La ausencia de
nerviosidad
y la calma, que han Il~gado a ser la condicio?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
.
Programa cinematogra? fico de la semana: la invasio? n de las Marianas. La impresio? n no es la que suscitan las batallas, sino la de los trabajos meca? nicos de dinamitado y construccio? n de carre- teras emprendidos con vehemencia llevada al paroxismo, asi? como Jos de <<fumigacio? n>>, los de exterminio de insectos a escala tclu? - rica. Las operaciones no cesan hasta que deja de crecer la hierba. El enemigo es a una paciente y cada? ver. Como los judi? os bajo el fascismo, es simplemente un objeto de medidas re? cnico-admioisrre- tivas, y si se defiende, su contraataque toma al punto el mismo cara? cter. A lo que se an? ade el rasgo sata? nico de que en cierta ma- nera se exige ma? s iniciativa que en la guerra al viejo estilo, de que, por asi? decirlo, la energi? a toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realiza- cio? n del suen? o humano de Edward Grey de la guerra sin odio.
Otoiio de 1944
34
Hans-Guck-in. Jie-Lult <<. -Entre el conocnmento y el poder existe no so? lo una relacio? n de servilismo, sino tambie? n de verdad. Muchos conocimientos resultan nulos fuera de toda relacio? n con el reparto de poderes, aunque formalmente sean verdaderos. Cuando el me? dico expatriado dice: . . para mi? , Adolf Hitler es un caso patolo? gko>>, podra? el diagno? stico cli? nico confirmar su dicta- men, pero la desproporcio? n de e? ste con la desgracia objetiva que se extiende por el mundo en nombre del paranoico hace de tal
. . <<Juan Mira-al-aire", expresio? n coloquial para referirse al individuo distrai? do, despistado o no enterado. [N. del Y. ]
dia~no? stjco, con el que se infatua el diagnosticador, algo ridi? culo. QUIza? sea Hitler . . en sr>>un caso patolo? gico, pero desde luego no . . para e? l>>. La vanidad y la pobreza de muchas manifestaciones del exilio contra el fascismo guarda conexio? n con este hecho. Los que expresan sus pensamientos en la forma del enjuiciamiento li- bre, distanciado e ininteresado son Jos que no han sido capaces de asumir de esa misma forma la experiencia de la violencia, lo que resta validez a tales pensamientos. El problema, casi insoluble, es aqui? el de no dejarse allanar ni por el poder de los ot ros ni por la propia impotencia.
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55
V uelta a la cultura. -
la cultura alemana no es ma? s que un truco propagandi? stico de los que desean reediflcarla desde sus mesas de despacho. Lo que Hit. ler ha aniquilado en arte y pensamiento llevaba hace ya tiempo una existencia escindida y apo? crifa, cuyos u? ltimos refugios barrio?
el fascismo. El que no colaboraba estaba abocado ya an? os antes del surgimiento de! Tercer Reich al exilio interior; por lo menos desde la estabilizacio? n monetaria alemana, que coincidio? con el fin del expresionismo, la cultura alemana se habi? a estabilizado en el espi? ritu de las revistas ilustradas berlinesas, que en poco se apar- taba del de <<el vigor por la alegri? a>>, las autopistas del Reich o el fresco clasicismo de las exposiciones de los nazis. En todo su a? m- bito, la cultura alemana, incluso donde ma? s liberal se mostraba, suspiraba por su Hitler, y se comete una injusticia con los redac- tores de Mosses y Ullstein y con Jos reorganizadores del Frank-
[urter Zeitung cuando se les reprocha su candidez. Ellos eran ya asi? , y su li? nea de la menor oposicio? n a las mercanci? as del espi? ritu que produci? an se continuaba sin alteracio? n con la li? nea de la me- nor oposicio? n al poder poli? tico, entre cuyos me? todos ideolo? gicos destacaba, en propias palabras del Fu? hrer, el de tener comprensio? n con los ma? s necios. Ello ha conducido a una fatal confusio? n. Hitler ha aniquila~o la cultura, Hitler ha. echado a Herr Ludwig, luego Herr Ludwig es la cultura. y de hecho lo es. Una mirada a la produccio? n literaria de aquellos exiliados que, mediante la disci? - plina y la estricta reparticio? n de sus esferas de influencia, se han hecho con la representacio? n del espi? ritu, muestra lo que cabe espe- rar de la feliz reconstruccio? n: la introduccio? n de los me? todos de Broadway en el Kurfu? tstcndamm, que ya en los an? os veinte so? lo
La afirmacio? n de que Hitler ha destruido
? ? ? ? se diferenciaba de aque? l por su escasez de medios, no porque sus fines fueran mejores. Quien quiera tomar posicio? n contra el fas- cismo de la cultura tendra? que empez ar ya por Weimar, por <<Bom- bas sobre Montecarlo>> y por las fiestas de la prensa, si no quiere al final descubrir que figuras tan equi? vocas como Fallada dijeron bajo el re? gimen de Hitler ma? s verdades que las inequi? vocas pro- minencias que han logrado difundir su prestigio.
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La salud para la muerte. - Si fuera posible un psicoana? lisis de la cultura prorotfpica de nuestros di? as; si el predominio absoluto de la economi? a no se burlara de todo intento de explicar la sirua- cio? n partiendo de la vida ani? mica de sus vi? ctimas y los propios psicoanalistas no hubieran jurado desde hace tiempo fidelidad a dicha situacio? n, tal investigacio? n pondri? a de manifiesto que la en- fermedad actual consiste precisamente en la normalidad. Las res- puestas de la libido exigidas por el individuo que se conduce en cuerpo y alma de forma sana, son de tal i? ndole que so? lo pueden ser obtenidas mediante la ma? s radical mutilacio? n, mediante una interiorizacio? n de la castracio? n en los cxtrooerts respecto a la cual el viejo tema de la i? denrlflcnci o? n con el padre es el juego de nin? os en el que fue ejercitada. El regular guy y la populor girl no s610 deben reprimir sus deseos y conocimientos. sino tambie? n todos los si? ntomas que en la e? poca burguesa se segui? an de la represio? n.
Igual que la antigua injusticia no cambia con el generoso ofre- cimiento a las masas de luz, aire e higiene, sino que por el con- trario es disimulada con la luciente transparencia de la actividad racionalizada, la salud interior de la e? poca consiste en haber cor- tado la huida hacia la enfermedad sin que haya cambiado en lo ma? s mi? nimo su etiologi? a. Los ma? s oscuros retiros fueron elimina- dos como un lamentable derroche de espacio y relegados al cuarto de ban? o. Las sospechas del psicoana? lisis se han confirmado an- tes de constituirse e? l mismo en parte de la higiene. Donde mayor es la claridad domina secretamente lo fecal. Los versos que dicen: <<La miseria queda como antes era. / No puedes extirparla de rai? z, / pero puedes hacer que no se vea>>, tienen en la economi? a del alma ma? s validez que alli? donde la abundancia de bienes logra en ocasiones engan? ar con las diferencias materiales en incontenible
aumento. Ningu? n estudio ha llegado hoy hasta el infierno donde 56
se forjan la. s (~e. formadones que luego aparecen como alegri? a, fran- queza, soc~abthdad, como lograda adaptacio? n a lo inevitable y COffi? ? sentido pra? ctico libre de sinuosidades. Hay razones para admitir que aque? llas tienen lugar en fases del desarrollo infantil ~a? s tempranas que la fase en la que se originan las neurosis: SI son los resultados de un conflicto en el que el impulso fue vencido, la situacio? n, que viene a ser tan normal como la dete- riorada sociedad a la que se asemeja, es resultado de una [nter- vencio? n, por asi? decirlo, prehisto? rica, que anula las fuerzas antes d. e que se ~roduzca el conflicto, de fonna que la posterior ausen- cta de conflictos refleja un estado decidido de antemano el triunfo o pri~ri. de la instancia colectiva, y no la curacio? n po/medio del
conocumemo.
La ausencia de nerviosidad y la calma, que han Il~gado a ser la condicio? n para que a los aspirantes les sean adju- dl~dos los ca~gos. mejor retribuidos, son la imagen del ahoga- rmentc en el silencio que los que solicitan a los jefes de personal proceden despue? s a disimular poli? ticamente. La enfermedad de los sanos solamente puede diagnosticarse de modo objetivo mostran- do la desproporcio? n entre su vida racional (rational) y la posible determinacio? n racional (vernu? nftig) de sus vidas. Sin embargo, la huella ~Ie la enf~rmcdad se delata ella sola; los individuos parece
c? mo SI llevasen Impreso en su piel un troquel regularmente inspec, ci? onado, como si se diera en ellos un mimetismo con lo inorga? nico. Un poco ma? s y se podri? a considerar a los que se desviven por mostrar su a? gil vitalidad y rebosante fuerza como cada? veres diseca. dos a los que se les oculto? la noticia de su no del todo efectiva defuncio? n por consideraciones de poli? tica demogra? fica. En el fondo de la salud imperante se halla la muerte. Todos sus movimientos se asemejan a los movimientos reflejos de seres a los que se les ha detenid~ el ~razo? n. Apenas las desfavorables arrugas de la frente, tcsnmonro del esfuerzo tremendo y tiempo ha olvidado apenas algu? n momento de pa? tica tonteri? a en medio de la lo? gica' fija o un gesto desesperado conservan alguna vez, y de forma per- tu~badora, ~a huella de la vida esfumada. Pues el sacrificio que exige la SOCiedad es tan universal que de hecho so? lo se manifiesta en la sociedad como un todo y no en el individuo. En cierto modo e? sta se ha hecho cargo de la enfermedad de todos los indi- viduos, y en ella, en la demencia almacenada de las acciones fesci? s- ~as. y sus innumerables arquetipos y mediaciones, el infortunio sub. renvo escondido en el individuo queda integrado en el infortunio
objetivo visible. Pero lo ma? s desconsolador es pensar que a la en- fermedad del normal no se contrapone sin ma? s la salud del enfer-
57
? ? ? ? ? ? mo, sino que e? sta la mayori? a de las veces simplemente representa elesquema del mismo infortunio en otra forma.
37
Aquende el principio del placer. -Los rasgos represivos de Freud nada tienen que ver con aquella falta de indulgencia que sen? alan los ha? biles negociantes que son los revisionistas de la teo- ri? a sexual estricta. La indulgencia profesional finge por motivos de provecho proximidad y naturalidad donde nadie sabe dc na- die. Engan? a a su vi? ctima al afirmar en su debilidad el curso del mundo que la hizo como es, y su injusticia con ella es tanta como su renuncia a la verdad. Si Freud carecio? de tal indulgencia, por lo menos formari? a ahora parte de la sociedad de los cri? ticos de la economi? a poli? tica, que es mejor que la de Tagore o Werfel. Lo fatal radica ma? s bien en que e? l siguio? de un modo materialista, y contra la ideologi? a burguesa, la accio? n consciente hasta el fondo inconsciente de los impulsos, pero adhirie? ndose a la vez al menos- precio burgue? s del instinto, producto e? ste de aquellas racionaliza- ciones que e? l desarmo? . El se pliega expresamente, en palabras de sus lecciones, <<a la estimacio? n general. . . , que coloca los objetivos sociales por encima de los sexuales, en el fondo egoi? stas>>. Como especialista de la psicologi? a acepta en bloque, sin ana? lisis, la con- traposicio? n de social a egoi? sta. Tan poco capaz es de reconocer en ella la obra de la sociedad represiva como la huella de los fatales mecanismos que e? l mismo analizo? . 0 , mejor dicho, vacila falto de teori? a y ajusta? ndose al prejuicio entre negar la renuncia al ins- tinto como represio? n contraria a la realidad o alabarla como subli- macio? n estimulante de la cultu ra. En esta contradiccio? n asoma de
modo objetivo algo de la doble faz de Jano de la cultura misma, y ningu? n elogio de la sana sensualidad es capaz de suavizarla. Re- sultado de la cual sera? , sin embargo, en Freud la desvalorizacio? n del elemento cri? tico para los objetivos del ana? lisis. La inaclarada d aridad de Freud sigue el juego a la desilusio? n burguesa. Como posterior enemigo de la hipocresi? a se situ? a ambiguamente entre la voluntad de una total emancipacio? n del oprimido y la apologi? a de la total opresio? n. La razo? n es para e? l mera superestructura, no tanto debido, como le reprocha la filosofi? a oficial, a su psicolo- gismo, el cual penetra bastante profundamente en la verdad del momento histo? rico, como a causa de su rechazo de la finalidad
lejana al significado y carente de razo? n en la que el medio que es la razo? n podri? a mostrarse racional: el placer. Tan pronto como e? ste es desden? osameme colocado entre las artiman? as para la con. servaci e? n de la especie y, por asi? decirlo, disuelto en la astuta ra- zo? n sin nombrar el momento que trasciende el ci? rculo de la cadu. ci? ded natural, la ratio queda degrada a racionalizacio? n. La verdad es entregada a la relatividad y los hombres al poder. So? lo quien pudiera encerrar la utopi? a en el ciego placer soma? tico, que carece de intencio? n a la par que satisface la intencio? n u? ltima, seri? a capaz de una idea de la verdad que se mantuviera inalterada. Pero en la obra de Freud se reproduce i? ni? nrenci? onedameme la doble hos- tilidad hacia el espi? ritu y hacia el placer, cuya comu? n rai? z pudo conocerse precisamente gracias a los medios que aporto? el psico- ana? lisis. El pasaje de <<Zukunnft einer Illuslon>>, en el que, con
la poco digna sabiduri? a de un viejo escarmentado, escribe aquella frase, propia de un commis voyagt'ur, sobre el cielo: que lo dejamos para los a? ngeles y los gorriones, forma pareja con aquel pa? rrafo de sus lecciones donde condena espantado las pra? cticas per- versas del gran mundo. Aquellos a los que en igual medida se in- dispone contra el placer y el cielo son los que mejor cumpli ra? n lue- go con su papel de objetos: lo que de vaci? o y mecanizado tan a menudo se observa en los perfectamente analizados, no es so? lo efecto de su enfermedad, sino tambie? n de su curacio? n, la cual des- truye lo que libera. El feno? meno de la transferencia, tan estimado en la terapia, cuya provocacio? n no en vano constituye la crux de la labor de ana? lisis, la situacio? n artificial en la que el sujeto volun- taria y penosamente realiza aquella anulacio? n de si? mismo que antes se produci? a de manera involuntaria y feliz en el abandono, es ya el esquema del comportamiento reflejo que, como una mar-
cha tras el gui? a, liquida junto con el espi? ritu tambie? n a los analis- tas infieles a e? l.
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Invitacio? n al vals. -El psicoana? lisis suele ufanarse de devolver a los hombres su capacidad de goce cuando e? sta ha sido perturbada por el enfermamiento de neurosis. Como si la simple expresio? n capacidad de goce no bastara ya, si es que la hay, para disminuirla notablemente. Como si una felicidad producto de la especulacio? n sobre la felicidad no fuera justo lo contrario de la felicidad: una
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? ? ? ? ? ? ? penetracio? n forzada de los comportamientos i. nstitucionalmen! e p~a- nificados en el a? mbito cada vez ma? s encogido de la expenenca. Que? situacio? n no habra? alcanzado la conciencia imperante para que la decidida proclamacio? n de la vida disipada y la alegria acompa- n? ada de champagne, antes reservadas a los adictos a las operetas hu? ngaras, se haya elevado con brutal seriedad a ma? xima de la vida adecuada. La felicidad decretada tiene adema?
Programa cinematogra? fico de la semana: la invasio? n de las Marianas. La impresio? n no es la que suscitan las batallas, sino la de los trabajos meca? nicos de dinamitado y construccio? n de carre- teras emprendidos con vehemencia llevada al paroxismo, asi? como Jos de <<fumigacio? n>>, los de exterminio de insectos a escala tclu? - rica. Las operaciones no cesan hasta que deja de crecer la hierba. El enemigo es a una paciente y cada? ver. Como los judi? os bajo el fascismo, es simplemente un objeto de medidas re? cnico-admioisrre- tivas, y si se defiende, su contraataque toma al punto el mismo cara? cter. A lo que se an? ade el rasgo sata? nico de que en cierta ma- nera se exige ma? s iniciativa que en la guerra al viejo estilo, de que, por asi? decirlo, la energi? a toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realiza- cio? n del suen? o humano de Edward Grey de la guerra sin odio.
Otoiio de 1944
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Hans-Guck-in. Jie-Lult <<. -Entre el conocnmento y el poder existe no so? lo una relacio? n de servilismo, sino tambie? n de verdad. Muchos conocimientos resultan nulos fuera de toda relacio? n con el reparto de poderes, aunque formalmente sean verdaderos. Cuando el me? dico expatriado dice: . . para mi? , Adolf Hitler es un caso patolo? gko>>, podra? el diagno? stico cli? nico confirmar su dicta- men, pero la desproporcio? n de e? ste con la desgracia objetiva que se extiende por el mundo en nombre del paranoico hace de tal
. . <<Juan Mira-al-aire", expresio? n coloquial para referirse al individuo distrai? do, despistado o no enterado. [N. del Y. ]
dia~no? stjco, con el que se infatua el diagnosticador, algo ridi? culo. QUIza? sea Hitler . . en sr>>un caso patolo? gico, pero desde luego no . . para e? l>>. La vanidad y la pobreza de muchas manifestaciones del exilio contra el fascismo guarda conexio? n con este hecho. Los que expresan sus pensamientos en la forma del enjuiciamiento li- bre, distanciado e ininteresado son Jos que no han sido capaces de asumir de esa misma forma la experiencia de la violencia, lo que resta validez a tales pensamientos. El problema, casi insoluble, es aqui? el de no dejarse allanar ni por el poder de los ot ros ni por la propia impotencia.
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V uelta a la cultura. -
la cultura alemana no es ma? s que un truco propagandi? stico de los que desean reediflcarla desde sus mesas de despacho. Lo que Hit. ler ha aniquilado en arte y pensamiento llevaba hace ya tiempo una existencia escindida y apo? crifa, cuyos u? ltimos refugios barrio?
el fascismo. El que no colaboraba estaba abocado ya an? os antes del surgimiento de! Tercer Reich al exilio interior; por lo menos desde la estabilizacio? n monetaria alemana, que coincidio? con el fin del expresionismo, la cultura alemana se habi? a estabilizado en el espi? ritu de las revistas ilustradas berlinesas, que en poco se apar- taba del de <<el vigor por la alegri? a>>, las autopistas del Reich o el fresco clasicismo de las exposiciones de los nazis. En todo su a? m- bito, la cultura alemana, incluso donde ma? s liberal se mostraba, suspiraba por su Hitler, y se comete una injusticia con los redac- tores de Mosses y Ullstein y con Jos reorganizadores del Frank-
[urter Zeitung cuando se les reprocha su candidez. Ellos eran ya asi? , y su li? nea de la menor oposicio? n a las mercanci? as del espi? ritu que produci? an se continuaba sin alteracio? n con la li? nea de la me- nor oposicio? n al poder poli? tico, entre cuyos me? todos ideolo? gicos destacaba, en propias palabras del Fu? hrer, el de tener comprensio? n con los ma? s necios. Ello ha conducido a una fatal confusio? n. Hitler ha aniquila~o la cultura, Hitler ha. echado a Herr Ludwig, luego Herr Ludwig es la cultura. y de hecho lo es. Una mirada a la produccio? n literaria de aquellos exiliados que, mediante la disci? - plina y la estricta reparticio? n de sus esferas de influencia, se han hecho con la representacio? n del espi? ritu, muestra lo que cabe espe- rar de la feliz reconstruccio? n: la introduccio? n de los me? todos de Broadway en el Kurfu? tstcndamm, que ya en los an? os veinte so? lo
La afirmacio? n de que Hitler ha destruido
? ? ? ? se diferenciaba de aque? l por su escasez de medios, no porque sus fines fueran mejores. Quien quiera tomar posicio? n contra el fas- cismo de la cultura tendra? que empez ar ya por Weimar, por <<Bom- bas sobre Montecarlo>> y por las fiestas de la prensa, si no quiere al final descubrir que figuras tan equi? vocas como Fallada dijeron bajo el re? gimen de Hitler ma? s verdades que las inequi? vocas pro- minencias que han logrado difundir su prestigio.
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La salud para la muerte. - Si fuera posible un psicoana? lisis de la cultura prorotfpica de nuestros di? as; si el predominio absoluto de la economi? a no se burlara de todo intento de explicar la sirua- cio? n partiendo de la vida ani? mica de sus vi? ctimas y los propios psicoanalistas no hubieran jurado desde hace tiempo fidelidad a dicha situacio? n, tal investigacio? n pondri? a de manifiesto que la en- fermedad actual consiste precisamente en la normalidad. Las res- puestas de la libido exigidas por el individuo que se conduce en cuerpo y alma de forma sana, son de tal i? ndole que so? lo pueden ser obtenidas mediante la ma? s radical mutilacio? n, mediante una interiorizacio? n de la castracio? n en los cxtrooerts respecto a la cual el viejo tema de la i? denrlflcnci o? n con el padre es el juego de nin? os en el que fue ejercitada. El regular guy y la populor girl no s610 deben reprimir sus deseos y conocimientos. sino tambie? n todos los si? ntomas que en la e? poca burguesa se segui? an de la represio? n.
Igual que la antigua injusticia no cambia con el generoso ofre- cimiento a las masas de luz, aire e higiene, sino que por el con- trario es disimulada con la luciente transparencia de la actividad racionalizada, la salud interior de la e? poca consiste en haber cor- tado la huida hacia la enfermedad sin que haya cambiado en lo ma? s mi? nimo su etiologi? a. Los ma? s oscuros retiros fueron elimina- dos como un lamentable derroche de espacio y relegados al cuarto de ban? o. Las sospechas del psicoana? lisis se han confirmado an- tes de constituirse e? l mismo en parte de la higiene. Donde mayor es la claridad domina secretamente lo fecal. Los versos que dicen: <<La miseria queda como antes era. / No puedes extirparla de rai? z, / pero puedes hacer que no se vea>>, tienen en la economi? a del alma ma? s validez que alli? donde la abundancia de bienes logra en ocasiones engan? ar con las diferencias materiales en incontenible
aumento. Ningu? n estudio ha llegado hoy hasta el infierno donde 56
se forjan la. s (~e. formadones que luego aparecen como alegri? a, fran- queza, soc~abthdad, como lograda adaptacio? n a lo inevitable y COffi? ? sentido pra? ctico libre de sinuosidades. Hay razones para admitir que aque? llas tienen lugar en fases del desarrollo infantil ~a? s tempranas que la fase en la que se originan las neurosis: SI son los resultados de un conflicto en el que el impulso fue vencido, la situacio? n, que viene a ser tan normal como la dete- riorada sociedad a la que se asemeja, es resultado de una [nter- vencio? n, por asi? decirlo, prehisto? rica, que anula las fuerzas antes d. e que se ~roduzca el conflicto, de fonna que la posterior ausen- cta de conflictos refleja un estado decidido de antemano el triunfo o pri~ri. de la instancia colectiva, y no la curacio? n po/medio del
conocumemo.
La ausencia de nerviosidad y la calma, que han Il~gado a ser la condicio? n para que a los aspirantes les sean adju- dl~dos los ca~gos. mejor retribuidos, son la imagen del ahoga- rmentc en el silencio que los que solicitan a los jefes de personal proceden despue? s a disimular poli? ticamente. La enfermedad de los sanos solamente puede diagnosticarse de modo objetivo mostran- do la desproporcio? n entre su vida racional (rational) y la posible determinacio? n racional (vernu? nftig) de sus vidas. Sin embargo, la huella ~Ie la enf~rmcdad se delata ella sola; los individuos parece
c? mo SI llevasen Impreso en su piel un troquel regularmente inspec, ci? onado, como si se diera en ellos un mimetismo con lo inorga? nico. Un poco ma? s y se podri? a considerar a los que se desviven por mostrar su a? gil vitalidad y rebosante fuerza como cada? veres diseca. dos a los que se les oculto? la noticia de su no del todo efectiva defuncio? n por consideraciones de poli? tica demogra? fica. En el fondo de la salud imperante se halla la muerte. Todos sus movimientos se asemejan a los movimientos reflejos de seres a los que se les ha detenid~ el ~razo? n. Apenas las desfavorables arrugas de la frente, tcsnmonro del esfuerzo tremendo y tiempo ha olvidado apenas algu? n momento de pa? tica tonteri? a en medio de la lo? gica' fija o un gesto desesperado conservan alguna vez, y de forma per- tu~badora, ~a huella de la vida esfumada. Pues el sacrificio que exige la SOCiedad es tan universal que de hecho so? lo se manifiesta en la sociedad como un todo y no en el individuo. En cierto modo e? sta se ha hecho cargo de la enfermedad de todos los indi- viduos, y en ella, en la demencia almacenada de las acciones fesci? s- ~as. y sus innumerables arquetipos y mediaciones, el infortunio sub. renvo escondido en el individuo queda integrado en el infortunio
objetivo visible. Pero lo ma? s desconsolador es pensar que a la en- fermedad del normal no se contrapone sin ma? s la salud del enfer-
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? ? ? ? ? ? mo, sino que e? sta la mayori? a de las veces simplemente representa elesquema del mismo infortunio en otra forma.
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Aquende el principio del placer. -Los rasgos represivos de Freud nada tienen que ver con aquella falta de indulgencia que sen? alan los ha? biles negociantes que son los revisionistas de la teo- ri? a sexual estricta. La indulgencia profesional finge por motivos de provecho proximidad y naturalidad donde nadie sabe dc na- die. Engan? a a su vi? ctima al afirmar en su debilidad el curso del mundo que la hizo como es, y su injusticia con ella es tanta como su renuncia a la verdad. Si Freud carecio? de tal indulgencia, por lo menos formari? a ahora parte de la sociedad de los cri? ticos de la economi? a poli? tica, que es mejor que la de Tagore o Werfel. Lo fatal radica ma? s bien en que e? l siguio? de un modo materialista, y contra la ideologi? a burguesa, la accio? n consciente hasta el fondo inconsciente de los impulsos, pero adhirie? ndose a la vez al menos- precio burgue? s del instinto, producto e? ste de aquellas racionaliza- ciones que e? l desarmo? . El se pliega expresamente, en palabras de sus lecciones, <<a la estimacio? n general. . . , que coloca los objetivos sociales por encima de los sexuales, en el fondo egoi? stas>>. Como especialista de la psicologi? a acepta en bloque, sin ana? lisis, la con- traposicio? n de social a egoi? sta. Tan poco capaz es de reconocer en ella la obra de la sociedad represiva como la huella de los fatales mecanismos que e? l mismo analizo? . 0 , mejor dicho, vacila falto de teori? a y ajusta? ndose al prejuicio entre negar la renuncia al ins- tinto como represio? n contraria a la realidad o alabarla como subli- macio? n estimulante de la cultu ra. En esta contradiccio? n asoma de
modo objetivo algo de la doble faz de Jano de la cultura misma, y ningu? n elogio de la sana sensualidad es capaz de suavizarla. Re- sultado de la cual sera? , sin embargo, en Freud la desvalorizacio? n del elemento cri? tico para los objetivos del ana? lisis. La inaclarada d aridad de Freud sigue el juego a la desilusio? n burguesa. Como posterior enemigo de la hipocresi? a se situ? a ambiguamente entre la voluntad de una total emancipacio? n del oprimido y la apologi? a de la total opresio? n. La razo? n es para e? l mera superestructura, no tanto debido, como le reprocha la filosofi? a oficial, a su psicolo- gismo, el cual penetra bastante profundamente en la verdad del momento histo? rico, como a causa de su rechazo de la finalidad
lejana al significado y carente de razo? n en la que el medio que es la razo? n podri? a mostrarse racional: el placer. Tan pronto como e? ste es desden? osameme colocado entre las artiman? as para la con. servaci e? n de la especie y, por asi? decirlo, disuelto en la astuta ra- zo? n sin nombrar el momento que trasciende el ci? rculo de la cadu. ci? ded natural, la ratio queda degrada a racionalizacio? n. La verdad es entregada a la relatividad y los hombres al poder. So? lo quien pudiera encerrar la utopi? a en el ciego placer soma? tico, que carece de intencio? n a la par que satisface la intencio? n u? ltima, seri? a capaz de una idea de la verdad que se mantuviera inalterada. Pero en la obra de Freud se reproduce i? ni? nrenci? onedameme la doble hos- tilidad hacia el espi? ritu y hacia el placer, cuya comu? n rai? z pudo conocerse precisamente gracias a los medios que aporto? el psico- ana? lisis. El pasaje de <<Zukunnft einer Illuslon>>, en el que, con
la poco digna sabiduri? a de un viejo escarmentado, escribe aquella frase, propia de un commis voyagt'ur, sobre el cielo: que lo dejamos para los a? ngeles y los gorriones, forma pareja con aquel pa? rrafo de sus lecciones donde condena espantado las pra? cticas per- versas del gran mundo. Aquellos a los que en igual medida se in- dispone contra el placer y el cielo son los que mejor cumpli ra? n lue- go con su papel de objetos: lo que de vaci? o y mecanizado tan a menudo se observa en los perfectamente analizados, no es so? lo efecto de su enfermedad, sino tambie? n de su curacio? n, la cual des- truye lo que libera. El feno? meno de la transferencia, tan estimado en la terapia, cuya provocacio? n no en vano constituye la crux de la labor de ana? lisis, la situacio? n artificial en la que el sujeto volun- taria y penosamente realiza aquella anulacio? n de si? mismo que antes se produci? a de manera involuntaria y feliz en el abandono, es ya el esquema del comportamiento reflejo que, como una mar-
cha tras el gui? a, liquida junto con el espi? ritu tambie? n a los analis- tas infieles a e? l.
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Invitacio? n al vals. -El psicoana? lisis suele ufanarse de devolver a los hombres su capacidad de goce cuando e? sta ha sido perturbada por el enfermamiento de neurosis. Como si la simple expresio? n capacidad de goce no bastara ya, si es que la hay, para disminuirla notablemente. Como si una felicidad producto de la especulacio? n sobre la felicidad no fuera justo lo contrario de la felicidad: una
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? ? ? ? ? ? ? penetracio? n forzada de los comportamientos i. nstitucionalmen! e p~a- nificados en el a? mbito cada vez ma? s encogido de la expenenca. Que? situacio? n no habra? alcanzado la conciencia imperante para que la decidida proclamacio? n de la vida disipada y la alegria acompa- n? ada de champagne, antes reservadas a los adictos a las operetas hu? ngaras, se haya elevado con brutal seriedad a ma? xima de la vida adecuada. La felicidad decretada tiene adema?
