Tales
desalojos
de las reacciones ma?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
tico.
- Sobre la extincio?
n del arte es elocuente la creciente imposibilidad de representar lo histo?
rico.
El hecho de que no exista ningu?
n drama suficiente sobre el fascismo no se debe a la escasez de talento, sino a que el talento decae ante la insolubilidad de los problemas ma?
s acuciantes del literato.
Este tiene que elegir entre dos principios, ambos igualmente inadecua- dos: la psicologi?
a o el infantilismo.
La primera, que con el tiempo ha quedado este?
ticamente anticuada, la han utilizado los creadores de mayor relieve, y no sin mala conciencia, como un artificio ~esde que el drama moderno empezo?
a ver su objeto en la poli?
- tica.
En el pro?
logo de Schiller a su Fiesco se lee: .
.
Si es verdad que s610 el sentimiento despierta el sentimiento, II mi parecer el he?
roe poli?
tico no tendri?
a que ser sujeto de la escena en el mismo grado en que debe arrinconar al hombre para convertirse en el he?
roe poli?
tico.
No estaba en mi infundir a mi fa?
bula ese vivo ardor que domina en ella como puro producto del entusiasmo, pero lo que si estaba en mi?
era desarrollar la fri?
a y a?
rida accio?
n poli?
tica desde el corazo?
n humano y de esa manera recuperar sus lazos con el corazo?
n humano -volver complejo al hombre a cuen- ta de la calculadora cabeza del poli?
tico-- y derivar de la intriga
urdida situaciones a la medida de la humanidad. Mis relaciones con el mundo burgue? s me hicieron estar ma? s familiarizado con el corazo? n que con el gabinete, y acaso esa fragilidad poli? tica se haya convertido en una virtud poe? tica. >> Difi? cilmente. Enlazar la historia enajenada con el corazo? n humano era ya en Schiller un pretexto para justificar la inhumanidad de la historia hacie? ndola humana- mente comprensible, cosa que ha sido drama? ticamente desmentida cuantas veces la te? cnica ha hecho uno al <<hombre. . . . y a la . . cabeza calculadora del poli? tico>>; asi? en el bufonescameme accidental ase. sinato de Leonora a manos del traidor de su propia conspiracio? n. La tendencia a la reprivatizacie? n este? tica retira al arte el suelo de los pies mientras trata de conservar el humanismo. Las ca? balas de las tan bien construidas piezas de Schiller son impotentes cons- trucciones auxiliares entre las pasiones de los hombres y la reali- dad social y poli? tica que les era inconmensurable y, por tanto, ya no interpretable desde motivaciones humanas. De ahi? ha surgido recientemente el celo de la pseudolitcratura biogra? fica por acercar humanamente los personajes ce? lebres a las personas llanas. Al mis- mo impulso hacia la falsa humanizacio? n obedece la calculada re-
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? ? ? introduccio? n del plot, de la accio? n como una concorde y reprodu- cible conexio? n de sentido. Esta no podri? a mantenerse desde los supuestos del realismo fotogra? fico dados en el cine. Al restaurarla arbitrariamente queda muy por detra? s de las experiencias recogi- das en las grandes novelas de las que el cine vive parasitariament e. Tales experiencias teni? an su sentido precisamente en la disolucio? n de la conexio? n de sentido.
Mas si se hace tabula rasa de todo ello y se busca la represen- tacio? n de la esfera poli? tica en su abstraccio? n y extrahumanidad excluyendo las sofisticas mediaciones de lo interior, lo que se con- sigue no es mejor. Porque es precisamente el esencial cara? cter abstracto de lo que realmente acontece lo que verdade ramente se re- siste a la imagen este? tica. Para hacer de e? l algo susceptible de expresio? n, el literato se ve forzado a traducirlo a una suerte de lenguaje infantil a base de arquetipos y, de ese modo, a <<eviden- ciarlo. una segunda vez - y ya no a la comprensio? n, sino a aqueo llas instancias de la visio? n interpretativa anteriores a la constitu- cio? n del lenguaje de las que incluso el teatro e? pico no puede pres- cindir. La apelacio? n a tales instancias sanciona ya formalmente la disolucio? n del sujeto en la sociedad colectivista. Pero en este tra- bajo de traduccio? n , el objeto apenas resulta menos falsificado que una guerra de religio? n deducida de las privaciones ero? ticas de una reina. Y es que los hombres son hoy tan infantiles como la sim- plista dramaturgia de cuya representacio? n reniega. En cambio la economi? a polui? ca, cuya representacio? n se propone aque? lla como alternativa, es en principio siempre la misma, aunque tan dife- renciada y evolucionada en cada uno de sus momentos, que escapa a la para? bola esquema? tica. Presentar los procesos que tienen lugar en el seno de la gran industria como los que acontecen entre tra- paceros comerciantes de verduras so? lo sirve para provocar un
shock moment a? neo, pero no para crear un dra ma diale? ctico. La ilustracio? n del capitalismo tardi? o a base de cuadros extrai? dos del repertorio esce? nico agrario o criminal no pone de relieve en toda su pureza la deformidad (Unwesen) de la sociedad actual embozada en sus complicados feno? menos. Porque el descuido de los feno? me- nos que se derivan de la esencia (W esen) es lo que deforma dicha esencia. Esta ilustracio? n interpreta ingenuamente la toma del po- der por los fuertes como una maquinacio? n de racleets al margen de la sociedad, y no como un <<volver a si? misma>> de la sociedad en si? . Pero la irrepresentabilidad del fascismo radica en que en e? l hay tan poca libertad del sujeto como en su observacio? n. La absoluta falta de libertad puede conocerse, pero no representarse.
Cuando en los relatos poli? ticos aparece hoy la libertad como mo- tivo, e? ste tiene, como en la alabanza de la resistencia heroica, el rasgo avergonzado de una promesa imposible. El desenlace siempre esta? trazado de antemano por la gran poli? tica, y la propia libero tad aparece con un tinte ideolo? gico, como discurso sobre la libertad con sus declamaciones estereotipadas y no a trave? s de acciones humanamente conmensurables. La peor manera de salvar
el arte tras la extincio? n del sujeto es disecar a e? ste, y el u? nico objeto hoy digno del arte, lo puro inhumano, escapa a e? l en su exceso e inhumanidad.
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Bombo y sordina. - El gusto es el ma? s fiel sismo? grafo de la experiencia histo? rica. Como ninguna otra facultad es capaz de registrar incluso su propio comportamiento. Reacciona contra si mismo y se identifica como falta de gusto. Los artistas que re- pugnan, que chocan, los voceros de atrocidades sin medida, se dejan gobernar en su idiosincrasia por el gusto: el modo sereno y delicado , en cambio, el do minio de los neorro m a? nricos ner- viosos y sensibles aparece en sus protagonistas tan bruto e insi- piente como el verso de Rilke: <<La pobreza es un lujo por den- tro. ? El delicado estremecimiento, el patbos de la diferencia tan
so? lo son ma? scaras convencionales en el culto de la represio? n. Para los nervios este? ticamente evolucionados, la infatuacio? n este? tica se ha vuelto insoportable. El individuo es tan ecabedameme histo? rico que es capaz de rebelarse con la fina hilatura de su organizacio? n burguesa contra la fina hilatura de la organizacio? n burguesa. En la repugnancia hacia todo subjetivismo arti? stico, hacia la expresio? n y la inspiracio? n, hay una hirsuta resistencia a la falta de tacto his- to? rico no diferente a la anterior sublevacio? n del subjetivismo ante los conuenus burg ueses. Mas el rechazo de la mimesis, i? nt ima mo- tivacio? n del nuevo realismo, es mime? tico. El juicio sobre la expre- sio? n subjetiva no se emite desde fuer a, en la reflexio? n pol i? tico- social, sino en las reacciones emocionales directas, cada una de las cuales, obligada a avergonzarse a la vista de la industria cultural, aparta el rostro de su imagen reflejada. y en primer te? rmino esta? la proscripcio? n del pathos ero? tico, de la que el desalojo de los acentos li? ricos no es menos testimonial que la sexualidad, sorne. tida a una condena colectiva, en los escritos de Kafka . A partir del
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? ? ? ? ? ? expresionismo, la prostituta ha llegado a ser en el arte una figura clave, al paso que en la realidad se extingue, porque so? lo en la impu? dica puede adquirir forma el sexo sin sentir pudores este? ti- cos.
Tales desalojos de las reacciones ma? s profundas han llevado a que el arte decaiga en su forma individualista sin que sea posi- ble en su forma colectiva. En la fidelidad e independencia del artista individual es improcedente el firme asimiento a la esfera de lo expresivo y la oposicio? n a la coaccio? n brutal de la colectivi- zacio? n; por lo que e? ste debe, hasta en los ma? s intimas comparti- mientos de su clausura y aun contra su voluntad, romar nota de esa coaccio? n si no quiere quedarse en la falsedad y la impotencia de una humanidad anacro? nica tras lo inhumano. Hasta el ma? s intransigente expresionismo, la li? rica de Stramm o los dramas de Kokoschke, muestran como reverso de su aute? ntico radicalismo un aspecto ingenuo y liberal-confiado. Pero un progreso ma? s alla? de los mismos no es menos dudoso. Las obras arti? sticas que cons- cientemente desean evitar la ingenuidad de la subjetividad abso- luta, pretenden con ello una comunidad positiva que no esta? en ellos mismos presente, sino arbitrariamente plasmada. Ello los convierte en meros portavoces de 10 fatal y en boti? n de la u? ltima
ingenuidad que los supera. La apori? a del trabajo responsable favo- rece el trabajo irresponsable. Si alguna vez se consiguiera eliminar por completo los nervios, el renacimiento del lirismo seri? a incon- tenible, y ni el frente popular que va desde el futurismo ba? rbaro hasta la ideologia del cine podri? a ya opone? rsele.
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Polacio de fano. - Si se hiciese el intento de acomodar el sis- tema de la industria cultural en las grandes perspectivas de la historia universal, habri? a que definirlo como la explotacio? n plani- ficada de la vieja ruptura entre los hombres y su cultura. El ca- ra? cter dual del progreso, que siempre ha desarrollado el potencial de la libertad de consuno con la realidad de la opresio? n, ha llevado a que los pueblos se ordenasen cada vez ma? s perfectamente a la dominacio? n de la naturaleza y a la organizacio? n de la sociedad, pero a la vez fuesen, debido a la coaccio? n que ejerci? a la cultura, incapaces de comprender el factor que impulsaba a la cultura ma? s alle? de esa integracio? n. En la cultura, lo humano, lo ma? s inme- diato, lo que representa su ser propio respecto al mundo, se ha
vuelto extran? o pata los hombres. Estos hacen con el mundo causa comu? n contra si? mismos, y lo ma? s enajenado, la omnipresencia de la mercanci? a, su propia disposicio? n como ape? ndices de la ma- quinaria, se les convierte en imagen engan? osa de la inmediatez. Las grandes obras de arte y las grandes construcciones filoso? ficas han permanecido incomprendidas no por su excesiva distancia del nu? cleo de la experiencia humana, sino por todo lo contrario, y la propia incomprensio? n podri? a reducirse fa? cilmente a una bien na- roria comprensio? n: la vergu? enza por la participacio? n en la injus- licia universal, que se intensificari? a si se perm itiese el comprender . Por eso los hombres se aferran a algo que, confirmando el aspecto mutilado de su esencia en la llaneza de su apariencia, se burla de ellos. De esta inevitable ofuscacio? n han vivido parasitariamente en todas las e? pocas de civilizacio? n urbana los lacayos de lo esta- blecido: la comedia a? tica tardi? a y la industria del arte del Hele- nismo caen ya dentro de lo kitsch aun sin disponer todavi? a de la te? cnica de la reproduccio? n meca? nica ni de ese aparato industrial cuyo prototipo parecen evocarlo directamente las ruinas de Pom- peya. Le? anse las centenarias novelas de aventuras, como las de Cooper, y se encontrara? en ellas en forma rudimentaria el esquema entero de Hollywood. Probablemente el estancamiento de la in- dustria cultural no es primariamente el resultado de su monopoli- zacio? n, sino que desde el comienzo fue algo inseparable de lo que se llama distraccio? n. El kitsch es ese sistema de invariantes con que la mentira filoso? fica reviste a sus solemnes proyectos. Nada de e? l puede ba? sicamente modificarse, pues la indisciplina total de la humanidad debe por fuerza convencer de que nada puede cam- biarse. Pero mientras la marcha de la civilizacio? n se desarrollaba de forma ano? nima y sin seguir ningu? n plan , el espi? ritu objetivo no era consciente de ese elemento ba? rbaro como necesariamente inherente a e? l. En su ilusio? n de estar creando la libertad cuando lo que haci? a era facilirar la dominacio? n, al menos rehusaba contribuir directa- mente a la reproduccio? n de la misma. Proscribio? el kitsch que le acompan? aba como su sombra con un celo que en realidad no hada sino expresar de otra manera la maja conciencia de la alta cultura, que cree no estar bajo la dominacio? n y de cuya deformidad es el kitsch un recordatorio. Hoy, cuando la conciencia de los domina. dores empieza a coincidir con la tendencia general de la sociedad, la tensio? n entre la cultura y el kitsch desaparece. La cultura hace tiempo que no arrastra ya, impotente, el peso de su despreciado adversario, sino que lo toma bajo su direccio? n. Al administrar la humanidad entera, administra tambie? n la brecha entre humanidad
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? ? y cultura. Con subjetiva soberani? a se dispone, y no sin humor, hasta de la rudeza, la apati? a y la limitacio? n objetivamente impues- tas a los sometidos. Nada caracteriza tan fielmente a esta situacio? n, a la vez integradora y antago? nica, como esa instalacio? n de la bar- baric. Pero adema? s, la voluntad de los disponedores puede apo- yarse en la voluntad universal. Su sociedad de masas no so? lo tiene gangas para los clientes, sino que adema? s ha creado a los clientes mismos. Estos se han vuelto hambrientos del cine, la radio y las revistas; lo que siempre les ha dejado insatisfechos del orden, que toma de ellos sin darles lo que les promete, so? lo ha desper- tado en ellos el deseo de que el carcelero se acuerde de sus pero sonas y les ofrezca piedras con su mano izquierda para calmar su hambre mientras con la derecha retiene el pan. Desde hace un cuarto de siglo, los viejos burgueses, que au? n deben saber de otras situaciones. acuden sin reparos a la industria cultural, cuyo pero
fecro ca? lculo incluye a los corazones menesterosos. No tienen nin- gu? n motivo para indignarse con aquella juventud corrompida hasta la me? dula por el fascismo. Los privados de su subjetividad, los culturalmente desheredados, son los legi? timos herederos de la cultu ra.
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M6nada. - EI individuo debe su cristalizacio? n a las formas de la economi? a polftlce, especialmente al mercado urbano. Incluso como oponente a la presio? n de la socializacio? n es e? l su ma? s aute? n- tico producto y se asemeja a ella. Ese rasgo de independencia que le permite tal oposicio? n tiene su origen en el intere? s individual monadolo? gico y su sedimentacio? n como cara? cter. Precisamente en su individuacio? n refleja el individuo la ley social inexpllcita de la sin embargo bien conducida explotacio? n. Peto esto tambie? n quiere decir que su decadencia en la fase actual no se deriva del indivi- duo, sino de la tendencia social, igual que e? sta toma cuerpo a
trave? s de la individuacio? n y no como un simple enemigo de la misma. Esto es 10 que separa a la cri? tica reaccionaria de la cultura de la otra cri? tica. La critica reaccionaria con bastante frecuencia logra cierta comprensio? n de la decadencia de la individualidad y de la crisis de la sociedad, pero la responsabilidad ontolo? gica la carga sobre el individuo en si? como entidad independiente y vuelta ha- cia adentro: de ah! que el reproche de superficialidad, dc increen-
cia y de insustancialidad sea la u? ltima palabra que tiene que decir y la regresio? n su consuelo. Individualistas como Huxley y Jaspers condenan al individuo por su vaciedad meca? nica y su debilidad neuro? tica, pero el sentido de su juicio condenatorio esta? ma? s cerca de hacer de e? l una vi? ctima que de hacer una cri? tica del pnncipium individuetionis de la sociedad. Como media verdad, su pole? mica es ya entera falsedad. Se habla de la sociedad como un inmediato convivir de los hombres de cuya actitud deriva el todo en lugar de considerarla como un sistema que no s610 los engloba y defor- ma, sino que adema? s alcanza a aquella humanidad que una vez los determino? como individuos. En la interpretacio? n panhumana de esta situacio? n como tal, todavi? a se admite en la acusacio? n la cruda realidad material que ata al ser humano a la inhumanidad. En sus buenos tiempos, la burguesi? a fue bien consciente, cuando refle- xionaba histo? ricamente, de tal implicacio? n, y so? lo desde que su
doctrina degenero? en tenaz apologe? tica frente al socialismo la ha olvidado. Entre los me? ritos de la Historia d~ la cultura gri~ga de Jakob Burckhardt no es el menor de ellos el que asociara la obliteracio? n de la individualidad heleni? stica no simplemente con la decadencia objetiva de la potis, sino justamente con el culto del individuo: <<Desde la muerte de Demo? stones y de Focie?
urdida situaciones a la medida de la humanidad. Mis relaciones con el mundo burgue? s me hicieron estar ma? s familiarizado con el corazo? n que con el gabinete, y acaso esa fragilidad poli? tica se haya convertido en una virtud poe? tica. >> Difi? cilmente. Enlazar la historia enajenada con el corazo? n humano era ya en Schiller un pretexto para justificar la inhumanidad de la historia hacie? ndola humana- mente comprensible, cosa que ha sido drama? ticamente desmentida cuantas veces la te? cnica ha hecho uno al <<hombre. . . . y a la . . cabeza calculadora del poli? tico>>; asi? en el bufonescameme accidental ase. sinato de Leonora a manos del traidor de su propia conspiracio? n. La tendencia a la reprivatizacie? n este? tica retira al arte el suelo de los pies mientras trata de conservar el humanismo. Las ca? balas de las tan bien construidas piezas de Schiller son impotentes cons- trucciones auxiliares entre las pasiones de los hombres y la reali- dad social y poli? tica que les era inconmensurable y, por tanto, ya no interpretable desde motivaciones humanas. De ahi? ha surgido recientemente el celo de la pseudolitcratura biogra? fica por acercar humanamente los personajes ce? lebres a las personas llanas. Al mis- mo impulso hacia la falsa humanizacio? n obedece la calculada re-
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? ? ? introduccio? n del plot, de la accio? n como una concorde y reprodu- cible conexio? n de sentido. Esta no podri? a mantenerse desde los supuestos del realismo fotogra? fico dados en el cine. Al restaurarla arbitrariamente queda muy por detra? s de las experiencias recogi- das en las grandes novelas de las que el cine vive parasitariament e. Tales experiencias teni? an su sentido precisamente en la disolucio? n de la conexio? n de sentido.
Mas si se hace tabula rasa de todo ello y se busca la represen- tacio? n de la esfera poli? tica en su abstraccio? n y extrahumanidad excluyendo las sofisticas mediaciones de lo interior, lo que se con- sigue no es mejor. Porque es precisamente el esencial cara? cter abstracto de lo que realmente acontece lo que verdade ramente se re- siste a la imagen este? tica. Para hacer de e? l algo susceptible de expresio? n, el literato se ve forzado a traducirlo a una suerte de lenguaje infantil a base de arquetipos y, de ese modo, a <<eviden- ciarlo. una segunda vez - y ya no a la comprensio? n, sino a aqueo llas instancias de la visio? n interpretativa anteriores a la constitu- cio? n del lenguaje de las que incluso el teatro e? pico no puede pres- cindir. La apelacio? n a tales instancias sanciona ya formalmente la disolucio? n del sujeto en la sociedad colectivista. Pero en este tra- bajo de traduccio? n , el objeto apenas resulta menos falsificado que una guerra de religio? n deducida de las privaciones ero? ticas de una reina. Y es que los hombres son hoy tan infantiles como la sim- plista dramaturgia de cuya representacio? n reniega. En cambio la economi? a polui? ca, cuya representacio? n se propone aque? lla como alternativa, es en principio siempre la misma, aunque tan dife- renciada y evolucionada en cada uno de sus momentos, que escapa a la para? bola esquema? tica. Presentar los procesos que tienen lugar en el seno de la gran industria como los que acontecen entre tra- paceros comerciantes de verduras so? lo sirve para provocar un
shock moment a? neo, pero no para crear un dra ma diale? ctico. La ilustracio? n del capitalismo tardi? o a base de cuadros extrai? dos del repertorio esce? nico agrario o criminal no pone de relieve en toda su pureza la deformidad (Unwesen) de la sociedad actual embozada en sus complicados feno? menos. Porque el descuido de los feno? me- nos que se derivan de la esencia (W esen) es lo que deforma dicha esencia. Esta ilustracio? n interpreta ingenuamente la toma del po- der por los fuertes como una maquinacio? n de racleets al margen de la sociedad, y no como un <<volver a si? misma>> de la sociedad en si? . Pero la irrepresentabilidad del fascismo radica en que en e? l hay tan poca libertad del sujeto como en su observacio? n. La absoluta falta de libertad puede conocerse, pero no representarse.
Cuando en los relatos poli? ticos aparece hoy la libertad como mo- tivo, e? ste tiene, como en la alabanza de la resistencia heroica, el rasgo avergonzado de una promesa imposible. El desenlace siempre esta? trazado de antemano por la gran poli? tica, y la propia libero tad aparece con un tinte ideolo? gico, como discurso sobre la libertad con sus declamaciones estereotipadas y no a trave? s de acciones humanamente conmensurables. La peor manera de salvar
el arte tras la extincio? n del sujeto es disecar a e? ste, y el u? nico objeto hoy digno del arte, lo puro inhumano, escapa a e? l en su exceso e inhumanidad.
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Bombo y sordina. - El gusto es el ma? s fiel sismo? grafo de la experiencia histo? rica. Como ninguna otra facultad es capaz de registrar incluso su propio comportamiento. Reacciona contra si mismo y se identifica como falta de gusto. Los artistas que re- pugnan, que chocan, los voceros de atrocidades sin medida, se dejan gobernar en su idiosincrasia por el gusto: el modo sereno y delicado , en cambio, el do minio de los neorro m a? nricos ner- viosos y sensibles aparece en sus protagonistas tan bruto e insi- piente como el verso de Rilke: <<La pobreza es un lujo por den- tro. ? El delicado estremecimiento, el patbos de la diferencia tan
so? lo son ma? scaras convencionales en el culto de la represio? n. Para los nervios este? ticamente evolucionados, la infatuacio? n este? tica se ha vuelto insoportable. El individuo es tan ecabedameme histo? rico que es capaz de rebelarse con la fina hilatura de su organizacio? n burguesa contra la fina hilatura de la organizacio? n burguesa. En la repugnancia hacia todo subjetivismo arti? stico, hacia la expresio? n y la inspiracio? n, hay una hirsuta resistencia a la falta de tacto his- to? rico no diferente a la anterior sublevacio? n del subjetivismo ante los conuenus burg ueses. Mas el rechazo de la mimesis, i? nt ima mo- tivacio? n del nuevo realismo, es mime? tico. El juicio sobre la expre- sio? n subjetiva no se emite desde fuer a, en la reflexio? n pol i? tico- social, sino en las reacciones emocionales directas, cada una de las cuales, obligada a avergonzarse a la vista de la industria cultural, aparta el rostro de su imagen reflejada. y en primer te? rmino esta? la proscripcio? n del pathos ero? tico, de la que el desalojo de los acentos li? ricos no es menos testimonial que la sexualidad, sorne. tida a una condena colectiva, en los escritos de Kafka . A partir del
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? ? ? ? ? ? expresionismo, la prostituta ha llegado a ser en el arte una figura clave, al paso que en la realidad se extingue, porque so? lo en la impu? dica puede adquirir forma el sexo sin sentir pudores este? ti- cos.
Tales desalojos de las reacciones ma? s profundas han llevado a que el arte decaiga en su forma individualista sin que sea posi- ble en su forma colectiva. En la fidelidad e independencia del artista individual es improcedente el firme asimiento a la esfera de lo expresivo y la oposicio? n a la coaccio? n brutal de la colectivi- zacio? n; por lo que e? ste debe, hasta en los ma? s intimas comparti- mientos de su clausura y aun contra su voluntad, romar nota de esa coaccio? n si no quiere quedarse en la falsedad y la impotencia de una humanidad anacro? nica tras lo inhumano. Hasta el ma? s intransigente expresionismo, la li? rica de Stramm o los dramas de Kokoschke, muestran como reverso de su aute? ntico radicalismo un aspecto ingenuo y liberal-confiado. Pero un progreso ma? s alla? de los mismos no es menos dudoso. Las obras arti? sticas que cons- cientemente desean evitar la ingenuidad de la subjetividad abso- luta, pretenden con ello una comunidad positiva que no esta? en ellos mismos presente, sino arbitrariamente plasmada. Ello los convierte en meros portavoces de 10 fatal y en boti? n de la u? ltima
ingenuidad que los supera. La apori? a del trabajo responsable favo- rece el trabajo irresponsable. Si alguna vez se consiguiera eliminar por completo los nervios, el renacimiento del lirismo seri? a incon- tenible, y ni el frente popular que va desde el futurismo ba? rbaro hasta la ideologia del cine podri? a ya opone? rsele.
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Polacio de fano. - Si se hiciese el intento de acomodar el sis- tema de la industria cultural en las grandes perspectivas de la historia universal, habri? a que definirlo como la explotacio? n plani- ficada de la vieja ruptura entre los hombres y su cultura. El ca- ra? cter dual del progreso, que siempre ha desarrollado el potencial de la libertad de consuno con la realidad de la opresio? n, ha llevado a que los pueblos se ordenasen cada vez ma? s perfectamente a la dominacio? n de la naturaleza y a la organizacio? n de la sociedad, pero a la vez fuesen, debido a la coaccio? n que ejerci? a la cultura, incapaces de comprender el factor que impulsaba a la cultura ma? s alle? de esa integracio? n. En la cultura, lo humano, lo ma? s inme- diato, lo que representa su ser propio respecto al mundo, se ha
vuelto extran? o pata los hombres. Estos hacen con el mundo causa comu? n contra si? mismos, y lo ma? s enajenado, la omnipresencia de la mercanci? a, su propia disposicio? n como ape? ndices de la ma- quinaria, se les convierte en imagen engan? osa de la inmediatez. Las grandes obras de arte y las grandes construcciones filoso? ficas han permanecido incomprendidas no por su excesiva distancia del nu? cleo de la experiencia humana, sino por todo lo contrario, y la propia incomprensio? n podri? a reducirse fa? cilmente a una bien na- roria comprensio? n: la vergu? enza por la participacio? n en la injus- licia universal, que se intensificari? a si se perm itiese el comprender . Por eso los hombres se aferran a algo que, confirmando el aspecto mutilado de su esencia en la llaneza de su apariencia, se burla de ellos. De esta inevitable ofuscacio? n han vivido parasitariamente en todas las e? pocas de civilizacio? n urbana los lacayos de lo esta- blecido: la comedia a? tica tardi? a y la industria del arte del Hele- nismo caen ya dentro de lo kitsch aun sin disponer todavi? a de la te? cnica de la reproduccio? n meca? nica ni de ese aparato industrial cuyo prototipo parecen evocarlo directamente las ruinas de Pom- peya. Le? anse las centenarias novelas de aventuras, como las de Cooper, y se encontrara? en ellas en forma rudimentaria el esquema entero de Hollywood. Probablemente el estancamiento de la in- dustria cultural no es primariamente el resultado de su monopoli- zacio? n, sino que desde el comienzo fue algo inseparable de lo que se llama distraccio? n. El kitsch es ese sistema de invariantes con que la mentira filoso? fica reviste a sus solemnes proyectos. Nada de e? l puede ba? sicamente modificarse, pues la indisciplina total de la humanidad debe por fuerza convencer de que nada puede cam- biarse. Pero mientras la marcha de la civilizacio? n se desarrollaba de forma ano? nima y sin seguir ningu? n plan , el espi? ritu objetivo no era consciente de ese elemento ba? rbaro como necesariamente inherente a e? l. En su ilusio? n de estar creando la libertad cuando lo que haci? a era facilirar la dominacio? n, al menos rehusaba contribuir directa- mente a la reproduccio? n de la misma. Proscribio? el kitsch que le acompan? aba como su sombra con un celo que en realidad no hada sino expresar de otra manera la maja conciencia de la alta cultura, que cree no estar bajo la dominacio? n y de cuya deformidad es el kitsch un recordatorio. Hoy, cuando la conciencia de los domina. dores empieza a coincidir con la tendencia general de la sociedad, la tensio? n entre la cultura y el kitsch desaparece. La cultura hace tiempo que no arrastra ya, impotente, el peso de su despreciado adversario, sino que lo toma bajo su direccio? n. Al administrar la humanidad entera, administra tambie? n la brecha entre humanidad
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? ? y cultura. Con subjetiva soberani? a se dispone, y no sin humor, hasta de la rudeza, la apati? a y la limitacio? n objetivamente impues- tas a los sometidos. Nada caracteriza tan fielmente a esta situacio? n, a la vez integradora y antago? nica, como esa instalacio? n de la bar- baric. Pero adema? s, la voluntad de los disponedores puede apo- yarse en la voluntad universal. Su sociedad de masas no so? lo tiene gangas para los clientes, sino que adema? s ha creado a los clientes mismos. Estos se han vuelto hambrientos del cine, la radio y las revistas; lo que siempre les ha dejado insatisfechos del orden, que toma de ellos sin darles lo que les promete, so? lo ha desper- tado en ellos el deseo de que el carcelero se acuerde de sus pero sonas y les ofrezca piedras con su mano izquierda para calmar su hambre mientras con la derecha retiene el pan. Desde hace un cuarto de siglo, los viejos burgueses, que au? n deben saber de otras situaciones. acuden sin reparos a la industria cultural, cuyo pero
fecro ca? lculo incluye a los corazones menesterosos. No tienen nin- gu? n motivo para indignarse con aquella juventud corrompida hasta la me? dula por el fascismo. Los privados de su subjetividad, los culturalmente desheredados, son los legi? timos herederos de la cultu ra.
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M6nada. - EI individuo debe su cristalizacio? n a las formas de la economi? a polftlce, especialmente al mercado urbano. Incluso como oponente a la presio? n de la socializacio? n es e? l su ma? s aute? n- tico producto y se asemeja a ella. Ese rasgo de independencia que le permite tal oposicio? n tiene su origen en el intere? s individual monadolo? gico y su sedimentacio? n como cara? cter. Precisamente en su individuacio? n refleja el individuo la ley social inexpllcita de la sin embargo bien conducida explotacio? n. Peto esto tambie? n quiere decir que su decadencia en la fase actual no se deriva del indivi- duo, sino de la tendencia social, igual que e? sta toma cuerpo a
trave? s de la individuacio? n y no como un simple enemigo de la misma. Esto es 10 que separa a la cri? tica reaccionaria de la cultura de la otra cri? tica. La critica reaccionaria con bastante frecuencia logra cierta comprensio? n de la decadencia de la individualidad y de la crisis de la sociedad, pero la responsabilidad ontolo? gica la carga sobre el individuo en si? como entidad independiente y vuelta ha- cia adentro: de ah! que el reproche de superficialidad, dc increen-
cia y de insustancialidad sea la u? ltima palabra que tiene que decir y la regresio? n su consuelo. Individualistas como Huxley y Jaspers condenan al individuo por su vaciedad meca? nica y su debilidad neuro? tica, pero el sentido de su juicio condenatorio esta? ma? s cerca de hacer de e? l una vi? ctima que de hacer una cri? tica del pnncipium individuetionis de la sociedad. Como media verdad, su pole? mica es ya entera falsedad. Se habla de la sociedad como un inmediato convivir de los hombres de cuya actitud deriva el todo en lugar de considerarla como un sistema que no s610 los engloba y defor- ma, sino que adema? s alcanza a aquella humanidad que una vez los determino? como individuos. En la interpretacio? n panhumana de esta situacio? n como tal, todavi? a se admite en la acusacio? n la cruda realidad material que ata al ser humano a la inhumanidad. En sus buenos tiempos, la burguesi? a fue bien consciente, cuando refle- xionaba histo? ricamente, de tal implicacio? n, y so? lo desde que su
doctrina degenero? en tenaz apologe? tica frente al socialismo la ha olvidado. Entre los me? ritos de la Historia d~ la cultura gri~ga de Jakob Burckhardt no es el menor de ellos el que asociara la obliteracio? n de la individualidad heleni? stica no simplemente con la decadencia objetiva de la potis, sino justamente con el culto del individuo: <<Desde la muerte de Demo? stones y de Focie?
