cter ex-
cluyente
de Jo primero.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
n de la verdad.
Pero la fuerza que empuja a tales
discurrimientcs esta? dentro de las propias obras de arte. En la medida en que es esto verdad no admiten el ser comparadas. Pero si? quieren anularse unas a otras. No en vano reservaron los anti- guos el panteo? n de lo conciliable a los dioses o a las ideas mien- tras que a l~sobras. de arte, entre si? enemigas mortales, las . impul- sar~n al ag~n. La Idea de un <<panteo? n del clasicismo>>, que au? n abClgaba Ki? erkegaard, es una ficcio? n de la cultura neutralizada. Pues al representar la idea de 10bello repartida en mu? ltiples obras,
cada una en particular necesariamente referira? la idea total recla- mara? la belleza para si misma en su particularidad y jama? s'podra? reconocer su condicio? n pardal sin anularse a si? misma. En cuanto una, verdadera e ineparente, en cuanto libre de tal individuacio? n la belleza no se representa en la si? ntesis de todas las obras en 1; unidad de las artes y del arte, sino de forma viva y real;' en el
ocaso del propio arte. Toda obra de arte aspira a tal ocaso cuando quiere llevar la muerte a todas las dema? s. Asegurar que todo arte tiene en si? su propio final es otra expresio? n para el mismo hecho. Este impulso de autoaniquiIaci6n de las obras de arte - su ma? s intima rendenci? a-c. , que las empuja hacia la forma inaparente de lo bello, es el que incesantemente excita las supuestamente inu? ti- les disputas este? ticas. Estas, mientras desean obstinada y tenaz. mente encontrar la razo? n este? tica, enzarza? ndose asi? en una inaca- bable diale? ctica, hallan contra su voluntad su mejor razo? n, porque
de ese modo esta? n utilizando la fuerza de las obras de arte que las absorben y elevan a concepto para fijar los limites de cada una colaborando as? a la destruccio? n del arte, que es su salvacio? n. La tolerancia este? tica, que valora directamente las obras artisticas en su limitacio? n sin romperla, lleva a e? stas al falso ocaso, el de figu- rar unas al lado de otras, en el que a cada una le es negada su
particular pretensio? n de verdad.
48
. . Para Anatol~ France. - Inc1uso virtudes tales como la recep-
tividad, la capacidad de reconocer lo bello dondequiera que se pre- 73
? ? ? sente, hasta en lo ma? s cotidiano e insignificante, y gozarse en ello, empiezan a exhibir un momento problema? tico. En otro tiempo, en la e? poca de rebosante plenitud subjetiva, la indiferencia este? . tica respecto a la eleccio? n del objeto expresaba, junto con la fuer- za para arrancar su sentido a todo lo experimentado, la relacio? n con el mundo objetivo mismo, el cual, aunque en todas sus por- ciones todavi? a antago? nico al sujeto, le era pro? ximo y con significa- do. En la fase en que el sujeto abdica ante el enajenado predomi- nio de las cosas, su disposicio? n para percibir dondequiera lo posi-
tivo o lo bello muestra la resignacio? n tanto de su capacidad cri? ti- ca como de su fantasi? a interpretativa inseparable de la primera. Q uien todo lo encuentr a bello esta? en peligro de no encont rar nada bello. Lo universal de la belleza no puede comunicarse al sujeto de otra forma que en la obsesio? n por lo particular. Nin- guna mirada alcanza lo bello si no va acompan? ada de indiferencia
y hasta de desprecio por todo cuanto sea externo al objeto con- templado. Es so? lo por el deslumbramiento, por el injusto cerrarse de la mirada a la pretensio? n de todo lo existente como se hace justicia a lo existente. Al romarlo en su parcialidad como lo que es, esta su parcialidad es concebida - y reconciliada - como su esencia. La mirada que se pierde en una belleza u? nica es una mi- rada saba? tica. Obtiene del objeto un momento de descanso en su jornada creadora. Pero si esta parcialidad es superada por la con- ciencia de lo universal introducida desde fuera y lo particular es afectado, sustituido o equilibrado por e? sta, entonces la justa vi- sio? n de la totalidad hace suya la injusticia universal radicada en la alteracio? n y sustitucio? n mismas. Esa justa visio? n se convierte en introductora del mito en lo creado. Ningu? n pensamiento esta? dis- pensado de esa complicacio? n, por 10 que no debe mantenerse torpemente a toda costa. Pero todo radica en la manera de efec- tuarse la transicio? n. La corrupcio? n proviene del pensamiento como acto de violencia, de acortar el camino que so? lo a trave? s de 10
impenetrable encuentra lo universal, cuyo contenido se conserva en la impenetrabilidad misma, no en una coincidencia abstracta de diferentes objetos. Casi podri? a decirse que la verdad depende del lempo, de la perseverancia y duracio? n del permanecer en el individuo: lo que va ma? s alla? sin haberse antes perdido roralmen- te, lo que avanza ya hacia el juicio sin haberse hecho antes cul- pable de la injusticia que hay en la contemplacio? n, al final se pierde en el vaci? o. La liberalidad que concede a los hombres su derecho de forma indiscriminada desemboca en su aniquilacio? n, igual que la voluntad de la mayori? a va en detrimento de la mino-
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tia, burla? ndose asi? de la democracia a cuyo principio se atiene. De la bondad . indiscriminada respecto a todos nace tambie? n la frialdad y el desentendimiento respecto a cada uno, comunlce? n- dose asl a la totalidad. La injusticia es el medio de la efectiva justicia. La bondad ilimitada se roma justificacio? n de todo lo que de malo existe al reducir su diferencia con los vestigios de lo bueno nivela? ndose en aquella generalidad que cobra expre- sio? n desesperanzada en la sabiduri? a mefistofe? lico-burguesa segu? n la cual todo cuanto existe merece su destruccio? n *. La salvacio? n de lo bello, aun en el embotamiento o la indiferencia, parece asi?
ma? s noble que la tenaz persistencia en la critica y la especifica- cio? n, que en verdad muestra una mayor inclinacio? n por las orde- naciones de la vida.
A esto se suele oponer la sacralidad de lo viviente, que se refleja hasta en lo ma? s feo y deforme. Pero su reflejo no es in- mediato, sino fragmentario: que algo sea bello so? lo porque vive, por lo mismo implica ya fealdad. El concepto de la vida en su abstraccio? n, al que se recurre, es imposible de separar de lo opre- sivo, de lo despiadado, de lo propiamente morti? fero y destructivo. El culto de la vida en si? lleva siempre al culto de dichos poderes. Lo que es as! manifestacio? n de vida, desde la fecundidad inagota- ble y los vivaces impulsos de los nin? os hasta la aptitud de aque- 1Ios que llevan a cabo algo notable o el temperamento de la mu-
jer, que es deificada a causa de que en ella el apetito se presenta en estado puro, todo ello, considerado absolutamente, tiene algo del acto de quitarle a un posible otro la luz en un gesto de ciega autoafirmacio? n. La proliferacio? n de 10 sano trae inmedia- tamente consigo la proliferacio? n de la enfermedad. Su ami? doro es la enfermedad consciente de si misma, la restriccio? n de la vida propiamente tal. Esa enfermedad curativa es lo bello. Este pone freno a la vida, y, de ese modo, a su colapso. Mas si se niega la enfermedad en nombre de la vida, la vida hipostasiada, por su ciego afa? n de independencia de ese otro momento se entrega a e? ste de lo pernicioso y destructivo, de lo ci? nico y lo arrogante. Quien odia lo destructivo tiene que odiar tambie? n la vida: so? lo lo
muerto se asemeja a lo viviente no deformado. Anatole France IiUpO, a su lu? cida manera, de tal contradiccio? n. <<No - hace decir al bene? volo sen? or Bergeret- , prefiero creer que la vida orga? nica es una enfermedad especi? fica de nuestro feo planeta. Seri? a biso- porteble creer que tambie? n en el universo infinito todo fuera
" Fausto, J, 1380. [N. del T. }
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r.
? ? ? ? ? de hecho se evaporan en la nada. No so? lo han sido, como sabi? a Nietzsche, todas las cosas buenas alguna vez malas: las ma? s deli- cadas, abandonadas a su propio peso, tienen la tendencia a ter- minar en una brutalidad insospechada.
Seri? a inu? til pretender indicar la salida de semejante encerrona. Sin embargo, es posible sen? alar el desdichado momento que roda aquella diale? ctica pone en juego. Se encuentra en el cara?
cter ex- cluyente de Jo primero. La relacio? n primitiva supone ya, en su mera inmediatez, aquel orden temporal abstracto. El propio con- cepto del tiempo se ha formado histo? ricamente sobre la base del orden de la propiedad. Pero la voluntad de posesio? n refleja el tiempo como temor a la pe? rdida, a la irrecuperabilidad. Lo que es, es experimentado en relacio? n a su posible no-ser. Motivo de sobra para convertirlo en posesio? n, y, en virtud de su rigidez, en una posesio? n funcional capaz de intercambiarse por otra equi- valente. Una vez convertida en posesio? n, a la persona amada no se la ve ya como tal. En el amor, la abstraccio? n es el complemento de la exclusividad , que engan? osamente aparece como lo contrario, como el agarrarse a este u? nico existente. En este asimiento, elob- jeto se escurre de las manos en tanto es convertido en objeto, y se pierde a la persona al agotarla en su <<ser mi? a>>. Si las personas dejasen de ser una posesio? n, dejari? an tambie? n de ser objeto de intercambio. El verdadero afecto seri? a aquel que se dirigiese al otro de forma especificada, fija? ndose en los rasgos preferidos y no en el Idolo de la personalidad, reflejo de la posesio? n. 10 especi? - fico no es exclusivo: le falta la direccio? n hacia la totalidad. Mas en otro sentido si? es exclusivo: cuando ciertamente no prohi? be la sustitucio? n de la experiencia indisolublemente unida a e? l, pero tampoco la tolera su concepto puto. La proteccio? n con que cuen- ta lo completamente determinado consiste en que no puede ser repetido, y por eso resiste lo otro. La relacio? n de posesio? n entre los hombres, el derecho exclusivo de prioridad esta? en consonancia con la sabiduri? a que proclama: ? Por Dios, todos son seres huma- nos, poco importa de quie? n se trate! Una disposicio? n que nada sepa de tal sabiduri? a no necesita temer la infidelidad, porque es- tara? inmunizada contra la ausencia de fidelidad.
toria irresistible que va de la aversio? n del nin? o al hermanito re-
cie? n nacido y el desprecio del estudiante avanzado hacia el novato, 50 y pasando por las leyes de inmigracio? n que en la Australia social-
demo? crata excluyen a quien no sea de raza cauca? sica, al exterminio
fascista de la minori? a racial, con lo cual todo calor y todo amparo
devorar o ser devoeedo. >> La repugnancia al nihilismo que hay en sus palabras no es so? lo la condicio? n psicolo? gica, sino tambie? n la condicio? n material de la humanidad como utopia.
49
Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad. En una sociedad curada de la anarqui? a de la produccio? n de mercanci? as, difi? cilmente habri? a reglas que cuidasen el orden en que se han de conocer las personas. De otro modo, tal reglamentacio? n cqui- valdria a una intolerable intervencio? n en la libertad. De ahi? que la prioridad de lo accidental tenga tambie? n poderosas razones de su parte: si se prefiere a una nueva persona, la anterior sufre el dan? o de ver anulado un pasado de vida en comu? n y en cierto modo borrada la experiencia misma. La irreversibilidad del tiem- po proporciona un criterio moral objetivo. Pero tal criterio esta?
hermanado con el mito igual que el tiempo abstracto mismo. La exclusividad que hay en e? l se despliega por su propio concepto en el dominio exclusivo de grupos herme? ticamente cerrados y, finalmente, de la gran industria. Nada ma? s pate? tico que el temor de los amantes a que los nuevos puedan absorber amor y ternura - la mujer de sus posesiones, precisamente porque no se dejan poseer-e, y justamente a causa de aquella novedad creada por el privilegio de lo ma? s viejo. Pero en este motivo pate? tico, con el cual se desvanece todo calor y todo amparo, comienza una trayec-
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Lagunas. -La exhortacio? n al ejercicio de la honradez intelec- tual, la mayori? a de las veces termina en el sabotaje de las ideas.
? ? ? Su sentido esta? en acostumbrar al escritor a detallar de modo ex- pli? cito todos los pasos que le han llevado a una afirmaci6n suya para asi? hacer a cada lector capaz de repetir el mismo proceso y, si es posible - en la actividad acade? mica-c-, duplicarlo. Ello no s610 opera con la ficcio? n liberal de la comunicabilidad libre y uni- versal de cada pensamiento impidiendo su concreta y adecuada expresi o? n, sino que tambie? n resulta falso como principio para su exposicio? n misma. Porque el valor de un pensamiento se mide por su distancia del continuo de lo conocido. Objetivamente pierde con la disminucio? n de esa distancia; cuanto ma? s se aproxima al standard preestablecido, mayor merma sufre su funcio? n antite? tica, y s6lo en ella, en la relacio? n expli? cita con su anti? tesis, y no en su existencia aislada, se funda su pretensio? n. Los textos que escru- pulosamente se empen? an en reproducir sin omisiones cada paso, Irremediablemente caen en la banalidad y en una tediosidad que no so? lo afecta a la tensio? n de la lectura, sino tambie? n a su propia sustancia. Los escritos de Simmel, por ejemplo, adolecen en su conjunto de una incompatibilidad entre su objeto particular y el
tratamiento escrupulosamente dia? fano del mismo. Ostentan lo par- ticular como el verdadero complemento de aquel te? rmino medio en el que Simmel equivocadamente vei? a el secreto de Goethe. Pero por encima de todo esto, la exigencia de honradez intelectual carece ella misma de honradez. Si se accediera por una vez a seguir el dudoso precepto de que la exposicio? n debe reproducir el pro- ceso del pensamiento, este proceso seri? a tan poco el de un pro- greso discursivo peldan? o a peldan? o como, a la inversa, un venirle al conocedor del cielo sus ideas. El conocimiento se da antes bien en un entramado de prejuicios, intuiciones, inervaciones, autoco- rrecciones, anticipaciones y exageraciones; en suma, en la expe- riencia intensa y fundada, mas en modo alguno transparente en todas sus direcciones. De ella da la regla cartesiana que recomien- da dirigirse simplemente a los objetos, <<para cuyo conocimiento claro e indubitable parece bastar nuestro espi? ritu>>, junto con el orden y la disposici6n a que hace referencia, un concepto tan falso como la doctrina opuesta, pero en el fondo afi? n, de la intuicio? n esencial. Si e? sta niega el derecho de la lo? gica, que pese a todo se impone en todo pensamiento, aque? lla lo toma en su inmediatez, referido a cada acto intelectual individual y no mediado por la corriente de la vida consciente del que conoce. Pero de ahi? surge tambie? n el reconocimiento de la ma? s radical insuficiencia. Pues si los pensamientos honestos acaban irremediablemente en la mera repeticio? n, ya sea de 10 descubierto, ya de las formas cetegoriales,
el pensamiento que renuncia a la total transparencia de su ge? nesis lo? gica en intere? s de la relacio? n con su objeto se hace siempre un tanto culpable. Rompe la promesa que pone en la forma misma del juicio. Esta insuficiencia se asemeja a la de la linea dc la vida, que corre torcida, desviada, desengan? a? ndose de sus premisas, y que sin embargo so? lo siguiendo ese curso, siendo siempre menos de lo que podri? a ser, es capaz de representar, bajo las condiciones dadas a la existencia, una li? nea no reglamentada. Si la vida reali. rase de modo recto su destino, 10 malograri? a. Quien pudiera morir viejo y con la conciencia de haber llegado a una plenitud exenta de culpa, seri? a como un muchacho modelo que , con una cartera in- visible a la espalda, aprobase sin lagunas todos los cursos. Pero en todo pensamiento que no sea ocioso queda grabada como una marca la imposibilidad de su completa legitimacio? n, igual que en. tre suen? os sabemos que hay unas horas matema? ticas que por pasar una feliz noche en la cama desperdiciamos, y que nunca se podra? n recuperar. El pensamiento espera que un buen di? a el recuerdo de lo desperdiciado lo despierte, transforma? ndolo en doctrina.
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? ? ? MINIMA MORALIA
Segunda parte
1945
Where everything is bad it mus! be good
l o knoflJ the wor st .
F. H . BRADLEY
? ? ? ? 51
Tras el espe;o. - Primera medida precautoria del escritor: ob- servar en cada texto, en cada pasaje, en cada pa? rrafo si el motivo central aparece suficientemente claro.
discurrimientcs esta? dentro de las propias obras de arte. En la medida en que es esto verdad no admiten el ser comparadas. Pero si? quieren anularse unas a otras. No en vano reservaron los anti- guos el panteo? n de lo conciliable a los dioses o a las ideas mien- tras que a l~sobras. de arte, entre si? enemigas mortales, las . impul- sar~n al ag~n. La Idea de un <<panteo? n del clasicismo>>, que au? n abClgaba Ki? erkegaard, es una ficcio? n de la cultura neutralizada. Pues al representar la idea de 10bello repartida en mu? ltiples obras,
cada una en particular necesariamente referira? la idea total recla- mara? la belleza para si misma en su particularidad y jama? s'podra? reconocer su condicio? n pardal sin anularse a si? misma. En cuanto una, verdadera e ineparente, en cuanto libre de tal individuacio? n la belleza no se representa en la si? ntesis de todas las obras en 1; unidad de las artes y del arte, sino de forma viva y real;' en el
ocaso del propio arte. Toda obra de arte aspira a tal ocaso cuando quiere llevar la muerte a todas las dema? s. Asegurar que todo arte tiene en si? su propio final es otra expresio? n para el mismo hecho. Este impulso de autoaniquiIaci6n de las obras de arte - su ma? s intima rendenci? a-c. , que las empuja hacia la forma inaparente de lo bello, es el que incesantemente excita las supuestamente inu? ti- les disputas este? ticas. Estas, mientras desean obstinada y tenaz. mente encontrar la razo? n este? tica, enzarza? ndose asi? en una inaca- bable diale? ctica, hallan contra su voluntad su mejor razo? n, porque
de ese modo esta? n utilizando la fuerza de las obras de arte que las absorben y elevan a concepto para fijar los limites de cada una colaborando as? a la destruccio? n del arte, que es su salvacio? n. La tolerancia este? tica, que valora directamente las obras artisticas en su limitacio? n sin romperla, lleva a e? stas al falso ocaso, el de figu- rar unas al lado de otras, en el que a cada una le es negada su
particular pretensio? n de verdad.
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. . Para Anatol~ France. - Inc1uso virtudes tales como la recep-
tividad, la capacidad de reconocer lo bello dondequiera que se pre- 73
? ? ? sente, hasta en lo ma? s cotidiano e insignificante, y gozarse en ello, empiezan a exhibir un momento problema? tico. En otro tiempo, en la e? poca de rebosante plenitud subjetiva, la indiferencia este? . tica respecto a la eleccio? n del objeto expresaba, junto con la fuer- za para arrancar su sentido a todo lo experimentado, la relacio? n con el mundo objetivo mismo, el cual, aunque en todas sus por- ciones todavi? a antago? nico al sujeto, le era pro? ximo y con significa- do. En la fase en que el sujeto abdica ante el enajenado predomi- nio de las cosas, su disposicio? n para percibir dondequiera lo posi-
tivo o lo bello muestra la resignacio? n tanto de su capacidad cri? ti- ca como de su fantasi? a interpretativa inseparable de la primera. Q uien todo lo encuentr a bello esta? en peligro de no encont rar nada bello. Lo universal de la belleza no puede comunicarse al sujeto de otra forma que en la obsesio? n por lo particular. Nin- guna mirada alcanza lo bello si no va acompan? ada de indiferencia
y hasta de desprecio por todo cuanto sea externo al objeto con- templado. Es so? lo por el deslumbramiento, por el injusto cerrarse de la mirada a la pretensio? n de todo lo existente como se hace justicia a lo existente. Al romarlo en su parcialidad como lo que es, esta su parcialidad es concebida - y reconciliada - como su esencia. La mirada que se pierde en una belleza u? nica es una mi- rada saba? tica. Obtiene del objeto un momento de descanso en su jornada creadora. Pero si esta parcialidad es superada por la con- ciencia de lo universal introducida desde fuera y lo particular es afectado, sustituido o equilibrado por e? sta, entonces la justa vi- sio? n de la totalidad hace suya la injusticia universal radicada en la alteracio? n y sustitucio? n mismas. Esa justa visio? n se convierte en introductora del mito en lo creado. Ningu? n pensamiento esta? dis- pensado de esa complicacio? n, por 10 que no debe mantenerse torpemente a toda costa. Pero todo radica en la manera de efec- tuarse la transicio? n. La corrupcio? n proviene del pensamiento como acto de violencia, de acortar el camino que so? lo a trave? s de 10
impenetrable encuentra lo universal, cuyo contenido se conserva en la impenetrabilidad misma, no en una coincidencia abstracta de diferentes objetos. Casi podri? a decirse que la verdad depende del lempo, de la perseverancia y duracio? n del permanecer en el individuo: lo que va ma? s alla? sin haberse antes perdido roralmen- te, lo que avanza ya hacia el juicio sin haberse hecho antes cul- pable de la injusticia que hay en la contemplacio? n, al final se pierde en el vaci? o. La liberalidad que concede a los hombres su derecho de forma indiscriminada desemboca en su aniquilacio? n, igual que la voluntad de la mayori? a va en detrimento de la mino-
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tia, burla? ndose asi? de la democracia a cuyo principio se atiene. De la bondad . indiscriminada respecto a todos nace tambie? n la frialdad y el desentendimiento respecto a cada uno, comunlce? n- dose asl a la totalidad. La injusticia es el medio de la efectiva justicia. La bondad ilimitada se roma justificacio? n de todo lo que de malo existe al reducir su diferencia con los vestigios de lo bueno nivela? ndose en aquella generalidad que cobra expre- sio? n desesperanzada en la sabiduri? a mefistofe? lico-burguesa segu? n la cual todo cuanto existe merece su destruccio? n *. La salvacio? n de lo bello, aun en el embotamiento o la indiferencia, parece asi?
ma? s noble que la tenaz persistencia en la critica y la especifica- cio? n, que en verdad muestra una mayor inclinacio? n por las orde- naciones de la vida.
A esto se suele oponer la sacralidad de lo viviente, que se refleja hasta en lo ma? s feo y deforme. Pero su reflejo no es in- mediato, sino fragmentario: que algo sea bello so? lo porque vive, por lo mismo implica ya fealdad. El concepto de la vida en su abstraccio? n, al que se recurre, es imposible de separar de lo opre- sivo, de lo despiadado, de lo propiamente morti? fero y destructivo. El culto de la vida en si? lleva siempre al culto de dichos poderes. Lo que es as! manifestacio? n de vida, desde la fecundidad inagota- ble y los vivaces impulsos de los nin? os hasta la aptitud de aque- 1Ios que llevan a cabo algo notable o el temperamento de la mu-
jer, que es deificada a causa de que en ella el apetito se presenta en estado puro, todo ello, considerado absolutamente, tiene algo del acto de quitarle a un posible otro la luz en un gesto de ciega autoafirmacio? n. La proliferacio? n de 10 sano trae inmedia- tamente consigo la proliferacio? n de la enfermedad. Su ami? doro es la enfermedad consciente de si misma, la restriccio? n de la vida propiamente tal. Esa enfermedad curativa es lo bello. Este pone freno a la vida, y, de ese modo, a su colapso. Mas si se niega la enfermedad en nombre de la vida, la vida hipostasiada, por su ciego afa? n de independencia de ese otro momento se entrega a e? ste de lo pernicioso y destructivo, de lo ci? nico y lo arrogante. Quien odia lo destructivo tiene que odiar tambie? n la vida: so? lo lo
muerto se asemeja a lo viviente no deformado. Anatole France IiUpO, a su lu? cida manera, de tal contradiccio? n. <<No - hace decir al bene? volo sen? or Bergeret- , prefiero creer que la vida orga? nica es una enfermedad especi? fica de nuestro feo planeta. Seri? a biso- porteble creer que tambie? n en el universo infinito todo fuera
" Fausto, J, 1380. [N. del T. }
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? ? ? ? ? de hecho se evaporan en la nada. No so? lo han sido, como sabi? a Nietzsche, todas las cosas buenas alguna vez malas: las ma? s deli- cadas, abandonadas a su propio peso, tienen la tendencia a ter- minar en una brutalidad insospechada.
Seri? a inu? til pretender indicar la salida de semejante encerrona. Sin embargo, es posible sen? alar el desdichado momento que roda aquella diale? ctica pone en juego. Se encuentra en el cara?
cter ex- cluyente de Jo primero. La relacio? n primitiva supone ya, en su mera inmediatez, aquel orden temporal abstracto. El propio con- cepto del tiempo se ha formado histo? ricamente sobre la base del orden de la propiedad. Pero la voluntad de posesio? n refleja el tiempo como temor a la pe? rdida, a la irrecuperabilidad. Lo que es, es experimentado en relacio? n a su posible no-ser. Motivo de sobra para convertirlo en posesio? n, y, en virtud de su rigidez, en una posesio? n funcional capaz de intercambiarse por otra equi- valente. Una vez convertida en posesio? n, a la persona amada no se la ve ya como tal. En el amor, la abstraccio? n es el complemento de la exclusividad , que engan? osamente aparece como lo contrario, como el agarrarse a este u? nico existente. En este asimiento, elob- jeto se escurre de las manos en tanto es convertido en objeto, y se pierde a la persona al agotarla en su <<ser mi? a>>. Si las personas dejasen de ser una posesio? n, dejari? an tambie? n de ser objeto de intercambio. El verdadero afecto seri? a aquel que se dirigiese al otro de forma especificada, fija? ndose en los rasgos preferidos y no en el Idolo de la personalidad, reflejo de la posesio? n. 10 especi? - fico no es exclusivo: le falta la direccio? n hacia la totalidad. Mas en otro sentido si? es exclusivo: cuando ciertamente no prohi? be la sustitucio? n de la experiencia indisolublemente unida a e? l, pero tampoco la tolera su concepto puto. La proteccio? n con que cuen- ta lo completamente determinado consiste en que no puede ser repetido, y por eso resiste lo otro. La relacio? n de posesio? n entre los hombres, el derecho exclusivo de prioridad esta? en consonancia con la sabiduri? a que proclama: ? Por Dios, todos son seres huma- nos, poco importa de quie? n se trate! Una disposicio? n que nada sepa de tal sabiduri? a no necesita temer la infidelidad, porque es- tara? inmunizada contra la ausencia de fidelidad.
toria irresistible que va de la aversio? n del nin? o al hermanito re-
cie? n nacido y el desprecio del estudiante avanzado hacia el novato, 50 y pasando por las leyes de inmigracio? n que en la Australia social-
demo? crata excluyen a quien no sea de raza cauca? sica, al exterminio
fascista de la minori? a racial, con lo cual todo calor y todo amparo
devorar o ser devoeedo. >> La repugnancia al nihilismo que hay en sus palabras no es so? lo la condicio? n psicolo? gica, sino tambie? n la condicio? n material de la humanidad como utopia.
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Moral y orden temporal. - La literatura, que ha tratado todas las formas psicolo? gicas de los conflictos ero? ticos, ha desatendido el ma? s elemental de los conflictos externos por su obviedad. Se trata del feno? meno del <<estar ocupado>>: que una persona amada nos rechace no por inhibiciones o antagonismos internos, por ex- cesiva frialdad o excesivo ardor reprimido, sino por existir ya una relacio? n que excluye otra nueva. El orden temporal abstracto. jue- ga en verdad el papel que quisie? ramos atribuir a una jerarqufa de los sentimientos. Hay en el estar ocupado, fuera de la libertad de eleccio? n y decisio? n, algo totalmente accidental que parece con-
tradecir de forma rotunda la pretensio? n de la libertad. En una sociedad curada de la anarqui? a de la produccio? n de mercanci? as, difi? cilmente habri? a reglas que cuidasen el orden en que se han de conocer las personas. De otro modo, tal reglamentacio? n cqui- valdria a una intolerable intervencio? n en la libertad. De ahi? que la prioridad de lo accidental tenga tambie? n poderosas razones de su parte: si se prefiere a una nueva persona, la anterior sufre el dan? o de ver anulado un pasado de vida en comu? n y en cierto modo borrada la experiencia misma. La irreversibilidad del tiem- po proporciona un criterio moral objetivo. Pero tal criterio esta?
hermanado con el mito igual que el tiempo abstracto mismo. La exclusividad que hay en e? l se despliega por su propio concepto en el dominio exclusivo de grupos herme? ticamente cerrados y, finalmente, de la gran industria. Nada ma? s pate? tico que el temor de los amantes a que los nuevos puedan absorber amor y ternura - la mujer de sus posesiones, precisamente porque no se dejan poseer-e, y justamente a causa de aquella novedad creada por el privilegio de lo ma? s viejo. Pero en este motivo pate? tico, con el cual se desvanece todo calor y todo amparo, comienza una trayec-
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Lagunas. -La exhortacio? n al ejercicio de la honradez intelec- tual, la mayori? a de las veces termina en el sabotaje de las ideas.
? ? ? Su sentido esta? en acostumbrar al escritor a detallar de modo ex- pli? cito todos los pasos que le han llevado a una afirmaci6n suya para asi? hacer a cada lector capaz de repetir el mismo proceso y, si es posible - en la actividad acade? mica-c-, duplicarlo. Ello no s610 opera con la ficcio? n liberal de la comunicabilidad libre y uni- versal de cada pensamiento impidiendo su concreta y adecuada expresi o? n, sino que tambie? n resulta falso como principio para su exposicio? n misma. Porque el valor de un pensamiento se mide por su distancia del continuo de lo conocido. Objetivamente pierde con la disminucio? n de esa distancia; cuanto ma? s se aproxima al standard preestablecido, mayor merma sufre su funcio? n antite? tica, y s6lo en ella, en la relacio? n expli? cita con su anti? tesis, y no en su existencia aislada, se funda su pretensio? n. Los textos que escru- pulosamente se empen? an en reproducir sin omisiones cada paso, Irremediablemente caen en la banalidad y en una tediosidad que no so? lo afecta a la tensio? n de la lectura, sino tambie? n a su propia sustancia. Los escritos de Simmel, por ejemplo, adolecen en su conjunto de una incompatibilidad entre su objeto particular y el
tratamiento escrupulosamente dia? fano del mismo. Ostentan lo par- ticular como el verdadero complemento de aquel te? rmino medio en el que Simmel equivocadamente vei? a el secreto de Goethe. Pero por encima de todo esto, la exigencia de honradez intelectual carece ella misma de honradez. Si se accediera por una vez a seguir el dudoso precepto de que la exposicio? n debe reproducir el pro- ceso del pensamiento, este proceso seri? a tan poco el de un pro- greso discursivo peldan? o a peldan? o como, a la inversa, un venirle al conocedor del cielo sus ideas. El conocimiento se da antes bien en un entramado de prejuicios, intuiciones, inervaciones, autoco- rrecciones, anticipaciones y exageraciones; en suma, en la expe- riencia intensa y fundada, mas en modo alguno transparente en todas sus direcciones. De ella da la regla cartesiana que recomien- da dirigirse simplemente a los objetos, <<para cuyo conocimiento claro e indubitable parece bastar nuestro espi? ritu>>, junto con el orden y la disposici6n a que hace referencia, un concepto tan falso como la doctrina opuesta, pero en el fondo afi? n, de la intuicio? n esencial. Si e? sta niega el derecho de la lo? gica, que pese a todo se impone en todo pensamiento, aque? lla lo toma en su inmediatez, referido a cada acto intelectual individual y no mediado por la corriente de la vida consciente del que conoce. Pero de ahi? surge tambie? n el reconocimiento de la ma? s radical insuficiencia. Pues si los pensamientos honestos acaban irremediablemente en la mera repeticio? n, ya sea de 10 descubierto, ya de las formas cetegoriales,
el pensamiento que renuncia a la total transparencia de su ge? nesis lo? gica en intere? s de la relacio? n con su objeto se hace siempre un tanto culpable. Rompe la promesa que pone en la forma misma del juicio. Esta insuficiencia se asemeja a la de la linea dc la vida, que corre torcida, desviada, desengan? a? ndose de sus premisas, y que sin embargo so? lo siguiendo ese curso, siendo siempre menos de lo que podri? a ser, es capaz de representar, bajo las condiciones dadas a la existencia, una li? nea no reglamentada. Si la vida reali. rase de modo recto su destino, 10 malograri? a. Quien pudiera morir viejo y con la conciencia de haber llegado a una plenitud exenta de culpa, seri? a como un muchacho modelo que , con una cartera in- visible a la espalda, aprobase sin lagunas todos los cursos. Pero en todo pensamiento que no sea ocioso queda grabada como una marca la imposibilidad de su completa legitimacio? n, igual que en. tre suen? os sabemos que hay unas horas matema? ticas que por pasar una feliz noche en la cama desperdiciamos, y que nunca se podra? n recuperar. El pensamiento espera que un buen di? a el recuerdo de lo desperdiciado lo despierte, transforma? ndolo en doctrina.
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? ? ? MINIMA MORALIA
Segunda parte
1945
Where everything is bad it mus! be good
l o knoflJ the wor st .
F. H . BRADLEY
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Tras el espe;o. - Primera medida precautoria del escritor: ob- servar en cada texto, en cada pasaje, en cada pa? rrafo si el motivo central aparece suficientemente claro.
