a, de la
conversacio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n, a lograr su triun- fo aun en las constelaciones ma?
s i?
ntimas.
La cancelacio?
n de las convenciones como un ornamento anticuado, inu?
til y superficial
no hace sino confirmar la superficialidad ma? xima: la de una vida de dominacio? n directa. Que, con todo, el propio derrumbamiento de esta caricatura del tacto en la camaraderi? a chabacana haga, como burla de la libertad, au? n ma? s insoportable la existencia, es simplemente una sen? al ma? s de lo imposible que sc ha vuelto la convivencia de los hombres en las actuales circunstancias.
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Propiedad resertlada. -EI signo de la e? poca es que ningu? n hombre sin excepcio? n puede ya determinar e? l mismo su vida con un sentido tan transparente como el que antan? o teni? a la estima-
cio? n de las relaciones de mercado. En principio todos son objetos, incluso los ma? s poderosos. Hasta la profesio? n de general ha dejado ya de ofrecer una proteccio? n suficiente. En la era fascista ninguna convencio? n es lo bastante vinculante como para proteger los cuar- teles generales de los ataques ae? reos, y los comandantes que man- tienen la tradicional precaucio? n son colgados por Hitler o decepi- lados por Chisng-Kai-Sbek. Consecuencia inmediata de ello es que todo el que intenta salir librado - y e n el hecho mismo de seguir viviendo hay un contrasentido ana? logo al de los suen? os en los que se asiste al fin del mundo para despue? s salir a rastras por un res- piradero- debe vivir de forma que estuviese en todo momento dispuesto a terminar con su vida. Es algo que parece provenir, como una triste verdad, de la exaltada doctrina de Zarathustra sobre la muerte libre. La libertad se ha reducido a pura negativi- dad, y lo que en los tiempos del jugendsliJ. . se llamaba morir en la belleza se ha quedado en el deseo de disminuir la degradacio? n sin limites de la existencia y el tormento sin limites del morir en un mundo donde hace mucho que hay cosas peores que temer que la muerte. El fin objetivo de la humanidad es so? lo otra expresio? n para referirse a lo mismo. Y significa que el individuo en cuanto individuo, en cuanto representante de la especie hombre, ha per- dido la autonomi? a con la que poder hacer realidad la especie.
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Asilo para desamparador. - El modo como esta? n las cosas hoy di? a en la vida privada se muestra en sus escenas. Ya no es posible lo que se llama propiamente habitar. Las viviendas tradicionales en las que hemos crecido se han vuelto insoportables: en elles, todo rasgo de bienestar se paga con la traicio? n al conocimiento, y toda forma de recogimiento con la ren? ida comunidad de intere-
lO Estilo <<juventud>>, nombre de una variedad de formas arti? sticas y aro resanalcs surgidas en torno a 1900 en Munich y popularizadas gra? ficamente por la revista ]ugend. [N . del T . ]
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? ? ses de la familia. Las nuevas, que han hecho /abula rasa, son es- tuches disen? ados por peritos para pequen? os burgueses o alojamien- tos obreros descarriados en la esfera del consumo, ambos sin nin- guna relacio? n con el que los habita; ma? s au? n: dan en rostro a la an? oranza ---que, con todo, no existe-e- de una existencia indepen- diente. El hombre moderno desea dormir cerca del suelo como un animal, decretaba con profe? tico masoquismo una revista ale- mana anterior a Hitler, y con la cama eliminaba el umbral entre la vigilia y el suen? o, Los que pernoct an en tales viviendas se hallan en todo tiempo disponibles y preparados para todo sin ninguna resistencia, alertas y aturdidos a la vez, Quien busca refugio en viviendas de estilo aute? nticas c--mas tambie? n acaparadas-,-. lo que hace es ernbalsamarse vivo. Si lo que se quiere es evitar la respon- sabilidad de habitar una casa decidie? ndose por el hotel o el aparta- mento amueblado, se hace de las condiciones que impone el exilio la norma de la vida. Como en todo lugar, la peor parte se la llevan aquellos que no tienen eleccio? n, Son los que habitan, si no en los barrios bajos, en bungelows que man? ana podra? n ser barracas, ca- ravanas, automo? viles, campamentos o asentamientos al aire libre. La casa ha pasado. Las destrucciones de las ciudades europeas, igual que los campos de concentracio? n y de trabajo, continu? an como meros ejecutores lo que hace tiempo decidio? hacer con las casas el desarrollo inmanente de la te? cnica. Estas esta? n para ser desechadas como viejas latas de conserva, La posibilidad de habi- tar es anulada por la de la sociedad socialista, que, en cuanto po- sibilidad relegada, lleva a la sociedad burguesa a una estado de solapada desdicha, Ningu? n individuo puede nada contra e? ste, En el mismo momento en que se ocupa de proyectar el mobiliario o la decoracio? n interior se aproxima al refinamiento artistico-indus- trial del tipo del biblio? filo, aunque este? decididamente en contra del arte industrial en sentido estricto. De lejos ya no parece tan considerable la diferencia entre los talleres vieneses y la Bauhaus_ Mientras tanto, las curvas de la pura forma funcional se han inde- pendizado de su funcio? n pasando a constituirse en ornamento igual que las formas cubistas. La mejor actitud frente a todo esto parece au? n la independencia, la de la suspensio? n: llevar la vida privada al li? mite de lo que permitan el orden social y las propias necesidades, pero no sobrecargarla como si au? n fuese algo social. mente sustancial e individualmente adecuado, <<Por fortuna para mf, no soy propietario de ninguna casa>>, escribi? a ya Nietzsche en la Gaya ciencia, A lo que habri? a que an? adir hoy: es un principio moral no hacer de uno mismo su propia casa. Ello muestra algo
de la difi? cil relacio? n en que se encontrara? el individuo con su pro- piedad mientras siga au? n poseyendo algo, El arte consistida en poner en evidencia y expresar el hecho de 'que la propiedad pri- vada ya no pertenece a nadie en el sentido de que la cantidad de bienes de consumo ha llegado a ser potencialmente tan grande que ningu? n individuo tiene ya derecho a aferarrse al principio de su limitacio? n , pero que, no obstante, debe haber propiedad si no se quiere caer en aquella dependencia y necesidad que beneficia a la ciega perpetuacio? n de la relacio? n de posesio? n. Pero la tesis de esta paradoja conduce a la destruccio? n, a un fri? o desde? n por las cosas que necesariamente se vuelve tambie? n contra las personas; y la anti? tesis es, en el momento mismo en que se enuncia, una ideologi? a para aquellos que, con mala conciencia, quieren con.
servar lo suyo. No cabe la vida justa en la vida falsa.
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No l/amar. -Por ahora, la teenificacio? n hace a los gestos preci- sos y adustos, y, con ellos, a los hombres. Desaloja de los adema- nes toda demora, todo cuidado, toda civilidad para subordinarlos a las exigencias implacables y como ahisto? ricas de las cosas, Asi? es como, pongamos por caso, llega a olvidarse co? mo cerrar una puerta de forma suave, cuidadosa y completa, Las de los automo? - viles y neveras hay que cerrarlas de golpe; otras tienen la tenden- da a cerrarse solas, habituando asi? a los que entran a la indeli- cadeza de no mirar detra? s de si? , de no fijarse en el interior de la casa que los recibe. No se puede juzgar imparcialmente al nuevo tipo humano sin la conciencia del efecto que incesantemente pro- ducen en e? l, hasta en sus ma? s ocultas inervaciones, las cosas de su entorno. ? Que? significa para el sujeto que ya no existan ven- ranas con hojas que puedan abrirse, sino so? lo cristales que sim- plemente se deslizan, que no existan sigilosos picaportes, sino po- mas giratorios, que no exista ningu? n vesti? bulo, ningu? n umbral frente a la calle, ni muros rodeando a los jardines? ? Y a que? con- ductores no les ha llevado la fuerza de su motor a la tentacio? n
de arollar a todo, bicho callejero, transeu? ntes, nin? os o ciclistas? En los movimientos que las ma? quinas exigen de los que las utili- zan esta? ya 10 violento , l o b rutal y el constante atropello de los maltratos fascistas, De la extincio? n de la experiencia no es poco culpable el hecho de que las cosas, bajo la ley de su pura utilidad,
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? ? ? adquieran una forma que limita el trato con ellas al mero manejo sin tolerar el menor margen, ya sea de libertad de accio? n, ya de independencia de la cosa, que pueda subsistir como germen de experiencia porque no pueda ser consumido en el momento de la accio? n.
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para pasar e! fino hilo que los une y so? lo en cuya exterioridad cristaliza lo interior. Reaccionarios como los disci? pulos de C. G. Jung han advertido algo de esto. Asi? dice G. R. Heyer en un arti? culo de Eranos: <<Es costumbre peculiar en las personas no totalmente moldeadas por la civilizacio? n no abordar directamente un tema, es ma? s, ni siquiera aludirlo demasiado pronto; antes bien, la conversacio? n se mueve como por si? sola en espirales hacia su verdadero objeto. >> Ahora, por el contrario, la distancia ma? s corta entre dos personas es la recta, como si e? stas fuesen puntos. De! mismo modo que hoy di? a se construyen paredes coladas en tina sola pieza, tambie? n es sustituido el cemento entre los hombres por la presio? n que los mantiene juntos. Todo cuanto no es esto aparece, si no como una especialidad vienesa rozando la alta co- cina, si? como pueril familiaridad o aproximacio? n excesiva. En la forma del par de frases sobre la salud o el estado de la esposa que preceden durante el almuerzo a la conversacio? n de negocios esta? au? n recogida, asimilada, la oposicio? n al orden mismo de los fines. El tabu? contra la charla sobre asuntos profesionales y la incapacidad de hablar entre si? son en realidad una y la misma cosa. Puesto que todo es negocio, es de rigor no mencionar su nombre, como lo es no mencionar la soga en casa del ahorcado. Tras la pseudcdemocr a? rlca supresio? n de las fo? rmulas del trato, de la anticuada cortesi?
a, de la conversacio? n inu? til y ni aun injustifi- cadamente sospechosa de palabreo, tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas que no toleran la Indeflnl- cio? n se denuncia su nuda crudeza. La palabra directa que, sin ro- deos, sin demora y sin reflexio? n, se dice al otro en plena cara tiene ya la forma y el tono de la voz de mando que bajo el fas- cismo va de los mudos a los que guardan silencio. El sentido pra? ctico ent re los hombres, que elimina todo ornamento ldeol o? - gico entre ellos, ha terminado por convertirse e? l mismo en i? deo. logi? a para tratar a los hombres como cosas.
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StTUwwelpeter *. -C uando Hume
vividores compatriotas la contemplacio? n gnoseolo? gica, la <<filoson? a pura>> desde hada tiempo desacreditada entre los genu? emen, uso? este argumento: <<La exactitud favorece siempre a la belleza, y el pensamiento exacto al sentimiento dclicado. >> Este era en si? un argumento pragmatista, y sin embargo conteni? a impli? cita y nega- tivamente toda la verdad sobre el espi? ritu de la praxis. Las orde- naciones pra? cticas de la vida, que se presentan como algo bene- ficioso para los hombres, producen en la economi? a del lucro una atrofia de lo humano, y cuanto ma? s se extienden tanto ma? s cero cenan todo lo que hay de delicado. Pues la delicadeza entre los hombres no es sino la conciencia, que aun a los presos de la utili- dad roza consoladoramente, de la posibilidad de relaciones desin- teresadas; herencia de antiguos privilegios prometedora de una situacio? n exenta de privilegios. La eliminacio? n del privilegio por obra de la ratio burguesa, al cabo elimina tambie? n dicha promesa. Si el tiempo es oro, parece que lo moral es ahorrar tiempo, sobre todo el propio, y se disculpa tal ahoratividad con la consideracio? n hacia los dema? s. Se va derecho. Todo velo que se descorra en el trato entre los hombres es sentido como una perturbacio? n del fun- cionamiento del aparato al que no so? lo esta? n incorporados, sino en el que tambie? n se miran con orgullo. El hecho de que en lugar de levantar el sombrero se saluden con un -qhole! >> de habitual indiferencia, de que en lugar de canas se envi? en i? nter oflice com- muni? cations sin encabezamiento y sin firma, son si? ntomas entre otros ma? s de enfermedad en e! contacto humano. En los hombres la alienacio? n se pone de manifiesto sobre todo en el hecho de que las distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan de nrremcrersc con e! dar y el tomar, la discusio? n y la operacio? n, Ins distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan
? W~k N. dtlT. alti? tulo56.
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intento?
defender
ante sus
No se admiten cambios. -
es regalar. La vulneracio? n de! principio del cambio tiene algo de contrasentido y de inverosimilitud, en todas partes hasta los ni- n? os miran con desconfianza al que da algo, como si el regalo fuera un truco para venderles cepillos o jab6n. Para eso esta? la
Los hombres esta? n olvidando 10 que
? ? pra? ctica de la charity, de la beneficencia administrada, que se en- carga de coser de una forma planificada las heridas visibles de la sociedad. Dentro de esta actividad organizada no hay lugar para el acto de humanidad, es ma? s: la donacio? n esta? necesariamente emparejada con la humillacio? n por el repartir, el ponderar de modo equitativo, en suma, por el tratamiento del obsequiado como ob- jeto. Hasta el regalo privado se ha rebajado a una funcio? n social que se ejecuta con a? nimo contrario, con una detenida considera- cio? n del presupuesto asignado, con una estimacio? n esce? ptica del otro y con el mi? nimo esfuerzo posible. El verdadero regalar teni? a su nota feliz en la imaginacio? n de la felicidad del obsequiado. Sig- nificaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar al otro como sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas es ya alguien capaz de eso. En el caso ma? s favorable se regalan lo que deseari? an para s? mismos, aunque con algunos detalles de me- nor calidad. La decadencia de! regalar se refleja en el triste invento de los arti? culos de regalo, ya creados contando con que no se sabe que? regalar, porque en el fondo no se quiere. Tales mercanci? as son carentes de relacio? n, como sus compradores. Eran ge? nero muerto ya desde e! primer di? a. Parejamente la cla? usula del cam- bio, que para el obsequiado significa: <<Aqui? tienes tu baratija, haz con ella 10 que quieras si no te gusta, a mi? me da lo mismo, ce? m- biela por otra cosa. >> En estos casos, frente al compromiso propio de los regalos habituales, la pura fungibilidad de los mismos au? n
representa la nota ma? s humana, por cuanto que permite al obse- quiado por lo menos regalarse algo a si? mismo, hecho que, desde luego, lleva a la vez en si la absoluta contradiccio? n del regalar mismo .
Frente a la enorme abundancia de bienes asequibles aun a los pobres, la decadencia del regalo podri? a parecer un hecho indlfe- rente, y su consideracio? n algo sentimental. Sin embargo, aunque en medio de la superfluidad resultase superfluo - y ello es men- tira, tanto en 10 privado como en 10 social, pues no hay actual- mente nadie para quien la fantasi? a no pueda encontrar justamente la cosa que le haga ma? s feliz- , quedari? an necesitados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se arruinan aquellas cualidades insustituibles que so? lo pueden desarrollarse no en la celda aislada de la pura interioridad, sino sintiendo el calor de las cosas. La frialdad domina en todo 10 que hacen, en la palabra amistosa, en la inexpresa, en la deferencia, que queda sin efecto. Al final, tal frialdad revierte sobre aquellos de los que emana. Toda relacio? n no deformada, tal vez incluso 10 que de conciliador hay en la vida
orgarnca misma, es un regalar. Quien dominado por la lo? gica de la consecuencia llega a ser incapaz se convierte en cosa y se enfri? a.
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Tirar al nin? o con el agua. -Entre los motivos de la cri? tica de la cultura, el de la mentira ocupa desde antiguo un lugar cen- tral: que la cultura hace creer en una sociedad humanamente digna que no existe; que oculta las condiciones materiales sobre las que se levant a todo lo hu mano; y que, con apaciguamientos y consue- los, sirve para mantener con vida la perniciosa determinacio? n eco- no? mica de la existencia. Tal es la concepcio? n de la cultura como ideologi? a que a primera vista tienen en comu? n ladoctrina burguesa del poder y su contraria: Nietzsche y Marx. Mas esta concepcio? n, lo mismo que todo lo que sea tronar contra la mentira, tiene una sospechosa propensio? n a convertirse ella misma en ideologi? a. Ello se muestra en lo privado. La obsesio? n del dinero y todos los con- flictos que e? sta trae consigo alcanza a las relaciones ero? ticas ma? s delicadas y a las relaciones espirituales ma? s sublimes. De ahi? que la cri? tica cultural pudiera exigir, con la lo? gica de la consecuencia y el pathos de la verdad, que las situaciones se reduzcan por en- tero a su origen material y se delineen sin reservas ni envolturas sobre la base de los intereses de los implicados. Sin duda el sen- tido no es independiente de su ge? nesis, y es fa? cil encontrar en todo lo que se alza sobre lo material o lo media la huella de la insince- ridad, del sentimentalismo y, desde luego, el intere? s disfrazado, doblemente venenoso. Mas si se quisiera actuar de forma radical, con 10 falso se extirpari? a tambie? n todo lo verdadero, todo lo que, de un modo impotente, como siempre, hace esfuerzos por salir del recinto de la praxis universal, toda quime? rica anticipacio? n de un estado ma? s noble, y se pasari? a directamente a la barbarie que se reprocha a la cultura como producto suyo. En los cri? ticos burgue- ses de la cultura posteriores a Nietzsche, esta inversio? n siempre ha sido patente: Spcngler la suscribio? inspiradamente. Pero los marxistas tampoco son inmunes. Una vez curados de la creencia socialdemo? crata en el progreso cultural y enfrentados a la ere- dente barbarie, viven en la permanente tentacio? n de hacer, por mor de la <<tendencia objetiva>>, de abogados de aque? lla y, en un acto de desesperacio? n, esperar la salvacio? n del mortal enemigo que, como <<anti? tesis>>, debe contribuir de forma ciega y misteriosa
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? ? a preparar el buen final. La acentuacio? n del elemento material frente al espi? ritu considerado como mentira desarrolla, con todo, una especie de peligrosa afinidad con la economi? a poli? tica , cuya cri? tica inmanente se practica, comparable a la connivencia entre la polici? a y el hampa. Desde que se ha acabado con la utopi? a y se exige la unidad de teori? a y praxis nos hemos vuelto demasiado pra? cticos. El temor a la impotencia de la teori? a proporciona el pretexto para adscribirse al omnipotente proceso de la produccio? n y admitir as? plenamente la impotencia de la teori?
no hace sino confirmar la superficialidad ma? xima: la de una vida de dominacio? n directa. Que, con todo, el propio derrumbamiento de esta caricatura del tacto en la camaraderi? a chabacana haga, como burla de la libertad, au? n ma? s insoportable la existencia, es simplemente una sen? al ma? s de lo imposible que sc ha vuelto la convivencia de los hombres en las actuales circunstancias.
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Propiedad resertlada. -EI signo de la e? poca es que ningu? n hombre sin excepcio? n puede ya determinar e? l mismo su vida con un sentido tan transparente como el que antan? o teni? a la estima-
cio? n de las relaciones de mercado. En principio todos son objetos, incluso los ma? s poderosos. Hasta la profesio? n de general ha dejado ya de ofrecer una proteccio? n suficiente. En la era fascista ninguna convencio? n es lo bastante vinculante como para proteger los cuar- teles generales de los ataques ae? reos, y los comandantes que man- tienen la tradicional precaucio? n son colgados por Hitler o decepi- lados por Chisng-Kai-Sbek. Consecuencia inmediata de ello es que todo el que intenta salir librado - y e n el hecho mismo de seguir viviendo hay un contrasentido ana? logo al de los suen? os en los que se asiste al fin del mundo para despue? s salir a rastras por un res- piradero- debe vivir de forma que estuviese en todo momento dispuesto a terminar con su vida. Es algo que parece provenir, como una triste verdad, de la exaltada doctrina de Zarathustra sobre la muerte libre. La libertad se ha reducido a pura negativi- dad, y lo que en los tiempos del jugendsliJ. . se llamaba morir en la belleza se ha quedado en el deseo de disminuir la degradacio? n sin limites de la existencia y el tormento sin limites del morir en un mundo donde hace mucho que hay cosas peores que temer que la muerte. El fin objetivo de la humanidad es so? lo otra expresio? n para referirse a lo mismo. Y significa que el individuo en cuanto individuo, en cuanto representante de la especie hombre, ha per- dido la autonomi? a con la que poder hacer realidad la especie.
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Asilo para desamparador. - El modo como esta? n las cosas hoy di? a en la vida privada se muestra en sus escenas. Ya no es posible lo que se llama propiamente habitar. Las viviendas tradicionales en las que hemos crecido se han vuelto insoportables: en elles, todo rasgo de bienestar se paga con la traicio? n al conocimiento, y toda forma de recogimiento con la ren? ida comunidad de intere-
lO Estilo <<juventud>>, nombre de una variedad de formas arti? sticas y aro resanalcs surgidas en torno a 1900 en Munich y popularizadas gra? ficamente por la revista ]ugend. [N . del T . ]
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? ? ses de la familia. Las nuevas, que han hecho /abula rasa, son es- tuches disen? ados por peritos para pequen? os burgueses o alojamien- tos obreros descarriados en la esfera del consumo, ambos sin nin- guna relacio? n con el que los habita; ma? s au? n: dan en rostro a la an? oranza ---que, con todo, no existe-e- de una existencia indepen- diente. El hombre moderno desea dormir cerca del suelo como un animal, decretaba con profe? tico masoquismo una revista ale- mana anterior a Hitler, y con la cama eliminaba el umbral entre la vigilia y el suen? o, Los que pernoct an en tales viviendas se hallan en todo tiempo disponibles y preparados para todo sin ninguna resistencia, alertas y aturdidos a la vez, Quien busca refugio en viviendas de estilo aute? nticas c--mas tambie? n acaparadas-,-. lo que hace es ernbalsamarse vivo. Si lo que se quiere es evitar la respon- sabilidad de habitar una casa decidie? ndose por el hotel o el aparta- mento amueblado, se hace de las condiciones que impone el exilio la norma de la vida. Como en todo lugar, la peor parte se la llevan aquellos que no tienen eleccio? n, Son los que habitan, si no en los barrios bajos, en bungelows que man? ana podra? n ser barracas, ca- ravanas, automo? viles, campamentos o asentamientos al aire libre. La casa ha pasado. Las destrucciones de las ciudades europeas, igual que los campos de concentracio? n y de trabajo, continu? an como meros ejecutores lo que hace tiempo decidio? hacer con las casas el desarrollo inmanente de la te? cnica. Estas esta? n para ser desechadas como viejas latas de conserva, La posibilidad de habi- tar es anulada por la de la sociedad socialista, que, en cuanto po- sibilidad relegada, lleva a la sociedad burguesa a una estado de solapada desdicha, Ningu? n individuo puede nada contra e? ste, En el mismo momento en que se ocupa de proyectar el mobiliario o la decoracio? n interior se aproxima al refinamiento artistico-indus- trial del tipo del biblio? filo, aunque este? decididamente en contra del arte industrial en sentido estricto. De lejos ya no parece tan considerable la diferencia entre los talleres vieneses y la Bauhaus_ Mientras tanto, las curvas de la pura forma funcional se han inde- pendizado de su funcio? n pasando a constituirse en ornamento igual que las formas cubistas. La mejor actitud frente a todo esto parece au? n la independencia, la de la suspensio? n: llevar la vida privada al li? mite de lo que permitan el orden social y las propias necesidades, pero no sobrecargarla como si au? n fuese algo social. mente sustancial e individualmente adecuado, <<Por fortuna para mf, no soy propietario de ninguna casa>>, escribi? a ya Nietzsche en la Gaya ciencia, A lo que habri? a que an? adir hoy: es un principio moral no hacer de uno mismo su propia casa. Ello muestra algo
de la difi? cil relacio? n en que se encontrara? el individuo con su pro- piedad mientras siga au? n poseyendo algo, El arte consistida en poner en evidencia y expresar el hecho de 'que la propiedad pri- vada ya no pertenece a nadie en el sentido de que la cantidad de bienes de consumo ha llegado a ser potencialmente tan grande que ningu? n individuo tiene ya derecho a aferarrse al principio de su limitacio? n , pero que, no obstante, debe haber propiedad si no se quiere caer en aquella dependencia y necesidad que beneficia a la ciega perpetuacio? n de la relacio? n de posesio? n. Pero la tesis de esta paradoja conduce a la destruccio? n, a un fri? o desde? n por las cosas que necesariamente se vuelve tambie? n contra las personas; y la anti? tesis es, en el momento mismo en que se enuncia, una ideologi? a para aquellos que, con mala conciencia, quieren con.
servar lo suyo. No cabe la vida justa en la vida falsa.
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No l/amar. -Por ahora, la teenificacio? n hace a los gestos preci- sos y adustos, y, con ellos, a los hombres. Desaloja de los adema- nes toda demora, todo cuidado, toda civilidad para subordinarlos a las exigencias implacables y como ahisto? ricas de las cosas, Asi? es como, pongamos por caso, llega a olvidarse co? mo cerrar una puerta de forma suave, cuidadosa y completa, Las de los automo? - viles y neveras hay que cerrarlas de golpe; otras tienen la tenden- da a cerrarse solas, habituando asi? a los que entran a la indeli- cadeza de no mirar detra? s de si? , de no fijarse en el interior de la casa que los recibe. No se puede juzgar imparcialmente al nuevo tipo humano sin la conciencia del efecto que incesantemente pro- ducen en e? l, hasta en sus ma? s ocultas inervaciones, las cosas de su entorno. ? Que? significa para el sujeto que ya no existan ven- ranas con hojas que puedan abrirse, sino so? lo cristales que sim- plemente se deslizan, que no existan sigilosos picaportes, sino po- mas giratorios, que no exista ningu? n vesti? bulo, ningu? n umbral frente a la calle, ni muros rodeando a los jardines? ? Y a que? con- ductores no les ha llevado la fuerza de su motor a la tentacio? n
de arollar a todo, bicho callejero, transeu? ntes, nin? os o ciclistas? En los movimientos que las ma? quinas exigen de los que las utili- zan esta? ya 10 violento , l o b rutal y el constante atropello de los maltratos fascistas, De la extincio? n de la experiencia no es poco culpable el hecho de que las cosas, bajo la ley de su pura utilidad,
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? ? ? adquieran una forma que limita el trato con ellas al mero manejo sin tolerar el menor margen, ya sea de libertad de accio? n, ya de independencia de la cosa, que pueda subsistir como germen de experiencia porque no pueda ser consumido en el momento de la accio? n.
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para pasar e! fino hilo que los une y so? lo en cuya exterioridad cristaliza lo interior. Reaccionarios como los disci? pulos de C. G. Jung han advertido algo de esto. Asi? dice G. R. Heyer en un arti? culo de Eranos: <<Es costumbre peculiar en las personas no totalmente moldeadas por la civilizacio? n no abordar directamente un tema, es ma? s, ni siquiera aludirlo demasiado pronto; antes bien, la conversacio? n se mueve como por si? sola en espirales hacia su verdadero objeto. >> Ahora, por el contrario, la distancia ma? s corta entre dos personas es la recta, como si e? stas fuesen puntos. De! mismo modo que hoy di? a se construyen paredes coladas en tina sola pieza, tambie? n es sustituido el cemento entre los hombres por la presio? n que los mantiene juntos. Todo cuanto no es esto aparece, si no como una especialidad vienesa rozando la alta co- cina, si? como pueril familiaridad o aproximacio? n excesiva. En la forma del par de frases sobre la salud o el estado de la esposa que preceden durante el almuerzo a la conversacio? n de negocios esta? au? n recogida, asimilada, la oposicio? n al orden mismo de los fines. El tabu? contra la charla sobre asuntos profesionales y la incapacidad de hablar entre si? son en realidad una y la misma cosa. Puesto que todo es negocio, es de rigor no mencionar su nombre, como lo es no mencionar la soga en casa del ahorcado. Tras la pseudcdemocr a? rlca supresio? n de las fo? rmulas del trato, de la anticuada cortesi?
a, de la conversacio? n inu? til y ni aun injustifi- cadamente sospechosa de palabreo, tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas que no toleran la Indeflnl- cio? n se denuncia su nuda crudeza. La palabra directa que, sin ro- deos, sin demora y sin reflexio? n, se dice al otro en plena cara tiene ya la forma y el tono de la voz de mando que bajo el fas- cismo va de los mudos a los que guardan silencio. El sentido pra? ctico ent re los hombres, que elimina todo ornamento ldeol o? - gico entre ellos, ha terminado por convertirse e? l mismo en i? deo. logi? a para tratar a los hombres como cosas.
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StTUwwelpeter *. -C uando Hume
vividores compatriotas la contemplacio? n gnoseolo? gica, la <<filoson? a pura>> desde hada tiempo desacreditada entre los genu? emen, uso? este argumento: <<La exactitud favorece siempre a la belleza, y el pensamiento exacto al sentimiento dclicado. >> Este era en si? un argumento pragmatista, y sin embargo conteni? a impli? cita y nega- tivamente toda la verdad sobre el espi? ritu de la praxis. Las orde- naciones pra? cticas de la vida, que se presentan como algo bene- ficioso para los hombres, producen en la economi? a del lucro una atrofia de lo humano, y cuanto ma? s se extienden tanto ma? s cero cenan todo lo que hay de delicado. Pues la delicadeza entre los hombres no es sino la conciencia, que aun a los presos de la utili- dad roza consoladoramente, de la posibilidad de relaciones desin- teresadas; herencia de antiguos privilegios prometedora de una situacio? n exenta de privilegios. La eliminacio? n del privilegio por obra de la ratio burguesa, al cabo elimina tambie? n dicha promesa. Si el tiempo es oro, parece que lo moral es ahorrar tiempo, sobre todo el propio, y se disculpa tal ahoratividad con la consideracio? n hacia los dema? s. Se va derecho. Todo velo que se descorra en el trato entre los hombres es sentido como una perturbacio? n del fun- cionamiento del aparato al que no so? lo esta? n incorporados, sino en el que tambie? n se miran con orgullo. El hecho de que en lugar de levantar el sombrero se saluden con un -qhole! >> de habitual indiferencia, de que en lugar de canas se envi? en i? nter oflice com- muni? cations sin encabezamiento y sin firma, son si? ntomas entre otros ma? s de enfermedad en e! contacto humano. En los hombres la alienacio? n se pone de manifiesto sobre todo en el hecho de que las distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan de nrremcrersc con e! dar y el tomar, la discusio? n y la operacio? n, Ins distancias desaparecen. Pues so? lo en la medida en que dejan
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ante sus
No se admiten cambios. -
es regalar. La vulneracio? n de! principio del cambio tiene algo de contrasentido y de inverosimilitud, en todas partes hasta los ni- n? os miran con desconfianza al que da algo, como si el regalo fuera un truco para venderles cepillos o jab6n. Para eso esta? la
Los hombres esta? n olvidando 10 que
? ? pra? ctica de la charity, de la beneficencia administrada, que se en- carga de coser de una forma planificada las heridas visibles de la sociedad. Dentro de esta actividad organizada no hay lugar para el acto de humanidad, es ma? s: la donacio? n esta? necesariamente emparejada con la humillacio? n por el repartir, el ponderar de modo equitativo, en suma, por el tratamiento del obsequiado como ob- jeto. Hasta el regalo privado se ha rebajado a una funcio? n social que se ejecuta con a? nimo contrario, con una detenida considera- cio? n del presupuesto asignado, con una estimacio? n esce? ptica del otro y con el mi? nimo esfuerzo posible. El verdadero regalar teni? a su nota feliz en la imaginacio? n de la felicidad del obsequiado. Sig- nificaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar al otro como sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas es ya alguien capaz de eso. En el caso ma? s favorable se regalan lo que deseari? an para s? mismos, aunque con algunos detalles de me- nor calidad. La decadencia de! regalar se refleja en el triste invento de los arti? culos de regalo, ya creados contando con que no se sabe que? regalar, porque en el fondo no se quiere. Tales mercanci? as son carentes de relacio? n, como sus compradores. Eran ge? nero muerto ya desde e! primer di? a. Parejamente la cla? usula del cam- bio, que para el obsequiado significa: <<Aqui? tienes tu baratija, haz con ella 10 que quieras si no te gusta, a mi? me da lo mismo, ce? m- biela por otra cosa. >> En estos casos, frente al compromiso propio de los regalos habituales, la pura fungibilidad de los mismos au? n
representa la nota ma? s humana, por cuanto que permite al obse- quiado por lo menos regalarse algo a si? mismo, hecho que, desde luego, lleva a la vez en si la absoluta contradiccio? n del regalar mismo .
Frente a la enorme abundancia de bienes asequibles aun a los pobres, la decadencia del regalo podri? a parecer un hecho indlfe- rente, y su consideracio? n algo sentimental. Sin embargo, aunque en medio de la superfluidad resultase superfluo - y ello es men- tira, tanto en 10 privado como en 10 social, pues no hay actual- mente nadie para quien la fantasi? a no pueda encontrar justamente la cosa que le haga ma? s feliz- , quedari? an necesitados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se arruinan aquellas cualidades insustituibles que so? lo pueden desarrollarse no en la celda aislada de la pura interioridad, sino sintiendo el calor de las cosas. La frialdad domina en todo 10 que hacen, en la palabra amistosa, en la inexpresa, en la deferencia, que queda sin efecto. Al final, tal frialdad revierte sobre aquellos de los que emana. Toda relacio? n no deformada, tal vez incluso 10 que de conciliador hay en la vida
orgarnca misma, es un regalar. Quien dominado por la lo? gica de la consecuencia llega a ser incapaz se convierte en cosa y se enfri? a.
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Tirar al nin? o con el agua. -Entre los motivos de la cri? tica de la cultura, el de la mentira ocupa desde antiguo un lugar cen- tral: que la cultura hace creer en una sociedad humanamente digna que no existe; que oculta las condiciones materiales sobre las que se levant a todo lo hu mano; y que, con apaciguamientos y consue- los, sirve para mantener con vida la perniciosa determinacio? n eco- no? mica de la existencia. Tal es la concepcio? n de la cultura como ideologi? a que a primera vista tienen en comu? n ladoctrina burguesa del poder y su contraria: Nietzsche y Marx. Mas esta concepcio? n, lo mismo que todo lo que sea tronar contra la mentira, tiene una sospechosa propensio? n a convertirse ella misma en ideologi? a. Ello se muestra en lo privado. La obsesio? n del dinero y todos los con- flictos que e? sta trae consigo alcanza a las relaciones ero? ticas ma? s delicadas y a las relaciones espirituales ma? s sublimes. De ahi? que la cri? tica cultural pudiera exigir, con la lo? gica de la consecuencia y el pathos de la verdad, que las situaciones se reduzcan por en- tero a su origen material y se delineen sin reservas ni envolturas sobre la base de los intereses de los implicados. Sin duda el sen- tido no es independiente de su ge? nesis, y es fa? cil encontrar en todo lo que se alza sobre lo material o lo media la huella de la insince- ridad, del sentimentalismo y, desde luego, el intere? s disfrazado, doblemente venenoso. Mas si se quisiera actuar de forma radical, con 10 falso se extirpari? a tambie? n todo lo verdadero, todo lo que, de un modo impotente, como siempre, hace esfuerzos por salir del recinto de la praxis universal, toda quime? rica anticipacio? n de un estado ma? s noble, y se pasari? a directamente a la barbarie que se reprocha a la cultura como producto suyo. En los cri? ticos burgue- ses de la cultura posteriores a Nietzsche, esta inversio? n siempre ha sido patente: Spcngler la suscribio? inspiradamente. Pero los marxistas tampoco son inmunes. Una vez curados de la creencia socialdemo? crata en el progreso cultural y enfrentados a la ere- dente barbarie, viven en la permanente tentacio? n de hacer, por mor de la <<tendencia objetiva>>, de abogados de aque? lla y, en un acto de desesperacio? n, esperar la salvacio? n del mortal enemigo que, como <<anti? tesis>>, debe contribuir de forma ciega y misteriosa
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? ? a preparar el buen final. La acentuacio? n del elemento material frente al espi? ritu considerado como mentira desarrolla, con todo, una especie de peligrosa afinidad con la economi? a poli? tica , cuya cri? tica inmanente se practica, comparable a la connivencia entre la polici? a y el hampa. Desde que se ha acabado con la utopi? a y se exige la unidad de teori? a y praxis nos hemos vuelto demasiado pra? cticos. El temor a la impotencia de la teori? a proporciona el pretexto para adscribirse al omnipotente proceso de la produccio? n y admitir as? plenamente la impotencia de la teori?
