ya
acordarse
cuando acabe, tambie?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
mara exiguo y lleno de efectos chocantes.
Resulto?
su mejor partitura, el u?
nico manifiesto surrealista so?
lido, en el que la sugestio?
n oni?
rica y convulsiva de su mu?
sica revelaba cierta verdad negativa.
El supuesto de la pieza era la penuria: ella desmontaba de una forma tan dra?
stica la cultura oficial porque junto con los medios materiales le estaba ~~mbie?
n vedada.
~u ostentacio?
n anticultural.
En ella hay una alusio?
n a la produccio?
n espiritual posterior a aquella guerra, que en Europa ha dejado
una medida de destruccio? n que ni los huecos de aquella mu? sica la hubieran podido son? ar. Progreso y barbarie esta? n hoy tan enmara- n? ados en la cultura de masas, que u? nicamente un ba? rbaro asce? tico opuesto a e? sta y 31 progreso de los medios puede restablecer la ausencia de barbarie. Ninguna obra de arte, ningu? n pensamiento tiene posibilidad de sobrevivir que no conlleve la renuncia a la falsa riqueza y a la produccio? n de primera calidad, al cine en color y a la televisio? n. a las revistas millonarias y a Toscanini. Los
medios ma? s antiguos, los que no se miden por la produccio? n en masa, cobran nueva actualidad: la de lo marginal y la de la impro- visacio? n. So? lo ellos podra? n eludir el frente u? nico de! trust y la te? cnica. En un mundo en el que hace tiempo que los libros no parecen libros, so? lo valen como tales los que no lo son, Como en los comienzos de la era burguesa tuvo lugar la invencio? n de la imprenta, pronto llegara? su revocacio? n por la mimeografia, el u? nico medio adecuado, discreto, de difusio? n.
31
Galo por liebre. - Hasta la ma? s noble actitud del socialismo, la solidaridad. se halla enferma. Una vez: quiso hacer realidad el discurso de la fraternidad, rescatar a e? sta de la generalidad dentro de la cual era una ideologi? a y reservarla a lo panicular. al partido, como lo u? nico que debi? a representar a la generalidad en un mundo de antagonismos. Los solidarios eran grupos de hombres que orga- nizaban su vida en comunidad, y para los que, viendo posi? bili? da- des se~uras, la propia vida no era lo ma? s importante, de suerte que, SIO estar absrractamenre posei? do por una idea, mas tambie? n sin esperanza individual, estaban no obstante dispuestos a sacrifi. carse los unos por Jos otros. Semejante desprecio de la autocon- servaci o? n teni? a como supuesto el conocimiento y la libertad de decisio? n: faltando e? stos, inmediatamente se restablece e! ciego intere? s particular. De entonces asa? , la solidaridad se ha transmu-
tado en la confianza en que el partido tiene cien ojos. en e! apoyo en los batallones de trabajadores -avanzados al punto de llevar unifor m e - como los verdaderos poderosos, en el nadar con la corriente de la historia. Lo que por algu? n tiempo se gana en se- guridad se paga con la angustia permanente, con la obediencia, el pacto y la ventriloquia: las fuerzas con que se podri? an aprove- char las debilidades del adversario se malgastan en adelantarse a los movimientos de los propios gufas poli? ticos, ante los que se tiembla en lo i? ntimo ma? s de 10 que se temblaba ante e! anti- HUO enemigo, figura? ndose lo que e? stos al final acordara? n aqui? o alla? de espaldas a sus integrados. Un reflejo de esta situacio? n se percibe entre los individuos. El que, segu? n los estereotipos con que hoy se clasifican previamente a los hombres, se cuenta entre los progresistas sin haber firmado ese certificado imaginario que pa? rece unir a los ortodoxos ---que se reconocen por un elemento imponderable en el gesto y el lenguaje, por una especie de resigna- cio? n con mezcla de rudeza y docilidad cual santo y sen? a- hace continuamente la misma experiencia. Los ortodoxos --como tam- bie? n los disidentes. demasiado parecidos a ellos---- le salen al paso esperando solidaridad de e? l. Apelan expresa o inexpresamente al entendimiento progresista. Pero en el momento en que se espera de ellos la ma? s mi? nima prueba de ide? ntica solidaridad, o siquiera alguna simpati? a por la personal participacio? n del producto socia! del sufrimiento, le muestran ese lado fri? o que en la era de los popes restaurados ha quedado del materialismo y el atei? smo. Los
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49
? ? ? ? organizados quieren que el intelectual decente se exponga por ellos, pero en cuanto se temen que van a ser ello~ lo. s que tengan que exponerse, e? ste aparece ante ellos como el c. a~ltahsta, y. la pro-
pia decencia sobre la que especulaban como ridi? culo ~entlmenta- lismo y simple tonteri? a. L. 1 solidaridad se halla polanzad~ en la desesperada fidelidad de los que no pueden vol~erse ~ttas y el virtual chantaje sobre aquellos a quienes les es imposible tener algo que ver con los guardianes sin quedar a merced de la banda.
32
tmstruccan su sentido. El socialismo se halla por lo general tan poco a seguro de esa deformacio? n como del deslizamiento teo? rico hacia el positivismo. No es improbable que en el lejano Oriente llegue a ocupar Marx el puesto vacante de Driesch o Ricken. Esde temer que la inclusio? n de los pueblos no occidentales en las dispu- tas de la sociedad industrial resulte a la larga menos favorable al crecimiento en libertad que al crecimiento racional de la produc- cio? n y la circulacio? n y a una modesta elevacio? n del nivel de vida. En lugar de esperar milagros de los pueblos precapitalistas debe- ri? an los pueblos maduros ponerse sobre aviso de su apatle, de su escaso sentido para la eficacia y los logros de Occidente.
Los salvajes no son mejores. -Entre los estudiantes negros de
economia poli? tica, los siameses en Oxford y, en general, entre ~os 33 laboriosos historiadores del arte y musico? logos de origen pequeno-
burgue? s puede encontrarse la inclinacio? n o la disposicio? n a unir a
la asimilacio? n de lo que estudian, de lo nuevo, un enorme res- peto por lo establecido, 10 vigente, lo ~nocido. ,E. l credo intt~n- algente es lo contrario del estado salvaje, del espmt. u d~l neo? fito o del de las . . a? reas no capitalistas. . . Presupone expertencta, memo- ria histo? rica, nerviosidad de pensamiento y sobre todo una sustan- cial dosis de tedio. Siempre se ha podido observar co? mo aquellos que con espi? ritu joven y completa candidez se incorporaban a gru- pos radicales, desertaban en cuanto se apercibi? an. de la fuerza de da tradicio? n. Es preciso tenerla dentro de uno rrusmo para poder
odiarla. El hecho de que los snobs muestren ma? s senti? d~para I~s movimientos vanguardistas en el arte que los proletarios arroja tambie? n algo de luz sobre la poli? tica. Los atrasados y los avanzado. s tienen una alarmante afinidad por el positivismo, desde los admi- radores de Carnap en la India hasta los denodados apologistas de los maestros alemanes Matthias Gru? neweld o Heinrich Scbu? re.
Mala psicologia seria la que admitiese que aquello de lo qu. e se esta? excluido despierta solamente odio y resentimiento; despierta tambie? n una absorbente y exaltada especie de. amor, y aquello. s
que no han sido captados por la cultura represiva llegan. a consn- tuirse con bastante facilidad en su ma? s necia tropa colonia]. Hasta en el afectado alema? n del trabajador que como socialista quiere <<aprender algo>>, participar de la llamada her~ncia, hay cierta re- sonancia de ello, y el Hlistelsmo de los seguidores de Bebel no estriba tanto en su escasez de cultu ra como en el celo con que la aceptan como una realidad, se identifican con ella y, de ese modo,
Lejos del fuego. -En los comunicados sobre ataques ae? reos raras veces faltan los nombres de las empresas constructoras de los aviones: los nombres Focke-Wulff, Hei? nkel, Lancaster apa- recen donde antes se hablaba de coraceros, ulanos y hu? sares. El mecanismo de reproduccio? n de la vida, de su dominacio? n y su ani- quilacio? n, es exactamente el mismo, y atendie? ndose a e? l se fusio- nan la industria, el estado y la propaganda. La vieja exageracio? n de los liberales esce? pticos de que la guerra es un negado se ha cumplido: el propio poder estatal ha borrado su apariencia de ser iodeperdienrc de los intereses particulares y se presenta ahora como lo que en realidad siempre ha sido, como un poder ideole? gi- cemente a su servicio. La mencio? n elogiosa del nombre de la prln- cipal empresa que se ha destacado en la destruccio? n de las ciuda- des contribuye a darle un renombre gracias al cual se le hara? n los mejores encargos para la reconstruccio? n.
Como la de los treinta an? os, esta guerra, de cuyo comienzo na- die podra?
ya acordarse cuando acabe, tambie? n se esta? fraccionando en campan? as discontinuas separadas por pausas de calma: la pola- ca, la noruega, la francesa, la rusa, la tunecina, la invasio? n. Su propio ritmo, la alternancia de la accio? n contundente con la calma total a falta de un enemigo geogra? ficamente alcanzable, tiene algo del ritmo meca? nico que caracteriza en especial a la clase de medios be? licos utilizados y que, por otra parte, ha resucitado la forma preliberel de la campan? a militar. Pero ese ritmo meca? nico deter- mina absolutamente el comportamiento humano frente a la guerra,
'0
? ? ? ? ? '1 no so? lo en la desproporcio? n entre la fuerza fi? sica individual '1 la energi? a de los motores, sino tambie? n en los ma? s i? ntimos modos de vivirla. Ya la vez pasada la inadecuacio? n del enfrentamiento fi? sico a la guerra te? cnica habi? a hecho imposible la verdadera expe- riencia de la guerra. Nadie habra? podido relatar entonces lo que todavi? a se podi? a relatar de las batallas del general de artilleri? a Bonaparre. El largo intervalo entre las primeras memorias de la guerra y el tratado de paz no es casual: es testimonio de la fati- gosa reconstruccio? n de los recuerdos, que en todos aquellos libros lleva aneja cierta impotencia y hasta adulteracio? n independiente- mente de la clase de horrores por los que hubieran pasado los narradores. Pero a esta segunda guerra le es ya tan completamente heteroge? nea esa experiencia como al funcionamiento de una ma? - quina los movimientos corporales, que so? lo en ciertos estados pa- tolo? gicos se le asemejan. Cuanta menos continuidad, historia y elementos <<e? picos>> hay en una guerra, cuando en cada fase suya vuelve en cierto modo a empezar, menos es capaz de dejar una impresio? n duradera e inconsciente en el recuerdo. Con cada explo- sio? n destruye, dondequiera que se hallen, los muros a cuyo am- paro germina la experiencia y se asienta la continuidad entre el oportuno olvido y el oportuno recuerdo. La vida se ha convertido en una discontinua sucesio? n de sacudidas entre las que se abren oquedades e intervalos de para? lisis. Pero quiza? nada sea tan fu- nesto para el porvenir como el hecho de que literalmente nadie pueda ya advertirlo, pues todo trauma, todo shock no superado en los que regresan es un fermento de futura destruccio? n. KarI Kraus tuvo el acierto de titular una de sus obras Los u? ltimos di? as de la humanidad. Lo que hoy esta? aconteciendo habri? a que titu- larlo <<Hacia el fin del mundo>>.
El completo enmascaramiento de la guerra por medio de la informacio? n, la propaganda, los filrnadores instalados en los pri- meros tanques y la muerte heroica de los corresponsales de guerra, la mezcla de la opinio? n pu? blica sabiamente manipulada con la ac- tuacio? n inconsciente, todo ello es una expresio? n ma? s de la agos- tada experiencia, del vado entre los hombres y su destino en que propiamente consiste el destino. Los hombres son reducidos a ac-
tores de un documental monstruo que no conoce espectadores por tener hasta el u? ltimo de ellos un papel en la pantalla. Este mo- mento es justamente el que da pie al tan censurado uso de la ex- presio? n phony war. Este ciertamente 10 ha originado la tendencia fascista a rechazar la realidad del horror como <<mera propaganda>>
a fin de que el horror se consume sin la menor oposicio? n. Pero como todas las tendencias del fascismo, tambie? n e? sta tiene su ori- gen en elementos de la realidad que se imponen justamente valie? n- dose de dicha actitud fascista, que los sen? ala ci? nicamente. La gue- rra es ciertamente pbony, pero su phonynesr es ma? s espantosa que todos los horrores, y los que se mofan de esto contribuyen a la desgracia.
Si la filosofIa de la historia de Hegel hubiera podido incluir ti esta e? poca, las bombas-robot de Hitler habri? an encontrado su lugar, al lado de la muerte prematura de Alejandro y otros cua- dros del mismo tipo, entre los hechos empi? ricos por e? l escogidos en los que se expresa simbo? licamente el estado del espi? ritu del mundo. Como el propio fascismo, los robots son lanzados a la vez y sin participacio? n del sujeto. Como aque? l unen la ma? s extre- ma perfeccio? n te? cnica a una perfecta ceguera. Como aque? l provo- can un terror mortal y resultan completamente inu? tiles. __He visto el espi? ritu del mundo>>, no a caballo, pero si? con alas y sin cabeza, y esto refuta la filosofi? a de la historia de Hegel.
Pensar que despue? s de esta guerra la vida podra? continuar enormelmente>> y aun que la cultura podra? ser erestaurada>>. -c-como si la restauracio? n de la cultura no fuera ya su negacio? n- , es idiota. Millones de judi? os han sido exterminados, y esto es so? lo un interludio, no la verdadera cata? strofe. ? Que? espera au? n esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dira? , ? cabe ima- ginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de los sacrificios no se transforme en una nueva cualidad
de la sociedad entera, en barbarie? Si la situacio? n continu? a impara- ble, la cata? strofe sera? perpetua. Basta con pensar en la venganza de los asesinados. Si se elimina a un nu? mero equivalente de los asesinos, el horror se convertira? en institucio? n, y el esquema pre- capitalista de la venganza sangrienta, reinante au? n desde tiempos inmemoriales en apartadas regiones montan? osas, se reintroducir e?
a gran escala con naciones enteras como sujetos insubjerivos. Si, por el contrario, los muertos no son vengados y se aplica el perdo? n, el fascismo impune saldra? pese a todo victorioso, y tras demostrar cua? n fa? cil tiene el camino se propagara? a otros lugares. La lo? gica de la historia es tan destructiva como los hombres que genera: dondequiera que actu? a su fuerza de gravedad, reproduce el infortunio del pasado bajo formas equivalentes. Lo normal es la muerte.
52
53
? ? ? A la pregunta sobre lo que habri? a que hacer con la Alemania derrotada, yo so? lo sabri? a responder dos cosas. Una es; a ningu? n precio, bajo ninguna condicio? n quisiera ser verdugo o dar ti? tulo de legitimidad al verdugo. Y la otra; tampoco detendri? a el brazo de nadie, ni aun con el aparato de la ley, que quisiera vengar- se de lo sucedido. Es una respuesta de todo punto insatisfactoria, conrradicroria y que se burla tanto de la generalizacio? n como de la praxis. Pero quiza? el defecto este? en la pregunta misma y no en mi? .
Programa cinematogra? fico de la semana: la invasio? n de las Marianas. La impresio? n no es la que suscitan las batallas, sino la de los trabajos meca? nicos de dinamitado y construccio? n de carre- teras emprendidos con vehemencia llevada al paroxismo, asi? como Jos de <<fumigacio? n>>, los de exterminio de insectos a escala tclu? - rica. Las operaciones no cesan hasta que deja de crecer la hierba. El enemigo es a una paciente y cada? ver. Como los judi? os bajo el fascismo, es simplemente un objeto de medidas re? cnico-admioisrre- tivas, y si se defiende, su contraataque toma al punto el mismo cara? cter. A lo que se an? ade el rasgo sata? nico de que en cierta ma- nera se exige ma? s iniciativa que en la guerra al viejo estilo, de que, por asi? decirlo, la energi? a toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realiza- cio? n del suen? o humano de Edward Grey de la guerra sin odio.
Otoiio de 1944
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Hans-Guck-in. Jie-Lult <<. -Entre el conocnmento y el poder existe no so? lo una relacio? n de servilismo, sino tambie? n de verdad. Muchos conocimientos resultan nulos fuera de toda relacio? n con el reparto de poderes, aunque formalmente sean verdaderos. Cuando el me? dico expatriado dice: . . para mi? , Adolf Hitler es un caso patolo?
una medida de destruccio? n que ni los huecos de aquella mu? sica la hubieran podido son? ar. Progreso y barbarie esta? n hoy tan enmara- n? ados en la cultura de masas, que u? nicamente un ba? rbaro asce? tico opuesto a e? sta y 31 progreso de los medios puede restablecer la ausencia de barbarie. Ninguna obra de arte, ningu? n pensamiento tiene posibilidad de sobrevivir que no conlleve la renuncia a la falsa riqueza y a la produccio? n de primera calidad, al cine en color y a la televisio? n. a las revistas millonarias y a Toscanini. Los
medios ma? s antiguos, los que no se miden por la produccio? n en masa, cobran nueva actualidad: la de lo marginal y la de la impro- visacio? n. So? lo ellos podra? n eludir el frente u? nico de! trust y la te? cnica. En un mundo en el que hace tiempo que los libros no parecen libros, so? lo valen como tales los que no lo son, Como en los comienzos de la era burguesa tuvo lugar la invencio? n de la imprenta, pronto llegara? su revocacio? n por la mimeografia, el u? nico medio adecuado, discreto, de difusio? n.
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Galo por liebre. - Hasta la ma? s noble actitud del socialismo, la solidaridad. se halla enferma. Una vez: quiso hacer realidad el discurso de la fraternidad, rescatar a e? sta de la generalidad dentro de la cual era una ideologi? a y reservarla a lo panicular. al partido, como lo u? nico que debi? a representar a la generalidad en un mundo de antagonismos. Los solidarios eran grupos de hombres que orga- nizaban su vida en comunidad, y para los que, viendo posi? bili? da- des se~uras, la propia vida no era lo ma? s importante, de suerte que, SIO estar absrractamenre posei? do por una idea, mas tambie? n sin esperanza individual, estaban no obstante dispuestos a sacrifi. carse los unos por Jos otros. Semejante desprecio de la autocon- servaci o? n teni? a como supuesto el conocimiento y la libertad de decisio? n: faltando e? stos, inmediatamente se restablece e! ciego intere? s particular. De entonces asa? , la solidaridad se ha transmu-
tado en la confianza en que el partido tiene cien ojos. en e! apoyo en los batallones de trabajadores -avanzados al punto de llevar unifor m e - como los verdaderos poderosos, en el nadar con la corriente de la historia. Lo que por algu? n tiempo se gana en se- guridad se paga con la angustia permanente, con la obediencia, el pacto y la ventriloquia: las fuerzas con que se podri? an aprove- char las debilidades del adversario se malgastan en adelantarse a los movimientos de los propios gufas poli? ticos, ante los que se tiembla en lo i? ntimo ma? s de 10 que se temblaba ante e! anti- HUO enemigo, figura? ndose lo que e? stos al final acordara? n aqui? o alla? de espaldas a sus integrados. Un reflejo de esta situacio? n se percibe entre los individuos. El que, segu? n los estereotipos con que hoy se clasifican previamente a los hombres, se cuenta entre los progresistas sin haber firmado ese certificado imaginario que pa? rece unir a los ortodoxos ---que se reconocen por un elemento imponderable en el gesto y el lenguaje, por una especie de resigna- cio? n con mezcla de rudeza y docilidad cual santo y sen? a- hace continuamente la misma experiencia. Los ortodoxos --como tam- bie? n los disidentes. demasiado parecidos a ellos---- le salen al paso esperando solidaridad de e? l. Apelan expresa o inexpresamente al entendimiento progresista. Pero en el momento en que se espera de ellos la ma? s mi? nima prueba de ide? ntica solidaridad, o siquiera alguna simpati? a por la personal participacio? n del producto socia! del sufrimiento, le muestran ese lado fri? o que en la era de los popes restaurados ha quedado del materialismo y el atei? smo. Los
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? ? ? ? organizados quieren que el intelectual decente se exponga por ellos, pero en cuanto se temen que van a ser ello~ lo. s que tengan que exponerse, e? ste aparece ante ellos como el c. a~ltahsta, y. la pro-
pia decencia sobre la que especulaban como ridi? culo ~entlmenta- lismo y simple tonteri? a. L. 1 solidaridad se halla polanzad~ en la desesperada fidelidad de los que no pueden vol~erse ~ttas y el virtual chantaje sobre aquellos a quienes les es imposible tener algo que ver con los guardianes sin quedar a merced de la banda.
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tmstruccan su sentido. El socialismo se halla por lo general tan poco a seguro de esa deformacio? n como del deslizamiento teo? rico hacia el positivismo. No es improbable que en el lejano Oriente llegue a ocupar Marx el puesto vacante de Driesch o Ricken. Esde temer que la inclusio? n de los pueblos no occidentales en las dispu- tas de la sociedad industrial resulte a la larga menos favorable al crecimiento en libertad que al crecimiento racional de la produc- cio? n y la circulacio? n y a una modesta elevacio? n del nivel de vida. En lugar de esperar milagros de los pueblos precapitalistas debe- ri? an los pueblos maduros ponerse sobre aviso de su apatle, de su escaso sentido para la eficacia y los logros de Occidente.
Los salvajes no son mejores. -Entre los estudiantes negros de
economia poli? tica, los siameses en Oxford y, en general, entre ~os 33 laboriosos historiadores del arte y musico? logos de origen pequeno-
burgue? s puede encontrarse la inclinacio? n o la disposicio? n a unir a
la asimilacio? n de lo que estudian, de lo nuevo, un enorme res- peto por lo establecido, 10 vigente, lo ~nocido. ,E. l credo intt~n- algente es lo contrario del estado salvaje, del espmt. u d~l neo? fito o del de las . . a? reas no capitalistas. . . Presupone expertencta, memo- ria histo? rica, nerviosidad de pensamiento y sobre todo una sustan- cial dosis de tedio. Siempre se ha podido observar co? mo aquellos que con espi? ritu joven y completa candidez se incorporaban a gru- pos radicales, desertaban en cuanto se apercibi? an. de la fuerza de da tradicio? n. Es preciso tenerla dentro de uno rrusmo para poder
odiarla. El hecho de que los snobs muestren ma? s senti? d~para I~s movimientos vanguardistas en el arte que los proletarios arroja tambie? n algo de luz sobre la poli? tica. Los atrasados y los avanzado. s tienen una alarmante afinidad por el positivismo, desde los admi- radores de Carnap en la India hasta los denodados apologistas de los maestros alemanes Matthias Gru? neweld o Heinrich Scbu? re.
Mala psicologia seria la que admitiese que aquello de lo qu. e se esta? excluido despierta solamente odio y resentimiento; despierta tambie? n una absorbente y exaltada especie de. amor, y aquello. s
que no han sido captados por la cultura represiva llegan. a consn- tuirse con bastante facilidad en su ma? s necia tropa colonia]. Hasta en el afectado alema? n del trabajador que como socialista quiere <<aprender algo>>, participar de la llamada her~ncia, hay cierta re- sonancia de ello, y el Hlistelsmo de los seguidores de Bebel no estriba tanto en su escasez de cultu ra como en el celo con que la aceptan como una realidad, se identifican con ella y, de ese modo,
Lejos del fuego. -En los comunicados sobre ataques ae? reos raras veces faltan los nombres de las empresas constructoras de los aviones: los nombres Focke-Wulff, Hei? nkel, Lancaster apa- recen donde antes se hablaba de coraceros, ulanos y hu? sares. El mecanismo de reproduccio? n de la vida, de su dominacio? n y su ani- quilacio? n, es exactamente el mismo, y atendie? ndose a e? l se fusio- nan la industria, el estado y la propaganda. La vieja exageracio? n de los liberales esce? pticos de que la guerra es un negado se ha cumplido: el propio poder estatal ha borrado su apariencia de ser iodeperdienrc de los intereses particulares y se presenta ahora como lo que en realidad siempre ha sido, como un poder ideole? gi- cemente a su servicio. La mencio? n elogiosa del nombre de la prln- cipal empresa que se ha destacado en la destruccio? n de las ciuda- des contribuye a darle un renombre gracias al cual se le hara? n los mejores encargos para la reconstruccio? n.
Como la de los treinta an? os, esta guerra, de cuyo comienzo na- die podra?
ya acordarse cuando acabe, tambie? n se esta? fraccionando en campan? as discontinuas separadas por pausas de calma: la pola- ca, la noruega, la francesa, la rusa, la tunecina, la invasio? n. Su propio ritmo, la alternancia de la accio? n contundente con la calma total a falta de un enemigo geogra? ficamente alcanzable, tiene algo del ritmo meca? nico que caracteriza en especial a la clase de medios be? licos utilizados y que, por otra parte, ha resucitado la forma preliberel de la campan? a militar. Pero ese ritmo meca? nico deter- mina absolutamente el comportamiento humano frente a la guerra,
'0
? ? ? ? ? '1 no so? lo en la desproporcio? n entre la fuerza fi? sica individual '1 la energi? a de los motores, sino tambie? n en los ma? s i? ntimos modos de vivirla. Ya la vez pasada la inadecuacio? n del enfrentamiento fi? sico a la guerra te? cnica habi? a hecho imposible la verdadera expe- riencia de la guerra. Nadie habra? podido relatar entonces lo que todavi? a se podi? a relatar de las batallas del general de artilleri? a Bonaparre. El largo intervalo entre las primeras memorias de la guerra y el tratado de paz no es casual: es testimonio de la fati- gosa reconstruccio? n de los recuerdos, que en todos aquellos libros lleva aneja cierta impotencia y hasta adulteracio? n independiente- mente de la clase de horrores por los que hubieran pasado los narradores. Pero a esta segunda guerra le es ya tan completamente heteroge? nea esa experiencia como al funcionamiento de una ma? - quina los movimientos corporales, que so? lo en ciertos estados pa- tolo? gicos se le asemejan. Cuanta menos continuidad, historia y elementos <<e? picos>> hay en una guerra, cuando en cada fase suya vuelve en cierto modo a empezar, menos es capaz de dejar una impresio? n duradera e inconsciente en el recuerdo. Con cada explo- sio? n destruye, dondequiera que se hallen, los muros a cuyo am- paro germina la experiencia y se asienta la continuidad entre el oportuno olvido y el oportuno recuerdo. La vida se ha convertido en una discontinua sucesio? n de sacudidas entre las que se abren oquedades e intervalos de para? lisis. Pero quiza? nada sea tan fu- nesto para el porvenir como el hecho de que literalmente nadie pueda ya advertirlo, pues todo trauma, todo shock no superado en los que regresan es un fermento de futura destruccio? n. KarI Kraus tuvo el acierto de titular una de sus obras Los u? ltimos di? as de la humanidad. Lo que hoy esta? aconteciendo habri? a que titu- larlo <<Hacia el fin del mundo>>.
El completo enmascaramiento de la guerra por medio de la informacio? n, la propaganda, los filrnadores instalados en los pri- meros tanques y la muerte heroica de los corresponsales de guerra, la mezcla de la opinio? n pu? blica sabiamente manipulada con la ac- tuacio? n inconsciente, todo ello es una expresio? n ma? s de la agos- tada experiencia, del vado entre los hombres y su destino en que propiamente consiste el destino. Los hombres son reducidos a ac-
tores de un documental monstruo que no conoce espectadores por tener hasta el u? ltimo de ellos un papel en la pantalla. Este mo- mento es justamente el que da pie al tan censurado uso de la ex- presio? n phony war. Este ciertamente 10 ha originado la tendencia fascista a rechazar la realidad del horror como <<mera propaganda>>
a fin de que el horror se consume sin la menor oposicio? n. Pero como todas las tendencias del fascismo, tambie? n e? sta tiene su ori- gen en elementos de la realidad que se imponen justamente valie? n- dose de dicha actitud fascista, que los sen? ala ci? nicamente. La gue- rra es ciertamente pbony, pero su phonynesr es ma? s espantosa que todos los horrores, y los que se mofan de esto contribuyen a la desgracia.
Si la filosofIa de la historia de Hegel hubiera podido incluir ti esta e? poca, las bombas-robot de Hitler habri? an encontrado su lugar, al lado de la muerte prematura de Alejandro y otros cua- dros del mismo tipo, entre los hechos empi? ricos por e? l escogidos en los que se expresa simbo? licamente el estado del espi? ritu del mundo. Como el propio fascismo, los robots son lanzados a la vez y sin participacio? n del sujeto. Como aque? l unen la ma? s extre- ma perfeccio? n te? cnica a una perfecta ceguera. Como aque? l provo- can un terror mortal y resultan completamente inu? tiles. __He visto el espi? ritu del mundo>>, no a caballo, pero si? con alas y sin cabeza, y esto refuta la filosofi? a de la historia de Hegel.
Pensar que despue? s de esta guerra la vida podra? continuar enormelmente>> y aun que la cultura podra? ser erestaurada>>. -c-como si la restauracio? n de la cultura no fuera ya su negacio? n- , es idiota. Millones de judi? os han sido exterminados, y esto es so? lo un interludio, no la verdadera cata? strofe. ? Que? espera au? n esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dira? , ? cabe ima- ginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de los sacrificios no se transforme en una nueva cualidad
de la sociedad entera, en barbarie? Si la situacio? n continu? a impara- ble, la cata? strofe sera? perpetua. Basta con pensar en la venganza de los asesinados. Si se elimina a un nu? mero equivalente de los asesinos, el horror se convertira? en institucio? n, y el esquema pre- capitalista de la venganza sangrienta, reinante au? n desde tiempos inmemoriales en apartadas regiones montan? osas, se reintroducir e?
a gran escala con naciones enteras como sujetos insubjerivos. Si, por el contrario, los muertos no son vengados y se aplica el perdo? n, el fascismo impune saldra? pese a todo victorioso, y tras demostrar cua? n fa? cil tiene el camino se propagara? a otros lugares. La lo? gica de la historia es tan destructiva como los hombres que genera: dondequiera que actu? a su fuerza de gravedad, reproduce el infortunio del pasado bajo formas equivalentes. Lo normal es la muerte.
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? ? ? A la pregunta sobre lo que habri? a que hacer con la Alemania derrotada, yo so? lo sabri? a responder dos cosas. Una es; a ningu? n precio, bajo ninguna condicio? n quisiera ser verdugo o dar ti? tulo de legitimidad al verdugo. Y la otra; tampoco detendri? a el brazo de nadie, ni aun con el aparato de la ley, que quisiera vengar- se de lo sucedido. Es una respuesta de todo punto insatisfactoria, conrradicroria y que se burla tanto de la generalizacio? n como de la praxis. Pero quiza? el defecto este? en la pregunta misma y no en mi? .
Programa cinematogra? fico de la semana: la invasio? n de las Marianas. La impresio? n no es la que suscitan las batallas, sino la de los trabajos meca? nicos de dinamitado y construccio? n de carre- teras emprendidos con vehemencia llevada al paroxismo, asi? como Jos de <<fumigacio? n>>, los de exterminio de insectos a escala tclu? - rica. Las operaciones no cesan hasta que deja de crecer la hierba. El enemigo es a una paciente y cada? ver. Como los judi? os bajo el fascismo, es simplemente un objeto de medidas re? cnico-admioisrre- tivas, y si se defiende, su contraataque toma al punto el mismo cara? cter. A lo que se an? ade el rasgo sata? nico de que en cierta ma- nera se exige ma? s iniciativa que en la guerra al viejo estilo, de que, por asi? decirlo, la energi? a toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realiza- cio? n del suen? o humano de Edward Grey de la guerra sin odio.
Otoiio de 1944
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Hans-Guck-in. Jie-Lult <<. -Entre el conocnmento y el poder existe no so? lo una relacio? n de servilismo, sino tambie? n de verdad. Muchos conocimientos resultan nulos fuera de toda relacio? n con el reparto de poderes, aunque formalmente sean verdaderos. Cuando el me? dico expatriado dice: . . para mi? , Adolf Hitler es un caso patolo?
