A la vista de estas cir-
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Leo Regan, el hermano Emmanuel Patrick bendice un nuevo automóvil en Lagos, 1996.
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Leo Regan, el hermano Emmanuel Patrick bendice un nuevo automóvil en Lagos, 1996.
Sloterdijk - Esferas - v3
Probablemente, no, más bien con certeza, sólo la mínima parte de todo lo que existe está abierto a la percepción y al saber actual.
La esfera clara a la que hemos salido es una mancha de luz en medio del círculo de lo desco nocido, no-manifiesto, no-dicho, no-pensado.
Y en este círculo de lo sus traído se oculta, según la convicción de los antiguos, lo ontológicamente esencial, a cuya exploración habrán de dedicarse los sabios, esos inquie tantes convecinos de nuestra esfera.
La sensibilidad por la verdad de los se res humanos se desarrolla a partir de la intuición de que entre el ámbito aclarado y el oscurecido del ser tiene lugar un tráfico fronterizo no fácil de comprender.
Son fundamentalmente dos observaciones las que informan sobre la esencia de la verdad: en un momento dado, de lo desconocido envolven te salen novedades a lo sabido y dicho; al contrario, mucho de lo que se ha conocido retorna al olvido, a la Uthe, a la implicación. En consecuencia, la verdad no es ni un contingente seguro de hechos ni una mera propiedad de las proposiciones, sino un ir y venir, un centelleo temático actual y un hundimiento en la noche atemática. Mientras el medio entre ambos, lo aparentemente igual-eterno y presente, reclame toda la atención, no que da libre mirada alguna para el aspecto dinámico del acontecimiento de la verdad. El necesario giro de la mirada a la temporización de la verdad lo han llevado a cabo pensadores como Hegel y, más aún, Heidegger; si con buenos resultados o no, es algo que queda aún por ver.
Bajo puntos de vista pragmáticos, la sensibilidad del ser humano por la diferencia entre lo verdadero y lo falso va unida a la experiencia de que lanzamientos y frases pueden ser certeros, o desacertados y falsos. Decir que los seres humanos dependen del éxito de sus lanzamientos y frases,
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significa tanto como constatar que les afectan los valores de verdad, y que esto sucede ya a un nivel biológico. La seguridad de acierto en los lanza mientos y la confianza en los enunciados es desde el principio un asunto de vida o muerte; por eso la «verdad» tuvo que ser protegida como el ma yor bien en las islas de los lanzadores y hablantes. El tráfico fronterizo en tre lo público-claro y lo oculto-oscuro troquelan acontecimientos, que «so brevienen», pasan y dan que pensar. La diferencia entre proposiciones verdaderas y falsas se funda, por el contrario, en acciones que acaban con éxito (acertadas, apropiadas, concluyentes) o sin éxito (desacertadas, ina propiadas, inconcluyentes). Así, el mundo manifiesto viene dado desde el comienzo de dos maneras diversas: una, como nexo de acciones que rea lizamos, y otra, como conexión de acontecimientos que nos afectan. El do ble sentido de verdad, como devenir-patente en el acontecimiento o en el resultado (en el está-bien del intento logrado) y como ser-enunciado en la frase apofántica, es tan viejo como la isla humana misma.
Llamamos alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o figurables. La estancia en él encierra el riesgo de ser influido tanto por verdades que se muestran, se comprenden y siguen va liendo, como por errores, que sólo se manifiestan posteriormente como tales y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista, el ale thotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución o a un vertedero de basuras. En el almacén se guarda lo que se acredita co mo verdadero: no en vano la palabra alemana para verdad [Wahrheit] tie ne que ver con conceptos como asistir, tutelar, proteger, conservar, de fender, cuidar. En el lugar de ejecución, o en el vertedero de basuras, por el contrario, se elimina lo que el grupo no puede ni quiere mantener den tro de él, en tanto que es malvado, defectuoso, inútil y nulo. Verdadero es lo que se conserva para su reuülización. La imagen del almacén permite la asociación siguiente: las verdades, antes de que puedan convertirse en ob
jetos de colección y guarda, tienen que ser cosechadas y acarreadas en una recolecta originaria, muy en consonancia con la referencia de Heidegger al sentido, muy naturalizado en la agricultura, del verbo griego légein, co sechar, recolectar, recoger las uvas, coger flores, fruta, etc. , cuya substanti- vación en lógos produce el concepto de razón y discurso en la antigua Eu ropa. Desde ese punto de vista, el alethotopo, como campo de cultivo de la verdad y punto de recogida del conocimiento, es el auténtico escenario de la apertura humana al mundo. (A partir de esto puede comprenderse
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también por qué los modernos medios de almacenaje sólo muestran ya una conexión marginal con las circunstancias humanas: porque en ellos, como en todos los archivos cognitivos, se hacen colecciones a-subjetivas: amontonamientos de información para nadie. )
Quien vive en la isla humana se convierte ipsofado en un guardián de la Lichtung [claro del bosque], no importa mucho, en principio, si en uno atento o en uno despistado. Como es sabido, Heidegger ha acentuado so bremanera la diferencia entre los buenos y los malos guardianes, pero ha tratado como una magnitud despreciable la diferencia entre conservado res del campo y ampliadores del campo (o entre meditadores e investiga dores). Pero, independientemente de que uno se asimile más bien al po lo guardián o al investigador, no se puede eludirjamás la referencia de los seres humanos a la verdad y verdades, porque la conmoción del aconteci miento de la verdad y de susjuegos de lenguaje está fundada en el genios loci. Como un lugar, donde «sucede», donde «aparece», donde «se mani fiesta», donde «alguien lo expresa», donde uno «se da por advertido de ello», donde de lo dicho no puede hacerse algo no dicho, donde lo cono cido y revelado se retiene y transmite, y en el que, a la vez, mucho, quizá la mayor parte, queda latente e inexpresado, el alethotopo introduce a sus habitantes en su claroscuro y los coloca bajo la presión de tener que satis facer lo verdadero. Lo sabido con seguridad exige que se lo mantenga en vigor, mientras que lo incierto, no-desvelado, posiblemente venidero, arro
ja ante sí una luz crepuscular y obliga a tener cuidado.
Pertenece a las características más generales de las islas humanas el he
cho de que sus habitantes se dividan pronto entre aquellos a quienes afec tan mucho las tensiones de la verdad, y aquellos que evitan, más bien, las situaciones cognitivas de estrés. De ahí surge la diferenciación casi univer sal de los grupos en expertos, que se comprometen personalmente con verdades difícilmente accesibles, reuniendo, en parte bajo su propia res ponsabilidad, en parte respaldados por la figura del mago o del erudito, saber de lo encubierto, de lo sido, de lo venidero, y en legos, que consi guen sentirse satisfechos con las evidencias de primer orden, con las ex periencias y opiniones colectivamente almacenadas, es decir, con los ído los de la tribu. En la primera posición encontramos las figuras del chamán, del sacerdote, del profeta, del vidente, del escribiente, del filósofo y del científico; en la segunda, las del simple miembro de la tribu, del analfabe to, del paciente, del creyente, del empírico, del lego, del lector de perió
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dicos y del espectador de duelos televisivos. No habría existido ninguna «sociedad», ningún «pueblo», ninguna «cultura», si, al menos tentativa mente, no hubiera desarrollado los rasgos de un sistema bicameral de ac cesos a la verdad: cuyo primer elemento represente una House of Common Knowledge, con los sabios comunes como miembros, y una House of Cogniti- ve Lords, donde deliberen los más sabios, los magos, los expertos y profe sores. Desde el surgimiento de las llamadas altas o grandes culturas esta or ganización se ha plasmado en instituciones, que diferencian entre sabios y profanos como entre dos pueblos dentro de la misma población. Esto se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que gran cultura y cul tura escrita son sinónimos en sentido amplio; el monopolio de pocos de la escritura y el analfabetismo de la mayoría actuarán como constantes eter nas en los tres primeros milenios del arte de la escritura. Incluso después de imponerse la alfabetización general, las culturas, como las artes, vuelven a dividirse en high y Imv. Todavía al comienzo de la Modernidad europea, cuando Francis Bacon formula el programa de una «sociedad» investiga dora y en avance, se hizo un monumento a la bipartición del alethotopo: también en el Estado modélico de la Nueva Atlántida existe una Cámara Al ta del saber, una universidad de élite, dedicada al progreso puro, llamada Casa Salomón, cuyos miembros, como en una orden de caballería cogniti- va, están obligados a guardar estricto silencio respecto de ciertos conoci mientos no publicables350.
Bajo estas circunstancias el acceso a verdades más lejanas se convierte en asunto de expertos, más aún, la comunidad de expertos se distancia provocadoramente de la comuna de los sapientes cotidianos y se establece como una aristocracia de derecho propio. La arrogancia del escribiente es uno de los hechos más poderosos de la historia de la civilización. Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que separaba a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores. Basta recordar ciertos mitos sobre el nacimiento de los héroes de la verdad -Gautama Buda, Lao-tse, Jesús- y los informes históricos sobre el culto a los grandes del espíritu -Pitágoras, Platón, Con- fucio, Newton, Goethe- para convencerse de ese abismo y de su efecto de cisivo en el ámbito colectivo de la verdad. La diferencia entre el sabio y la masa insipiente está hecha, para todas las ordenaciones etnoepistémicas más antiguas, de un material de dureza semejante al de la diferencia, en
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las teocracias, entre el rey-dios y los súbditos, o al de la diferenciación, en las culturas religiosas, entre los santos purificados y el pueblo, contamina do hasta la intangibilidad. En los fragmentos de Heráclito el menosprecio del sabio por los ignorantes suena más fuerte que en cualquier línea de Hegel o de Nietzsche. Entre los arquetipos del sacerdote de Apolo en Efeso se cuentan también los astrónomos-sacerdotes de Babilonia, que pasaban las noches en torres observando las estrellas; no es de excluir que comien ce con ellos el orgulloso resentimiento de los insomnes contra la masa de dormidos, un efecto cuyas huellas alcanzan hasta el Nuevo Testamento y las culturas monacales cristianas; y hasta la era de Stalin (cuando los habi tantes de Moscú, durante la Segunda Guerra Mundial, se consolaban con la idea de que en la habitación de Stalin todavía había luz mucho después de medianoche). La mitigación platónica de la arrogancia de la sabiduría, dejándola en un anhelo suyo, y la orientación estoica a un ideal, al que uno se acerca por ejercicio constante, consiguieron impedir la disociación com pleta del alethotopo, aunque no quitaron nada de su radicalidad a la opo sición entre los expertos en asuntos de gran interés lógico-cosmológico y técnico, y los abonados normales a la probabilidad en asunto de negocios cotidianos.
Quien vive en la isla antropógena, por su situación casual o elegida dentro del alethopopo, se ve introducido irremisiblemente en una logo maquia: en una lucha constante por lo verdadero y por las formas válidas de su expresión, en un divorcio permanente entre los conocimientos apa rentes y los reales, entre los profetas verdaderos y los falsos. De estas luchas por la verdad vale lo que Nietzsche ha hecho observar sobre los grandes tránsitos en la historia de las ideas: «¡El encanto de estas luchas es que quien las contempla también las tiene que luchar! ». Naturalmente, se tra ta de luchas cognitivas de clases, desde arriba: luchas de menosprecio de un clero lógico y de una aristocracia del espíritu, consciente de su distin ción, contra la opinión popular; pero asimismo de luchas de orientación en el campamento de los sabios mismos por la legitimidad y capacidad de éxito de sus conceptos y procedimientos. Piénsese, en este último caso, en fenómenos como la ruptura de los parmenídeos con la ilusión del movi miento, supuestamente descubierta por ellos; en el ataque político-meto dológico de Platón a los sofistas atenienses, con el objetivo de deslegitimar la formación de opinión tomando como base la mera probabilidad; en la ofensiva político-religiosa de Diocleciano contra los adivinos, interpreta
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dores de signos y mathematici (astrólogos) en el ámbito jurídico del Impe rio romano; en las luchas entre creacionistas y evolucionistas modernos por la interpretación de los inicios del mundo; en la fenomenología de Fichte de la conciencia cosificada y sus derivaciones en las críticas ideoló gicas del siglo XIX; en el ajuste de cuentas positivista con los «seudopro- blemas» de la filosofía y el descenso del pensamiento moderno a la coti dianidad; en la crítica neoescéptica a los maestros pensadores y grandes teóricos del siglo XX; o, finalmente -por mencionar tras las tragedias la sá tira-, en las campañas de denuncia de los científicos-mainstream neopositi- vistas contra las metáforas epistemológicas y experimentos conceptuales de los posmodemos, campañas que, precisamente por su comicidad, son instructivas como advertencias frente a la disposición, que continúa exis tiendo en el público, a someterse a sistemas-¿>/i{/fde la más diversa natura leza, bien a las sugestiones de algunos científicos sociales, o bien a las pre tensiones de científicos ingenuos y de correctos epistemológicamente de saberlo todo mejor que los otros.
Las escisiones históricas del alethotopo llaman la atención sobre las condiciones fundamentales de la división del saber en poblaciones huma nas. Mientras, en grupos coherentes, el saber aparezca en distribuciones normal-asimétricas y siempre se produzca como co-saber de lo que saben y no saben los demás, el recinto alethotópico sigue siendo capaz de equi librar sus diferencias internas hasta tal punto que no haya de seguirse nin guna escisión en los partidos exclusivos cognitivos. Ni siquiera la polariza ción de saber de mujeres y saber de hombres, las diferencias entre saber de guerreros y saber de enfermeros, los contrastes de madurez entre el sa ber del mundo de quien tiene siete años y la mirada sintetizante del de se tenta, ofrecen razón alguna para luchas de clases por el saber y distancia- mientos profundos de los grupos de saber entre ellos. Sólo en situaciones polimíticas y polimáticas, sobre todo después de configuraciones de pue blos a partir de tribus heterogéneas y debido a mezclas de todo tipo pro venientes de ciudades de tráfico comercial, aparece, en correspondencia con los hechos y datos multiculturales y multicognitivos, un fuerte estrés mental, que quiebra con tanta fuerza el alethotopo, que del difuso saber- todo inclusivo de antes se deslindan partidos, que se vuelven progresiva mente opacos e incomprensibles unos para otros, e incluso, despectivos y amenazadores, en ocasiones.
En la Antigüedad griega la disolución de la crisis polimítica llevó a un
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acontecimiento de alcance, de impronta cultural: la secesión de los filóso fos y científicos de sus comunas. Esos sapientes de nuevo cuño se aparta ron del campo colectivo del saber, dejando de ser encarnaciones del saber popular, como lo fueron aún sus predecesores, los antiguos rapsodas e iatromantes, los cantores cosmovisionales y los médicos-videntes de las cul turas de la verdad, anteriores a la escritura. Se organizaron en un grupo de inteligencias, en cualquier sentido de la palabra separadas, en una cas ta de expertos lógicos y morales, que mantienen relaciones mucho más es trechas con quienes, de procedencia extraña, tienen los mismos intereses, están igualmente aislados, igualmente abstraídos, que con sus compatrio tas. Como efecto de esto surge ya en las Antigüedades europeas y asiáticas la internacional de los portadores del saber superior, que constituye un primer movimiento ecuménico, compuesto de lógicos desterritorializados, maestros de ética patriotas de la humanidad o ascetas enajenados del mun do. Con ellos se articula el fenómeno del pacifismo meditativo o académi co: esa ficción inevitable de una vida desinteresada, hipotecada a la «ver dad pura», que, como si estuviera purificada por una muerte social, repugna de las fabricaciones del saber que toma partido. Del axioma es pecífico de la academia proviene «la libertad completa. . . en eljuego de ar gumento y contraargumento». Con razón pudo afirmarse, consecuente mente: «[. . . ] el alma de la ciencia es tolerancia»*51.
El efecto sofístico se entiende sólo en contraposición a la búsqueda de saber puro o absoluto. Con él, el conocimiento entra claramente al servi cio de intereses particulares, sea como procuración ante los tribunales o como Consulting de los señores de la guerra. Los miembros de la Cámara del Pueblo se refieren no pocas veces a la Cámara Alta objetiva con un te mor de tinte religioso, que se codifica como admiración: con ello se paga tributo a la sensación de que los sapientes son una especie de muertos vi vos, que están más cerca de los números y de las estrellas que sus conciu dadanos. Desde siempre, las cimas de la ecumene alfabetizada se pelean entre sí amargamente y están condenadas a luchas por sentimientos de su perioridad, influencias y partidarios. Que los grandes espíritus estén de acuerdo entre sí nunca fue más, desde el principio, que un cuento, con el que los sabios mantenían su clientela.
El postulado inicial de la ciencia es su asocialidad; su autoconciencia surge de la ruptura con los ídolos de la tribu, de la caverna y del mercado. Sólo puede desarrollarse por la transformación del científico conciudada
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no en un extraño, que habla a los legos en nombre de una verdad exter na. La condición de su institucionalización es la sumisión de los profanos a un dogma, que exige creer que el sapiente científico tiene que ser ad mitido en la sociedad de los sapientes normales como diputado de un ám bito extrasocial del ser: digamos que como mandatario de los números, de los triángulos, de los planetas, de los animales marinos, de los microbios, de los tumores y de todo el universo restante de hechos absolutos. En su calidad de delegado de verdades externas e ideas transcendentes, el cien tífico acreditado consigue autoridad en el colectivo, e incluso poder, oca sionalmente, en tanto logra poner de su lado a los poderosos. Por eso la ciencia nunca puede romper más que proforma con el cuarto tipo de ído los, los del teatro: en realidad acrecienta el número de los ídolos del tea tro y reclama para sí escenarios, en los que se calcen coturnos más altos que en ninguna otra parte. La elegante autoexclusión de los sapientes científicos posee evidencia axiomática para la utilización pública de la ver dad durante toda la era de la organización altamente cultural del saber; el sainete tragicómico de tales convicciones aparece en escena en los esfuer zos de los mandarines alemanes por interpretar el papel de una aristocra cia intelectual académica en el paso a la era técnica; incluso a la vista de su igualamiento por la política universitaria nacional-socialista352. Aunque el alethotopo del organismo moderno de la ciencia se ha diferenciado en cientos de espacios discursivos o disciplinas de derecho propio, cuando se habla de un objeto discrecional en el sentido de una -logia, sigue emer giendo en el trasfondo el remitente de todos los remitentes: el falo-luz extramundano, cuyos representantes, los hombres y las mujeres de la cien cia, sobre todo los y las competentes matemática y filosóficamente, per manecen entre nosotros. Phallus locutus, causafinita.
Hasta qué nivel de profundidad está impresa esta configuración del ale thotopo en las condiciones del saber de la antigua Europa (y de la antigua Asia), es algo que se infiere de la circunstancia de que la persistente crisis cultural del siglo XX no consiguió disolver completamente las relaciones ar- quetípicas entre expertos y legos. A pesar de un escepticismo creciente en tre la población frente a la ciencia, ha cambiado poco tanto la distribución de ambas Cámaras como las formas de su relación mutua. Sólo un peque ño número de contemporáneos consigue hoy hacerse un concepto apro piado de la insostenibilidad de las distinciones tradicionales y de sus moti vos. Que, no obstante, la creencia en la ciencia esté empalideciendo en un
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amplio frente, puede atribuirse en parte a la corrupción endógena de la co munidad de expertos. Las tan embarazosas como inacabables luchas de ex pertos en el campo de las verdades supuestamente externas producen la sensación en gran parte del público de que tampoco la verdad es ya lo que era. El valor psicosocial de uso del experto: la posibilidad de someterse a su dictamen y acabar así con las dudas, está en franca decadencia. Hace ya mu cho tiempo que la tesis lapidaria de B. F. Skinner: «El pueblo no está en si tuación de juzgar a los expertos»353suena tan increíble como una fortune cookie china. Aun cuando la frase fuera acertada, ello no cambiaría nada con respecto a que estamos condenados a formamos unjuicio propio sobre los expertos. No pocos contemporáneos han entendido que con la elección del experto ellos mismos eligen el resultado del informe del experto. Con ello, en conflictos sociales de intereses (por no hablar de los demasiado huma nos), se pulveriza la ilusión inmemorial de que los auténticamente sapien tes sean los diputados de verdades extemas. No es casual que lleguen a la opinión pública cada vez más casos de falsificaciones científicas (según cálculos pesimistas, están manipulados tres cuartos de todos los resultados de investigación publicados). Pero lo que afecta más profundamente al es tatus de la institución ciencia es la disolución del paradigma científico ba- coniano, dominante entre el siglo XVII y el XX, que había asentado, con evangélica ingenuidad, la alianza natural entre progreso científico y huma no354. La alegría himanista del racionalismo baconiano hubo de irse a pique con la emergencia del complejo científico-militar durante la Primera Gue rra Mundial a ambos lados del Aüántico (aunque, plenamente, con la man cha indeleble de la física moderna, que supusieron los acontecimientos del 6 y 9 de agosto de 1945 en Japón). Las civilizaciones modernas buscan des de entonces un nuevo contrat social epistémico, que tenga en cuenta la si tuación de las ciencias tras la pérdida de su independencia y su inocencia. Ahora la desconfianza circula ya por el Gran Campus.
Hacia el final del siglo que acaba de terminar comenzó a articularse una especie de movimiento epistemológico en pro de los derechos cívicos, cuyo objetivo es sacar a los expertos de su exilio dorado en las verdades ex ternas, hace tiempo desmentido, y hacer que vuelvan a un campo demo crático de saber. Si, dado el progresivo esoterismo de la investigación -y la privacidad creciente de los resultados-, esto es posible, queda como una cuestión abierta, que podría ser de decisiva importancia. Efectivamente, la re-inclusión de los expertos supondría el cambio más profundo de las re-
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Rebecca Horn, El coro de los saltamontes /, 35 máquinas
de escribir, que cuelgan del techo, teclean a ritmo diferente. Un bastón de ciego dirige el coro, 1991.
laciones alethotópicas desde la aparición de las grandes culturas. Además, este cambio, que liberaría tanto las verdades como a sus transmisores de su excentrismo respecto a las sociedades que los alojan, no sería otra cosa -como han demostrado los profundos análisis de Bruno Latour- que la consumación atrasada del saber sobre la vida real de las ciencias llevada a cabo por las ciencias mismas35.
Por lo que respecta a la defensa de la contemplación frente a la intro misión social: los contemplativos habrán de demostrar si realmente no pueden valérselas sin apelar a verdades externas y aprióricas. También aquí separa la explicación lo que mantenía junto la implicación. Es pro bable que en la reforma pendiente los contemplativos solitarios no pier
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dan tanto como puede que les parezca a primera vista. Es posible que ha ya llegado el momento en que los placeres de la asocialidad no necesiten más tiempo del subterfugio de la verdad.
8 El thanatotopo - La provincia de lo divino
La isla humana es un lugar visitado y afectado por vida ya muerta. Don de sus habitanes se juntan, se hacen perceptibles signos sutiles y obstina dos de los ausentes. Si a los mortales les afecta lo ausente o trascendente, es por dos motivos, que, a una mirada más atenta, remiten a fuentes com pletamente diferentes. La primera de ellas la acabamos de caracterizar al hablar de la emergencia de nuevas verdades en el ámbito del saber del co lectivo: de vez en cuando se presentan ante nosotros retoños de lo oculto, de lo que queda «tras» el horizonte despejado, en forma de nuevos cono cimientos que testimonian la prosecución de la marcha casi infinita hacia fuera, hacia arriba y hacia abajo. Puesto que las «sociedades» nunca se sienten seguras frente a descubrimientos, inventos y ocurrencias, los seres humanos pueden y deben saber que hay nuevas verdades que les afectan de lleno en su vida. Con ello queda establecida una primera trascenden cia, ontológica o aletheiológica. Está clarísimo que nuestro pensar y saber actual, y el habido hasta ahora, es una isla en el mar de un pensar y saber más grande; quien considera esto comprenderá que la inteligencia sólo existe en el desnivel: su elemento es su propio más o menos. La inteligen cia se manifiesta en que se orienta a aquello por lo que se siente sobrepa sada (en contra de la necia posición estructural de la conciencia crítica, que se dirige a lo inferior para sentirse superior, y degrada lo superior pa ra no tener que medirse con ello).
La segunda fuente de la afección por el más allá y lo ausente surge de la circunstancia de que los seres humanos, según una expresión de los pri meros griegos, son los mortales; y no sólo en el sentido de que tienen la muerte ante sí, sino, más bien, de que tienen detrás de sí sus muertos. La segunda trascendencia se funda en el hecho de que en la isla antropóge- na se tiene a los antepasados a la espalda, o tras la nuca, por utilizar una imagen más cargante. En todas las culturas, las imágenes vivas del recuer do de los muertos se transforman en imagines interiores y exteriores que regulan el tráfico entre los vivos y los muertos. De este mundo de imágenes
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se hace una institución psicosocial, cuya tarea es dirigir ordenadamente el retorno de los desaparecidos. Cuando se representa a los muertos de mo do ordenado, se habla de culto; cuando se observa su reaparición desre gulada, de aparición de un fantasma. Culto y aparición tienen en común que ambos acentúan la ligazón al lugar de la trascendencia: igual que no se puede realizar el culto de los antepasados en ninguna otra parte que en la proximidad de los lugares que se tenía en común con ellos356, tampoco el fantasma puede apartarse del todo de los lugares y territorios de los vi sitados. Esto llevará a que, con el comienzo de la era de los imperios y grandes culturas, los muertos acomoden sus zonas de operación a las nue vas circunstancias geopolíticas. Por este motivo, en el siglo XIX se llega al telespiritismo, incluso a la globalización de las apariciones de fantasmas. Un ejemplo sugestivo de ello es la novela de Maupassant El Haría, que des cribe lo que sucede cuando un mal espíritu de origen brasileño amplía su ámbito de aparición a una casa en Normandía: una referencia temprana al fenómeno tele-infección; a la imagen del cosmopolitismo moderno per tenece el hecho de que algunos muertos inquietos han aprendido a pen sar globalmente y a aparecerse localmente.
La ligazón al lugar de las culturas de memoria, culto y espectros, don de primero y preferentemente se hace notar es en las pequeñas dimensio nes espaciales de los colectivos arcaicos, dispersamente territorializados. Por eso el clima de una isla humana siempre está codeterminado, en prin cipio, por ser una zona de visita [de los muertos*]: un thanatotopo. Cien tos de ojos miran ávidos desde las colinas al campamento de los vivos; in quietos, devuelven éstos la mirada, escrutando el horizonte, con una sensación indeterminada de que hay alguien ahí, de cuyas buenas inten ciones es mejor no fiarse demasiado. Pero, dado que en las culturas tem pranas la frase «Dios ha muerto» rige plenamente en su primera formula ción «El muerto es Dios», esta dimensión de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y lo otro puede caracterizarse también como theotopo o distrito de los dioses.
El dios del theotopo arcaico es todavía, plenamente, el ambivalente y difícil, al que le es inherente la ambigüedad de trato con un representan-
‘ Con el matiz de zona de añoranza del hogar, de retorno a casa [ Heimsuchungszone/, refi riéndose a los antepasados muertos. También afección, aflicción, por su recuerdo, su visita. (TV. del T. )
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te no determinado del otro lado. Por una parte, se dirige a los suyos como aliado, como auxiliador conjurado y consanguíneo del propio clan; por otra, como el amenazador, el rencoroso, el imprevisible y exigente. Es, en cualquier caso, el no-sólo-bueno, quizá incluso un exterminador sediento de venganza. El contrato del muerto con el vivo incluye ineludiblemente puntos delicados. Ciertamente, la carga ambivalente, inherente a los espí ritus de los antepasados, no sólo hay que atribuirla a complejos de culpa inconscientes de los vivos y a las expectativas de venganza correspondien tes; los dioses tempranos son más que almas liberadas, que escenifican una vendetta privada; constituyen, más bien, amalgamas de almas de muertos y fuerzas anónimas, a las que se evoca bajo nombres de culto357. Hay muchas almas humanas que, al morir, se mezclan con esas fuerzas y que gracias a sus mana se cargan de energía intimidatoria. (Razón por la cual una de ducción antropológica de lo sublime tendría que retrotraerse hasta esas energías, resumidas por Kant como lo sublime-dinámico. ) En Yahvé, el dios ultratrascendente del Occidente monoteísta tardío, son todavía reco nocibles, en principio, rasgos muy claros que le muestran cono un patriar ca larmoyante, desconfiado, fácilmente encolerizable y desequilibrare358. Esto vale, sobre todo, para las características que pertenecen al círculo funcional de su biofuerza: la palabra clave bíblica para ello es «bendecir»
(berek), pero el afectado siempre era consciente de la facilidad con que la bendición podía transformarse en maldición. Del mismo modo, el Zeus ar caico muestra atributos que corresponden más bien a un potentado para- noide que al Dios actualmente perfecto de los ontólogos. Tanto uno como otro son ya compuestos inequívocos de alma personal y violencia natural; al modo de gobierno de ambos correspondía una gran medida de inter vencionismo.
Un dios arcaico, por tanto, no es nada en que haya que creer; es un im portuno trascendente que se pega a los talones de los suyos. Su afición a revelarse satisface las condiciones del haressement en un registro psíquico. Sólo se le puede mantener a distancia cumpliendo puntualmente sus exi gencias. Nada de que entonces ser-ahí significara estar dentro de la nada; significaba, más bien, estar rodeado de un algo pegajoso cuasi-personal, que desde la ausencia reclama efectos presentes. Al «mundo de la vida» corresponde un mundo de muertos y espíritus, relativo a él, que le im pregna, penetra y mantiene en estrés. En ese régimen los dioses y antepa sados se experimentan como los no-lejanos, como vecinos invisibles que
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entran y salen de nuestra casa, como si nuestro lugar de asentamiento fue ra el objetivo natural de sus salidas y razzias. Aquí se puede hablar de trans cendencia próxima: de un contacto próximo y difícil, de un círculo de te mor e indeterminación que rodea a los isleños a escasa distancia359.
Pertenece a la naturaleza de las cosas que las tumbas constituyan los portales providenciales para el tráfico de cercanías entre el más acá y el más allá360. En el caso de dioses de ese nivel no puede confiarse en nada, excepto en su indiscreción; casi siempre es aconsejable contar con su re sentimiento frente a lo vivo: los sentimientos rencorosos crean una proxi midad tóxica por encima de las fronteras entre la muerte y la vida. Mien tras los seres humanos tengan que habérselas con el ámbito de cercanía del más allá, no se trata tanto, para ellos, de una cuestión de accesibilidad y conocimiento por lo que respecta a los dioses y espíritus (como en el tiempo en que comenzó la preocupación por el «silencio de Dios»361y otros síntomas de la escasez de presencia y evidencia); les mueve, al contrario, la preocupación por no tener demasiado indiscretamente y de continuo a su alrededor a los visitantes que vienen de lo invisible. Así se entiende que un dios en plena posesión de su capacidad espectral no necesite aún que un personal formado lógicamente demuestre su existencia.
La deducción de la maldad de los dioses no se puede contentar con re mitirse a la propensión a volver de los antepasados ofendidos. Lo malo y temible, que viene de fuera, es tan importante para la comprensión de las esferas de los seres humanos porque va incluido de doble manera en la constitución de las cápsulas culturales: por una parte, los seres humanos sólo han podido convertirse en los isleños ontológicos que son porque, en una larga corriente evolutiva, consiguieron liberarse del entorno nocivo y retirarse a la isla antropógena (la cápsula sonora de confort); por otra, es te retiro no conduce jamás hasta la inocuidad total; el encapsulamiento cultural nunca confiere a los sapientes más que una libertad parcial res pecto a necesidades y agresiones. Siempre está presente la posibilidad de avasallamiento por lo exterior; y, sobre todo, por la violencia que procede del interior del grupo. Es decir: el principio invasión se infiltra en el prin cipio distancia, la pelea entre ambas tendencias determina tanto la histo ria de los organismos como la de las culturas. Se puede mostrar cómo el espacio humano se configura por el esfuerzo de afirmar la primacía del distanciamiento frente a la invasión o de reinstaurarla tras derrotas.
El típico estrés de invasión se materializa en tres categorías de intrusos:
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Escultura azteca que representa la muerte.
Preparado anatómico: probablemente la ciclopía dio origen a las mitologías correspondientes.
por una parte, en los antepasados y retornantes, con cuya infiltración en la psique del grupo hay que contar regularmente; por otra, en las catás trofes y agresiones naturales, que irrumpen en la physis del grupo; final mente, en las nuevas verdades, que provienen de los inventos y descubri mientos de los renovadores.
Dado que, inevitablemente, a pesar de redondearse en sí mismo, el es pacio humano continúa siendo un espacio de invasión, adopta los rasgos de un sistema cultural de inmunidad. Lo que se llama sistemas de inmu nidad [o sistemas inmunes] son respuestas innatas o institucionalizadas a heridas o lesiones. Se basan en el principio prevención, que va coordina do al principio invasión. Así pues, «tener experiencia» no significa, en prin cipio, otra cosa que la capacidad de un organismo de prever invasiones y lesiones. Cuando esa previsión se traduce en medidas permanentes de de-
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Comerciante egipcio
de antigüedades con una momia.
fensa surge formalmente un sistema de inmunidad, esto es: un mecanismo de defensa, que neutraliza lesiones típicas esperables. Por medio de siste mas de inmunidad los cuerpos en proceso de aprendizaje instalan en sí mismos estresores que retornan regularmente.
Exactamente esto corresponde a la función del theotopo (que emerge del día nal o t o p o ) : los dioses arcaicos son las categorías introyectadas de in
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vasores y lesionadores, con las que cuenta crónicamente un grupo cultural dado. Cada una de las figuras divinas arcaicas explica una instancia de estrés, que da que hacer a una cultura. Gabriel Tarde, en su obra Las leyes de la imitación, se ha referido a la posible conexión entre la propagación uni versal de dioses sanguinarios y la propagación universal de animales san guinarios, con el fin de insinuar que, en todas partes donde seres huma nos primitivos fueron víctimas de fieras, quedaba cerca la transformación de las fieras fascinantes en dioses de la propia cultura362. Esto equivaldría a una domesticación simbólica de las fieras por su víctima potencial. Y a la vez se satisface la necesidad xenopática de la psique primitiva: el querer- ser-fascinado por dioses lo suficientemente extraños363. De modo análogo, teóricos de las catástrofes han inferido el nacimiento de las grandes reli giones sacrificiales en el Próximo Oriente a partir de la hermenéutica-pá nico con la que las culturas primitivas de aquellos tiempos interpretaban acontecimientos cósmicos, como lluvias gigantescas de meteoritos sobre la tierra y fenómenos celestes correspondientes364. Del terror a los astros sur gieron entonces dioses formidables, que hacían sentir a sus creyentes el abismo que hay entre el mundo de los seres humanos y el más allá. A ello corresponde, por ejemplo, el hecho de que el signo de «estrella» en su- merio-babilonio sea a la vez el ideograma de Dios. Lejano como un cuer po celeste y terrible como un dios: ésas serían las condiciones, pues, que ha de cumplir un objeto sagrado para actuar con éxito en el registro afec tivo del masoquismo religioso. Desde este extremo, el desarrollo de los ob jetos absolutos iría hacia figuras de dioses menos heterónomas. En conse cuencia, el drama del proceso de la civilización estaría prefigurado en la transformación de los dioses de invasión y catástrofe en dioses de creación y mantenimiento: una metamorfosis, que finalmente acabó en el compen dio de todos los dioses positivos parciales en la constitución monosférica del unum verum bonum. Esa instauración del Uno constituye el mayor do cumento justificativo del carácter de sistema de inmunidad de la metafísi ca: partiendo de la xenolatría fascinante y de la veneración del extraño carnívoro en los cultos sacrificiales locales, el exterior hipnógeno se in corpora progresivamente al interior, hasta que, al final, sólo queda un in terior propio superdilatado: que, enseguida, consecuentemente, cede a la entropía. Probablemente, el culto a los dioses-animales-domésticos, que, como Apis, el buey sagrado de los egipcios, ya muestran rasgos de suavidad y benevolencia, significa un paso intermedio en el camino a la sabiduría
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Morton Schamberg, God, ca. 1918.
imperial dr la inclusividad de la gran cultura. La domesticación de los ani males j rec i (le a la domesticación de los dioses' : hasta llegar a un agnus Dei, que ( deja sacrificar voluntariamente por amor a los renitentes seres humanos.
La huella del culto al extraño se mantiene mientras el dios bueno de los monoteístas pueda ser presentado como suficientemente terrible; la propaganda en favor del dios del amor no puede debilitar, sin más, el an tiguo irrm fácil dcos. Sólo el dios de los filósofos y de los místicos neo- platónic os disuelve su fascinación -que produce temblor- en familiaridad pura, ai n q i i e oscura. Se convierte en una especie de irradiación razonable desde el trasfondo y va desvaneciéndose hasta convertirse en un dios ocio
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so, que se manifiesta como el innecesario. Del ánimo xenoteísta de los an tiguos, en la high culture de la Modernidad, que ya no necesita dioses, sólo ha quedado un resto formal: chic xenófilo y allolatría filosófica36. Entre las facturas de dios más recientes después de Nietzsche (cuyo Dionisos era su ficientemente horrible), únicamente eljoven Heidegger se atuvo a un dios oscuro, xenolátrico, aunque sólo en la forma de un dios residual, de la muerte367.
Para mantener a distancia a los dioses arcaicos, conscientes de su re serva de caza, aparece en los theotopos primitivos la función del sacerdo te: como policía de fronteras de la esfera de los vivos, se le encomienda la tarea de restringir las incursiones del otro lado. El método más seguro de satisfacer a los ulteriores, que exigen su parte, parece haber sido la obla ción, que expresa casi una idea elemental de los theotopianos arcaicos. To dos ellos estaban acostumbrados a creer que el pago de un impuesto a los muertos y extranjeros pertenecía a sus obligaciones contraídas: las prime ras delegaciones de hacienda fueron, sin duda, las piedras sacrificiales pa leolíticas, en las que el miedo aprensivo satisfacía sus tributos. Pero donde hay obligación no puede estar lejos la opción. En principio y durante mu cho tiempo se reembolsó la parte de los muertos en forma de alimentos y sangre fresca; como si fuera una evidencia que espectros y dioses tienen hambre y sed. Más tarde pudieron satisfacerse los tributos a un más allá enaltecido en forma de exvotos y comuniones; también se hicieron usua les contribuciones caritativas; ciertos dioses y diosas parecían escuchar, más bien, el dialecto de la automutilación de sus admiradores, por ejem plo la Gran Madre de los indios, que hasta hoy permite que se le rinda ho menaje por el sacrificio de los testículos de sus adoradores (parece que hay todavía casi cien mil miembros de la casta de los santones castrados que vi ven al margen de la «sociedad» india como prostituidos, adivinos y baila rines de bodas). Dioses con convicción de amos aceptaban con más gusto la transformación de la ofrenda en sumisión. A veces, a los sublimes pa recía no resultarles del todo desagradable en los suyos un cierto gesto sui cida: una tendencia que fue adoptada por sectas radicales y aprovechada como materia prima para ascesis kamikazes. Con las economías de los tem plos se puso en marcha una primera política de redistribución del espíri tu contributivo; el theotopo se convierte entonces en caja solidaria, y, al la do de la ayuda primitiva a los pobres, sirve, no en último término, a la fundamentación material del estamento sacerdotal.
A la vista de estas cir-
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Leo Regan, el hermano Emmanuel Patrick bendice un nuevo automóvil en Lagos, 1996.
constancias resulta legítimo decir que la cultura no es otra cosa que la his toria de la interiorización de la ofrenda sacrificial368.
La ligazón permanente del «mundo de la vida» al ámbito vecino de muertos y dioses moviliza capacidades adscritas al tráfico fronterizo. En dicción moderna se las llama disposiciones mediadoras o, más anacróni- canienu aún, aptitud para profesiones terapéuticas. Con ello se* designa la capacidad de sintonizar con comunicaciones de lo indirectamente dado. Tantas mediaciones, tantos talentos. Cuando despunte) entre los griegos la auroravespertina del antiguo mediumnismo, Platón -como alguien que ya está en <anlino y adquiere una visión panorámica- ofreció una sinopsis de los talentos theotópicos especiales y propuso distinguir cuatro tipos de afección por emisiones venidas del más allá. En el diálogo i'rdm, Sócrates
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comienza a hablar de los beneficios del entusiasmo, gracias al cual seres humanos dotados se ofrecen como bocinas de los dioses: dioses que, por supuesto, hace mucho tiempo que no representan meros espíritus de cam pamento y tribu, sino que se han convertido ya en auténticos dioses del pueblo y han sido elevados a un más allá de arrobamiento mediano, a la semitranscendencia olímpica, digamos. Se trata, en principio, de las tres funciones mánticas fundamentales, que en otro tiempo parecían depen der de posesiones informativas: primero, la facultad de ver en el futuro y predecir cosas venideras; a continuación, la capacidad de encontrar me dios y caminos de curación en caso de enfermedad; y, finalmente, la ins piración poética, respecto de la cual los antiguos tenían claro que sólo podía llevarse a efecto por el susurro de las musas o de Apolo mismo. (Así puede comprenderse por qué la poesía y la música existieron, en princi pio, como instituciones theotópicas, y sólo después de la emancipación de las esferas de las Musas del culto religioso se convirtieron en prácticas de derecho propio, sin conexión directa con un más allá inspirador y orde nante. ) Más allá de las disciplinas del antiguo mediumnismo, Platón in troduce un cuarto entusiasmo, que interpreta como conmoción por el amor hacia ideas bellas, contempladas antes del nacimiento y recordadas a lo largo de la vida. Desde entonces, el fuego de la manía filosófica hay que custodiarlo en un altar especial: en el pupitre académico, ante el que se congrega la comunidad logofílica.
No hay duda de que la filosofía, tal como la concibió Platón, significó una modificación decisiva del comportamiento humano en el theotopo: puso en circulación un modo y manera nuevos, aunque minoritarios, de dar solución a la vecindad del «mundo de la vida» con el mundo de los espíritus, transformado ahora en cielo de las ideas. Por eso hay que atri buir cualidades theotópicas a las academias, como más tarde a las iglesias, en su modo de ser originario. Las formas de conocimiento, que se culti varán en ellas, sirvieron al intento de reducir las posesiones a convicciones. Sólo la Modernidad ha desencantado, si no el mundo, sí las academias.
Por lo que respecta a la Iglesia cristiana, el gran theotopo de Occiden te, en ella siguió viva todavía durante mucho tiempo la idea de que, de vez en cuando, los seres humanos, como medios de un más allá no demasiado lejano, disponen de capacidades especiales como clarividencia, poder cu rativo o elocuencia; lo que san Pablo tenía que decir respecto de estos «do nes de la gracia» se limita a la exigencia de su razonable subordinación al
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culto del Señor*69. Que también bajo auspicios cristianos los carismas se vuelven a transformar fácilmente en posesiones malignas, es algo que mues tran no sólo las innumerables sectas evangelistas, por las que es conocido y tristemente célebre Estados Unidos, el paraíso de las comunas mánicas desde siempre; en ellas Cristo se transforma en un demonio de éxito con fuertes competencias monetarias, si es que no se introduce en la vida co mo curandero milagroso ante una cámara en acción. La recaída se obser va también, año tras año, en los peregrinos cristianos de todo el mundo a Jerusalén, que se trastornan ante los escenarios de la Pasión y han de re currir ocasionalmente a la empatia de psiquiatrasjudíos.
En numerosas culturas, sobre todo en aquellas que no conocieron ningún cambio de paradigma en favor del monoteísmo, la idea de la rela ción mediadora de seres humanos señalados y elegidos con el otro lado nunca perdió validez. Algunas «sociedades» africanas creen hasta hoy día que los niños que no aprenden a hablar, o que dejan de hablar hasta un momento determinado, es porque preferirían estar con los antepasados, por lo que sólo se los puede persuadir para que convivan con los vivos in tentando convencerlos de la ventaja de haber nacido*70. A los ojos de sus padres y curadores esos «niños-muertos» no son «autistas»; viven en otra parte, mejor aclimatados que entre seres humanos, de modo que para asentarlos aquí hay que aflojar el lazo que los une al otro lado.
La idea de que puede haber malos espíritus capaces de penetrar en cuerpos de extraños está tan extendida en numerosas culturas que resulta legítimo considerarla como un pensamiento elemental. Según interpretan los creyentes, una invasión así sirve para convertir a seres humanos en autómatas de los demonios. Puesto que los intrusos no se detienen ante los muertos, los chinos de la Antigüedad sellaban a veces la boca y el ano de los muertos con tapones de cera o dejade. En ciertas tribus germánicas an tiguas se ataban las piernas de los muertos a la espalda y se les enterraba boca abajo con el fin de dificultarles el regreso.
Como hemos observado, el interés de los vivos por el mundo de los muertos está condicionado en gran parte por la confusión de las dos trans cendencias con las que limita el mundo humano: ya que los seres huma nos no son sólo vecinos de sus muertos, sino también del horizonte, tras el que, de acuerdo con el supuesto más al uso, se mantienen las verdades no desveladas o ideas trascendentes, les puede parecer plausible la idea de que ambas vecindades se interfieran, más aún, de que formen uno y el mis
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mo espacio. De aquí se sigue para ellos que los muertos gozan de acceso a lo no desvelado; y,junto con ellos, también los aún no nacidos, como nos informa el mito platónico del alma. La idea de que todo se aclarará, como muy tarde, post mortem se fundamenta en la firme asociación entre estar muerto y logro de un saber definitivo.
Una vez consumado el entrelazamiento de la trascendencia de lo des conocido con la de los muertos, se impone irresistiblemente la idea de evo car a los muertos con el fin de conseguir información de lo más-allá-defini- tivo. Efectivamente, de acuerdo con este esquema, y dado que los muertos tienen todo tras de sí, poseen un cupo mayor de participación en las ver dades que están en pretérito perfecto: quienes han vivido como sujetos también han vivido en lo que ha sido objetivamente, en lo esencial, como lo entiende la metafísica, en casa. En esta confusión tan oportuna tienen su origen innumerables prácticas necrománticas, que alcanzan desde sim ples oráculos de muertos hasta la evocación de difuntos desde el otro mun do. El ejemplo con mayores efectos de esta última lo ofrece la aparición del difunto Darío en la tragedia Los persas de Esquilo: surgido del reino de los muertos, revela su interpretación teológica de la derrota persa (sin que le importe, al hacerlo, convertirse, de ese modo, en el testigo principal de la creencia griega en la unidad del más allá de la verdad y el reino de los muertos). En contraposición, los más grandes de entre los héroes tienen que descender personalmente no pocas veces al submundo para recibir allí instrucciones sobre su destino futuro. No olvidemos que el anuncio fundacional del occidentalismo, el vaticinio del dominio romano del mun do, fue enunciado por el difunto Anquises a Eneas, en su camino al orco: un día sería asunto de Roma gobernar los pueblos, respetar los senti mientos de los aliados (parcere subiectis) y reducir (debellare) a los soberbios (superbosf71.
De lo dicho se deduce que los contornos del theotopo se agitan cuan do cambian en una «sociedad» las formas de relación con los muertos o los métodos de consecución de saber. Ambas cosas suceden en la civiliza ción contemporánea, que entierra de otro modo a sus muertos y consigue de otro modo sus verdades. El interés por los asuntos del otro mundo dis minuye en la Modernidad, en primer término, porque apenas se puede re currir todavía a los difuntos para recibir informaciones sobre las cosas ve nideras; su opinión resulta, ciertamente, menos útil cuando de lo que se trata es de establecer reglas técnicas para la gestión del mundo del futuro.
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El mundo de los vivos y el mundo de los muertos se han hecho tan disí miles uno de otro, que los difuntos, aun cuando quisieran hacerlo, no ten drían consejo alguno que dar a los vivos. A la inversa, la facultad de plan tear a los muertos preguntas con sentido ha desaparecido prácticamente entre los contemporáneos. Para la consecución del saber se ha vuelto su- perfluo el rodeo por la trascendencia. La confusión inmemorial del más allá de los muertos con el «reservorio» ultraempírico de las ideas y verda des no desveladas ha ido desapareciendo sin violencia en el transcurso del último siglo, sin que los habitantes del espacio humano se dieran especial cuenta de ello.
De este modo, el ocaso de los dioses conlleva un ocaso de los muertos. El destino común de lo invisible es convertirse en algo insignificante. Se vuelve la mirada a los difuntos como a muertos sin testamento, a antepasa dos de los que no hay mucho que heredar ni para bien ni para mal: bate rías descargadas que ya no nos fascinan lo suficiente como para iluminamos desde el otro lado. De los últimos no-muertos, que pululan fantasmal mente en sus descendientes neuróticos, se ocupa un psicoanálisis que ha comprendido que es más una empresa funeraria de padres y antepasados que una forma de curación. El valor de uso de los grandes muertos, los clá sicos de la memoria colectiva, se limita al papel de asegurar un pasado común a un grupo de gente civilizada. El pasado sirve ahora de campa mento base, del que parte la civilización futurista hacia sus proyectos*72.
Quien busque epígrafes a la situación espiritual del presente tiene que fijarse en la constitución actual del theotopo, configurado por representa ciones monoteístas en el mundo occidental hasta el umbral del siglo pasa do, y marcado por su decadencia desde entonces. Esto afecta especial mente a las dos religiones musealizadas, Judaismo y Cristianismo, que se ven condenadas desde hace algún tiempo a actuar como administradores del legado en propia casa. En ambas puede observarse cómo una tradición religiosa bien institucionalizada puede transformarse con éxito en la reli gión sustitutiva de sí misma (con la excusa plausible de que, en cualquier caso, el original inmanente sustituido es mejor que cualquier religión sus titutiva secular). Que esa administración no tiene por qué ser estéril lo muestra el hecho de que, a lo largo del siglo XX, teólogos judíos y cristia nos, al clasificar la herencia, hicieran un descubrimiento del que no se di ce demasiado si se manifiesta la sospecha de que podría llegar a conver tirse en uno de los hechos con mayor trascendencia de la época venidera.
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Estudio del Talmud durante el pulido de diamantes.
Se trata del descubrimiento de una tercera trascendencia, que no sería ni la de los muertos ni la de las verdades ocultas: la trascendencia del otro humano. Trascendencia a la que no le afecta directamente la inversión de la frase «el muerto es Dios» en la de «Dios ha muerto», más acomodada a los tiempos, porque la otreidad del otro no se deduce, en principio, de fuentes teológicas ni tanatológicas; aunque sigan reapareciendo, sin em bargo, conexiones con las trascendencias clásicas (sobre todo en el caso de Lévinas y su escuela). En principio, se funda exclusivamente en la idiosin crasia propia, en la pretensión de preeminencia y en la no asimilabilidad de la existencia co-existente. Que Dios también haya muerto no le priva al otro de su secreto, de su inaccesibilidad, de su derecho moral. Parece co mo si se perfilara tras los contornos evanescentes de los theo-thanatotopos históricos, se les concibiera como iglesias, imperios de Dios o como nacio nes elegidas373, un espacio de sucesión, que siguiera soportando las tensio nes metafísicas de la zona de muertos y verdades de entonces, ahora bajo auspicios no-metafísicos: un espacio que, consecuentemente, habría que llamar xenotopo. Cuya característica consiste en que los seres humanos se definen ahora como los provocados por el extraño, el huésped, el parási to374. Continuará siendo, por ahora, una cuestión abierta la de si esto bas
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ta para asegurar un nivel mínimo de apertura espiritual en la inmanencia. De todos modos, la coexistencia con otros pertenece a las dotes triviales de la existencia, sin que ello haya dado lugar hasta ahora a exaltaciones, pres cindiendo de los arrebatos místicos del amor cortesano y principios del culto al extraño en religiones xenolátricas. ¿Es posible que precisamente la conciencia-tú cotidiana se convierta en la piedra angular de una expe riencia modificada de la trascendencia?
Algunos representantesjudíos del giro al pensamiento xenotópico no hacen ningún secreto de su escepticismo frente a la piedad simplemente formal por el otro. Dan poco crédito al idilio del uno-con-otro dialógico. De entrada, retratan al otro, del que se trate en cada caso, como el asesi nado, que me afecta y aflige con la pregunta de cómo es posible que yo tuviera algo más importante que hacer en el momento del crimen que ayudarle a él. Aquí, la xenología, que asume la herencia de la teología, sustituye al ancestro por el prójimo asesinado. La afección por los espíri tus adopta una nueva forma, poniendo en boca de toda víctima una últi ma pregunta a sus no-auxiliadores: una demanda de información por el motivo de la ayuda no prestada, del sentimiento de coexistencia oscure cido, de la ceguera voluntaria, del resignado dejar que sucedan las cosas. El trato con fantasmas se traduce en examen de conciencia, no de den tro, como en la preparación para la confesión, sino de fuera, como en un
juicio. El interrogatorio xenológico insiste en que profundicemos en la indiferencia y sus motivos: en el no-querer-ayudar, el no-poder-ayudar, el estar-ligado-a-otra-parte, quizá en mayor o menor connivencia tácita con los violentos.
Si uno quiere hacerse una imagen de los potenciales del pensar xe notópico ha de considerar que con él se consigue una nueva descripción de gran porvenir del theotopo y eo ipso del ámbito de los muertos. Des cripción que permite explicar moralmente la zona de encuentro con el otro como una modificación de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y lo otro: el otro es aquel al que siempre se le debe algo, aquel ante quien siempre uno se siente algo culpable. Este giro permite una mi rada retrospectiva al origen de las religiones históricas en la mala con ciencia: un diagnóstico que se puede deducir de los análisis de René Gi- rard, que pretenden situar, evidentemente, el motivo de la turbación frente al otro en el recuerdo de malos comportamientos reales contra él (cosa que conduce a una deducción superficializada de la ambivalencia
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fascinógena). A la vez, el coexistir compartiendo un mundo se explica co mo una relación en parte recíproca, en parte asimétrica, del ser-responsa- bles-unos-de-otros y responder-unos-de-otros en una antroposfera de lími tes ya imprecisos.
Después de Hegel, cuyos puntos de vista sobre la estructura de la lucha por el reconocimiento fueron desarrollados filosófíco-socialmente duran te el siglo XX, un Nietzsche poco conocido proporcionó con la frase «El tú es más antiguo que el yo» el enunciado decisivo de la filosofía moral des de comienzos del siglo XX375. Mientras que Martin Buber quiso colocar la relación yo-tú al lado de las relaciones yo-ello, como forma original equi parable, Max Scheler, siguiendo a Nietzsche, ha enseñado la primacía de la disposición humana en dependencia de la «esfera del otro»: «La tu-idad es la categoría más fundamental del pensamiento humano»376. También es nuevo que se señale con mayor claridad que nunca en qué medida la coe xistencia implica no sólo la cooperación de los capaces, sino también el su frimiento compartido con los ya-no-capaces. «Our society is also an associa- tion in our mortality. » «The suffering ofthe other is the origin ofmy own reason»37. Aparece el carácter de carga de la coexistencia de seres humanos con se res humanos; con el efecto secundario de que gana en perfil la sobrecar ga de exigencia de los individuos por su correspondiente incumbencia en las necesidades y amenazas del otro, tanto abstracto como concreto. En esa situación tiene que ser reactualizada a nivel global la pregunta neotesta- mentaria: «¿Quién es mi prójimo? »; esta vez en el sentido de: «¿A quién hay que ayudar? », o: «¿A quién hay que colocar en primer lugar en la lista de espera de la miseria? ».
A la vista de la explicación progresiva de los hechos coexistenciales no es de excluir que salga a la luz el revés de la responsabilidad moral unl versalizada: el pensamiento xenófilo y samaritano se alía con un pragmar tismo mediador sin escrúpulos, que no retrocede ante ningún medio para conseguir al lobby superorganizado de víctimas virtuales y actuales un lugar al sol de las subvenciones. La estrategia humanitarista conduce al éxito a corto plazo cuando imágenes efectistas movilizan los sentimientos de quie nes están dispuestos a ayudar o cuando el destinatario de ellas es aborda ble o está a disposición crónicamente a causa de una culpa histórica; co mo lo expresa, por ejemplo, la formulación white guilt, black power. Si se utilizan demasiado extensivamente los medios de presión victimológicos, es previsible la pérdida de sensibilidad frente al constante alegato de los
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abogados del otro. La hipermoral trabaja a favor de esa insistencia y, con ello, de la entropía moral.
Sea cual sea la escenificación que se haga de las tensiones entre los por tavoces de la causa de los asesinados y los vivos o supervivientes: no puede impedirse que también la xenología, la última proclama del antinaturalis mo, choque pronto o tarde contra la pared de los hechos biosféricos. Lo que se acostumbra a llamar tras Husserl mundo de la vida siempre abarca, en realidad, un mundo de vida y uno de muertos: todos los intentos de las culturas de discriminar el lado de la muerte lo único que hacen siempre es elevar la tensión del absurdo bajo la que están las civilizaciones. Mien tras más agresivo se ponga en escena el biopositivismo, más paradójico se vuelve el hecho de que es verdad que la muerte se lleva en definitiva a to dos. Las Ufe Sciences en auge representan la versión más reciente de este m a- n a g e m e n t del absurdo. En tanto que pretenden saber todo sobre la vida, pa ra tomar partido más enérgicamente aún por la vida, o por lo que llaman así, oscurecen el hecho de que la biología, de acuerdo con la naturaleza de su objeto, sólo es posible como bio-thanatología, y las life Sciences sólo co mo life-and-death-sciences. Quien habla de biotopos sin tener en cuenta los thanatotopos se ha vendido a la desinformación.
Es incierto que los seres humanos en culturas seculares hagan frente a una consideración así. Una cosa es desarrollar un ars moriendi para sí mis mo y un arte de despedida con respecto a los próximos, y otra apreciar en sujusta medida teóricamente la participación de la muerte en los proce sos vitales. Quien concibe la Tierra como el bio-thanatotopo integral de la humanidad consigue, en cualquier caso, vistas de una totalidad que resul ta más bien monstruosa que sublime. El órgano de lo monstruoso se ha desplegado a lo largo del siglo XX en forma de ecología: la única novedad auténtica, junto con la cibernética y la lógica plurivalente, en el paisaje cognitivo de nuestro tiempo. Ella es la consumación ulterior de lo mons truoso en forma de una ciencia de equilibrios y desequilibrios en procesos vitales más allá de perspectivas humanas.
Cuando se encuentran ecología y teoría de la cultura devienen posibles proposiciones extrañas: ahora resulta expresable que la función capital de toda comunicación entre seres humanos es «negar intersubjetivamente la falta de sentido y la muerte»378. La profundidad tiene su precio. Desde que se han escrito cosas así, la alianza humana contra el exterior está infecta da de saber ecológico, el negocio de la negación se mantiene sobre pies
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debilitados. A consecuencia de la propagación de la ecología como forma de pensamiento dominante, más pronto o más tarde se volverá claro para muchos que el último capítulo de la historia del espíritu pertenece a la fricción entre el absolutismo de lo humano y la indiferencia de los proce sos biosféricos con respecto a los intereses humanos. El postulado de Nietzsche, de que una cultura superior tendría que proporcionar al ser hu mano un cerebro doble o dos cámaras cerebrales, una para percibir la ciencia, otra para hacerlo con la no-ciencia, se confirma de un modo no previsto. Efectivamente, los seres humanos del futuro tienen que conciliar su propio impulso vital con la visión sistémica de la biosfera, para la que vi da y muerte sólo representan dos aspectos del mismo acontecimiento. En este doble saber transhumano se muestra la forma, vinculante para seres humanos, de la sabiduría en civilizaciones biológicamente ilustradas. Sa biduría designa el modus vivendi que hace apto para la vida un saber, del que, precisamente a causa de la vida, no se podría tener conocimiento al guno.
Suponiendo que la población del homo sapiens se estabilice sobre la Tie rra hacia el final del siglo XXI en un límite máximo de 10. 000 millones de individuos, se tendría un bio-thanatotopo ante la vista, que, para una cuo ta muy civilizada del 1,5 por ciento de mortalidad, o sea, de una expectati va de vida de 75 años en toda la especie, arrojaría no menos de 150 millo nes de casos de muerte «natural» per annum; esto correspondería a más de siete épocas de terror nacionalsocialista o a treinta holocaustos de Hitler al año, o bien hasta cuatro eras-Stalin o tres fatales reformas mao-tsetun- gianas*79. Lo monstruoso de tales cifras está en que pertenecerán a la es tadística de una humanidad en paz. Los acontecimientos neutrales exigen que uno se las arregle con ellos en pasividad razonable, aunque fuera en la postura del homme révolté, que tampoco perdona a la naturaleza que siga su curso. Ante tales situaciones hay que comprender que sería absurdo pretender ser responsable de ellas. Si se quisiera volver a aguzar el con cepto desgastado de dignidad humana, su definición rezaría: tomar buena nota de esas desproporciones y actuar como si lo importante fuera cada día adicional de vida de cada uno de los individuos humanos.
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9 El nomotopo - Primera teoría constitucional
Del mismo modo en que cada grupo genera involuntariamente su au- toclausura en su propio mundo sonoro, como si mantuviera oculto tras un cercado de imcomprensibilidad, así se aísla espontáneamente toda unidad cultural por su modus vivendi o su constitución normativa. Designamos con ello un hecho para el que no hay ningún concepto simple y convincente, pero del que proporcionan perspectivas de diferentes matices expresiones como costumbres, cultura, derecho y ley, reglas, relaciones de producción,
juegos de lenguaje, formas de vida, instituciones, hábito. Todos los grupos de insulamiento humanos, que se van acreditando en procesos generacio nales, y existen, por lo tanto, en su propio tiempo, participan en un se creto de estabilización poco explorado, pero cuya existencia no resulta difícil de entender: generan en sí mismos una arquitectura de normas, que muestra suficiente sobrepersonalidad, grandeza y resistencia a la torsión como para que los usuarios la reconozcan como ley válida, como estatuto vinculante y realidad legal constrictiva. Este éter moral posee, por hablar con Hegel, las características del espíritu objetivo: está pre-ordenado al in dividuo, como algo que se mantiene, incólume, frente a su arbitrio, y que, como los nombres de los dioses, los mitos y rituales de una tribu, se trans forma estable, o sólo imperceptiblemente, transmitiéndose de una gene ración a otra. Los mortales vienen y van, las formas, las leyes permanecen. Al principio es, ante todo, la objetividad del ritual la que se experimenta con tanta fuerza que podría parecer que los pueblos fueran meras troupes empíricas, reunidas por los dioses con el único fin de mantener las formas. Pável Florenski, el sacerdote ruso ejecutado por Stalin, mantenía el dogma de que los ordenamientos del culto ortodoxo eran más antiguos que el mundo.
Para este modo de ver las cosas, las costumbres o las instituciones, son una dimensión más real, objetiva y necesaria que los seres humanos, que han de vivir de acuerdo con ellas. Las proto-imágenes de Platón aparecen como instituciones transferidas al cielo, más luminosas y reales que cual quier vida individual, que se consuma bajo ellas. Un eco de ese objetivis mo rodea incluso los horarios de trenes de los ferrocarriles alemanes, que, exentos de retrasos empíricos, se exponen en las estaciones en su evangé lico amarillo-salidas y blanco-llegadas, protegidos en vitrinas e iluminados por la noche, como para testimoniar que la estabilidad del mundo depen
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de de la devoción del ferroviario por los minutos. Esa profesión de fe en la puntualidad no tiene nada que ver con virtudes secundarias; se trata de un reflejo enfriado de la convicción metafísica de que detrás de cada he cho hay una prescripción y detrás de cada prescripción, el sello de una ver dad superior. Así que, por eso: Omne ens est bonum. ¿Cómo podría ser algo si no se le hubiera encomendado, además, ser como es? El oficial ofrece a la dama el brazo derecho simplemente porque se hace así y no sólo por que lleve la espada a la izquierda, como da a entender la explicación fun cional. Nosotros escribimos de izquierda a derecha porque según el cono cimiento de los sacerdotes inmoladores griegos los augurios felices aparecen al lado derecho. Los gallos cantan al amanecer porque su día está sincronizado con el ritmo de la gente decente: y a ésta le gusta, como a su creador, la obra de hora temprana. Los estoicos resumían la creencia en el poder de las reglas en la tesis de que ser y ser-en-orden significan lo mismo. En 1949 anotaba Wittgenstein: «La cultura es una regla de orden. O presupone una regla de orden»380. Al campo de acción de tales reglas lo llamamos el nomotopo.
Quien se detiene en la isla humana observa que su grupo de habitan tes está sometido a una tensión local de reglas: una tensión que es de sig nificado elemental para la estática social. Que el clima normativo de un grupo esté relacionado positivamente con su estabilidad, es decir, con su capacidad de supervivencia, es una intuición temprana de los sabios y de los ancianos de todos los pueblos: ninguna de las comunidades arcaicas de supervivencia se ha podido permitir nunca tomar a la ligera sus costum bres, sus formas, sus dogmas. Sólo la teoría de la sociedad contemporánea, sistémica e inspirada deconstructivamente, ha aprendido a admitir que to do conjunto de reglas está dentro de una red de excepciones tolerables381. Nietzsche, en sus análisis crítico-morales, dedujo la moralidad de la costum bre de su capacidad de ordenar absolutamente, sin posibilidad de réplica alguna: el sentido de todas las demandas tradicionales de dominio de sí mismo consiste en dejar que la costumbre y la tradición se revelen como dominantes incondicionalmente382. De modo parecido ha hecho notar Ga briel Tarde: «El gobierno más despótico y meticuloso. . . es la costumbre»383. Lo que domina sin condiciones vale como fin absoluto, o como lo bueno,
justo y honorable más allá de la opinión de comentaristas concretos. Ci cerón hablaba implicite de la superioridad de estos valores cuando dijo que hemos nacido para lajusticia; nos ad iustitiam esse natos®4. Iustitia no sólo se
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Ordenación sacerdotal en Roma.
refiere aquí, ciertamente, a la diosa de la equidistancia, que lleva la venda
sobre los ojos y la balanza en la mano. En su nombre resplandece el pre juicio arcaico en favor del legítimo poder de formas, procedimientos y cos tumbres en general. Vistos a esa luz, los formalismos que estructuran el proceso judicial romano están rodeados de un aura de buena factura ins pirada, semejante a la de las costumbres con que se desarrolla el mercado de trufas de Carpentras*85o la ceremonia inaugural de las grandes compe ticiones <le sumo en Nagoya. Tanto en un caso como en otro, y en cual quiera semejante, se trata de la autoridad, donadora de trasfondo, de la sintaxis social. Por la relativa calma del trasfondo se ofrece a nuestra ob servación la movilidad y colorismo de las figuras. Sólo la sociología re ciente ha sido capaz de poner sobre el tapete que en consideraciones de ese tipo entran en juego cuestiones de estabilidad sistémica. Talcott Par- sons enumeraba la capacidad de mantener estructuras, pattem maintenance, entre las tareas primarias de cualquier configuración social unitaria. En nuestro contexto habría que hablar de estática moral, puesto que a una teoría suficientemente completa de las islas humanas pertenece poder des
cribir su consolidación por tensiones normativas interiores.
1labría que dejar claro desde el principio que en el caso de tales con sideraciones se trata de modos de ver las cosas estrictamente fechados:
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Theo Botschuijver/Jeffrey Shaw/ Sean Wellesley-Miller, Airground, 1968.
que, probablemente, no fueron posibles antes de la mitad del siglo XX, después de que el repertorio de las lógicas de forma y de la arquitectura clásicas fuera ampliado por nuevos principios estáticos revolucionarios, in cluso en alternativas al pensar en conceptos estáticos en general. Pensa mos, por una parte, en la invención de las primeras air structures y de las cúpulas neumáticas por Walter W. Bird, Victor Lundy, Frei Otto y otros ar quitectos de vanguardia, tanto en Estados Unidos como en Europa, una forma arquitectónica que por medio de una leve sobrepresión del aire en el interior del pabellón llegó al principio de la estructura autosustentante, sin muros; por otra, en las tensión integrity structures -llamadas tensegrida- des, resumiendo- desarrolladas por Buckminster Fuller: creaciones aéreas flotantes, integradas por las tensiones internas de un entramado, que di suelven el principio de la pared soporte y lo sustituyen por la consistencia de los esfuerzos de tracción entre barras unidas por cables.
Para una teoría sociológica que no utilice contemplativamente la ex presión sistema, sino que se interese por su desarrollo operativo en la construcción de máquinas, casas e instituciones, estas innovaciones son de importancia porque explicitan, de un modo inédito en la historia de las ideas y de la técnica, el sentido de estructuras sistémicas, la seguridad
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Axel Thallemer para Festo Corporate Design, Airtecture Hall, 1996. Vigas de cubierta llenas de aire ysoportes laterales en forma de Y, material: cobertura de vitroflex.
de estructuras cuya estabilidad se mantiene por adaptación a lo móvil. La explicación del edificio y de los lugares techados mediante una estática calculadalleva, por caminos tanto rectos como torcidos, a la explicación de lo corporativo y estable en general, y de ahí a la explicación de lo ins titucional. estatal, sistémico desde sulado arquitectónico y lógico-formal. La estática se ha convertido en una Ciencia Primera; la teoría-del-en-tra- mado [Gr-stell-Theorie], en ética primaria. Se trata de una teoría moderna par exrr/'nm , en tanto que se ocupa de formas resistentes a terremotos y casos excepcionales. No en vano, uno de los filósofos del derecho más im portantes de la actualidad, Pierre Legendre, habla del derecho y del Es tado como de magnitudes que sólo pueden sostenerse por medio de un andamio moral o construcción normativa (échafaudage, montagefH(\Si las dos palabras, Estado y estática, provienen de la misma fuente, que ello nos recuerde el nexo interior entre ambos artes de la construcción, la construcción de normas y la construcción de edificios. Pero ¿cómo pen sar el staius, tanto en un caso como en otro, desde que la lógica de for mas de la arquitectura moderna ha llegado a concepciones de la estabili dad que están más allá de todo aquello que podía imaginarse la estática clásica?
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Responder a esta pregunta requiere, en principio, un rodeo. Recuér dese que, en su uso medieval, la expresión latina ordopodía designar tan to la idoneidad de una buena organización en general, como una Orden, en tanto forma individual, bien organizada, de vida espiritual. San Agustín, San Benito, San Bernardo, Santo Domingo, San Ignacio: estos y otros nombres propios testimonian que las reglas de una Orden pueden ser identificadas como obra de autores individuales, por lo que esas regu- laeaparecen tan arbitrariamente como cualquier otra sintaxis establecida por seres humanos. Sin embargo, pretenden y deben resultar tan efectivas como sólo puede serlo una norma rodeada del nimbo de lo necesario y cumplida con celo. Así pues, el ordoes, a la vez, la forma de vida y el con
junto de reglas en que se basa (los sistémicos podrían ir aún más lejos y afirmar que también las «contravenciones circunstancialesa una regla» son parte constituyente de la vida-ordo*87) . Así, por analogía, puede reconocer se que la Academia de Platón era una Orden, puesto que tanto su Repúbli cacomo sus Leyesse quedaron en escritos programáticos, que no sirvieron para la fundación de una república real. La observación fulgurante de Wittgenstein hace justicia al desdoblamiento del concepto de orden, ya que, en lo referente a culturas dadas, acentúa lo organizado individual y concretamente al modo de una orden, así como pone de relieve la regla que sigue la organización como tal. Se podría reproducir este doble senti do en estas dos frases: «la cultura es un texto» y «la cultura es sintaxis». Desde el punto de vista de la arquitectura de lo comunitario, esto llevaría a la tesis: «la cultura es un edificio» y «la cultura sigue una regla de crea ción de espacio». Siempre que la isla humana adopta perfiles, aparece una tensión de reglas que atestigua que en ella hay una reglamentación inte rior vigente: más bien imperceptible para sus miembros (prescindiendo de situaciones excepcionales), perceptible o sorprendente para los ex traños, y un motivo para reflexionar sobre el espíritu de las instituciones y sobre la institucionalidad del espíritu, para los filósofos.
A la luz de las citadas innovaciones arquitectónicas pueden comparar se los colectivos humanos más arcaicos a cúpulas de sobrepresión o tense- gridades. En ellas funciona el principio de estabilización por carga recí proca o presión atmosférica. La integración de un grupo, su estabilidad modélica, su reproductividad simbólica depende de su capacidad de colo car a sus miembros bajo una presión repetitiva, posibilitadora de cultura. La generación de sobrepresión específicamente grupal, o sea, de una ten-
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Axel Thallemer para Festo Corporate Design, Airquarium, 2000 (32 ni de diámetro, 8 m de altura). Se estabiliza mediante un depósito de lastre alrededor.
sión de arrastre que una a los miembros del grupo unos con otros y los comprometa en tareas tipificadas, se consigue, en primer término, me diante expectativas preformuladas de todos con respecto a todos y de in dividuo a individuo. Cuya forma lingüística sea la intimación, así como la escalada hacia la amenaza en caso de conflicto y decepción. Por eso, no se han descrito adecuadamente los colectivos mientras no se muestre por qué canales fluyen los ríos de órdenes en su interior. A su estructura mo ral pertenece un acuerdo sobre quién ordena a quién, y quién y cuándo está autorizado a amenazar a quiénes. Soberano es quien detenta el dere cho de amenazar. Una amenaza se define científico-estratégicamente co mo un «consejo armado»*8*; sociológicamente se describiría como una re comendación reforzada por la sanción.
Desde el punto de vista de la nueva lógica de formas de Buckminster Fu- 11er -o, mejor, desde la perspectiva que se puede ganar por sus analogías morales-, las «sociedades», tanto las primitivas como las desarrolladas, son tensegridades de expectativas, es decir, multiplicidades de condiciones de vivienda y acciones reguladas, que se consolidan por medio de intimacio nes y amenazas. En ese contexto llama la atención que el modo de hablar extendido de «presión de la expectativa» se basa en un préstamo tomado de una estática sobrepasada, porque las expectativas de grupo normaliza das no manifiestan carácter de presión alguno, sino que actúan por trac-
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Yutaka Muraka, Pneumatics in Pneumatics, Exposición Universal en Japón, 1970.
ción*, en tanto que la llamada de la ambición y estima propia, así como la tentación mimética, pueden adscribirse a ese modo de transmisión de fuer za. Sólo ante la amenaza manifiesta entran enjuego análogos de la presión, que, por eso, se reservan para el estado de excepción. La cultura es, en principio y la mayoría de las veces, el no-dejar-libre de las tensiones que crea el esfuerzo de tracción, por las que los miembros de un colectivo se li gan a regularidades propias del grupo. La vigencia del derecho y las cos tumbres dentro del grupo ejercen un permanente estímulo autoestresante sobre los miembros y coloca al colectivo en una vibración simbólica, que con lo mejor que se podría comparar es con la temperatura corporal, en dógenamente estabilizada, de un ser vivo de sangre caliente. Lo que en los organismos aporta la calidez de la sangre lo producen en las unidades so ciales los temas estresantes. Dado que los grupos siempre proyectan algo, sean trabajos o fiestas, guerras o elecciones, y que continuamente se sien ten provocados por algo, sean catástrofes naturales, acciones enemigas, de litos o escándalos, subvierten constantemente el material temático que uti lizan, para ponerse de acuerdo sobre su coyuntura o, mejor dicho, sobre su
' Zug arrastre, tirón, incluso atracción. (N. del T. )
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situación de inmunidad o su estatus de estrés. Con ayuda de sus temas ac tuales el grupo se mide a sí mismo la fiebre; por su fiebre recompone su unidad operativa como contexto de provocación, endógenamente cerrado.
Los colectivos se agitan en una excitación continua, generada interna mente, que hace del estrés normativo su tono normal. Pertenece a «lo oculto de la salud»389en los grupos el hecho de que éstos, la mayoría de las veces, no noten y apenas tematicen su tensión de fondo nomotópica: sólo en sus márgenes anárquicos se habla, a veces, con precaria expresividad, de la revocación de la obediencia a las normas y de la voluntad de rendi miento390. Incluso la antigua China no constituía excepción alguna a esa regla, a pesar de que desde el punto de vista de observadores externos pa recía doblegada ante un despotismo sin par de las costumbres; a la moda lidad china del ser-en-el-mundo pertenecía un entrenamiento para consi derar la tensión disciplinar propia como lo más normal del mundo. Entre los siglos XVI y XX, visitantes occidentales percibieron algo parecido en el implacable formalismo de las costumbres japonesas.
Son fundamentalmente dos observaciones las que informan sobre la esencia de la verdad: en un momento dado, de lo desconocido envolven te salen novedades a lo sabido y dicho; al contrario, mucho de lo que se ha conocido retorna al olvido, a la Uthe, a la implicación. En consecuencia, la verdad no es ni un contingente seguro de hechos ni una mera propiedad de las proposiciones, sino un ir y venir, un centelleo temático actual y un hundimiento en la noche atemática. Mientras el medio entre ambos, lo aparentemente igual-eterno y presente, reclame toda la atención, no que da libre mirada alguna para el aspecto dinámico del acontecimiento de la verdad. El necesario giro de la mirada a la temporización de la verdad lo han llevado a cabo pensadores como Hegel y, más aún, Heidegger; si con buenos resultados o no, es algo que queda aún por ver.
Bajo puntos de vista pragmáticos, la sensibilidad del ser humano por la diferencia entre lo verdadero y lo falso va unida a la experiencia de que lanzamientos y frases pueden ser certeros, o desacertados y falsos. Decir que los seres humanos dependen del éxito de sus lanzamientos y frases,
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significa tanto como constatar que les afectan los valores de verdad, y que esto sucede ya a un nivel biológico. La seguridad de acierto en los lanza mientos y la confianza en los enunciados es desde el principio un asunto de vida o muerte; por eso la «verdad» tuvo que ser protegida como el ma yor bien en las islas de los lanzadores y hablantes. El tráfico fronterizo en tre lo público-claro y lo oculto-oscuro troquelan acontecimientos, que «so brevienen», pasan y dan que pensar. La diferencia entre proposiciones verdaderas y falsas se funda, por el contrario, en acciones que acaban con éxito (acertadas, apropiadas, concluyentes) o sin éxito (desacertadas, ina propiadas, inconcluyentes). Así, el mundo manifiesto viene dado desde el comienzo de dos maneras diversas: una, como nexo de acciones que rea lizamos, y otra, como conexión de acontecimientos que nos afectan. El do ble sentido de verdad, como devenir-patente en el acontecimiento o en el resultado (en el está-bien del intento logrado) y como ser-enunciado en la frase apofántica, es tan viejo como la isla humana misma.
Llamamos alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o figurables. La estancia en él encierra el riesgo de ser influido tanto por verdades que se muestran, se comprenden y siguen va liendo, como por errores, que sólo se manifiestan posteriormente como tales y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista, el ale thotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución o a un vertedero de basuras. En el almacén se guarda lo que se acredita co mo verdadero: no en vano la palabra alemana para verdad [Wahrheit] tie ne que ver con conceptos como asistir, tutelar, proteger, conservar, de fender, cuidar. En el lugar de ejecución, o en el vertedero de basuras, por el contrario, se elimina lo que el grupo no puede ni quiere mantener den tro de él, en tanto que es malvado, defectuoso, inútil y nulo. Verdadero es lo que se conserva para su reuülización. La imagen del almacén permite la asociación siguiente: las verdades, antes de que puedan convertirse en ob
jetos de colección y guarda, tienen que ser cosechadas y acarreadas en una recolecta originaria, muy en consonancia con la referencia de Heidegger al sentido, muy naturalizado en la agricultura, del verbo griego légein, co sechar, recolectar, recoger las uvas, coger flores, fruta, etc. , cuya substanti- vación en lógos produce el concepto de razón y discurso en la antigua Eu ropa. Desde ese punto de vista, el alethotopo, como campo de cultivo de la verdad y punto de recogida del conocimiento, es el auténtico escenario de la apertura humana al mundo. (A partir de esto puede comprenderse
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también por qué los modernos medios de almacenaje sólo muestran ya una conexión marginal con las circunstancias humanas: porque en ellos, como en todos los archivos cognitivos, se hacen colecciones a-subjetivas: amontonamientos de información para nadie. )
Quien vive en la isla humana se convierte ipsofado en un guardián de la Lichtung [claro del bosque], no importa mucho, en principio, si en uno atento o en uno despistado. Como es sabido, Heidegger ha acentuado so bremanera la diferencia entre los buenos y los malos guardianes, pero ha tratado como una magnitud despreciable la diferencia entre conservado res del campo y ampliadores del campo (o entre meditadores e investiga dores). Pero, independientemente de que uno se asimile más bien al po lo guardián o al investigador, no se puede eludirjamás la referencia de los seres humanos a la verdad y verdades, porque la conmoción del aconteci miento de la verdad y de susjuegos de lenguaje está fundada en el genios loci. Como un lugar, donde «sucede», donde «aparece», donde «se mani fiesta», donde «alguien lo expresa», donde uno «se da por advertido de ello», donde de lo dicho no puede hacerse algo no dicho, donde lo cono cido y revelado se retiene y transmite, y en el que, a la vez, mucho, quizá la mayor parte, queda latente e inexpresado, el alethotopo introduce a sus habitantes en su claroscuro y los coloca bajo la presión de tener que satis facer lo verdadero. Lo sabido con seguridad exige que se lo mantenga en vigor, mientras que lo incierto, no-desvelado, posiblemente venidero, arro
ja ante sí una luz crepuscular y obliga a tener cuidado.
Pertenece a las características más generales de las islas humanas el he
cho de que sus habitantes se dividan pronto entre aquellos a quienes afec tan mucho las tensiones de la verdad, y aquellos que evitan, más bien, las situaciones cognitivas de estrés. De ahí surge la diferenciación casi univer sal de los grupos en expertos, que se comprometen personalmente con verdades difícilmente accesibles, reuniendo, en parte bajo su propia res ponsabilidad, en parte respaldados por la figura del mago o del erudito, saber de lo encubierto, de lo sido, de lo venidero, y en legos, que consi guen sentirse satisfechos con las evidencias de primer orden, con las ex periencias y opiniones colectivamente almacenadas, es decir, con los ído los de la tribu. En la primera posición encontramos las figuras del chamán, del sacerdote, del profeta, del vidente, del escribiente, del filósofo y del científico; en la segunda, las del simple miembro de la tribu, del analfabe to, del paciente, del creyente, del empírico, del lego, del lector de perió
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dicos y del espectador de duelos televisivos. No habría existido ninguna «sociedad», ningún «pueblo», ninguna «cultura», si, al menos tentativa mente, no hubiera desarrollado los rasgos de un sistema bicameral de ac cesos a la verdad: cuyo primer elemento represente una House of Common Knowledge, con los sabios comunes como miembros, y una House of Cogniti- ve Lords, donde deliberen los más sabios, los magos, los expertos y profe sores. Desde el surgimiento de las llamadas altas o grandes culturas esta or ganización se ha plasmado en instituciones, que diferencian entre sabios y profanos como entre dos pueblos dentro de la misma población. Esto se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que gran cultura y cul tura escrita son sinónimos en sentido amplio; el monopolio de pocos de la escritura y el analfabetismo de la mayoría actuarán como constantes eter nas en los tres primeros milenios del arte de la escritura. Incluso después de imponerse la alfabetización general, las culturas, como las artes, vuelven a dividirse en high y Imv. Todavía al comienzo de la Modernidad europea, cuando Francis Bacon formula el programa de una «sociedad» investiga dora y en avance, se hizo un monumento a la bipartición del alethotopo: también en el Estado modélico de la Nueva Atlántida existe una Cámara Al ta del saber, una universidad de élite, dedicada al progreso puro, llamada Casa Salomón, cuyos miembros, como en una orden de caballería cogniti- va, están obligados a guardar estricto silencio respecto de ciertos conoci mientos no publicables350.
Bajo estas circunstancias el acceso a verdades más lejanas se convierte en asunto de expertos, más aún, la comunidad de expertos se distancia provocadoramente de la comuna de los sapientes cotidianos y se establece como una aristocracia de derecho propio. La arrogancia del escribiente es uno de los hechos más poderosos de la historia de la civilización. Esto lle ga tan lejos, que muchos de los ricos de espíritu establecieron una dife rencia antropológica, que separaba a los sabios de los comunes mortales, casi tanto como separa la diferencia específica a los seres humanos de los animales superiores. Basta recordar ciertos mitos sobre el nacimiento de los héroes de la verdad -Gautama Buda, Lao-tse, Jesús- y los informes históricos sobre el culto a los grandes del espíritu -Pitágoras, Platón, Con- fucio, Newton, Goethe- para convencerse de ese abismo y de su efecto de cisivo en el ámbito colectivo de la verdad. La diferencia entre el sabio y la masa insipiente está hecha, para todas las ordenaciones etnoepistémicas más antiguas, de un material de dureza semejante al de la diferencia, en
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las teocracias, entre el rey-dios y los súbditos, o al de la diferenciación, en las culturas religiosas, entre los santos purificados y el pueblo, contamina do hasta la intangibilidad. En los fragmentos de Heráclito el menosprecio del sabio por los ignorantes suena más fuerte que en cualquier línea de Hegel o de Nietzsche. Entre los arquetipos del sacerdote de Apolo en Efeso se cuentan también los astrónomos-sacerdotes de Babilonia, que pasaban las noches en torres observando las estrellas; no es de excluir que comien ce con ellos el orgulloso resentimiento de los insomnes contra la masa de dormidos, un efecto cuyas huellas alcanzan hasta el Nuevo Testamento y las culturas monacales cristianas; y hasta la era de Stalin (cuando los habi tantes de Moscú, durante la Segunda Guerra Mundial, se consolaban con la idea de que en la habitación de Stalin todavía había luz mucho después de medianoche). La mitigación platónica de la arrogancia de la sabiduría, dejándola en un anhelo suyo, y la orientación estoica a un ideal, al que uno se acerca por ejercicio constante, consiguieron impedir la disociación com pleta del alethotopo, aunque no quitaron nada de su radicalidad a la opo sición entre los expertos en asuntos de gran interés lógico-cosmológico y técnico, y los abonados normales a la probabilidad en asunto de negocios cotidianos.
Quien vive en la isla antropógena, por su situación casual o elegida dentro del alethopopo, se ve introducido irremisiblemente en una logo maquia: en una lucha constante por lo verdadero y por las formas válidas de su expresión, en un divorcio permanente entre los conocimientos apa rentes y los reales, entre los profetas verdaderos y los falsos. De estas luchas por la verdad vale lo que Nietzsche ha hecho observar sobre los grandes tránsitos en la historia de las ideas: «¡El encanto de estas luchas es que quien las contempla también las tiene que luchar! ». Naturalmente, se tra ta de luchas cognitivas de clases, desde arriba: luchas de menosprecio de un clero lógico y de una aristocracia del espíritu, consciente de su distin ción, contra la opinión popular; pero asimismo de luchas de orientación en el campamento de los sabios mismos por la legitimidad y capacidad de éxito de sus conceptos y procedimientos. Piénsese, en este último caso, en fenómenos como la ruptura de los parmenídeos con la ilusión del movi miento, supuestamente descubierta por ellos; en el ataque político-meto dológico de Platón a los sofistas atenienses, con el objetivo de deslegitimar la formación de opinión tomando como base la mera probabilidad; en la ofensiva político-religiosa de Diocleciano contra los adivinos, interpreta
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dores de signos y mathematici (astrólogos) en el ámbito jurídico del Impe rio romano; en las luchas entre creacionistas y evolucionistas modernos por la interpretación de los inicios del mundo; en la fenomenología de Fichte de la conciencia cosificada y sus derivaciones en las críticas ideoló gicas del siglo XIX; en el ajuste de cuentas positivista con los «seudopro- blemas» de la filosofía y el descenso del pensamiento moderno a la coti dianidad; en la crítica neoescéptica a los maestros pensadores y grandes teóricos del siglo XX; o, finalmente -por mencionar tras las tragedias la sá tira-, en las campañas de denuncia de los científicos-mainstream neopositi- vistas contra las metáforas epistemológicas y experimentos conceptuales de los posmodemos, campañas que, precisamente por su comicidad, son instructivas como advertencias frente a la disposición, que continúa exis tiendo en el público, a someterse a sistemas-¿>/i{/fde la más diversa natura leza, bien a las sugestiones de algunos científicos sociales, o bien a las pre tensiones de científicos ingenuos y de correctos epistemológicamente de saberlo todo mejor que los otros.
Las escisiones históricas del alethotopo llaman la atención sobre las condiciones fundamentales de la división del saber en poblaciones huma nas. Mientras, en grupos coherentes, el saber aparezca en distribuciones normal-asimétricas y siempre se produzca como co-saber de lo que saben y no saben los demás, el recinto alethotópico sigue siendo capaz de equi librar sus diferencias internas hasta tal punto que no haya de seguirse nin guna escisión en los partidos exclusivos cognitivos. Ni siquiera la polariza ción de saber de mujeres y saber de hombres, las diferencias entre saber de guerreros y saber de enfermeros, los contrastes de madurez entre el sa ber del mundo de quien tiene siete años y la mirada sintetizante del de se tenta, ofrecen razón alguna para luchas de clases por el saber y distancia- mientos profundos de los grupos de saber entre ellos. Sólo en situaciones polimíticas y polimáticas, sobre todo después de configuraciones de pue blos a partir de tribus heterogéneas y debido a mezclas de todo tipo pro venientes de ciudades de tráfico comercial, aparece, en correspondencia con los hechos y datos multiculturales y multicognitivos, un fuerte estrés mental, que quiebra con tanta fuerza el alethotopo, que del difuso saber- todo inclusivo de antes se deslindan partidos, que se vuelven progresiva mente opacos e incomprensibles unos para otros, e incluso, despectivos y amenazadores, en ocasiones.
En la Antigüedad griega la disolución de la crisis polimítica llevó a un
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acontecimiento de alcance, de impronta cultural: la secesión de los filóso fos y científicos de sus comunas. Esos sapientes de nuevo cuño se aparta ron del campo colectivo del saber, dejando de ser encarnaciones del saber popular, como lo fueron aún sus predecesores, los antiguos rapsodas e iatromantes, los cantores cosmovisionales y los médicos-videntes de las cul turas de la verdad, anteriores a la escritura. Se organizaron en un grupo de inteligencias, en cualquier sentido de la palabra separadas, en una cas ta de expertos lógicos y morales, que mantienen relaciones mucho más es trechas con quienes, de procedencia extraña, tienen los mismos intereses, están igualmente aislados, igualmente abstraídos, que con sus compatrio tas. Como efecto de esto surge ya en las Antigüedades europeas y asiáticas la internacional de los portadores del saber superior, que constituye un primer movimiento ecuménico, compuesto de lógicos desterritorializados, maestros de ética patriotas de la humanidad o ascetas enajenados del mun do. Con ellos se articula el fenómeno del pacifismo meditativo o académi co: esa ficción inevitable de una vida desinteresada, hipotecada a la «ver dad pura», que, como si estuviera purificada por una muerte social, repugna de las fabricaciones del saber que toma partido. Del axioma es pecífico de la academia proviene «la libertad completa. . . en eljuego de ar gumento y contraargumento». Con razón pudo afirmarse, consecuente mente: «[. . . ] el alma de la ciencia es tolerancia»*51.
El efecto sofístico se entiende sólo en contraposición a la búsqueda de saber puro o absoluto. Con él, el conocimiento entra claramente al servi cio de intereses particulares, sea como procuración ante los tribunales o como Consulting de los señores de la guerra. Los miembros de la Cámara del Pueblo se refieren no pocas veces a la Cámara Alta objetiva con un te mor de tinte religioso, que se codifica como admiración: con ello se paga tributo a la sensación de que los sapientes son una especie de muertos vi vos, que están más cerca de los números y de las estrellas que sus conciu dadanos. Desde siempre, las cimas de la ecumene alfabetizada se pelean entre sí amargamente y están condenadas a luchas por sentimientos de su perioridad, influencias y partidarios. Que los grandes espíritus estén de acuerdo entre sí nunca fue más, desde el principio, que un cuento, con el que los sabios mantenían su clientela.
El postulado inicial de la ciencia es su asocialidad; su autoconciencia surge de la ruptura con los ídolos de la tribu, de la caverna y del mercado. Sólo puede desarrollarse por la transformación del científico conciudada
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no en un extraño, que habla a los legos en nombre de una verdad exter na. La condición de su institucionalización es la sumisión de los profanos a un dogma, que exige creer que el sapiente científico tiene que ser ad mitido en la sociedad de los sapientes normales como diputado de un ám bito extrasocial del ser: digamos que como mandatario de los números, de los triángulos, de los planetas, de los animales marinos, de los microbios, de los tumores y de todo el universo restante de hechos absolutos. En su calidad de delegado de verdades externas e ideas transcendentes, el cien tífico acreditado consigue autoridad en el colectivo, e incluso poder, oca sionalmente, en tanto logra poner de su lado a los poderosos. Por eso la ciencia nunca puede romper más que proforma con el cuarto tipo de ído los, los del teatro: en realidad acrecienta el número de los ídolos del tea tro y reclama para sí escenarios, en los que se calcen coturnos más altos que en ninguna otra parte. La elegante autoexclusión de los sapientes científicos posee evidencia axiomática para la utilización pública de la ver dad durante toda la era de la organización altamente cultural del saber; el sainete tragicómico de tales convicciones aparece en escena en los esfuer zos de los mandarines alemanes por interpretar el papel de una aristocra cia intelectual académica en el paso a la era técnica; incluso a la vista de su igualamiento por la política universitaria nacional-socialista352. Aunque el alethotopo del organismo moderno de la ciencia se ha diferenciado en cientos de espacios discursivos o disciplinas de derecho propio, cuando se habla de un objeto discrecional en el sentido de una -logia, sigue emer giendo en el trasfondo el remitente de todos los remitentes: el falo-luz extramundano, cuyos representantes, los hombres y las mujeres de la cien cia, sobre todo los y las competentes matemática y filosóficamente, per manecen entre nosotros. Phallus locutus, causafinita.
Hasta qué nivel de profundidad está impresa esta configuración del ale thotopo en las condiciones del saber de la antigua Europa (y de la antigua Asia), es algo que se infiere de la circunstancia de que la persistente crisis cultural del siglo XX no consiguió disolver completamente las relaciones ar- quetípicas entre expertos y legos. A pesar de un escepticismo creciente en tre la población frente a la ciencia, ha cambiado poco tanto la distribución de ambas Cámaras como las formas de su relación mutua. Sólo un peque ño número de contemporáneos consigue hoy hacerse un concepto apro piado de la insostenibilidad de las distinciones tradicionales y de sus moti vos. Que, no obstante, la creencia en la ciencia esté empalideciendo en un
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amplio frente, puede atribuirse en parte a la corrupción endógena de la co munidad de expertos. Las tan embarazosas como inacabables luchas de ex pertos en el campo de las verdades supuestamente externas producen la sensación en gran parte del público de que tampoco la verdad es ya lo que era. El valor psicosocial de uso del experto: la posibilidad de someterse a su dictamen y acabar así con las dudas, está en franca decadencia. Hace ya mu cho tiempo que la tesis lapidaria de B. F. Skinner: «El pueblo no está en si tuación de juzgar a los expertos»353suena tan increíble como una fortune cookie china. Aun cuando la frase fuera acertada, ello no cambiaría nada con respecto a que estamos condenados a formamos unjuicio propio sobre los expertos. No pocos contemporáneos han entendido que con la elección del experto ellos mismos eligen el resultado del informe del experto. Con ello, en conflictos sociales de intereses (por no hablar de los demasiado huma nos), se pulveriza la ilusión inmemorial de que los auténticamente sapien tes sean los diputados de verdades extemas. No es casual que lleguen a la opinión pública cada vez más casos de falsificaciones científicas (según cálculos pesimistas, están manipulados tres cuartos de todos los resultados de investigación publicados). Pero lo que afecta más profundamente al es tatus de la institución ciencia es la disolución del paradigma científico ba- coniano, dominante entre el siglo XVII y el XX, que había asentado, con evangélica ingenuidad, la alianza natural entre progreso científico y huma no354. La alegría himanista del racionalismo baconiano hubo de irse a pique con la emergencia del complejo científico-militar durante la Primera Gue rra Mundial a ambos lados del Aüántico (aunque, plenamente, con la man cha indeleble de la física moderna, que supusieron los acontecimientos del 6 y 9 de agosto de 1945 en Japón). Las civilizaciones modernas buscan des de entonces un nuevo contrat social epistémico, que tenga en cuenta la si tuación de las ciencias tras la pérdida de su independencia y su inocencia. Ahora la desconfianza circula ya por el Gran Campus.
Hacia el final del siglo que acaba de terminar comenzó a articularse una especie de movimiento epistemológico en pro de los derechos cívicos, cuyo objetivo es sacar a los expertos de su exilio dorado en las verdades ex ternas, hace tiempo desmentido, y hacer que vuelvan a un campo demo crático de saber. Si, dado el progresivo esoterismo de la investigación -y la privacidad creciente de los resultados-, esto es posible, queda como una cuestión abierta, que podría ser de decisiva importancia. Efectivamente, la re-inclusión de los expertos supondría el cambio más profundo de las re-
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Rebecca Horn, El coro de los saltamontes /, 35 máquinas
de escribir, que cuelgan del techo, teclean a ritmo diferente. Un bastón de ciego dirige el coro, 1991.
laciones alethotópicas desde la aparición de las grandes culturas. Además, este cambio, que liberaría tanto las verdades como a sus transmisores de su excentrismo respecto a las sociedades que los alojan, no sería otra cosa -como han demostrado los profundos análisis de Bruno Latour- que la consumación atrasada del saber sobre la vida real de las ciencias llevada a cabo por las ciencias mismas35.
Por lo que respecta a la defensa de la contemplación frente a la intro misión social: los contemplativos habrán de demostrar si realmente no pueden valérselas sin apelar a verdades externas y aprióricas. También aquí separa la explicación lo que mantenía junto la implicación. Es pro bable que en la reforma pendiente los contemplativos solitarios no pier
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dan tanto como puede que les parezca a primera vista. Es posible que ha ya llegado el momento en que los placeres de la asocialidad no necesiten más tiempo del subterfugio de la verdad.
8 El thanatotopo - La provincia de lo divino
La isla humana es un lugar visitado y afectado por vida ya muerta. Don de sus habitanes se juntan, se hacen perceptibles signos sutiles y obstina dos de los ausentes. Si a los mortales les afecta lo ausente o trascendente, es por dos motivos, que, a una mirada más atenta, remiten a fuentes com pletamente diferentes. La primera de ellas la acabamos de caracterizar al hablar de la emergencia de nuevas verdades en el ámbito del saber del co lectivo: de vez en cuando se presentan ante nosotros retoños de lo oculto, de lo que queda «tras» el horizonte despejado, en forma de nuevos cono cimientos que testimonian la prosecución de la marcha casi infinita hacia fuera, hacia arriba y hacia abajo. Puesto que las «sociedades» nunca se sienten seguras frente a descubrimientos, inventos y ocurrencias, los seres humanos pueden y deben saber que hay nuevas verdades que les afectan de lleno en su vida. Con ello queda establecida una primera trascenden cia, ontológica o aletheiológica. Está clarísimo que nuestro pensar y saber actual, y el habido hasta ahora, es una isla en el mar de un pensar y saber más grande; quien considera esto comprenderá que la inteligencia sólo existe en el desnivel: su elemento es su propio más o menos. La inteligen cia se manifiesta en que se orienta a aquello por lo que se siente sobrepa sada (en contra de la necia posición estructural de la conciencia crítica, que se dirige a lo inferior para sentirse superior, y degrada lo superior pa ra no tener que medirse con ello).
La segunda fuente de la afección por el más allá y lo ausente surge de la circunstancia de que los seres humanos, según una expresión de los pri meros griegos, son los mortales; y no sólo en el sentido de que tienen la muerte ante sí, sino, más bien, de que tienen detrás de sí sus muertos. La segunda trascendencia se funda en el hecho de que en la isla antropóge- na se tiene a los antepasados a la espalda, o tras la nuca, por utilizar una imagen más cargante. En todas las culturas, las imágenes vivas del recuer do de los muertos se transforman en imagines interiores y exteriores que regulan el tráfico entre los vivos y los muertos. De este mundo de imágenes
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se hace una institución psicosocial, cuya tarea es dirigir ordenadamente el retorno de los desaparecidos. Cuando se representa a los muertos de mo do ordenado, se habla de culto; cuando se observa su reaparición desre gulada, de aparición de un fantasma. Culto y aparición tienen en común que ambos acentúan la ligazón al lugar de la trascendencia: igual que no se puede realizar el culto de los antepasados en ninguna otra parte que en la proximidad de los lugares que se tenía en común con ellos356, tampoco el fantasma puede apartarse del todo de los lugares y territorios de los vi sitados. Esto llevará a que, con el comienzo de la era de los imperios y grandes culturas, los muertos acomoden sus zonas de operación a las nue vas circunstancias geopolíticas. Por este motivo, en el siglo XIX se llega al telespiritismo, incluso a la globalización de las apariciones de fantasmas. Un ejemplo sugestivo de ello es la novela de Maupassant El Haría, que des cribe lo que sucede cuando un mal espíritu de origen brasileño amplía su ámbito de aparición a una casa en Normandía: una referencia temprana al fenómeno tele-infección; a la imagen del cosmopolitismo moderno per tenece el hecho de que algunos muertos inquietos han aprendido a pen sar globalmente y a aparecerse localmente.
La ligazón al lugar de las culturas de memoria, culto y espectros, don de primero y preferentemente se hace notar es en las pequeñas dimensio nes espaciales de los colectivos arcaicos, dispersamente territorializados. Por eso el clima de una isla humana siempre está codeterminado, en prin cipio, por ser una zona de visita [de los muertos*]: un thanatotopo. Cien tos de ojos miran ávidos desde las colinas al campamento de los vivos; in quietos, devuelven éstos la mirada, escrutando el horizonte, con una sensación indeterminada de que hay alguien ahí, de cuyas buenas inten ciones es mejor no fiarse demasiado. Pero, dado que en las culturas tem pranas la frase «Dios ha muerto» rige plenamente en su primera formula ción «El muerto es Dios», esta dimensión de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y lo otro puede caracterizarse también como theotopo o distrito de los dioses.
El dios del theotopo arcaico es todavía, plenamente, el ambivalente y difícil, al que le es inherente la ambigüedad de trato con un representan-
‘ Con el matiz de zona de añoranza del hogar, de retorno a casa [ Heimsuchungszone/, refi riéndose a los antepasados muertos. También afección, aflicción, por su recuerdo, su visita. (TV. del T. )
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te no determinado del otro lado. Por una parte, se dirige a los suyos como aliado, como auxiliador conjurado y consanguíneo del propio clan; por otra, como el amenazador, el rencoroso, el imprevisible y exigente. Es, en cualquier caso, el no-sólo-bueno, quizá incluso un exterminador sediento de venganza. El contrato del muerto con el vivo incluye ineludiblemente puntos delicados. Ciertamente, la carga ambivalente, inherente a los espí ritus de los antepasados, no sólo hay que atribuirla a complejos de culpa inconscientes de los vivos y a las expectativas de venganza correspondien tes; los dioses tempranos son más que almas liberadas, que escenifican una vendetta privada; constituyen, más bien, amalgamas de almas de muertos y fuerzas anónimas, a las que se evoca bajo nombres de culto357. Hay muchas almas humanas que, al morir, se mezclan con esas fuerzas y que gracias a sus mana se cargan de energía intimidatoria. (Razón por la cual una de ducción antropológica de lo sublime tendría que retrotraerse hasta esas energías, resumidas por Kant como lo sublime-dinámico. ) En Yahvé, el dios ultratrascendente del Occidente monoteísta tardío, son todavía reco nocibles, en principio, rasgos muy claros que le muestran cono un patriar ca larmoyante, desconfiado, fácilmente encolerizable y desequilibrare358. Esto vale, sobre todo, para las características que pertenecen al círculo funcional de su biofuerza: la palabra clave bíblica para ello es «bendecir»
(berek), pero el afectado siempre era consciente de la facilidad con que la bendición podía transformarse en maldición. Del mismo modo, el Zeus ar caico muestra atributos que corresponden más bien a un potentado para- noide que al Dios actualmente perfecto de los ontólogos. Tanto uno como otro son ya compuestos inequívocos de alma personal y violencia natural; al modo de gobierno de ambos correspondía una gran medida de inter vencionismo.
Un dios arcaico, por tanto, no es nada en que haya que creer; es un im portuno trascendente que se pega a los talones de los suyos. Su afición a revelarse satisface las condiciones del haressement en un registro psíquico. Sólo se le puede mantener a distancia cumpliendo puntualmente sus exi gencias. Nada de que entonces ser-ahí significara estar dentro de la nada; significaba, más bien, estar rodeado de un algo pegajoso cuasi-personal, que desde la ausencia reclama efectos presentes. Al «mundo de la vida» corresponde un mundo de muertos y espíritus, relativo a él, que le im pregna, penetra y mantiene en estrés. En ese régimen los dioses y antepa sados se experimentan como los no-lejanos, como vecinos invisibles que
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entran y salen de nuestra casa, como si nuestro lugar de asentamiento fue ra el objetivo natural de sus salidas y razzias. Aquí se puede hablar de trans cendencia próxima: de un contacto próximo y difícil, de un círculo de te mor e indeterminación que rodea a los isleños a escasa distancia359.
Pertenece a la naturaleza de las cosas que las tumbas constituyan los portales providenciales para el tráfico de cercanías entre el más acá y el más allá360. En el caso de dioses de ese nivel no puede confiarse en nada, excepto en su indiscreción; casi siempre es aconsejable contar con su re sentimiento frente a lo vivo: los sentimientos rencorosos crean una proxi midad tóxica por encima de las fronteras entre la muerte y la vida. Mien tras los seres humanos tengan que habérselas con el ámbito de cercanía del más allá, no se trata tanto, para ellos, de una cuestión de accesibilidad y conocimiento por lo que respecta a los dioses y espíritus (como en el tiempo en que comenzó la preocupación por el «silencio de Dios»361y otros síntomas de la escasez de presencia y evidencia); les mueve, al contrario, la preocupación por no tener demasiado indiscretamente y de continuo a su alrededor a los visitantes que vienen de lo invisible. Así se entiende que un dios en plena posesión de su capacidad espectral no necesite aún que un personal formado lógicamente demuestre su existencia.
La deducción de la maldad de los dioses no se puede contentar con re mitirse a la propensión a volver de los antepasados ofendidos. Lo malo y temible, que viene de fuera, es tan importante para la comprensión de las esferas de los seres humanos porque va incluido de doble manera en la constitución de las cápsulas culturales: por una parte, los seres humanos sólo han podido convertirse en los isleños ontológicos que son porque, en una larga corriente evolutiva, consiguieron liberarse del entorno nocivo y retirarse a la isla antropógena (la cápsula sonora de confort); por otra, es te retiro no conduce jamás hasta la inocuidad total; el encapsulamiento cultural nunca confiere a los sapientes más que una libertad parcial res pecto a necesidades y agresiones. Siempre está presente la posibilidad de avasallamiento por lo exterior; y, sobre todo, por la violencia que procede del interior del grupo. Es decir: el principio invasión se infiltra en el prin cipio distancia, la pelea entre ambas tendencias determina tanto la histo ria de los organismos como la de las culturas. Se puede mostrar cómo el espacio humano se configura por el esfuerzo de afirmar la primacía del distanciamiento frente a la invasión o de reinstaurarla tras derrotas.
El típico estrés de invasión se materializa en tres categorías de intrusos:
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Escultura azteca que representa la muerte.
Preparado anatómico: probablemente la ciclopía dio origen a las mitologías correspondientes.
por una parte, en los antepasados y retornantes, con cuya infiltración en la psique del grupo hay que contar regularmente; por otra, en las catás trofes y agresiones naturales, que irrumpen en la physis del grupo; final mente, en las nuevas verdades, que provienen de los inventos y descubri mientos de los renovadores.
Dado que, inevitablemente, a pesar de redondearse en sí mismo, el es pacio humano continúa siendo un espacio de invasión, adopta los rasgos de un sistema cultural de inmunidad. Lo que se llama sistemas de inmu nidad [o sistemas inmunes] son respuestas innatas o institucionalizadas a heridas o lesiones. Se basan en el principio prevención, que va coordina do al principio invasión. Así pues, «tener experiencia» no significa, en prin cipio, otra cosa que la capacidad de un organismo de prever invasiones y lesiones. Cuando esa previsión se traduce en medidas permanentes de de-
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Comerciante egipcio
de antigüedades con una momia.
fensa surge formalmente un sistema de inmunidad, esto es: un mecanismo de defensa, que neutraliza lesiones típicas esperables. Por medio de siste mas de inmunidad los cuerpos en proceso de aprendizaje instalan en sí mismos estresores que retornan regularmente.
Exactamente esto corresponde a la función del theotopo (que emerge del día nal o t o p o ) : los dioses arcaicos son las categorías introyectadas de in
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vasores y lesionadores, con las que cuenta crónicamente un grupo cultural dado. Cada una de las figuras divinas arcaicas explica una instancia de estrés, que da que hacer a una cultura. Gabriel Tarde, en su obra Las leyes de la imitación, se ha referido a la posible conexión entre la propagación uni versal de dioses sanguinarios y la propagación universal de animales san guinarios, con el fin de insinuar que, en todas partes donde seres huma nos primitivos fueron víctimas de fieras, quedaba cerca la transformación de las fieras fascinantes en dioses de la propia cultura362. Esto equivaldría a una domesticación simbólica de las fieras por su víctima potencial. Y a la vez se satisface la necesidad xenopática de la psique primitiva: el querer- ser-fascinado por dioses lo suficientemente extraños363. De modo análogo, teóricos de las catástrofes han inferido el nacimiento de las grandes reli giones sacrificiales en el Próximo Oriente a partir de la hermenéutica-pá nico con la que las culturas primitivas de aquellos tiempos interpretaban acontecimientos cósmicos, como lluvias gigantescas de meteoritos sobre la tierra y fenómenos celestes correspondientes364. Del terror a los astros sur gieron entonces dioses formidables, que hacían sentir a sus creyentes el abismo que hay entre el mundo de los seres humanos y el más allá. A ello corresponde, por ejemplo, el hecho de que el signo de «estrella» en su- merio-babilonio sea a la vez el ideograma de Dios. Lejano como un cuer po celeste y terrible como un dios: ésas serían las condiciones, pues, que ha de cumplir un objeto sagrado para actuar con éxito en el registro afec tivo del masoquismo religioso. Desde este extremo, el desarrollo de los ob jetos absolutos iría hacia figuras de dioses menos heterónomas. En conse cuencia, el drama del proceso de la civilización estaría prefigurado en la transformación de los dioses de invasión y catástrofe en dioses de creación y mantenimiento: una metamorfosis, que finalmente acabó en el compen dio de todos los dioses positivos parciales en la constitución monosférica del unum verum bonum. Esa instauración del Uno constituye el mayor do cumento justificativo del carácter de sistema de inmunidad de la metafísi ca: partiendo de la xenolatría fascinante y de la veneración del extraño carnívoro en los cultos sacrificiales locales, el exterior hipnógeno se in corpora progresivamente al interior, hasta que, al final, sólo queda un in terior propio superdilatado: que, enseguida, consecuentemente, cede a la entropía. Probablemente, el culto a los dioses-animales-domésticos, que, como Apis, el buey sagrado de los egipcios, ya muestran rasgos de suavidad y benevolencia, significa un paso intermedio en el camino a la sabiduría
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Morton Schamberg, God, ca. 1918.
imperial dr la inclusividad de la gran cultura. La domesticación de los ani males j rec i (le a la domesticación de los dioses' : hasta llegar a un agnus Dei, que ( deja sacrificar voluntariamente por amor a los renitentes seres humanos.
La huella del culto al extraño se mantiene mientras el dios bueno de los monoteístas pueda ser presentado como suficientemente terrible; la propaganda en favor del dios del amor no puede debilitar, sin más, el an tiguo irrm fácil dcos. Sólo el dios de los filósofos y de los místicos neo- platónic os disuelve su fascinación -que produce temblor- en familiaridad pura, ai n q i i e oscura. Se convierte en una especie de irradiación razonable desde el trasfondo y va desvaneciéndose hasta convertirse en un dios ocio
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so, que se manifiesta como el innecesario. Del ánimo xenoteísta de los an tiguos, en la high culture de la Modernidad, que ya no necesita dioses, sólo ha quedado un resto formal: chic xenófilo y allolatría filosófica36. Entre las facturas de dios más recientes después de Nietzsche (cuyo Dionisos era su ficientemente horrible), únicamente eljoven Heidegger se atuvo a un dios oscuro, xenolátrico, aunque sólo en la forma de un dios residual, de la muerte367.
Para mantener a distancia a los dioses arcaicos, conscientes de su re serva de caza, aparece en los theotopos primitivos la función del sacerdo te: como policía de fronteras de la esfera de los vivos, se le encomienda la tarea de restringir las incursiones del otro lado. El método más seguro de satisfacer a los ulteriores, que exigen su parte, parece haber sido la obla ción, que expresa casi una idea elemental de los theotopianos arcaicos. To dos ellos estaban acostumbrados a creer que el pago de un impuesto a los muertos y extranjeros pertenecía a sus obligaciones contraídas: las prime ras delegaciones de hacienda fueron, sin duda, las piedras sacrificiales pa leolíticas, en las que el miedo aprensivo satisfacía sus tributos. Pero donde hay obligación no puede estar lejos la opción. En principio y durante mu cho tiempo se reembolsó la parte de los muertos en forma de alimentos y sangre fresca; como si fuera una evidencia que espectros y dioses tienen hambre y sed. Más tarde pudieron satisfacerse los tributos a un más allá enaltecido en forma de exvotos y comuniones; también se hicieron usua les contribuciones caritativas; ciertos dioses y diosas parecían escuchar, más bien, el dialecto de la automutilación de sus admiradores, por ejem plo la Gran Madre de los indios, que hasta hoy permite que se le rinda ho menaje por el sacrificio de los testículos de sus adoradores (parece que hay todavía casi cien mil miembros de la casta de los santones castrados que vi ven al margen de la «sociedad» india como prostituidos, adivinos y baila rines de bodas). Dioses con convicción de amos aceptaban con más gusto la transformación de la ofrenda en sumisión. A veces, a los sublimes pa recía no resultarles del todo desagradable en los suyos un cierto gesto sui cida: una tendencia que fue adoptada por sectas radicales y aprovechada como materia prima para ascesis kamikazes. Con las economías de los tem plos se puso en marcha una primera política de redistribución del espíri tu contributivo; el theotopo se convierte entonces en caja solidaria, y, al la do de la ayuda primitiva a los pobres, sirve, no en último término, a la fundamentación material del estamento sacerdotal.
A la vista de estas cir-
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Leo Regan, el hermano Emmanuel Patrick bendice un nuevo automóvil en Lagos, 1996.
constancias resulta legítimo decir que la cultura no es otra cosa que la his toria de la interiorización de la ofrenda sacrificial368.
La ligazón permanente del «mundo de la vida» al ámbito vecino de muertos y dioses moviliza capacidades adscritas al tráfico fronterizo. En dicción moderna se las llama disposiciones mediadoras o, más anacróni- canienu aún, aptitud para profesiones terapéuticas. Con ello se* designa la capacidad de sintonizar con comunicaciones de lo indirectamente dado. Tantas mediaciones, tantos talentos. Cuando despunte) entre los griegos la auroravespertina del antiguo mediumnismo, Platón -como alguien que ya está en <anlino y adquiere una visión panorámica- ofreció una sinopsis de los talentos theotópicos especiales y propuso distinguir cuatro tipos de afección por emisiones venidas del más allá. En el diálogo i'rdm, Sócrates
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comienza a hablar de los beneficios del entusiasmo, gracias al cual seres humanos dotados se ofrecen como bocinas de los dioses: dioses que, por supuesto, hace mucho tiempo que no representan meros espíritus de cam pamento y tribu, sino que se han convertido ya en auténticos dioses del pueblo y han sido elevados a un más allá de arrobamiento mediano, a la semitranscendencia olímpica, digamos. Se trata, en principio, de las tres funciones mánticas fundamentales, que en otro tiempo parecían depen der de posesiones informativas: primero, la facultad de ver en el futuro y predecir cosas venideras; a continuación, la capacidad de encontrar me dios y caminos de curación en caso de enfermedad; y, finalmente, la ins piración poética, respecto de la cual los antiguos tenían claro que sólo podía llevarse a efecto por el susurro de las musas o de Apolo mismo. (Así puede comprenderse por qué la poesía y la música existieron, en princi pio, como instituciones theotópicas, y sólo después de la emancipación de las esferas de las Musas del culto religioso se convirtieron en prácticas de derecho propio, sin conexión directa con un más allá inspirador y orde nante. ) Más allá de las disciplinas del antiguo mediumnismo, Platón in troduce un cuarto entusiasmo, que interpreta como conmoción por el amor hacia ideas bellas, contempladas antes del nacimiento y recordadas a lo largo de la vida. Desde entonces, el fuego de la manía filosófica hay que custodiarlo en un altar especial: en el pupitre académico, ante el que se congrega la comunidad logofílica.
No hay duda de que la filosofía, tal como la concibió Platón, significó una modificación decisiva del comportamiento humano en el theotopo: puso en circulación un modo y manera nuevos, aunque minoritarios, de dar solución a la vecindad del «mundo de la vida» con el mundo de los espíritus, transformado ahora en cielo de las ideas. Por eso hay que atri buir cualidades theotópicas a las academias, como más tarde a las iglesias, en su modo de ser originario. Las formas de conocimiento, que se culti varán en ellas, sirvieron al intento de reducir las posesiones a convicciones. Sólo la Modernidad ha desencantado, si no el mundo, sí las academias.
Por lo que respecta a la Iglesia cristiana, el gran theotopo de Occiden te, en ella siguió viva todavía durante mucho tiempo la idea de que, de vez en cuando, los seres humanos, como medios de un más allá no demasiado lejano, disponen de capacidades especiales como clarividencia, poder cu rativo o elocuencia; lo que san Pablo tenía que decir respecto de estos «do nes de la gracia» se limita a la exigencia de su razonable subordinación al
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culto del Señor*69. Que también bajo auspicios cristianos los carismas se vuelven a transformar fácilmente en posesiones malignas, es algo que mues tran no sólo las innumerables sectas evangelistas, por las que es conocido y tristemente célebre Estados Unidos, el paraíso de las comunas mánicas desde siempre; en ellas Cristo se transforma en un demonio de éxito con fuertes competencias monetarias, si es que no se introduce en la vida co mo curandero milagroso ante una cámara en acción. La recaída se obser va también, año tras año, en los peregrinos cristianos de todo el mundo a Jerusalén, que se trastornan ante los escenarios de la Pasión y han de re currir ocasionalmente a la empatia de psiquiatrasjudíos.
En numerosas culturas, sobre todo en aquellas que no conocieron ningún cambio de paradigma en favor del monoteísmo, la idea de la rela ción mediadora de seres humanos señalados y elegidos con el otro lado nunca perdió validez. Algunas «sociedades» africanas creen hasta hoy día que los niños que no aprenden a hablar, o que dejan de hablar hasta un momento determinado, es porque preferirían estar con los antepasados, por lo que sólo se los puede persuadir para que convivan con los vivos in tentando convencerlos de la ventaja de haber nacido*70. A los ojos de sus padres y curadores esos «niños-muertos» no son «autistas»; viven en otra parte, mejor aclimatados que entre seres humanos, de modo que para asentarlos aquí hay que aflojar el lazo que los une al otro lado.
La idea de que puede haber malos espíritus capaces de penetrar en cuerpos de extraños está tan extendida en numerosas culturas que resulta legítimo considerarla como un pensamiento elemental. Según interpretan los creyentes, una invasión así sirve para convertir a seres humanos en autómatas de los demonios. Puesto que los intrusos no se detienen ante los muertos, los chinos de la Antigüedad sellaban a veces la boca y el ano de los muertos con tapones de cera o dejade. En ciertas tribus germánicas an tiguas se ataban las piernas de los muertos a la espalda y se les enterraba boca abajo con el fin de dificultarles el regreso.
Como hemos observado, el interés de los vivos por el mundo de los muertos está condicionado en gran parte por la confusión de las dos trans cendencias con las que limita el mundo humano: ya que los seres huma nos no son sólo vecinos de sus muertos, sino también del horizonte, tras el que, de acuerdo con el supuesto más al uso, se mantienen las verdades no desveladas o ideas trascendentes, les puede parecer plausible la idea de que ambas vecindades se interfieran, más aún, de que formen uno y el mis
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mo espacio. De aquí se sigue para ellos que los muertos gozan de acceso a lo no desvelado; y,junto con ellos, también los aún no nacidos, como nos informa el mito platónico del alma. La idea de que todo se aclarará, como muy tarde, post mortem se fundamenta en la firme asociación entre estar muerto y logro de un saber definitivo.
Una vez consumado el entrelazamiento de la trascendencia de lo des conocido con la de los muertos, se impone irresistiblemente la idea de evo car a los muertos con el fin de conseguir información de lo más-allá-defini- tivo. Efectivamente, de acuerdo con este esquema, y dado que los muertos tienen todo tras de sí, poseen un cupo mayor de participación en las ver dades que están en pretérito perfecto: quienes han vivido como sujetos también han vivido en lo que ha sido objetivamente, en lo esencial, como lo entiende la metafísica, en casa. En esta confusión tan oportuna tienen su origen innumerables prácticas necrománticas, que alcanzan desde sim ples oráculos de muertos hasta la evocación de difuntos desde el otro mun do. El ejemplo con mayores efectos de esta última lo ofrece la aparición del difunto Darío en la tragedia Los persas de Esquilo: surgido del reino de los muertos, revela su interpretación teológica de la derrota persa (sin que le importe, al hacerlo, convertirse, de ese modo, en el testigo principal de la creencia griega en la unidad del más allá de la verdad y el reino de los muertos). En contraposición, los más grandes de entre los héroes tienen que descender personalmente no pocas veces al submundo para recibir allí instrucciones sobre su destino futuro. No olvidemos que el anuncio fundacional del occidentalismo, el vaticinio del dominio romano del mun do, fue enunciado por el difunto Anquises a Eneas, en su camino al orco: un día sería asunto de Roma gobernar los pueblos, respetar los senti mientos de los aliados (parcere subiectis) y reducir (debellare) a los soberbios (superbosf71.
De lo dicho se deduce que los contornos del theotopo se agitan cuan do cambian en una «sociedad» las formas de relación con los muertos o los métodos de consecución de saber. Ambas cosas suceden en la civiliza ción contemporánea, que entierra de otro modo a sus muertos y consigue de otro modo sus verdades. El interés por los asuntos del otro mundo dis minuye en la Modernidad, en primer término, porque apenas se puede re currir todavía a los difuntos para recibir informaciones sobre las cosas ve nideras; su opinión resulta, ciertamente, menos útil cuando de lo que se trata es de establecer reglas técnicas para la gestión del mundo del futuro.
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El mundo de los vivos y el mundo de los muertos se han hecho tan disí miles uno de otro, que los difuntos, aun cuando quisieran hacerlo, no ten drían consejo alguno que dar a los vivos. A la inversa, la facultad de plan tear a los muertos preguntas con sentido ha desaparecido prácticamente entre los contemporáneos. Para la consecución del saber se ha vuelto su- perfluo el rodeo por la trascendencia. La confusión inmemorial del más allá de los muertos con el «reservorio» ultraempírico de las ideas y verda des no desveladas ha ido desapareciendo sin violencia en el transcurso del último siglo, sin que los habitantes del espacio humano se dieran especial cuenta de ello.
De este modo, el ocaso de los dioses conlleva un ocaso de los muertos. El destino común de lo invisible es convertirse en algo insignificante. Se vuelve la mirada a los difuntos como a muertos sin testamento, a antepasa dos de los que no hay mucho que heredar ni para bien ni para mal: bate rías descargadas que ya no nos fascinan lo suficiente como para iluminamos desde el otro lado. De los últimos no-muertos, que pululan fantasmal mente en sus descendientes neuróticos, se ocupa un psicoanálisis que ha comprendido que es más una empresa funeraria de padres y antepasados que una forma de curación. El valor de uso de los grandes muertos, los clá sicos de la memoria colectiva, se limita al papel de asegurar un pasado común a un grupo de gente civilizada. El pasado sirve ahora de campa mento base, del que parte la civilización futurista hacia sus proyectos*72.
Quien busque epígrafes a la situación espiritual del presente tiene que fijarse en la constitución actual del theotopo, configurado por representa ciones monoteístas en el mundo occidental hasta el umbral del siglo pasa do, y marcado por su decadencia desde entonces. Esto afecta especial mente a las dos religiones musealizadas, Judaismo y Cristianismo, que se ven condenadas desde hace algún tiempo a actuar como administradores del legado en propia casa. En ambas puede observarse cómo una tradición religiosa bien institucionalizada puede transformarse con éxito en la reli gión sustitutiva de sí misma (con la excusa plausible de que, en cualquier caso, el original inmanente sustituido es mejor que cualquier religión sus titutiva secular). Que esa administración no tiene por qué ser estéril lo muestra el hecho de que, a lo largo del siglo XX, teólogos judíos y cristia nos, al clasificar la herencia, hicieran un descubrimiento del que no se di ce demasiado si se manifiesta la sospecha de que podría llegar a conver tirse en uno de los hechos con mayor trascendencia de la época venidera.
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Estudio del Talmud durante el pulido de diamantes.
Se trata del descubrimiento de una tercera trascendencia, que no sería ni la de los muertos ni la de las verdades ocultas: la trascendencia del otro humano. Trascendencia a la que no le afecta directamente la inversión de la frase «el muerto es Dios» en la de «Dios ha muerto», más acomodada a los tiempos, porque la otreidad del otro no se deduce, en principio, de fuentes teológicas ni tanatológicas; aunque sigan reapareciendo, sin em bargo, conexiones con las trascendencias clásicas (sobre todo en el caso de Lévinas y su escuela). En principio, se funda exclusivamente en la idiosin crasia propia, en la pretensión de preeminencia y en la no asimilabilidad de la existencia co-existente. Que Dios también haya muerto no le priva al otro de su secreto, de su inaccesibilidad, de su derecho moral. Parece co mo si se perfilara tras los contornos evanescentes de los theo-thanatotopos históricos, se les concibiera como iglesias, imperios de Dios o como nacio nes elegidas373, un espacio de sucesión, que siguiera soportando las tensio nes metafísicas de la zona de muertos y verdades de entonces, ahora bajo auspicios no-metafísicos: un espacio que, consecuentemente, habría que llamar xenotopo. Cuya característica consiste en que los seres humanos se definen ahora como los provocados por el extraño, el huésped, el parási to374. Continuará siendo, por ahora, una cuestión abierta la de si esto bas
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ta para asegurar un nivel mínimo de apertura espiritual en la inmanencia. De todos modos, la coexistencia con otros pertenece a las dotes triviales de la existencia, sin que ello haya dado lugar hasta ahora a exaltaciones, pres cindiendo de los arrebatos místicos del amor cortesano y principios del culto al extraño en religiones xenolátricas. ¿Es posible que precisamente la conciencia-tú cotidiana se convierta en la piedra angular de una expe riencia modificada de la trascendencia?
Algunos representantesjudíos del giro al pensamiento xenotópico no hacen ningún secreto de su escepticismo frente a la piedad simplemente formal por el otro. Dan poco crédito al idilio del uno-con-otro dialógico. De entrada, retratan al otro, del que se trate en cada caso, como el asesi nado, que me afecta y aflige con la pregunta de cómo es posible que yo tuviera algo más importante que hacer en el momento del crimen que ayudarle a él. Aquí, la xenología, que asume la herencia de la teología, sustituye al ancestro por el prójimo asesinado. La afección por los espíri tus adopta una nueva forma, poniendo en boca de toda víctima una últi ma pregunta a sus no-auxiliadores: una demanda de información por el motivo de la ayuda no prestada, del sentimiento de coexistencia oscure cido, de la ceguera voluntaria, del resignado dejar que sucedan las cosas. El trato con fantasmas se traduce en examen de conciencia, no de den tro, como en la preparación para la confesión, sino de fuera, como en un
juicio. El interrogatorio xenológico insiste en que profundicemos en la indiferencia y sus motivos: en el no-querer-ayudar, el no-poder-ayudar, el estar-ligado-a-otra-parte, quizá en mayor o menor connivencia tácita con los violentos.
Si uno quiere hacerse una imagen de los potenciales del pensar xe notópico ha de considerar que con él se consigue una nueva descripción de gran porvenir del theotopo y eo ipso del ámbito de los muertos. Des cripción que permite explicar moralmente la zona de encuentro con el otro como una modificación de la coexistencia de seres humanos con sus semejantes y lo otro: el otro es aquel al que siempre se le debe algo, aquel ante quien siempre uno se siente algo culpable. Este giro permite una mi rada retrospectiva al origen de las religiones históricas en la mala con ciencia: un diagnóstico que se puede deducir de los análisis de René Gi- rard, que pretenden situar, evidentemente, el motivo de la turbación frente al otro en el recuerdo de malos comportamientos reales contra él (cosa que conduce a una deducción superficializada de la ambivalencia
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fascinógena). A la vez, el coexistir compartiendo un mundo se explica co mo una relación en parte recíproca, en parte asimétrica, del ser-responsa- bles-unos-de-otros y responder-unos-de-otros en una antroposfera de lími tes ya imprecisos.
Después de Hegel, cuyos puntos de vista sobre la estructura de la lucha por el reconocimiento fueron desarrollados filosófíco-socialmente duran te el siglo XX, un Nietzsche poco conocido proporcionó con la frase «El tú es más antiguo que el yo» el enunciado decisivo de la filosofía moral des de comienzos del siglo XX375. Mientras que Martin Buber quiso colocar la relación yo-tú al lado de las relaciones yo-ello, como forma original equi parable, Max Scheler, siguiendo a Nietzsche, ha enseñado la primacía de la disposición humana en dependencia de la «esfera del otro»: «La tu-idad es la categoría más fundamental del pensamiento humano»376. También es nuevo que se señale con mayor claridad que nunca en qué medida la coe xistencia implica no sólo la cooperación de los capaces, sino también el su frimiento compartido con los ya-no-capaces. «Our society is also an associa- tion in our mortality. » «The suffering ofthe other is the origin ofmy own reason»37. Aparece el carácter de carga de la coexistencia de seres humanos con se res humanos; con el efecto secundario de que gana en perfil la sobrecar ga de exigencia de los individuos por su correspondiente incumbencia en las necesidades y amenazas del otro, tanto abstracto como concreto. En esa situación tiene que ser reactualizada a nivel global la pregunta neotesta- mentaria: «¿Quién es mi prójimo? »; esta vez en el sentido de: «¿A quién hay que ayudar? », o: «¿A quién hay que colocar en primer lugar en la lista de espera de la miseria? ».
A la vista de la explicación progresiva de los hechos coexistenciales no es de excluir que salga a la luz el revés de la responsabilidad moral unl versalizada: el pensamiento xenófilo y samaritano se alía con un pragmar tismo mediador sin escrúpulos, que no retrocede ante ningún medio para conseguir al lobby superorganizado de víctimas virtuales y actuales un lugar al sol de las subvenciones. La estrategia humanitarista conduce al éxito a corto plazo cuando imágenes efectistas movilizan los sentimientos de quie nes están dispuestos a ayudar o cuando el destinatario de ellas es aborda ble o está a disposición crónicamente a causa de una culpa histórica; co mo lo expresa, por ejemplo, la formulación white guilt, black power. Si se utilizan demasiado extensivamente los medios de presión victimológicos, es previsible la pérdida de sensibilidad frente al constante alegato de los
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abogados del otro. La hipermoral trabaja a favor de esa insistencia y, con ello, de la entropía moral.
Sea cual sea la escenificación que se haga de las tensiones entre los por tavoces de la causa de los asesinados y los vivos o supervivientes: no puede impedirse que también la xenología, la última proclama del antinaturalis mo, choque pronto o tarde contra la pared de los hechos biosféricos. Lo que se acostumbra a llamar tras Husserl mundo de la vida siempre abarca, en realidad, un mundo de vida y uno de muertos: todos los intentos de las culturas de discriminar el lado de la muerte lo único que hacen siempre es elevar la tensión del absurdo bajo la que están las civilizaciones. Mien tras más agresivo se ponga en escena el biopositivismo, más paradójico se vuelve el hecho de que es verdad que la muerte se lleva en definitiva a to dos. Las Ufe Sciences en auge representan la versión más reciente de este m a- n a g e m e n t del absurdo. En tanto que pretenden saber todo sobre la vida, pa ra tomar partido más enérgicamente aún por la vida, o por lo que llaman así, oscurecen el hecho de que la biología, de acuerdo con la naturaleza de su objeto, sólo es posible como bio-thanatología, y las life Sciences sólo co mo life-and-death-sciences. Quien habla de biotopos sin tener en cuenta los thanatotopos se ha vendido a la desinformación.
Es incierto que los seres humanos en culturas seculares hagan frente a una consideración así. Una cosa es desarrollar un ars moriendi para sí mis mo y un arte de despedida con respecto a los próximos, y otra apreciar en sujusta medida teóricamente la participación de la muerte en los proce sos vitales. Quien concibe la Tierra como el bio-thanatotopo integral de la humanidad consigue, en cualquier caso, vistas de una totalidad que resul ta más bien monstruosa que sublime. El órgano de lo monstruoso se ha desplegado a lo largo del siglo XX en forma de ecología: la única novedad auténtica, junto con la cibernética y la lógica plurivalente, en el paisaje cognitivo de nuestro tiempo. Ella es la consumación ulterior de lo mons truoso en forma de una ciencia de equilibrios y desequilibrios en procesos vitales más allá de perspectivas humanas.
Cuando se encuentran ecología y teoría de la cultura devienen posibles proposiciones extrañas: ahora resulta expresable que la función capital de toda comunicación entre seres humanos es «negar intersubjetivamente la falta de sentido y la muerte»378. La profundidad tiene su precio. Desde que se han escrito cosas así, la alianza humana contra el exterior está infecta da de saber ecológico, el negocio de la negación se mantiene sobre pies
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debilitados. A consecuencia de la propagación de la ecología como forma de pensamiento dominante, más pronto o más tarde se volverá claro para muchos que el último capítulo de la historia del espíritu pertenece a la fricción entre el absolutismo de lo humano y la indiferencia de los proce sos biosféricos con respecto a los intereses humanos. El postulado de Nietzsche, de que una cultura superior tendría que proporcionar al ser hu mano un cerebro doble o dos cámaras cerebrales, una para percibir la ciencia, otra para hacerlo con la no-ciencia, se confirma de un modo no previsto. Efectivamente, los seres humanos del futuro tienen que conciliar su propio impulso vital con la visión sistémica de la biosfera, para la que vi da y muerte sólo representan dos aspectos del mismo acontecimiento. En este doble saber transhumano se muestra la forma, vinculante para seres humanos, de la sabiduría en civilizaciones biológicamente ilustradas. Sa biduría designa el modus vivendi que hace apto para la vida un saber, del que, precisamente a causa de la vida, no se podría tener conocimiento al guno.
Suponiendo que la población del homo sapiens se estabilice sobre la Tie rra hacia el final del siglo XXI en un límite máximo de 10. 000 millones de individuos, se tendría un bio-thanatotopo ante la vista, que, para una cuo ta muy civilizada del 1,5 por ciento de mortalidad, o sea, de una expectati va de vida de 75 años en toda la especie, arrojaría no menos de 150 millo nes de casos de muerte «natural» per annum; esto correspondería a más de siete épocas de terror nacionalsocialista o a treinta holocaustos de Hitler al año, o bien hasta cuatro eras-Stalin o tres fatales reformas mao-tsetun- gianas*79. Lo monstruoso de tales cifras está en que pertenecerán a la es tadística de una humanidad en paz. Los acontecimientos neutrales exigen que uno se las arregle con ellos en pasividad razonable, aunque fuera en la postura del homme révolté, que tampoco perdona a la naturaleza que siga su curso. Ante tales situaciones hay que comprender que sería absurdo pretender ser responsable de ellas. Si se quisiera volver a aguzar el con cepto desgastado de dignidad humana, su definición rezaría: tomar buena nota de esas desproporciones y actuar como si lo importante fuera cada día adicional de vida de cada uno de los individuos humanos.
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9 El nomotopo - Primera teoría constitucional
Del mismo modo en que cada grupo genera involuntariamente su au- toclausura en su propio mundo sonoro, como si mantuviera oculto tras un cercado de imcomprensibilidad, así se aísla espontáneamente toda unidad cultural por su modus vivendi o su constitución normativa. Designamos con ello un hecho para el que no hay ningún concepto simple y convincente, pero del que proporcionan perspectivas de diferentes matices expresiones como costumbres, cultura, derecho y ley, reglas, relaciones de producción,
juegos de lenguaje, formas de vida, instituciones, hábito. Todos los grupos de insulamiento humanos, que se van acreditando en procesos generacio nales, y existen, por lo tanto, en su propio tiempo, participan en un se creto de estabilización poco explorado, pero cuya existencia no resulta difícil de entender: generan en sí mismos una arquitectura de normas, que muestra suficiente sobrepersonalidad, grandeza y resistencia a la torsión como para que los usuarios la reconozcan como ley válida, como estatuto vinculante y realidad legal constrictiva. Este éter moral posee, por hablar con Hegel, las características del espíritu objetivo: está pre-ordenado al in dividuo, como algo que se mantiene, incólume, frente a su arbitrio, y que, como los nombres de los dioses, los mitos y rituales de una tribu, se trans forma estable, o sólo imperceptiblemente, transmitiéndose de una gene ración a otra. Los mortales vienen y van, las formas, las leyes permanecen. Al principio es, ante todo, la objetividad del ritual la que se experimenta con tanta fuerza que podría parecer que los pueblos fueran meras troupes empíricas, reunidas por los dioses con el único fin de mantener las formas. Pável Florenski, el sacerdote ruso ejecutado por Stalin, mantenía el dogma de que los ordenamientos del culto ortodoxo eran más antiguos que el mundo.
Para este modo de ver las cosas, las costumbres o las instituciones, son una dimensión más real, objetiva y necesaria que los seres humanos, que han de vivir de acuerdo con ellas. Las proto-imágenes de Platón aparecen como instituciones transferidas al cielo, más luminosas y reales que cual quier vida individual, que se consuma bajo ellas. Un eco de ese objetivis mo rodea incluso los horarios de trenes de los ferrocarriles alemanes, que, exentos de retrasos empíricos, se exponen en las estaciones en su evangé lico amarillo-salidas y blanco-llegadas, protegidos en vitrinas e iluminados por la noche, como para testimoniar que la estabilidad del mundo depen
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de de la devoción del ferroviario por los minutos. Esa profesión de fe en la puntualidad no tiene nada que ver con virtudes secundarias; se trata de un reflejo enfriado de la convicción metafísica de que detrás de cada he cho hay una prescripción y detrás de cada prescripción, el sello de una ver dad superior. Así que, por eso: Omne ens est bonum. ¿Cómo podría ser algo si no se le hubiera encomendado, además, ser como es? El oficial ofrece a la dama el brazo derecho simplemente porque se hace así y no sólo por que lleve la espada a la izquierda, como da a entender la explicación fun cional. Nosotros escribimos de izquierda a derecha porque según el cono cimiento de los sacerdotes inmoladores griegos los augurios felices aparecen al lado derecho. Los gallos cantan al amanecer porque su día está sincronizado con el ritmo de la gente decente: y a ésta le gusta, como a su creador, la obra de hora temprana. Los estoicos resumían la creencia en el poder de las reglas en la tesis de que ser y ser-en-orden significan lo mismo. En 1949 anotaba Wittgenstein: «La cultura es una regla de orden. O presupone una regla de orden»380. Al campo de acción de tales reglas lo llamamos el nomotopo.
Quien se detiene en la isla humana observa que su grupo de habitan tes está sometido a una tensión local de reglas: una tensión que es de sig nificado elemental para la estática social. Que el clima normativo de un grupo esté relacionado positivamente con su estabilidad, es decir, con su capacidad de supervivencia, es una intuición temprana de los sabios y de los ancianos de todos los pueblos: ninguna de las comunidades arcaicas de supervivencia se ha podido permitir nunca tomar a la ligera sus costum bres, sus formas, sus dogmas. Sólo la teoría de la sociedad contemporánea, sistémica e inspirada deconstructivamente, ha aprendido a admitir que to do conjunto de reglas está dentro de una red de excepciones tolerables381. Nietzsche, en sus análisis crítico-morales, dedujo la moralidad de la costum bre de su capacidad de ordenar absolutamente, sin posibilidad de réplica alguna: el sentido de todas las demandas tradicionales de dominio de sí mismo consiste en dejar que la costumbre y la tradición se revelen como dominantes incondicionalmente382. De modo parecido ha hecho notar Ga briel Tarde: «El gobierno más despótico y meticuloso. . . es la costumbre»383. Lo que domina sin condiciones vale como fin absoluto, o como lo bueno,
justo y honorable más allá de la opinión de comentaristas concretos. Ci cerón hablaba implicite de la superioridad de estos valores cuando dijo que hemos nacido para lajusticia; nos ad iustitiam esse natos®4. Iustitia no sólo se
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Ordenación sacerdotal en Roma.
refiere aquí, ciertamente, a la diosa de la equidistancia, que lleva la venda
sobre los ojos y la balanza en la mano. En su nombre resplandece el pre juicio arcaico en favor del legítimo poder de formas, procedimientos y cos tumbres en general. Vistos a esa luz, los formalismos que estructuran el proceso judicial romano están rodeados de un aura de buena factura ins pirada, semejante a la de las costumbres con que se desarrolla el mercado de trufas de Carpentras*85o la ceremonia inaugural de las grandes compe ticiones <le sumo en Nagoya. Tanto en un caso como en otro, y en cual quiera semejante, se trata de la autoridad, donadora de trasfondo, de la sintaxis social. Por la relativa calma del trasfondo se ofrece a nuestra ob servación la movilidad y colorismo de las figuras. Sólo la sociología re ciente ha sido capaz de poner sobre el tapete que en consideraciones de ese tipo entran en juego cuestiones de estabilidad sistémica. Talcott Par- sons enumeraba la capacidad de mantener estructuras, pattem maintenance, entre las tareas primarias de cualquier configuración social unitaria. En nuestro contexto habría que hablar de estática moral, puesto que a una teoría suficientemente completa de las islas humanas pertenece poder des
cribir su consolidación por tensiones normativas interiores.
1labría que dejar claro desde el principio que en el caso de tales con sideraciones se trata de modos de ver las cosas estrictamente fechados:
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Theo Botschuijver/Jeffrey Shaw/ Sean Wellesley-Miller, Airground, 1968.
que, probablemente, no fueron posibles antes de la mitad del siglo XX, después de que el repertorio de las lógicas de forma y de la arquitectura clásicas fuera ampliado por nuevos principios estáticos revolucionarios, in cluso en alternativas al pensar en conceptos estáticos en general. Pensa mos, por una parte, en la invención de las primeras air structures y de las cúpulas neumáticas por Walter W. Bird, Victor Lundy, Frei Otto y otros ar quitectos de vanguardia, tanto en Estados Unidos como en Europa, una forma arquitectónica que por medio de una leve sobrepresión del aire en el interior del pabellón llegó al principio de la estructura autosustentante, sin muros; por otra, en las tensión integrity structures -llamadas tensegrida- des, resumiendo- desarrolladas por Buckminster Fuller: creaciones aéreas flotantes, integradas por las tensiones internas de un entramado, que di suelven el principio de la pared soporte y lo sustituyen por la consistencia de los esfuerzos de tracción entre barras unidas por cables.
Para una teoría sociológica que no utilice contemplativamente la ex presión sistema, sino que se interese por su desarrollo operativo en la construcción de máquinas, casas e instituciones, estas innovaciones son de importancia porque explicitan, de un modo inédito en la historia de las ideas y de la técnica, el sentido de estructuras sistémicas, la seguridad
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Axel Thallemer para Festo Corporate Design, Airtecture Hall, 1996. Vigas de cubierta llenas de aire ysoportes laterales en forma de Y, material: cobertura de vitroflex.
de estructuras cuya estabilidad se mantiene por adaptación a lo móvil. La explicación del edificio y de los lugares techados mediante una estática calculadalleva, por caminos tanto rectos como torcidos, a la explicación de lo corporativo y estable en general, y de ahí a la explicación de lo ins titucional. estatal, sistémico desde sulado arquitectónico y lógico-formal. La estática se ha convertido en una Ciencia Primera; la teoría-del-en-tra- mado [Gr-stell-Theorie], en ética primaria. Se trata de una teoría moderna par exrr/'nm , en tanto que se ocupa de formas resistentes a terremotos y casos excepcionales. No en vano, uno de los filósofos del derecho más im portantes de la actualidad, Pierre Legendre, habla del derecho y del Es tado como de magnitudes que sólo pueden sostenerse por medio de un andamio moral o construcción normativa (échafaudage, montagefH(\Si las dos palabras, Estado y estática, provienen de la misma fuente, que ello nos recuerde el nexo interior entre ambos artes de la construcción, la construcción de normas y la construcción de edificios. Pero ¿cómo pen sar el staius, tanto en un caso como en otro, desde que la lógica de for mas de la arquitectura moderna ha llegado a concepciones de la estabili dad que están más allá de todo aquello que podía imaginarse la estática clásica?
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Responder a esta pregunta requiere, en principio, un rodeo. Recuér dese que, en su uso medieval, la expresión latina ordopodía designar tan to la idoneidad de una buena organización en general, como una Orden, en tanto forma individual, bien organizada, de vida espiritual. San Agustín, San Benito, San Bernardo, Santo Domingo, San Ignacio: estos y otros nombres propios testimonian que las reglas de una Orden pueden ser identificadas como obra de autores individuales, por lo que esas regu- laeaparecen tan arbitrariamente como cualquier otra sintaxis establecida por seres humanos. Sin embargo, pretenden y deben resultar tan efectivas como sólo puede serlo una norma rodeada del nimbo de lo necesario y cumplida con celo. Así pues, el ordoes, a la vez, la forma de vida y el con
junto de reglas en que se basa (los sistémicos podrían ir aún más lejos y afirmar que también las «contravenciones circunstancialesa una regla» son parte constituyente de la vida-ordo*87) . Así, por analogía, puede reconocer se que la Academia de Platón era una Orden, puesto que tanto su Repúbli cacomo sus Leyesse quedaron en escritos programáticos, que no sirvieron para la fundación de una república real. La observación fulgurante de Wittgenstein hace justicia al desdoblamiento del concepto de orden, ya que, en lo referente a culturas dadas, acentúa lo organizado individual y concretamente al modo de una orden, así como pone de relieve la regla que sigue la organización como tal. Se podría reproducir este doble senti do en estas dos frases: «la cultura es un texto» y «la cultura es sintaxis». Desde el punto de vista de la arquitectura de lo comunitario, esto llevaría a la tesis: «la cultura es un edificio» y «la cultura sigue una regla de crea ción de espacio». Siempre que la isla humana adopta perfiles, aparece una tensión de reglas que atestigua que en ella hay una reglamentación inte rior vigente: más bien imperceptible para sus miembros (prescindiendo de situaciones excepcionales), perceptible o sorprendente para los ex traños, y un motivo para reflexionar sobre el espíritu de las instituciones y sobre la institucionalidad del espíritu, para los filósofos.
A la luz de las citadas innovaciones arquitectónicas pueden comparar se los colectivos humanos más arcaicos a cúpulas de sobrepresión o tense- gridades. En ellas funciona el principio de estabilización por carga recí proca o presión atmosférica. La integración de un grupo, su estabilidad modélica, su reproductividad simbólica depende de su capacidad de colo car a sus miembros bajo una presión repetitiva, posibilitadora de cultura. La generación de sobrepresión específicamente grupal, o sea, de una ten-
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Axel Thallemer para Festo Corporate Design, Airquarium, 2000 (32 ni de diámetro, 8 m de altura). Se estabiliza mediante un depósito de lastre alrededor.
sión de arrastre que una a los miembros del grupo unos con otros y los comprometa en tareas tipificadas, se consigue, en primer término, me diante expectativas preformuladas de todos con respecto a todos y de in dividuo a individuo. Cuya forma lingüística sea la intimación, así como la escalada hacia la amenaza en caso de conflicto y decepción. Por eso, no se han descrito adecuadamente los colectivos mientras no se muestre por qué canales fluyen los ríos de órdenes en su interior. A su estructura mo ral pertenece un acuerdo sobre quién ordena a quién, y quién y cuándo está autorizado a amenazar a quiénes. Soberano es quien detenta el dere cho de amenazar. Una amenaza se define científico-estratégicamente co mo un «consejo armado»*8*; sociológicamente se describiría como una re comendación reforzada por la sanción.
Desde el punto de vista de la nueva lógica de formas de Buckminster Fu- 11er -o, mejor, desde la perspectiva que se puede ganar por sus analogías morales-, las «sociedades», tanto las primitivas como las desarrolladas, son tensegridades de expectativas, es decir, multiplicidades de condiciones de vivienda y acciones reguladas, que se consolidan por medio de intimacio nes y amenazas. En ese contexto llama la atención que el modo de hablar extendido de «presión de la expectativa» se basa en un préstamo tomado de una estática sobrepasada, porque las expectativas de grupo normaliza das no manifiestan carácter de presión alguno, sino que actúan por trac-
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Yutaka Muraka, Pneumatics in Pneumatics, Exposición Universal en Japón, 1970.
ción*, en tanto que la llamada de la ambición y estima propia, así como la tentación mimética, pueden adscribirse a ese modo de transmisión de fuer za. Sólo ante la amenaza manifiesta entran enjuego análogos de la presión, que, por eso, se reservan para el estado de excepción. La cultura es, en principio y la mayoría de las veces, el no-dejar-libre de las tensiones que crea el esfuerzo de tracción, por las que los miembros de un colectivo se li gan a regularidades propias del grupo. La vigencia del derecho y las cos tumbres dentro del grupo ejercen un permanente estímulo autoestresante sobre los miembros y coloca al colectivo en una vibración simbólica, que con lo mejor que se podría comparar es con la temperatura corporal, en dógenamente estabilizada, de un ser vivo de sangre caliente. Lo que en los organismos aporta la calidez de la sangre lo producen en las unidades so ciales los temas estresantes. Dado que los grupos siempre proyectan algo, sean trabajos o fiestas, guerras o elecciones, y que continuamente se sien ten provocados por algo, sean catástrofes naturales, acciones enemigas, de litos o escándalos, subvierten constantemente el material temático que uti lizan, para ponerse de acuerdo sobre su coyuntura o, mejor dicho, sobre su
' Zug arrastre, tirón, incluso atracción. (N. del T. )
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situación de inmunidad o su estatus de estrés. Con ayuda de sus temas ac tuales el grupo se mide a sí mismo la fiebre; por su fiebre recompone su unidad operativa como contexto de provocación, endógenamente cerrado.
Los colectivos se agitan en una excitación continua, generada interna mente, que hace del estrés normativo su tono normal. Pertenece a «lo oculto de la salud»389en los grupos el hecho de que éstos, la mayoría de las veces, no noten y apenas tematicen su tensión de fondo nomotópica: sólo en sus márgenes anárquicos se habla, a veces, con precaria expresividad, de la revocación de la obediencia a las normas y de la voluntad de rendi miento390. Incluso la antigua China no constituía excepción alguna a esa regla, a pesar de que desde el punto de vista de observadores externos pa recía doblegada ante un despotismo sin par de las costumbres; a la moda lidad china del ser-en-el-mundo pertenecía un entrenamiento para consi derar la tensión disciplinar propia como lo más normal del mundo. Entre los siglos XVI y XX, visitantes occidentales percibieron algo parecido en el implacable formalismo de las costumbres japonesas.
