Todo Dios supremo es terrible y lo admiramos
mientras
«re
nuncie, sereno, a destruimos».
nuncie, sereno, a destruimos».
Sloterdijk - Esferas - v2
Pues dentro del
círculo hay un número infinito de lugares y habitáculos. Pues cada uno de
491
los bolos reposa en su propio punto y átomo, que ningún otro puede al
canzar jamás. Tampoco pueden dos bolos estar a la misma distancia del
punto medio, siempre uno está más alejado y otro, menos»243.
Que sólo Cristo pudiera alcanzar el centro del 10 de modo irre
petible tiene, pues, dos motivos substancialmente diferentes. Uno
ontológicamente puntual: dos puntos no pueden estar en el mismo
sitio (una proposición que aplica el principio de la no-identidad de
lo diferenciable), por lo que para el Cusano, aunque es verdad que
con relación al centro absoluto hay un número infinito de aproxi
maciones, nunca puede darse la coincidencia de dos puntos. Otro
ontológicamente esférico: el privilegio de Cristo de ser el único que
puede jugar con una bola perfectamente redonda (gtobus personae
suae), so pena de que pudiera decirse que también el Dios hecho
hombre fue una bola ovoide244. Que Cristo haya mostrado cómo ha
cer diana (idealistamente: hénosis, identificación; psicoanalíticamen-
te: fusión imaginaria): eso es el Evangelio traducido a un lenguaje
deportivo. Para el Cusano hablar de «acertar al blanco» o «dar en el
blanco» es un giro bienvenido, en tanto que refuerza la causa del
centrismo. También la imagen de la diana contribuye a contrarres
tar los efectos descentrantes de los comentarios herméticos sobre el
centro que está en todas partes.
Parece que el Cusano se convenció en su última época de que las
temeridades místicas sólo producen, en definitiva, alboroto existen-
cial y social, y de que lo que importa en el peligroso tema de la bola,
esfera, es consolidar la ortodoxia cristológica frente a la especula
ción sobre fuerzas centrípetas. ¿No es la salvación, en última instan
cia, una cuestión de centrarse? Pero ¿cómo ha de poder apuntar el
alma a lo mejor, si el centro no puede ser mostrado, buscado, en
contrado como una magnitud estable? Centrum autem punctus fixus
est245: así es el tenor de las reflexiones cusanas, que no disimulan sus
preocupaciones conservadoras por el afianzamiento lógico del cen
tro. Ciertamente, para la percepción sensible y no ilustrada este cen
tro queda oculto, dado que la redondez perfecta siempre permanece
invisible, pero la meditación espiritual bien encaminada no puede
equivocarse completamente cuando recuerda que la bola de Dios
492
puede intuirse o considerarse intellectualiteráe dos maneras: una, ba
jo la idea del mínimo absoluto o del punto puro, que encierra todo
en forma simple en su redondez invisiblemente perfecta (omnia com-
plicans); otra, bajo la imagen del máximo o de la bola dimensionada
al todo, en la que reposa todo desplegado en grado máximo y que
por tanta perfección resulta invisible para ojos sensibles246.
Evidentemente, en la diana del Cusano la región que queda más
cerca del margen extremo no puede ocupar ningún lugar digno de
mención, dado que se juega exclusivamente en vistas al centro; el
ludus globi entero representa un ejercicio de centrado: «Parece que
toda la fuerza está escondida en el punto medio»247. Aquel cuya bo
la quedara en el anillo 1 sería prácticamente un alma condenada;
quien nunca jamás alcanzara el 10, estaría en peligro hasta el final.
Eljugador más reflexivo sería, en cualquier caso, aquel que medita
en sus tiradas cómo su bolo tambaleante atraviesa todos los pelda
ños del despliegue de lo existente, antes de que tuerza hacia el cen
tro -que recoge todo maravillosamente en sí- y se pare en su cerca
nía. Por muy extraño que suene: los nueve anillos del blanco cusano
representan los coros de los ángeles o de los peldaños del ser, que,
según la doctrina neoplatónica, emanan del Super-Uno y contienen
los prototipos de todo existente. Así pues, eljugador de bolos se di
vierte nada menos que con la ontoteología al completo. Ycon cada
tirada pone en juego todo el sistema de clasificaciones o distincio
nes católicas, la doctrina entera de las categorías. La diana o blanco
representa lo existente en su totalidad, y, ciertamente, en comple-
tud conceptualmente esencial.
Hay, pues, diez géneros diferentes de distinciones (generadiscretionum),
a saber, la divina, que se presenta en el punto medio y como causa origina
ria (causa omnium), y las otras nueve, representadas en los nueve coros an
gélicos. Y no son más, ni en número ni en distinción (nec numen nec discre-
tioni). De ahí resulta evidente por qué he representado así el reino de la
vida y por qué he asimilado el punto medio a la luz del sol, y por qué he
pintado los tres primeros círculos que le siguen ígneos, los tres siguientes
aéreos (aetheoros)y los tres últimos, que acaban en un negro de tierra (in ni-
gro terreno\ acuosos, por así decir248.
493
Que el negro usual en las dianas de los tiradores se convierta en
el Cusano en un blanco o dorado puede, quizá, considerarse como
un éxito de espiritualización. Pero con la representación de las co
sas, sobre todo de las exteriores, Nicolás de Cusa se adentra en un
terreno ilusorio y capcioso. El que lo existente esté repartido en
nueve coros -algo que expuso Dionisio Pseudo-Areopagita en su tra
tado sobre Lajerarquía celeste, y que asume el Cusano- sólo refleja en
principio los tres órdenes (ordinesj, subdivididos cada uno a su vez
en tres escalones, de las inteligencias angélicas, cada uno de los cua
les ocupa un rango teofánico propio y manifiesta un aspecto de
Dios: desde los espíritus superiores, cercanos a Dios, que conocen
todo a la vez por simple intuición (in divina simplicitate simul omnia),
hasta los ángeles del entendimiento discursivo -de menores presta
ciones, pero sí capacitados para la verdad, no obstante-, que ya se
emparentan de cerca con los intelectos humanos249. Que estas nue
ve esferas de espíritus suijan como anillos luminosos del centro
divino por una especie de propagación de ondas y, sin embargo,
siempre «permanezcan en el origen» de algún modo es algo que,
con buena voluntad de entenderlo, puede ratificarse -con intrín
seca coherencia y sin exaltados presupuestos doctrinarios- en con
formidad con las convenciones de la doctrina neoplatónica de la
emanación. Pero en el caso del Cusano no basta con esa cadena des
cendente de luces; pues las luces emitidas desde Dios en avances
progresivos y ordenados han de recubrir o satisfacer a la vez las re
giones de la totalidad cosmológicamente concreta: por eso ésta, co
mo muestra la diana, ha de presentar tres ámbitos y nueve escalones,
con un borde externo ciertamente oscurecido y tendencialmente
desespiritualizado.
Y con ello se manifiesta el desastre sistémico. Pues, aun con la
mejor voluntad, ese borde no puede interpretarse como instancia
ínfima de los mundos de luces y ángeles. Contemplémoslo otra vez
más de cerca: en el blanco cusano los tres anillos exteriores están
pintados de negro terreno y acuosamente para caracterizar simbólica
mente, según los elementos, la escasez de luz de las tres regiones os
curas. En la primera de esas zonas «terrenas» se encuentran las fuer
zas minerales, en el segundo anillo las fuerzas de los elementos,
494
todavía más difusas y más pobres de estructura, con las que se men-
tan, ciertamente, tierra, agua, aire y fuego. Del último anillo, que
lleva el número 1y representa materias subelementales, dice inclu
so eljocoso cardenal que figura el caos informe (figurat ipsum confu-
sum chaos): una región en la que las emanaciones del centro de luz
se habrían atenuado tanto que ya no consiguen ningún tipo de efec
to formal en la materia. De lo que se sigue que el Dios de luz (a pe
sar de su atributo «infinito») tiene un margen oscuro al que ya no
llega su capacidad de ordenación.
Aquí se hace evidente la contradicción del sistema. Si las propo
siciones teocéntricas tuvieran realmente el mismo significado que
las cosmológicas, o al menos fueran compatibles con ellas, ello sig
nificaría que el noveno coro del Areopagita y el primer anillo del
disco cusano, el caos informe, serían equivalentes. Pero esto es com
pletamente absurdo, dado que no significaría otra cosa que definir
el caos como teofanía y afirmar que la casi-nada, las heces, el polvo
húmedo conocerían a su modo a Dios. (Nota bene, ser luz significa: cap
tar a Dios desde un escalón determinado. ) Entre las premisas que
reconoce el Cusano un enunciado así es totalmente impensable.
Pues Nicolás recalca una y otra vez que sólo el alma inteligente del
ser humano puede llevar a cabo, en ascensión, el progreso (progres-
sio) desde lo informe a lo diferenciado (de confuso ad discretumf50.
Pero que lo informe (chaos confusum) sea una inteligencia, más exac
tamente: el noveno escalón, más alejado, de las inteligencias irra
diadas por Dios, es algo que no podría afirmarse ni con la voluntad
de sistema más desesperada.
Considerando la periferia del sistema esférico cusano se muestra
en toda su devastadora crudeza cómo se fuerzan, para conjuntarlos,
ambos constructos esféricos incompatibles, el teoperiférico yel teo-
céntrico: con el resultado de que aparece un resto considerable y
molesto, que convence al analítico de la insuperable deficiencia o
incorrección del constructo. Pues que el anillo noveno, y más aleja
do, de inteligencias angélicas en tomo al centro divino pudiera go
zar aún de la exquisita capacidad de conseguir verdades válidas, re
ferentes a Dios, con los medios del entendimiento observador y
deductivo: es una tesis de la que puede suponerse que cualquier no-
495
platónico medio curioso y que no crea en los ángeles puede ratifi
car con el estudio del modelo emanativo. Pero que en la periferia
de la esfera de Dios -como si fuera idéntica absolutamente al globo
físico del mundo- aparezca ahora, a la vez, un caos informe, en cier
to modo como limbo o infierno previo a la escasez de luz y abando
no de forma: éste es el caso más grosero imaginable de una transición
a otro género o categoría, que sólo es posible por un salto violento
de la teosférica a la cosmosférica. Para el problema que Plotino só
lo pudo soslayar con enigmáticas sentencias teomatemáticas y los
árabes con proclamas ortodoxas, tampoco encuentra solución in
cluso el más grande pensador de la Edad Media tardía. La solución
habría sido comprender que hay que prescindir de lo imposible e
iniciar nuevos caminos del pensar.
Ese oscuro margen caótico del disco cusano del mundo testimo
nia la persistencia, dentro de los arreglos idealistas más generosos,
del proyecto físico no absorbióle. Lo que en el modelo cosmológico
estándar era el centro oscuro, el espacio sublunar y su núcleo infer
nal, sin luz, en el modelo del centro-luz aparece removido a la peri
feria, aunque es verdad que no lastrado directamente con significa
dos infernológicos.
Mediante ello ha de conseguirse a la fuerza algo que resulta tan
improcedente como imposible: un «margen» del mundo que conti
nuara siendo completamente controlado por el centro. Pór impe
rativos sistémicos ineludibles, la periferia de la esfera de luz, defini
da como caos, aparece ahora como lugar de Dios débil, perdido,
lejano; el margen extremo se convierte casi en una nada y en un ex
tranjero ontológico, donde ya no valen los pasaportes de la luz. La
luz se convierte aquí en no-luz; más allá de ese umbral Dios se arrui
na por emanación en su otro completamente diferente; se hunde
tanto en lo caótico que ya no regresa desde allí a sí mismo, a su ple
nitud.
Que una fractura del sistema de tan elemental violencia se abra
-o más bien pudiera ser soslayada, para que nada se abriera- dentro
de las consideraciones más sutiles del mayor pensador de su tiempo
demuestra lo que quizá era de esperar de todos modos: incluso los
intentos más ingeniosos del autismo integral, que se presenta como
496
teología, de hacer del mundo algo inmanente a Dios están conde
nados a la producción de puntos débiles sintomáticos. En ellos se
delata la imposibilidad, sistémicamente condicionada, de encerrar
concéntricamente el globo del mundo en el globo de Dios. Por mu
cha analogía del ser: el maximus mundus no puede contener en sí,
sin contradicción, el magnus mundus. Como hemos visto, en el reino
neoplatónico de luz, al mundo real físico se lo relega tanto a una si
tuación exterior que ya no puede hablarse en serio de una inclusión
del mundo en Dios. Por su sombría marginalidad el mundo se con
vierte en impenetrable para el Dios central mismo.
Tampoco el paso a una perspectiva filosófico-natural podría me
jorar la situación del modelo cusano. En los estudios de historia de
las ideas relativos a la revolución de la imagen de mundo en la edad
moderna se acostumbra a poner de relieve, elogiosamente, al Cusa-
no como el predecesor de la idea de un universo, si no infinito, sí
sin límites, sin tener en cuenta que con ello sólo se celebra otra im
posibilidad; pues, dado que en la imagen teológico-natural del mun
do Dios se representa como entronizado «sobre todas las cosas», se
alaba al gran cardenal, de hecho, porque colocara a Dios en una le
janía inconcebible del mundo. Si se hubiera abordado al Cusano
con respecto a este riesgo blasfemo, sin duda él habría recurrido rá
pidamente a su modelo fundamental neoplatónico, pero sólo para
confirmar el resultado que ya explicamos: tendría que haber retor
nado a un mundo que a causa de su marginalidad excesiva se habría
vuelto irrecuperable incluso para el Dios central mismo. Por eso la
ceuvrecusana. remata en una ambigüedad monumental: el centrismo
conservador mantiene en jaque al infinitismo revolucionario, como
si una explosión fuera bloqueada en el instante de su encendido. A
la vista de este diagnóstico resulta quizá comprensible por qué los
influjos del Cusano en la posteridad son, casi sin excepción, de na
turaleza indirecta251. El pensador más poderoso de su época hubo
de malgastar sus fuerzas en la situación teórica más desesperanzada.
Así como en cualquier monismo hay necesariamente espíritus
renegados que hacen palpables los límites del espacio unitario, en
el mundo-uno de la metafísica de la luz existe también un resto opa
497
co -además, un resto del tamaño del universo físico casi entero-
que no se puede recuperar interpretándolo como un modus de la
luz en ámbitos más alejados del centro.
La relación de Dios y mundo puede regularse tan poco por la re
lación cuantitativa de lo máximo con lo grande como por la dispo
sición de la materia del mundo en la periferia de Dios. En cuanto
en este sublime sistema de irradiación se visualiza el mundo como
cuerpo extenso, pesado y compacto, va abriéndose paso hacia de
lante un residuo no-integrable, un exterior abultado, que obedece
a leyes propias, más exactamente: que obedece a no-leyes propias, y
que desmiente la inmanencia de todas las cosas en la esfera de luz.
Por tanto, en el mundus catholicus hay indudablemente materia
perdida, del mismo modo que en el margen o periferia del reino de
espíritus hay un sinnúmero de almas perdidas que dan vueltas en la
massa perditionis. Todo lo que se extravía es alejado de la esfera bue
na. Ycómo no: también en eljuego por el centro divino quedan se
gregados siempre un gran número de perdedores a posteriori (que
tuvieron una oportunidad) y uno mayor aún de perdedores a priori
(que no tuvieron ninguna oportunidad). Con ello, la pretensión evan
gélica del juego de ser un juego para todos se diluye en una parti
cular y polemógena.
Así pues, tampoco el catolicismo filosófico pudo lograr nunca si
no un sistema de exclusividad inclusiva: lo acostumbrado cultural
mente, por tanto. Por eso se quedó en una forma regional, en una
cultura en sentido antropológico, en un orden simbólico, que para
algunos lo significa absolutamente todo, mientras que para un sin
número de gente sólo representa una pared tras de la que se desa
rrolla un drama hermético y provinciano, que, dependiendo del
punto de vista, puede considerarse una tragedia o una comedia. Si
una forma católica, como forma de formas, hubiera pretendido in
cluir realmente todo lo existente «según el todo», káta hólon, y abar
car los mundos particulares en su diversidad inagotable, lo primero
que habría tenido que hacer es renunciar a su propio modo de ser
centrado. De hecho, una totalidad de totalidades, para poder ser
válida para lo que pretende, habría de difuminarse a sí misma y per
derse en las culturas de los otros: de modo parecido a como losje-
498
Transposición de la cosmología de cubiertas precopemicana
a la teoría política; la tierra fija, estable, de lajusticia es circundada
por las siete virtudes mayestáticas (o cubiertas planetarias); en tomo
a ellas se extiende el cielo de las estrellas fijas de los ministros,
héroes y consejeros. La reina abarca ese cielo como Dios
el firmamento; en John Case, Sphaera Civitatis, 1588.
Omnibus idem. Emblema del siglo xvii.
El sol único luce uniformemente
sobre Babilonia y Jerusalén.
suitas en China se convirtieron en mandarines y a como los prime
ros mensajeros del cristianismo asentaron pie en suelo indio como
sadhus ascéticos o doctos brahmanes. Cómo podría haberse realiza
do con gran estilo un tal olvido de sí voluntario y si siquiera había
de realizarse es algo que no se ha hecho evidente, en modo alguno,
incluso tras experimentos de quinientos años con la globalización
de la forma del mundo (política y epistémicamente) y con la crea
ción de formas de vida posmonoteístas (cultural y éticamente).
La decisión del año 1742 del Vaticano de prohibir a los misione
ros la asimilación a los ritos chinos e indios muestra muy a las claras
cómo en su primer gran prueba el universalismo europeo prefirió
el amor a sí mismo al amor a los otros252. Pero es dudoso que el cam
bio del catolicismo de la vieja Europa al pensar neohumanista de los
derechos humanos pudiera haber hecho justicia al impulso holísti-
co del hén kaí pán, en caso de que lo quisiera.
500
Rosetón de la catedral de Troyes,
siglox i i i . FotodeJohnGay.
¿Cómo imaginarse una «cultura sin centro»? ¿Ycómo concebir
al Uno, que da que pensar también como multiplicidad, de modo
que no pudiera caer bajo el monopolio de un único sistema? Todo
indica, mientras tanto, que la primera catolicidad del complejo ecle-
sial-colonial de la vieja Europa hace tiempo ya que se ha transfor
mado en la segunda catolicidad del mercado mundial de capitales e
informaciones. Comprender in actu este segundo universalismo es
el sentido de una filosofía que intenta diagnosticar la época: su
punto de vista o de fuga es una ontología del mundo liquidado en
501
dinero, convertido en liquidez financiera. En el capítulo que cierra
este volumen indicaremos qué puede significar ese cambio estruc
tural de la ecúmene desde el punto de vista esferológico. Allí nos
preguntamos, haciendo algunas alusiones a la reconstrucción filo
sófica de la globalización terrestre, por la historia y el estatus de la
última esfera.
502
Excurso 5
Sobre el sentido de la proposición no dicha:
La esfera ha muerto
Lo que más extraña en la parábola de Nietzsche del hombre lo
co que anuncia la muerte de Dios es su penoso anacronismo: ¿Quién,
sin la prueba del hecho mismo, hubiera considerado posible que to
davía en el umbral del siglo XX un pensador hiciera una escena his
térica a causa de las hipótesis bruniano-copemicanas? La obra pos
tuma de Copémico sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
apareció (1543) no menos de trescientos cincuenta años antes de La
gaya ciencia, y ya habían pasado trescientos años desde que se pro
dujeron los primeros ataques de los filósofos de la naturaleza y de
los astrónomos a la venerable idea de la esfera de las estrellas fijas y
del cielo cristalino253. Cabría suponer que en la época de Nietzsche
ya hacía tiempo que el pensamiento cosmológico había pasado a la
orden del día, y que la gran reforma «del cosmos cerrado al univer
so infinito» no podía provocar personalmente a nadie.
De hecho, el siglo XIX no espera mucho, en general, del cielo fí
sico, cuya extensión infinita es aceptada ya por los legos como un
dato más entre otros; desde hace tiempo se ha esfumado el recuer
do de la época de las cubiertas, el geocentrismo se ha reducido a
una fábula lejana, las doctrinas milenarias sobre las esferas se con
servan nada más que como curiosidades de la historia de la imagen
de mundo, como testimonios de la ofuscación humana y como sig
nos admonitorios de la política católica de ignorancia. La fractura
entre religión y física se ha hecho oficialmente insuperable, y las
Iglesias, abatidas, han abandonado sus pruritos de magisterio filo-
sófico-natural. Por lo que respecta a las miradas al cielo y al hori
zonte del tiempo, el mundo ilustrado vive en un infinitismo sin lá
grimas, lleno de fe en la convergencia inenturbiable entre futuro y
progreso. El mañana pertenece a los telescopios más potentes y a
prestaciones sociales superiores, ¿de qué lamentarse, entonces?
503
En estas rutinas optimistas, bien ejercitadas, que parecen dar tes
timonio de madurez cosmológica, se introduce, reventándolas, el
hombre loco de La gaya ciencia, montando a los contemporáneos
una inesperada escena gótica. Nietzsche sacó de su sarcástico asilo
la figura del hombre del tonel, el archicínico Diógenes de Sínope,
para hacerle pasear, provisto también con su linterna, por una mo
derna plaza de mercado: esta vez buscando otra cosa que seres hu
manos. Del Sócrates furibundo de los antiguos, por medio de una
metamorfosis a la que contribuyeron lo suyo el platonismo y el cris
tianismo, ha resultado un exaltado monje mendicante, un predica
dor de cuaresma inusual, un acusador que quiere introducir a sus
oyentes en una frenética meditación de culpabilidad. Se trata, sin
duda, de un perturbado que se abrasa en hiperexcitaciones solita
rias, y que, como todos los auténticos dementes, quiere arrastrar a
los cuerdos a una locura compartida. ¿Qué podría volver más locos
a los seres humanos que el culpabilizarse de haber hecho algo de lo
que, incluso con la mejor voluntad, no se pueden acordar? El hom
bre loco sabe dónde ha de atacar: con la clarividencia del loco au
téntico se entrega a su misión de acusar a los seres probos que le ro
dean de un delito atroz e inconmensurable.
¿A dónde se ha ido Dios? , gritó. ¡Os lo diré! ¡Nosotros lo hemos mata
do: vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! . . . ¿Cómo consolamos, noso
tros, los más asesinos de todos los asesinos?
La insanity de esta intervención queda patente bajo dos aspectos:
por una parte, no puede comprenderse, sin más, cómo habrían de
llegar los seres humanos a explicar la invisibilidad de Dios, no por
su encubrimiento natural, sino como una ausencia en la base de la
cual hay un atentado; por otra, lo que no se puede entender de nin
gún modo es cómo a los presuntos asesinos no se les denuncia co
mo culpables, sino que se les compadece como necesitados de con
suelo. La confusa escena puede esclarecerse si se afronta desde el
espíritu de la psiquiatría comprensiva: quizá en el mensaje del hom
bre loco se esconde un núcleo de sentido que aparece en cuanto se
interpreta la escena como una concentración de diferentes dramas
504
mentales; algo así como una amalgama de dos escenas, la primera
de las cuales se desarrolló en el Gólgota y la segunda en Frauen-
berg, Prusia oriental; con Cristo como víctima, en el primer caso, y
Copémico como autor del crimen, en el segundo.
Así pues, cuando el loco lanza al mundo su grito «Dios ha muer
to» no sólo tiene por qué estar imaginariamente, como sería de es
perar, al pie de la cruz del Gólgota, más bien actuaría, a la vez, como
contemporáneo de la revolución bruniano-copernicana, y hablaría
no tanto del hijo de Dios que en la cruz declinó su espíritu cuanto
de la forma-Dios de Occidente, la esfera sacra más exterior, la cú
pula del cielo, que a causa del gran giro cosmológico del siglo XVI se había diluido en nada: en todo lo cual pueden considerarse cir cunstancias atenuantes tanto las reservas circular-conservadoras del canónigo Copémico como las cautelas de Kepler frente a la idea de un universo infinito. Según ello, el loco se movería en una escena interior, respecto de la cual está convencido que habría de hacer época también en la conciencia de todos los demás seres humanos; se habría convertido en testigo de un asesinato de Dios y habría vi vido un Viernes Santo cosmológico, al que no seguiría un cambio pascual, como sí siguió al del Evangelio: «¡Dios ha muerto! ¡Dios si gue muerto! ».
A esta lectura corresponde la manifestación de que «lo más sa
grado y poderoso que poseía el mundo hasta ahora» murió desan
grado b¿yo nuestros cuchillos: con esta expresión los asesinos de Dios
no parecen una coalición de judíos y romanos que crucifiquen al
Cristo, sino conjurados ante cuyas puñaladas sucumbe el César di
vino. Pero da igual si la primera escena recuerda los idus de marzo
o recuerda el Viernes Santo, en cualquier caso de ella se sigue el
motivo de un hecho inconsciente o incomprendido por sus autores:
así como los asesinos de César, que creían liberar la República del
dictador, no sabían lo que hacían, tampoco los actores del Gólgota
eran conscientes de en qué acción se habían dejado implicar como
cómplices.
Que el hombre loco, en sus delirios, no pierde de los ojos el pa
radigma evangélico se muestra, por lo demás, en su patética tesis de
que ese hecho haría época y de que cualquiera que naciera después
505
pertenecería ya, a causa de él, a una historia «superior»: si bien no
post Christum crucifixum, sí, sin embargo, post sphaeram occisam. En
cualquier caso, en esa salida a escena se trata de una oscura parodia
del Viernes Santo, pues la proclama del hombre loco no tiene el
sentido de preparar la verdad del domingo siguiente. Ese profeta
no está loco porque hable de la muerte de Dios, sino porque no ha
bla de su resurrección; está loco porque se entrega a la creencia de
que con su mala noticia podría anular y suspender los éxitos tradi
cionales de la recepción del bien.
«Dios ha muerto»: esta frase no contiene nada nuevo para los
cristianos, si se considera que la han meditado desde siempre en sus
depresiones de Sábado Santo; sin embargo, con la proposición con
secutiva «Dios sigue muerto» se presenta una nueva resistencia fren
te a lo pascual, que no se sabe cómo integrar en la vida de los oyen
tes. El hombre con la linterna es un loco porque quiere importunar
a sus semejantes con un problema, frente al que no saben qué ha
cer para experimentarlo como suyo. Para suerte suya, no ven aún lo
que ve el loco, y mientras no lo vean no les importa lo que debería.
Así pues, en el fondo de su excentricidad, en el ser humano loco lo
que actúa no es confusión o trastorno; le impulsa la lucidez inso
portable de quien ha perdido la capacidad de participar en los
autoengaños, llamados sanos, de los demás. Está loco por un exce
so de potencia visual; ya no consigue mentirse en orden -engañar
se como si estuviera en orden él mismo y el mundo-. Ve con ojos
demasiado buenos lo peculiar de la nueva situación: cuando los
nuevos cosmólogos, tras Copérnico y Bruno, derribaron las cubier
tas planetarias y el firmamento, hicieron excéntrica la tierra y la
abandonaron a una inestabilidad cósmica para la que no estaba pre
parado ningún habitante de ella.
No obstante, hay que ser filósofo o teólogo para vivir una catás
trofe de imagen de mundo como si se tratara de una debacle del
propio sistema mental de inmunidad. Está fuera de duda que, de
acuerdo con su diseño evolutivo, los seres humanos no están pre
parados para conocimientos enfriadores de ese tipo: aunque la ma
yoría tampoco se resfrían por el nuevo conocimiento, porque, de to
dos modos, incluso en la llamada gran cultura, piensan y sienten en
506
formatos de inmunidad más pequeños, regionales y caseros. Para la
gran mayoría, con la respuesta a la pregunta de si hay un firma
mento, o no, no se decide mucho; para ella no existe «enfermedad
de muerte» alguna, cosmológicamente condicionada. Tras la aboli
ción de las cubiertas cósmicas, sólo para los pocos que utilizan el
formato metafísico para su propia forma de inmunidad -para los
adeptos a los libros, los intelectuales, los supersensibles- se plantea
también de forma existencial la pregunta de si pueden transfor
marse en seres capaces de arreglárselas con la nueva verdad.
El hombre loco es el individuo aventurado, cosmológicamente
despierto, de la Modernidad: el primero que ya no puede hacerse
ilusiones sobre la situación de la tierra. En sus hiperexcitaciones ex
perimenta el trauma de nacimiento del planeta abandonado a la in
temperie como si fuera el suyo propio; siente la caída de la tierra
fuera de las cubiertas imaginarias que le habían cobijado en el inte
rior de la totalidad divina durante una época de gestación de mile
nios; documenta su tambaleo precipitado -«hacia atrás, hacia el la
do, hacia delante, hacia todas partes»- como si lo experimentara en
su propio cuerpo; siente personalmente el frío de estar fuera, aque
llo de «noche y más noche», el vacío consuntor y la sensación de de
sierto y de extravío irreparable. En una palabra, el hombre loco no
es más que el síntoma histérico de la humanidad instruida: sin co
bijo, sin cubiertas, expuesta a la intemperie en la edad moderna. Po
ne a prueba la unidad de ilustración y pánico: vive la claridad y de-
socultamiento como existencia desnuda, sacada fuera, fuera de
quicio y envoltura.
El momento anacrónico de la salida a escena del hombre loco se
explica, entre otras cosas, porque sólo en los días de Nietzsche ha
bía llegado a su fin, incluso para los doctos, la época de las cons
trucciones auxiliares contra el vacío exterior: el reencantamiento
del espacio vacío como extensión de Dios en la teología de Newton
había fracasado, finalmente, como puro nihilismo gravitacional; los
intentos de la imaginación cósmica moderna de guarnecer lo in
menso con una multiplicidad variopinta de mundos se despacharon
al final como extravagancias literarias. Parece que por primera vez
en los días de Nietzsche se someten a prueba y se rechazan como
507
ineficaces todos los antídotos contra el desamparo cósmico. A par
tir de ahora hay que combatir con nuevos métodos la debilidad in-
munológica ontológica de los sujetos modernos.
Así, llevada a su contexto auténtico, la gran expresión de la
muerte de Dios significa algo completamente diferente a lo que es
tán acostumbradas a ver en ella las lecturas vulgares de cualquiera
de los partidos interesados; comprendida desde sus propias condi
ciones, trata del sentido de la pérdida de la periferia cósmica, del
desmoronamiento del sistema metafísico de inmunidad, que había
sostenido, dentro de un último formato, el imaginario de la vieja
Europa. Habla de la necesidad, que presidirá toda vida futura, de
afirmarse, gracias a su autoayuda inventiva, frente al hecho origina
rio de la edad moderna: una debilidad inmunológica metafísica, ad
quirida por ilustración. «Dios ha muerto» significa en verdad: la es
fera ha muerto, el círculo de amparo ha sido explosionado, el
encanto inmunológico de la ontoteología clásica se ha vuelto inefi
caz, y nuestra creencia en el Dios de lo alto, sin el que hasta ayer no
caía siquiera un pelo de la cabeza de un mortal, ha perdido la fuer
za, el objeto, la esperanza: pues lo alto está vacío, el margen ya no
da consistencia al mundo, la imagen se ha caído del marco divino.
Yjunto con la imagen, también los seres humanos hubieron de sa
lirse de su armadura de fe, y desde entonces existen sólo como en
caída libre. Tras el atentado científico al círculo de cobijo, el encan
to personal de la geometría quedó liquidado. Inmanentes son los
seres humanos sólo al exterior: hay que vivir con esa complicación.
Pero ¿cómo puede garantizar el exterior la forma de inmanen
cia o el albergue interior? Es verdad que la ingeniosa solución pro
visional del siglo XVII de divinizar el espacio infinito mismo y espa-
cializar al Dios infinito -un camino que tomaron pensadores como
Henry More o Malebranche- consiguió retardar el estallido de la
crisis atea, pero no logró detenerlo254. En el espacio desencantado
los individuos pueden sucumbir ante los resfriados más triviales, las
ofensas más cotidianas, si no consiguen cobijarse dentro de una se
gunda inmunidad, que habría que movilizar con potenciales pro
pios, sin consideración al marco trascendental. Si la antigua religión
fue el amuleto natural de la primera salud, una salud poscopemi-
508
cana habrá de servirse de amuletos superiores y artes de inmunidad
más complejas.
Con ello sale a la luz una razón objetiva para las asincronías en
la reserva de mentalidad de las sociedades modernas: mientras que
unas, como por una demora milagrosa, pueden creer todavía en un
ser objetivo ordenador, las otras ya han comenzado a entender que
están condenadas a construcciones propias de orden. Los teólogos
se van, llegan los diseñadores. Entre ellos impera la ley de los ma
lentendidos, que desune irremediablemente a quienes con métodos
asaz diferentes han de solucionar el mismo (aunque exactamente no
el mismo) problema. Por eso, la salida a escena del hombre loco da
testimonio ya, con toda energía, de la aparición de la fractura de la
mentalidad: «Llego demasiado pronto», dice después, «no es tiem
po todavía». Pues mientras que los pocos que hoy sufren las enfer
medades de mañana han colocado en su orden del día la invención
de una segunda salud, la mayoría vive aún como si no hubiera pa
sado nada, en la robustez primera aunque con un vago mal humor,
no pocas veces en una airada falta de comprensión frente a las preo
cupaciones de aquellos que están condenados a operar con com
plejidades superiores. Del roce inevitable entre ambas clases de in
munidad surge lo que desde el punto de vista del diagnóstico de los
tiempos ha de considerarse como la tensión fundamental de la Mo
dernidad: la confrontación entre desilusiones a la ofensiva e ilusio
nes a la defensiva. Economía de Ilustración: el mercado libre de los
desencantos molestos y la libre elección del ilusionista que cure.
La guerra de los sistemas de inmunidad es la realidad de lo real
en la era posterior al asesinato de Dios: se dirige como si se tratara
de una guerra mundial de las profundidades, entre ingenuidad y
no-ingenuidad. ¿Quién podría afirmar que abarca con la vista los
frentes de este acontecer belicoso? Precisamente porque en muchas
partes han perdurado, casi intactos, los posicionamientos de los an
tiguos sistemas simbólicos de inmunidad, la noticia de una «su
puesta» muerte de Dios puede rebotar en ellos como una informa
ción externa. Por lo que respecta al hombre loco, está convencido
de que, también a los ingenuos de hoy, les llegará un día la hora en
la que se romperá su inmunidad apoyada en la ilusión:
509
La luz de los astros necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, in
cluso después de realizados, para ser vistos y oídos. Este hecho les resulta to
davía más distante que los más distantes astros: ¡y sin embargo ellos han hecho
lo mismo! TM
Es la maldición del hombre loco saber, ya en el momento del he
cho, lo que para la mayoría sólo devendrá experiencia interna en el
lejano futuro y mucho tiempo después: que se trata de un delito co
metido entre todos, por el que se destruyó a Dios y el sistema de in
munidad del ser: un crimen debido a insolencia intelectual, un cri
men alevoso cometido por consecuencia con el pensar, un delito de
curiosidad, por el que salió a la luz una verdad con la cual los seres
humanos no están, en principio ni la mayoría de las veces, prepara
dos para vivir. El hecho de que aquí se recuerde, y por dos veces, la
luz de las lejanas estrellas no sucede casualmente, pues el auténtico
escenario del asesinato de Dios no es otro que la cubierta extrema
del viejo cielo de éter, la esfera de las estrellas fijas, que había su
cumbido bajo las puñaladas de los conjurados: Digges, Bruno, Gali-
leo, Descartes y otros muchos. Para todos esos avispados autores del
crimen vale la palabra del Señor: no saben lo que hacen, dado que
ninguno de ellos podía ser consciente de que, con su anulación del
último cielo protector y cobijante, perpetraban un alevoso crimen
teológico-inmunológico, del que siglos después aún hará causa de
queja el hombre loco.
Desde el punto de vista de Nietzsche, la muerte de Dios aparece
como una especie de catástrofe climática producida por el hombre.
El hecho de que la utilización de las capacidades racionales huma
nas siguiera sus propios caminos desencadenó una época glacial
atea, en la que la pregunta por el «cómo» de la supervivencia hu
mana hubo de plantearse de nuevo desde la base misma. Tal cosa
sólo pudo suceder porque desde el Renacimiento las prácticas cog
noscitivas europeas se emanciparon de los condicionamientos cató
licos del modo tradicional de ser humano y pretendieron estable
cerse ellas mismas como una magnitud de propio derecho. En sus
errabundas y afiladas reflexiones de La gaya ciencia, sólo pocas líneas
antes de la parábola del hombre loco, Nietzsche manifiesta a las cla
510
ras, efectivamente, ese secreto de una Ilustración autolesiva, caren
te de consideración ante necesidades de siempre del ser humano:
Es algo nuevo en la historia el hecho de que el conocimiento pretenda
ser algo más que un medio2TM.
Así pues, ¿el ser humano sólo es para Nietzsche condición mar
ginal y medio de un proceso de verdad que le trasciende? Si el co
nocimiento se ha convertido en fin en sí mismo, el ser humano ten
dría que estar preparado a disponerse él mismo como medio para
ese fin superior. En ese caso sería lícito que el conocimiento pasara
por encima de condiciones y necesidades humanas, sin que los se
res humanos tuvieran por qué quejarse ante consecuencias no de
seadas del conocimiento. Si el ser humano cognoscente es un me
dio para algo que lleva más allá de él, podría resultar que su propia
puesta en peligro por la destrucción de sus antiguas necesidades de
inmunidad le precipitara en una crisis creadora de la que quizá sal
ga como una criatura superior: más allá de las ilusiones protectoras
de su primera naturaleza. Tras la muerte de la esfera, este gran «si»
condicional transforma toda vida en un «experimento del cognos
cente». «La vida no es argumento alguno; el error podría estar en
tre las condiciones de la verdad. »257
Con esta peligrosa frase se pone de manifiesto lo que desde el
punto de vista crítico-cognoscitivo persigue la parábola del hombre
loco: la salida a escena del Sócrates, vuelto doblemente loco, sirve
para dirigir a la contemporaneidad la pregunta de cómo sobrevive
el ser humano después de que hayan desaparecido las condiciones
en las que vivía hasta ahora. ¿Cómo es posible existencialmente el
ser humano que ha de plantearse a sí mismo la pregunta: cómo soy
posible sistémicamente? ¿Qué es la vida tras su autoesclarecimiento
por la biología? ¿Yqué será de la filosofía si ha de aparecer en el fu
turo como amor a un saber relativo a debilidades inmunológicas su
perables, fatales o todavía indeterminadas?
511
Capítulo 6
Antiesferas
Exploraciones en el espacio infernal
Por mí se va hasta la ciudad doliente,
por mí se va al eterno sufrimiento,
por mí se va a la gente condenada.
Antes de mí nofue cosa creada,
sino lo eterno y claro eternamente.
Dejad, los que estáis aquí, toda esperanza2TM.
En la metafísica teológica, sobre todo en la medieval, Dios es el
título de una hiperinmunidad que insiste en que han de ser supe
rados todos los sistemas de seguridad simplemente autoideados,
simplemente hechos por el hombre. De ahí el delirante interés de
los teólogos, teóricamente comprometidos, por aquello que consi
deran la magnitud inconmensurable de Dios: quieren a cualquier
precio un Dios más grande del cual nada se pueda pensar, más aún:
un Dios mayor que todo lo que se pueda pensar; Anselmo de Can-
terbury conoce ya esa sutil escalada. Hacer campaña en favor de la
participación en el bien de inmunidad alto, en el más alto, en el más
que alto, es el sentido de toda propaganda metafísico-religiosa.
Cuando se trata de la salvación de los mortales, sólo resulta sufi
cientemente grande lo más grande de lo pensable y aquello que es
inimaginablemente más grande que lo más grande pensable. Por
eso los seres humanos, según consejo sacerdotal unánime, bajo nin
guna circunstancia han de estar seguros de sí mismos: perderían
con esa postura el acceso a las estructuras de inmunidad sobrehu
manas, en las que parece que sólo se puede participar al modo de
la entrega, es decir, del dejarse-sostener por el garante supremo.
Con este argumento justifica la teología eterna su interés psica-
513
gógico: quitar seguridad a los seres humanos en sí mismos, para que
se aseguren más arriba, en el Dios omnipotente. Dado que ese Dios,
como cobertura de todas las coberturas y soporte de todos los so
portes, ofrece el máximo grado de aseguramiento e inmunidad, hay
que renunciar a todos los autoaseguramientos mentales más pe
queños, en los que la vida humana se labra su continuidad día a día,
año a año (todo esto, suponiendo que se haya de desear siquiera es
te supremo seguro divino); desde luego, donde ejercieron el poder
los sacerdotes monoteístas intentaron imponer por encima de todo
ese seguro, aunque nada más fuera por la razón de que un sacer
docio así, bien entendido, sólo podía legitimarse precisamente como
agencia de la inmunización suprema por medio de un Dios semper
rnaior, gradualmente elevado al infinito. (De lo contrario, curande
ros o santones regionales podrían cumplir tan bien, o mejor, tareas
de inmunidad. )
Con el elogio de Dios como fuente suprema, en absoluto, de
protección aseguradora de almas, se instala una dialéctica que pro
voca potencial y actualmente paradojas de inmunidad devastadoras.
Pues para poder afirmar a Dios como el supremo asegurador, la teo
logía tiene que hacer de él, primero, algo inquietante, exaltándole
desmesuradamente: para ensalzarlo como el ser de absoluta con
fianza, hay que contraponerlo al mundo humano como el absoluta
mente otro inaccesible; para canalizar hacia él torrentes de entrega
confiada, hay que describirlo como catarata que nos arrastra sin sa
ber adonde. Para festejarlo como patrocinador intangible de la se
mejanza fiel entre el alma y él mismo, hay que afirmar de él, a la vez,
una «desemejanza cada vez mayor»39; para encomiarlo como el ser
más digno de amor en absoluto, hay que hacerlo terrible comojuez
escatológico. Con ello, la forma general de esas paradojas puede
describirse como un debilitamiento de la inmunidad con el fin de
procurar la inmunización suprema. La vacuna con lo terrible y ab
solutamente otro ha de proporcionar a lo propio la seguridad últi
ma. Como sueño en una debilidad pura, el masoquismo primario se
realiza en lo sublime: en la esperanza de obligar a la parte fuerte,
mediante sumisión a ella, a una condescendencia protectora.
Se puede afirmar que fueron las tensiones producidas por estas
514
paradojas las que dinamizaron la historia de la religión de Oriente
Próximo y de Europa en la era del auge de los monoteísmos. En
ellas se muestra qué precio tan enorme exigieron los sistemas de
aseguramiento anímico de tipo eclesial, altamente metafisizados. Lo
que hoy se discute como fundamentalismo es todavía la manifesta
ción, tan inequívoca como ineludible, de aquella paradoja basal de
inmunidad inherente a las religiones monoteístas: buscar la seguri
dad máxima en lo estremecedor, y el último fundamento en el va
cío.
Todo Dios supremo es terrible y lo admiramos mientras «re
nuncie, sereno, a destruimos».
Cuando la inmunidad y la salvación se postulan al absoluto, apa
recen, por necesidad sistémica, riesgos enormes de desgracia y ca
lamidad, que eran desconocidos antes de la búsqueda de seguridad
última e inmunidad suprema. Con el anhelo de seguridad inflacio-
na el miedo. Pues un Dios que ha de poder conceder «eterna bie
naventuranza» como contraprestación de seguridad suprema, tiene
que estar provisto del poder de desbaratar todos los aseguramien
tos humanos para sustituirlos por pólizas del absoluto. Los poderes
de ese mismo Dios llegan necesariamente a tanto que pueden asig
nar también contraprestaciones negativas: sobre éstas habla la
Edad Media en sus temores al infierno y en sus visiones de un sub
mundo en el que los mal asegurados tienen que pagar las conse
cuencias de no haber contado con el Dios amable y temible de la
hiperinmunidad.
Así pues, quien quiera saber, aunque nada más fuera por interés
histórico, en qué consistía el Dios de los teólogos no ha de omitir
una visita al infiemo cristiano. Pues el infierno es la segunda cara
del Dios de amor y adoración de que gustan los teólogos, el reverso
necesario de la teología de la communio: por eso Dante, por muy obs
ceno que pueda sonar, tiene toda la razón cuando hace decir a su
puerta del infierno que ha sido construida por el primer amor. Co
mo hemos visto, en el peor de los casos, la proscripción y excomu
nión fuera de la filosofía y de su ciudad redonda llevó a que los
ateos debieran ser abandonados fuera de la ciudad, sin enterrar, en
terreno de nadie260; en lo sucesivo observaremos cómo la excomu
nión fuera de Dios conducirá a una extinción por internamiento.
515
Esqueleto predicante
de la catedral de Murcia, siglo xvi.
Esto es, pues, el infierno cristiano: el campo de exterminio para di
sidentes del primer amor.
Que el círculo, que ofrecía a la ingenua geometría de inmuni
dad la más plausible de todas las formas de envoltura, puede deve
nir a la vez el motivo formal de un devastador desaseguramiento y
de una pérdida fatal de inmunidad: éste es el descubrimiento del
que se habla y discute en la ciencia cristiana del espacio infernal. Si
se vuelve a leer su manifiesto, los cantos-Inferno de Dante, desde una
posición esferológica y pospsicoanalítica, uno se da cuenta de que
lo que aparece en él es una primera fenomenología psiquiátrica en
forma de una teoría del tormento depresivo de estrechez y opresión
y del círculo vicioso existencial. Con el alzado de la estructura de los
infiernos Dante proporcionó, a la vez, él modelo de todo análisis del
albergue o cobijo en lo falso: pues -bien lo sabe Dios- sus habitan
tes del infierno están cercados y rodeados eficazmente, pero no, en
absoluto, en coberturas tónicas, ni en círculos buenos. Con consi
deraciones holistas de inmensa ironía, la infernología de Dante po
ne en evidencia que aparte de las esferas del éxito existe también
una redondez de la desesperanza encerrada en sí misma y autorre-
fluyente.
Ya a primera vista el fresco del infierno del poeta hace com
prender una doble atrocidad: no sólo expone, a tamaño épico, un
submundo de sufrimientos humanos eternizados; integra también
esa negra enciclopedia en las formas circulares, en las que se puede
comprobar una alusión, en la que es imposible no reparar, al mon
taje y organización divinos de la totalidad del sufrimiento. Con ello,
lo infernal se perfila tanto más claramente, pues cuando los inquili
nos de los anillos inferiores soportan sus torturas con cieno, sangre,
fuego y hielo, además de ello están condenados, adicionalmente, a
percibir a cada instante el carácter afirmativo de sus tormentos. ¿Có
mo, si no, podrían éstos aparecer como autorizados por la forma cir
cular? Sarcásticamente perfecto, cada rincón del infierno se arre
donda o aboveda en tomo a sus prisioneros; para mayor gloria de
Dios, cada demonio ayudante martiriza a sus clientes en el lugar me
ticulosamente señalado. Parece que el infiemo dantesco, por la for
517
ma concéntrica de su disposición, rinda homenaje al Dios-forma; su
estructura de nueve peldaños copia lajerarquía pseudo-areopagíti-
ca de los coros angélicos261.
El inframundo de Dante está dispuesto en forma de embudo, co
mo un megáfono del que, ascendiendo del centro de la tierra hasta
el final superior más ancho, procede un ensordecedor huracán de
lamentos. Su forma mantiene el punto medio entre el orden más se
reno y el horror más extremo. Quien quiera saber lo mucho que al
canzan las consecuencias de que san Agustín -uno de los Padres de
la infemología cristiana- defendiera la bondad y la buena factura
de todo lo creado - omne ens est bonum- sólo necesita visitar el más
allá más elaborado de la cultura visionaria europea: este infierno
pensado hasta el final, que se mantiene enteramente en el círculo,
como la filosofía. Si fuera posible que la forma se separara comple
tamente del contenido, el inferno de Dante significaría, más aún que
el paraíso, el triunfo del formalismo divino. Si realmente la luz de
todo lo que es proviniera de la Luz, la nonidad de los círculos del
inframundo podría considerarse también como un programa exce
lente teomorfológicamente hablando; el infierno sería la mazmorra
más arreglada, incluso la ciudad más perfecta, que les fuera conce
dido habitar jamás a los seres humanos. Se habría empleado a los
mejores diseñadores para desarrollar ideas eternas negativas; la
obra ejecutada podría llevar el indicativo de calidad made in heaven.
Lo único que no podría ser intención directa de Dios serían los ho
rribles contenidos del infierno, de modo que para las escenas de
tormento eterno se necesitaría una deriva a causas coadyuvantes no-
divinas.
Sobre la puerta del infierno aparece esta frase:
FECEMILA DIVINA POTESTATE,
LA SOMMA SAPIENZA E L PRIMO AMORE
[Hízome la divina potestad,
el saber sumo y el amor primero],
una expresión que manifiesta la complicidad de confianza-en-Dios
518
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 14:
Ed elli a me: «Tu sai che 7 loco e tondo;
e lutto che tu sie ven uto molto,
pur a sinistra, giu calando alfondo,//
non se’ ancor per tutto il cerchio vólto»
[Respondió: «Sabes que es redondo el sitio,
y aunque hayas caminado un largo trecho
hacia la izquierda descendiendo al fondo,//
aún la vuelta completa no hemos dado»].
y cinismo, y que ha podido inspirar a posteriores gestores de habi
táculos así inscripciones análogas en los portones. Por medio de ello
se pone en evidencia lo que costó a la fracción católica de la huma
nidad imponer su concepto de Dios como el inmunizador absoluto.
Para poder concertar pólizas de fe al estilo romano había que hacer
del asegurador divino alguien formidable en grado sumo: quien que
519
ría prometer el cielo tenía que poder amenazar con el infierno. Y
dado que el infierno tenía que ser un infierno por la gracia de Dios,
era necesario imponerle el sello formal del creador: el círculo.
Pero ¿no engaña también en este caso, como en toda la ontolo-
gía catolicizada, la ilusión homogénea, redondo-concéntrica? ¿Pue
de, de hecho, la esfericidad de las regiones inferiores del ser poseer
la misma dignidad morfológica que los ámbitos cercanos a Dios? ¿Es
posible que el círculo del infierno fuera substancialmente el mismo
que aquel en el que los ángeles y los redimidos celebran en eternos
éxtasis corales al punto central superbueno? ¿Hemos de inferir aquí
también, todavía bajo la impresión de sugestiones platónicas, de la
forma cíclica el optimum objetivo, de la apariencia redonda el ser
bien conformado? Está fuera de duda que Dante mismo habría res
pondido afirmativamente a estas preguntas, puesto que su cons
trucción del infierno se orienta por concepciones escolásticas de or
den, y está diseñada y poblada en correspondencia con la ortodoxia
teomorfológica. Esto no impide que el texto manifiesto, aparte de
la autolectura del autor, exponga ideas que quedan fuera del círcu
lo de jurisdicción de doctrinas ortodoxas. Cuando se trata de am
pliar la estructura del infierno, sabe hacerlo mejor la poesía misma
que el poeta y sus informadores escolásticos. Como hemos de mos
trar, la globalización del sufrimiento en el infierno sigue una ley
propia que sólo en apariencia es idéntica a la de la circularidad di
vina.
El penetrante predominio de las formas circulares, que llegan
hasta el fondo del infierno, pone en evidencia un sentido secunda
rio morfológico, de cuyo análisis se deduce que Dios no pudo afir
mar su monopolio de la forma circular sin que fuera impugnado
por ello. No consiguió reservar para sí el círculo como su sello for
mal inalienable; la redondez no es su rúbrica infalsificabie bajo ca
da una de sus criaturas bien logradas. En la obra de Dante se mues
tra, más bien, que la región del demonio posee una circularidad,
reflexividad y armonía sui generis. Es posible que nos volvamos a en
contrar aquí, y bajo un aspecto distinto, con aquella duplicación de
las esferas que fue comentada más arriba como dualidad irreducti
ble de esfera del mundo y esfera de Dios262. Si en la imagen geocén-
520
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 19: lo stava come 7frate che confessa
lo pérfido assessin, che, poi ch’efitto,
richiama lui, per che la morte cessa
[Yo estaba como el fraile que confiesa
al pérfido asesino, que, ya hincado,
por retrasar su muerte le reclama].
trica del mundo Dios se representa necesariamente arriba y afuera,
como margen esplendoroso y altura hiperclara, en el esquema teo-
céntrico Dios tiene que ser pensado como protuberancia de luz,
que, rebosando eternamente desde el centro hiperespacial, lo abar
ca todo, mientras al mundo, tal como lo conocemos, se lo coloca en
la más oscura periferia. Pero así como Dios, en su esfera eufórica,
sólo emana luz y éxitos en coros y olas que acaban en las zonas pe
riféricas, formalmente débiles, de lo existente, así, en la otra, en la
esfera cósmica, el punto más alejado de Dios de lo existente, el cen
tro del infierno en el núcleo de la tierra, puede rodearse de los ca
prichosos anillos del malogro y del fracaso.
Es un submundo extrañamente despejado, de malogros supre
mos que refluyen incesantemente a sí y en sí mismos, ese a través del
que Dante es conducido por su guía, Virgilio; y aunque el poeta
tampoco deje duda alguna de que a sus ojos las estructuras circula
res de inferno, purgatorio y paradiso remiten, todas ellas, a una ordena
ción unitaria precisa de arriba que se manifiesta en el esquema nu
mérico nueve-siete-nueve, si se considera con mayor detenimiento
la circularidad de los espacios infernales se ve que posee, sin embar
go, un principio diferente y, sobre todo, un centro diferente que las
conformaciones esféricas en tomo a Dios. La convicción de que los
mundos circulares celestes e infernales pertenecen al mismo orden
es menos un conocimiento asegurado, tranquilamente examinable,
que un prejuicio piadoso y precipitado con el que se ha armado el
poeta para su horrible viaje. Se trata del mismo prejuicio que había
de proporcionar sostén y respaldo a la era de la seguridad dogmáti
ca cristiana, y del mismo que permitió a los pensadores medievales
hacer la vista gorda sobre la imposible congruencia entre esfera de
Dios y esfera del mundo. Para que Dios, en verdad, sea tal como lo
postula su concepto de todopoderoso e infinitamente bueno, los
exégetas tienen que representar su obra maestra, el mundo, mucho
más redonda yconseguida de lo quejamás pueden percibir los mor
tales al uso. Sólo en el prospecto teológico muestra la creación una
figura sugestivamente esplendorosa.
Para ningún sector del universo vale más esto que para el infier
522
no, que desde el punto de vista ontológico representa el valor lími
te extremo de mundaneidad. Sólo quien percibe el infierno bajo las
más fuertes idealizaciones puede visitarlo, al estilo de Dante, como
una zona periférica problemática de la integridad-todo bien redon
da. En consecuencia, sólo atraviesan sin daño espíritus humanos el
campamento infernal cuando se han armado de impavidez metafí-
sicamente bendita, es decir, de optimismo morfológico. Dado que
nada es tan contagioso como la proximidad a la gran miseria, tanto
temporal como eterna, los visitantes del infierno tienen que inmu
nizarse mediante la convicción de que incluso aquí todo sucede co
rrectamente. ¿Qué sería Dios si no adjudicara a cada uno lo suyo?
No se puede achacar, ciertamente, al infierno de Dante que le
falte un plan soberano. ¿No son estas calles del tormento, bien cons
truidas, prueba suficiente de lo bien fundamentadas y meditadas
que están las instalaciones infames? ¿No muestra la distribución mi
nuciosa del todo que la administración del campamento sabe lo que
hace, y no ha de contar también su saber, como cualquier intelecto,
con una luz de Dios? ¿No tiene la ciudad infernal Dis* la estructura
urbanística más madura263, y no resulta admirable el modo tan pre
ciso en que sus habitantes están alojados en arrondissements específi
cos, de acuerdo con la culpa de cada uno?
Armados de prejuicios valerosos y esforzados, descienden los
poetas al submundo y atraviesan universos espantosos para aproxi
marse a la residencia del summum malum. El poeta viviente se des
maya muy a menudo a lo largo del viaje, vencido por el horror y la
compasión, pero siempre vuelve a levantarse, alentado por el espí
ritu de Virgilio, que le asegura que también el infierno, a su mane
ra, está en orden. El vivo y el muerto no pueden sentir lo mismo en
este punto, porque Dante no consigue apropiarse de la sangre fría
del colega muerto. Sobre la meta de su viaje común al bajo mundo,
sin embargo, no hayjamás duda alguna para ambos videros. Para
ellos resulta evidente: sólo en el círculo ínfimo, en el finís maUyrum,
*«Dis», forma contracta de dives (rico), «el Rico», dios romano del mundo sub
terráneo, traducción latina de Plutón o Hades, dios de la muerte, de los muertos y
del infierno en Grecia. (N. del T. )
523
El embudo del infierno de Dante,
proyectado en la cúpula de Brunelleschi
de la catedral de Florencia.
se hará del todo patente qué significa siquiera, de qué va siquiera el
infierno.
El paso por las cámaras de tortura muestra analogías con el pro
tocolo de una audiencia dificultosa con un príncipe, sustraído a mi
radas profanas mediante numerosos círculos de muros y puertas vi
giladas. Tampoco en este infierno superior se han disipado del todo
las reminiscencias tardoantiguas de aquella suntuosidad de que
hacían gala los grandes reyes persas invisibles264. Pero, dado que el
príncipe del inframundo, como modelo de majestad negativa, ocu
pa en la imagen aristotélico-dantesca del mundo el centro más in
terior del cuerpo de la tierra, que es a la vez el centro absoluto de
la esfera del mundo, el lugar del demonio perseseñala el sitio don
de el cosmos físico está más recogido en sí mismo y donde con más
pureza se refleja en su esencia. Aquí se desvela la verdad sobre el
mundo bajo, sublunar, de materia terrena, en su totalidad; sólo aquí
puede esperarse una penetración definitiva en la naturaleza del
mundo no-etérico, no-luminoso, no-bienaventurado. Por su audien
cia ante el emperador de ese reino doloroso -lo 'mperador del doloro
so regno (Inferno, canto 34, 28)-, ambos poetas se asomarán a la os
curidad más impenetrable, a un dolor más allá de todo umbral,
inaccesible a cualquier narcótico.
El visye de ios poetas al polo más bsyo refleja con precisión el in-
femocentrismo de la cosmografía católica. El sentido del viaje al in
framundo es ver en su trono al príncipe de los demonios, a Lucifer
en persona, dado que el imperio sólo se entiende desde el imperator.
También aquí vale: como el señor, así el país. Como el centro, así la
periferia. Sin el culmen de la satanofanía, la travesía del infierno
quedaría sin resultado. Los vi¿yes al más allá sólo cumplen su obje
tivo cuando desde el extremo informan sobre la región como tal.
Pero la región no es otra, nada menos, que el mundo extradivi
no, puesto que su parte subterránea representa su extracto oscuro.
¿Quién habría de ocupar el extremo ínfimo del espacio físico sino
el príncipe de las tinieblas en persona? Sabemos por qué desde el
punto de vista cosmológico el centro del infierno ha de ser el pun
to más alejado de Dios del universo de cubiertas, y por qué ese
punto viene a residir en el interior de la tierra; veremos por qué des
525
de una perspectiva metafísica o moral el infierno se define como la
fuente de estímulo de la negativa a la comunicación esferopoética
con Dios. Pero, dado que el significado metafísico del infierno en
el análisis de Dante va suplantando y desplazando progresivamen
te el esquema cosmográfico, su inferno deja de ser simplemente un
reflejo de la constitución geocéntrica del ser. Más bien se muestra
que el infierno posee una potencia esferopoética propia y está suje
to a una circularidad antiesférica específica265.
Durante el descenso exploran ambos poetas ese orco de la de
presión, en el que la negación conforma anillos característicos, los
círculos de la angostura y de la falta de vista. Descubren el infierno
como apocalipsis de la egoidad. Una cosa es que el ángel caído se
apartara de Dios y se volviera a sí mismo; y otra, que su giro se con
virtiera en una caprichosa vorágine de la negatividad. Seguir las
huellas de esa vorágine infemógena es el sentido ilustrado-metafísi-
co del visye nocturno poético. A ese precario querer-saber responde
la figura de Beatriz, que inmediatamente antes del descenso se le
aparece al poeta desde el cielo con el fin de infundirle aliento para
su arriesgado viaje. Ella misma no parece entender muy bien lo que
le obliga a «descender aquí absyo y a este centro,/ desde el lugar al
que volver ansias» (scender qua giuso in questo centro/ de Vampio loco ove
tomar tu ardi; Inferno, canto 2, 83-84). Beatriz no se deja desconcer
tar en su misión de protectora y musa por esa falta de comprensión:
sí, quizá sólo puede convertirse en musa del poeta porque comple
menta con una especie de ceguera salvadora al hombre genial que
se siente impulsado a bajar al centro de la incomplementabilidad, al
abismo melancólico.
Con ello se ha puesto al descubierto algo así como un interés por
el retomo de la poesía al corazón de las tinieblas, interés que diri
ge el conocimiento en ese sentido; el poeta vive bajo el imperativo
de entender algo que resulta inaccesible a la comprensión humana:
la naturaleza de una negatividad infinita que ha arrojado su sombra
sobre su vida. Que el rechazo de la comunicación con Dios pueda
llegar a convertirse en una fuerza causal de derecho propio y que
los negadores se encierren en anillos de frustración autógena: ésa es
la intuición trascendental de la infemología de Dante. La imagen
526
prototípica de tal negatividad no puede encontrarse en ninguna
otra parte que en la posición luciferina; en ella se cumple la unidad
permanente de horror y negación.
Nunca el pensamiento estuvo tan alejado de la ingenuidad filo
sófica que sólo ve en el mal ausencia de bien. Considerado desde el
punto de vista dantesco, lo que han expuesto autores como Proclo
y, siguiéndolo a él, el archimístico Dionisio Pseudo-Areopagita so
bre la insubstancialidad del mal son sólo sentimentalismos endebles
de monjes sobreprotegidos. Como retratista del diablo y como on-
tólogo del espacio antiesférico, el poeta comprende cómo de la ne
gación, a pesar de todo, puede resultar algo y cómo de negativas y
privaciones proceden, no obstante, entornos compactos, compacta
mente estériles, y enredados en sí mismos.
Durante su travesía del contrarreino, Dante hace un descubri
miento ontológico-formal de gran alcance: cada condenado se haya
hundido en su propio entorno, que se forma de negaciones pene
trantes. Llamar un mundo a ese entorno sería una exageración ma
liciosa, pues la eterna presencia actual del oprimido, constreñido,
parodia el dato de un universo despejado, que brinda espacio. De
lo que al aire libre se llamaba mundo sólo queda aquí el carácter
hostil, lacerante y viscoso. Por eso conservan los delincuentes sus
cuerpos, porque son los requisitos imprescindibles para la fijación
de un alma a una tortura. El cuerpo es el minimal world que se utili
za para la reclusión de seres humanos en receptáculos de tormento:
eso es lo que los torturadores expondrían si estuvieran contratados
como docentes de antropología; sin torturología falta a las ciencias
del ser humano una rama esencial.
Por lo que respecta a la parte contraria, al opositor hay que en
tenderlo con seriedad ontológica como héroe-fundador de una for
ma de sujeto que reside en el centro de un gran imperio de nega
ciones y rechazos. Por eso, como portador o soporte de todas las
privaciones, ha de reconocérsele, al menos a nivel fenoménico, co
mo un algo poderoso y un alguien formidable. Desde su polo pe
netra a través de la creación como un contra-sol que emanara rayos
de frío; éstos crean en tomo al punto de congelación del ser exten
sos círculos, en los que una multitud innúmera se ha encajonado en
527
la imitatio diaboli. La cólera del opositor genera suficiente frío para
atender las necesidades de negatividad y encierro en sí de todo el
mundo inferior y medio. Si el diablo supremo puede contar con
partidarios y mantener súbditos es porque las negaciones son infec
ciosas y porque la esplendorosa imagen del mal moviliza grandes sé
quitos de adeptos, encerrados en sí mismos. El infierno de Dante re
presenta, por decirlo así, la primera ola individualista: cada uno
para sí y todos para el demonio. La integración de todos los egoís
mos individuales en un gran reino con estilo propio es el sentido de
esta infernografía que sorprende por su minuciosidad. Pone ante
los ojos cómo la negatividad se convierte en un espacio de tipo pro
pio y en qué consiste su principio concluyente.
La substancialización poética del infierno es una hazaña en la
historia de la meditación sobre la conditio humana, ya que condujo
al descubrimiento de la antiesfera (o del espacio depresivo). Con
ella, la esencia humana misma fue caracterizada por primera vez co
mo posibilidad de privación de esferas y desposesión de mundo.
Dante investiga con paciencia heroica un «final del mundo», en el
que ha cesado toda compartición de espacio anímico y toda com-
plementación por el otro. Pero, dado que el pensamiento medieval
no admite espacios abandonados, sin dueño, también al espacio de
presivo se le coloca al frente un príncipe. Por ello, el infierno mis
mo ha de presentarse en forma de reino o imperio; su hábitante
supremo mantiene, como gran señor, la forma feudal; el infierno
mismo guarda el protocolo imperial. Si pudiera suspenderse esta
condición, en el Satán de Dante podría reconocerse sin esfuerzo al
guno el portador ejemplar del riesgo de la humanidad moderna
mente insinuado.
El Satán de Dante es el primero en el que aparece como hecho
consumado aquello de lo que en el siglo X X se hablará bajo el pre
cario título ontológico de «ser-en-el-mundo». El diablo está plena
mente en el mundo porque funciona y hace de las suyas desde el
centro del mundo: teje relaciones «autorreferenciales» en tanto prin
cipio y modelo insuperablemente inmanente. Quien pretenda en
tender la estructura metafísica del cosmos medieval no puede per
der de vista ni un instante que en su centro congelado reside un
528
saurio de seis ojos, un ángel caído. Él, el opositor abatido, es el úni
co y el primero que está plenamente en el mundo, porque es el pri
mero y el único que ha perdido el mundo compartido. En tanto que
experimentó antes que cualquier otro el impulso a instalarse en una
antiesfera que sólo gira en torno a él mismo, él es el individuo clá
sico, empobrecido ontológicamente al modo típicamente moderno.
Él es el primer punto sin contra-punto, el primero no complemen
tado, el primero que vive solo, que, como centro sin un enfrente, gi
ra dentro de su furibunda fijación al sí mismo doliente. Si Dante
traslada su príncipe del infierno al centro absoluto del universo cor
poral tiene que aparecer la ilusión de que en esa posición se trata
del centro de una intimidad. En realidad, la posición de Satán, por
muy interna y centrada que parezca, es una posición absolutamen
te exterior y excéntrica. Como señor del país dolorido, es a la vez su
observador fijo. Describe su país con ayuda de la diferencia entre es
peranza y desesperanza, y elige en cada caso el valor oscuro. Por eso,
la concepción del infierno como forma suprema de intramunda-
neidad fallida ofrece sólo media verdad sobre las situaciones infer
nales. La otra mitad, la más oscura, sólo aparece a segunda vista: el
infierno, el infierno es el exterior*6.
529
Observación intermedia:
De la depresión como crisis de expansión
Como hemos visto, resulta inseparable de la interpretación clá
sicamente metafísica del mundo el optimismo morfológico que se
expresa en la convicción de que todo lo que es está contenido en
círculos etéricos sin mácula. En ese modo de ver las cosas, obstina
damente claro, se manifiesta la convicción de que todo existente de
manda, desde sí mismo, ser recogido y cobijado en la forma más
perfecta. Así como cualquier cosa anhela participar en la forma me
jor de su especie, también quiere tener el entorno y la compañía
mejores, bien ampliados, bien redondos. Si la filosofía del espíritu y
de la luz de la antigua Europa pudo resumir su esencia en el lema
omnia quae sunt, lumina sunt, «todo lo que realmente es, es de natu
raleza luminosa», la metafísica clásica, en general, habría tenido
que hacer suyo el principio de que todo existente está en círculos;
omnia quae sunt, in circulis sunt. El Cusano contribuyó al prestigio
doctrinal de este punto de vista con su tesis de que la filosofía ente
ra reposa en el círculo; tota philosophia in circulo posita dicitur. La fi
losofía clásica está convencida de corresponder en sus movimientos
circulares de pensamiento -de lo explícito a lo implícito y de lo im
plícito a lo explícito- a la ley constitutiva de lo existente. Desde el
punto de vista filosófico nunca habría pensado aún quien no se hu
biera introducido en este círculo claro. Hasta Heidegger permane
ció viva esta creencia en el círculo como padre de todas las cosas
producidas y conocidas. Por su instalación y recogimiento en bue
nos círculos, cada una de las cosas,junto con su rango en total, ha
recibido el sello formal de su buena factura, a la que pertenece tam
bién su cognoscibilidad en tanto ordenación a una inteligencia co
rrespondiente. Cada una de las cosas es totalmente ella misma sólo
en su esfera, que, a su vez, está cobijada en la esfera de todas las es
feras.
530
«El mundo es redondo en torno al ser-ahí redondo» (Gastón Ba- chelard). Pieles y horizontes son lo que mantiene lo vivo en límites vivos. En el contorno divino, piel y horizonte se vuelven idénticos. En las noches calientes del ser la vida individual se siente diluida en medio de la esfera vital. Así pues, en círculos tan buenos el ser-ahí sería siempre un ser en el lugar oportuno.
La depresión tiene otra verdad; experimenta el mundo bajo un diseño espacial opuesto. Éste se anuncia en primer lugar en la aver sión a la exigencia de prestar atención a la propaganda que se hace de lo bien acabado y conseguido. Y no hay que negar que lo positi vo siempre lo tiene fácil, dado que gira en un círculo en el que lo bueno conduce a lo bueno. Puesto que los círculos de suerte y feli cidad están trazados con amplitud, quien se mueve en ellos no va contra la pared. La experiencia fundamental de la depresión dice, por el contrario: las paredes se han colocado tan cerca que en el ám bito definido por ellas resultan imposibles movimientos razonables. Para los deprimidos el círculo es una forma que encierra; lo que tendría que haber proporcionado cobijo se cierra como un muro carcelario en tomo a la vida individual y aislada. Por ello, aunque sea rotante, el movimiento depresivo no se asemeja para nada al via
je circular de los héroes, cuya medida es la circunferencia universal. No tiene nada en común con el prototipo del movimiento circular a lo grande, movimiento exitoso, como el de la Odisea, que en la vuelta diferida a casa va convirtiendo al héroe en una persona hábil, experimentada, en una persona de mundo y completa. Quien es atrapado por la depresión está condenado a la pobreza de mundo, puesto que para él se detiene el viaje y el horizonte implosiona. Du rante sus paseos en la celda el preso sólo experimenta la gastada si metría de la ida y vuelta incesante: el modelo de la mala circulación, del mal tránsito, que esjustamente aquel en el que no hay preemi nencia alguna de la ida.
Lo que no conduce a ninguna parte no puede reconocerse como camino, ni de ida ni de vuelta. Cuando no hay camino, ni método para andarlo, no se persigue nada, no se aprende nada, alcanza na da, esclarece nada. El horizonte no se despliega, los puntos lejanos no se hacen atractivos. Mientras que siempre podría decirse aún mu
531
cho más de lo ya contado sobre una odisea que está sucediendo o ya
llevada a cabo, nada digno de mención puede informarse jamás de
estados depresivos. Ellos mismos aparecen ante sí mismos como de
finitivamente banales. A la depresión pertenece la evidencia inco
rregible de que nada propio vale la pena decirse; ninguna de sus ex
periencias merecería convertirse en tema; jamás interesarían para
nada a comunidades de hablantes. El sentimiento del mundo de la
pantera de Rilke, que da vueltas en su jaula sin olfatear mundo al
guno tras los barrotes, se corresponde con el diseño del mundo del
depresivo, que no alcanza siquiera a lo más próximo.
Desde el punto de vista esferológico la depresión significa el ani
quilamiento del espacio de relación. El buen espacio desaparece
cuando se colapsa el radio que había mantenido el punto y contra
punto,juntos pero separados, dentro de una circunferencia común.
Un mundo sin energía radial es la antiesfera: un entorno cualquie
ra alrededor de un punto sin pareja. Dado que el radio vital -el fa
lo-espacio o la fuerza expansiva de las esferas, por decirlo así- es la
luz lejana que ilumina el horizonte, el mundo necesitado de radio,
débil de luz, del depresivo se encoge hasta convertirse en una pre
sencia inmediata sin horizonte, que ha vuelto a acercarse a la indi
gencia de mundo del animal: con la diferencia de que la pobreza de
mundo depresiva manifiesta a pesar de todo una disonancia especí
ficamente humana, dado que incluso como modo expoliado de ser-
en-el-mundo posee un rasgo ontológico267.
Lo que se le ha dado al depresivo, esa su descolorida circuns
tancia, sigue siendo el mundo como todo, incluso aunque su dación
esté b¿yo el signo de la retención. El mundo se desvela aquí como
imposibilidad de emprender algo en él que signifique una diferen
cia para el actuante. Lo que se deniega, retiene, rehúye, ahí es el to
do de la existencia esférica, complementada. Cuando no hay posi
bilidad de dilatación o distensión de esferas falta el espacio en el
que pudiera realizarse una acción transformadora o en el que pu
diera pronunciarse una palabra eficaz, activa. La fuerza que pro
porcionara a la esfera su convexidad deja fuera de su radio de ac
ción al sí mismo adormecido. El todo: un estado de cosas vacío en
torno a un punto sin distensión.
532
Este espacio implosionado tiene su réplica en el amplio espacio-
entorno, que se toma a mal hacia todos lados, de la paranoia, en ese
«universo de la separación», del aislamiento, en el que el Saint-
Preux de Rousseau, el héroe de La nueva Eloísa, se siente encerrado:
«Mi espíritu sofocado quiere expandirse ahí y se encuentra compri
mido por todas partes». Rousseau dice en otro lugar sobre una de
sus figuras: «Se ha descubierto cómo encerrarlo en París en una so
ledad más terrible que la de bosques y cavernas. Entre los seres hu
manos no encuentra allí ni comprensión ni consuelo. . . todo le ro
dea y le mira con curiosidad, pero le rechaza»268.
Al deprimido sólo le resulta posible dentro de sí mismo repetir
rotaciones, en ningún lugar se le ofrece el punto de partida para
una acción creadora de espacio. Al contrario: el espacio se va enco
giendo cada vez más para él. El autor francés de diarios Amiel ha co
nectado ese retroceso de la expansión con un adelantarse hacia la
muerte:
La muerte nos reduce a un punto matemático; la destrucción que la
precede nos hace retroceder a círculos concéntricos, siempre más estre
chos, hacia ese último lugar de refugio inexpugnable. Sufro con antelación
ese cero, ese punto nulo, en el que forma y esencia se extinguen269.
Con ello descubre Amiel un secreto común a la depresión y a la
metafísica: que la muerte propia anticipada allana el camino a una
inmunidad perversa y agradable.
En la depresión existe un rasgo de aquel mal que la tradición ha
llamado el mal metafísico, porque en él, a la desazón por lo malo se
añade el descubrimiento de un fracaso. Puede ponerse nombre a la
fuente del mal: la imposibilidad de trasladarse y acomodarse en lo
abierto, al aire libre, es un entumecimiento o paralización de la ca
pacidad positiva de transferencia. Mientras que, por lo demás, en
caso de salidas al espacio, se transfiere la experiencia fundamental
«la expansión es buena» (los niños pequeños y los imperialistas dan
testimonio de ello), la depresión transfiere la inmovilización trau
mática de la capacidad de expansión: la inaccesibilidad, temprana
mente vivida, del complementados En su ausencia se colapsa el es
533
pació y se deja que el sujeto que está prisionero en una estrechez o
amplitud invivible se contraiga en el punto pánico del sí mismo.
Con la transferencia de ese punto-ser comienza la historia de la so
ledad.
Fin de la observación intermedia
534
El descubrimiento medieval de un lenguaje de la depresión se
produce con necesidad topológica, en principio, a partir de pene
traciones cognoscitivas en una relación macrosférica: habla, prime
ro, del temprano distanciamiento oficial del demonio de su señor y
enfrente divino. La situación depresiva no se descubre por un indi
cio privado o psicológico, sino como conflicto público o político en
tre el soberano y su criatura. Satán aparece como disidente de un
Dios que no es un genio privado, sino el Señor por encima de todo
rango. El distanciamiento entre esos adversarios no conduce a re
laciones íntimas enfriadas o envenenadas, sino a la creación de un
contramundo formal, de un exterior antiesférico. (Algo semejante
se produce a menudo también en las fases muertas de las hiperre-
laciones místicas entre el alma y Dios270. ) Por eso, en el mapa de lo
existente la depresión se señala en principio como una zona en la
que las existencias negativas se encuentran oficialmente en casa.
Con ello, la privación del ser aparece como una relación públi
ca. El círculo infernal primario, el que surgió de la rebelión, es el
punto que rota en sí mismo, en el que el ángel caído medita su fu
tura no-relación con Dios ante los ojos de todos. También ese pun
to es un «imperio»: puesto que en torno a él se forma un espacio va
cío en el que no surge nada que pudiera ser comunicado de modo
participativo. Una amplitud vacía se abre sin sentido en tomo a una
estrechez vacía; el individuo se instala en ésta como en una cápsula
rotante que actúa como su primum motile. En tomo a la primera es
fera de angostura pueden instalarse más anillos de estrechez de co
razón, mezquindad e indiferencia. Es la autocompasión, cargada de
autoodio, de este primer perdido la que mantiene la cápsula-yo en
giro permanente.
A causa de ello la localización central del ángel caído en el es
535
pació cósmico adquiere significados metafísicos: el centro del in
fierno es el punto del mundo desde el que puede percibirse la inac
cesibilidad del mundo para aquel que está allí. Satán posee la visión
panorámica completa, que le descubre la dimensión de la pérdida
del mundo; le fue dado el ojo espacial parmenídeo para contemplar
la abundancia de la privación; su anfiscopia capta el panorama en
tero de lo perdido. Por eso, en él la teoría y el autotormento se han
vuelto lo mismo; su ver es su padecer, su mirada en torno es su sín
toma: dolor por el mundo hacia todos lados.
círculo hay un número infinito de lugares y habitáculos. Pues cada uno de
491
los bolos reposa en su propio punto y átomo, que ningún otro puede al
canzar jamás. Tampoco pueden dos bolos estar a la misma distancia del
punto medio, siempre uno está más alejado y otro, menos»243.
Que sólo Cristo pudiera alcanzar el centro del 10 de modo irre
petible tiene, pues, dos motivos substancialmente diferentes. Uno
ontológicamente puntual: dos puntos no pueden estar en el mismo
sitio (una proposición que aplica el principio de la no-identidad de
lo diferenciable), por lo que para el Cusano, aunque es verdad que
con relación al centro absoluto hay un número infinito de aproxi
maciones, nunca puede darse la coincidencia de dos puntos. Otro
ontológicamente esférico: el privilegio de Cristo de ser el único que
puede jugar con una bola perfectamente redonda (gtobus personae
suae), so pena de que pudiera decirse que también el Dios hecho
hombre fue una bola ovoide244. Que Cristo haya mostrado cómo ha
cer diana (idealistamente: hénosis, identificación; psicoanalíticamen-
te: fusión imaginaria): eso es el Evangelio traducido a un lenguaje
deportivo. Para el Cusano hablar de «acertar al blanco» o «dar en el
blanco» es un giro bienvenido, en tanto que refuerza la causa del
centrismo. También la imagen de la diana contribuye a contrarres
tar los efectos descentrantes de los comentarios herméticos sobre el
centro que está en todas partes.
Parece que el Cusano se convenció en su última época de que las
temeridades místicas sólo producen, en definitiva, alboroto existen-
cial y social, y de que lo que importa en el peligroso tema de la bola,
esfera, es consolidar la ortodoxia cristológica frente a la especula
ción sobre fuerzas centrípetas. ¿No es la salvación, en última instan
cia, una cuestión de centrarse? Pero ¿cómo ha de poder apuntar el
alma a lo mejor, si el centro no puede ser mostrado, buscado, en
contrado como una magnitud estable? Centrum autem punctus fixus
est245: así es el tenor de las reflexiones cusanas, que no disimulan sus
preocupaciones conservadoras por el afianzamiento lógico del cen
tro. Ciertamente, para la percepción sensible y no ilustrada este cen
tro queda oculto, dado que la redondez perfecta siempre permanece
invisible, pero la meditación espiritual bien encaminada no puede
equivocarse completamente cuando recuerda que la bola de Dios
492
puede intuirse o considerarse intellectualiteráe dos maneras: una, ba
jo la idea del mínimo absoluto o del punto puro, que encierra todo
en forma simple en su redondez invisiblemente perfecta (omnia com-
plicans); otra, bajo la imagen del máximo o de la bola dimensionada
al todo, en la que reposa todo desplegado en grado máximo y que
por tanta perfección resulta invisible para ojos sensibles246.
Evidentemente, en la diana del Cusano la región que queda más
cerca del margen extremo no puede ocupar ningún lugar digno de
mención, dado que se juega exclusivamente en vistas al centro; el
ludus globi entero representa un ejercicio de centrado: «Parece que
toda la fuerza está escondida en el punto medio»247. Aquel cuya bo
la quedara en el anillo 1 sería prácticamente un alma condenada;
quien nunca jamás alcanzara el 10, estaría en peligro hasta el final.
Eljugador más reflexivo sería, en cualquier caso, aquel que medita
en sus tiradas cómo su bolo tambaleante atraviesa todos los pelda
ños del despliegue de lo existente, antes de que tuerza hacia el cen
tro -que recoge todo maravillosamente en sí- y se pare en su cerca
nía. Por muy extraño que suene: los nueve anillos del blanco cusano
representan los coros de los ángeles o de los peldaños del ser, que,
según la doctrina neoplatónica, emanan del Super-Uno y contienen
los prototipos de todo existente. Así pues, eljugador de bolos se di
vierte nada menos que con la ontoteología al completo. Ycon cada
tirada pone en juego todo el sistema de clasificaciones o distincio
nes católicas, la doctrina entera de las categorías. La diana o blanco
representa lo existente en su totalidad, y, ciertamente, en comple-
tud conceptualmente esencial.
Hay, pues, diez géneros diferentes de distinciones (generadiscretionum),
a saber, la divina, que se presenta en el punto medio y como causa origina
ria (causa omnium), y las otras nueve, representadas en los nueve coros an
gélicos. Y no son más, ni en número ni en distinción (nec numen nec discre-
tioni). De ahí resulta evidente por qué he representado así el reino de la
vida y por qué he asimilado el punto medio a la luz del sol, y por qué he
pintado los tres primeros círculos que le siguen ígneos, los tres siguientes
aéreos (aetheoros)y los tres últimos, que acaban en un negro de tierra (in ni-
gro terreno\ acuosos, por así decir248.
493
Que el negro usual en las dianas de los tiradores se convierta en
el Cusano en un blanco o dorado puede, quizá, considerarse como
un éxito de espiritualización. Pero con la representación de las co
sas, sobre todo de las exteriores, Nicolás de Cusa se adentra en un
terreno ilusorio y capcioso. El que lo existente esté repartido en
nueve coros -algo que expuso Dionisio Pseudo-Areopagita en su tra
tado sobre Lajerarquía celeste, y que asume el Cusano- sólo refleja en
principio los tres órdenes (ordinesj, subdivididos cada uno a su vez
en tres escalones, de las inteligencias angélicas, cada uno de los cua
les ocupa un rango teofánico propio y manifiesta un aspecto de
Dios: desde los espíritus superiores, cercanos a Dios, que conocen
todo a la vez por simple intuición (in divina simplicitate simul omnia),
hasta los ángeles del entendimiento discursivo -de menores presta
ciones, pero sí capacitados para la verdad, no obstante-, que ya se
emparentan de cerca con los intelectos humanos249. Que estas nue
ve esferas de espíritus suijan como anillos luminosos del centro
divino por una especie de propagación de ondas y, sin embargo,
siempre «permanezcan en el origen» de algún modo es algo que,
con buena voluntad de entenderlo, puede ratificarse -con intrín
seca coherencia y sin exaltados presupuestos doctrinarios- en con
formidad con las convenciones de la doctrina neoplatónica de la
emanación. Pero en el caso del Cusano no basta con esa cadena des
cendente de luces; pues las luces emitidas desde Dios en avances
progresivos y ordenados han de recubrir o satisfacer a la vez las re
giones de la totalidad cosmológicamente concreta: por eso ésta, co
mo muestra la diana, ha de presentar tres ámbitos y nueve escalones,
con un borde externo ciertamente oscurecido y tendencialmente
desespiritualizado.
Y con ello se manifiesta el desastre sistémico. Pues, aun con la
mejor voluntad, ese borde no puede interpretarse como instancia
ínfima de los mundos de luces y ángeles. Contemplémoslo otra vez
más de cerca: en el blanco cusano los tres anillos exteriores están
pintados de negro terreno y acuosamente para caracterizar simbólica
mente, según los elementos, la escasez de luz de las tres regiones os
curas. En la primera de esas zonas «terrenas» se encuentran las fuer
zas minerales, en el segundo anillo las fuerzas de los elementos,
494
todavía más difusas y más pobres de estructura, con las que se men-
tan, ciertamente, tierra, agua, aire y fuego. Del último anillo, que
lleva el número 1y representa materias subelementales, dice inclu
so eljocoso cardenal que figura el caos informe (figurat ipsum confu-
sum chaos): una región en la que las emanaciones del centro de luz
se habrían atenuado tanto que ya no consiguen ningún tipo de efec
to formal en la materia. De lo que se sigue que el Dios de luz (a pe
sar de su atributo «infinito») tiene un margen oscuro al que ya no
llega su capacidad de ordenación.
Aquí se hace evidente la contradicción del sistema. Si las propo
siciones teocéntricas tuvieran realmente el mismo significado que
las cosmológicas, o al menos fueran compatibles con ellas, ello sig
nificaría que el noveno coro del Areopagita y el primer anillo del
disco cusano, el caos informe, serían equivalentes. Pero esto es com
pletamente absurdo, dado que no significaría otra cosa que definir
el caos como teofanía y afirmar que la casi-nada, las heces, el polvo
húmedo conocerían a su modo a Dios. (Nota bene, ser luz significa: cap
tar a Dios desde un escalón determinado. ) Entre las premisas que
reconoce el Cusano un enunciado así es totalmente impensable.
Pues Nicolás recalca una y otra vez que sólo el alma inteligente del
ser humano puede llevar a cabo, en ascensión, el progreso (progres-
sio) desde lo informe a lo diferenciado (de confuso ad discretumf50.
Pero que lo informe (chaos confusum) sea una inteligencia, más exac
tamente: el noveno escalón, más alejado, de las inteligencias irra
diadas por Dios, es algo que no podría afirmarse ni con la voluntad
de sistema más desesperada.
Considerando la periferia del sistema esférico cusano se muestra
en toda su devastadora crudeza cómo se fuerzan, para conjuntarlos,
ambos constructos esféricos incompatibles, el teoperiférico yel teo-
céntrico: con el resultado de que aparece un resto considerable y
molesto, que convence al analítico de la insuperable deficiencia o
incorrección del constructo. Pues que el anillo noveno, y más aleja
do, de inteligencias angélicas en tomo al centro divino pudiera go
zar aún de la exquisita capacidad de conseguir verdades válidas, re
ferentes a Dios, con los medios del entendimiento observador y
deductivo: es una tesis de la que puede suponerse que cualquier no-
495
platónico medio curioso y que no crea en los ángeles puede ratifi
car con el estudio del modelo emanativo. Pero que en la periferia
de la esfera de Dios -como si fuera idéntica absolutamente al globo
físico del mundo- aparezca ahora, a la vez, un caos informe, en cier
to modo como limbo o infierno previo a la escasez de luz y abando
no de forma: éste es el caso más grosero imaginable de una transición
a otro género o categoría, que sólo es posible por un salto violento
de la teosférica a la cosmosférica. Para el problema que Plotino só
lo pudo soslayar con enigmáticas sentencias teomatemáticas y los
árabes con proclamas ortodoxas, tampoco encuentra solución in
cluso el más grande pensador de la Edad Media tardía. La solución
habría sido comprender que hay que prescindir de lo imposible e
iniciar nuevos caminos del pensar.
Ese oscuro margen caótico del disco cusano del mundo testimo
nia la persistencia, dentro de los arreglos idealistas más generosos,
del proyecto físico no absorbióle. Lo que en el modelo cosmológico
estándar era el centro oscuro, el espacio sublunar y su núcleo infer
nal, sin luz, en el modelo del centro-luz aparece removido a la peri
feria, aunque es verdad que no lastrado directamente con significa
dos infernológicos.
Mediante ello ha de conseguirse a la fuerza algo que resulta tan
improcedente como imposible: un «margen» del mundo que conti
nuara siendo completamente controlado por el centro. Pór impe
rativos sistémicos ineludibles, la periferia de la esfera de luz, defini
da como caos, aparece ahora como lugar de Dios débil, perdido,
lejano; el margen extremo se convierte casi en una nada y en un ex
tranjero ontológico, donde ya no valen los pasaportes de la luz. La
luz se convierte aquí en no-luz; más allá de ese umbral Dios se arrui
na por emanación en su otro completamente diferente; se hunde
tanto en lo caótico que ya no regresa desde allí a sí mismo, a su ple
nitud.
Que una fractura del sistema de tan elemental violencia se abra
-o más bien pudiera ser soslayada, para que nada se abriera- dentro
de las consideraciones más sutiles del mayor pensador de su tiempo
demuestra lo que quizá era de esperar de todos modos: incluso los
intentos más ingeniosos del autismo integral, que se presenta como
496
teología, de hacer del mundo algo inmanente a Dios están conde
nados a la producción de puntos débiles sintomáticos. En ellos se
delata la imposibilidad, sistémicamente condicionada, de encerrar
concéntricamente el globo del mundo en el globo de Dios. Por mu
cha analogía del ser: el maximus mundus no puede contener en sí,
sin contradicción, el magnus mundus. Como hemos visto, en el reino
neoplatónico de luz, al mundo real físico se lo relega tanto a una si
tuación exterior que ya no puede hablarse en serio de una inclusión
del mundo en Dios. Por su sombría marginalidad el mundo se con
vierte en impenetrable para el Dios central mismo.
Tampoco el paso a una perspectiva filosófico-natural podría me
jorar la situación del modelo cusano. En los estudios de historia de
las ideas relativos a la revolución de la imagen de mundo en la edad
moderna se acostumbra a poner de relieve, elogiosamente, al Cusa-
no como el predecesor de la idea de un universo, si no infinito, sí
sin límites, sin tener en cuenta que con ello sólo se celebra otra im
posibilidad; pues, dado que en la imagen teológico-natural del mun
do Dios se representa como entronizado «sobre todas las cosas», se
alaba al gran cardenal, de hecho, porque colocara a Dios en una le
janía inconcebible del mundo. Si se hubiera abordado al Cusano
con respecto a este riesgo blasfemo, sin duda él habría recurrido rá
pidamente a su modelo fundamental neoplatónico, pero sólo para
confirmar el resultado que ya explicamos: tendría que haber retor
nado a un mundo que a causa de su marginalidad excesiva se habría
vuelto irrecuperable incluso para el Dios central mismo. Por eso la
ceuvrecusana. remata en una ambigüedad monumental: el centrismo
conservador mantiene en jaque al infinitismo revolucionario, como
si una explosión fuera bloqueada en el instante de su encendido. A
la vista de este diagnóstico resulta quizá comprensible por qué los
influjos del Cusano en la posteridad son, casi sin excepción, de na
turaleza indirecta251. El pensador más poderoso de su época hubo
de malgastar sus fuerzas en la situación teórica más desesperanzada.
Así como en cualquier monismo hay necesariamente espíritus
renegados que hacen palpables los límites del espacio unitario, en
el mundo-uno de la metafísica de la luz existe también un resto opa
497
co -además, un resto del tamaño del universo físico casi entero-
que no se puede recuperar interpretándolo como un modus de la
luz en ámbitos más alejados del centro.
La relación de Dios y mundo puede regularse tan poco por la re
lación cuantitativa de lo máximo con lo grande como por la dispo
sición de la materia del mundo en la periferia de Dios. En cuanto
en este sublime sistema de irradiación se visualiza el mundo como
cuerpo extenso, pesado y compacto, va abriéndose paso hacia de
lante un residuo no-integrable, un exterior abultado, que obedece
a leyes propias, más exactamente: que obedece a no-leyes propias, y
que desmiente la inmanencia de todas las cosas en la esfera de luz.
Por tanto, en el mundus catholicus hay indudablemente materia
perdida, del mismo modo que en el margen o periferia del reino de
espíritus hay un sinnúmero de almas perdidas que dan vueltas en la
massa perditionis. Todo lo que se extravía es alejado de la esfera bue
na. Ycómo no: también en eljuego por el centro divino quedan se
gregados siempre un gran número de perdedores a posteriori (que
tuvieron una oportunidad) y uno mayor aún de perdedores a priori
(que no tuvieron ninguna oportunidad). Con ello, la pretensión evan
gélica del juego de ser un juego para todos se diluye en una parti
cular y polemógena.
Así pues, tampoco el catolicismo filosófico pudo lograr nunca si
no un sistema de exclusividad inclusiva: lo acostumbrado cultural
mente, por tanto. Por eso se quedó en una forma regional, en una
cultura en sentido antropológico, en un orden simbólico, que para
algunos lo significa absolutamente todo, mientras que para un sin
número de gente sólo representa una pared tras de la que se desa
rrolla un drama hermético y provinciano, que, dependiendo del
punto de vista, puede considerarse una tragedia o una comedia. Si
una forma católica, como forma de formas, hubiera pretendido in
cluir realmente todo lo existente «según el todo», káta hólon, y abar
car los mundos particulares en su diversidad inagotable, lo primero
que habría tenido que hacer es renunciar a su propio modo de ser
centrado. De hecho, una totalidad de totalidades, para poder ser
válida para lo que pretende, habría de difuminarse a sí misma y per
derse en las culturas de los otros: de modo parecido a como losje-
498
Transposición de la cosmología de cubiertas precopemicana
a la teoría política; la tierra fija, estable, de lajusticia es circundada
por las siete virtudes mayestáticas (o cubiertas planetarias); en tomo
a ellas se extiende el cielo de las estrellas fijas de los ministros,
héroes y consejeros. La reina abarca ese cielo como Dios
el firmamento; en John Case, Sphaera Civitatis, 1588.
Omnibus idem. Emblema del siglo xvii.
El sol único luce uniformemente
sobre Babilonia y Jerusalén.
suitas en China se convirtieron en mandarines y a como los prime
ros mensajeros del cristianismo asentaron pie en suelo indio como
sadhus ascéticos o doctos brahmanes. Cómo podría haberse realiza
do con gran estilo un tal olvido de sí voluntario y si siquiera había
de realizarse es algo que no se ha hecho evidente, en modo alguno,
incluso tras experimentos de quinientos años con la globalización
de la forma del mundo (política y epistémicamente) y con la crea
ción de formas de vida posmonoteístas (cultural y éticamente).
La decisión del año 1742 del Vaticano de prohibir a los misione
ros la asimilación a los ritos chinos e indios muestra muy a las claras
cómo en su primer gran prueba el universalismo europeo prefirió
el amor a sí mismo al amor a los otros252. Pero es dudoso que el cam
bio del catolicismo de la vieja Europa al pensar neohumanista de los
derechos humanos pudiera haber hecho justicia al impulso holísti-
co del hén kaí pán, en caso de que lo quisiera.
500
Rosetón de la catedral de Troyes,
siglox i i i . FotodeJohnGay.
¿Cómo imaginarse una «cultura sin centro»? ¿Ycómo concebir
al Uno, que da que pensar también como multiplicidad, de modo
que no pudiera caer bajo el monopolio de un único sistema? Todo
indica, mientras tanto, que la primera catolicidad del complejo ecle-
sial-colonial de la vieja Europa hace tiempo ya que se ha transfor
mado en la segunda catolicidad del mercado mundial de capitales e
informaciones. Comprender in actu este segundo universalismo es
el sentido de una filosofía que intenta diagnosticar la época: su
punto de vista o de fuga es una ontología del mundo liquidado en
501
dinero, convertido en liquidez financiera. En el capítulo que cierra
este volumen indicaremos qué puede significar ese cambio estruc
tural de la ecúmene desde el punto de vista esferológico. Allí nos
preguntamos, haciendo algunas alusiones a la reconstrucción filo
sófica de la globalización terrestre, por la historia y el estatus de la
última esfera.
502
Excurso 5
Sobre el sentido de la proposición no dicha:
La esfera ha muerto
Lo que más extraña en la parábola de Nietzsche del hombre lo
co que anuncia la muerte de Dios es su penoso anacronismo: ¿Quién,
sin la prueba del hecho mismo, hubiera considerado posible que to
davía en el umbral del siglo XX un pensador hiciera una escena his
térica a causa de las hipótesis bruniano-copemicanas? La obra pos
tuma de Copémico sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
apareció (1543) no menos de trescientos cincuenta años antes de La
gaya ciencia, y ya habían pasado trescientos años desde que se pro
dujeron los primeros ataques de los filósofos de la naturaleza y de
los astrónomos a la venerable idea de la esfera de las estrellas fijas y
del cielo cristalino253. Cabría suponer que en la época de Nietzsche
ya hacía tiempo que el pensamiento cosmológico había pasado a la
orden del día, y que la gran reforma «del cosmos cerrado al univer
so infinito» no podía provocar personalmente a nadie.
De hecho, el siglo XIX no espera mucho, en general, del cielo fí
sico, cuya extensión infinita es aceptada ya por los legos como un
dato más entre otros; desde hace tiempo se ha esfumado el recuer
do de la época de las cubiertas, el geocentrismo se ha reducido a
una fábula lejana, las doctrinas milenarias sobre las esferas se con
servan nada más que como curiosidades de la historia de la imagen
de mundo, como testimonios de la ofuscación humana y como sig
nos admonitorios de la política católica de ignorancia. La fractura
entre religión y física se ha hecho oficialmente insuperable, y las
Iglesias, abatidas, han abandonado sus pruritos de magisterio filo-
sófico-natural. Por lo que respecta a las miradas al cielo y al hori
zonte del tiempo, el mundo ilustrado vive en un infinitismo sin lá
grimas, lleno de fe en la convergencia inenturbiable entre futuro y
progreso. El mañana pertenece a los telescopios más potentes y a
prestaciones sociales superiores, ¿de qué lamentarse, entonces?
503
En estas rutinas optimistas, bien ejercitadas, que parecen dar tes
timonio de madurez cosmológica, se introduce, reventándolas, el
hombre loco de La gaya ciencia, montando a los contemporáneos
una inesperada escena gótica. Nietzsche sacó de su sarcástico asilo
la figura del hombre del tonel, el archicínico Diógenes de Sínope,
para hacerle pasear, provisto también con su linterna, por una mo
derna plaza de mercado: esta vez buscando otra cosa que seres hu
manos. Del Sócrates furibundo de los antiguos, por medio de una
metamorfosis a la que contribuyeron lo suyo el platonismo y el cris
tianismo, ha resultado un exaltado monje mendicante, un predica
dor de cuaresma inusual, un acusador que quiere introducir a sus
oyentes en una frenética meditación de culpabilidad. Se trata, sin
duda, de un perturbado que se abrasa en hiperexcitaciones solita
rias, y que, como todos los auténticos dementes, quiere arrastrar a
los cuerdos a una locura compartida. ¿Qué podría volver más locos
a los seres humanos que el culpabilizarse de haber hecho algo de lo
que, incluso con la mejor voluntad, no se pueden acordar? El hom
bre loco sabe dónde ha de atacar: con la clarividencia del loco au
téntico se entrega a su misión de acusar a los seres probos que le ro
dean de un delito atroz e inconmensurable.
¿A dónde se ha ido Dios? , gritó. ¡Os lo diré! ¡Nosotros lo hemos mata
do: vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! . . . ¿Cómo consolamos, noso
tros, los más asesinos de todos los asesinos?
La insanity de esta intervención queda patente bajo dos aspectos:
por una parte, no puede comprenderse, sin más, cómo habrían de
llegar los seres humanos a explicar la invisibilidad de Dios, no por
su encubrimiento natural, sino como una ausencia en la base de la
cual hay un atentado; por otra, lo que no se puede entender de nin
gún modo es cómo a los presuntos asesinos no se les denuncia co
mo culpables, sino que se les compadece como necesitados de con
suelo. La confusa escena puede esclarecerse si se afronta desde el
espíritu de la psiquiatría comprensiva: quizá en el mensaje del hom
bre loco se esconde un núcleo de sentido que aparece en cuanto se
interpreta la escena como una concentración de diferentes dramas
504
mentales; algo así como una amalgama de dos escenas, la primera
de las cuales se desarrolló en el Gólgota y la segunda en Frauen-
berg, Prusia oriental; con Cristo como víctima, en el primer caso, y
Copémico como autor del crimen, en el segundo.
Así pues, cuando el loco lanza al mundo su grito «Dios ha muer
to» no sólo tiene por qué estar imaginariamente, como sería de es
perar, al pie de la cruz del Gólgota, más bien actuaría, a la vez, como
contemporáneo de la revolución bruniano-copernicana, y hablaría
no tanto del hijo de Dios que en la cruz declinó su espíritu cuanto
de la forma-Dios de Occidente, la esfera sacra más exterior, la cú
pula del cielo, que a causa del gran giro cosmológico del siglo XVI se había diluido en nada: en todo lo cual pueden considerarse cir cunstancias atenuantes tanto las reservas circular-conservadoras del canónigo Copémico como las cautelas de Kepler frente a la idea de un universo infinito. Según ello, el loco se movería en una escena interior, respecto de la cual está convencido que habría de hacer época también en la conciencia de todos los demás seres humanos; se habría convertido en testigo de un asesinato de Dios y habría vi vido un Viernes Santo cosmológico, al que no seguiría un cambio pascual, como sí siguió al del Evangelio: «¡Dios ha muerto! ¡Dios si gue muerto! ».
A esta lectura corresponde la manifestación de que «lo más sa
grado y poderoso que poseía el mundo hasta ahora» murió desan
grado b¿yo nuestros cuchillos: con esta expresión los asesinos de Dios
no parecen una coalición de judíos y romanos que crucifiquen al
Cristo, sino conjurados ante cuyas puñaladas sucumbe el César di
vino. Pero da igual si la primera escena recuerda los idus de marzo
o recuerda el Viernes Santo, en cualquier caso de ella se sigue el
motivo de un hecho inconsciente o incomprendido por sus autores:
así como los asesinos de César, que creían liberar la República del
dictador, no sabían lo que hacían, tampoco los actores del Gólgota
eran conscientes de en qué acción se habían dejado implicar como
cómplices.
Que el hombre loco, en sus delirios, no pierde de los ojos el pa
radigma evangélico se muestra, por lo demás, en su patética tesis de
que ese hecho haría época y de que cualquiera que naciera después
505
pertenecería ya, a causa de él, a una historia «superior»: si bien no
post Christum crucifixum, sí, sin embargo, post sphaeram occisam. En
cualquier caso, en esa salida a escena se trata de una oscura parodia
del Viernes Santo, pues la proclama del hombre loco no tiene el
sentido de preparar la verdad del domingo siguiente. Ese profeta
no está loco porque hable de la muerte de Dios, sino porque no ha
bla de su resurrección; está loco porque se entrega a la creencia de
que con su mala noticia podría anular y suspender los éxitos tradi
cionales de la recepción del bien.
«Dios ha muerto»: esta frase no contiene nada nuevo para los
cristianos, si se considera que la han meditado desde siempre en sus
depresiones de Sábado Santo; sin embargo, con la proposición con
secutiva «Dios sigue muerto» se presenta una nueva resistencia fren
te a lo pascual, que no se sabe cómo integrar en la vida de los oyen
tes. El hombre con la linterna es un loco porque quiere importunar
a sus semejantes con un problema, frente al que no saben qué ha
cer para experimentarlo como suyo. Para suerte suya, no ven aún lo
que ve el loco, y mientras no lo vean no les importa lo que debería.
Así pues, en el fondo de su excentricidad, en el ser humano loco lo
que actúa no es confusión o trastorno; le impulsa la lucidez inso
portable de quien ha perdido la capacidad de participar en los
autoengaños, llamados sanos, de los demás. Está loco por un exce
so de potencia visual; ya no consigue mentirse en orden -engañar
se como si estuviera en orden él mismo y el mundo-. Ve con ojos
demasiado buenos lo peculiar de la nueva situación: cuando los
nuevos cosmólogos, tras Copérnico y Bruno, derribaron las cubier
tas planetarias y el firmamento, hicieron excéntrica la tierra y la
abandonaron a una inestabilidad cósmica para la que no estaba pre
parado ningún habitante de ella.
No obstante, hay que ser filósofo o teólogo para vivir una catás
trofe de imagen de mundo como si se tratara de una debacle del
propio sistema mental de inmunidad. Está fuera de duda que, de
acuerdo con su diseño evolutivo, los seres humanos no están pre
parados para conocimientos enfriadores de ese tipo: aunque la ma
yoría tampoco se resfrían por el nuevo conocimiento, porque, de to
dos modos, incluso en la llamada gran cultura, piensan y sienten en
506
formatos de inmunidad más pequeños, regionales y caseros. Para la
gran mayoría, con la respuesta a la pregunta de si hay un firma
mento, o no, no se decide mucho; para ella no existe «enfermedad
de muerte» alguna, cosmológicamente condicionada. Tras la aboli
ción de las cubiertas cósmicas, sólo para los pocos que utilizan el
formato metafísico para su propia forma de inmunidad -para los
adeptos a los libros, los intelectuales, los supersensibles- se plantea
también de forma existencial la pregunta de si pueden transfor
marse en seres capaces de arreglárselas con la nueva verdad.
El hombre loco es el individuo aventurado, cosmológicamente
despierto, de la Modernidad: el primero que ya no puede hacerse
ilusiones sobre la situación de la tierra. En sus hiperexcitaciones ex
perimenta el trauma de nacimiento del planeta abandonado a la in
temperie como si fuera el suyo propio; siente la caída de la tierra
fuera de las cubiertas imaginarias que le habían cobijado en el inte
rior de la totalidad divina durante una época de gestación de mile
nios; documenta su tambaleo precipitado -«hacia atrás, hacia el la
do, hacia delante, hacia todas partes»- como si lo experimentara en
su propio cuerpo; siente personalmente el frío de estar fuera, aque
llo de «noche y más noche», el vacío consuntor y la sensación de de
sierto y de extravío irreparable. En una palabra, el hombre loco no
es más que el síntoma histérico de la humanidad instruida: sin co
bijo, sin cubiertas, expuesta a la intemperie en la edad moderna. Po
ne a prueba la unidad de ilustración y pánico: vive la claridad y de-
socultamiento como existencia desnuda, sacada fuera, fuera de
quicio y envoltura.
El momento anacrónico de la salida a escena del hombre loco se
explica, entre otras cosas, porque sólo en los días de Nietzsche ha
bía llegado a su fin, incluso para los doctos, la época de las cons
trucciones auxiliares contra el vacío exterior: el reencantamiento
del espacio vacío como extensión de Dios en la teología de Newton
había fracasado, finalmente, como puro nihilismo gravitacional; los
intentos de la imaginación cósmica moderna de guarnecer lo in
menso con una multiplicidad variopinta de mundos se despacharon
al final como extravagancias literarias. Parece que por primera vez
en los días de Nietzsche se someten a prueba y se rechazan como
507
ineficaces todos los antídotos contra el desamparo cósmico. A par
tir de ahora hay que combatir con nuevos métodos la debilidad in-
munológica ontológica de los sujetos modernos.
Así, llevada a su contexto auténtico, la gran expresión de la
muerte de Dios significa algo completamente diferente a lo que es
tán acostumbradas a ver en ella las lecturas vulgares de cualquiera
de los partidos interesados; comprendida desde sus propias condi
ciones, trata del sentido de la pérdida de la periferia cósmica, del
desmoronamiento del sistema metafísico de inmunidad, que había
sostenido, dentro de un último formato, el imaginario de la vieja
Europa. Habla de la necesidad, que presidirá toda vida futura, de
afirmarse, gracias a su autoayuda inventiva, frente al hecho origina
rio de la edad moderna: una debilidad inmunológica metafísica, ad
quirida por ilustración. «Dios ha muerto» significa en verdad: la es
fera ha muerto, el círculo de amparo ha sido explosionado, el
encanto inmunológico de la ontoteología clásica se ha vuelto inefi
caz, y nuestra creencia en el Dios de lo alto, sin el que hasta ayer no
caía siquiera un pelo de la cabeza de un mortal, ha perdido la fuer
za, el objeto, la esperanza: pues lo alto está vacío, el margen ya no
da consistencia al mundo, la imagen se ha caído del marco divino.
Yjunto con la imagen, también los seres humanos hubieron de sa
lirse de su armadura de fe, y desde entonces existen sólo como en
caída libre. Tras el atentado científico al círculo de cobijo, el encan
to personal de la geometría quedó liquidado. Inmanentes son los
seres humanos sólo al exterior: hay que vivir con esa complicación.
Pero ¿cómo puede garantizar el exterior la forma de inmanen
cia o el albergue interior? Es verdad que la ingeniosa solución pro
visional del siglo XVII de divinizar el espacio infinito mismo y espa-
cializar al Dios infinito -un camino que tomaron pensadores como
Henry More o Malebranche- consiguió retardar el estallido de la
crisis atea, pero no logró detenerlo254. En el espacio desencantado
los individuos pueden sucumbir ante los resfriados más triviales, las
ofensas más cotidianas, si no consiguen cobijarse dentro de una se
gunda inmunidad, que habría que movilizar con potenciales pro
pios, sin consideración al marco trascendental. Si la antigua religión
fue el amuleto natural de la primera salud, una salud poscopemi-
508
cana habrá de servirse de amuletos superiores y artes de inmunidad
más complejas.
Con ello sale a la luz una razón objetiva para las asincronías en
la reserva de mentalidad de las sociedades modernas: mientras que
unas, como por una demora milagrosa, pueden creer todavía en un
ser objetivo ordenador, las otras ya han comenzado a entender que
están condenadas a construcciones propias de orden. Los teólogos
se van, llegan los diseñadores. Entre ellos impera la ley de los ma
lentendidos, que desune irremediablemente a quienes con métodos
asaz diferentes han de solucionar el mismo (aunque exactamente no
el mismo) problema. Por eso, la salida a escena del hombre loco da
testimonio ya, con toda energía, de la aparición de la fractura de la
mentalidad: «Llego demasiado pronto», dice después, «no es tiem
po todavía». Pues mientras que los pocos que hoy sufren las enfer
medades de mañana han colocado en su orden del día la invención
de una segunda salud, la mayoría vive aún como si no hubiera pa
sado nada, en la robustez primera aunque con un vago mal humor,
no pocas veces en una airada falta de comprensión frente a las preo
cupaciones de aquellos que están condenados a operar con com
plejidades superiores. Del roce inevitable entre ambas clases de in
munidad surge lo que desde el punto de vista del diagnóstico de los
tiempos ha de considerarse como la tensión fundamental de la Mo
dernidad: la confrontación entre desilusiones a la ofensiva e ilusio
nes a la defensiva. Economía de Ilustración: el mercado libre de los
desencantos molestos y la libre elección del ilusionista que cure.
La guerra de los sistemas de inmunidad es la realidad de lo real
en la era posterior al asesinato de Dios: se dirige como si se tratara
de una guerra mundial de las profundidades, entre ingenuidad y
no-ingenuidad. ¿Quién podría afirmar que abarca con la vista los
frentes de este acontecer belicoso? Precisamente porque en muchas
partes han perdurado, casi intactos, los posicionamientos de los an
tiguos sistemas simbólicos de inmunidad, la noticia de una «su
puesta» muerte de Dios puede rebotar en ellos como una informa
ción externa. Por lo que respecta al hombre loco, está convencido
de que, también a los ingenuos de hoy, les llegará un día la hora en
la que se romperá su inmunidad apoyada en la ilusión:
509
La luz de los astros necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, in
cluso después de realizados, para ser vistos y oídos. Este hecho les resulta to
davía más distante que los más distantes astros: ¡y sin embargo ellos han hecho
lo mismo! TM
Es la maldición del hombre loco saber, ya en el momento del he
cho, lo que para la mayoría sólo devendrá experiencia interna en el
lejano futuro y mucho tiempo después: que se trata de un delito co
metido entre todos, por el que se destruyó a Dios y el sistema de in
munidad del ser: un crimen debido a insolencia intelectual, un cri
men alevoso cometido por consecuencia con el pensar, un delito de
curiosidad, por el que salió a la luz una verdad con la cual los seres
humanos no están, en principio ni la mayoría de las veces, prepara
dos para vivir. El hecho de que aquí se recuerde, y por dos veces, la
luz de las lejanas estrellas no sucede casualmente, pues el auténtico
escenario del asesinato de Dios no es otro que la cubierta extrema
del viejo cielo de éter, la esfera de las estrellas fijas, que había su
cumbido bajo las puñaladas de los conjurados: Digges, Bruno, Gali-
leo, Descartes y otros muchos. Para todos esos avispados autores del
crimen vale la palabra del Señor: no saben lo que hacen, dado que
ninguno de ellos podía ser consciente de que, con su anulación del
último cielo protector y cobijante, perpetraban un alevoso crimen
teológico-inmunológico, del que siglos después aún hará causa de
queja el hombre loco.
Desde el punto de vista de Nietzsche, la muerte de Dios aparece
como una especie de catástrofe climática producida por el hombre.
El hecho de que la utilización de las capacidades racionales huma
nas siguiera sus propios caminos desencadenó una época glacial
atea, en la que la pregunta por el «cómo» de la supervivencia hu
mana hubo de plantearse de nuevo desde la base misma. Tal cosa
sólo pudo suceder porque desde el Renacimiento las prácticas cog
noscitivas europeas se emanciparon de los condicionamientos cató
licos del modo tradicional de ser humano y pretendieron estable
cerse ellas mismas como una magnitud de propio derecho. En sus
errabundas y afiladas reflexiones de La gaya ciencia, sólo pocas líneas
antes de la parábola del hombre loco, Nietzsche manifiesta a las cla
510
ras, efectivamente, ese secreto de una Ilustración autolesiva, caren
te de consideración ante necesidades de siempre del ser humano:
Es algo nuevo en la historia el hecho de que el conocimiento pretenda
ser algo más que un medio2TM.
Así pues, ¿el ser humano sólo es para Nietzsche condición mar
ginal y medio de un proceso de verdad que le trasciende? Si el co
nocimiento se ha convertido en fin en sí mismo, el ser humano ten
dría que estar preparado a disponerse él mismo como medio para
ese fin superior. En ese caso sería lícito que el conocimiento pasara
por encima de condiciones y necesidades humanas, sin que los se
res humanos tuvieran por qué quejarse ante consecuencias no de
seadas del conocimiento. Si el ser humano cognoscente es un me
dio para algo que lleva más allá de él, podría resultar que su propia
puesta en peligro por la destrucción de sus antiguas necesidades de
inmunidad le precipitara en una crisis creadora de la que quizá sal
ga como una criatura superior: más allá de las ilusiones protectoras
de su primera naturaleza. Tras la muerte de la esfera, este gran «si»
condicional transforma toda vida en un «experimento del cognos
cente». «La vida no es argumento alguno; el error podría estar en
tre las condiciones de la verdad. »257
Con esta peligrosa frase se pone de manifiesto lo que desde el
punto de vista crítico-cognoscitivo persigue la parábola del hombre
loco: la salida a escena del Sócrates, vuelto doblemente loco, sirve
para dirigir a la contemporaneidad la pregunta de cómo sobrevive
el ser humano después de que hayan desaparecido las condiciones
en las que vivía hasta ahora. ¿Cómo es posible existencialmente el
ser humano que ha de plantearse a sí mismo la pregunta: cómo soy
posible sistémicamente? ¿Qué es la vida tras su autoesclarecimiento
por la biología? ¿Yqué será de la filosofía si ha de aparecer en el fu
turo como amor a un saber relativo a debilidades inmunológicas su
perables, fatales o todavía indeterminadas?
511
Capítulo 6
Antiesferas
Exploraciones en el espacio infernal
Por mí se va hasta la ciudad doliente,
por mí se va al eterno sufrimiento,
por mí se va a la gente condenada.
Antes de mí nofue cosa creada,
sino lo eterno y claro eternamente.
Dejad, los que estáis aquí, toda esperanza2TM.
En la metafísica teológica, sobre todo en la medieval, Dios es el
título de una hiperinmunidad que insiste en que han de ser supe
rados todos los sistemas de seguridad simplemente autoideados,
simplemente hechos por el hombre. De ahí el delirante interés de
los teólogos, teóricamente comprometidos, por aquello que consi
deran la magnitud inconmensurable de Dios: quieren a cualquier
precio un Dios más grande del cual nada se pueda pensar, más aún:
un Dios mayor que todo lo que se pueda pensar; Anselmo de Can-
terbury conoce ya esa sutil escalada. Hacer campaña en favor de la
participación en el bien de inmunidad alto, en el más alto, en el más
que alto, es el sentido de toda propaganda metafísico-religiosa.
Cuando se trata de la salvación de los mortales, sólo resulta sufi
cientemente grande lo más grande de lo pensable y aquello que es
inimaginablemente más grande que lo más grande pensable. Por
eso los seres humanos, según consejo sacerdotal unánime, bajo nin
guna circunstancia han de estar seguros de sí mismos: perderían
con esa postura el acceso a las estructuras de inmunidad sobrehu
manas, en las que parece que sólo se puede participar al modo de
la entrega, es decir, del dejarse-sostener por el garante supremo.
Con este argumento justifica la teología eterna su interés psica-
513
gógico: quitar seguridad a los seres humanos en sí mismos, para que
se aseguren más arriba, en el Dios omnipotente. Dado que ese Dios,
como cobertura de todas las coberturas y soporte de todos los so
portes, ofrece el máximo grado de aseguramiento e inmunidad, hay
que renunciar a todos los autoaseguramientos mentales más pe
queños, en los que la vida humana se labra su continuidad día a día,
año a año (todo esto, suponiendo que se haya de desear siquiera es
te supremo seguro divino); desde luego, donde ejercieron el poder
los sacerdotes monoteístas intentaron imponer por encima de todo
ese seguro, aunque nada más fuera por la razón de que un sacer
docio así, bien entendido, sólo podía legitimarse precisamente como
agencia de la inmunización suprema por medio de un Dios semper
rnaior, gradualmente elevado al infinito. (De lo contrario, curande
ros o santones regionales podrían cumplir tan bien, o mejor, tareas
de inmunidad. )
Con el elogio de Dios como fuente suprema, en absoluto, de
protección aseguradora de almas, se instala una dialéctica que pro
voca potencial y actualmente paradojas de inmunidad devastadoras.
Pues para poder afirmar a Dios como el supremo asegurador, la teo
logía tiene que hacer de él, primero, algo inquietante, exaltándole
desmesuradamente: para ensalzarlo como el ser de absoluta con
fianza, hay que contraponerlo al mundo humano como el absoluta
mente otro inaccesible; para canalizar hacia él torrentes de entrega
confiada, hay que describirlo como catarata que nos arrastra sin sa
ber adonde. Para festejarlo como patrocinador intangible de la se
mejanza fiel entre el alma y él mismo, hay que afirmar de él, a la vez,
una «desemejanza cada vez mayor»39; para encomiarlo como el ser
más digno de amor en absoluto, hay que hacerlo terrible comojuez
escatológico. Con ello, la forma general de esas paradojas puede
describirse como un debilitamiento de la inmunidad con el fin de
procurar la inmunización suprema. La vacuna con lo terrible y ab
solutamente otro ha de proporcionar a lo propio la seguridad últi
ma. Como sueño en una debilidad pura, el masoquismo primario se
realiza en lo sublime: en la esperanza de obligar a la parte fuerte,
mediante sumisión a ella, a una condescendencia protectora.
Se puede afirmar que fueron las tensiones producidas por estas
514
paradojas las que dinamizaron la historia de la religión de Oriente
Próximo y de Europa en la era del auge de los monoteísmos. En
ellas se muestra qué precio tan enorme exigieron los sistemas de
aseguramiento anímico de tipo eclesial, altamente metafisizados. Lo
que hoy se discute como fundamentalismo es todavía la manifesta
ción, tan inequívoca como ineludible, de aquella paradoja basal de
inmunidad inherente a las religiones monoteístas: buscar la seguri
dad máxima en lo estremecedor, y el último fundamento en el va
cío.
Todo Dios supremo es terrible y lo admiramos mientras «re
nuncie, sereno, a destruimos».
Cuando la inmunidad y la salvación se postulan al absoluto, apa
recen, por necesidad sistémica, riesgos enormes de desgracia y ca
lamidad, que eran desconocidos antes de la búsqueda de seguridad
última e inmunidad suprema. Con el anhelo de seguridad inflacio-
na el miedo. Pues un Dios que ha de poder conceder «eterna bie
naventuranza» como contraprestación de seguridad suprema, tiene
que estar provisto del poder de desbaratar todos los aseguramien
tos humanos para sustituirlos por pólizas del absoluto. Los poderes
de ese mismo Dios llegan necesariamente a tanto que pueden asig
nar también contraprestaciones negativas: sobre éstas habla la
Edad Media en sus temores al infierno y en sus visiones de un sub
mundo en el que los mal asegurados tienen que pagar las conse
cuencias de no haber contado con el Dios amable y temible de la
hiperinmunidad.
Así pues, quien quiera saber, aunque nada más fuera por interés
histórico, en qué consistía el Dios de los teólogos no ha de omitir
una visita al infiemo cristiano. Pues el infierno es la segunda cara
del Dios de amor y adoración de que gustan los teólogos, el reverso
necesario de la teología de la communio: por eso Dante, por muy obs
ceno que pueda sonar, tiene toda la razón cuando hace decir a su
puerta del infierno que ha sido construida por el primer amor. Co
mo hemos visto, en el peor de los casos, la proscripción y excomu
nión fuera de la filosofía y de su ciudad redonda llevó a que los
ateos debieran ser abandonados fuera de la ciudad, sin enterrar, en
terreno de nadie260; en lo sucesivo observaremos cómo la excomu
nión fuera de Dios conducirá a una extinción por internamiento.
515
Esqueleto predicante
de la catedral de Murcia, siglo xvi.
Esto es, pues, el infierno cristiano: el campo de exterminio para di
sidentes del primer amor.
Que el círculo, que ofrecía a la ingenua geometría de inmuni
dad la más plausible de todas las formas de envoltura, puede deve
nir a la vez el motivo formal de un devastador desaseguramiento y
de una pérdida fatal de inmunidad: éste es el descubrimiento del
que se habla y discute en la ciencia cristiana del espacio infernal. Si
se vuelve a leer su manifiesto, los cantos-Inferno de Dante, desde una
posición esferológica y pospsicoanalítica, uno se da cuenta de que
lo que aparece en él es una primera fenomenología psiquiátrica en
forma de una teoría del tormento depresivo de estrechez y opresión
y del círculo vicioso existencial. Con el alzado de la estructura de los
infiernos Dante proporcionó, a la vez, él modelo de todo análisis del
albergue o cobijo en lo falso: pues -bien lo sabe Dios- sus habitan
tes del infierno están cercados y rodeados eficazmente, pero no, en
absoluto, en coberturas tónicas, ni en círculos buenos. Con consi
deraciones holistas de inmensa ironía, la infernología de Dante po
ne en evidencia que aparte de las esferas del éxito existe también
una redondez de la desesperanza encerrada en sí misma y autorre-
fluyente.
Ya a primera vista el fresco del infierno del poeta hace com
prender una doble atrocidad: no sólo expone, a tamaño épico, un
submundo de sufrimientos humanos eternizados; integra también
esa negra enciclopedia en las formas circulares, en las que se puede
comprobar una alusión, en la que es imposible no reparar, al mon
taje y organización divinos de la totalidad del sufrimiento. Con ello,
lo infernal se perfila tanto más claramente, pues cuando los inquili
nos de los anillos inferiores soportan sus torturas con cieno, sangre,
fuego y hielo, además de ello están condenados, adicionalmente, a
percibir a cada instante el carácter afirmativo de sus tormentos. ¿Có
mo, si no, podrían éstos aparecer como autorizados por la forma cir
cular? Sarcásticamente perfecto, cada rincón del infierno se arre
donda o aboveda en tomo a sus prisioneros; para mayor gloria de
Dios, cada demonio ayudante martiriza a sus clientes en el lugar me
ticulosamente señalado. Parece que el infiemo dantesco, por la for
517
ma concéntrica de su disposición, rinda homenaje al Dios-forma; su
estructura de nueve peldaños copia lajerarquía pseudo-areopagíti-
ca de los coros angélicos261.
El inframundo de Dante está dispuesto en forma de embudo, co
mo un megáfono del que, ascendiendo del centro de la tierra hasta
el final superior más ancho, procede un ensordecedor huracán de
lamentos. Su forma mantiene el punto medio entre el orden más se
reno y el horror más extremo. Quien quiera saber lo mucho que al
canzan las consecuencias de que san Agustín -uno de los Padres de
la infemología cristiana- defendiera la bondad y la buena factura
de todo lo creado - omne ens est bonum- sólo necesita visitar el más
allá más elaborado de la cultura visionaria europea: este infierno
pensado hasta el final, que se mantiene enteramente en el círculo,
como la filosofía. Si fuera posible que la forma se separara comple
tamente del contenido, el inferno de Dante significaría, más aún que
el paraíso, el triunfo del formalismo divino. Si realmente la luz de
todo lo que es proviniera de la Luz, la nonidad de los círculos del
inframundo podría considerarse también como un programa exce
lente teomorfológicamente hablando; el infierno sería la mazmorra
más arreglada, incluso la ciudad más perfecta, que les fuera conce
dido habitar jamás a los seres humanos. Se habría empleado a los
mejores diseñadores para desarrollar ideas eternas negativas; la
obra ejecutada podría llevar el indicativo de calidad made in heaven.
Lo único que no podría ser intención directa de Dios serían los ho
rribles contenidos del infierno, de modo que para las escenas de
tormento eterno se necesitaría una deriva a causas coadyuvantes no-
divinas.
Sobre la puerta del infierno aparece esta frase:
FECEMILA DIVINA POTESTATE,
LA SOMMA SAPIENZA E L PRIMO AMORE
[Hízome la divina potestad,
el saber sumo y el amor primero],
una expresión que manifiesta la complicidad de confianza-en-Dios
518
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 14:
Ed elli a me: «Tu sai che 7 loco e tondo;
e lutto che tu sie ven uto molto,
pur a sinistra, giu calando alfondo,//
non se’ ancor per tutto il cerchio vólto»
[Respondió: «Sabes que es redondo el sitio,
y aunque hayas caminado un largo trecho
hacia la izquierda descendiendo al fondo,//
aún la vuelta completa no hemos dado»].
y cinismo, y que ha podido inspirar a posteriores gestores de habi
táculos así inscripciones análogas en los portones. Por medio de ello
se pone en evidencia lo que costó a la fracción católica de la huma
nidad imponer su concepto de Dios como el inmunizador absoluto.
Para poder concertar pólizas de fe al estilo romano había que hacer
del asegurador divino alguien formidable en grado sumo: quien que
519
ría prometer el cielo tenía que poder amenazar con el infierno. Y
dado que el infierno tenía que ser un infierno por la gracia de Dios,
era necesario imponerle el sello formal del creador: el círculo.
Pero ¿no engaña también en este caso, como en toda la ontolo-
gía catolicizada, la ilusión homogénea, redondo-concéntrica? ¿Pue
de, de hecho, la esfericidad de las regiones inferiores del ser poseer
la misma dignidad morfológica que los ámbitos cercanos a Dios? ¿Es
posible que el círculo del infierno fuera substancialmente el mismo
que aquel en el que los ángeles y los redimidos celebran en eternos
éxtasis corales al punto central superbueno? ¿Hemos de inferir aquí
también, todavía bajo la impresión de sugestiones platónicas, de la
forma cíclica el optimum objetivo, de la apariencia redonda el ser
bien conformado? Está fuera de duda que Dante mismo habría res
pondido afirmativamente a estas preguntas, puesto que su cons
trucción del infierno se orienta por concepciones escolásticas de or
den, y está diseñada y poblada en correspondencia con la ortodoxia
teomorfológica. Esto no impide que el texto manifiesto, aparte de
la autolectura del autor, exponga ideas que quedan fuera del círcu
lo de jurisdicción de doctrinas ortodoxas. Cuando se trata de am
pliar la estructura del infierno, sabe hacerlo mejor la poesía misma
que el poeta y sus informadores escolásticos. Como hemos de mos
trar, la globalización del sufrimiento en el infierno sigue una ley
propia que sólo en apariencia es idéntica a la de la circularidad di
vina.
El penetrante predominio de las formas circulares, que llegan
hasta el fondo del infierno, pone en evidencia un sentido secunda
rio morfológico, de cuyo análisis se deduce que Dios no pudo afir
mar su monopolio de la forma circular sin que fuera impugnado
por ello. No consiguió reservar para sí el círculo como su sello for
mal inalienable; la redondez no es su rúbrica infalsificabie bajo ca
da una de sus criaturas bien logradas. En la obra de Dante se mues
tra, más bien, que la región del demonio posee una circularidad,
reflexividad y armonía sui generis. Es posible que nos volvamos a en
contrar aquí, y bajo un aspecto distinto, con aquella duplicación de
las esferas que fue comentada más arriba como dualidad irreducti
ble de esfera del mundo y esfera de Dios262. Si en la imagen geocén-
520
Dante, Divina commedia, Inferno, canto 19: lo stava come 7frate che confessa
lo pérfido assessin, che, poi ch’efitto,
richiama lui, per che la morte cessa
[Yo estaba como el fraile que confiesa
al pérfido asesino, que, ya hincado,
por retrasar su muerte le reclama].
trica del mundo Dios se representa necesariamente arriba y afuera,
como margen esplendoroso y altura hiperclara, en el esquema teo-
céntrico Dios tiene que ser pensado como protuberancia de luz,
que, rebosando eternamente desde el centro hiperespacial, lo abar
ca todo, mientras al mundo, tal como lo conocemos, se lo coloca en
la más oscura periferia. Pero así como Dios, en su esfera eufórica,
sólo emana luz y éxitos en coros y olas que acaban en las zonas pe
riféricas, formalmente débiles, de lo existente, así, en la otra, en la
esfera cósmica, el punto más alejado de Dios de lo existente, el cen
tro del infierno en el núcleo de la tierra, puede rodearse de los ca
prichosos anillos del malogro y del fracaso.
Es un submundo extrañamente despejado, de malogros supre
mos que refluyen incesantemente a sí y en sí mismos, ese a través del
que Dante es conducido por su guía, Virgilio; y aunque el poeta
tampoco deje duda alguna de que a sus ojos las estructuras circula
res de inferno, purgatorio y paradiso remiten, todas ellas, a una ordena
ción unitaria precisa de arriba que se manifiesta en el esquema nu
mérico nueve-siete-nueve, si se considera con mayor detenimiento
la circularidad de los espacios infernales se ve que posee, sin embar
go, un principio diferente y, sobre todo, un centro diferente que las
conformaciones esféricas en tomo a Dios. La convicción de que los
mundos circulares celestes e infernales pertenecen al mismo orden
es menos un conocimiento asegurado, tranquilamente examinable,
que un prejuicio piadoso y precipitado con el que se ha armado el
poeta para su horrible viaje. Se trata del mismo prejuicio que había
de proporcionar sostén y respaldo a la era de la seguridad dogmáti
ca cristiana, y del mismo que permitió a los pensadores medievales
hacer la vista gorda sobre la imposible congruencia entre esfera de
Dios y esfera del mundo. Para que Dios, en verdad, sea tal como lo
postula su concepto de todopoderoso e infinitamente bueno, los
exégetas tienen que representar su obra maestra, el mundo, mucho
más redonda yconseguida de lo quejamás pueden percibir los mor
tales al uso. Sólo en el prospecto teológico muestra la creación una
figura sugestivamente esplendorosa.
Para ningún sector del universo vale más esto que para el infier
522
no, que desde el punto de vista ontológico representa el valor lími
te extremo de mundaneidad. Sólo quien percibe el infierno bajo las
más fuertes idealizaciones puede visitarlo, al estilo de Dante, como
una zona periférica problemática de la integridad-todo bien redon
da. En consecuencia, sólo atraviesan sin daño espíritus humanos el
campamento infernal cuando se han armado de impavidez metafí-
sicamente bendita, es decir, de optimismo morfológico. Dado que
nada es tan contagioso como la proximidad a la gran miseria, tanto
temporal como eterna, los visitantes del infierno tienen que inmu
nizarse mediante la convicción de que incluso aquí todo sucede co
rrectamente. ¿Qué sería Dios si no adjudicara a cada uno lo suyo?
No se puede achacar, ciertamente, al infierno de Dante que le
falte un plan soberano. ¿No son estas calles del tormento, bien cons
truidas, prueba suficiente de lo bien fundamentadas y meditadas
que están las instalaciones infames? ¿No muestra la distribución mi
nuciosa del todo que la administración del campamento sabe lo que
hace, y no ha de contar también su saber, como cualquier intelecto,
con una luz de Dios? ¿No tiene la ciudad infernal Dis* la estructura
urbanística más madura263, y no resulta admirable el modo tan pre
ciso en que sus habitantes están alojados en arrondissements específi
cos, de acuerdo con la culpa de cada uno?
Armados de prejuicios valerosos y esforzados, descienden los
poetas al submundo y atraviesan universos espantosos para aproxi
marse a la residencia del summum malum. El poeta viviente se des
maya muy a menudo a lo largo del viaje, vencido por el horror y la
compasión, pero siempre vuelve a levantarse, alentado por el espí
ritu de Virgilio, que le asegura que también el infierno, a su mane
ra, está en orden. El vivo y el muerto no pueden sentir lo mismo en
este punto, porque Dante no consigue apropiarse de la sangre fría
del colega muerto. Sobre la meta de su viaje común al bajo mundo,
sin embargo, no hayjamás duda alguna para ambos videros. Para
ellos resulta evidente: sólo en el círculo ínfimo, en el finís maUyrum,
*«Dis», forma contracta de dives (rico), «el Rico», dios romano del mundo sub
terráneo, traducción latina de Plutón o Hades, dios de la muerte, de los muertos y
del infierno en Grecia. (N. del T. )
523
El embudo del infierno de Dante,
proyectado en la cúpula de Brunelleschi
de la catedral de Florencia.
se hará del todo patente qué significa siquiera, de qué va siquiera el
infierno.
El paso por las cámaras de tortura muestra analogías con el pro
tocolo de una audiencia dificultosa con un príncipe, sustraído a mi
radas profanas mediante numerosos círculos de muros y puertas vi
giladas. Tampoco en este infierno superior se han disipado del todo
las reminiscencias tardoantiguas de aquella suntuosidad de que
hacían gala los grandes reyes persas invisibles264. Pero, dado que el
príncipe del inframundo, como modelo de majestad negativa, ocu
pa en la imagen aristotélico-dantesca del mundo el centro más in
terior del cuerpo de la tierra, que es a la vez el centro absoluto de
la esfera del mundo, el lugar del demonio perseseñala el sitio don
de el cosmos físico está más recogido en sí mismo y donde con más
pureza se refleja en su esencia. Aquí se desvela la verdad sobre el
mundo bajo, sublunar, de materia terrena, en su totalidad; sólo aquí
puede esperarse una penetración definitiva en la naturaleza del
mundo no-etérico, no-luminoso, no-bienaventurado. Por su audien
cia ante el emperador de ese reino doloroso -lo 'mperador del doloro
so regno (Inferno, canto 34, 28)-, ambos poetas se asomarán a la os
curidad más impenetrable, a un dolor más allá de todo umbral,
inaccesible a cualquier narcótico.
El visye de ios poetas al polo más bsyo refleja con precisión el in-
femocentrismo de la cosmografía católica. El sentido del viaje al in
framundo es ver en su trono al príncipe de los demonios, a Lucifer
en persona, dado que el imperio sólo se entiende desde el imperator.
También aquí vale: como el señor, así el país. Como el centro, así la
periferia. Sin el culmen de la satanofanía, la travesía del infierno
quedaría sin resultado. Los vi¿yes al más allá sólo cumplen su obje
tivo cuando desde el extremo informan sobre la región como tal.
Pero la región no es otra, nada menos, que el mundo extradivi
no, puesto que su parte subterránea representa su extracto oscuro.
¿Quién habría de ocupar el extremo ínfimo del espacio físico sino
el príncipe de las tinieblas en persona? Sabemos por qué desde el
punto de vista cosmológico el centro del infierno ha de ser el pun
to más alejado de Dios del universo de cubiertas, y por qué ese
punto viene a residir en el interior de la tierra; veremos por qué des
525
de una perspectiva metafísica o moral el infierno se define como la
fuente de estímulo de la negativa a la comunicación esferopoética
con Dios. Pero, dado que el significado metafísico del infierno en
el análisis de Dante va suplantando y desplazando progresivamen
te el esquema cosmográfico, su inferno deja de ser simplemente un
reflejo de la constitución geocéntrica del ser. Más bien se muestra
que el infierno posee una potencia esferopoética propia y está suje
to a una circularidad antiesférica específica265.
Durante el descenso exploran ambos poetas ese orco de la de
presión, en el que la negación conforma anillos característicos, los
círculos de la angostura y de la falta de vista. Descubren el infierno
como apocalipsis de la egoidad. Una cosa es que el ángel caído se
apartara de Dios y se volviera a sí mismo; y otra, que su giro se con
virtiera en una caprichosa vorágine de la negatividad. Seguir las
huellas de esa vorágine infemógena es el sentido ilustrado-metafísi-
co del visye nocturno poético. A ese precario querer-saber responde
la figura de Beatriz, que inmediatamente antes del descenso se le
aparece al poeta desde el cielo con el fin de infundirle aliento para
su arriesgado viaje. Ella misma no parece entender muy bien lo que
le obliga a «descender aquí absyo y a este centro,/ desde el lugar al
que volver ansias» (scender qua giuso in questo centro/ de Vampio loco ove
tomar tu ardi; Inferno, canto 2, 83-84). Beatriz no se deja desconcer
tar en su misión de protectora y musa por esa falta de comprensión:
sí, quizá sólo puede convertirse en musa del poeta porque comple
menta con una especie de ceguera salvadora al hombre genial que
se siente impulsado a bajar al centro de la incomplementabilidad, al
abismo melancólico.
Con ello se ha puesto al descubierto algo así como un interés por
el retomo de la poesía al corazón de las tinieblas, interés que diri
ge el conocimiento en ese sentido; el poeta vive bajo el imperativo
de entender algo que resulta inaccesible a la comprensión humana:
la naturaleza de una negatividad infinita que ha arrojado su sombra
sobre su vida. Que el rechazo de la comunicación con Dios pueda
llegar a convertirse en una fuerza causal de derecho propio y que
los negadores se encierren en anillos de frustración autógena: ésa es
la intuición trascendental de la infemología de Dante. La imagen
526
prototípica de tal negatividad no puede encontrarse en ninguna
otra parte que en la posición luciferina; en ella se cumple la unidad
permanente de horror y negación.
Nunca el pensamiento estuvo tan alejado de la ingenuidad filo
sófica que sólo ve en el mal ausencia de bien. Considerado desde el
punto de vista dantesco, lo que han expuesto autores como Proclo
y, siguiéndolo a él, el archimístico Dionisio Pseudo-Areopagita so
bre la insubstancialidad del mal son sólo sentimentalismos endebles
de monjes sobreprotegidos. Como retratista del diablo y como on-
tólogo del espacio antiesférico, el poeta comprende cómo de la ne
gación, a pesar de todo, puede resultar algo y cómo de negativas y
privaciones proceden, no obstante, entornos compactos, compacta
mente estériles, y enredados en sí mismos.
Durante su travesía del contrarreino, Dante hace un descubri
miento ontológico-formal de gran alcance: cada condenado se haya
hundido en su propio entorno, que se forma de negaciones pene
trantes. Llamar un mundo a ese entorno sería una exageración ma
liciosa, pues la eterna presencia actual del oprimido, constreñido,
parodia el dato de un universo despejado, que brinda espacio. De
lo que al aire libre se llamaba mundo sólo queda aquí el carácter
hostil, lacerante y viscoso. Por eso conservan los delincuentes sus
cuerpos, porque son los requisitos imprescindibles para la fijación
de un alma a una tortura. El cuerpo es el minimal world que se utili
za para la reclusión de seres humanos en receptáculos de tormento:
eso es lo que los torturadores expondrían si estuvieran contratados
como docentes de antropología; sin torturología falta a las ciencias
del ser humano una rama esencial.
Por lo que respecta a la parte contraria, al opositor hay que en
tenderlo con seriedad ontológica como héroe-fundador de una for
ma de sujeto que reside en el centro de un gran imperio de nega
ciones y rechazos. Por eso, como portador o soporte de todas las
privaciones, ha de reconocérsele, al menos a nivel fenoménico, co
mo un algo poderoso y un alguien formidable. Desde su polo pe
netra a través de la creación como un contra-sol que emanara rayos
de frío; éstos crean en tomo al punto de congelación del ser exten
sos círculos, en los que una multitud innúmera se ha encajonado en
527
la imitatio diaboli. La cólera del opositor genera suficiente frío para
atender las necesidades de negatividad y encierro en sí de todo el
mundo inferior y medio. Si el diablo supremo puede contar con
partidarios y mantener súbditos es porque las negaciones son infec
ciosas y porque la esplendorosa imagen del mal moviliza grandes sé
quitos de adeptos, encerrados en sí mismos. El infierno de Dante re
presenta, por decirlo así, la primera ola individualista: cada uno
para sí y todos para el demonio. La integración de todos los egoís
mos individuales en un gran reino con estilo propio es el sentido de
esta infernografía que sorprende por su minuciosidad. Pone ante
los ojos cómo la negatividad se convierte en un espacio de tipo pro
pio y en qué consiste su principio concluyente.
La substancialización poética del infierno es una hazaña en la
historia de la meditación sobre la conditio humana, ya que condujo
al descubrimiento de la antiesfera (o del espacio depresivo). Con
ella, la esencia humana misma fue caracterizada por primera vez co
mo posibilidad de privación de esferas y desposesión de mundo.
Dante investiga con paciencia heroica un «final del mundo», en el
que ha cesado toda compartición de espacio anímico y toda com-
plementación por el otro. Pero, dado que el pensamiento medieval
no admite espacios abandonados, sin dueño, también al espacio de
presivo se le coloca al frente un príncipe. Por ello, el infierno mis
mo ha de presentarse en forma de reino o imperio; su hábitante
supremo mantiene, como gran señor, la forma feudal; el infierno
mismo guarda el protocolo imperial. Si pudiera suspenderse esta
condición, en el Satán de Dante podría reconocerse sin esfuerzo al
guno el portador ejemplar del riesgo de la humanidad moderna
mente insinuado.
El Satán de Dante es el primero en el que aparece como hecho
consumado aquello de lo que en el siglo X X se hablará bajo el pre
cario título ontológico de «ser-en-el-mundo». El diablo está plena
mente en el mundo porque funciona y hace de las suyas desde el
centro del mundo: teje relaciones «autorreferenciales» en tanto prin
cipio y modelo insuperablemente inmanente. Quien pretenda en
tender la estructura metafísica del cosmos medieval no puede per
der de vista ni un instante que en su centro congelado reside un
528
saurio de seis ojos, un ángel caído. Él, el opositor abatido, es el úni
co y el primero que está plenamente en el mundo, porque es el pri
mero y el único que ha perdido el mundo compartido. En tanto que
experimentó antes que cualquier otro el impulso a instalarse en una
antiesfera que sólo gira en torno a él mismo, él es el individuo clá
sico, empobrecido ontológicamente al modo típicamente moderno.
Él es el primer punto sin contra-punto, el primero no complemen
tado, el primero que vive solo, que, como centro sin un enfrente, gi
ra dentro de su furibunda fijación al sí mismo doliente. Si Dante
traslada su príncipe del infierno al centro absoluto del universo cor
poral tiene que aparecer la ilusión de que en esa posición se trata
del centro de una intimidad. En realidad, la posición de Satán, por
muy interna y centrada que parezca, es una posición absolutamen
te exterior y excéntrica. Como señor del país dolorido, es a la vez su
observador fijo. Describe su país con ayuda de la diferencia entre es
peranza y desesperanza, y elige en cada caso el valor oscuro. Por eso,
la concepción del infierno como forma suprema de intramunda-
neidad fallida ofrece sólo media verdad sobre las situaciones infer
nales. La otra mitad, la más oscura, sólo aparece a segunda vista: el
infierno, el infierno es el exterior*6.
529
Observación intermedia:
De la depresión como crisis de expansión
Como hemos visto, resulta inseparable de la interpretación clá
sicamente metafísica del mundo el optimismo morfológico que se
expresa en la convicción de que todo lo que es está contenido en
círculos etéricos sin mácula. En ese modo de ver las cosas, obstina
damente claro, se manifiesta la convicción de que todo existente de
manda, desde sí mismo, ser recogido y cobijado en la forma más
perfecta. Así como cualquier cosa anhela participar en la forma me
jor de su especie, también quiere tener el entorno y la compañía
mejores, bien ampliados, bien redondos. Si la filosofía del espíritu y
de la luz de la antigua Europa pudo resumir su esencia en el lema
omnia quae sunt, lumina sunt, «todo lo que realmente es, es de natu
raleza luminosa», la metafísica clásica, en general, habría tenido
que hacer suyo el principio de que todo existente está en círculos;
omnia quae sunt, in circulis sunt. El Cusano contribuyó al prestigio
doctrinal de este punto de vista con su tesis de que la filosofía ente
ra reposa en el círculo; tota philosophia in circulo posita dicitur. La fi
losofía clásica está convencida de corresponder en sus movimientos
circulares de pensamiento -de lo explícito a lo implícito y de lo im
plícito a lo explícito- a la ley constitutiva de lo existente. Desde el
punto de vista filosófico nunca habría pensado aún quien no se hu
biera introducido en este círculo claro. Hasta Heidegger permane
ció viva esta creencia en el círculo como padre de todas las cosas
producidas y conocidas. Por su instalación y recogimiento en bue
nos círculos, cada una de las cosas,junto con su rango en total, ha
recibido el sello formal de su buena factura, a la que pertenece tam
bién su cognoscibilidad en tanto ordenación a una inteligencia co
rrespondiente. Cada una de las cosas es totalmente ella misma sólo
en su esfera, que, a su vez, está cobijada en la esfera de todas las es
feras.
530
«El mundo es redondo en torno al ser-ahí redondo» (Gastón Ba- chelard). Pieles y horizontes son lo que mantiene lo vivo en límites vivos. En el contorno divino, piel y horizonte se vuelven idénticos. En las noches calientes del ser la vida individual se siente diluida en medio de la esfera vital. Así pues, en círculos tan buenos el ser-ahí sería siempre un ser en el lugar oportuno.
La depresión tiene otra verdad; experimenta el mundo bajo un diseño espacial opuesto. Éste se anuncia en primer lugar en la aver sión a la exigencia de prestar atención a la propaganda que se hace de lo bien acabado y conseguido. Y no hay que negar que lo positi vo siempre lo tiene fácil, dado que gira en un círculo en el que lo bueno conduce a lo bueno. Puesto que los círculos de suerte y feli cidad están trazados con amplitud, quien se mueve en ellos no va contra la pared. La experiencia fundamental de la depresión dice, por el contrario: las paredes se han colocado tan cerca que en el ám bito definido por ellas resultan imposibles movimientos razonables. Para los deprimidos el círculo es una forma que encierra; lo que tendría que haber proporcionado cobijo se cierra como un muro carcelario en tomo a la vida individual y aislada. Por ello, aunque sea rotante, el movimiento depresivo no se asemeja para nada al via
je circular de los héroes, cuya medida es la circunferencia universal. No tiene nada en común con el prototipo del movimiento circular a lo grande, movimiento exitoso, como el de la Odisea, que en la vuelta diferida a casa va convirtiendo al héroe en una persona hábil, experimentada, en una persona de mundo y completa. Quien es atrapado por la depresión está condenado a la pobreza de mundo, puesto que para él se detiene el viaje y el horizonte implosiona. Du rante sus paseos en la celda el preso sólo experimenta la gastada si metría de la ida y vuelta incesante: el modelo de la mala circulación, del mal tránsito, que esjustamente aquel en el que no hay preemi nencia alguna de la ida.
Lo que no conduce a ninguna parte no puede reconocerse como camino, ni de ida ni de vuelta. Cuando no hay camino, ni método para andarlo, no se persigue nada, no se aprende nada, alcanza na da, esclarece nada. El horizonte no se despliega, los puntos lejanos no se hacen atractivos. Mientras que siempre podría decirse aún mu
531
cho más de lo ya contado sobre una odisea que está sucediendo o ya
llevada a cabo, nada digno de mención puede informarse jamás de
estados depresivos. Ellos mismos aparecen ante sí mismos como de
finitivamente banales. A la depresión pertenece la evidencia inco
rregible de que nada propio vale la pena decirse; ninguna de sus ex
periencias merecería convertirse en tema; jamás interesarían para
nada a comunidades de hablantes. El sentimiento del mundo de la
pantera de Rilke, que da vueltas en su jaula sin olfatear mundo al
guno tras los barrotes, se corresponde con el diseño del mundo del
depresivo, que no alcanza siquiera a lo más próximo.
Desde el punto de vista esferológico la depresión significa el ani
quilamiento del espacio de relación. El buen espacio desaparece
cuando se colapsa el radio que había mantenido el punto y contra
punto,juntos pero separados, dentro de una circunferencia común.
Un mundo sin energía radial es la antiesfera: un entorno cualquie
ra alrededor de un punto sin pareja. Dado que el radio vital -el fa
lo-espacio o la fuerza expansiva de las esferas, por decirlo así- es la
luz lejana que ilumina el horizonte, el mundo necesitado de radio,
débil de luz, del depresivo se encoge hasta convertirse en una pre
sencia inmediata sin horizonte, que ha vuelto a acercarse a la indi
gencia de mundo del animal: con la diferencia de que la pobreza de
mundo depresiva manifiesta a pesar de todo una disonancia especí
ficamente humana, dado que incluso como modo expoliado de ser-
en-el-mundo posee un rasgo ontológico267.
Lo que se le ha dado al depresivo, esa su descolorida circuns
tancia, sigue siendo el mundo como todo, incluso aunque su dación
esté b¿yo el signo de la retención. El mundo se desvela aquí como
imposibilidad de emprender algo en él que signifique una diferen
cia para el actuante. Lo que se deniega, retiene, rehúye, ahí es el to
do de la existencia esférica, complementada. Cuando no hay posi
bilidad de dilatación o distensión de esferas falta el espacio en el
que pudiera realizarse una acción transformadora o en el que pu
diera pronunciarse una palabra eficaz, activa. La fuerza que pro
porcionara a la esfera su convexidad deja fuera de su radio de ac
ción al sí mismo adormecido. El todo: un estado de cosas vacío en
torno a un punto sin distensión.
532
Este espacio implosionado tiene su réplica en el amplio espacio-
entorno, que se toma a mal hacia todos lados, de la paranoia, en ese
«universo de la separación», del aislamiento, en el que el Saint-
Preux de Rousseau, el héroe de La nueva Eloísa, se siente encerrado:
«Mi espíritu sofocado quiere expandirse ahí y se encuentra compri
mido por todas partes». Rousseau dice en otro lugar sobre una de
sus figuras: «Se ha descubierto cómo encerrarlo en París en una so
ledad más terrible que la de bosques y cavernas. Entre los seres hu
manos no encuentra allí ni comprensión ni consuelo. . . todo le ro
dea y le mira con curiosidad, pero le rechaza»268.
Al deprimido sólo le resulta posible dentro de sí mismo repetir
rotaciones, en ningún lugar se le ofrece el punto de partida para
una acción creadora de espacio. Al contrario: el espacio se va enco
giendo cada vez más para él. El autor francés de diarios Amiel ha co
nectado ese retroceso de la expansión con un adelantarse hacia la
muerte:
La muerte nos reduce a un punto matemático; la destrucción que la
precede nos hace retroceder a círculos concéntricos, siempre más estre
chos, hacia ese último lugar de refugio inexpugnable. Sufro con antelación
ese cero, ese punto nulo, en el que forma y esencia se extinguen269.
Con ello descubre Amiel un secreto común a la depresión y a la
metafísica: que la muerte propia anticipada allana el camino a una
inmunidad perversa y agradable.
En la depresión existe un rasgo de aquel mal que la tradición ha
llamado el mal metafísico, porque en él, a la desazón por lo malo se
añade el descubrimiento de un fracaso. Puede ponerse nombre a la
fuente del mal: la imposibilidad de trasladarse y acomodarse en lo
abierto, al aire libre, es un entumecimiento o paralización de la ca
pacidad positiva de transferencia. Mientras que, por lo demás, en
caso de salidas al espacio, se transfiere la experiencia fundamental
«la expansión es buena» (los niños pequeños y los imperialistas dan
testimonio de ello), la depresión transfiere la inmovilización trau
mática de la capacidad de expansión: la inaccesibilidad, temprana
mente vivida, del complementados En su ausencia se colapsa el es
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pació y se deja que el sujeto que está prisionero en una estrechez o
amplitud invivible se contraiga en el punto pánico del sí mismo.
Con la transferencia de ese punto-ser comienza la historia de la so
ledad.
Fin de la observación intermedia
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El descubrimiento medieval de un lenguaje de la depresión se
produce con necesidad topológica, en principio, a partir de pene
traciones cognoscitivas en una relación macrosférica: habla, prime
ro, del temprano distanciamiento oficial del demonio de su señor y
enfrente divino. La situación depresiva no se descubre por un indi
cio privado o psicológico, sino como conflicto público o político en
tre el soberano y su criatura. Satán aparece como disidente de un
Dios que no es un genio privado, sino el Señor por encima de todo
rango. El distanciamiento entre esos adversarios no conduce a re
laciones íntimas enfriadas o envenenadas, sino a la creación de un
contramundo formal, de un exterior antiesférico. (Algo semejante
se produce a menudo también en las fases muertas de las hiperre-
laciones místicas entre el alma y Dios270. ) Por eso, en el mapa de lo
existente la depresión se señala en principio como una zona en la
que las existencias negativas se encuentran oficialmente en casa.
Con ello, la privación del ser aparece como una relación públi
ca. El círculo infernal primario, el que surgió de la rebelión, es el
punto que rota en sí mismo, en el que el ángel caído medita su fu
tura no-relación con Dios ante los ojos de todos. También ese pun
to es un «imperio»: puesto que en torno a él se forma un espacio va
cío en el que no surge nada que pudiera ser comunicado de modo
participativo. Una amplitud vacía se abre sin sentido en tomo a una
estrechez vacía; el individuo se instala en ésta como en una cápsula
rotante que actúa como su primum motile. En tomo a la primera es
fera de angostura pueden instalarse más anillos de estrechez de co
razón, mezquindad e indiferencia. Es la autocompasión, cargada de
autoodio, de este primer perdido la que mantiene la cápsula-yo en
giro permanente.
A causa de ello la localización central del ángel caído en el es
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pació cósmico adquiere significados metafísicos: el centro del in
fierno es el punto del mundo desde el que puede percibirse la inac
cesibilidad del mundo para aquel que está allí. Satán posee la visión
panorámica completa, que le descubre la dimensión de la pérdida
del mundo; le fue dado el ojo espacial parmenídeo para contemplar
la abundancia de la privación; su anfiscopia capta el panorama en
tero de lo perdido. Por eso, en él la teoría y el autotormento se han
vuelto lo mismo; su ver es su padecer, su mirada en torno es su sín
toma: dolor por el mundo hacia todos lados.
