horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me
producen en vigilia las encantadoras imágenes de las nueve bienhechoras
hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que
acabó ayer. Si Dios me da otras cuatro como ésta, el premio grande de
la lotería en la quinta, y la gloria despues de la muerte. . . reclame
usted, señor Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en
el divino, porque no habrá justicia ni en la tierra ni en el cielo.
Suyo afectísimo. . .
* * * * *
Los redactores de _El Imparcial_ no quisieron dejar pasar el número
de aquel lunes sin artículo mio, y sustituyéndole con mi anterior
epístola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes
versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos
como ellos lo intercalaron en los _Lunes_ de su periódico.
* * * * *
Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos á su
casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y
encontrando en él el borrador de las siguientes octavas, las publicamos
á continuacion de su carta, en lugar del artículo que hoy no contaba
darnos.
Dios te ha dado, Valenciana,
la beldad de las huríes;
en tu faz, cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura,
y como esa no hago dos. »
Y eres única por eso:
Yo creí que era mi Rosa
la primera y más hermosa
en el ámbito español;
pero á tí, prez y embeleso,
luz y gloria de Valencia,
te creó la Omnipotencia
sola y sin par, como el sol.
En tus ojos nace el dia,
que ajimeces son del cielo
por los cuales manda al suelo
de Valencia Dios la luz.
Ha supuesto Andalucía
que era Vénus sevillana. . .
no lo creas, Valenciana;
erró vano el andaluz.
Al matar el cristianismo
á la Vénus de Cithéres,
se asió á tí Cupido, y eres
quien le lleva de sí en pós;
si hizo á aquella el paganismo
de la espuma de los mares,
de capullos de azahares
y de luz te hizo á tí Dios.
Tú eres Vénus, Valenciana;
tu hermosura es más perfecta
que la helénica, romana,
bizantina y oriental:
tú eres la obra más correcta
de las manos de aquel númen
que es la cifra y el resúmen
de lo bello y lo ideal.
Y contigo, almo trasunto
de aquel gérmen de hermosura,
de sin par modeladura
en su inmensa creacion,
no tiene el más leve punto
de adhesion comparativa
criatura alguna viva
en belleza y perfeccion.
No creó naturaleza
ningun tipo de hermosura
que no fuera á tu belleza
algun rasgo á demandar;
te pidió el cisne blancura,
el armiño tu limpieza,
el halcon tu gentileza
y el antílope tu andar.
Tienes ojos de paloma
y hebras de sol por pestañas;
Dios te ha puesto en las entrañas
los efluvios del rosal:
y respiras los aromas
que desprende en las montañas
de sus troncos y sus gomas
el calor primaveral.
Tu cabeza toca airosa
tu abundante cabellera,
como al cedro y la palmera
su ramaje secular:
de las hondas de tus rizos
la espiral es más graciosa
que los arcos movedizos
de las ondas de la mar.
Tu cintura, más esbelta
que los vástagos del mimbre,
hace el paso que se cimbre
de tu andar de garza real;
y tu leve falda suelta
flota en torno de tu talle,
cual la niebla que en el valle
alza el sol matutinal.
Más sutilmente no liba
colibrí de cien colores
en el cáliz de las flores
el rocío que en él ve;
más ingrávida no estriba
la ligera mariposa
en las hojas de una rosa,
que al andar pisa tu pié.
De tus labios la sonrisa
como un alba se desprende
que por la atmósfera extiende
viva luz y áura vital,
y tu aliento es una brisa
que del cielo baja al suelo
por tus labios, que del cielo
son las puertas de coral.
Son más dulces tus palabras
que la miel de las abejas;
el olor que trás tí dejas
aventaja al del clavel:
y tu amor, con el que labras
mi ventura, reasume
la dulzura y el perfume
de la flor y de la miel.
Tú eres Vénus, Valenciana:
tus dos labios carmesíes
al abrir cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura:
mas como esa no haré dos. »
XV.
EL PUÑAL DEL GODO.
III.
Ganóme esta obrita más favor con el vulgo é hízose pronto más popular
y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que,
no necesitándose dama para su representacion, la pusieron en escena
todos los aficionados en liceos, casinos y demás sociedades más ó
ménos literarias que por entónces comenzaron á surgir; y permítame
el lector que con vanidad le recuerde que sé de cierto que miles de
personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el
papel de alguno de los cuatro de mi _Puñal del godo_: y no há muchas
noches dieron una dedada de miel á mi amor propio mi paisano Nuñez de
Arce, Sellés y otros que valen y son hoy más de lo que yo antaño valia
y era, revelándome alegremente que habian de estudiantes representado
á Theudia y á D. Rodrigo, y el primero añadió que aún sabia de memoria
toda mi rápidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz
y en gracia de Dios, me congratula con aquel pequeño aborto de mi
ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito.
Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aquí mi opinion sobre
las representaciones de los aficionados, en los más ó ménos caseros
teatros de sociedades más ó ménos públicas ó privadas. Cuando invitado
un conocido autor á la representacion de una de sus obras en uno de
estos teatros, le dicen durante ó despues de ella: _¡Cuánto habrá V.
sufrido viéndose así ejecutado! _ ni los que tal le dicen son justos,
ni él lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no sólo asisto sin pena
á estas ejecuciones, sinó que es la sola ocasion en que escucho mis
versos sin hastío. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes
aún no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los
representan con entusiasmo, y se encariñan con el autor; de quien se
acuerdan contínuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble
y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura
y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera
sea de amigos. Tal vez un muchacho á quien el porvenir guarda una
faja de general ó un sillon presidencial de un Parlamento ó en una
Academia, representa delante de la niña que ha de ser su mujer, ó de
la mujer que ha de ser su gloria ó su condenacion. Tal vez alguno,
con la representacion del papel de Theudia ó del conde D. Julian,
ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y
conservado por ello toda su vida una amistad por él ignorada al viejo
autor del _Puñal del godo_. En estos teatros y en estos actores de
aficion todo es disculpable, en atencion á la buena fé con que todo se
hace: en ellos suelen presentarse individuos que fácilmente llegarian á
buenos actores, si en serlo pusiesen empeño ó de serlo se vieran en la
necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene más amigos jóvenes: soy el
poeta que goza de más popularidad entre la juventud escolar de España:
y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa
muestra, sinó por las octavas de D. Rodrigo y el diálogo de éste con D.
Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria
algunos de sus versos ó algunas hojas parásitas de los mios entre las
de sus libros de asignatura.
Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los
autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige
un público escaso que nunca varía, no les da tiempo de estudiar ni de
ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado
aparte de mis recuerdos viejos: ya volveré sobre ello cuando llegue el
turno á mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin á las
de _El puñal del godo_ con una anécdota poco conocida.
Habia en Méjico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debió ser para
mí y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino español,
pródigamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espléndidas
fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia
onomástico de la Reina Isabel, á quien, como á la persona que entónces
representaba la patria, enviábamos un saludo los expatriados de
España. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches,
que concluia siempre con el viva á España, al cual contestaban los
mejicanos y españoles en aquellos salones reunidos.
Un año, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia
trabajo y era en un español obligacion de buen ciudadano, dispuso que
en una de estas fiestas se representase mi _Puñal del godo_ y se me
ofreciese una corona.
Colocáronme, para honrarme, en un grande y magnífico sillon, en el
cual resaltaba más mi exígua personalidad, á la derecha de la orquesta
y de cara al público: ejecutóse mi pobre drama lo mejor que se pudo
y mejor de lo que se esperaba; diéronme mi corona, aplaudiéronme
mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos bríndis,
metiéronme, tras de muchos abrazos y plácemes, en mi coche y. . . buenas
noches.
Al dia siguiente un periódico mejicano, no muy afecto á los españoles
pero redactado por gente ingeniosísima, daba cuenta de la fiesta,
la representacion, mi coronacion y la cena final en los términos
más halagüeños para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de
los sócios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: «Sin que
salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el
poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido á la
funcion del Casino y que se acercó á saludarle al bajar aquel del coche
á la puerta de su casa, se cruzó el siguiente diálogo, que resultó
improvisada redondilla:
«El amigo. ¿Qué tal lo hicieron los godos?
El poeta. ¡Hombre! . . . lo han hecho tan mal,
que buscaba yo el puñal
para matarlos á todos. »
En cuyo cuentecillo quedábamos mal todos los españoles de Méjico: los
del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con
ellos en semejante epígrama.
Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera habérseme ocurrido; pero me
le ha recordado la última representacion que he visto en Madrid de mi
pobre _Puñal del godo_.
XVI.
LOS DOS VIREYES.
_Suum cuique. _
Este drama está ya olvidado del público de Madrid, y apenas si se
representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra.
De él se ocupó la crítica muy somera aunque muy ágriamente, y tuvo
razon: es la más miserable rapsodia representada en el teatro moderno;
y si andando el tiempo algun curioso bibliómano ó algun crítico
investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo,
seguramente exclamarian con asombro: «¡Cómo diablos fué posible que
aquel poeta escribiera esto! »
Y no puedo negar que lo escribí, y es lo peor que al afirmarlo no
me avergüenzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque
el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: están
rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de
un autor italiano engerto en francés, á quien todo París literario y
artístico ha conocido, pero cuya reputacion no ha llegado á España:
la novelucha se titulaba _El virey de Nápoles_, y su autor se llamaba
Pietro Angelo Fiorentino.
¿Cómo llegó á mis manos esta novela? ¿Quién me puso en mientes
transformarla en drama, copiando en él servilmente los amanerados
diálogos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores
históricos, ni de dar á mis personajes otro carácter más acusado y
dramático, más verdadero y más español?
Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte;
pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no
abone mi lealtad de amigo y mi buena fé de hombre honrado; porque
no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo
abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal
sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el
porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto á mi reputacion
literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque sólo la
posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por
un autor de loca fortuna ó de gran favor entre los profesores de bombo;
y tengo yo para mí, aunque pese á los pocos amigos que me quedan,
que más me va á honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que
reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas
escrito; y digo sinceridad, por no atreverme á decir modestia; virtud
que creo que no existe ya en España y que es un capital que.
anheloso, volvió á la escena con Teodora, Noren y Lumbreras á recibir
los aplausos del público, á cuyos gritos de «¡el autor! » volvió á
presentarse Felipe Reyes y á decir medio espantado: que yo tenia más
miedo al cuarto acto que al tercero.
El por entónces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia más
que por haberme encontrado várias veces en el tiro de pistola, y que
se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala,
aplaudia de pié en su luneta, dispuesto á sostenerme á todo trance,
comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.
Cárlos me envió á decir que «no estirase tanto la cuerda que la
rompiese. » Yo habia ensayado mi obra á conciencia: sabia cómo iban
á hacer la escena de la tienda Cárlos y Mate, y fiaba además en la
presencia del embajador francés en la de D. Pedro con Beltran de
Claquin. Esperé, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi
proscenio, y mi cálculo no salió fallido.
La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la
torre de Montiel: Cárlos dijo sus redondillas á los franceses con un
brío tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en
la que empieza _sí_, _si vosotros, señores_, é hicieron por fin la suya
él y Mate con tal verdad, que sólo pudo serlo más la realidad de la de
Montiel.
Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el público
quedó en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate pálido, sin
casco, desgreñado y saltadas las hebillas de la armadura, arrancó
un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto
segundo. Mate, casi tan alto como Cárlos, pero flaco y herido de la
tísis de que murió, se presentó trémulo del cansancio y del miedo de
la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y
dió á su papel una poesía y unos tamaños que no habia sabido darle el
autor. Cuando él concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su
manto á Cárlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante
de cansancio y de emocion á que el infante mostrase á Blas Perez su
cadáver. Cuando nos presentamos todos al público, me tenia de la mano
como con unas tenazas: y cuando caido el telon por última vez, me cogió
en brazos para besarme, creí que me deshacía al decirme las únicas
y curiosas palabras con que acertó á expresarme su pensamiento, que
fueron: «¡diablo de chiquitin! » y me dejó en tierra.
Así se ensayó y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero
y el Rey_, el año 41 ó 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la
fraternidad que entónces reinaba entre autores y actores; tal era
el cariño y entusiasmo del público por los de entónces, y tan poco
consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor éxito las vencia,
y el soplo vital de la lealtad las disipaba.
Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_
treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil
duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia
ocurrido á la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del
drama con que se habia salvado. Siempre en España ha sido considerado
el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la túnica de
Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho á hacer tiras y
capirotes.
Hasta que el viejo juez Valdeosera se presentó una noche á intervenir
la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lombía de que no podíamos
los poetas vivir del aire, y se apresuraron á darme paga cumplida con
intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la más
cándida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de
oro del que les habia traido la gallina que los ponia.
XI.
_De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras
dramáticas. _
SANCHO GARCÍA. --EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.
Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz,
dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido á escribir
sólo para el de la Cruz, miéntras en su compañía conservara su
empresario á Cárlos Latorre y á Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el
único poeta que no ponia los piés en el saloncito de Julian Romea,
porque yo no he vuelto jamás la cara á lo que una vez he dado la
espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer
traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de
críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en
el Príncipe, á cuyas lunetas iba á aplaudir á Julian y á Matilde, pero
no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico;
era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba á dar sus batallas llevando
á mi lado á Bárbara Lamadrid y á Cárlos Latorre, con cuyos dos atletas
le dí algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados
de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan
ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch
su _D. Alfonso el Casto_ y su _Doña Mencía_, una porcion de primorosos
juguetes en prosa y verso, y las dos mágias _La redoma_ y_ Los polvos_:
diónos García Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho más
de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía,
metiéndose á autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanzó
un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asíduos en Doncel
y Valladares, que escribian á destajo para la actriz más preciosa
y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la
Juanita Perez, quien con Guzman en _No más muchachos_ y en _El pilluelo
de París_, habia hecho las delicias del público desde muy niña. La
Juana Perez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con
una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de
facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa
eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos
piés de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como
diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones
picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir
hasta á los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz
de hacer condenarse á la más austera comunidad de cartujos.
La Juana Perez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil
atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez
y siete años; y fué, miéntras las pisó, el encanto y la desesperacion
del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como
la _fée aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos
poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas
Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático
moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion
del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad
atrevida de Lombía, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez,
ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia
de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos
bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la
justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba á los espectadores,
y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada
quince dias, convertido en juguete valioso ó en ingeniosísima comedia,
un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien
veces más talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas
originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y
á los de _La rueda de la fortuna_, de Rubí, al _Muérete y verás_ y á
las trescientas obras de Breton, y á _Otra casa con dos puertas_, de
Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del
_D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D. ª Mencía_, y las mágias
de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se
elaboraba Lombía, asociado á Tirado y Coll, é impelidos los tres por el
fecundísimo Olona.
Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho García_, mi _Excomulgado_, mi
_Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_,
contribuyeron á nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, á
la inusitada perfeccion de detalles y á la perpétua atencion con
que me los representaban Cárlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes
encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia,
considerándole como á un hijo mal criado á quien se le mima por sus
mismas calaveradas y á quien se adora por las pesadumbres que nos
da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban á mis caprichos y se
doblegaban á mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis
obras no parecian los mismos que en las de los demás, y los demás se
quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. Cárlos
Latorre habia conocido á mi padre, á quien debió atenciones extrañas
á aquella _ominosa década_; Cárlos Latorre, de estatura y fuerzas
colosales, me sentaba á veces en sus rodillas como á sus propios
hijos, y me preguntaba cómo yo habia imaginado tal ó cual escena que
para él acababa yo de escribir: él me contradecia con su experiencia
y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba
forma práctica y plástica á la informe poesía de mis fantásticas
concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él los papeles, en
los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales
nos habia dotado á ambos la naturaleza, y. . . no necesito decir más para
que se comprenda cómo hacia Cárlos mis obras, como un padre las de su
hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.
Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima é intachable, mi papel
era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas;
pero, actriz adherida á Cárlos, compañera obligada en la escena de
aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis
dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas
innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como á una
hermana menor, á quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe;
yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez
veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia,
la ensayaba sus papeles como á una chiquilla de primer año de
Conservatorio; y á veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo
fuese, hasta llorar como una chiquilla, y á veces me obedecia resignada
como á un loco á quien se obedece por compasion; pero convencida al
fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de
la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis
obras, hacia en ellas lo que en _Sancho García_, lo que es lamentable
que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no
lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el
ruido de su voz y desaparece trás del telon!
En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinacion que la
supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan
vigorosamente el poder de una pasion tardía en una mujer adulta, que
traspasó al público la fascinacion del personaje, suprema prueba del
talento de una actriz. En las escenas sexta y sétima del acto tercero
se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que
no queria ni respirar. Bárbara tenia mucho miedo al monólogo: en el
segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y Cárlos
y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada,
conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su
izquierda por mí que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo
del proscenio. Cárlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres
aplausos nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras
obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más
profundo silencio hasta el verso vigésimo cuarto; pero en los cuatro
siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la
mujer, y al decir
«Hijo mio. . . ¡ay de mí! me acuerdo tarde,»
hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues
de un grito desgarrador, que el público estalló en un aplauso que
extremeció el coliseo. Crecióse con él la actriz; entró en la fiebre
de la inspiracion; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclamó
concluyendo, con el acento profundo y las cóncavas inflexiones del de
la más criminal desesperacion,
«para uno de los dos guarda esa copa,
de la callada eternidad la llave! »
quedó Bárbara inmóvil, trémula, inconsciente de lo que habia hecho,
ajena y sin corresponder con la más mínima inclinacion de cabeza á
los aplausos frenéticos, que tuvo que interrumpir Cárlos Latorre
presentándose á continuar la representacion, sacando á Bárbara de su
absorcion con el «¡Madre mia! » de su salida.
Así hacian Cárlos y Bárbara _Sancho García_. Aún vive: pregúntenselo
mis lectores á Bárbara, y que diga ella cuántos malos ratos la dí
con el ensayo y cuántas noches insomnes la hice pasar con el estudio
de mis papeles; cuántas lágrimas la hice derramar y cuántas veces la
hice detestar su suerte de actriz; pero que diga tambien si tuvo nunca
amigo más leal ni aplausos y ovaciones como las de mi _Sancho García_.
Hoy siento orgullo con tal recuerdo, y me congratulo de poderla dar
este testimonio de mi gratitud treinta y ocho años despues de aquella
representacion.
Lombía, por su parte, lo inventó y lo intentó todo en aquellos cuatro
años para sostener nuestro teatro de la Cruz enfrente del afortunado
del Príncipe. A su iniciativa se debió que Basili, Salas, Ojeda y
Azcona echaran los fundamentos de la Zarzuela con la escena de _La
pendencia_ y _El sacristan de San Lorenzo_, y otras parodias de
_Norma_, _Lucía_ y _Lucrecia_, en las cuales despuntó Caltañazor, y
concluyó por presentar _La lámpara maravillosa_, baile maravillosamente
decorado por Aranda y Avrial, ejecutado por la familia Bartholomin,
cuya primera pareja, Bartholomin-Montplaisir, fué reforzada con un
cuerpo de baile de andaluzas y aragonesas; de cuyos cuerpos se han
perdido los moldes, y de cuyas modeladuras no quiero acordarme, por
no quitar tres meses de sueño á los que no las vieron con aquellos
vestidos, que no eran más que un pretesto para salir en cueros.
En el verano del 40 ó del 41, ántes de que estas huríes hicieran un
infierno del teatro de la Cruz, reclamó Lombía de mí una comedia de
espectáculo, en ausencia de Cárlos Latorre, que veraneaba por las
provincias. Los actores sérios y jóvenes se habian ido con Cárlos, y el
trabajo cómico de Lombía, no acomodándose con el mio patibulario, no
sabia yo cómo salir de aquel compromiso ineludible, segun mi contrato
con la empresa. Apurábame Lombía, y devanábame yo los sesos trás del
argumento por él pedido, sin que él aflojara un punto en su demanda y
sin que yo me atreviera á decirle que no éramos el uno para el otro.
Acosábale á él tal vez la secreta comezon de abordar el drama en
ausencia de Cárlos, y pesábame á mí tener que escribir para otro que
no fuera aquel único modelo del galan clásico del drama romántico;
costaba mucho á mi lealtad lo que tal vez podia parecer una traicion
á Cárlos Latorre, y ¡Dios me perdone mi mal juicio! pero tengo para mí
que Lombía tenia la mala intencion de hacérmela cometer. Impacientábase
Lombía y desesperábame yo de no dar con un asunto á propósito, lo que
ya le parecia, vista mi anterior fecundidad, no querer escribir para
él, cuando una tarde, obligado á trabajar un caballo que yo tenia
entablado hacia ya muchos dias, salia yo en él por la calle del Baño
para bajar al Prado por la Carrera de San Jerónimo. Era el caballo
regalo de un mi pariente, Protasio Zorrilla, y andaluz, de la ganadería
de Mazpule, negro, de grande alzada, muy ancho de encuentros, muy
engallado y rico de cabos, y llevábale yo con mucho cuidado, miéntras
por el empedrado marchaba, por temor de que se me alborotase. Cabeceaba
y braceaba el animal contentísimo de respirar el aire libre, cuando, al
doblar la esquina, oí exclamar á uno de tres chulos que se pararon á
contemplar mi cabalgadura: «Pues miá tú que es idea dejar á un animal
tan hermoso andar sin ginete. »
La verdad era que siendo yo tan pequeño, no pasaban mis piés del
vientre del caballo; y visto de frente, no se veia mi persona detrás
de su engallada cabeza y de sus ondosas y abundantes crines. Por mas
que fuera poco halagüeña para mi amor propio la chusca observacion de
aquellos manolos, el de montar tan hermosa bestia me hizo dar en la
vanidad de lucirla sobre la escena, y ocurrírseme la idea de escribir
para ello mi comedia _El caballo del rey D. Sancho_. Rumié el asunto
durante mi paseo, registré la historia del Padre Mariana de vuelta á
mi casa, y fuíme á las nueve á proponer á Lombía el argumento de mi
comedia, advirtiéndole que debia de concluir en un torneo, en cuyo
palenque debia él de presentarse armado de punta en blanco, ginete
sobre mi andaluz caparazonado y enfrontalado.
Aceptó la idea de la comedia, plúgole la del torneo final y halagóle
la de ser en él ginete y vencedor. Puse manos á mi obra aquella misma
noche, y díla completa en veinte y dos dias. El señor duque de Osuna,
hermano y antecesor del actual, á quien me presentó y cuya benevolencia
me ganó el conde de las Navas, puso á mi disposicion su armería, de la
cual tomé cuantos arneses y armas necesité para el torneo de mi drama,
cuya última decoracion del palenque trás de la tienda real montó Aranda
con un lujo y una novedad inusitadas.
Pasóse de papeles mi drama; ensayóse cuidadosamente y conforme á un
guion, que los directores de escena hacen hoy muy mal en no hacer, y
llegó el momento de enseñar su papel á mi caballo. Metíle yo mismo una
mañana por la puerta de la plaza del Angel, desde la cual subian los
carros de decoraciones y trastos por una suave y sólida rampa hasta el
escenario: subió tranquilo el animal por aquella, pero al pisar aquél,
comenzó á encapotarse y á bufar receloso, y al dar luz á la batería
del proscenio, no hubo modo de sujetarle y ménos de encubertarle con
el caparazon de acero. Lombía anunció que ni el Sursum-Corda le haria
montar jamás tan rebelde bestia, y estábamos á punto de desistir de la
representacion, cuando el buen doctor Avilés nos ofreció un caballo
isabelino, de tan soberbia estampa como extraordinaria docilidad, que
aguantó la armadura de guerra, la batería de luces y en sus lomos á
Lombía, que no era, sea dicho en paz, un muy gallardo ginete.
La primera representacion de este drama fué tal vez la más perfecta
que tuvo lugar en aquel teatro: Lombía se creció hasta lo increible: é
hizo, como director de escena, el prodigio de presentar trescientos
comparsas tan bien ensayados y unidos, que se hicieron aplaudir en un
palenque de inesperado efecto; y Bárbara Lamadrid, para quien fueron
los honores de la noche, llevó á cabo su papel con una lógica, una
dignidad tales, que al perdonar al pueblo desde la hoguera y á su hijo
en el final, oyó en la sala los más justos y nutridos aplausos que
habian atronado la del teatro de la Cruz.
Pero aquel drama no pudo quedar de repertorio; hubo que devolver las
armaduras al señor duque de Osuna y el caballo al doctor Avilés, y. . .
ni mereció los honores de la crítica, ni ningun empresario se ha vuelto
á acordar de él, ni yo, que de él me acuerdo en este artículo, recuerdo
ya lo que en él pasa. En cambio, al fin de aquel mismo año se escribió
otro que todo el mundo conoce, que no hay aficionado que no haya hecho
con gusto y aplauso, de cuyo orígen se han propalado las más absurdas
suposiciones, que me ha valido tanta fama como al mismo _D. Juan
Tenorio_, y en cuya representacion no han dado jamás pié con bola más
que los tres actores que, bajo mi direccion, lo estrenaron: Latorre,
Pizarroso y Lumbreras; hablo de _El puñal del godo_, del cual me voy á
ocupar en el siguiente número.
XII.
EL PUÑAL DEL GODO.
I.
Acababa de estrenarse Sancho García y espiraba el tercero dia de
Diciembre de 1842. Trabajaba yo aprovechando la luz que comenzaba á
cambiarse en crepúsculo, cuando un avisador del teatro me trajo un
billete de Lombía, en el cual me suplicaba que no dejara de ir á la
representacion de aquella noche, porque deseaba tener conmigo una
entrevista de diez minutos.
Ya Lombía, á imitacion de Romea, tenia una antecámara en la cual se
reunian sus autores favoritos y sus amigos íntimos, como los de Julian
en el saloncito del teatro del Príncipe. De aquel venian algunos
que escribian para ambos teatros, y que como Hartzenbusch y García
Gutierrez no formaban pandillaje; porque su talento, formalidad y
reputacion, les habian ya colocado muy encima de todo mezquino espíritu
de partido. Yo no iba nunca al saloncito del Príncipe é iba poco á
la antecámara de Lombía, pero asistia contínuamente á mi palco de
proscenio para estudiar mis actores, y bajaba en los entreactos á
saludar á Cárlos Latorre y á la Bárbara, las noches que trabajaban.
Aquella era de Lombía; en el primer entreacto me aboqué con él en su
cuarto y trabamos inmediatamente conversacion, presentes Hartzenbusch,
Tomás Rubí, Isidoro Gil y no recuerdo quiénes más. Hé aquí en resúmen
nuestro diálogo:
_Lombía. _--La empresa espera de V. un señalado servicio.
_Yo. _--Debo servirla segun mi contrato y segun mis fuerzas.
_Lombía. _--Sabe V. que es costumbre que las funciones de Noche-Buena
sean beneficio de la compañía, repartiéndose sus productos á prorrata
entre todos sus actores y empleados segun su clase.
Agucé yo el oido sintiendo abrir una trampa en la que se trataba de
hacerme caer, y continuó Lombía diciéndome:
Sabe V. que Cárlos Latorre no toma nunca parte en las funciones de
Navidad, so pretesto de que en el género cómico de estas alegres
representaciones no cabe el suyo trágico; de modo que cobra y se pasea
desde Navidad á Reyes. Queremos que comparta este año con nosotros el
trabajo de tales dias, y no hay más que un medio con el cual se avenga,
y es, que se le escriba una pieza nueva, y la empresa ha pensado en V.
_Yo. _--Estamos á 13, y por breve que sea el trabajo. . .
_Lombía. _--Deberia estar concluido el 17; copiado y repartido, el 18;
estudiado, el 19 y el 20; ensayado el 21 y 22, y representado el 24.
_Yo. _--Imposible: me faltan tres escenas y copiar el tercer acto de la
segunda obra, que debo entregar á ustedes ántes de año nuevo; si la
interrumpo no la concluyo; no puedo, pues, ocuparme de nada más hasta
el 17, y ya no es tiempo.
_Lombía. _--No quiere V. servir á la empresa por no contrariar á su
amigo. --(Lombía partia siempre del principio de que yo era mejor amigo
de Cárlos que suyo. )
_Yo. _--Mi obligacion es primero que mi amistad.
_Lombía. _--Su excusa de V. nos prueba lo contrario.
_Yo. _--Voy á hacer á V. una propuesta que le asegure de mi buena
fé. Concluiré mi trabajo el 16: en su noche volveré aquí; y si para
entónces el Sr. Hartzenbusch se ocupa de encontrarme un argumento para
un drama en un acto, yo me comprometo á escribirlo el 17 y presentarlo
el 18.
_Lombía. _--Propuesta evasiva: con decir que el argumento que á V. se le
dé no es de su gusto. . . .
_Yo. _--El Sr. Hartzenbusch sabe el respeto en que le tengo, y todos
Vds. saben que sigo sus consejos y acepto sus correcciones como de mi
superior y maestro. He buscado al Sr. Hartzenbusch en dos situaciones
difíciles de mi vida; sabe todos los secretos de mi casa, es en ella
como mi hermano mayor, y lo que él me diga que haga, eso haré yo, como
mejor hacerlo sepa.
_Lombía. _--Se conoce que ha estudiado V. con los jesuitas: sus palabras
de V. son tan suaves como escurridizas. Si no quiere V. no hablemos más.
_Yo. _--Mi última proposicion. Traiga V. aquí el 16 por la noche un
ejemplar de la historia del P. Mariana; le abriremos por tres partes,
desde la época de los godos hasta la de Felipe IV: leeremos tres
hojas de cada corte en sus hojas hecho; y si en las nueve que leamos
tropezamos con algo que nos dé luz para un asunto dramático, lo
amasaremos entre todos, yo lo escribiré como Dios me dé á entender, y
el jesuita Mariana abonará la fé del discípulo de los jesuitas del
Seminario de Nobles.
_Lombía. _--Propuesta aceptada.
_Yo. _--Pues hasta el 16 á las siete.
En tal dia y en tal hora, concluido mi trabajo, volví á presentarme
en el teatro de la Cruz, donde Hartzenbusch, Rubí y algunos otros de
quienes no me acuerdo, me esperaban con Lombía, que tenia sobre la
mesa una _Historia de España_. Metimos tres tarjetas por tres páginas
distintas, y en el primer corte tropezamos, en el capítulo XXIII del
libro sétimo, estas palabras sobre el fin de la batalla de Guadalete
y muerte del rey D. Rodrigo: «Verdad es que, como doscientos años
adelante, en cierto templo de Portugal, en la ciudad de Viseo, se halló
una piedra con un letrero en latin, que vuelto en romance dice:
AQUI REPOSA RODRIGO, ULTIMO REY DE LOS GODOS.
Por donde se entiende que, salido de la batalla, huyó á las partes de
Portugal. »
Al llegar aquí, dije yo: «Basta: un embrion de drama se presenta á
mi imaginacion. ¿Con qué actores y con qué actrices cuento? Necesito
á Cárlos, á Bárbara y á lo ménos dos actores más. » Y miéntras esto
decia, me rodaban por el cerebro las imágenes de Pelayo, don Rodrigo,
Florinda y el conde D. Julian. --Lombía dijo: «Imposible disponer de
Bárbara. »--«Pues Teodora, repuse yo. »--«Tampoco; la cuesta mucho
estudiar, replicó Lombía. »--«Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me
sirven para mi idea, repuse. »--«Pues compóngase usted como pueda,
exclamó por fin Lombía: tiene V. á Cárlos, á Pizarroso y á Lumbreras:
_los tres de V. _ Van á levantar el telon y no quiero faltar á mi
salida. ¿En qué quedamos? ¿Es V. hombre de sostener su palabra? »
Picóme el amor propio el tonillo provocativo de Lombía, y sin
reflexionar, tomé mi sombrero y dije saliendo tras él de su cuarto:
«Mañana á estas horas quedan Vds. citados para leer aquí un drama en un
acto. --Buenas noches.
--¿Apostado? me gritó Lombía dirigiéndose á los bastidores.
--Apostado: me darán Vds. de cenar en casa de Próspero; respondí yo
echándome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel.
Poco trecho mediaba de allí á mi casa, núm. 5 de la de Matute: poco
tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder.
Me encerré en mi despacho: pedí una taza de café bien fuerte, dí
órden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empecé á escribir
en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. «Cabaña, noche,
relámpagos y truenos lejanos. --Escena primera. » Yo no sabia á quién
iba á presentar ni lo que iba á pasar en ella: pero puesto que iba
á desarrollarse en una cabaña, debia por álguien estar habitada:
ocurrióme un eremita, á quien bauticé con el nombre de Romano por
no perder tiempo en buscarle otro; y como lo más natural era que
un ermitaño se encomendase á Dios en aquella tormenta que habia yo
desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso á encomendarse á
Dios, miéntras yo me encomendaba á todas las nueve musas para que me
inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pensé que si el monje y yo
no nos encomendábamos bien á nuestros dioses respectivos, corria el
riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que
no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni
todos los moros que á sus márgenes les derrotaron.
Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que
dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro
que si andaba por el monte á aquellas horas y con aquel temporal, debia
de poner en cuidado al que abria la escena en la cabaña. Decidíme por
fin á atajar la palabra á mi monje romano y escribí: Escena segunda.
_Sale Theudia_: y salió Theudia; mas como no sabia yo aún quién era
aquel Theudia, le saqué embozado, y me pregunté á mí mismo: ¿Quién
será este Sr. Theudia, á quien tampoco podia tener embozado mucho
tiempo en una capa, que no me dí cuenta de si usaban ó no los godos?
era preciso empero desembozarle, y él se encargó de decirme quién era:
un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia
necesariamente que ser un godo; quien trabándose de palabras con aquel
monje que en la choza estaba, me fué dando con los pormenores que en
ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro;
de modo que andando entre Theudia, el ermitaño y yo á ciegas y á
tientas con unos cuantos recuerdos históricos y unas cuantas ficciones
legendarias de mi fantasía, cuando al fin de aquella larga escena
segunda escribí yo: Escena tercera. _El ermitaño_, _Theudia_, _Don
Rodrigo_, ya comenzaba á ver un poco más claro en la trama embrollada
de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abrió en cuanto me ví con
Cárlos Latorre en las tablas; porque miéntras él estuviera en ellas,
era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera á mí el gigante
Briareo; porque estaba ya acostumbrado á ver á Cárlos sacarme con bien
de los atolladeros en que hasta allí me habia metido, y á él conmigo le
habia arrastrado mi juvenil é inconsiderada osadía.
En cuanto me hallé, pues, con Cárlos, fiado en él, me desembaracé del
monje como mejor me ocurrió, y me engolfé en los endecasílabos: cuando
yo los escribia para Cárlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en
mi escena al personaje que para él creaba, sinó á él que lo habia de
representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada,
con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion
tan teatrales, tan artísticos, tan plásticos, nunca distraido, jamás
descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion á
los demás actores que le secundaban: así que al entrar yo en los
endecasílabos de la escena cuarta, me despaché á mi gusto haciendo
decir á D. Rodrigo cuanto se me ocurrió, sin curarme del cansancio que
iba á procurar á un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre
de más de sesenta años con un papel que sostenia solo todo mi drama;
mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacilé
en añadirle el fatigosísimo monólogo de la escena V para preparar la
salida del conde D. Julian. Aquí me amaneció: tomé chocolate y leí lo
escrito; parecióme largo y asombréme de tal longitud, pero no habia
tiempo de corregir; presentia que me iba á cansar, y temiendo no
concluir para las siete, acometí la escena del conde con D. Rodrigo,
que me costó más que todo lo llevado á cabo, y me faltó la luz del dia
cuando escribia:
Escucha, pues, ¡oh rey Rodrigo
á cuánto llega mi rencor contigo!
No me habia acostado, no habia comido, no podia más y se acercaba
la hora de la lectura.
Me lavé, tomé otra taza de café con leche,
enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz.
Leyóse; asombréme yo y asombráronse los que me escucharon; abrazóme
Hartzenbusch, y frotábase ya Lombía las manos pensando en que la
funcion de Navidad trabajaria Cárlos, cuando éste dijo con la mayor
tranquilidad: «Señores, yo no tengo conciencia para poner esto en
escena en cuatro dias; esta obra es de la más difícil representacion,
y yo me comprometo á hacer de ella un éxito para la empresa, si se me
da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; miéntras que si la
hacemos el 24 vamos de seguro á tirar por la ventana el dinero de la
empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla.
Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; mascó
Lombía de través el puro que en la boca tenia y. . . se dejó _El puñal
del godo_ para despues de las fiestas; y tampoco aquel año trabajó en
ellas Cárlos Latorre.
Así se escribió _El puñal del godo_. ¿Cómo lo puso en escena aquel
irreemplazable trágico?
La representacion para el próximo lunes.
XIII.
EL PUÑAL DEL GODO.
II.
Durante las fiestas de Navidad ocupóse Cárlos Latorre del estudio de
aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito
y leido en veinticuatro horas y bautizado con el título de _El puñal
del godo_: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para
reflexionar sobre lo que habia hecho.
Debo yo á Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente
agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado
en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer
por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como
yo sé mejor que nadie cómo y por qué las he escrito, no tengo vanidad
en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sinó que tampoco
me ofende su crítica, por más que muchas veces me las haya acerba,
personal y agresivamente flagelado.
Desde que el 17 por la noche leí en el teatro de la Cruz lo que en
aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que
aquel _Puñal del godo_, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo
dicho, escribiéndolo ántes de pensarlo, creándolo y dándole forma
segun escribiéndolo iba, y fiándome al escribirlo en que era Cárlos
quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de gravísimos
defectos, que hacian dificilísima su representacion. Yo habia escrito
sin juicio, sin correccion y sin poder pararme á leer lo que escribia,
por miedo de perder los minutos que para concluir á tiempo mi trabajo
podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las
cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion
á los espectadores, sinó lo que yo me iba diciendo á mí mismo para
comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi
imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no
podia volverse á borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y
los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque
para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. Así en la escena
IV endecasílaba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar
de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete.
Fiado yo en Cárlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores
concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonomía
avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente,
puse en boca de D. Rodrigo aquella fantástica historia del monje;
figurándome conforme la iba escribiendo cómo me la iba á poner en
accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levantó y á quien debo
la poca reputacion que como autor dramático he obtenido.
Y en verdad que, con sinceridad revelándoselo hoy al público despues de
treinta y ocho años, hasta que hice decir á la vision del bosque en la
narracion de D. Rodrigo, que
él, á quien deshonró tu incontinencia,
vendrá de crímen y vergüenza lleno
con tu mismo puñal á hender tu seno,
maldito si sabia yo aún en lo que habia de parar todo aquello, que no
era todavía más que la exposicion. Hasta que brotó del diálogo aquel
bienaventurado puñal, mi mal perjeñado trabajo no tenia ni accion,
ni final, ni título: desde allí el drama lo es, y caminé desde allí
resueltamente á la escena VI, que es lo único que en él tiene un valor
real y un interés verdadero.
Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete octógono de su casa
de la plaza de Santa Ana Cárlos y yo, para tratar del reparto y ensayo
de mi drameja, me dijo Cárlos: «La espontaneidad con que ha escrito
usted _esto_, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada,
hacen difícil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima
una sola palabra; quitaria V. á su obra su originalidad; quiero hacerla
tal como está; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el
éxito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha
colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto á V.
le ha faltado para escribirla. Escúcheme V. , y vamos á ver si yo he
comprendido bien su pensamiento. »
Latorre y yo teníamos siempre esta conferencia preliminar, en la cual
exponíamos mútuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que
íbamos á poner en escena: yo le decia cómo la habia yo concebido,
y él me decia cómo pensaba desarrollarla. Siguió, pues, Cárlos
diciéndome: «D. Rodrigo es en _El puñal del godo_ un rey acosado por
dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la
profunda melancolía que en su corazon ha engendrado el vencimiento.
La concentracion en sí mismo y la distraccion perpétua en que sus
pensamientos le tienen absorbido son las señales externas del carácter
de esta figura. ¿No es eso?
--Exactamente.
--El conde D. Julian es un mal hombre: por más que la ofensa que
ha recibido le da derechos para mucho, él va tras de una venganza
insaciable, en la cual no ha dudado envolver á toda la nacion de su
ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha
oblícua del lobo, son los caractéres exteriores de esta figura, que se
mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente.
¿No es así?
--Exactamente.
--Theudia es. . . su Sancho Montero y su Blas de usted en _Sancho García_
y _El Zapatero y el Rey_: á Lumbreras le viene como pintado el papel de
Theudia, y daremos el del conde á Pizarroso.
Y se envió á estos actores su respectivo papel.
Lumbreras era entónces un mozo de buena estatura, de franca fisonomía,
de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de
fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se
apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado.
Lumbreras tenia el gérmen de un buen actor sério; habia estrenado
con justo aplauso el papel del moro Hissem en _Sancho García_; y en
la escuela y compañía de Latorre le secundaba dignamente bajo su
direccion.
Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz áspera y
_garrasposa_, pero de buena estatura y fisonomía, de fácil comprension,
de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz
ciego y adorador idólatra de Cárlos Latorre, entre cuyas manos era
materia dúctil como actor útil y aceptable.
Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez _El
puñal del godo_ y levantamos el telon sobre el interior sombrío de
una fantástica cabaña, pintada por Aranda para mi drama en miniatura,
en una noche en que la política traia un poco inquietos los ánimos, y
la atmósfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una
noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo á un público que no sabia
lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto á descargar su inquietud
sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero
inseguro de hallar quien le distrajera.
Ante este público se levantó el telon del teatro de la Cruz sobre la
cabaña de mi monje Romano, quien empezó aquella larga plegaria, de la
cual no habia querido Cárlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido
yo más miedo: tenia cariño á mi tan mal forjado _Puñal_, y temia
que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro
minutos en vergonzosa derrota. Presentóse Lumbreras, y se presentó
bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidióle de cenar con
mucha naturalidad, comió como sóbrio que dijo ser, observó al ermitaño
como hombre que está sobre sí, pero con la tranquila serenidad de un
valiente, y llevó en fin á cabo la escena, dándola la flexibilidad,
el movimiento y el lujo de pormenores de que Cárlos habia previsto la
necesidad. El público la oyó en el más desanimador silencio.
Salió al fin Cárlos, cabizbajo, distraido, sombrío y brusco, llenando
la escena del misterio del carácter del personaje que representaba,
y á los primeros versos se captó la atencion de los espectadores, y
al sentarse empujando á Theudia y diciéndole: «Haceos, buen hombre,
atrás. . . » yo respiré en mi palco, porque ví que todo el mundo queria ya
ver lo que iba á pasar.
Cárlos no tenia par para estas escenas: no dejó enfriar la atencion
un solo instante; y cuando, sólo ya con Theudia, entró en los
endecasílabos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofocábanse
por no toser los á quienes traia resfriados aquella húmeda frialdad del
Enero de 43.
Cárlos reveló tánto miedo, tánta esperanza, tánta supersticion, tal
lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entró
en la narracion de su cuento tan vaga y tan fantásticamente, que al
concluirle diciendo
«Dijo: y por entre la niebla arrebatado
huyó el fantasma y me dejó aterrado,»
estalló un general aplauso: era que el público expresaba así el placer
de que Cárlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras picó y despertó
el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien
marcada; Cárlos olfateó y oyó el aura militar del campamento y el
clarin que extremecia á los corceles con una accion tan dramática y
levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala
estalló en aquel ¡bravo, Latorre! que era sólo para él y que él sólo
sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la
salida del conde D. Julian, rápido, perfectamente á tiempo y entre
el fulgor de un relámpago, se presentó por el fondo Pizarroso, torvo,
sombrío, hosco é insolente, envuelto en una parda y corta anguarina,
con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda
de arriba á abajo. Fuése directamente á la lumbre, que estaba á la
derecha, y picando con intachable precision el diálogo de entrada,
Cárlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal
humor, llegó éste al rústico banquillo que junto á la lumbre estaba, y
diciendo
D. Julian. ¿Tiene algo que cenar?
D. Rodrigo. Nada.
D. Julian. Pues basta;
la cuestion por mi parte ha dado fondo,
engánchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vuélcase
éste y da fondo Pizarroso, sentándose á plomo sobre el tablado.
Aquí hubiera acabado hoy el drama; pero hé aquí el público y los
actores de aquel tiempo viejo: el público ahogó en un ¡chist!
general la natural hilaridad que iba á romper; Cárlos, en lugar de
decir: «desatento venís donde os alojan,» dijo en voz muy clara y
con un altanero desenfado: «desatentado entrais donde os alojan,» y
aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorporóse enderezando
el banquillo, asentóle sobre sus piés con un furioso golpe, y sentóse
tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel.
Cárlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se
quedó contemplándole de través y en silencio, hasta que el público
rompió en un aplauso universal; y continuó la escena en una suprema
lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fué tan
rápida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y
aconterada por Cárlos con la octava final con tal sentimiento y brío,
que el aplauso final se prolongó muchos minutos. _El puñal del godo_
obtuvo el éxito que se obligó á darle Cárlos Latorre, si se nos
concedia tiempo para ponerle en escena como él habia concebido que
debia ponerse.
Así se hacian y así se escuchaban las obras dramáticas desde 1832 á
1843.
XIV.
INTERRUPCION.
Sr. Director de _Los Lunes de El Imparcial_:
Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar á V. original de
mis _Recuerdos del tiempo viejo_ para el número de mañana: pero la
primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana á los que
en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el espíritu
vagabundo y holgazan de todo buen español en la estacion primaveral.
Confieso á V. , y sin que tal confesion me pese ó me ruborice, que no he
hecho más en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo,
que con el frio comenzaba ya á apergaminarse, conversar con dos amigos
tan viejos como yo, del tiempo que no volverá, y vagar por las calles
de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa
en volver á él miéntras luzca el sol sobre el horizonte.
En esta ociosa vagancia me ha cogido el sábado, mi querido Munilla,
sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del artículo de
mañana: así que, mi _Puñal del godo_ pendiente se está como quedó en
nuestro número del 1. º de Marzo, y no lo volveré á coger hasta el del
lunes 15: y para bien sea; porque un puñal en manos de un viejo loco,
puede acarrear á cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera
sincerar mi falta dando á V. alguna razon que de ella con V. me
disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera á V.
en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo
en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.
El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi artículo, me salí
al sol á expaciar el ánimo y á descansar del trabajo hecho. Los martes
son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el miércoles me
volví á salir al sol para prepararme á oir por la noche en el Ateneo
al Sr. Moreno Nieto; á quien voy yo siempre á escuchar con tanto
asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no sé, y las
dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me
pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados
discursos, tan lógicamente hilvanados en tan primorosas frases. El
jueves continué paseándome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno
Nieto; y á las siete y media (costumbre mia de los jueves) me senté á
la mesa de la condesa de Guaquí, quien siendo hija de mi condiscípulo
el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del ángel rubio
encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar
la luz y la alegría sobre la tierra. Recibe conmigo á su mesa los
jueves esta gentilísima señora al prodigio de memoria, de erudicion
y de precocidad, el jóven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que
nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce;
á Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste
concierto del Paraiso, cuando él pone las manos en el piano, y otros
renombrados ingenios y conocidísimos personajes, de quienes no cito á
V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme más importancia
de la escasa que mis versos me han adquirido, más por el ajeno favor
que por su mérito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon
de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los
recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa Cármen, con la
cual no tienen flor comparable ninguno de los Cármenes escalonados en
el valle de los Avellanos de la morisca Granada.
Del viernes ya pensé emplear la noche en escribir mi artículo; pero
fatalmente para V. , los viernes ha dado en reunir en su casa la señora
de Malpica á algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y ¡ay,
señor Director de _Los Lunes de El Imparcial_! recibe esta señora con
tal cariño y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van á
casa de esta señora dos niñas morenas, que cantan como dos ángeles,
dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez apiñonada
y cabello castaño que tocan y cantan como dos Santas Cecilias. . . en
fin, de aquella casa se sale con pesar á las cuatro de la mañana; y el
sábado hay que pasarlo en soñar con aquellas tres parejas de muchachas,
que le dejan á uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas
las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruiseñores de los
bosques de la Alhambra.
La tarde del sábado, cuando ya iba disipándose la especie de embriaguez
en que envuelven el espíritu de los poetas, aunque seamos viejos, el
recuerdo de tánta poesía, tánta música y tántos serafines con forma
humana. . . ella bajando y yo subiendo, tropecé en la calle de la
Montera con la marquesa de D. H. , que es la más mona de todas las
marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malagueña
que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un puñado de azucenas
por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines
por manos; y que me dió justísimas quejas, y que la dí merecidísimas
satisfacciones, y que me ofreció el perdon suyo y el de su esposo, y
que la prometí enmienda, y que me fuí á mi casa entre la niebla del
crepúsculo, mareado y andando á tientas con el recuerdo de sus palabras
y la imágen de su hermosura.
Envié á mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la
comedia _Angel_ por oir á Blasco, me dirigí al Ateneo.
Pero Blasco es más vagabundo que yo, y á las diez nos dijo el
secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco
despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, eché
hácia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan
poética y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una
comedia en prosa para mí desconocida: _Lo positivo_.
A más de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando
ocupé yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y dábame
apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en
ella estaba sola, dejó un periódico en que habia leido y tomó una carta
que tenia delante por leer. Desplegó poco á poco el papel de aquella
carta y comenzó su lectura con una indiferencia que cambió en atencion,
y que fué pasando de ésta al interés, y de éste al sentimiento, y luego
á la ternura, y ví con mis gemelos que las lágrimas brotaban de los
ojos de la actriz, y sentí las mias anublarme los cristales á cuyo
través la contemplaba, y oí por fin estallar un aplauso universal, y
solté mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia
mucho tiempo que no habia yo visto par.
En el tercero desplegó Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio
de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de cómica coquetería,
manifestó tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que
envidié la fortuna del Sr. Tamayo ó Estévanez, ó como quiera llamarse
el académico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban á
un mismo tiempo el más práctico de nuestros autores, y una actriz
incomparable para el estudio de sus papeles.
Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos ó en castiza prosa, un
gran pensamiento, y dar cima á una gran creacion; pero el mejor poeta
no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da á
cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento
y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un
sonido sin vibracion, que excita seca, pálida y fria la idea en ella
expresada. En lo que yo ví de _Lo Positivo_, el poeta ha confeccionado
sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da á su palabra
el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.
Yo no conocia, amigo Munilla, á esta actriz que ha hecho su reputacion
durante mis treinta años de ausencia de España, y como todavía su
acento me resuena dentro del tímpano, su figura y su juego escénico
me bailan aún en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la
memoria, no tengo ni tiempo ni ánimo para escribir el artículo de
mañana.
Compóngase Vd. , pues, como pueda; que yo voy á probar si durmiendo doce
horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me
producen en vigilia las encantadoras imágenes de las nueve bienhechoras
hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que
acabó ayer. Si Dios me da otras cuatro como ésta, el premio grande de
la lotería en la quinta, y la gloria despues de la muerte. . . reclame
usted, señor Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en
el divino, porque no habrá justicia ni en la tierra ni en el cielo.
Suyo afectísimo. . .
* * * * *
Los redactores de _El Imparcial_ no quisieron dejar pasar el número
de aquel lunes sin artículo mio, y sustituyéndole con mi anterior
epístola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes
versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos
como ellos lo intercalaron en los _Lunes_ de su periódico.
* * * * *
Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos á su
casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y
encontrando en él el borrador de las siguientes octavas, las publicamos
á continuacion de su carta, en lugar del artículo que hoy no contaba
darnos.
Dios te ha dado, Valenciana,
la beldad de las huríes;
en tu faz, cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura,
y como esa no hago dos. »
Y eres única por eso:
Yo creí que era mi Rosa
la primera y más hermosa
en el ámbito español;
pero á tí, prez y embeleso,
luz y gloria de Valencia,
te creó la Omnipotencia
sola y sin par, como el sol.
En tus ojos nace el dia,
que ajimeces son del cielo
por los cuales manda al suelo
de Valencia Dios la luz.
Ha supuesto Andalucía
que era Vénus sevillana. . .
no lo creas, Valenciana;
erró vano el andaluz.
Al matar el cristianismo
á la Vénus de Cithéres,
se asió á tí Cupido, y eres
quien le lleva de sí en pós;
si hizo á aquella el paganismo
de la espuma de los mares,
de capullos de azahares
y de luz te hizo á tí Dios.
Tú eres Vénus, Valenciana;
tu hermosura es más perfecta
que la helénica, romana,
bizantina y oriental:
tú eres la obra más correcta
de las manos de aquel númen
que es la cifra y el resúmen
de lo bello y lo ideal.
Y contigo, almo trasunto
de aquel gérmen de hermosura,
de sin par modeladura
en su inmensa creacion,
no tiene el más leve punto
de adhesion comparativa
criatura alguna viva
en belleza y perfeccion.
No creó naturaleza
ningun tipo de hermosura
que no fuera á tu belleza
algun rasgo á demandar;
te pidió el cisne blancura,
el armiño tu limpieza,
el halcon tu gentileza
y el antílope tu andar.
Tienes ojos de paloma
y hebras de sol por pestañas;
Dios te ha puesto en las entrañas
los efluvios del rosal:
y respiras los aromas
que desprende en las montañas
de sus troncos y sus gomas
el calor primaveral.
Tu cabeza toca airosa
tu abundante cabellera,
como al cedro y la palmera
su ramaje secular:
de las hondas de tus rizos
la espiral es más graciosa
que los arcos movedizos
de las ondas de la mar.
Tu cintura, más esbelta
que los vástagos del mimbre,
hace el paso que se cimbre
de tu andar de garza real;
y tu leve falda suelta
flota en torno de tu talle,
cual la niebla que en el valle
alza el sol matutinal.
Más sutilmente no liba
colibrí de cien colores
en el cáliz de las flores
el rocío que en él ve;
más ingrávida no estriba
la ligera mariposa
en las hojas de una rosa,
que al andar pisa tu pié.
De tus labios la sonrisa
como un alba se desprende
que por la atmósfera extiende
viva luz y áura vital,
y tu aliento es una brisa
que del cielo baja al suelo
por tus labios, que del cielo
son las puertas de coral.
Son más dulces tus palabras
que la miel de las abejas;
el olor que trás tí dejas
aventaja al del clavel:
y tu amor, con el que labras
mi ventura, reasume
la dulzura y el perfume
de la flor y de la miel.
Tú eres Vénus, Valenciana:
tus dos labios carmesíes
al abrir cuando sonries
se abre el cielo y se ve á Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «ahí va esa criatura:
mas como esa no haré dos. »
XV.
EL PUÑAL DEL GODO.
III.
Ganóme esta obrita más favor con el vulgo é hízose pronto más popular
y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que,
no necesitándose dama para su representacion, la pusieron en escena
todos los aficionados en liceos, casinos y demás sociedades más ó
ménos literarias que por entónces comenzaron á surgir; y permítame
el lector que con vanidad le recuerde que sé de cierto que miles de
personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el
papel de alguno de los cuatro de mi _Puñal del godo_: y no há muchas
noches dieron una dedada de miel á mi amor propio mi paisano Nuñez de
Arce, Sellés y otros que valen y son hoy más de lo que yo antaño valia
y era, revelándome alegremente que habian de estudiantes representado
á Theudia y á D. Rodrigo, y el primero añadió que aún sabia de memoria
toda mi rápidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz
y en gracia de Dios, me congratula con aquel pequeño aborto de mi
ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito.
Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aquí mi opinion sobre
las representaciones de los aficionados, en los más ó ménos caseros
teatros de sociedades más ó ménos públicas ó privadas. Cuando invitado
un conocido autor á la representacion de una de sus obras en uno de
estos teatros, le dicen durante ó despues de ella: _¡Cuánto habrá V.
sufrido viéndose así ejecutado! _ ni los que tal le dicen son justos,
ni él lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no sólo asisto sin pena
á estas ejecuciones, sinó que es la sola ocasion en que escucho mis
versos sin hastío. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes
aún no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los
representan con entusiasmo, y se encariñan con el autor; de quien se
acuerdan contínuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble
y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura
y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera
sea de amigos. Tal vez un muchacho á quien el porvenir guarda una
faja de general ó un sillon presidencial de un Parlamento ó en una
Academia, representa delante de la niña que ha de ser su mujer, ó de
la mujer que ha de ser su gloria ó su condenacion. Tal vez alguno,
con la representacion del papel de Theudia ó del conde D. Julian,
ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y
conservado por ello toda su vida una amistad por él ignorada al viejo
autor del _Puñal del godo_. En estos teatros y en estos actores de
aficion todo es disculpable, en atencion á la buena fé con que todo se
hace: en ellos suelen presentarse individuos que fácilmente llegarian á
buenos actores, si en serlo pusiesen empeño ó de serlo se vieran en la
necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene más amigos jóvenes: soy el
poeta que goza de más popularidad entre la juventud escolar de España:
y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa
muestra, sinó por las octavas de D. Rodrigo y el diálogo de éste con D.
Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria
algunos de sus versos ó algunas hojas parásitas de los mios entre las
de sus libros de asignatura.
Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los
autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige
un público escaso que nunca varía, no les da tiempo de estudiar ni de
ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado
aparte de mis recuerdos viejos: ya volveré sobre ello cuando llegue el
turno á mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin á las
de _El puñal del godo_ con una anécdota poco conocida.
Habia en Méjico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debió ser para
mí y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino español,
pródigamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espléndidas
fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia
onomástico de la Reina Isabel, á quien, como á la persona que entónces
representaba la patria, enviábamos un saludo los expatriados de
España. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches,
que concluia siempre con el viva á España, al cual contestaban los
mejicanos y españoles en aquellos salones reunidos.
Un año, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia
trabajo y era en un español obligacion de buen ciudadano, dispuso que
en una de estas fiestas se representase mi _Puñal del godo_ y se me
ofreciese una corona.
Colocáronme, para honrarme, en un grande y magnífico sillon, en el
cual resaltaba más mi exígua personalidad, á la derecha de la orquesta
y de cara al público: ejecutóse mi pobre drama lo mejor que se pudo
y mejor de lo que se esperaba; diéronme mi corona, aplaudiéronme
mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos bríndis,
metiéronme, tras de muchos abrazos y plácemes, en mi coche y. . . buenas
noches.
Al dia siguiente un periódico mejicano, no muy afecto á los españoles
pero redactado por gente ingeniosísima, daba cuenta de la fiesta,
la representacion, mi coronacion y la cena final en los términos
más halagüeños para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de
los sócios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: «Sin que
salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el
poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido á la
funcion del Casino y que se acercó á saludarle al bajar aquel del coche
á la puerta de su casa, se cruzó el siguiente diálogo, que resultó
improvisada redondilla:
«El amigo. ¿Qué tal lo hicieron los godos?
El poeta. ¡Hombre! . . . lo han hecho tan mal,
que buscaba yo el puñal
para matarlos á todos. »
En cuyo cuentecillo quedábamos mal todos los españoles de Méjico: los
del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con
ellos en semejante epígrama.
Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera habérseme ocurrido; pero me
le ha recordado la última representacion que he visto en Madrid de mi
pobre _Puñal del godo_.
XVI.
LOS DOS VIREYES.
_Suum cuique. _
Este drama está ya olvidado del público de Madrid, y apenas si se
representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra.
De él se ocupó la crítica muy somera aunque muy ágriamente, y tuvo
razon: es la más miserable rapsodia representada en el teatro moderno;
y si andando el tiempo algun curioso bibliómano ó algun crítico
investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo,
seguramente exclamarian con asombro: «¡Cómo diablos fué posible que
aquel poeta escribiera esto! »
Y no puedo negar que lo escribí, y es lo peor que al afirmarlo no
me avergüenzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque
el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: están
rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de
un autor italiano engerto en francés, á quien todo París literario y
artístico ha conocido, pero cuya reputacion no ha llegado á España:
la novelucha se titulaba _El virey de Nápoles_, y su autor se llamaba
Pietro Angelo Fiorentino.
¿Cómo llegó á mis manos esta novela? ¿Quién me puso en mientes
transformarla en drama, copiando en él servilmente los amanerados
diálogos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores
históricos, ni de dar á mis personajes otro carácter más acusado y
dramático, más verdadero y más español?
Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte;
pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no
abone mi lealtad de amigo y mi buena fé de hombre honrado; porque
no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo
abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal
sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el
porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto á mi reputacion
literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque sólo la
posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por
un autor de loca fortuna ó de gran favor entre los profesores de bombo;
y tengo yo para mí, aunque pese á los pocos amigos que me quedan,
que más me va á honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que
reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas
escrito; y digo sinceridad, por no atreverme á decir modestia; virtud
que creo que no existe ya en España y que es un capital que.
