n que sin duda no conoce el
complejo
de Edipc, pero si?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n de lo existente, al carro triunfal de la tendencia objetiva.
El propio despliegue de!
princi- pio social de individuacio?
n hacia la victoria de la fatalidad le ofrece un motivo suficiente.
Al hipostasiar Hegel la sociedad bur- gruesa, asi?
como su categori?
a ba?
sica, el individuo, no desentran?
o?
verdaderamente la diale?
ctica entre ambos.
Ciertamente e?
l se per- cata, con la economi?
a cla?
sica, de que la propia totalidad se produce y reproduce a partir de la trama de los intereses antago?
nicos de
sus miembros . Pero e! individuo como tal tiene para e? l notoria- mente, y de un modo ingenuo, e! valor de una realidad irreducti- ble que en la teori? a del conocimiento justamente disuelve. Sin embargo, en la sociedad individualista no so? lo se realiza lo univer-
10
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? ? sal a trave? s del juego conjunto de los individuos, sino que adema? s es la sociedad la sustancia del individuo.
Mas por eso mismo le es posible tambie? n al ana? lisis social sacar incomparablemente ma? s partido de la experiencia individual de 10 que Hegel concedio? , mientras que, inversamente, las grandes ca- tcgorfas histo? ricas, despue? s de todo lo que, entretanto, se creo? con ellas, ya no esta? n a salvo de la acusacio? n de fraude. En los ciento cincuenta an? os que han transcurrido desde la concepcio? n de Hegel, algo de la fuerza de la protesta ha pasado de nuevo al individuo.
? E n comparacio? n con la mezquindad patriarcal que caracteriza al I tratamiento del individuo en Hegel, e? ste ha ganado en riqueza, fuerza y diferenciacio? n tanto como, por otro lado, ha ido siendo debilitado y minado por la socializacio? n de la sociedad. En la edad de su decadencia, la experiencia que el individuo tiene de si? mis- mo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que e? l simplemente encubri? a durante el tiempo en que, como categori? a dominante, se afirmaba sin fisuras. A la vista de la con- formidad totalitaria que proclama directamente la eliminacio? n de la diferencia como razo? n es posible que hasta una parte de la fuerza social liberadora se haya contrai? do temporalmente a la esfera de Jo individual. En ella permanece la teori? a cri? tica, pero no
con mala conciencia.
Todo ello no debe negar la impugnabilidad del ensayo. El li-
bro lo escribi? en su mayor parte au? n durante la guerra en actitud de contemplacio? n. La violencia que me habia desterrado me impedi? a a la vez su pleno conocimiento. Au? n no me habi? a confesado a mi?
r? mismo la complicidad en cuyo ci? rculo ma? gico cae quien, a la vista de los hechos indecibles que colectivamente acontecen, se para a
l hablar de lo individual.
En cada una de las tres partes se arranca del ma? s estrecho
a? mbito de lo privado: el del intelectual en el exilio. En e? l se in- crustan consideraciones"de alcance antropolo? gico y social; e? stas conciernen a la psicologi? a, la este? tica y la ciencia en su relacio? n con el sujeto. Los u? ltimos aforismos de cada parte entran tambie? n de forma tema? tica en la filosofi? a sin afirmarse como algo conclu- yente y definitivo: todos pretenden marcar lugares de partida u ofrecer modelos para el futuro esfuerzo del concepto.
La ocasio? n inmediata para componerlo me la brindo? el cin- cuenta cumplean? os de Max Horkeimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboracio? n coincidio? con una fase en la que, debido a circuns, tancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en comu? n. Este libro quiere ser manifestacio? n de gratitud y lealtad, pero sin
aceptar la interrupcio? n. El es testimonio de un dialogue inte? ricur; ningu? n motivo se encuentra en e? l que a I-Iorkheimer no le hubiera incumbido tanto como al que hallo? tiempo para formularlo.
El propo? sito especi? fico de Mi? nima moralia-el ensayo de des- cribir momentos de nuestra comu? n filosofi? a desde la experiencia subjetiva- impone la condicio? n de que los fragmentos en modo alguno se situ? en por delante de la filosofi? a de la que ellos mismos son un fragmento. Esto es 10 que quiere expresar lo suelto y exento de la forma: la renuncia a la contextura teo? rica expli? cita. Al mismo tiempo, esta escesi? s aspira a reparar la injusticia de que uno solo haya continuado trabajando en algo que so? lo puede lle-
varse a cabo entre dos y de lo que ninguno desiste.
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? ? MINIMA MORALIA
Primera parte 1944
La vida no vive (Ferdinand K U? RNBERGER)
? ? 1
Para Mareel Proust. - E I hijo de padres acomodados que, no importa si por talento o por debilidad, se entrega a lo que se llama un oficio intelectual como artista u hombre de letras, se encuentra entre aquellos que llevan el detestable nombre de co- legas en una situacio? n particularmente difi? cil. No se trata ya de que se le envidie su independencia o que se desconfi? e de la serie- dad de sus intenciones y se sospeche en e? l a un enviado encu- bierto de los poderes establecidos. Semejante desconfianza revela sin duda un resentimiento, pero que la mayori? a de las veces en- contrari? a su justificacio? n. Los verdaderos obsta? culos esta? n en otra parte. La ocupacio? n con las cosas del espi? ritu se ha convertido con el tiempo <<pra? cticamente>> en una actividad con una estricta divisio? n del trabajo, con ramas y numeres clausus. El material- mente independiente que la escoge por aversio? n a la ignominia de ganar dinero no estara? dispuesto a reconocerlo. Se lo tienen pro- hibido. El no es ningu? n <<profesional>>, ocupa un rango en la je- rarqu i? a de los concurrentes como diletante sin import ar cua? les son sus conocimientos y, si quiere hacer carrera, tendra? adema? s que ganar en [a ma? s resuelta estupidez si cabe al ma? s tozudo de los especialistas. La suspensio? n de la divisio? n del trabajo a la que se siente inclinado y le capacita para crearse dentro de ciertos li? mites su estabilidad econo? mica esta? particularmente mal vista: delata la resistencia a sancionar la fund o? n prescrita por la socle- I dad, y la competencia triunfante no admite tales idiosincrasias.
17
? ? La departamemalizacio? n del espi? ritu es un medio para deshacerse de e? l ahi? donde no viene ex al/ido establecida su funcio? n. Ello hace que sus servidos sean tanto ma? s puntuales que los de aquel que denuncia la divisio? n del trabajo -aun en el caso de que su trabajo le produzca satisfaccio? n-- y, en el seno de e? sta, ofrezca ciertos lados vulnerables que son inseparables de sus momentos de superioridad. Tal es el modo de velar por el orden: hay quie- nes deben cooperar a e? l, porque, si no, no pueden vivir, y los ,que aun as? podri? an vivir son marginados porque no quieren co- operar. Es como si la clase de la que los intelectuales Indepen- Idientes han desertado se vengase de ellos imponiendo coactiva- mente sus exigencias ahi? donde el desertor busca refugio.
2
Banco pu? hlico. - Las relaciones con los poderes empiezan a cambiar de forma vaga y trisre. Su debilidad econo? mica ha hecho a e? stos perder su aspecto temible. Una vez nos rebelamos contra su insistencia en el principio de realidad -la sobriedad-, que siempre estaba pronta a volverse enfurecidamente contra el que
no cedi? a. Pero hoy nos hallamos ante una que se dice joven gene- racio? n que en todos sus actos es insoportablemente ma? s adulta de lo que lo fueron sus padres; que ha claudicado ya antes de la hora del conflicto y, obstinadamente autoritaria e imperturbable, obtiene de ahi? todo su poder. Quiza? en todos los tiempos se haya visto a la generacio? n de los padres como inofensiva e impotente cuando su fuerza Hslca declinaba, mientras la propia pareci? a ya amenazada por la juventud: en la sociedad antago? nica, las relaciones interge- neracionales son tambie? n relaciones de competencia, tras de la cual esta? la nuda violencia. Pero hoy comienza a retomarse a una situa- cio?
n que sin duda no conoce el complejo de Edipc, pero si? el ase- sinato del padre. Entre los cri? menes simbo? licos de los nazis se cuenta el de matar a lagente ma? s anciana. En semejante clima se produce un acuerdo tardi? o y consciente con los padres, el de los sentenciados entre si, so? lo perturbado por el temor a que alguna vez no llegemos, impotentes nosotros mismos, a ser capaces de cuidar de ellos tan bien como ellos cuidaron de nosotros cuando posei? an algo. La violencia que se les inflige hace olvidar la que ellos ejercieron. Aun sus racionalizaciones, las entonces odiadas mentiras con que trataban de justificar su intere? s particular como intere? s general, denotan la vislumbre de la verdad, el impulso
hada la reconciliacio? n dentro del conflicto que la afirmativa des- cendencia alegremente niega. Aun el espi? ritu desvai? do, inconse- cuente y falto de confianza en si? mismo de los mayores es ma? s capaz de respuesta que la prudente estupidez del junior. Aun las extravagancias y deformaciones neuro? ticas de los adultos mayores
representan el cara? cter y la coherencia de lo humanamente logra- Jo comparadas con la salud enfa? tica y el infantilismo elevado a norma. Es preciso ver, con horror, que con frecuencia ya antes, cuando los hijos se oponi? an a los padres porque ellos representa- ban el mundo, eran en secreto anunciadores de un mundo peor frente al malo. Los intentos apoli? ticos de romper con la familia burguesa casi siempre vuelven a caer au? n ma? s profundamente en su redes, y en ocasiones se tiene la impresio? n de que la desventu- rada ce? lula germinal de la sociedad, la familia, es a la vez la ce? lula que nutre la voluntad de no comprometerse con los dema? s. Aun- que el sistema subsiste, con la familia se disolvio? no s610 el agen-
le ma? s eficaz de la burguesi? a, sino tambie? n el obsta? culo que sin duda oprimi? a al individuo, pero que tambie? n 10 fortaleci? a si es que no lo creaba. El fin de la familia paraliza las fuerzas que se le oponi? an. El orden colectivista ascendente es la ironi? a de los sin clase: en el burgue? s, tal orden liquida a la par la utopi? a que una
vez se alimento? del amor de la madre.
3
Pez en el a~ua. -Desde que el amplio aparato de distribucio? n de la industria concentrada al ma? ximo reemplaza a la esfera de la circulacio? n, inicia e? sta una curiosa post-existencia. Mientras para las profesiones intermediarias desaparece la base eeon6mica, Ia vida pri- vada de incontables personas se convierte en la propia de los agen-
tes e intermediarios; es ma? s, el a? mbito entero de lo privado es en- gullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. Los inti midados, desde el desempleado hasta el pro-
minente que en el pro? ximo instante puede atraerse las iras de aquellos cuya inversio? n representa, creen que so? lo con intuicio? n, dedicacio? n y disponibilidad, y por mediacio? n de las maquinacio- nes y la iniquidad del poder ejecutivo visto como algo omnipre- sente, pueden hacerse recomendar por sus cualidades como co- merciantes, y pronto deja de haber relacio? n alguna que no haya puesto sus miras en las <<relaciones>> y movimiento alguno que no
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? ? ? se haya sometido a censura previa por si se desvi? a de lo aceptado. El concepto de las relaciones, una categori? a de la mediacio? n y la circulacio? n, nunca ha dado buen resultado en la verdadera esfera de la circulacio? n, el mercado, sino en jerarqui? as cerradas, de tipo monopolista. Siendo asi? que la sociedad entera se vuelve jera? rquica, las oscuras relaciones se agarran a dondequiera que au? n se da la apariencia de libertad. La irracionalidad del sistema apenas viene mejor expresada en el destino econo? mico del individuo que en su psicologi? a parasitaria. Antes, cuando au? n existi? a una cosa como la malafamada separacio? n burguesa entre la profesio? n y la vida pri- vada, por la que ya casi se quiere guardar luto, al que persegui? a fines en la esfera privada se le sen? alaba con recelo como un entro- metido inadecuado. Hoy, el que se inmiscuye en lo privado epe- rece como un arrogante , extra n? o e impertinente sin necesidad de que se le adivine propo? sito alguno. Casi resulta sospechoso el que no "quiere~ nada: no se le cree capaz de ayudar a nadie a ganarse la vida sin legitimarse mediante exigencias reci? procas. In- contables son tos que hacen su profesio? n de una situacio? n que es consecuencia de la liquidacio? n de la profesio? n. Tales son los reputados de buena gente, los estimados, los amigos de todo el mundo, los honrados, los que, humanamente, perdonan toda Infor- malidad e, incorruptibles, repudian todo comportamiento fuera de las normas como cosa sentimental. Resultan imprescindibles cono- ciendo todos los canales y aliviaderos del poder , se adivin an sus ma? s secretas opiniones y viven de su a? gil comunicacio? n. Se en- cuentran en todos los medios poli? ticos, incluso ahi? donde se da por supuesto el rechazo del sistema y, con e? l, se ha desarrollado un conformismo laxo y taimado de rasgos peculiares. Con frecuencia engan? an por cierta benignidad, por su participacio? n comprensiva en la vida de los dema? s: es el altruismo basado en la especulacio? n. Son listos, ingeniosos, sensibles y con capacidad de reaccio? n: ellos han pulido el antiguo espi? ritu del comerciante con las con- quistas de la psicologi? a ma? s reciente. De todo son capaces, incluso del amor, mas siempre de modo infiel. Engan? an no por impulso, sino por principio: hasta a si? mismos se valoran en te? rminos de provecho, que no se reparte con nadie, En el plano del espi? ritu les une la afinidad y el odio: son una tentacio? n para los medita- tivos, mas tambie? n sus peores enemigos. Pues ellos son Jos que, de una manera sutil, aprovechan, profana? ndolo, el u? ltimo refugio contra el antagonismo, las horas que quedan libres de las requi- siciones de la maquinaria. Su individualismo tardi? o envenena lo que resta todavi? a del individuo.
4
O/lima daridad. - Una esquela de perio? dico deci? a una vez de un hombre de negocios: <<La anchura de su conciencia rivalizaba con la bondad de su corazo? n>>. La exageracio? n en que incurrieron los afligidos deudos con tal lenguaje, al efecto laco? nico y elevado, la concesio? n involuntaria de que el bondadoso difunto hubiera sido un hombre sin conciencia, conduce a todo el cortejo por el camino ma? s corto al terreno de la verdad. Cuando se elogia a un hombre de edad avanzada diciendo que es un hombre de talante ecua? nime hay que suponer que su vida ha consistido en una serie de tropeli? as. Luego perdio? la capacidad para excitarse. La conciencia ancha se instala en e? l como liberalidad que todo 10 perdona porque todo lo comprende demasiado bien. Entre la pro-
pia culpa y la de los dema? s se crea un quid pro qua que se re- suelve en favor del que se ha llevado la mejor parte. Despue? s de tan larga vida ya no se sabe distinguir quie? n ha perjudicado a quie? n. Toda responsabilidad concreta desaparece en la repre- sentacio? n abstracta de la injusticia universal. La canaUeri? a la in- vierte como si fuera uno mismo quien hubiera sufrido el perjuicio: . . Si usted supiera, joven, lo que es la vida>>. . . Y los que ya en medio de esa vida se destacan por una marcada generosidad, son en la mayoria de los casos los que se anticipan en el cambio hacia
tal ecuanimidad. Quien carece de maldad no vive serenamente, sino, dc una manera peculiar, pudorosa, endurecido e intransi- gente. Por falta de objeto apto, apenas sabe dar expresio? n a su nmor de otra forma que odiando al no apto, por lo que cierra- mente acaba asemeja? ndose a lo odiado. Pero el burgue? s es to- lcrante. Su amor por la gente tal como es brota de su odio al hombre recto.
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<<Hace? is bien, sen? or doctor", "". -Nada hay que sea inofensivo.
Las pequen? as alegri? as, las manifestaciones de la vida que parecen
" Verso inidal del pasaje del Faur/o (I, 981, Vor dem ror) en el que un aldeano dice a Fausto: . . Hace? is bien, sen? or doctor, siendo tan sabio como sois, en no despreciarnos y venir hoy ? confundiros entre esta rnuchedum- bre. ? [N. delr. ]
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? ? exentas de la responsabilidad de todo pensar no so? lo tienen un momento de obstinada necedad, de tenaz ceguera, sino que ade- ma? s se ponen inmediatamente al servicio de su extrema anti? tesis. Hasta el a? rbol que florece miente en el instante en que se per- cibe su florecer sin la sombra del espanto; hasta la ma? s inocente admiracio? n por lo bello se convierte en excusa de la ignominia de la existencia, cosa diferente, y nada hay ya de belleza ni de con- suelo salvo para la mirada que, dirigie? ndose al horror, lo afronta y, en la conlcencla no atenuada de la negatividad, afirma la po- sibilidad de lo mejor. La desconfianza esta? justificada frente a todo lo desprecupado y esponta?
sus miembros . Pero e! individuo como tal tiene para e? l notoria- mente, y de un modo ingenuo, e! valor de una realidad irreducti- ble que en la teori? a del conocimiento justamente disuelve. Sin embargo, en la sociedad individualista no so? lo se realiza lo univer-
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? ? sal a trave? s del juego conjunto de los individuos, sino que adema? s es la sociedad la sustancia del individuo.
Mas por eso mismo le es posible tambie? n al ana? lisis social sacar incomparablemente ma? s partido de la experiencia individual de 10 que Hegel concedio? , mientras que, inversamente, las grandes ca- tcgorfas histo? ricas, despue? s de todo lo que, entretanto, se creo? con ellas, ya no esta? n a salvo de la acusacio? n de fraude. En los ciento cincuenta an? os que han transcurrido desde la concepcio? n de Hegel, algo de la fuerza de la protesta ha pasado de nuevo al individuo.
? E n comparacio? n con la mezquindad patriarcal que caracteriza al I tratamiento del individuo en Hegel, e? ste ha ganado en riqueza, fuerza y diferenciacio? n tanto como, por otro lado, ha ido siendo debilitado y minado por la socializacio? n de la sociedad. En la edad de su decadencia, la experiencia que el individuo tiene de si? mis- mo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que e? l simplemente encubri? a durante el tiempo en que, como categori? a dominante, se afirmaba sin fisuras. A la vista de la con- formidad totalitaria que proclama directamente la eliminacio? n de la diferencia como razo? n es posible que hasta una parte de la fuerza social liberadora se haya contrai? do temporalmente a la esfera de Jo individual. En ella permanece la teori? a cri? tica, pero no
con mala conciencia.
Todo ello no debe negar la impugnabilidad del ensayo. El li-
bro lo escribi? en su mayor parte au? n durante la guerra en actitud de contemplacio? n. La violencia que me habia desterrado me impedi? a a la vez su pleno conocimiento. Au? n no me habi? a confesado a mi?
r? mismo la complicidad en cuyo ci? rculo ma? gico cae quien, a la vista de los hechos indecibles que colectivamente acontecen, se para a
l hablar de lo individual.
En cada una de las tres partes se arranca del ma? s estrecho
a? mbito de lo privado: el del intelectual en el exilio. En e? l se in- crustan consideraciones"de alcance antropolo? gico y social; e? stas conciernen a la psicologi? a, la este? tica y la ciencia en su relacio? n con el sujeto. Los u? ltimos aforismos de cada parte entran tambie? n de forma tema? tica en la filosofi? a sin afirmarse como algo conclu- yente y definitivo: todos pretenden marcar lugares de partida u ofrecer modelos para el futuro esfuerzo del concepto.
La ocasio? n inmediata para componerlo me la brindo? el cin- cuenta cumplean? os de Max Horkeimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboracio? n coincidio? con una fase en la que, debido a circuns, tancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en comu? n. Este libro quiere ser manifestacio? n de gratitud y lealtad, pero sin
aceptar la interrupcio? n. El es testimonio de un dialogue inte? ricur; ningu? n motivo se encuentra en e? l que a I-Iorkheimer no le hubiera incumbido tanto como al que hallo? tiempo para formularlo.
El propo? sito especi? fico de Mi? nima moralia-el ensayo de des- cribir momentos de nuestra comu? n filosofi? a desde la experiencia subjetiva- impone la condicio? n de que los fragmentos en modo alguno se situ? en por delante de la filosofi? a de la que ellos mismos son un fragmento. Esto es 10 que quiere expresar lo suelto y exento de la forma: la renuncia a la contextura teo? rica expli? cita. Al mismo tiempo, esta escesi? s aspira a reparar la injusticia de que uno solo haya continuado trabajando en algo que so? lo puede lle-
varse a cabo entre dos y de lo que ninguno desiste.
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? ? MINIMA MORALIA
Primera parte 1944
La vida no vive (Ferdinand K U? RNBERGER)
? ? 1
Para Mareel Proust. - E I hijo de padres acomodados que, no importa si por talento o por debilidad, se entrega a lo que se llama un oficio intelectual como artista u hombre de letras, se encuentra entre aquellos que llevan el detestable nombre de co- legas en una situacio? n particularmente difi? cil. No se trata ya de que se le envidie su independencia o que se desconfi? e de la serie- dad de sus intenciones y se sospeche en e? l a un enviado encu- bierto de los poderes establecidos. Semejante desconfianza revela sin duda un resentimiento, pero que la mayori? a de las veces en- contrari? a su justificacio? n. Los verdaderos obsta? culos esta? n en otra parte. La ocupacio? n con las cosas del espi? ritu se ha convertido con el tiempo <<pra? cticamente>> en una actividad con una estricta divisio? n del trabajo, con ramas y numeres clausus. El material- mente independiente que la escoge por aversio? n a la ignominia de ganar dinero no estara? dispuesto a reconocerlo. Se lo tienen pro- hibido. El no es ningu? n <<profesional>>, ocupa un rango en la je- rarqu i? a de los concurrentes como diletante sin import ar cua? les son sus conocimientos y, si quiere hacer carrera, tendra? adema? s que ganar en [a ma? s resuelta estupidez si cabe al ma? s tozudo de los especialistas. La suspensio? n de la divisio? n del trabajo a la que se siente inclinado y le capacita para crearse dentro de ciertos li? mites su estabilidad econo? mica esta? particularmente mal vista: delata la resistencia a sancionar la fund o? n prescrita por la socle- I dad, y la competencia triunfante no admite tales idiosincrasias.
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? ? La departamemalizacio? n del espi? ritu es un medio para deshacerse de e? l ahi? donde no viene ex al/ido establecida su funcio? n. Ello hace que sus servidos sean tanto ma? s puntuales que los de aquel que denuncia la divisio? n del trabajo -aun en el caso de que su trabajo le produzca satisfaccio? n-- y, en el seno de e? sta, ofrezca ciertos lados vulnerables que son inseparables de sus momentos de superioridad. Tal es el modo de velar por el orden: hay quie- nes deben cooperar a e? l, porque, si no, no pueden vivir, y los ,que aun as? podri? an vivir son marginados porque no quieren co- operar. Es como si la clase de la que los intelectuales Indepen- Idientes han desertado se vengase de ellos imponiendo coactiva- mente sus exigencias ahi? donde el desertor busca refugio.
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Banco pu? hlico. - Las relaciones con los poderes empiezan a cambiar de forma vaga y trisre. Su debilidad econo? mica ha hecho a e? stos perder su aspecto temible. Una vez nos rebelamos contra su insistencia en el principio de realidad -la sobriedad-, que siempre estaba pronta a volverse enfurecidamente contra el que
no cedi? a. Pero hoy nos hallamos ante una que se dice joven gene- racio? n que en todos sus actos es insoportablemente ma? s adulta de lo que lo fueron sus padres; que ha claudicado ya antes de la hora del conflicto y, obstinadamente autoritaria e imperturbable, obtiene de ahi? todo su poder. Quiza? en todos los tiempos se haya visto a la generacio? n de los padres como inofensiva e impotente cuando su fuerza Hslca declinaba, mientras la propia pareci? a ya amenazada por la juventud: en la sociedad antago? nica, las relaciones interge- neracionales son tambie? n relaciones de competencia, tras de la cual esta? la nuda violencia. Pero hoy comienza a retomarse a una situa- cio?
n que sin duda no conoce el complejo de Edipc, pero si? el ase- sinato del padre. Entre los cri? menes simbo? licos de los nazis se cuenta el de matar a lagente ma? s anciana. En semejante clima se produce un acuerdo tardi? o y consciente con los padres, el de los sentenciados entre si, so? lo perturbado por el temor a que alguna vez no llegemos, impotentes nosotros mismos, a ser capaces de cuidar de ellos tan bien como ellos cuidaron de nosotros cuando posei? an algo. La violencia que se les inflige hace olvidar la que ellos ejercieron. Aun sus racionalizaciones, las entonces odiadas mentiras con que trataban de justificar su intere? s particular como intere? s general, denotan la vislumbre de la verdad, el impulso
hada la reconciliacio? n dentro del conflicto que la afirmativa des- cendencia alegremente niega. Aun el espi? ritu desvai? do, inconse- cuente y falto de confianza en si? mismo de los mayores es ma? s capaz de respuesta que la prudente estupidez del junior. Aun las extravagancias y deformaciones neuro? ticas de los adultos mayores
representan el cara? cter y la coherencia de lo humanamente logra- Jo comparadas con la salud enfa? tica y el infantilismo elevado a norma. Es preciso ver, con horror, que con frecuencia ya antes, cuando los hijos se oponi? an a los padres porque ellos representa- ban el mundo, eran en secreto anunciadores de un mundo peor frente al malo. Los intentos apoli? ticos de romper con la familia burguesa casi siempre vuelven a caer au? n ma? s profundamente en su redes, y en ocasiones se tiene la impresio? n de que la desventu- rada ce? lula germinal de la sociedad, la familia, es a la vez la ce? lula que nutre la voluntad de no comprometerse con los dema? s. Aun- que el sistema subsiste, con la familia se disolvio? no s610 el agen-
le ma? s eficaz de la burguesi? a, sino tambie? n el obsta? culo que sin duda oprimi? a al individuo, pero que tambie? n 10 fortaleci? a si es que no lo creaba. El fin de la familia paraliza las fuerzas que se le oponi? an. El orden colectivista ascendente es la ironi? a de los sin clase: en el burgue? s, tal orden liquida a la par la utopi? a que una
vez se alimento? del amor de la madre.
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Pez en el a~ua. -Desde que el amplio aparato de distribucio? n de la industria concentrada al ma? ximo reemplaza a la esfera de la circulacio? n, inicia e? sta una curiosa post-existencia. Mientras para las profesiones intermediarias desaparece la base eeon6mica, Ia vida pri- vada de incontables personas se convierte en la propia de los agen-
tes e intermediarios; es ma? s, el a? mbito entero de lo privado es en- gullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. Los inti midados, desde el desempleado hasta el pro-
minente que en el pro? ximo instante puede atraerse las iras de aquellos cuya inversio? n representa, creen que so? lo con intuicio? n, dedicacio? n y disponibilidad, y por mediacio? n de las maquinacio- nes y la iniquidad del poder ejecutivo visto como algo omnipre- sente, pueden hacerse recomendar por sus cualidades como co- merciantes, y pronto deja de haber relacio? n alguna que no haya puesto sus miras en las <<relaciones>> y movimiento alguno que no
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? ? ? se haya sometido a censura previa por si se desvi? a de lo aceptado. El concepto de las relaciones, una categori? a de la mediacio? n y la circulacio? n, nunca ha dado buen resultado en la verdadera esfera de la circulacio? n, el mercado, sino en jerarqui? as cerradas, de tipo monopolista. Siendo asi? que la sociedad entera se vuelve jera? rquica, las oscuras relaciones se agarran a dondequiera que au? n se da la apariencia de libertad. La irracionalidad del sistema apenas viene mejor expresada en el destino econo? mico del individuo que en su psicologi? a parasitaria. Antes, cuando au? n existi? a una cosa como la malafamada separacio? n burguesa entre la profesio? n y la vida pri- vada, por la que ya casi se quiere guardar luto, al que persegui? a fines en la esfera privada se le sen? alaba con recelo como un entro- metido inadecuado. Hoy, el que se inmiscuye en lo privado epe- rece como un arrogante , extra n? o e impertinente sin necesidad de que se le adivine propo? sito alguno. Casi resulta sospechoso el que no "quiere~ nada: no se le cree capaz de ayudar a nadie a ganarse la vida sin legitimarse mediante exigencias reci? procas. In- contables son tos que hacen su profesio? n de una situacio? n que es consecuencia de la liquidacio? n de la profesio? n. Tales son los reputados de buena gente, los estimados, los amigos de todo el mundo, los honrados, los que, humanamente, perdonan toda Infor- malidad e, incorruptibles, repudian todo comportamiento fuera de las normas como cosa sentimental. Resultan imprescindibles cono- ciendo todos los canales y aliviaderos del poder , se adivin an sus ma? s secretas opiniones y viven de su a? gil comunicacio? n. Se en- cuentran en todos los medios poli? ticos, incluso ahi? donde se da por supuesto el rechazo del sistema y, con e? l, se ha desarrollado un conformismo laxo y taimado de rasgos peculiares. Con frecuencia engan? an por cierta benignidad, por su participacio? n comprensiva en la vida de los dema? s: es el altruismo basado en la especulacio? n. Son listos, ingeniosos, sensibles y con capacidad de reaccio? n: ellos han pulido el antiguo espi? ritu del comerciante con las con- quistas de la psicologi? a ma? s reciente. De todo son capaces, incluso del amor, mas siempre de modo infiel. Engan? an no por impulso, sino por principio: hasta a si? mismos se valoran en te? rminos de provecho, que no se reparte con nadie, En el plano del espi? ritu les une la afinidad y el odio: son una tentacio? n para los medita- tivos, mas tambie? n sus peores enemigos. Pues ellos son Jos que, de una manera sutil, aprovechan, profana? ndolo, el u? ltimo refugio contra el antagonismo, las horas que quedan libres de las requi- siciones de la maquinaria. Su individualismo tardi? o envenena lo que resta todavi? a del individuo.
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O/lima daridad. - Una esquela de perio? dico deci? a una vez de un hombre de negocios: <<La anchura de su conciencia rivalizaba con la bondad de su corazo? n>>. La exageracio? n en que incurrieron los afligidos deudos con tal lenguaje, al efecto laco? nico y elevado, la concesio? n involuntaria de que el bondadoso difunto hubiera sido un hombre sin conciencia, conduce a todo el cortejo por el camino ma? s corto al terreno de la verdad. Cuando se elogia a un hombre de edad avanzada diciendo que es un hombre de talante ecua? nime hay que suponer que su vida ha consistido en una serie de tropeli? as. Luego perdio? la capacidad para excitarse. La conciencia ancha se instala en e? l como liberalidad que todo 10 perdona porque todo lo comprende demasiado bien. Entre la pro-
pia culpa y la de los dema? s se crea un quid pro qua que se re- suelve en favor del que se ha llevado la mejor parte. Despue? s de tan larga vida ya no se sabe distinguir quie? n ha perjudicado a quie? n. Toda responsabilidad concreta desaparece en la repre- sentacio? n abstracta de la injusticia universal. La canaUeri? a la in- vierte como si fuera uno mismo quien hubiera sufrido el perjuicio: . . Si usted supiera, joven, lo que es la vida>>. . . Y los que ya en medio de esa vida se destacan por una marcada generosidad, son en la mayoria de los casos los que se anticipan en el cambio hacia
tal ecuanimidad. Quien carece de maldad no vive serenamente, sino, dc una manera peculiar, pudorosa, endurecido e intransi- gente. Por falta de objeto apto, apenas sabe dar expresio? n a su nmor de otra forma que odiando al no apto, por lo que cierra- mente acaba asemeja? ndose a lo odiado. Pero el burgue? s es to- lcrante. Su amor por la gente tal como es brota de su odio al hombre recto.
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<<Hace? is bien, sen? or doctor", "". -Nada hay que sea inofensivo.
Las pequen? as alegri? as, las manifestaciones de la vida que parecen
" Verso inidal del pasaje del Faur/o (I, 981, Vor dem ror) en el que un aldeano dice a Fausto: . . Hace? is bien, sen? or doctor, siendo tan sabio como sois, en no despreciarnos y venir hoy ? confundiros entre esta rnuchedum- bre. ? [N. delr. ]
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? ? exentas de la responsabilidad de todo pensar no so? lo tienen un momento de obstinada necedad, de tenaz ceguera, sino que ade- ma? s se ponen inmediatamente al servicio de su extrema anti? tesis. Hasta el a? rbol que florece miente en el instante en que se per- cibe su florecer sin la sombra del espanto; hasta la ma? s inocente admiracio? n por lo bello se convierte en excusa de la ignominia de la existencia, cosa diferente, y nada hay ya de belleza ni de con- suelo salvo para la mirada que, dirigie? ndose al horror, lo afronta y, en la conlcencla no atenuada de la negatividad, afirma la po- sibilidad de lo mejor. La desconfianza esta? justificada frente a todo lo desprecupado y esponta?
