Una noche me
encontré
al volver á mi casa de pupilaje, una carta
de D.
de D.
Jose Zorrilla
Rodrigo, de
los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi
reputacion de poeta legendario.
Mi tio, el prebendado á cuya casa me habia enviado mi padre, que
habia creido recibir en ella á un pajecillo que le ayudara á misa
y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se
escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo; á quien él confundia,
sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor,
expositor de Sagrada teología, de quien él suponia que los franceses
habrian encontrado algunos versos inéditos; tomó muy á mal mi amistad
con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro
Madrazo eran condiscípulos mios de colegio, y concluyó por escribir
á mi padre que yo no era más que un botarate, que más _iba para
pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de
piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y
cubiertas de telarañas.
No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y
al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid, bajo
la inspeccion de un procurador de aquella Chancillería, y la proteccion
del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo
despues de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho
peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde
habia nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella
Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones,
ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibia de
Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entónces emporio del arte, donde
brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la
redaccion de _El Artista_, el primer periódico literario é ilustrado de
España.
Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda
y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del
Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del
Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador á
quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo
escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazan
vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un
vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en
fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi
padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio,
ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista
mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen
ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres,
nos amamos de mozos, y aún somos amigos en la vejez: cuestion de los
tiempos y de los caractéres.
Enojóse mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador;
gané yo curso por favor del Sr. Tarancon, y díjome mi padre, al
enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: «tú tienes
traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de
bachiller á cláustro pleno, te pongo unas polainas y te envio á cavar
tus viñas de Torquemada. » Era mi padre muy hombre para hacer tal con
su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios sérios:
odiaba á Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in
utroque_ de todas las Universidades de España: adoraba en sueños
á García Gutierrez, á Hartzenbusch y á Espronceda; y ver una obra
mia impresa, y apretar la mano de amigo á estos ilustres poetas, me
parecia destino de más prez que el de llegar á ser un Floridablanca;
_el demonio_ de la poesía estaba ya posesionado de todo mi sér; y
con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anuncié
redondamente que así me graduaria yo á cláustro pleno aquel año, como
que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para
Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi
casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la
amargura y desesperacion en que iba á sumir á mi desterrada familia, en
un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mia y
que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle
de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.
Sirvióme mucho la equitacion que en el colegio me enseñaron, porque
la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno
dejarla volverse á la querencia de su establo, y entré sobre ella en
Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera
que para Madrid al amanecer salia, me desembanasté á los tres dias en
la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada
villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas,
ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi
desatinada locura.
Mi familia, no creyéndome capaz de la resolucion de abandonar para
siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las
provincias de Búrgos y de Palencia, donde suponia que me habria
guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista
italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que
me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo á mis
amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de
los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de
mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia á volver á mi hogar,
no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba
sus amistosas amonestaciones.
Entónces. . . . ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades; unas de las
que no quiero volver á acordarme, otras de las que jamás me olvidaré;
como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando
mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros, con artículos
arqueológicos escritos por Assas en francés, al _Museo de las familias_
de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que
contó con mi pluma en donde quiera que llegó á meter los puntos de la
suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de
locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces
escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales
dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de
hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion.
Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que
bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un
patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion,
caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas
losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando
mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana;
enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando
atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de
ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en
la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia
salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y
conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y
llevándome á un cuarto del núm. 30 y. . . tantos, trenzóme la melena,
coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta
de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion,
y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su
cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible
seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de seña
personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme
á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita
Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas
ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa
muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó. . . lo que pasa en las
revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de
diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de
Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un
cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras. . . y
así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres
al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente
carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido
amigo.
IV.
Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más
difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que
hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas.
Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos
pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender;
pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos
pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra,
que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de
_El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran
pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos.
Mas como quiera que ya es tarde para volverme atrás, voy á pasar á la
carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; é imponiéndome
esta tarea como una penitencia pública, seré claro y sincero en mi
narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben á lo ménos lealtad
y modestia: probando que en la altura á que me ha elevado el favor
público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací, ni el
polvo de que aquel me levantó.
Sigo, pues, adelante con mis recuerdos.
Habíase venido á Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo
Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pasé la noche que en
Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y único confidente
de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en éste dos afanes y dos
esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian:
mi primer amor á una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor
á mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de
laureles. Soñaba yo con una fama y una gloria táles, que obligaran
á aquella mujer y á mi padre á tenderme sus brazos á un tiempo,
asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombradía. ¿Quién no
delira á los diez y nueve años?
Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy
pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre
cestero, las mañanas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias
en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche
vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas
que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra
desconocida.
Y aconteció que entre las personas con quienes un dia tropezamos en
la Biblioteca, acertó á ser una la de un italiano al servicio del
infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano
Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que
con su canto y alegre carácter amenizaban: el Joaquin y el Federico
poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro.
Abordónos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos dió
de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al anochecer
del dia anterior. Dejónos estupefactos semejante noticia, y asombróle
á él que ignorásemos lo que todo Madrid sabia, é invitónos á ir con
él á ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago.
Aceptamos y fuimos. Massard conocia á todo el mundo y tenia entrada en
todas partes. Bajamos á la bóveda, contemplamos al muerto, á quien yo
veia por primera vez, á todo nuestro despacio, admirándonos la casi
imperceptible huella que habia dejado junto á su oreja derecha la bala
que le dió muerte; cortóle Alvarez un mechon de cabellos y volvímonos á
la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la
vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.
Aquí tengo que advertir á V. , mi querido Velarde, que no volvíamos
á la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sinó porque siendo el
hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco
agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada
y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como
hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo
que generosamente á los suyos lo franqueara.
A nuestra vuelta halléme allí con un condiscípulo del colegio, quien
enterado de mi posicion, me dió una carta para su hermano D. Antonio
María Segovia, propietario y director de _El Mundo_; uno de los
periódicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de
ingenio y de oportunísima vis cómica. En aquella carta pedia para mí
á su hermano, mi condiscípulo, la plaza de un empleado que acababa de
despedirse, diciéndole quién yo era, la educacion que habia recibido, y
lo útil que yo podia ser, atendida la módica retribucion del empleo que
para mí solicitaba. Mi ambicion era llegar á ser periodista, llegar
á firmar el folletin de un periódico que llegase á manos de mi padre:
tomé, pues, la carta de mi condiscípulo, y metiéndola en la cartera del
capitan Antonio Madera (otro condiscípulo nuestro), la cual no sé ya
por qué llevaba yo en el bolsillo, creí meter en ella mi fortuna.
Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo
al salir:
--Sé por Pedro Madrazo que V. hace versos.
--Sí, señor, le respondí.
--¿Querria V. hacer unos á Larra? repuso entablando su cuestion sin
rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haria insertar en un
periódico, y tal vez pudieran valer algo. » Ocurrióme á mí lo poco que
me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos á
un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije á Massard que
yo haria los versos, pero que él los firmaria. Avínose él, y convíneme
yo; prometíselos para la mañana siguiente á las doce en la Biblioteca;
y despidiéndonos á sus puertas, echó Massard hácia la plazuela del
Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo á
vagar como de costumbre. Pensé yo al anochecer en los prometidos versos
y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su
mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades.
No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, metíme yo en mi
mechinal, con una vela que á propósito habia comprado.
En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero
habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la
cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un
mimbre como lo hacen los árabes de un carrizo y tomando por tinta el
tinte azul en que los mimbres se teñian. . . . .
Hé aquí, Sr. Velarde, cómo se hicieron aquellos versos, cuya copia
trasladé á un papel en casa de Miguel Alvarez á la mañana siguiente, y
partí á entregar mi carta al director de _El Mundo_.
Salió á recibirme á una antecámara: presentéle la carta, y miéntras
la leia, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato,
cuya puerta habia dejado él abierta. Parecióme á mí la de un paraiso:
una mujer pequeña y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una
cabellera como los arcángeles de Guido Reni y con dos ojos límpidos y
serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble á que
su marido concluyera con el importuno que habia venido á separarle de
ella. Cuando aquel me dijo, con los más atentos modales, que sentia
no necesitarme porque acababa de dar á otro la plaza que su hermano
le pedia, me marché cabizbajo y cariacontecido, pero convencido
perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia
necesitar de mí ni de nadie, y dí conmigo en la Biblioteca. No estaba
ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que
me decia: «¿Puede V. traerme los versos á casa, á las tres? Comerá V.
con nosotros. »
A los tres cuartos para las tres eché hácia la plaza del Cordon; los
Massard habian comido á las dos: la hora del entierro, que era la de
las cinco, se habia adelantado á la de las cuatro. Los Massard me
dieron café; Joaquin recogió mis versos y salimos para Santiago. La
iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores
de Madrid, ménos Espronceda que estaba enfermo. Massard me presentó
á García Gutierrez, que me dió la mano y me recibió como se recibe
en tales casos á los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las
mias, embelesado ante el autor de _El Trovador_, y creo que iba á
arrodillarme para adorarle, miéntras él miraba con asombro mi larga
melena y el más largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi pálida y
exígua personalidad.
El repentino y general movimiento de la gente nos separó, avanzó el
féretro hácia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquin
Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables
enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al
cementerio de la Puerta de Fuencarral.
Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos
aquel aciago en que me habian negado una plaza en _El Mundo_, habia
llegado tarde á la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, á enterrar
á un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la
trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, García Gutierrez
y Hartzembusch. Parecíame que con aquel muerto iba á enterrarse mi
esperanza, y que nunca iba yo á tener un papel en que enviar impresos
mis delirios á la mujer á quien habia pedido un año de plazo para
pasar de crisálida á mariposa, ni mis versos laureados al padre á
quien con ellos habia esperado glorificar. Así, el más triste de los
que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un _sur
tout_ de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalon de Fernando de la
Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata
de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo
quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos,
mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.
Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas
como si para mí hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas,
no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto
zaquizamí de mi hospitalario cestero.
Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y á la vista el
cadáver; y como se trataba del primer suicida, á quien la revolucion
abria las puertas del campo santo, tratábase de dar á la ceremonia
fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento
láico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia
á desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era
el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada,
levantó el primero la voz en pró del narrador ameno del Doncel de D.
Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista
correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. El concurso
inmenso que llenaba el cementerio quedó profundamente conmovido con
las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario
ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él
á representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y
dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de
las Navas, á Pepe Diaz. . . . . no sé. . . . . pero era cuestion de prolongar
y dar importancia al acto, que no fué breve. Ibase ya, por fin, á
cerrar la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquin Massard, que
siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasion, no
atreviéndose, sin embargo, á leer mis escritos con su acento italiano,
metióse entre los que presidian la ceremonia, advirtióles de que aún
habia otros versos que leer, y como me habia llevado por delante,
hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos
la desde entónces famosa cartera del capitan, y halléme yo repentina á
inconscientemente á la vera del muerto, y cara á cara con los vivos.
El silencio era absoluto: el público, el más á propósito y el mejor
preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo entónces
una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca
oida de recitar, y rompí á leer. . . . . pero segun iba leyendo aquellos
mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los
que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les
causaba. Imaginéme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel
auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y
excepcional, para que ántes del año realizase yo mis dos irrealizables
delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de
mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y ví el
porvenir luminoso y el cielo abierto. . . . . y se me embargó la voz y se
arrasaron mis ojos en lágrimas. . . . . y Roca de Togores, junto á quien me
hallaba, concluyó de leer mis versos; y miéntras él leia. . . . . ¡ay de
mí! perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo
ya no los veia; miéntras mi pañuelo cubria mis ojos, mi espíritu habia
ido á llamar á las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban
mis perseguidos padres, y á los cristales de la ventana de una blanca
alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la
que ya me habia vendido.
¡Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! ¡Desventurado aquel cuyo
primer delito es una rebelion contra la autoridad paterna! Al primero
le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la
conciencia.
Cuando volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos,
el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y
la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran
dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido
en Madrid como mi padre.
Pero, ¿sabe V. , mi buen Velarde, quién era entónces, lo que valia y
cómo y por quién llegó á ser famoso su agradecido amigo?
V.
La importuna pregunta con que concluí mi artículo-carta del lunes 20 de
Octubre, me obliga á dirigirle á usted esta, mi estimado Sr. Velarde.
Tal vez enoja á V. ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que
no puede aquí, á mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente
que se empeña en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule
usted tal impertinencia, porque tiene sólo por móvil mi gratitud á V.
por su artículo del lunes 29 de Setiembre, con el cual motivó V. la
publicacion de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira
naturalmente hácia adelante; al mirar yo hácia atrás, porque pertenezco
al tiempo viejo, al relatar á V. lo que en él fuí, tenga V. presente
que no pretendo servirle á V. de ejemplo, sino de escarmiento; puesto
que viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda á V. un muy
elevado lugar en la república de las letras, quisiera yo por la mucha
estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como á mí
las mias, pero que le fueran de más utilidad y provecho. Por eso no más
voy á decir á V. lo más sucintamente posible quién era, lo que valia
y cómo y por quién llegué yo á ser tan famoso en aquel viejo tiempo,
cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con
hastío ó impaciencia de V. y de los suscritores de _El Imparcial_.
No teman estos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas
con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida.
A mí, que no he ocupado jamás ningun cargo público, que no he sido
ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de corporacion ni
academia alguna, jamás me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido,
ni ménos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezon de
bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de mí mismo,
para que no me olviden mis contemporáneos, ni se den los venideros de
calabazadas por mis estupendas fechorías. Para que mis contemporáneos
no me olviden, basta ese bravucon inocente y desvergonzado perdonavidas
llamado _D. Juan Tenorio_, que está encargado contra mi voluntad y por
la del pueblo español, de no dejarme olvidar en España; y con decir de
este drama mio y del _Zapatero y el Rey_ cómo y por qué fueron escritos
y cómo y por quién fueron y son hoy representados, pienso dar fin á
estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de
algunos, y desengaño de muchos, será tambien con honrado cumplimiento
del deber mio y descargo de mi conciencia.
Continúo, pues, mi relato, tomándolo en el mismo cementerio de
Fuencarral, donde lo dejé.
Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que
me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado
en mi gran _surtout_ de Jacinto Salas y circundado por mi flotante
melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de
atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos,
diciéndome: «Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle
á dos personas que desean conocerle. » Seguíle, y sacándome de aquella
confusion, me hizo subir á una cómoda y elegante carretela, cuyos dos
asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos
individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podia yo ver ya bien, porque
ya era casi de noche. Saludáronme y correspondiles; colocáronme en
el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró
el lacayo la portezuela, y á la voz del de mi izquierda, que dijo:
«Calle de la Reina,» salieron á un resueltísimo trote las dos poderosas
yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas
arrastradas, la mejor es la del coche,» y aquella carretela inglesa
estaba maestramente montada sobre sus muelles. Hablábanme dos, de los
tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo
que hablamos, y sin saber entónces con quiénes, en la semi-oscuridad
crepuscular.
La direccion dada á la calle de la Reina era á la fonda de Genyes, que
era entónces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis
nuevos amigos moraban ó comian en ella habitualmente, puesto que el
nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus
yeguas á la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una
mesa con tres cubiertos; añadieron el cuarto para mí; desembarazáronse
ellos de sus abrigos exteriores, quedándome yo con el mio por razones
que no son del caso; sentámonos á la mesa y presentóme mi presentador á
mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado á Madrid hacia
pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta años,
de amenísima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado
mucho, de cuyo nombre no me he podido volver á acordar, á quien no he
vuelto á ver más, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar á
mi resuelto y aguileño presentador: que era ni más ni ménos que Luis
Gonzalez Brabo, ántes de ser diputado, embajador y ministro. Desde
aquella tarde fué para mí Luis, como yo para él fuí Pepe; la suya fué
la primera mano en que me apoyé para poner mi pié derecho en el primer
escalon del efímero alcázar de mi fama: y desde entónces no he tenido
un más bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por entónces más que
_tijera_ en no recuerdo qué periódico; pero segun fué ascendiendo por
la escala de la fortuna, se volvió á mí desde cada peldaño que subia,
á tenderme aquella misma mano con que me sacó del cementerio; pero
mi objetivo, como hoy se dice, no era la política, y con tanta pena
suya como desden mio, le dejé subir solo. Ignoro lo que fué Luis Brabo
social ó políticamente considerado, porque he vivido veinte años fuera
de España y once en América, sin correspondencia con Europa; cuando
volví á Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian
que tenia la nacion en sus manos; pero para mí fué el mismo Luis Brabo,
que me la tendió como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.
Aquí dirá V. , mi querido poeta Velarde: ¿cómo el primero? ¿Pues y
los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando
de la Vera, sus condiscípulos de Universidad y del Seminario? ¿Y
Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V.
los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la
nombradía? --Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran
los amigos de mi niñez: los del estudiante y del condiscípulo; los
amigos cariñosos, casi los hermanos, del mancebo que iba á ser hombre;
la casualidad llevó á Massard á la biblioteca y me puso al lado de Roca
de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo buscó el primero al poeta
y no abandonó jamás al amigo. La primera obligacion del narrador es
ser verídico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre
noble ser agradecido. Desde la fonda me llevó Luis Brabo, orgulloso
de llevarme, al café del Príncipe, donde hallé á Breton, á Ventura, á
Gil y Zárate, á García Gutierrez, que me reconoció y con quien trabé
pronto amistad; al buen Hartzenbusch, á quien quise desde aquella noche
como á un hermano mayor, y que fué parte y testigo de sucesos íntimos
y posteriores de mi vida, y en fin, á la mayor parte de los que por
entónces figuraban en las letras y en las artes.
No sé quién me llevó á las diez á casa de Donoso Cortés, que aún no
era el marqués de Valdegamas: allí encontré á Nicomedes Pastor Diaz y
á D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto
Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su periódico _El
Porvenir_. --Preguntáronme mil cosas: examináronme, sin que de ello
me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron
lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no
cumplí veinte años hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra:
estaba animado por el éxito de aquella tarde y por los plácemes y
aplausos que acababa de recibir en el café del Príncipe; recitéles mi
destartalada composicion «A Venecia», el romancillo de unos Gomeles
que corrian por la vega de Granada, y unas redondillas á una dueña de
negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis
admiradores, pero en Dios y en mi ánima creo que no sabia yo entónces
lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le teñí.
Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se
fascinaron con las circunstancias fantásticas de mi aparicion, y con
la excentricidad de mi nuevo género de poesía y de mi nueva manera
de leer, y me ofrecieron el folletin de _El Porvenir_ con 600 reales
mensuales; único sueldo que en este periódico se debia de pagar,
porque iban á escribirle sin interés de lucro, en pró de su política
comunion. --Diéronme á traducir para el periódico uno de los infantiles
cuentos de Hoffmann, y á las doce me llevó Pastor Diaz consigo á su
casa. --Pastor Diaz, cuya alma de niño simpatizó con la ignara candidez
de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la
de su muerte, me tuvo el más fraternal cariño.
No era ya aquella la de volver á recogerme á la bohardilla del cestero,
y. . . á pesar del frio, vagué por las calles hasta el nuevo dia,
abrigado interiormente con el champagne y el café de mi generoso y
desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las
ilusiones de mis aún no cumplidos veinte años.
No recuerdo ya donde me amaneció; pero á las ocho estaba ya á la
cabecera de la cama de Alvarez, contándole mis venturas del dia
anterior; de las cuales nada sabia, no habiéndole yo podido buscar
desde que hacia veinte horas me habia separado de él, para ir á llevar
mi carta á _El Mundo_ y mis versos á Massard. --Asombróle primero
lo sucedido; alegróle despues; lloramos, reimos, ayudéle á vestir,
y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de
Fenimore Cooper al rededor del postre de la guerra; la patrona creyó
que nos habia caido la lotería.
Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos á la calle y comenzamos
á dar fin á los pocos duros que le quedaban á Alvarez; declarámonos los
dos modernos Pílades y Orestes; presentéle yo á cuantos me presentaron;
presentóme él á la que despues fué mi mujer, y cuando llegaron á
nuestras manos mis primeros treinta duros de «El Porvenir», de Donoso,
nos creimos dueños del Universo.
VI.
Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la
explicacion de mis preguntas finales en el artículo del lunes último,
voy adelante con mis desatinos personales. Escribí muchos en _El
Porvenir_: á Cervantes y á Calderon, cuantos pudieron ocurrírseme, y
á la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y
la luna su pupila; escribí, en fin, los suficientes para impacientar á
cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras;
pero Nicomedes y Donoso seguian sosteniéndome y animándome, y yo seguí
asombrando al público con la multitud de mis poéticos engendros.
Una noche me encontré al volver á mi casa de pupilaje, una carta
de D. José García Villalta que decia: «Muy señor mio: he tomado la
direccion de _El Español_, periódico cuyas columnas surtía Larra con
sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta,
entiendo que éste debe de suceder á aquel en la redaccion de _El
Español_. Sírvase V. , pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina,
esquina á la de las Torres, para acordar las bases de un contrato.
Suyo, afectísimo, _J. G. de Villalta_. »
Era este el autor de _El golpe en vago_, la novela mejor escrita de
las de la coleccion primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho
desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre
acrecentaron mi respeto y mi estimacion hácia el escritor. Villalta
era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon
humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente
colocada sobre sus hombros; de una fisonomía atractiva y simpática,
con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual
y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he
podido nunca esplicarme el por qué su busto abultado de contornos me
recordaba el olímpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador
en su viaje á Grecia: el Neron que ponia fuego á dos viejos barrios
de Roma para obligar al municipio republicano á construir otro nuevo,
tan suntuoso como la mansion palatina que él junto á lo incendiado
habitaba. Yo tengo á Neron por un emperador muy calumniado; y desde
que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo
que quemó, para que se construyera lo que se construyó; y á este Neron
que yo me figuro, es el Neron á quien me figuraba yo que se parecia
Villalta.
El hecho es que Villalta era todo un hombre: sóbrio y diligente, pero
gracioso y amabilísimo; como andaluz de la buena raza, su trato era
fascinador; y en cinco minutos hizo de mí lo que le convino en nuestra
primera entrevista; el cuarto en que esta pasó influyó sin duda en mi
aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no
tenia Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de
academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa
de despacho cargada de papeles estaba entre él y yo, y por una puerta
entreabierta se veia en el inmediato aposento el baño del que acababa
de salir.
Vió Villalta que no era yo hombre de abandonar á Donoso y á Pastor
Diaz, sin una grave razon, y me dió una carta para ellos, en la que
les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le
daba. _El Porvenir_ tenia apenas suscricion, y _El Español_ la tenia
numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar á mis versos la más
lata publicidad, etc.
Ofrecíame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que entónces
creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poesías
del número de los domingos, que era una revista de mayor tamaño; la
colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una
larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por él en
persona. Espronceda era el ídolo de mis creencias literarias. Donoso y
Pastor Diaz me autorizaron abrazándome para abandonarles, y me pasé al
campo de Villalta sin traicion ni villanía.
Continué en él publicando centenares de versos, entre los cuales habia
algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no
parar mientes en mis infinitos y excéntricos disparates. Es verdad
que contribuian á darlos boga las lecturas que de ellos hacia en
los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa,
quienes, ausentes de Madrid á la sazon, se los habian cedido á aquella
sociedad literaria y artística. Era el Liceo. . . Pero ya ha dicho lo
que era en _La Ilustracion_ el ameno _Curioso parlante_ D. Ramon de
Mesonero Romanos; y ante él arría bandera quien en su juventud supo
aprovecharse de su picante y donosa crítica, y hoy se complace en
hallar una ocasion de darle una prueba pública de consideracion y
respeto. Allí, en el Liceo, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré
fama de gran lector; allí ayudé á subir á la tribuna y entrar en la
palestra literaria á Rodriguez Rubí, con su precioso romance de la
venta del jaco; allí coroné una noche á Carolina Conrado y presenté una
mañana á Gertrudis Avellaneda; allí. . . pero lo que sucedió allí lo sabe
todo el mundo, y lo que no sepa se lo dirá mejor que yo el _Curioso
Parlante_.
Ya se lo ha dicho en _La Ilustracion_ del 22 de Octubre: «de allí
salieron los que allí figuraron despues como ministros, embajadores,
consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos
bandos y épocas, segun la marcha de los sucesos: y sólo Zorrilla y
el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su
nombre exclusivamente literario, sin aspirar á su engrandecimiento por
otros caminos; con la circunstancia en pró de Zorrilla de que á mí
sólo me faltaba la ambicion, y á Zorrilla le faltaban la ambicion y la
fortuna. » Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga
como yo le agradezco que lo haya dicho.
Lo que no dice y le voy á decir yo á V. , mi querido Velarde, es cómo
éste á quien llama ilustre, corriendo quijotescamente trás de ideales
fantásticos, no era en la vida social ni en la literaria más que un
tonto y un ingrato.
VII.
Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V. , mi
querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron ménos
de ser en su lugar publicados: atañendo ambas á asuntos tan perentorios
y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso
beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de mí me propuse
dar á V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto
de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de mí me resta que
decirle.
[1] Estas dos composiciones van en el apéndice de esta obra.
Una tarde me dijo Villalta: «esta noche iremos á casa de Espronceda,
que ya desea ver á V. » Figúrese usted que un creyente hubiera enviado
por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado:
«venga V. esta noche por la absolucion ó la penitencia» esta fué mi
situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunció
tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verificó. Yo
creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel oráculo divino á quien yo
iba á consultar desaprobaba mis versos, si aquel ídolo á cuyos piés
iba yo á postrarme desdeñaba mi homenaje, no tenia más remedio que irme
á buscar á mi padre á la corte de Oñate, y suplicarle contrito que me
matriculase en la Universidad de Vergara.
Villalta leyó sonriendo en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior,
y me condujo en silencio á la calle de San Miguel, núm. 4. Espronceda
estaba ya convaleciente, pero aún tenia que acostarse al anochecer.
Introdújome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente «aquí tiene
V. á Zorrilla», me empujó paternalmente hácia el lecho en que estaba
incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sentí
brotar las lágrimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello,
sus labios en mi frente, y su voz que decia á Villalta, «es un niño».
Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema:
Villalta se despidió y nos dejó solos; de la conversacion que siguió. . .
no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tuteábamos Espronceda y
yo, como si hiciera veinte años que nos conociéramos; pero la luz que
estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia
yo todavía visto á Espronceda; «no te veo», le dije; «pues trae la
luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera
vez, como á la primera querida que me hubiera dado un beso á oscuras.
La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara,
pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra,
riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza
y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas pequeñas y finas, cuyos
lóbulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas
y rectas, doselaban sus ojos límpidos é inquietos, resguardados como
los del leon por riquísimas pestañas: el perfil de su nariz no era muy
correcto, y su boca desdeñosa, cuyo labio inferior era algo aborbonado,
estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida á la barba,
que se rizaba por ambos lados de la mandíbula inferior. Su frente
era espaciosa y sin más rayas que la que de arriba abajo marcaba el
fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y
frecuente, no rompia jamás en descompuesta carcajada. Su cuello era
vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A mí me pareció
una encarnacion de Píndaro en Atinoo: de tal modo me fascinó su belleza
varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poesía.
Espronceda sabia más que la mayor parte de los que despues de él hemos
alcanzado reputacion: discípulo de Lista como Ventura de la Vega y
Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la
poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion
del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el
infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.
Espronceda era leal, generoso y bueno: la política y los amigos
le dieron un carácter y una reputacion ficticia, que jamás le
pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado despues de su
muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en
producir.
A la tercera visita que le hice de dia, me cansé de la sociedad de sus
amigos: no porque su conversacion me espantara, sinó por que no la
comprendia; vivia yo dado á mi trabajo, y no conocia á nadie de los ni
de las de quiénes allí se hablaba. Una noche entré en su alcoba despues
de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutricion
teníanle á él desvelado, y á mí con pocas ganas de recogerme temprano
la estrechez de mi pupilaje.
--Vengo á esta hora--le dije--porque es en la que no tienes amigos en
tu casa.
--¿No te gustan mis amigos?
--No.
--Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas
horas, que son para mí las más insoportables; ¡tardo tánto en conciliar
el sueño! . .
Hacia poco que le habia abandonado Teresa: yo ni la conocia, ni aun
tenia por entónces conocimiento de que existiese: yo no conocia de la
vida de Espronceda más que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no
conocia del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veia más
que en el lecho donde le retenia su enfermedad.
Seguí pues yendo á visitarle despues de media noche.
Y de aquellas conversaciones á solas con Espronceda sí que podria yo
hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leidos hasta cuarenta
años despues de escritos.
Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras
diversas costumbres, áunque no las entibiaron, hicieron ménos
frecuentes nuestras relaciones. Yo deserté el primero del cafetin
del teatro del Príncipe, en donde nos juntábamos, y me pasé al de
Sólito, con los Gil y Zárate, G. Gutierrez y otros, á quienes comenzó
á importunar el elemento militar y político que se incrustó allí en el
literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda
no se atrevió á hablarme más que una vez, comprendió que el niño era
ya hombre; y habiendo ya escrito _El Cristo de la Vega_ y _Margarita
la Tornera_, estimó al hombre como un hermano y al poeta como ingenio
privilegiado que él era, y que no tenia nada que envidiar al mozo
atrevido que osaba trepar á tientas al Parnaso.
Encerréme yo en mi casa y seguí produciendo libros: García Gutierrez me
dió la mano para presentarme en la escena, ó más bien me sacó á ella en
brazos, en un drama que escribimos juntos, y comencé la vida aislada
y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba
mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan
revueltos no era inútil estudio, y los paseos á caballo por fuera de
puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales
escribí once tomos de versos, de los cuales no he sabido jamás cuatro
de memoria.
El Liceo concluyó entre tanto, saliendo sus sócios más notables para
las embajadas, los ministerios y los destinos más importantes de la
nacion: Mesonero Romanos se fué á su casa, cargado de memorias, y yo á
la mia de coronas de papel recogidas en una funcion de obsequio que se
me dió, y con un álbum en cuya primera hoja escribió S. M. la Reina D. ª
Isabel. Tal fué el fin y el fruto que yo saqué del Liceo.
Salustiano Olózaga, á quien habia hecho emigrar mi padre cuando era
superintendente general de policía, y que fué uno de mis mejores
amigos, me ofreció la entrega de mis bienes paternos, que habian sido
secuestrados; pero yo rehusé incautarme de ellos, creyendo que «pues
habia abandonado mi casa, habia renunciado á mis derechos de hijo. . . »
Olózaga vió que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvió de
su emigracion, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo
de ver las cosas y mi caballeresco desprendimiento no fué apreciado
por nadie: mi padre me dijo que habia hecho mal en no aprovechar mi
favor en el partido liberal, sacrificio que yo creia muy agradable á
su intransigencia realista; mi extrañamiento de la sociedad y mi vida
oscura de diario trabajo, no me procuró más amigos que el público;
y como todos no son nadie, no tuve más amigo que mi trabajo; y como
corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones
sociales, yo gané mucha fama con dos ó tres afortunadas obras, y llegué
á la vejez como la cigarra de la fábula. Pero en mis famosas obras se
revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento
de todo sentido práctico, y jamás apoyado en principio alguno fijo.
Yo debia mi fama á mis inspiraciones románticas de Toledo.
Aquella gótica catedral, cuyas esculturas se habian levantado de sus
sepulcros para venir á cruzar por mis romances y mis quintillas;
aquel órgano y aquellas campanas que en ellos habian sonado; aquellos
rosetones, capiteles y doseletes; aquellos cláustros católicos,
aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas judías, aquel rio
y aquellos puentes y aquellos alcázares que habian dado á mis
_repiqueteados_ y desiguales versos la vistosa apariencia de sus
festonadas labores de imaginería y de crestería, no me habian merecido
más que el desprecio de su antigüedad y la mofa de su perdida grandeza;
y aquel pueblo, á cuyas costumbres, á cuyas tradiciones y á cuyas
consejas debia yo todo el valor de mi poesía lírica y legendaria, no me
mereció más que el epíteto de _imbécil_, en aquella estrofa, padron de
mi infamia:
Hoy sólo tiene el gigantesco nombre,
parodia con que cubre su vergüenza:
parodia vil en que adivina el hombre
lo que Toledo la opulenta fué.
Tiene un templo sumido en una hondura,
dos puentes y entre ruinas y blasones
un alcázar sentado en una altura
y _un pueblo imbécil_ que vegeta al pié.
¿Concibe V. poeta más necio y más ingrato, mi querido Velarde? ¿Por
qué llamé yo _imbécil_ al pueblo de Toledo? ¿Por que era religioso y
legendario, y pretendia yo echármelas de incrédulo y de volteriano?
Pues entónces, ¿por qué seguia buscando fama y favor con mi poema de
_María_ y con el carácter religioso y creyente de todas mis obras?
Porque el imbécil era yo: y gracias á Dios que me ha dado tiempo,
juicio y valor civil para reconocer y confesar públicamente en mi vejez
mi juvenil imbecilidad.
En cuanto á mi ingratitud. . . por más que me avergüence y me humille
tal confesion, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fué el
orígen de mis versos leidos en el cementerio. Su cadáver llevó allí
aquel público, dispuesto á ver en mí un génio salido del otro mundo
á éste por el hoyo de su sepultura; sin las extrañas circunstancias
de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la
oscuridad, y tal vez muerto en la más abyecta miseria; y apenas me ví
famoso, me descolgué diciendo un dia:
Nací como una planta corrompida
al borde de la tumba de un malvado, etc.
Hé aquí un insensato que insulta á un muerto, á quien debe la vida;
que intenta deshonrar la memoria del muerto á quien debe el vivir
honrado y aplaudido. ¿Concibe V. , Sr. Velarde, un ente más ingrato
ni más imbécil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y
supersticion, ejemplar inconcebible de progresista retrógrado, que
ignoraba, por lo visto, hasta la acepcion de las palabras que escribia.
Han transcurrido treinta y nueve años: nadie ha venido jamás á pedirme
cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tardía,
ocasion que á la pluma se me viene, para dar á quien corresponde una
satisfaccion espontánea y jamás por nadie exigida; quiero decir: á los
toledanos de hoy y á los hijos de Larra.
Y en estas últimas líneas, con las que con V. corto mi correspondencia,
fundo yo más vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle V. más
motivo de estimacion que en los cuarenta tomos de versos que lleva
escritos el autor de _D. Juan Tenorio_.
VIII.
Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre áscuas.
Mis memorias son demasiado personales para inspirar interés, y
demasiado íntimas para ser reveladas en vida: temo además que parezcan
comezon de hablar de mí mismo, cuando siento un profundísimo anhelo y
tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria
á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios.
Corramos, pues, cuatro años en cuatro líneas. Habíame hecho conocer
como poeta lírico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me
compraba mis versos coleccionados en tomos, despues de haber sido
publicados en _El Español_ y en otros periódicos; pero terminada la
guerra carlista con el convenio de Vergara, emigró mi padre á Francia y
era forzoso procurarle recursos. Acudí á mi editor D. Manuel Delgado,
quien á vueltas de larguísimas é inútiles conversaciones no me dejaba
salir de su casa sin darme lo que le pedia; es decir, jamás me lo
dió en su casa, sinó que me lo envió siempre á la mia á la mañana
siguiente del dia en que se lo pedí: parecia que necesitaba algunas
horas para despedirse del dinero, ó que no queria dejarme ver que
lo tenia en su casa, ó que no era dueño de emplearle sin consulta
ó permiso prévio de incógnitos asociados. Como quiera que fuere,
comenzó á pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte á mi
padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como
de tiempo, continué produciendo tántas líneas diarias cuantos reales
necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las vanalidades que
en ellas decia. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y
andar en la procesion, suprimí las amistades del café y las visitas de
cumplimiento; y encerrándome en mi casa cerré su puerta á los ociosos
y á los gorristas; quedándome reducido á la cariñosa amistad de Pastor
Diaz, á la proteccion incondicional de Donoso Cortés, y á la sociedad
de G. Gutierrez, á quien quise y quiero como á un hermano mayor, y á la
de Fernando de la Vera, el corazon más leal y más constante de cuantos
me han acordado su afecto y pasado cariñosamente por las desigualdades
de mi carácter.
Años hemos pasado juntos y años sin vernos ni escribirnos; al volvernos
á encontrar, Gutierrez desplega la misma sonrisa semi-séria con que
nos despedimos hace treinta años, y Fernando de la Vera, de prodigiosa
memoria, toma la conversacion donde la dejamos hace veinte. Yo admiro
y saboreo aún los versos de G. Gutierrez, aunque ya él no me los
lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin
haber tenido jamás necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habian
desaparecido de Madrid; y cuando yo leia mis versos en las sesiones
del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer
por detrás de algun tapiz la severa figura del viejo duque, que me
perdonaba las muchachadas que le enojaron, ó la pálida hermosura de
la duquesa, que tengo aún en las pupilas como la imágen de la duquesa
de quien habla Cervantes, ó la faz, en fin, semi-burlona del actual
duque, que venia á decirme: «Mira cómo te regocijas en mi casa, como
si estuvieras en la tuya. » Los Madrazos se habian dividido en muchas
familias, y Espronceda entre sus ruidosos amigos me llamaba el viejo de
veinticuatro años.
Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La
casualidad, que es la providencia de los españoles, y la debilidad
de García Gutierrez para conmigo, me abrieron campo más ancho,
franqueándome la escena, cuando más necesitaba variar y acrecentar mis
medios de accion y de subsistencia.
No recuerdo por qué ni cómo, porque aún no conocia el teatro por
dentro, habia quedado Madrid aquel verano sin compañía dramática
alguna, ni por qué ni cómo andaban por las provincias Matilde, los
Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era
que desde fines de Mayo actuaba en el del Príncipe una sociedad
improvisada, bajo un programa tan modesto que no anunciaba más
pretensiones que la de no dejar al público de Madrid sin ningun
espectáculo. Componíanla García Luna, Juan Lombía, Pedro Lopez, Alverá,
Bárbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa,
Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la Bárbara eran ya
actores de reputacion; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas
compañías de Grimaldi: Breton no habia aún escrito para Lombía _El
pelo de la dehesa_, y no habia tenido aún tiempo Teodora de abordar los
grandes papeles. Una mañana de Junio, miércoles ántes de un _Corpus
Christi_, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado,
á quien no habia podido ver; acordéme de que hacia más de un mes que
no veia á G. Gutierrez, que habitaba en un piso principal de los
soportales, y me ocurrió verle y ver si él me procuraba el dinero que
de Delgado no habia obtenido. Colocaban los operarios del municipio
el toldo para la procesion del dia siguiente; y como yo anduviese por
entónces muy dado á la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que
me habia roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta
la calle, aseguradas en el balcon de G. Gutierrez, trepé á su aposento
por tan inusitado camino, encontrándole todavía acostado, á pesar de
ser cerca de medio dia. Nuestra conversacion no fué muy larga.
--¿Qué tienes? ¿Por qué estás aún en la cama?
--Porque me aburro: y tú, ¿qué traes?
--Mohina por no haber encontrado á Delgado en casa.
--¿Necesitas dinero?
--¿Cuándo no?
--Pues dos dias hace que estoy yo aquí discurriendo de dónde sacar dos
mil reales.
--¡Pero, hombre, tú, con ofrecer una obra al teatro! . .
--No tengo más que medio acto de un drama.
--Pues yo te ayudaré; y haciendo en tres dias tres actos cortos, yo
me encargo de sacarle á Delgado el precio del derecho de impresion,
y tú puedes tomar los de representacion de la compañía del Príncipe,
que verá el cielo abierto de tener en Junio un drama del autor del
_Trovador_.
Hice á Gutierrez oferta tal, sin pesar más que mi buen deseo, y
aceptóla él sin pensar en mi inexperiencia del arte dramático, ni la
distancia que entre él y yo mediaba. Convinimos en que él me escribiria
el plan de su obra y vendria á las cuatro á comer con mi familia, para
repartirnos el trabajo. Hízolo así Gutierrez; leyóme las dos primeras
escenas que tenia escritas: tocóme á mí escribir el acto segundo, y
nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves á las cuatro, á
examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos
escenas más, y leíle yo todo el acto segundo. Asombróle mi trabajo y
esclamó:--¡Demonio! ¿Cómo has hecho eso? --Pues poniéndome á trabajar
ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni
para almorzar.
Fuése picado, y concluyó su primer acto en aquella noche: el viernes
concluimos cada cual la mitad del tercero que le tocó: el sábado
lo copié yo, el domingo lo presentó él al teatro y cobró tres mil
reales, y el lunes cobré yo otros tres mil de Delgado. . . y no siguió
aburriéndose García Gutierrez, y envié yo á mi padre dos mensualidades,
y ganosos los actores de complacer al público, y éste de recompensarles
su buena voluntad, se representó y se aplaudió el drama _Juan Dándolo_;
en cuyo apellido esdrújulo veneciano cargamos nosotros el acento en su
segunda sílaba, por razones que no hay necesidad de aducir: y cátenme
ya autor dramático por gracia de García Gutierrez, que me aceptó en él
por su colaborador.
Mi innata é inconsciente audacia me arrastró á escribir inmediatamente
mi _Cada cual con su razon_, en cuya comedia atropellé la historia,
clavándole á Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y
armoniosa diccion de Bárbara Lamadrid, la intencionada representacion
de García Luna, el empeño de Lombía, el esmero de Alverá en ensayar
como profesor de esgrima el duelo á cuatro con espada y daga del primer
acto, el discreteo galan de algunas escenas, y mi insolente fortuna
sobre todo, hicieron parecer un éxito la benevolencia del público con
el atrevido mozalvete, autor de aquel afiligranado desatino.
«A mí que las vendo,» me dije: y á los dos meses presenté mis
_Aventuras de una noche_, comedia en la cual levanté un chichon
histórico á don Pedro de Peralta y otro al príncipe de Viana. Al
infantil enredo de esta mi segunda comedia dieron un alto relieve
la Bárbara y la Llorente: y á fin de año dí mi primera parte de _El
Zapatero y el Rey_, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una
conjuracion de muchachos de colegio, que no hay narices con que
admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el gérmen de un drama.
Desde aquella noche quedé, como un mal médico con título y facultades
para matar, por el dramaturgo más flamante de la romántica escuela,
capaz de asesinar y de volver locos en la escena á cuantos reyes
cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero así comencé
yo el primer año de mi carrera dramática, con asombro de la crítica,
atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los
espectros y asesinatos históricos, bautizados con el nombre de dramas
románticos.
Si entónces hubiera vuelto mi padre de la emigracion, y él con su
jubilacion de consejero de Castilla (que más tarde le concedió S. M.
la Reina doña Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubiéramos
cuidado de nuestro solar y de nuestras viñas, habríamos ambos vivido
en paz; habria él muerto tranquilo y sin deudas, y hubiérame yo
ahorrado tántos tumbos por el mar y tántos tropezones por la tierra,
acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician
una gloria que no es más que ruido y unas coronas de papel, bajo
cuyas hojas sin sávia vienen siempre millones de espinas, que bajan
atravesando el cerebro á clavarse en el corazon de los que en España
llegan á la celebridad literaria.
Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstinó en no acogerse á
amnistía alguna; mi infeliz madre siguió oculta por las montañas, no
queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lombía, al
hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreció un sueldo mensual
por no escribir para el del Príncipe, á donde volvieron Matilde y
Julian, y ajustó á Cárlos Latorre con la condicion de que estrenara mi
segunda parte de _El Zapatero y el Rey_, de la cual habia yo hablado,
como consecuencia del ensayo hecho en la primera.
Lombía, actor de ambicion, empresario activo y espíritu tan malicioso
como previsor, habiendo crecido en reputacion con la ayuda de las
obras de Breton y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no
desaprovechó la doble ocasion, que á la mano se le vino, de interesar
pecuniariamente en su empresa á Fagoaga, director entónces del
Banco, y de ajustar en su compañía á Cárlos Latorre; á quien Julian
Romea, su discípulo, habia desdeñado, dejándole sin ajuste en la
suya del Príncipe. Latorre era el único actor trágico heredero de
las tradiciones de Maiquez y educado en la buena escuela francesa de
Talma. Su padre habia sido alto empleado en Hacienda, intendente de una
provincia, en tiempos anteriores; y Cárlos, buen ginete, diestro en
las armas y de gallarda y aventajada estatura, habia sido paje del Rey
José, y adquirido en Francia una educacion y unos modales que le hacian
modelo sobre la escena. Grimaldi, el director más inteligente que
han tenido nuestros teatros, habia amoldado sus formas clásicas y su
mímica greco-francesa á las exigencias del teatro moderno, haciéndole
representar el capitan Buridan de _Margarita de Borgoña_ de una manera
tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo
teatro. Cárlos Latorre no era ya jóven, pero no era aún de desdeñar,
sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos
papeles, obligándole á concluir de perder sus resabios de amaneramiento
francés, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas
facultades.
Lombía se apresuró á ajustarle en su compañía del teatro de la Cruz,
en la renovacion de cuyo escenario y decoracion de cuya sala gastó
cerca de cuarenta mil duros; y agregándose al erudito y estudioso galan
Pedro Mate, á la Antera y á la Joaquina Baus, heredera ésta de los
papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermosísima dama de _Lo
cierto por lo dudoso_, y á las dos Lamadrid, Bárbara, ya acreditada,
y Teodora, esperanza justa del porvenir, juntó una numerosa aunque
algo heterogénea compañía, de la cual no supo sacar partido por
dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de
bastidores, dividiéndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de
la otra.
Pero es larga materia, y merece número aparte.
IX.
Hacia ya tres meses que habia abierto Lombía el teatro de la Cruz,
corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que
permitian poner en escena las obras que más aparato exigiesen; pero
como dueño de su caballo, se habia apeado por las orejas, y no habia
puesto más que obras, en las cuales como en _El Cardenal y el judío_,
se habian gastado muchos dineros á cambio de algunos silbidos y del
desden y la ausencia del público. Julian y Matilde con su compañía
marchaban miéntras viento en popa, llevándose con justicia su favor y
sus monedas al teatro del Príncipe. Lombía era un gracioso de buena
ley y un característico de primer órden en especiales papeles; era uno
de los actores más estudiosos y que más han hecho olvidar sus defectos
físicos con el estudio y la observacion. Su figura era un poco informe
por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonomía inmóvil, de poca
expresion; y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales
que, en lo gracioso y lo característico, le daban el sello especial del
talento, pues se veia que luchando consigo mismo de sí mismo triunfaba;
pero le hacian desmerecer en los papeles y con los trajes de galan,
cuya categoría tenia afan de asaltar, saliéndose de la suya, en la
cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos
de _El pelo de la dehesa_, en el Garabito de _La redoma encantada_ y
en el exclaustrado D. Gabriel de _Lo de arriba abajo_. En tal empeño,
y luchando desventajosamente con la competencia del Príncipe, llegó
Lombía en el teatro de la Cruz á las fiestas de Navidad, habiendo
agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del público.
Cárlos Latorre y la parte de la compañía que en su género sério le
secundaba, apenas habia trabajado en unos cuantos dramas viejos, de
los cuales estaba ya el público hastiado; y si la obra que en Navidad
se estrenara no sacaba á flote la nave de la Cruz del bajío en que
Lombía la habia hecho encallar, tenia las noventa y nueve contra
las ciento de naufragar ántes de Reyes. Todos los autores de alguna
reputacion estaban con Romea: excepto yo, que tenia señalados, pero no
los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el
Príncipe, y la obligacion de presentar un drama en Setiembre y otro
en Enero. El 21 de Setiembre habia presentado la _Segunda parte del
Zapatero y el Rey_: llegó, empero, el 23 de Diciembre, y se puso en
escena, con grandes esperanzas, una _Degollacion de los inocentes_,
arreglada del francés, y en la cual hacía Lombía el papel del _rey
Herodes_. Fagoaga habia consentido en suplir gastos y abonar sueldos
hasta la primera representacion de Noche-buena; pero los inocentes
fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya
degollina se presentó Lombía con el flotante manto y el tradicional
timbal de macarrones en la cabeza, con el que solian representar á
Herodes los pintores y escultores de imaginería de la Edad Media; y
el drama continuó arrastrándose penosamente hasta su final entre los
aplausos de los amigos de la empresa, á quienes nos interesaba su
porvenir, y la hilaridad del público de Noche-buena, que tomó en chunga
á Herodes y á sus niños descabezados.
Entónces recordó la empresa que yo habia cumplido mi contrato, y que
mi rey D. Pedro descansaba en el archivo, y preguntó si habria medio
de ponerle en escena con la rapidez que exigian las circunstancias, y
como tabla de salvacion del _Naufragio de la Medusa_, que habia tambien
naufragado ántes del degollador Tetrarca Hierosolimita.
El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mio, habia armado y pintado
en ratos perdidos, y con _palitos y tronchitos_, como se dice en
lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Noren,
Mate y la Teodora habian estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor
en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad á
que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey D. Pedro podia
presentarse al público con tres ensayos y el paso de papeles. Pero
habia la dificultad de que el papel del zapatero requeria un primer
actor, y Latorre y Mate se habian ya encargado de los del rey D.
los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi
reputacion de poeta legendario.
Mi tio, el prebendado á cuya casa me habia enviado mi padre, que
habia creido recibir en ella á un pajecillo que le ayudara á misa
y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se
escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo; á quien él confundia,
sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor,
expositor de Sagrada teología, de quien él suponia que los franceses
habrian encontrado algunos versos inéditos; tomó muy á mal mi amistad
con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro
Madrazo eran condiscípulos mios de colegio, y concluyó por escribir
á mi padre que yo no era más que un botarate, que más _iba para
pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de
piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y
cubiertas de telarañas.
No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y
al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid, bajo
la inspeccion de un procurador de aquella Chancillería, y la proteccion
del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo
despues de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho
peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde
habia nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella
Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones,
ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibia de
Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entónces emporio del arte, donde
brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la
redaccion de _El Artista_, el primer periódico literario é ilustrado de
España.
Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda
y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del
Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del
Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador á
quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo
escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazan
vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un
vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en
fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi
padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio,
ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista
mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen
ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres,
nos amamos de mozos, y aún somos amigos en la vejez: cuestion de los
tiempos y de los caractéres.
Enojóse mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador;
gané yo curso por favor del Sr. Tarancon, y díjome mi padre, al
enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: «tú tienes
traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de
bachiller á cláustro pleno, te pongo unas polainas y te envio á cavar
tus viñas de Torquemada. » Era mi padre muy hombre para hacer tal con
su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios sérios:
odiaba á Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in
utroque_ de todas las Universidades de España: adoraba en sueños
á García Gutierrez, á Hartzenbusch y á Espronceda; y ver una obra
mia impresa, y apretar la mano de amigo á estos ilustres poetas, me
parecia destino de más prez que el de llegar á ser un Floridablanca;
_el demonio_ de la poesía estaba ya posesionado de todo mi sér; y
con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anuncié
redondamente que así me graduaria yo á cláustro pleno aquel año, como
que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para
Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi
casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la
amargura y desesperacion en que iba á sumir á mi desterrada familia, en
un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mia y
que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle
de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.
Sirvióme mucho la equitacion que en el colegio me enseñaron, porque
la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno
dejarla volverse á la querencia de su establo, y entré sobre ella en
Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera
que para Madrid al amanecer salia, me desembanasté á los tres dias en
la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada
villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas,
ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi
desatinada locura.
Mi familia, no creyéndome capaz de la resolucion de abandonar para
siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las
provincias de Búrgos y de Palencia, donde suponia que me habria
guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista
italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que
me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo á mis
amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de
los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de
mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia á volver á mi hogar,
no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba
sus amistosas amonestaciones.
Entónces. . . . ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades; unas de las
que no quiero volver á acordarme, otras de las que jamás me olvidaré;
como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando
mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros, con artículos
arqueológicos escritos por Assas en francés, al _Museo de las familias_
de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que
contó con mi pluma en donde quiera que llegó á meter los puntos de la
suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de
locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces
escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales
dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de
hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion.
Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que
bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un
patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion,
caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas
losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando
mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana;
enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando
atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de
ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en
la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia
salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y
conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y
llevándome á un cuarto del núm. 30 y. . . tantos, trenzóme la melena,
coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta
de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion,
y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su
cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible
seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de seña
personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme
á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita
Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas
ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa
muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó. . . lo que pasa en las
revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de
diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de
Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un
cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras. . . y
así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres
al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente
carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido
amigo.
IV.
Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más
difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que
hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas.
Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos
pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender;
pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos
pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra,
que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de
_El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran
pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos.
Mas como quiera que ya es tarde para volverme atrás, voy á pasar á la
carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; é imponiéndome
esta tarea como una penitencia pública, seré claro y sincero en mi
narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben á lo ménos lealtad
y modestia: probando que en la altura á que me ha elevado el favor
público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací, ni el
polvo de que aquel me levantó.
Sigo, pues, adelante con mis recuerdos.
Habíase venido á Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo
Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pasé la noche que en
Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y único confidente
de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en éste dos afanes y dos
esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian:
mi primer amor á una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor
á mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de
laureles. Soñaba yo con una fama y una gloria táles, que obligaran
á aquella mujer y á mi padre á tenderme sus brazos á un tiempo,
asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombradía. ¿Quién no
delira á los diez y nueve años?
Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy
pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre
cestero, las mañanas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias
en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche
vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas
que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra
desconocida.
Y aconteció que entre las personas con quienes un dia tropezamos en
la Biblioteca, acertó á ser una la de un italiano al servicio del
infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano
Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que
con su canto y alegre carácter amenizaban: el Joaquin y el Federico
poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro.
Abordónos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos dió
de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al anochecer
del dia anterior. Dejónos estupefactos semejante noticia, y asombróle
á él que ignorásemos lo que todo Madrid sabia, é invitónos á ir con
él á ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago.
Aceptamos y fuimos. Massard conocia á todo el mundo y tenia entrada en
todas partes. Bajamos á la bóveda, contemplamos al muerto, á quien yo
veia por primera vez, á todo nuestro despacio, admirándonos la casi
imperceptible huella que habia dejado junto á su oreja derecha la bala
que le dió muerte; cortóle Alvarez un mechon de cabellos y volvímonos á
la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la
vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.
Aquí tengo que advertir á V. , mi querido Velarde, que no volvíamos
á la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sinó porque siendo el
hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco
agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada
y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como
hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo
que generosamente á los suyos lo franqueara.
A nuestra vuelta halléme allí con un condiscípulo del colegio, quien
enterado de mi posicion, me dió una carta para su hermano D. Antonio
María Segovia, propietario y director de _El Mundo_; uno de los
periódicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de
ingenio y de oportunísima vis cómica. En aquella carta pedia para mí
á su hermano, mi condiscípulo, la plaza de un empleado que acababa de
despedirse, diciéndole quién yo era, la educacion que habia recibido, y
lo útil que yo podia ser, atendida la módica retribucion del empleo que
para mí solicitaba. Mi ambicion era llegar á ser periodista, llegar
á firmar el folletin de un periódico que llegase á manos de mi padre:
tomé, pues, la carta de mi condiscípulo, y metiéndola en la cartera del
capitan Antonio Madera (otro condiscípulo nuestro), la cual no sé ya
por qué llevaba yo en el bolsillo, creí meter en ella mi fortuna.
Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo
al salir:
--Sé por Pedro Madrazo que V. hace versos.
--Sí, señor, le respondí.
--¿Querria V. hacer unos á Larra? repuso entablando su cuestion sin
rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haria insertar en un
periódico, y tal vez pudieran valer algo. » Ocurrióme á mí lo poco que
me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos á
un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije á Massard que
yo haria los versos, pero que él los firmaria. Avínose él, y convíneme
yo; prometíselos para la mañana siguiente á las doce en la Biblioteca;
y despidiéndonos á sus puertas, echó Massard hácia la plazuela del
Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo á
vagar como de costumbre. Pensé yo al anochecer en los prometidos versos
y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su
mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades.
No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, metíme yo en mi
mechinal, con una vela que á propósito habia comprado.
En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero
habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la
cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un
mimbre como lo hacen los árabes de un carrizo y tomando por tinta el
tinte azul en que los mimbres se teñian. . . . .
Hé aquí, Sr. Velarde, cómo se hicieron aquellos versos, cuya copia
trasladé á un papel en casa de Miguel Alvarez á la mañana siguiente, y
partí á entregar mi carta al director de _El Mundo_.
Salió á recibirme á una antecámara: presentéle la carta, y miéntras
la leia, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato,
cuya puerta habia dejado él abierta. Parecióme á mí la de un paraiso:
una mujer pequeña y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una
cabellera como los arcángeles de Guido Reni y con dos ojos límpidos y
serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble á que
su marido concluyera con el importuno que habia venido á separarle de
ella. Cuando aquel me dijo, con los más atentos modales, que sentia
no necesitarme porque acababa de dar á otro la plaza que su hermano
le pedia, me marché cabizbajo y cariacontecido, pero convencido
perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia
necesitar de mí ni de nadie, y dí conmigo en la Biblioteca. No estaba
ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que
me decia: «¿Puede V. traerme los versos á casa, á las tres? Comerá V.
con nosotros. »
A los tres cuartos para las tres eché hácia la plaza del Cordon; los
Massard habian comido á las dos: la hora del entierro, que era la de
las cinco, se habia adelantado á la de las cuatro. Los Massard me
dieron café; Joaquin recogió mis versos y salimos para Santiago. La
iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores
de Madrid, ménos Espronceda que estaba enfermo. Massard me presentó
á García Gutierrez, que me dió la mano y me recibió como se recibe
en tales casos á los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las
mias, embelesado ante el autor de _El Trovador_, y creo que iba á
arrodillarme para adorarle, miéntras él miraba con asombro mi larga
melena y el más largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi pálida y
exígua personalidad.
El repentino y general movimiento de la gente nos separó, avanzó el
féretro hácia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquin
Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables
enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al
cementerio de la Puerta de Fuencarral.
Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos
aquel aciago en que me habian negado una plaza en _El Mundo_, habia
llegado tarde á la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, á enterrar
á un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la
trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, García Gutierrez
y Hartzembusch. Parecíame que con aquel muerto iba á enterrarse mi
esperanza, y que nunca iba yo á tener un papel en que enviar impresos
mis delirios á la mujer á quien habia pedido un año de plazo para
pasar de crisálida á mariposa, ni mis versos laureados al padre á
quien con ellos habia esperado glorificar. Así, el más triste de los
que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un _sur
tout_ de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalon de Fernando de la
Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata
de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo
quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos,
mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.
Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas
como si para mí hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas,
no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto
zaquizamí de mi hospitalario cestero.
Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y á la vista el
cadáver; y como se trataba del primer suicida, á quien la revolucion
abria las puertas del campo santo, tratábase de dar á la ceremonia
fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento
láico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia
á desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era
el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada,
levantó el primero la voz en pró del narrador ameno del Doncel de D.
Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista
correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. El concurso
inmenso que llenaba el cementerio quedó profundamente conmovido con
las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario
ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él
á representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y
dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de
las Navas, á Pepe Diaz. . . . . no sé. . . . . pero era cuestion de prolongar
y dar importancia al acto, que no fué breve. Ibase ya, por fin, á
cerrar la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquin Massard, que
siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasion, no
atreviéndose, sin embargo, á leer mis escritos con su acento italiano,
metióse entre los que presidian la ceremonia, advirtióles de que aún
habia otros versos que leer, y como me habia llevado por delante,
hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos
la desde entónces famosa cartera del capitan, y halléme yo repentina á
inconscientemente á la vera del muerto, y cara á cara con los vivos.
El silencio era absoluto: el público, el más á propósito y el mejor
preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo entónces
una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca
oida de recitar, y rompí á leer. . . . . pero segun iba leyendo aquellos
mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los
que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les
causaba. Imaginéme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel
auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y
excepcional, para que ántes del año realizase yo mis dos irrealizables
delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de
mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y ví el
porvenir luminoso y el cielo abierto. . . . . y se me embargó la voz y se
arrasaron mis ojos en lágrimas. . . . . y Roca de Togores, junto á quien me
hallaba, concluyó de leer mis versos; y miéntras él leia. . . . . ¡ay de
mí! perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo
ya no los veia; miéntras mi pañuelo cubria mis ojos, mi espíritu habia
ido á llamar á las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban
mis perseguidos padres, y á los cristales de la ventana de una blanca
alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la
que ya me habia vendido.
¡Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! ¡Desventurado aquel cuyo
primer delito es una rebelion contra la autoridad paterna! Al primero
le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la
conciencia.
Cuando volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos,
el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y
la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran
dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido
en Madrid como mi padre.
Pero, ¿sabe V. , mi buen Velarde, quién era entónces, lo que valia y
cómo y por quién llegó á ser famoso su agradecido amigo?
V.
La importuna pregunta con que concluí mi artículo-carta del lunes 20 de
Octubre, me obliga á dirigirle á usted esta, mi estimado Sr. Velarde.
Tal vez enoja á V. ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que
no puede aquí, á mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente
que se empeña en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule
usted tal impertinencia, porque tiene sólo por móvil mi gratitud á V.
por su artículo del lunes 29 de Setiembre, con el cual motivó V. la
publicacion de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira
naturalmente hácia adelante; al mirar yo hácia atrás, porque pertenezco
al tiempo viejo, al relatar á V. lo que en él fuí, tenga V. presente
que no pretendo servirle á V. de ejemplo, sino de escarmiento; puesto
que viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda á V. un muy
elevado lugar en la república de las letras, quisiera yo por la mucha
estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como á mí
las mias, pero que le fueran de más utilidad y provecho. Por eso no más
voy á decir á V. lo más sucintamente posible quién era, lo que valia
y cómo y por quién llegué yo á ser tan famoso en aquel viejo tiempo,
cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con
hastío ó impaciencia de V. y de los suscritores de _El Imparcial_.
No teman estos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas
con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida.
A mí, que no he ocupado jamás ningun cargo público, que no he sido
ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de corporacion ni
academia alguna, jamás me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido,
ni ménos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezon de
bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de mí mismo,
para que no me olviden mis contemporáneos, ni se den los venideros de
calabazadas por mis estupendas fechorías. Para que mis contemporáneos
no me olviden, basta ese bravucon inocente y desvergonzado perdonavidas
llamado _D. Juan Tenorio_, que está encargado contra mi voluntad y por
la del pueblo español, de no dejarme olvidar en España; y con decir de
este drama mio y del _Zapatero y el Rey_ cómo y por qué fueron escritos
y cómo y por quién fueron y son hoy representados, pienso dar fin á
estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de
algunos, y desengaño de muchos, será tambien con honrado cumplimiento
del deber mio y descargo de mi conciencia.
Continúo, pues, mi relato, tomándolo en el mismo cementerio de
Fuencarral, donde lo dejé.
Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que
me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado
en mi gran _surtout_ de Jacinto Salas y circundado por mi flotante
melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de
atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos,
diciéndome: «Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle
á dos personas que desean conocerle. » Seguíle, y sacándome de aquella
confusion, me hizo subir á una cómoda y elegante carretela, cuyos dos
asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos
individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podia yo ver ya bien, porque
ya era casi de noche. Saludáronme y correspondiles; colocáronme en
el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró
el lacayo la portezuela, y á la voz del de mi izquierda, que dijo:
«Calle de la Reina,» salieron á un resueltísimo trote las dos poderosas
yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas
arrastradas, la mejor es la del coche,» y aquella carretela inglesa
estaba maestramente montada sobre sus muelles. Hablábanme dos, de los
tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo
que hablamos, y sin saber entónces con quiénes, en la semi-oscuridad
crepuscular.
La direccion dada á la calle de la Reina era á la fonda de Genyes, que
era entónces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis
nuevos amigos moraban ó comian en ella habitualmente, puesto que el
nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus
yeguas á la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una
mesa con tres cubiertos; añadieron el cuarto para mí; desembarazáronse
ellos de sus abrigos exteriores, quedándome yo con el mio por razones
que no son del caso; sentámonos á la mesa y presentóme mi presentador á
mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado á Madrid hacia
pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta años,
de amenísima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado
mucho, de cuyo nombre no me he podido volver á acordar, á quien no he
vuelto á ver más, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar á
mi resuelto y aguileño presentador: que era ni más ni ménos que Luis
Gonzalez Brabo, ántes de ser diputado, embajador y ministro. Desde
aquella tarde fué para mí Luis, como yo para él fuí Pepe; la suya fué
la primera mano en que me apoyé para poner mi pié derecho en el primer
escalon del efímero alcázar de mi fama: y desde entónces no he tenido
un más bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por entónces más que
_tijera_ en no recuerdo qué periódico; pero segun fué ascendiendo por
la escala de la fortuna, se volvió á mí desde cada peldaño que subia,
á tenderme aquella misma mano con que me sacó del cementerio; pero
mi objetivo, como hoy se dice, no era la política, y con tanta pena
suya como desden mio, le dejé subir solo. Ignoro lo que fué Luis Brabo
social ó políticamente considerado, porque he vivido veinte años fuera
de España y once en América, sin correspondencia con Europa; cuando
volví á Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian
que tenia la nacion en sus manos; pero para mí fué el mismo Luis Brabo,
que me la tendió como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.
Aquí dirá V. , mi querido poeta Velarde: ¿cómo el primero? ¿Pues y
los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando
de la Vera, sus condiscípulos de Universidad y del Seminario? ¿Y
Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V.
los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la
nombradía? --Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran
los amigos de mi niñez: los del estudiante y del condiscípulo; los
amigos cariñosos, casi los hermanos, del mancebo que iba á ser hombre;
la casualidad llevó á Massard á la biblioteca y me puso al lado de Roca
de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo buscó el primero al poeta
y no abandonó jamás al amigo. La primera obligacion del narrador es
ser verídico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre
noble ser agradecido. Desde la fonda me llevó Luis Brabo, orgulloso
de llevarme, al café del Príncipe, donde hallé á Breton, á Ventura, á
Gil y Zárate, á García Gutierrez, que me reconoció y con quien trabé
pronto amistad; al buen Hartzenbusch, á quien quise desde aquella noche
como á un hermano mayor, y que fué parte y testigo de sucesos íntimos
y posteriores de mi vida, y en fin, á la mayor parte de los que por
entónces figuraban en las letras y en las artes.
No sé quién me llevó á las diez á casa de Donoso Cortés, que aún no
era el marqués de Valdegamas: allí encontré á Nicomedes Pastor Diaz y
á D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto
Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su periódico _El
Porvenir_. --Preguntáronme mil cosas: examináronme, sin que de ello
me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron
lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no
cumplí veinte años hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra:
estaba animado por el éxito de aquella tarde y por los plácemes y
aplausos que acababa de recibir en el café del Príncipe; recitéles mi
destartalada composicion «A Venecia», el romancillo de unos Gomeles
que corrian por la vega de Granada, y unas redondillas á una dueña de
negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis
admiradores, pero en Dios y en mi ánima creo que no sabia yo entónces
lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le teñí.
Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se
fascinaron con las circunstancias fantásticas de mi aparicion, y con
la excentricidad de mi nuevo género de poesía y de mi nueva manera
de leer, y me ofrecieron el folletin de _El Porvenir_ con 600 reales
mensuales; único sueldo que en este periódico se debia de pagar,
porque iban á escribirle sin interés de lucro, en pró de su política
comunion. --Diéronme á traducir para el periódico uno de los infantiles
cuentos de Hoffmann, y á las doce me llevó Pastor Diaz consigo á su
casa. --Pastor Diaz, cuya alma de niño simpatizó con la ignara candidez
de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la
de su muerte, me tuvo el más fraternal cariño.
No era ya aquella la de volver á recogerme á la bohardilla del cestero,
y. . . á pesar del frio, vagué por las calles hasta el nuevo dia,
abrigado interiormente con el champagne y el café de mi generoso y
desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las
ilusiones de mis aún no cumplidos veinte años.
No recuerdo ya donde me amaneció; pero á las ocho estaba ya á la
cabecera de la cama de Alvarez, contándole mis venturas del dia
anterior; de las cuales nada sabia, no habiéndole yo podido buscar
desde que hacia veinte horas me habia separado de él, para ir á llevar
mi carta á _El Mundo_ y mis versos á Massard. --Asombróle primero
lo sucedido; alegróle despues; lloramos, reimos, ayudéle á vestir,
y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de
Fenimore Cooper al rededor del postre de la guerra; la patrona creyó
que nos habia caido la lotería.
Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos á la calle y comenzamos
á dar fin á los pocos duros que le quedaban á Alvarez; declarámonos los
dos modernos Pílades y Orestes; presentéle yo á cuantos me presentaron;
presentóme él á la que despues fué mi mujer, y cuando llegaron á
nuestras manos mis primeros treinta duros de «El Porvenir», de Donoso,
nos creimos dueños del Universo.
VI.
Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la
explicacion de mis preguntas finales en el artículo del lunes último,
voy adelante con mis desatinos personales. Escribí muchos en _El
Porvenir_: á Cervantes y á Calderon, cuantos pudieron ocurrírseme, y
á la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y
la luna su pupila; escribí, en fin, los suficientes para impacientar á
cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras;
pero Nicomedes y Donoso seguian sosteniéndome y animándome, y yo seguí
asombrando al público con la multitud de mis poéticos engendros.
Una noche me encontré al volver á mi casa de pupilaje, una carta
de D. José García Villalta que decia: «Muy señor mio: he tomado la
direccion de _El Español_, periódico cuyas columnas surtía Larra con
sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta,
entiendo que éste debe de suceder á aquel en la redaccion de _El
Español_. Sírvase V. , pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina,
esquina á la de las Torres, para acordar las bases de un contrato.
Suyo, afectísimo, _J. G. de Villalta_. »
Era este el autor de _El golpe en vago_, la novela mejor escrita de
las de la coleccion primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho
desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre
acrecentaron mi respeto y mi estimacion hácia el escritor. Villalta
era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon
humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente
colocada sobre sus hombros; de una fisonomía atractiva y simpática,
con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual
y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he
podido nunca esplicarme el por qué su busto abultado de contornos me
recordaba el olímpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador
en su viaje á Grecia: el Neron que ponia fuego á dos viejos barrios
de Roma para obligar al municipio republicano á construir otro nuevo,
tan suntuoso como la mansion palatina que él junto á lo incendiado
habitaba. Yo tengo á Neron por un emperador muy calumniado; y desde
que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo
que quemó, para que se construyera lo que se construyó; y á este Neron
que yo me figuro, es el Neron á quien me figuraba yo que se parecia
Villalta.
El hecho es que Villalta era todo un hombre: sóbrio y diligente, pero
gracioso y amabilísimo; como andaluz de la buena raza, su trato era
fascinador; y en cinco minutos hizo de mí lo que le convino en nuestra
primera entrevista; el cuarto en que esta pasó influyó sin duda en mi
aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no
tenia Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de
academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa
de despacho cargada de papeles estaba entre él y yo, y por una puerta
entreabierta se veia en el inmediato aposento el baño del que acababa
de salir.
Vió Villalta que no era yo hombre de abandonar á Donoso y á Pastor
Diaz, sin una grave razon, y me dió una carta para ellos, en la que
les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le
daba. _El Porvenir_ tenia apenas suscricion, y _El Español_ la tenia
numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar á mis versos la más
lata publicidad, etc.
Ofrecíame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que entónces
creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poesías
del número de los domingos, que era una revista de mayor tamaño; la
colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una
larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por él en
persona. Espronceda era el ídolo de mis creencias literarias. Donoso y
Pastor Diaz me autorizaron abrazándome para abandonarles, y me pasé al
campo de Villalta sin traicion ni villanía.
Continué en él publicando centenares de versos, entre los cuales habia
algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no
parar mientes en mis infinitos y excéntricos disparates. Es verdad
que contribuian á darlos boga las lecturas que de ellos hacia en
los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa,
quienes, ausentes de Madrid á la sazon, se los habian cedido á aquella
sociedad literaria y artística. Era el Liceo. . . Pero ya ha dicho lo
que era en _La Ilustracion_ el ameno _Curioso parlante_ D. Ramon de
Mesonero Romanos; y ante él arría bandera quien en su juventud supo
aprovecharse de su picante y donosa crítica, y hoy se complace en
hallar una ocasion de darle una prueba pública de consideracion y
respeto. Allí, en el Liceo, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré
fama de gran lector; allí ayudé á subir á la tribuna y entrar en la
palestra literaria á Rodriguez Rubí, con su precioso romance de la
venta del jaco; allí coroné una noche á Carolina Conrado y presenté una
mañana á Gertrudis Avellaneda; allí. . . pero lo que sucedió allí lo sabe
todo el mundo, y lo que no sepa se lo dirá mejor que yo el _Curioso
Parlante_.
Ya se lo ha dicho en _La Ilustracion_ del 22 de Octubre: «de allí
salieron los que allí figuraron despues como ministros, embajadores,
consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos
bandos y épocas, segun la marcha de los sucesos: y sólo Zorrilla y
el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su
nombre exclusivamente literario, sin aspirar á su engrandecimiento por
otros caminos; con la circunstancia en pró de Zorrilla de que á mí
sólo me faltaba la ambicion, y á Zorrilla le faltaban la ambicion y la
fortuna. » Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga
como yo le agradezco que lo haya dicho.
Lo que no dice y le voy á decir yo á V. , mi querido Velarde, es cómo
éste á quien llama ilustre, corriendo quijotescamente trás de ideales
fantásticos, no era en la vida social ni en la literaria más que un
tonto y un ingrato.
VII.
Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V. , mi
querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron ménos
de ser en su lugar publicados: atañendo ambas á asuntos tan perentorios
y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso
beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de mí me propuse
dar á V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto
de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de mí me resta que
decirle.
[1] Estas dos composiciones van en el apéndice de esta obra.
Una tarde me dijo Villalta: «esta noche iremos á casa de Espronceda,
que ya desea ver á V. » Figúrese usted que un creyente hubiera enviado
por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado:
«venga V. esta noche por la absolucion ó la penitencia» esta fué mi
situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunció
tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verificó. Yo
creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel oráculo divino á quien yo
iba á consultar desaprobaba mis versos, si aquel ídolo á cuyos piés
iba yo á postrarme desdeñaba mi homenaje, no tenia más remedio que irme
á buscar á mi padre á la corte de Oñate, y suplicarle contrito que me
matriculase en la Universidad de Vergara.
Villalta leyó sonriendo en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior,
y me condujo en silencio á la calle de San Miguel, núm. 4. Espronceda
estaba ya convaleciente, pero aún tenia que acostarse al anochecer.
Introdújome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente «aquí tiene
V. á Zorrilla», me empujó paternalmente hácia el lecho en que estaba
incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sentí
brotar las lágrimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello,
sus labios en mi frente, y su voz que decia á Villalta, «es un niño».
Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema:
Villalta se despidió y nos dejó solos; de la conversacion que siguió. . .
no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tuteábamos Espronceda y
yo, como si hiciera veinte años que nos conociéramos; pero la luz que
estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia
yo todavía visto á Espronceda; «no te veo», le dije; «pues trae la
luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera
vez, como á la primera querida que me hubiera dado un beso á oscuras.
La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara,
pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra,
riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza
y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas pequeñas y finas, cuyos
lóbulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas
y rectas, doselaban sus ojos límpidos é inquietos, resguardados como
los del leon por riquísimas pestañas: el perfil de su nariz no era muy
correcto, y su boca desdeñosa, cuyo labio inferior era algo aborbonado,
estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida á la barba,
que se rizaba por ambos lados de la mandíbula inferior. Su frente
era espaciosa y sin más rayas que la que de arriba abajo marcaba el
fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y
frecuente, no rompia jamás en descompuesta carcajada. Su cuello era
vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A mí me pareció
una encarnacion de Píndaro en Atinoo: de tal modo me fascinó su belleza
varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poesía.
Espronceda sabia más que la mayor parte de los que despues de él hemos
alcanzado reputacion: discípulo de Lista como Ventura de la Vega y
Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la
poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion
del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el
infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.
Espronceda era leal, generoso y bueno: la política y los amigos
le dieron un carácter y una reputacion ficticia, que jamás le
pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado despues de su
muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en
producir.
A la tercera visita que le hice de dia, me cansé de la sociedad de sus
amigos: no porque su conversacion me espantara, sinó por que no la
comprendia; vivia yo dado á mi trabajo, y no conocia á nadie de los ni
de las de quiénes allí se hablaba. Una noche entré en su alcoba despues
de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutricion
teníanle á él desvelado, y á mí con pocas ganas de recogerme temprano
la estrechez de mi pupilaje.
--Vengo á esta hora--le dije--porque es en la que no tienes amigos en
tu casa.
--¿No te gustan mis amigos?
--No.
--Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas
horas, que son para mí las más insoportables; ¡tardo tánto en conciliar
el sueño! . .
Hacia poco que le habia abandonado Teresa: yo ni la conocia, ni aun
tenia por entónces conocimiento de que existiese: yo no conocia de la
vida de Espronceda más que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no
conocia del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veia más
que en el lecho donde le retenia su enfermedad.
Seguí pues yendo á visitarle despues de media noche.
Y de aquellas conversaciones á solas con Espronceda sí que podria yo
hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leidos hasta cuarenta
años despues de escritos.
Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras
diversas costumbres, áunque no las entibiaron, hicieron ménos
frecuentes nuestras relaciones. Yo deserté el primero del cafetin
del teatro del Príncipe, en donde nos juntábamos, y me pasé al de
Sólito, con los Gil y Zárate, G. Gutierrez y otros, á quienes comenzó
á importunar el elemento militar y político que se incrustó allí en el
literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda
no se atrevió á hablarme más que una vez, comprendió que el niño era
ya hombre; y habiendo ya escrito _El Cristo de la Vega_ y _Margarita
la Tornera_, estimó al hombre como un hermano y al poeta como ingenio
privilegiado que él era, y que no tenia nada que envidiar al mozo
atrevido que osaba trepar á tientas al Parnaso.
Encerréme yo en mi casa y seguí produciendo libros: García Gutierrez me
dió la mano para presentarme en la escena, ó más bien me sacó á ella en
brazos, en un drama que escribimos juntos, y comencé la vida aislada
y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba
mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan
revueltos no era inútil estudio, y los paseos á caballo por fuera de
puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales
escribí once tomos de versos, de los cuales no he sabido jamás cuatro
de memoria.
El Liceo concluyó entre tanto, saliendo sus sócios más notables para
las embajadas, los ministerios y los destinos más importantes de la
nacion: Mesonero Romanos se fué á su casa, cargado de memorias, y yo á
la mia de coronas de papel recogidas en una funcion de obsequio que se
me dió, y con un álbum en cuya primera hoja escribió S. M. la Reina D. ª
Isabel. Tal fué el fin y el fruto que yo saqué del Liceo.
Salustiano Olózaga, á quien habia hecho emigrar mi padre cuando era
superintendente general de policía, y que fué uno de mis mejores
amigos, me ofreció la entrega de mis bienes paternos, que habian sido
secuestrados; pero yo rehusé incautarme de ellos, creyendo que «pues
habia abandonado mi casa, habia renunciado á mis derechos de hijo. . . »
Olózaga vió que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvió de
su emigracion, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo
de ver las cosas y mi caballeresco desprendimiento no fué apreciado
por nadie: mi padre me dijo que habia hecho mal en no aprovechar mi
favor en el partido liberal, sacrificio que yo creia muy agradable á
su intransigencia realista; mi extrañamiento de la sociedad y mi vida
oscura de diario trabajo, no me procuró más amigos que el público;
y como todos no son nadie, no tuve más amigo que mi trabajo; y como
corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones
sociales, yo gané mucha fama con dos ó tres afortunadas obras, y llegué
á la vejez como la cigarra de la fábula. Pero en mis famosas obras se
revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento
de todo sentido práctico, y jamás apoyado en principio alguno fijo.
Yo debia mi fama á mis inspiraciones románticas de Toledo.
Aquella gótica catedral, cuyas esculturas se habian levantado de sus
sepulcros para venir á cruzar por mis romances y mis quintillas;
aquel órgano y aquellas campanas que en ellos habian sonado; aquellos
rosetones, capiteles y doseletes; aquellos cláustros católicos,
aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas judías, aquel rio
y aquellos puentes y aquellos alcázares que habian dado á mis
_repiqueteados_ y desiguales versos la vistosa apariencia de sus
festonadas labores de imaginería y de crestería, no me habian merecido
más que el desprecio de su antigüedad y la mofa de su perdida grandeza;
y aquel pueblo, á cuyas costumbres, á cuyas tradiciones y á cuyas
consejas debia yo todo el valor de mi poesía lírica y legendaria, no me
mereció más que el epíteto de _imbécil_, en aquella estrofa, padron de
mi infamia:
Hoy sólo tiene el gigantesco nombre,
parodia con que cubre su vergüenza:
parodia vil en que adivina el hombre
lo que Toledo la opulenta fué.
Tiene un templo sumido en una hondura,
dos puentes y entre ruinas y blasones
un alcázar sentado en una altura
y _un pueblo imbécil_ que vegeta al pié.
¿Concibe V. poeta más necio y más ingrato, mi querido Velarde? ¿Por
qué llamé yo _imbécil_ al pueblo de Toledo? ¿Por que era religioso y
legendario, y pretendia yo echármelas de incrédulo y de volteriano?
Pues entónces, ¿por qué seguia buscando fama y favor con mi poema de
_María_ y con el carácter religioso y creyente de todas mis obras?
Porque el imbécil era yo: y gracias á Dios que me ha dado tiempo,
juicio y valor civil para reconocer y confesar públicamente en mi vejez
mi juvenil imbecilidad.
En cuanto á mi ingratitud. . . por más que me avergüence y me humille
tal confesion, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fué el
orígen de mis versos leidos en el cementerio. Su cadáver llevó allí
aquel público, dispuesto á ver en mí un génio salido del otro mundo
á éste por el hoyo de su sepultura; sin las extrañas circunstancias
de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la
oscuridad, y tal vez muerto en la más abyecta miseria; y apenas me ví
famoso, me descolgué diciendo un dia:
Nací como una planta corrompida
al borde de la tumba de un malvado, etc.
Hé aquí un insensato que insulta á un muerto, á quien debe la vida;
que intenta deshonrar la memoria del muerto á quien debe el vivir
honrado y aplaudido. ¿Concibe V. , Sr. Velarde, un ente más ingrato
ni más imbécil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y
supersticion, ejemplar inconcebible de progresista retrógrado, que
ignoraba, por lo visto, hasta la acepcion de las palabras que escribia.
Han transcurrido treinta y nueve años: nadie ha venido jamás á pedirme
cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tardía,
ocasion que á la pluma se me viene, para dar á quien corresponde una
satisfaccion espontánea y jamás por nadie exigida; quiero decir: á los
toledanos de hoy y á los hijos de Larra.
Y en estas últimas líneas, con las que con V. corto mi correspondencia,
fundo yo más vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle V. más
motivo de estimacion que en los cuarenta tomos de versos que lleva
escritos el autor de _D. Juan Tenorio_.
VIII.
Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre áscuas.
Mis memorias son demasiado personales para inspirar interés, y
demasiado íntimas para ser reveladas en vida: temo además que parezcan
comezon de hablar de mí mismo, cuando siento un profundísimo anhelo y
tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria
á vivir en el olvido
y á morir en paz con Dios.
Corramos, pues, cuatro años en cuatro líneas. Habíame hecho conocer
como poeta lírico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me
compraba mis versos coleccionados en tomos, despues de haber sido
publicados en _El Español_ y en otros periódicos; pero terminada la
guerra carlista con el convenio de Vergara, emigró mi padre á Francia y
era forzoso procurarle recursos. Acudí á mi editor D. Manuel Delgado,
quien á vueltas de larguísimas é inútiles conversaciones no me dejaba
salir de su casa sin darme lo que le pedia; es decir, jamás me lo
dió en su casa, sinó que me lo envió siempre á la mia á la mañana
siguiente del dia en que se lo pedí: parecia que necesitaba algunas
horas para despedirse del dinero, ó que no queria dejarme ver que
lo tenia en su casa, ó que no era dueño de emplearle sin consulta
ó permiso prévio de incógnitos asociados. Como quiera que fuere,
comenzó á pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte á mi
padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como
de tiempo, continué produciendo tántas líneas diarias cuantos reales
necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las vanalidades que
en ellas decia. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y
andar en la procesion, suprimí las amistades del café y las visitas de
cumplimiento; y encerrándome en mi casa cerré su puerta á los ociosos
y á los gorristas; quedándome reducido á la cariñosa amistad de Pastor
Diaz, á la proteccion incondicional de Donoso Cortés, y á la sociedad
de G. Gutierrez, á quien quise y quiero como á un hermano mayor, y á la
de Fernando de la Vera, el corazon más leal y más constante de cuantos
me han acordado su afecto y pasado cariñosamente por las desigualdades
de mi carácter.
Años hemos pasado juntos y años sin vernos ni escribirnos; al volvernos
á encontrar, Gutierrez desplega la misma sonrisa semi-séria con que
nos despedimos hace treinta años, y Fernando de la Vera, de prodigiosa
memoria, toma la conversacion donde la dejamos hace veinte. Yo admiro
y saboreo aún los versos de G. Gutierrez, aunque ya él no me los
lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin
haber tenido jamás necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habian
desaparecido de Madrid; y cuando yo leia mis versos en las sesiones
del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer
por detrás de algun tapiz la severa figura del viejo duque, que me
perdonaba las muchachadas que le enojaron, ó la pálida hermosura de
la duquesa, que tengo aún en las pupilas como la imágen de la duquesa
de quien habla Cervantes, ó la faz, en fin, semi-burlona del actual
duque, que venia á decirme: «Mira cómo te regocijas en mi casa, como
si estuvieras en la tuya. » Los Madrazos se habian dividido en muchas
familias, y Espronceda entre sus ruidosos amigos me llamaba el viejo de
veinticuatro años.
Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La
casualidad, que es la providencia de los españoles, y la debilidad
de García Gutierrez para conmigo, me abrieron campo más ancho,
franqueándome la escena, cuando más necesitaba variar y acrecentar mis
medios de accion y de subsistencia.
No recuerdo por qué ni cómo, porque aún no conocia el teatro por
dentro, habia quedado Madrid aquel verano sin compañía dramática
alguna, ni por qué ni cómo andaban por las provincias Matilde, los
Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era
que desde fines de Mayo actuaba en el del Príncipe una sociedad
improvisada, bajo un programa tan modesto que no anunciaba más
pretensiones que la de no dejar al público de Madrid sin ningun
espectáculo. Componíanla García Luna, Juan Lombía, Pedro Lopez, Alverá,
Bárbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa,
Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la Bárbara eran ya
actores de reputacion; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas
compañías de Grimaldi: Breton no habia aún escrito para Lombía _El
pelo de la dehesa_, y no habia tenido aún tiempo Teodora de abordar los
grandes papeles. Una mañana de Junio, miércoles ántes de un _Corpus
Christi_, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado,
á quien no habia podido ver; acordéme de que hacia más de un mes que
no veia á G. Gutierrez, que habitaba en un piso principal de los
soportales, y me ocurrió verle y ver si él me procuraba el dinero que
de Delgado no habia obtenido. Colocaban los operarios del municipio
el toldo para la procesion del dia siguiente; y como yo anduviese por
entónces muy dado á la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que
me habia roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta
la calle, aseguradas en el balcon de G. Gutierrez, trepé á su aposento
por tan inusitado camino, encontrándole todavía acostado, á pesar de
ser cerca de medio dia. Nuestra conversacion no fué muy larga.
--¿Qué tienes? ¿Por qué estás aún en la cama?
--Porque me aburro: y tú, ¿qué traes?
--Mohina por no haber encontrado á Delgado en casa.
--¿Necesitas dinero?
--¿Cuándo no?
--Pues dos dias hace que estoy yo aquí discurriendo de dónde sacar dos
mil reales.
--¡Pero, hombre, tú, con ofrecer una obra al teatro! . .
--No tengo más que medio acto de un drama.
--Pues yo te ayudaré; y haciendo en tres dias tres actos cortos, yo
me encargo de sacarle á Delgado el precio del derecho de impresion,
y tú puedes tomar los de representacion de la compañía del Príncipe,
que verá el cielo abierto de tener en Junio un drama del autor del
_Trovador_.
Hice á Gutierrez oferta tal, sin pesar más que mi buen deseo, y
aceptóla él sin pensar en mi inexperiencia del arte dramático, ni la
distancia que entre él y yo mediaba. Convinimos en que él me escribiria
el plan de su obra y vendria á las cuatro á comer con mi familia, para
repartirnos el trabajo. Hízolo así Gutierrez; leyóme las dos primeras
escenas que tenia escritas: tocóme á mí escribir el acto segundo, y
nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves á las cuatro, á
examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos
escenas más, y leíle yo todo el acto segundo. Asombróle mi trabajo y
esclamó:--¡Demonio! ¿Cómo has hecho eso? --Pues poniéndome á trabajar
ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni
para almorzar.
Fuése picado, y concluyó su primer acto en aquella noche: el viernes
concluimos cada cual la mitad del tercero que le tocó: el sábado
lo copié yo, el domingo lo presentó él al teatro y cobró tres mil
reales, y el lunes cobré yo otros tres mil de Delgado. . . y no siguió
aburriéndose García Gutierrez, y envié yo á mi padre dos mensualidades,
y ganosos los actores de complacer al público, y éste de recompensarles
su buena voluntad, se representó y se aplaudió el drama _Juan Dándolo_;
en cuyo apellido esdrújulo veneciano cargamos nosotros el acento en su
segunda sílaba, por razones que no hay necesidad de aducir: y cátenme
ya autor dramático por gracia de García Gutierrez, que me aceptó en él
por su colaborador.
Mi innata é inconsciente audacia me arrastró á escribir inmediatamente
mi _Cada cual con su razon_, en cuya comedia atropellé la historia,
clavándole á Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y
armoniosa diccion de Bárbara Lamadrid, la intencionada representacion
de García Luna, el empeño de Lombía, el esmero de Alverá en ensayar
como profesor de esgrima el duelo á cuatro con espada y daga del primer
acto, el discreteo galan de algunas escenas, y mi insolente fortuna
sobre todo, hicieron parecer un éxito la benevolencia del público con
el atrevido mozalvete, autor de aquel afiligranado desatino.
«A mí que las vendo,» me dije: y á los dos meses presenté mis
_Aventuras de una noche_, comedia en la cual levanté un chichon
histórico á don Pedro de Peralta y otro al príncipe de Viana. Al
infantil enredo de esta mi segunda comedia dieron un alto relieve
la Bárbara y la Llorente: y á fin de año dí mi primera parte de _El
Zapatero y el Rey_, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una
conjuracion de muchachos de colegio, que no hay narices con que
admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el gérmen de un drama.
Desde aquella noche quedé, como un mal médico con título y facultades
para matar, por el dramaturgo más flamante de la romántica escuela,
capaz de asesinar y de volver locos en la escena á cuantos reyes
cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero así comencé
yo el primer año de mi carrera dramática, con asombro de la crítica,
atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los
espectros y asesinatos históricos, bautizados con el nombre de dramas
románticos.
Si entónces hubiera vuelto mi padre de la emigracion, y él con su
jubilacion de consejero de Castilla (que más tarde le concedió S. M.
la Reina doña Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubiéramos
cuidado de nuestro solar y de nuestras viñas, habríamos ambos vivido
en paz; habria él muerto tranquilo y sin deudas, y hubiérame yo
ahorrado tántos tumbos por el mar y tántos tropezones por la tierra,
acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician
una gloria que no es más que ruido y unas coronas de papel, bajo
cuyas hojas sin sávia vienen siempre millones de espinas, que bajan
atravesando el cerebro á clavarse en el corazon de los que en España
llegan á la celebridad literaria.
Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstinó en no acogerse á
amnistía alguna; mi infeliz madre siguió oculta por las montañas, no
queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lombía, al
hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreció un sueldo mensual
por no escribir para el del Príncipe, á donde volvieron Matilde y
Julian, y ajustó á Cárlos Latorre con la condicion de que estrenara mi
segunda parte de _El Zapatero y el Rey_, de la cual habia yo hablado,
como consecuencia del ensayo hecho en la primera.
Lombía, actor de ambicion, empresario activo y espíritu tan malicioso
como previsor, habiendo crecido en reputacion con la ayuda de las
obras de Breton y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no
desaprovechó la doble ocasion, que á la mano se le vino, de interesar
pecuniariamente en su empresa á Fagoaga, director entónces del
Banco, y de ajustar en su compañía á Cárlos Latorre; á quien Julian
Romea, su discípulo, habia desdeñado, dejándole sin ajuste en la
suya del Príncipe. Latorre era el único actor trágico heredero de
las tradiciones de Maiquez y educado en la buena escuela francesa de
Talma. Su padre habia sido alto empleado en Hacienda, intendente de una
provincia, en tiempos anteriores; y Cárlos, buen ginete, diestro en
las armas y de gallarda y aventajada estatura, habia sido paje del Rey
José, y adquirido en Francia una educacion y unos modales que le hacian
modelo sobre la escena. Grimaldi, el director más inteligente que
han tenido nuestros teatros, habia amoldado sus formas clásicas y su
mímica greco-francesa á las exigencias del teatro moderno, haciéndole
representar el capitan Buridan de _Margarita de Borgoña_ de una manera
tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo
teatro. Cárlos Latorre no era ya jóven, pero no era aún de desdeñar,
sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos
papeles, obligándole á concluir de perder sus resabios de amaneramiento
francés, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas
facultades.
Lombía se apresuró á ajustarle en su compañía del teatro de la Cruz,
en la renovacion de cuyo escenario y decoracion de cuya sala gastó
cerca de cuarenta mil duros; y agregándose al erudito y estudioso galan
Pedro Mate, á la Antera y á la Joaquina Baus, heredera ésta de los
papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermosísima dama de _Lo
cierto por lo dudoso_, y á las dos Lamadrid, Bárbara, ya acreditada,
y Teodora, esperanza justa del porvenir, juntó una numerosa aunque
algo heterogénea compañía, de la cual no supo sacar partido por
dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de
bastidores, dividiéndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de
la otra.
Pero es larga materia, y merece número aparte.
IX.
Hacia ya tres meses que habia abierto Lombía el teatro de la Cruz,
corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que
permitian poner en escena las obras que más aparato exigiesen; pero
como dueño de su caballo, se habia apeado por las orejas, y no habia
puesto más que obras, en las cuales como en _El Cardenal y el judío_,
se habian gastado muchos dineros á cambio de algunos silbidos y del
desden y la ausencia del público. Julian y Matilde con su compañía
marchaban miéntras viento en popa, llevándose con justicia su favor y
sus monedas al teatro del Príncipe. Lombía era un gracioso de buena
ley y un característico de primer órden en especiales papeles; era uno
de los actores más estudiosos y que más han hecho olvidar sus defectos
físicos con el estudio y la observacion. Su figura era un poco informe
por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonomía inmóvil, de poca
expresion; y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales
que, en lo gracioso y lo característico, le daban el sello especial del
talento, pues se veia que luchando consigo mismo de sí mismo triunfaba;
pero le hacian desmerecer en los papeles y con los trajes de galan,
cuya categoría tenia afan de asaltar, saliéndose de la suya, en la
cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos
de _El pelo de la dehesa_, en el Garabito de _La redoma encantada_ y
en el exclaustrado D. Gabriel de _Lo de arriba abajo_. En tal empeño,
y luchando desventajosamente con la competencia del Príncipe, llegó
Lombía en el teatro de la Cruz á las fiestas de Navidad, habiendo
agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del público.
Cárlos Latorre y la parte de la compañía que en su género sério le
secundaba, apenas habia trabajado en unos cuantos dramas viejos, de
los cuales estaba ya el público hastiado; y si la obra que en Navidad
se estrenara no sacaba á flote la nave de la Cruz del bajío en que
Lombía la habia hecho encallar, tenia las noventa y nueve contra
las ciento de naufragar ántes de Reyes. Todos los autores de alguna
reputacion estaban con Romea: excepto yo, que tenia señalados, pero no
los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el
Príncipe, y la obligacion de presentar un drama en Setiembre y otro
en Enero. El 21 de Setiembre habia presentado la _Segunda parte del
Zapatero y el Rey_: llegó, empero, el 23 de Diciembre, y se puso en
escena, con grandes esperanzas, una _Degollacion de los inocentes_,
arreglada del francés, y en la cual hacía Lombía el papel del _rey
Herodes_. Fagoaga habia consentido en suplir gastos y abonar sueldos
hasta la primera representacion de Noche-buena; pero los inocentes
fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya
degollina se presentó Lombía con el flotante manto y el tradicional
timbal de macarrones en la cabeza, con el que solian representar á
Herodes los pintores y escultores de imaginería de la Edad Media; y
el drama continuó arrastrándose penosamente hasta su final entre los
aplausos de los amigos de la empresa, á quienes nos interesaba su
porvenir, y la hilaridad del público de Noche-buena, que tomó en chunga
á Herodes y á sus niños descabezados.
Entónces recordó la empresa que yo habia cumplido mi contrato, y que
mi rey D. Pedro descansaba en el archivo, y preguntó si habria medio
de ponerle en escena con la rapidez que exigian las circunstancias, y
como tabla de salvacion del _Naufragio de la Medusa_, que habia tambien
naufragado ántes del degollador Tetrarca Hierosolimita.
El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mio, habia armado y pintado
en ratos perdidos, y con _palitos y tronchitos_, como se dice en
lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Noren,
Mate y la Teodora habian estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor
en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad á
que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey D. Pedro podia
presentarse al público con tres ensayos y el paso de papeles. Pero
habia la dificultad de que el papel del zapatero requeria un primer
actor, y Latorre y Mate se habian ya encargado de los del rey D.
